Categoría: ALGUNAS HISTORIAS SÓRDIDAS

ALGUNAS HISTORIAS SÓRDIDAS LXIX


                       EL SEGUNDO CÍRCULO DEL INFIERNO/CONTINUACIÓN

El cambio que se produjo tras la muerte de mi padre fue muy importante. Para empezar, no podíamos continuar en el piso porque los propietarios tenían firmado un contrato de alquiler con mi padre, no con mi madre ni con el resto de la familia. Por lo visto la ley estaba así en aquel momento. Teniendo en cuenta que yo trabajaba en un juzgado y tenía algún conocimiento legal y que podía consultarlo con el propio juez o los compañeros, sin duda que lo mejor era buscar otra casa y marcharse. Tal vez hubiéramos podido tener alguna opción de quedarnos si nos hubiéramos metido en un pleito, pero gastar dinero en abogados y meterme en líos justo después de mi apoteósica llegada al juzgado, no debió parecerme el mejor camino. Me resulta complicado diseñar una cronología que me permita situar cada uno de los acontecimientos que se fueron sucediendo en su verdadero contexto. No recuerdo cuánto tiempo estuve en aquel piso hasta la muerte de mi padre y me resulta imposible acoplar lo que iba ocurriendo en mi vida laboral con el transcurso de su enfermedad. Cuando tomé posesión de mi nuevo puesto en el juzgado había un juez ya mayor que debió jubilarse al poco de llegar yo, o tal vez ascendiera a la audiencia provincial. Era un hombre serio, al menos así lo recuerdo, con el que no tuve ningún trato. Si recuerdo bien al resto de los compañeros con los que conviviría bastantes años. Mi superior inmediato en la sección de civil era un oficial muy competente que llevaba en aquel juzgado mucho tiempo, junto con otros compañeros de la sección penal, dirigida por un oficial un poco mayor que él, un gallego de trato agradable y una auxiliar también de su edad o un poco más joven. El agente judicial era un hombre de buen trato de la edad de los demás. Los únicos jóvenes, que acabábamos de tomar posesión era mi compañera a la que dictaba el oficial de lo civil, que estaba muy cerca de mí, al que habían adjudicado una mesa y una máquina de escribir. Esta chica que me resultaba muy atractiva aparece en mi novela El Loco de Ciudadfría, tan autobiográfica como ficticia, puede que a un cincuenta por ciento. Me resulta ahora bastante incomprensible que la sección civil tuviera un oficial y dos auxiliares y la penal solo un oficial y una auxiliar, no parece que la plantilla estuviera muy equilibrada, salvo que hubiera una plaza sin cubrir, algo muy probable puesto que pronto llegaría otra chica, también muy atractiva que se unió a la sección penal. Con estos compañeros comenzaría mi andadura laboral que tantas complicaciones tuvo y en la que se incrustó mi etapa infernal de telépata loco, que es el núcleo de este segundo circulo del infierno dantesco.

Recuerdo muy bien que al llegar los nuevos auxiliares tuvo que cesar un interino que resultó ser el hijo del oficial de lo civil y con el que luego mantendría una relación amistosa muy peculiar y algo toxica, al menos para mí. Ahora, desde la distancia, puedo ver con bastante objetividad todo lo que ocurriría durante aquellos años y encontrar una línea, sino cronológica, si bastante lógica y racional. Entonces no era muy consciente de que el trato que se me dispensaba tenía que estar necesariamente muy relacionado con el conocimiento que todos ellos tenían de mi aparición en televisión. Aunque yo lo negara en aquel episodio que ya he relatado más arriba cuando un compañero de otro juzgado me preguntó si yo era el mismo que había salido en el programa de Ïñigo, lo cierto es que no debió de creérselo, ni él ni nadie, puesto que tenía el mismo aspecto y llevaba la misma ropa con la que aparecí en aquel programa televisivo que de alguna manera marcaría mi vida, a veces sin yo saberlo, otras sabiéndolo pero tratando de no ser consciente de ello. Es evidente que el comportamiento de mis compañeros de juzgado, de otros juzgados y en general de todo el mundo judicial de aquella capital de provincia se vio muy influido por el conocimiento de que yo era, sin duda, el famoso loco que había salido en un programa de gran audiencia para defender como lo más racional del mundo, su deseo de abandonar esta vida, de suicidarse de una vez, o al menos de intentarlo hasta conseguirlo. Nadie me dijo nunca nada al respecto, hicieron como que aceptaban mi deseo de no recordar aquello y de pasar lo más desapercibido posible. Sin embargo su comportamiento hubiera sido cristalino para cualquiera que no fuera tonto de remate, y yo no lo era, aunque el bloqueo que puse a mi mente a la que ordené que escondiera bajo tierra, en lo más profundo, aquella época de mi vida, así pudiera hacerlo parecer a los testigos de mis andanzas, Notaba una compasión excesiva, molesta, asfixiante. A lo largo de mi vida sabría muy bien cómo se siente alguien que se considera igual que los demás o incluso superior en algunos temas, como el intelectual o cultural, por ejemplo, y que sin embargo es tratado como un disminuido psíquico o como se denominaba en aquellos tiempos, un subnormal. Así, en efecto, me sentía yo, se tenía conmigo un exquisito cuidado al decirme las cosas, al proponerme esto o aquello, al protegerme de situaciones que ellos consideraban iban a afectarme. Eran malos tiempos para la enfermedad mental, para la psiquiatría, para los enfermos mentales, para sus familiares y para la sociedad que tenía que enfrentarse a este problema sin saber de la misa a la media y sin querer saber nada. Una hipocresía ridícula y mezquina, lo inundaba todo. Lo políticamente correcto era un valor superior a cualquier otro. Así pues, si en un principio fui aceptado con reticencia, como a un loco al que no se le podía privar de su condición de funcionario y ciudadano, pronto comprendieron que yo era una buena persona que intentaba ser amable con todo el mundo, que procuraba hacer favores a todo el que me los pidiera y alcanzar casi la condición de santo católico en su exacerbado comportamiento que deseaba alcanzar las cumbres más altas de la bondad. En esto tenía una parte muy importante de culpa la formación religiosa que había recibido y la lectura casi patológica de las vidas y hagiografías de santos católicos.

Este comportamiento me crearía muchos problemas, y unido a una timidez enfermiza y malsana que me impedía ser asertivo, incapaz de decir “no” a cualquier cosa que se me dijera o propusiera, convertiría aquella etapa de mi vida en un auténtico infierno, en el segundo círculo del infierno, para ser más exactos. No me apetecía nada salir con el hijo del jefe a tomar un vino tras el horario de la mañana. Yo era un ser asocial y más después de mi etapa madrileña, el primer círculo del infierno. En aquellos momentos aún seguíamos teniendo el horario laboral partido, mañana y tarde. Aunque puede ser que no fuera así y que hubieran puesto un horario intensivo durante mi última etapa laboral en Madrid. Lo cierto es que, en aquel juzgado, como en otros muchos, se funcionaba un poco al margen de las reformas que se iban haciendo en el mundo de la Justicia. El juez pasaba bastante olímpicamente de lo que se hiciera en los negociados de su juzgado mixto, civil y penal, la separación vendría después, al menos en las ciudades pequeñas, mientras los asuntos se tramitaran bien y llegaran a sentencia con las mínimas garantías. Muchos secretarios se conformaban con sacarse un sobresueldo con las tasas, que existían entonces, y procurando llevar al día, en lo posible, la sección de civil, con sus correspondientes embargos y demás diligencias, por las que cobraban una parte de la correspondiente tasa. Entonces muchos secretarios se hicieron de oro y dejaban en manos de los oficiales más carismáticos el funcionamiento de los correspondientes negociados. Eso explica que mi jefe pudiera decidir que fuéramos a trabajar también unas horas por la tarde, que se compensaban saliendo antes de trabajar por las mañanas y entrando también más tarde. No existía el famoso horario intensivo de 8,30 a 15 horas que vendría ya con los correspondientes controles de entrada y salida, al principio firmando solo en el correspondiente libro. Es imposible que recuerde si a mí se me pidió opinión o parecer, porque ha transcurrido demasiado tiempo y aunque se me hubiera pedido yo hubiera dicho que sí, como una oveja a la que le pesara demasiado la cabeza, incluso puede que no pronunciara ni palabra, el simple gesto de dar una cabezada era suficiente para mí y también para ellos. Decía que sí a todo el mundo, a mi madre, al resto de la familia, amigos y conocidos, a cualquiera que se cruzara en mi camino. Si a todo sin excepciones. Si alguien me hubiera dicho que saliera corriendo y me tirara por un puente, yo hubiera cabeceado y lo habría hecho. Desde luego que esto que estoy diciendo es un poco exagerado, aunque les aseguro que no mucho.

De esta forma me vi trabajando por las tardes y saliendo por las mañanas a la hora del vino con el hijo del jefe, que muy sonriente me llevaba a un bar donde conocía y era amigo de un camarero que nos sonreía y nos trataba como a príncipes, poniendo alguna tapa de más con el vino o lo que fuera e incluso no cobrándonos alguna que otra consumición cuando su jefe no estaba a la vista y podía enmascarar la contabilidad que no debía de ser muy estricta. Sería injusto y mezquino si no admitiera que aquellas escapadas diarias me venían bien, para ir socializando poco a poco, más bien muy poco a poco, y que aquel hijo de mi jefe, con el que luego establecería una relación amistosa y de confianza muy estrecha, tuvo un peso importante y positivo en la conformación de un carácter más sociable, aunque lo cierto es que en toda relación en la que uno es incapaz de decir que no a nada, en la que no hay ninguna asertividad por una de las partes, no deja de ser una relación tóxica y dañina para el más débil. Yo debí haber dicho que no a muchas cosas, por ejemplo, a beber vinos o cervezas, puesto que continuaba con la medicación para mi enfermedad mental y el alcohol era veneno, mucho más mezclado con una medicación terrible, de antipsicóticos y antidepresivos, entre otros. Eso me hacía mucho daño. Es cierto que alguna que otra ve lograba imponerme y pedía un biter Kas o algo por el estilo, pero siempre acababa bebiendo demasiado alcohol. Pero lo que peor me venía eran los porros. Ya en Madrid había sufrido experiencias nefastas, como el mal viaje que relato en uno de los libros anteriores de esta larga historia. Aquí comprobé dolorosamente que yo era un tipo raro, muy rarito, puesto que toda la juventud fumaba hachís o marihuana, sino comenzaba ya a caer en las drogas duras, la heroína, luego vendría la cocaína, que recuerde. El que el hijo de mi jefe, mi amigo, fumara porros de hachís fue para mí una pésima noticia, puesto que me presionaba demasiado para que yo pudiera resistirme. Ya en Madrid había comprobado lo mal que sentaba a los miembros de un grupo que uno de ellos se negara a fumar, porque no soportaban reírse de cualquier tontería a mandíbula batiente mientras tú permanecías serio, porque maldita la gracia que tenían sus chistes y bromitas. Ellos estaban en sus mundos de colorines, donde todo era divertido y alucinante, y tú, que seguías en una realidad chata y gris, desentonabas completamente. Por eso era preciso dejar el grupo o fumar. En este caso si yo seguía persistiendo en mi negativa tendría que romper brusca y coléricamente la relación, con las consecuencias, no solo de perder la única relación social que tenía sino de enemistarme seriamente con el jefe convirtiendo mi vida laboral en un infierno mayor. Con el tiempo el padre de mi amigo, mi jefe, me pediría que vigilara a su hijo y le contara si le daba a la droga, especialmente a la dura. Esto me complicó aún más las cosas.

La mayoría de las personas de las que hablaré en esta narración de mi etapa en el segundo círculo del infierno están muertas, con toda seguridad, puesto que me llevaban varias décadas y yo ahora soy un viejales, o casi, como lo prueba el hecho de que esté en una residencia de ancianos, aunque solo sea temporalmente. A pesar de ello no voy a hablar de ellos sino lo estrictamente imprescindible para que el decorado en el que me voy mover no sea incomprensible y falso. No se trata de la mezquina venganza tras muchos años, cuando aquellos a los que vas a poner a caer de un burro están muertos. El resto de “personajes”, llamémoslos así, de mi edad o mi generación, pueden que estén en una situación parecida a la mía, mejor o peor, deslizándose por el último tramo del tobogán de la vida. No, no voy a cebarme en ellos, sino en mí, porque me merezco todo lo malo que diga de mí mismo, me merezco todas y cada una de las consecuencias kármicas que se han derivado de mis actos. A pesar de ello los “secundarios” de lujo de esta historia tendrán que aceptar su responsabilidad y culpabilidad en muchos episodios de mi vida, porque así es y de nada sirve ocultar, medir, matizar, suavizar, comportamientos que fueron los que fueron. Después de haber estado al borde de la muerte una vez más, después de haber sufrido todas las consecuencias que tiene una experiencia cercana a la muerte, con sus efectos postraumáticos, algunos realmente dolorosos y molestos, y otros, como la exacerbación de la libido, hasta divertidos, siempre que controles lo suficiente para no meterte en un lío o no hacer daño, por poco que sea a otros que no tienen la culpa de nada, no puedo seguir viviendo como antes, ni mucho menos puedo seguir dejando en la niebla del pasado episodios de mi vida que exigen ser contados. Por varias razones, la primera porque necesito hacer una especie de psicoanálisis terapeútico para ver si puedo dejar de lado de una puñetera vez todos los traumas y problemas mentales que convirtieron mi vida en un infierno. La segunda porque si la venganza es siempre mala, nefasta, la justicia es algo imprescindible, en la vida de cada quisque y en la de toda una sociedad. Por último, porque no creo que me quede mucho tiempo de vida, porque mi salud se ha resentido y cualquier día me puede dar un susto, y sino me lo da mi salud me lo dará Putin o tantos y tantos depredadores, auténticos demonios, que han convertido en un infierno la vida sobre este planeta. Porque ahora soy plenamente consciente de lo contradictorio y ridículo que es hablar de círculos del infierno, referidos a mi propia vida, cuando yo y todo el mundo está inmerso de lleno en un maldito infierno del que parece nunca vamos a salir.

Y puesto en este capítulo el contrapunto a lo que sería mi vida privada en aquella etapa, la relación con mi madre, mis hermanos y todo lo que iría sucediendo fuera del mundo laboral donde el infierno sería más visible, dejaremos para el siguiente el avanzar un poco en el camino familiar y personal. Seré muy, muy discreto en lo que se refiere a mi familia y a todas las personas que tuvieron la desgracia de conocerme, pero no podré evitar referirme a ellos en algunos episodios concretos y muy importantes.

ALGUNAS HISTORIAS SÓRDIDAS LXVIII


EL SEGUNDO CÍRCULO DEL INFIERNO / CONTINUACIÓN

La experiencia que había vivido como personaje famoso fue tan dramática y humillante que regresé al anonimato con una inmensa sensación de alivio, consciente de que debería de librar una pertinaz batalla para conservar aquella condición. Ahora sé muy bien que en mi entorno yo no podía ser el personaje anónimo que intentaba crear, porque si no muchos, sí los suficientes, me habían reconocido como aquel extraño loco que se había exhibido en un programa de televisión confesando sin tapujos sus miserias de enfermo mental, y sin duda habrían expandido ese rumor en sus entornos con la cadencia tranquila con que sucedían las cosas en un tiempo en el que aún no existían los teléfonos móviles, ni Internet, ni los instrumentos mediáticos que hoy forman parte consustancial de nuestras vidas, transformándolo todo en oleajes tan persistentes como veloces. Me cuesta retomar, aunque sea por un instante, aquella vida que transcurría a ritmo de tortuga, con una placidez que hoy resulta inimaginable. A pesar de ello, alguna experiencia posterior, me desveló el poder del rumor, del boca a boca, de los comentarios aparentemente inocuos, que se utilizaban para llenar los ratos muertos, que eran muchos. Si hasta entonces había creído que mi sensación de que era observado y reconocido en lugares y entornos donde no me conocían de nada formaba parte de mi calenturienta imaginación o de mis constantes delirios sobre mi condición de monstruito, a partir de aquel momento se convirtió en una certeza tan esperpéntica como sólida. El episodio tuvo lugar algunos años más tarde, ya casado y con familia. Habíamos ido a pasar las vacaciones de verano a Santander. Me acerqué a la recepción de un camping donde nos íbamos a instalar para ahorrarnos el gasto que suponía pasar una semana en un hotel. Ya entonces atravesaba mi etapa de telépata loco. Así la llamo por lo que en su momento narraré con pelos y señales. Se podría decir que había entrado en el tercer círculo del infierno, siempre acosado por la angustia, siempre atento a las reacciones de las personas de mi entorno, ya sufriendo las consecuencias de una fobia social que no sabía que se llamara así, ni siquiera creo que existiera ese término, al menos yo no lo había oído nunca. Pues bien, como tuve que esperar un buen rato a que me atendieran, puesto que había mucha cola, me vi asaltado por esa fobia social y sobre todo por las manías obsesivas que en mi condición de telépata loco eran algo cotidiano y muy notorio para los que me rodeaban. Debo adelantarme mucho en mi narración para dar un detalle que resulta imprescindible para que se comprenda lo que allí sucedió. Como contaré largamente en su momento, mi convencimiento de que era telépata y podía percibir los pensamientos ajenos, me llevó a un ritual tan extraño como efectivo. Cuando creía percibir pensamientos y sentimientos muy malévolos hacia mí, utilizaba una especie de lenguaje de signos, para hacer comprender a los demás que estaba leyendo sus mentes. Hubiera sido muy sencillo hablar con claridad del tema, no me tomarían por más loco de lo que aquel lenguaje de signos ya me había hecho. Para que se entienda mi elección debo añadir algo de lo que ya hablaré en profundidad en su momento. No solo me había convencido de que podía leer los pensamientos ajenos, también me creía capaz de matar con mi pensamiento.

Para evitar estas supuestas muertes, que se podían producir si yo lanzaba mis pensamientos asesinos hacia los que se burlaban de mí, ideé este lenguaje de signos de la siguiente manera: me tocaba repetidamente la punta de la nariz, o me acariciaba el mentón con mi mano o miraba implorando que me hicieran caso, entre otras cosas. Y esto es lo que hice en aquel lugar cuando me convencí de que las dos chicas que atendían la recepción tenían pensamientos malévolos hacia mí. Es una posibilidad, aunque remota, que me hubieran reconocido como el loco que salió en televisión. Digo remota, porque ya habían transcurrido bastantes años, no sé cuántos, y todos sabemos lo poco que duran en la memoria estos acontecimientos. En cambio, lo que estaba haciendo y que desencadenó todo, era más reciente. En León yo llevaba algún tiempo. Puede que bastante, comportándome como telépata loco y hablando este curioso lenguaje de signos todos los días, o casi todos. Las chicas no tardaron en reaccionar. Hablaron entre ellas, no en bisbiseos para que no las oyera, sino de forma perfectamente audible. Una le comentaba a la otra lo raro que era yo, y la otra le respondió con una frase lapidaria que me hizo comprender de una vez por todas hasta dónde estaban llegando los rumores sobre mi locura. ¿No lo has reconocido? Es el loco de León.

Cuando regresé a León y sucedió el episodio que ya he relatado más arriba, intenté por todos los medios huir de algo que no iba a poder superar, a pesar de todos mis esfuerzos. Me fugué de la realidad con tal intensidad que hasta llegué a convencerme, con el tiempo, de que la gente se había olvidado por completo de mi aparición en televisión y de mis conductas esperpénticas. Analizo esta fuga de la realidad en el relato del búnker, en mi blog del guerrero impecable. Los enfermos mentales nos fugamos de la realidad, cuando no podemos enfrentarnos a ella, y si la intensidad de esta fuga es muy elevada, alcanzamos el delirio. La locura ya es cruzar la línea roja, algo que como me dijo una psiquiatra a la que le comenté mi pánico a la locura, no es tan fácil como podemos pensar. Tenía mucha razón. Porque a pesar de mi paso por los diferentes círculos del infierno, nunca pasé esta línea roja, siempre fui consciente de la realidad cotidiana y ahora, décadas más tarde, puedo analizar todo aquello con fría objetividad.

En aquella primera etapa de mi paso por el segundo círculo del infierno, dos obsesiones se convirtieron en mis perros guardianes desde que despertaba por la mañana hasta que me dormía por la noche. Por un lado la evolución del cáncer que sufría mi padre, deseando y rezando para que sufriera lo menos posible, y por el otro la necesidad imperiosa de que todo fuera lo mejor posible en el trabajo. Era muy consciente de que una incapacidad o la pérdida de mi condición de funcionario serían algo irremediable. No podría seguir viviendo sin una independencia económica. Por ello me apliqué con una voluntad férrea a hacer mi trabajo. Consciente de que un trabajo bien hecho, concienzudo y rápido, sería una poderosa barrera para que quienes podían tomar decisiones sobre mi futuro económico, se lo pensaran dos veces, visto el buen trabajo que realizaba. Por eso consultaba los libros de leyes que había en el juzgado cuando tenía que redactar una sentencia, un auto, o lo que fuera en cualquier procedimiento que estuviera tramitando. Procuraba escribir rápido e ir sacando los asuntos que se apilaban sobre mi mesa de despacho. Creo que lo hice bien y debí adquirir un cierto prestigio de funcionario trabajador y fiable. En cambio con mi padre nada podía hacer, salvo rezar y decirle alguna frase cariñosa cuando llegaba a casa y me encerraba en mi habitación.

No recuerdo cuánto tiempo tardó mi padre en morir. La idea que tengo es la de que su enfermedad evolucionó durante unos cuatro años. Como ya llevaba unos tres años con ella cuando yo regresé a casa, calculo que como mucho yo presencié su larga agonía durante menos de un año. Ya le habían operado varias veces, mi memoria me dice que ya tenía la bolsita cuando yo llegué a casa. Debieron operarlo una vez más, creo que más por su insistencia que porque consideraran que iba a servirle de algo. Lo que nunca olvidaré fue aquella tarde en la que yo estaba velándole en su habitación en el hospital. Nos íbamos turnando para estar acompañándole todo el día y toda la noche. Creo recordar que mi madre estaba por las noches, mi hermano por la mañana y yo por las tardes, hasta que llegaba mi madre. No puedo tener la seguridad al cien por cien de que mi recuerdo sea absolutamente fiable, pero en mi memoria me veo leyendo un libro, sentado en una silla, cerca de su cama. El libro era El tercer ojo de Lobsang Rampa. Ya en Madrid había iniciado mis lecturas sobre yoga y otros temas esotéricos y había comprado varios libros de Rampa. Mi padre estaba cada vez peor, algunos días permanecía dormido bajo los efectos de la morfina o en una especie de coma, no sé si inducido. Puede que me equivoque, los médicos nos habían anunciado que podía morir en cualquier momento, pero había que seguir con la vida, yo iba a trabajar y mi madre, que estaba con él por las noches, tenía que comprar y hacer las comidas. En el recuerdo de aquella escena me veo solo, aunque puede que no lo estuviera. Era por la tarde, tal vez a la puesta de sol. Yo había dejado de leer porque la respiración de mi padre era muy ruidosa y difícil, le costaba mucho respirar. Temía que muriera en cualquier momento. Intentaba rezar, y sugerido por la temática del libro de Rampa, me preparaba para ayudarle y acompañarle en su tránsito. No sé si había leído ya el libro tibetano de los muertos o se hablara de ello en el libro que estaba leyendo, sí recuerdo que yo intentaba hablar con su mente y prepararle para el paso que iba a dar. La respiración era ya un agónico estertor. De pronto dio una gran bocanada muy ruidosa y se quedó en absoluto silencio. Estaba muerto. Yo intentaba hablar con él y hacerle ver que estaba pasando al otro lado y lo que se iba a encontrar. De pronto se escuchó en el aire, llenando toda la habitación, una especie de suspiro de infinito alivio. Lo que más me llamó la atención fue que aquel sonido no parecía venir de ninguna parte y al mismo tiempo de todas. Era como si llegara de otra dimensión. Aquella fue una experiencia que ha permanecido en lo más profundo de mi mente todos estos años. Nunca hablé con mi madre de aquello. Es posible que no estuviera solo, que también estuviera ella, aunque dado que se reservaba las noches, no me parece muy verosímil, salvo que los médicos le hubieran dado un plazo concreto, veinticuatro, cuarenta y ocho horas. La memoria nos juega malas pasadas, crea situaciones que no hemos vivido y transforma otras que sabemos con certeza que sí las hemos experimentado. Fuera como fuera, solo o en compañía, aquella vivencia del suspiro de alivio no puede ser falsa porque ha marcado mi vida. Con el tiempo leería sobre psicofonías e incluso intentaría grabaciones en mi radiocassette pero nunca llegaría a escuchar un sonido como aquel que parecía venir del más allá, de otra dimensión. No recuerdo más detalles, de si llamé al timbre y llegaron para certificar su muerte, si luego llamé desde una cabina a casa para decírselo a mi madre, todo estaba confuso, borrado, como en una niebla espesa. Pero aquellos detalles del libro de Lobsang Rampa, de su respiración forzada, angustiosa (estaba en su habitación, no en reanimación) y sobre todo de aquel infinito suspiro de alivio que me hizo comprender hasta qué punto la muerte puede ser una liberación, nunca se han desdibujado en mi memoria. Tampoco recuerdo el velatorio, el entierro, es como si aquel suspiro hubiera borrado todo lo demás en mi memoria.

ALGUNAS HISTORIAS SÓRDIDAS LVII


No había cambiado mi aspecto físico. ¡Qué me importaba mi aspecto físico, qué me importaba nada! No puedo recordar cómo se comportó mi madre conmigo, yo estaba centrado en el sufrimiento de mi padre, y eso es lo que mejor recuerdo. No puedo imaginar a mi madre sin decir nada sobre mi aspecto físico, que no intentara que me afeitara aquella barba de patriarca bíblico, tan descuidada, tan hirsuta. Que no me hablara de mi vestimenta, que no me dijera algo, lo que fuera, respecto al aspecto que debería tener alguien que iba a ver a todo un señor juez. Tal vez lo hiciera, o tal vez no. Desde que la escuchara gritar, con aquellos gritos horrísonos que partían el alma, tras mi intento de suicidio lanzándome por la ventana, unos años antes, no era capaz de arrancarme del alma aquella frase que me hizo sentirme menos que un ser humano, una especie de monstruo, de bestia que nunca mereció venir a la vida. Aún la recuerdo, tantos años después. ¡Dios mío, qué hemos hecho nosotros para merecer esto! Puedo ponerme en su piel, una madre que contempla a su hijo tirado sobre el cemento de un patio, sin saber si yo estaba vivo o muerto. Pero clamar a Dios acusándole de haberle dado un hijo semejante que estaba destrozando su vida con aquellos comportamientos bestiales, fue algo que superaba mi capacidad de empatía, que me hizo ver cómo me veía mi madre. Es cierto que en aquellos tiempos ni se hablaba de enfermedad mental y muy pocos o nadie, poseía un mínimo conocimiento de lo que era la enfermedad mental. Simplemente estabas loco y en ello, de alguna manera, existía una parte importante de culpa y responsabilidad por tu parte. No se trataba de la locura absoluta que te exime de la menor responsabilidad. Claro que yo actuaba como una persona normal, buena parte del tiempo, no era el típico loco que dice sandeces todo el tiempo y se comporta como si hubiera perdido por completo la razón. Como enfermo mental, que ha vivido en este infierno la mayor parte de su vida, era muy consciente de cómo me miraban los demás, de la expresión de sus rostros, de sus palabras susurradas en voz baja y que ellos creían que yo no podía oír, de ese comportamiento tan típico de darte siempre la razón, de procurar no enfadarte con nada, de procurar actuar, sobreactuar como si realmente te consideraran una persona perfectamente normal con la que se podía hacer y decir las mismas cosas que se hacían y decían con cualquier otra persona. Ante estos comportamientos yo reaccionaba de dos formas muy distintas, por un lado. montaba en santa cólera y tenía que controlarme para no hacer una locura, y por otro lado me sentía tan culpable que procuraba llevar al extremo un comportamiento tan bondadoso, tan “santo”, que les obligara a perdonarme por una culpa que yo jamás acepté fuera mía, al menos al ciento por ciento.

Un recuerdo asoma su cabecita desde la negrura del olvido. Aquel miedo que podía ver en sus ojos, como si temiera que en cualquier momento perdiera el poco control que aún tenía sobre mis actos y acabara matándola. Más que miedo aquello era auténtico terror, como el que expresan las víctimas cuando son atacadas por los monstruos en el cine. Por eso no puedo estar seguro de que me dijera algo respecto a mi vestimenta y aspecto físico para ir un juzgado y ver a todo un señor juez. Lo cierto es que fui tal como me vestía en Madrid, aunque sin duda con la ropa limpia, no imagino a mi madre haciendo otra cosa que lavar toda la ropa que había traído en las maletas y planchando la que llevaría a mi toma de posesión. Sin duda también fui en playeras porque odiaba los zapatos y no había comprado ninguno. Lo que sí recuerdo bien es llevar aquella gabardina que había comprado en el Corte Inglés de Madrid. Y también la mariconera de cuero con la que me desplazaba siempre en el metro, fuera a trabajar o a cualquier otro sitio. Sin duda no era consciente de que ya no estaba en la gran capital y de que en aquellos tiempos aquellos bolsos que llevábamos los hombres para portar de forma cómoda pequeñas cosas que íbamos a necesitar en nuestras jornadas, tal como una novela negra de Bruguera, una libreta y un bolígrafo para escribir poemas o anotar ideas para relatos o novelas, o algunos adminículos muy prácticos en una gran ciudad pero que en una pequeña capital de provincias no tenían el menor sentido. Solo el automatismo propio de mi carácter y el típico despiste extremado del enfermo mental me hizo actuar como lo hacía en Madrid, donde nadie se asombraba de nada, hicieras lo que hicieras. Se me ocurre ahora que tal vez tuviera que llevar papeles para la toma de posesión o pensara que me darían otros que tendría que llevar a las consiguientes oficinas burocráticas donde se me daría de alta. Seguro que también había pensado en abrir una cuenta bancaria para que me pudieran ingresar la nómina. Aquella mariconera, como se llamaba entonces, me iba a ser muy práctica para no tener que andar con carpetas en la mano que de forma bastante habitual me dejaba en cualquier sitio, algo tan propio de mi condición de despistado como de enfermo mental que drogado por la medicación era incapaz de centrarse en nada de lo que estuviera haciendo. Porque, aunque no lo recuerdo, seguro que había traído mi medicación y la había tomado religiosamente.

De esta guisa entré al palacio de justicia. La primera en la frente. Un compañero de otro juzgado, al que no conocía de nada, pero que luego conocería muy bien, me paró en el vestíbulo y con todo desparpajo quiso saber si yo era el que había salido en televisión. No creo que llevara nada preparado ante un incidente que era previsible, porque ya había pasado un tiempo, demasiado para que creyera que alguien pudiera recordar aquel patético episodio de mi aparición en un programa de televisión. A pesar de que por entonces la caída desde la fama al absoluto anonimato no era algo tan visceral como ahora, que puedes ser portada de telediario un par de días y luego ya nadie se acuerda de ti, no me entraba en la cabeza la posibilidad de que pasados muchos meses un espectador que no me conocía de nada, se acordara de mí. Solo después fui consciente de que si bien solo una memoria prodigiosa podía recordar mi rostro, llevaba la misma pinta que entonces, la barba patriarcal, descuidada e hirsuta, las mismas gafas, la misma gabardina, y sobre todo la mariconera. En aquellos tiempos los homosexuales no habían salido del armario y todo el mundo los despreciaba llamándoles maricones. Si alguien me hubiera narrado lo que iba a suceder en el futuro, no me lo hubiera creído. Era una sociedad homófoba hasta el tuétano de los huesos, machista y tan conservadora que los diplodocus se habrían sentido muy a gusto, eso sí, vestidos como todo el mundo y haciendo las mismas tonterías que la mayoría.

No iba preparado, pero lo sucedido en Madrid me había predispuesto para cualquier cosa. Como los gatos primero saldría corriendo y luego miraría para atrás por si me seguían. Esto me permitió reaccionar muy bien y con mucho aplomo. ¿Yo? ¿Pero qué dices? No sé de qué me hablas. Mi actuación debió de ser tan impresionante que el pobre muchacho se quedó cortado. Me miró y remiró, dudando, y luego me pidió disculpas. Nunca le confirmaría que su intuición fue la correcta aquel día. Si por un milagro leyera ahora esto y recordara algo tan lejano, seguro que se felicitaría. En efecto, era calcado al que salió en televisión, tenía que ser él, no creo en los clones.

Cuando entré en el juzgado y me presenté al agente judicial, que tan bien conocería luego, éste debió mirarme con una cierta sorpresa, pero lo disimuló. Estando allí hablando con mis nuevos compañeros, mientras se preparaba mi toma de posesión, entró un profesional, al que luego, con el tiempo, años, llegaría a conocer lo suficiente para saber que su reacción aquel primer día no fue debida a la sorpresa, él era así, mal hablado, malhumorado, como si todo le fuera mal y tuviera que pagarlo todo el mundo, hasta el novato o el mensajero. Hace años que falleció y aquella reacción, aunque nunca he podido olvidarla, fue perdonada y procuré tratarle siempre con respeto y con una amabilidad muy propia del santurrón que yo quería ser y del enfermo mental que pretendía ser disculpado con un comportamiento ejemplar. Lo cierto es que me miró con cara de pasmo, se fijó en todo, en mi aspecto, vestimenta, pero sobre todo en la mariconera. No procuró ocultar su risita ni bajó el tono de voz para que no le oyera. El comentario lo hizo en voz alta, demasiado alta. Así descubrí que en aquella ciudad provinciana llevar una mariconera era peligro de muerte. Yo era heterosexual pero respetaba a los homosexuales, como no podía ser de otra forma siendo un enfermo mental, los que aún permanecemos en el armario y saldremos mucho tiempo después que los homosexuales y otros marginados en esta sociedad. Pero no solo por esa condición. Hacía algunos años que había abjurado del dogmatismo religioso y tenía una mentalidad abierta, progresista, donde no cabían los pecados, y el vive y deja vivir ya era para mí algo tan elemental que me repugnaban aquellos que pretendían imponer sus ideas o sus conductas a los demás. Con el tiempo leería en los diarios de Anais Nin una versión de esta frase que me llamó mucho la atención. No puedo citarla de memoria, pero decía algo así como los que no son capaces de dejar vivir su vida a los demás es porque son incapaces de vivir la suya. Años atrás había visto a un pobre muchacho en mi barrio que se comportaba como una “loca”, como lo llamaban entonces, espero que no ahora. Es decir. mostraba su condición homosexual de forma estridente y vestía como una mujer. Las burlas e incluso el acoso y la agresividad con que algunas pandillas de machitos repugnantes le habían tratado delante de mis narices me hizo comprender hasta qué punto estábamos viviendo en la época de las cavernas.

La actitud de aquel profesional conmigo me hizo reflexionar, hasta el punto de que ya no volví a llevar la mariconera al trabajo. Tampoco es que me resultara muy práctica en una ciudad provinciana. Pensé que bastante tendría con sobrellevar las consecuencias de mi aparición en televisión como para buscarme más problemas y enfrentarme a todo el mundo. Porque desde luego, a pesar de mi portentosa actuación, no había convencido al compañero que debió de comentarlo con otros y los que vieron aquel programa en la 2 –entonces solo había dos cadenas televisivas, algo que no creerían las generaciones que no vivieron aquellos tiempos- seguro que estuvieron de acuerdo con él, me parecía al de la tele como un clon. Comprendí que no me iba a ser fácil adaptarme al nuevo trabajo y hacer como si mi pasado no existiera y nadie lo conociera. Yo era un loco, y además famoso, mucho tendría que trabajar para convencer a todo el mundo de que en realidad era una equivocación, yo era tan normal como el que más. ¡Santa ingenuidad! Creo que mi ingenuidad en aquellos tiempos era tanta como mi bondad, o al menos como el deseo de ser la persona más bondadosa del mundo.

ALGUNAS HISTORIAS SÓRDIDAS LVI


Me resultó muy delirante encontrarme con que la vida me había reservado una de sus extrañas e incomprensibles jugarretas. Quien había intentado suicidarse de todas las formas posibles y a veces con un salvajismo irracional, ahora se encontraba con que su propio padre iba a morir, se estaba muriendo, padeciendo un sufrimiento atroz. Lo lógico hubiera sido conceder a quien deseaba morir el cumplimiento de su deseo, aunque fuera con un sufrimiento largo y espantoso y no matar de aquella forma terrible, casi un castigo kármico, a quien deseaba vivir unos años más. Me hubiera cambiado por él sin dudarlo. El hecho de haber abandonado el primer círculo del infierno no significaba que yo hubiera olvidado por completo mi deseo de morir. No tenía previsto volver a intentar el suicidio, al menos me iba a dar un tiempo hasta ver si el regreso al hogar podía mejorar mi vida, al menos un poco. El intercambio de destinos no era algo ajeno a mí, incluso se repetiría en el futuro, en momentos concretos de mi vida. Pero no fue hasta años más tarde, tras la lectura de algunos libros esotéricos, que intuí que esa posibilidad no era solo una más de mis ideas delirantes. De hecho, el evangelio me había preparado para la aceptación de un término tan incomprensible como cierto, al parecer: la redención. Jesús había aceptado la muerte en la cruz, con todos los terribles pasos previos, para la redención de la humanidad. Es decir, cambiaba el castigo merecido de los seres humanos, por el suyo propio, como una forma de alcanzar el perdón para ellos. Claro que él era hijo de Dios, un Dios también, y ese intercambio podía ser posible desde el plano de la divinidad. El intercambio de mi vida por la de mi padre no era precisamente una redención, pero sí había interiorizado otro concepto que me resultaba más razonable: el sacrificio. Creo que fue un uno de los libros de Annie Besant, ahora no recuerdo cuál, donde encontré este concepto explicado a fondo. Según ella la vida en el universo, desde los seres menos conscientes a los más, en la cúspide de la pirámide jerarquizada de entidades cada vez más conscientes y poderosas, según se ascendía en la escala, solo podía funcionar gracias al sacrificio. Tal como lo explicaba ella era un concepto terrible, espantoso, al tiempo que esperanzador.

Venía a decir que era imprescindible el sacrificio para que el resto de seres vivos pudiera seguir viviendo, aunque fuera un tiempo breve, el tiempo asignado a cada entidad. Las plantas se alimentaban de los minerales; los animales de las plantas; los seres humanos de plantas y animales y supuestamente las entidades por encima de los seres humanos se alimentaban de estos. Un concepto que para mi gran sorpresa encontraría en los libros de Castaneda, cuando don Juan habla de los voladores, depredadores y seres inorgánicos. Se supone que las entidades superiores a los humanos se alimentan de nuestra energía y no de nuestros cuerpos físicos, porque ellas no tienen forma física. La vida en el Cosmos, a todos los niveles, en todos los planos no deja de ser una forma de depredación, más sutil conforme se va ascendiendo en la escala. Pero Annie Besant no utiliza este término, depredación, si no otro mucho más espiritual, sacrificio. Es decir, todos nos sacrificamos, unos por otros, los de abajo por los de arriba y así sucesivamente. Se supone que incluso los dioses o las entidades más conscientes y poderosas también tienen que sacrificarse para conseguir que el Cosmos siga funcionando. Si nos negáramos al sacrificio otros seres no podrían seguir vivos el tiempo que les ha sido adjudicado. Y curiosamente el sacrificio perfecto sería el amor. Recuerdo bien la frase evangélica que memoricé para siempre. Nadie ama más que el que da su vida por los que ama. No es una cita literal. pero deja bien claro el profundo sentido del sacrificio. Quien ama, quien realmente ama, profunda y espiritualmente, está preparado de continuo para el sacrificio, la muestra de amor más perfecta. Todos los padres llevan en sus genes el instinto básico del sacrificio por sus hijos, y cuando esto no sucede, en casos terribles que suceden y siguen sucediendo, nos sentimos muy sorprendidos, abrumados, como algo que va contra natura. La meta del amor más espiritual no deja de ser un camino de redención, en el caso de la divinidad, y de sacrificio, en el caso del resto de criaturas. Tras leer esta profunda reflexión de Annie Besant medité mucho, porque me chocó, me sorprendió. ¿Cómo era posible que la existencia del Cosmos, en todas las dimensiones, en todos los planos, dependiera del sacrificio, en unos casos sin aceptación, como en el caso de las víctimas depredadas por los depredadores, y en otros casos con plena y consciente aceptación, voluntariamente, como ocurre con los seres más espirituales? Llegué a la conclusión que era algo perfectamente lógico, no solo en el terreno de la alimentación, imprescindible para la supervivencia, cuando la depredación se convierte en un axioma, si no depredamos a los que están por debajo en la cadena biotrófica, cuando es necesario la transferencia de sustancias nutritivas a través de las diferentes especies de una comunidad biológica, tal como acabo de leer en la definición de cadena biotrófica. Y no se trata solo de una transferencia inocua o aparentemente inocua, como podría ser el caso de la leche obtenida de la cabra o la vaca, que no mata a estos especímenes, pero sí privaría de la vida a los hijos de estos especímenes que no podrían vivir sin la leche materna, no existe nada inocuo en esta transferencia que va arrebatando vitalidad y posibilidades de superviencia a quienes se sacrifican y renuncian para que otros puedan vivir. Es cierto, por ejemplo, en el caso humano, que dar sangre a otros que lo necesitan o donar órganos, no supone la muerte del donante, que solo tiene que hacer un esfuerzo suplementario para recuperar la pérdida de sangre o simplemente no necesitas órganos de tu cuerpo cuando estás muerto. Pero siempre alguien en la cadena sufre, quien dona sangre necesita recuperarla aumentando el consumo de proteínas, vegetales u otro tipo de alimentación, con lo que mueren más vegetales o animales. Todo ser vivo depreda, de una manera o de otra. La depredación parece ser una ley básica en el universo. Si aceptamos, consciente, libre y voluntariamente, convertirnos en víctimas para que otros sobrevivan, el hecho de que esto sea una generosa decisión espiritual, no le quita su carga de depredación. Y esto desde las partículas más diminutas al macrocosmos más colosal. Una bacteria o virus necesita depredar para seguir vivo y multiplicándose. Una estrella necesita consumir infinidad de partículas para que pueda seguir viviendo como estrella. Por eso el deterioro, la erosión, son leyes básicas en la evolución del Cosmos, porque es preciso que alguien muera para que otros sigan vivos. De ahí también la necesidad de la dimensión temporal. Sin tiempo no podría existir el deterioro, la erosión, que no es otra cosa que la muerte de algunos para que otros nazcan, sobrevivan y evolucionen. No nos hagamos ilusiones, la inmortalidad no es posible, al menos en la dimensión temporal. ¿Qué sucede con las entidades superiores, inmateriales, energéticas, espirituales? Todo lo existente necesita alimentarse, si no es de minerales, es de plantas, o de animales, o de energía, no somos el Todo que no necesita depredar porque en él está ya todo, no puede depredar nada exterior a sí mismo y no se puede llamar depredación a que utilicemos nuestras propias células para seguir vivos, porque son “nuestras”. Si la idea de sacrificio en Annie Besant tiene un fuerte componente moral y espiritual, no deja de tener cierto parecido con la idea de don Juan sobre los voladores, depredadores y seres inorgánicos. El que ellos sean más conscientes, morales y espirituales que nosotros, está por ver. Lo mismo que el que los humanos no seamos conscientes de que al comer unos vegetales o carne animal estamos depredando, no quita que eso sea cierto. Otros se están sacrificando por nosotros, aunque no sean conscientes de ellos, y nosotros, ¿nos estamos sacrificando también por entidades superiores, invisibles, inmateriales, energéticas? Don Juan se rebelaba contra esto, calificando a los humanos como animales de granjas humaniformes para abastecer de energía a los voladores. Y aquí entramos en el terreno de la moralidad y espiritualidad más extremas. ¿Es aceptable sacrificarse para que entidades superiores a nosotros empleen nuestra energía para el mal, o la oscuridad? ¿No sería más moral y espiritual sacrificarse para que las entidades del bien o de la luz, puedan hacer su trabajo? ¿Y qué trabajo sería este sino el del amor? Recordemos que el amor más profundo y espiritual es el sacrificio por los que amamos. Esa sería la gran diferencia entre los seres de la luz y los de las tinieblas. Los primeros se sacrifican porque aman y los segundos depredan porque no aman y solo quieren alimentarse.

Mi idea de sacrificarme por mi padre no era una idea nacida del amor. Yo quería morir a toda costa, no era un acto de amor sino de suicidio. No había generosidad y amor espiritual en mí, solo la elección del camino en la encrucijada que yo estaba eligiendo desde hacía algunos años, el camino que conduce a la muerte de la forma más expeditiva y rápida posible. Lo que yo entonces ignoraba era que al parecer el sacrificarse por otros, por amor, era posible, y no solo desde la divinidad. Según pude leer en diversos textos, años más tarde, ese ofrecimiento de sacrificio para que otro pudiera seguir viviendo, era posible. Suena totalmente irracional, pero basta con ver la expresión del rostro de una madre con un hijo diagnosticado de una enfermedad incurable para saber que daría la vida a cambio de la de su hijo, si eso fuera posible, e incluso siendo imposible ese amor inmenso podría llegar a hacer posible el milagro. No era mi caso, aunque hubiera hecho la transferencia solo para evitar aquel dolor infernal que llegaría a percibir con absoluta intensidad empática en una escena que recordaré siempre. Fue una tarde. Mi padre se levantó de la cama porque no aguantaba más. Le vi caminar sosteniendo aquella bolsa de plástico con su correspondiente tubo de plástico que tenía que utilizar constantemente porque le habían extirpado parte del intestino y los desechos tenían que salir por el tubo para depositarse en la bolsa que había que vaciar cada ciertas horas.  El dolor tenía que ser tan infernal que su rostro estaba completamente desfigurado y su voz era como una especie de berrido salvaje de animal herido de muerte. Sus gritos espantaban el alma más templada. La morfina apenas le hacía efecto. Maldecía, blasfemaba, pedía a gritos la muerte. Aquello no era vida, aquello era el infierno. Yo sabía muy bien lo que uno siente cuanto está en el infierno, porque había vivido en el primer círculo infernal durante algunos años. Mi padre quería morir, necesitaba morir, para acabar con aquel dolor espantoso. Antes de que mi madre y yo reaccionáramos ya estaba corriendo con la dificultad que suponía desplazarse agotado por la enfermedad y sosteniendo aquella bolsa de desechos hacia la ventana del salón. Logró abrirla, pero antes de que consiguiera encaramarse para arrojarse al vacío, logramos sostenerle, cerrar la ventana y alejarlo de ella. Mi madre lloraba sin consuelo, yo por fin era consciente de a dónde había llegado: al segundo círculo del infierno.

Confiaba en que al ir a tomar posesión al juzgado, me encontraría con un entorno diferente al que había soportado en Madrid. Diferente sino era posible que fuera mejor. Una vez consciente de estar en el segundo círculo del infierno solo cabía esperar que los tormentos fueran distintos, aunque seguirían siendo tormentos infernales. Cuando estás en el infierno solo cabe esperar el tormento, el éxtasis pertenece al cielo… y yo dudaba de que tal lugar existiera.

ALGUNAS HISTORIAS SÓRDIDAS LV


ALGUNAS HISTORIAS SÓRDIDAS

LIBRO IV

UNA RUBIA ALCOHOLIZADA

Debió de ser un viaje extraño. Por un lado, estaba saliendo del infierno, eso me animaba, me daba esperanzas. Por otro no imaginaba estar entrando en un nuevo círculo del infierno, aunque era evidente que nada me resultaría fácil en mi nuevo destino. Tal vez me consolara aquella idea fija que me acompañaba desde hacía algunos años: Nada puede ser peor que lo que acabo de vivir, por lo tanto cualquier cosa que me suceda es imposible que sea peor. Era la ingenuidad de la juventud, cuando se ha vivido poco y aún no se sabe que el dolor y el sufrimiento se intensifican, hasta el infinito si es preciso, no hay ley física o moral que lo impida. Es posible que entonces no lo pensara, pero lo pienso ahora. Lo peor de entrar en el infierno es no saber que lo estás haciendo. Si hubiera podido cambiarme por aquel joven que entraba en Madrid, sabiendo lo que sabía en ese momento, seguro que me hubiera dado la vuelta, que habría salido corriendo en dirección contraria, hacia cualquier parte. Lo realmente curioso es que también estaba entrando en un nuevo infierno y no lo sabía. ¿Me habría dado la vuelta, de haberlo sabido, y hubiera cambiado un infierno por otro? No lo sé. No puedo saberlo. El infierno que estaba abandonando había sido espantoso, nada, absolutamente nada, podría ser peor, y sin embargo… Y sin embargo lo fue, o por lo menos fue tan infernal como el primero, sino más.

Hoy me reiría de aquella escena. El tren era un tranvía con una especie de hall con puertas que se abrían y cerraban oprimiendo un botón. Allí se esperaba a que el tren entrara en la estación y entonces bajabas con la maleta, o subías con la maleta y buscabas tu asiento abriendo la puerta con picaporte que daba a un lado u otro, donde estaban los asientos. No era como los expresos. A la entrada de cada trozo de vagón ocupado por asientos,  existían unas estanterías donde se dejaban las maletas que no cabían en el portaequipajes que estaba cerca del techo y encima de los asientos. Teniendo en cuenta la cantidad de cajas de libros, además de las maletas con ropa, el tocadiscos, los discos, y el resto de mis enseres con los que estaba haciendo la mudanza, debí de llenar aquel pequeño espacio, por mucho que me esforzara en poner una caja sobre otra hasta llegar al techo. Las maletas estarían en las estanterías, al otro lado de la puerta. Conociéndome como me conozco y como recuerdo que era entonces, debí pasarme todo el viaje atento a que los que subían o bajaban no se llevaran una de mis maletas, porque las cajas pesaban demasiado para que alguien pudiera intentar llevarse alguna pasando desapercibido. También tuvo que ocurrir que muchos se quejaran de que mi equipaje entorpecía su bajada o subida. Aquello era de todos, no solo mío. Si se quejaron en voz alta imagino que me disculparía con el rostro sonrojado. Si me miraron sin decir nada, desviaría la vista. Y si alguno de los que subían al tren se quejó al revisor es posible que le explicara mi situación y le suplicara me dejara seguir el viaje sin poner trabas. Si fue así seguro que era un buen hombre al que le dio pena un joven tan apocado y en una situación tan apurada. Además, mi aspecto daba a entender con claridad que yo era un tipo raro, que estaba mal de la cabeza. Obeso, con barba patriarcal, desaliñado, tal como había salido en el programa de televisión. Incluso, estadísticamente, no era descabellado pensar que alguno de los viajeros, incluso el propio revisor, hubieran visto el programa o hubieran visto las fotos en el suplemente dominical de Diario 16. Aunque había pasado algún tiempo, mucha gente tiene mejor memoria que la mía, como se demostraría en León.

Puedo imaginar la escena sin mucha dificultad. Sentado sobre una caja de libros, mirando a través del cristal de la puerta, un paisaje que era otoñal, porque mi llegada se produjo tal vez un mes antes de la Navidad, con probabilidad en noviembre. Lo sé porque acababa de salir la ley del divorcio y yo me tendría que ocupar de la tramitación de separaciones y divorcios en el juzgado donde tomé posesión. Miraba hacia afuera para evitar pensar en lo que ocurría dentro del tren. A pesar de ello en cada estación estaría muy atento a las personas que bajaban y subían del tren, para que no se llevaran nada, no obstante la dificultad de que pudieran hacerlo. Al salir de la estación de Chamartín, seguramente rememoré los años que había pasado en Madrid, era inevitable y también fantasearía con lo mejor que podría ocurrirme en mi nuevo destino: encontrar una chica, casarme, bajar de peso, iniciar una nueva vida, completamente distinta a la que había vivido.

No, no debió ser un viaje fácil y agradable, angustiado por llegar cuanto antes, sin perder nada importante para mí. A pesar de ello el alivio tuvo que ser algo fantástico. Abandonar aquel círculo del infierno era casi como entrar en el paraíso. Solo la juventud sin experiencia puede llegar a pensar que una vez que abandonas el infierno estás entrando en el cielo, o al menos en el purgatorio, que tiene la gran ventaja de ser provisional, por duro que sea un purgatorio, saber que antes o después saldrás de él, lo hace muy llevadero. A pesar de haber leído La divina comedia de Dante, no era consciente de que el infierno está compuesto de muchos círculos, salir de uno solo significa que entras en otro. Una cosa es la teoría y otra la realidad. Dante tuvo una gran imaginación para describir los círculos del infierno, pero la realidad no era así, no podía ser así. ¡Qué equivocado estaba!

No recuerdo cómo me las arreglé al llegar a la estación de León. Me veo obligado a hacer deducciones. Mi padre no me ayudó, eso seguro. Apenas acababa de entrar en el nuevo círculo del infierno, cuando ya me esperaba la primera escena dantesca. Me habían ocultado la gran tragedia que estaba viviendo mi familia. Cuando llegué a casa no pudieron ocultármelo. Mi padre estaba enfermo de cáncer desde hacía algunos años, tal vez dos o tres, no muchos más porque murió a los cuatro años de haber sido diagnosticado. La única explicación que recibí fue la de que no querían que me deprimiera y volviera a intentar el suicidio. Como enfermo mental esa ha sido una constante en mi vida. A las personas que sufrimos cualquier clase de enfermedad mental se nos ocultan cosas, incluso importantes, incluso imprescindibles. Esa es una dura lección que todo enfermo aprende más bien antes que después. Ahora mirando con esta profunda perspectiva que da el tiempo, cuando miras el final del túnel desde su principio, puedo comprender la razón de estos ocultamientos tan pueriles e inútiles. Cuando me he visto en la misma situación, ocultando cosas a enfermos mentales, me he dado cuenta de que hasta parece razonable. Decir la verdad a una persona que sufre una enfermedad mental tiene sus consecuencias. Se lo tomará mal, seguro, se deprimirá, tendrá una crisis, antes o después, incluso puede que intente suicidarse. Es un cargo de conciencia no ocultar acontecimientos que pueden hacer tanto daño a una persona que sufre la enfermedad mental, pero resulta comprensible si puede retrasarse este momento, aunque nadie en su sano juicio puede pensar que se pueda ocultar algo para siempre, que los secretos nunca se desvelarán. Una de las grandes verdades que me enseñó el evangelio, cuando llegué a saberlo de memoria en el colegio religioso donde estudié, es que “nada hay tan oculto que no llegue a desvelarse”. Sí, me lo llevaban ocultando desde hacía años, creo que incluso cuando asistieron a la boda de mi amigo A. como cuento en el lugar correspondiente, mi padre ya estaba enfermo de cáncer.

Así pues, mi padre no pudo estar esperándome en la estación, porque creo recordar que ya llevaba aquella bolsa que les ponían a los operados para desviar la orina. Lo recuerdo con esa bolsa cuando se levantaba de la cama. Es un recuerdo seguro y vívido, aunque no sé si ya la tenía cuando llegué o fue tras una operación posterior a mi llegada. ¿Cómo me las arreglé para llevar todo mi equipaje hasta casa? Es cierto que la estación de trenes no estaba lejos de la casa de mis padres, de hecho, estaba bastante cerca, pero era imposible llevar todo en un solo viaje en taxi. No creo que pudiera guardar las cajas de libros en la consigna, por lo que alguien tuvo que ayudarme. Era impensable que yo dejara todo en la estación y fuera haciendo viajes en taxi hasta acabar el traslado de tanto equipaje. No puedo hacerme una idea de cómo solucioné el problema. Tampoco sé cómo lo subí todo al tercer piso sin ascensor, por unas escaleras estrechas y empinadas. Tuve que recibir ayuda, ¿pero de quién? No debieron de tardar mucho en hacerme saber la tragedia, porque si el recuerdo de la bolsa es cronológicamente exacto, me daría cuenta en cuanto fuera a abrazar a mi padre. No me resulta difícil imaginar el impacto que aquello supuso para mí. Si durante las horas que duró el viaje pude haberme hecho ilusiones sobre la salida del infierno y la entrada en el purgatorio, aquello las hizo explotar. Ya estaba en el segundo círculo del infierno, lo que ignoraba era aquel primer sufrimiento no iba a ser nada para mí, en comparación con lo que me esperaba.

ALGUNAS HISTORIAS SÓRDIDAS LIV


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No puedo recordar lo que hice esa noche. Si regresé a casa porque había autobús –pocas veces utilizaba el tren, no me gustaba y me quedaba más a trasmano-  o me quedé paseando o durmiendo en un banco. Lo que es seguro es que no tomé un taxi porque no me quedaba dinero. El tiempo transcurrió mientras yo intentaba asimilar que mi más grave obsesión se había cumplido. Ya no era virgen. Ahora sabía lo que podía esperar del sexo. Supuestamente ya no existía razón para que siguiera intentando una y otra vez el suicidio. Al fin y al cabo, si todos mis intentos tenían por causa el ser virgen, ahora ya no lo era. ¿Entonces?

Entonces comprendí que mi obsesión por el suicidio era producto de mi enfermedad y que el sexo era un bucle en el que había caído, como podía haber caído en otros, y así ocurriría durante el resto de mi vida. Ahora que ya no era virgen lo que deseaba era tener sexo, cuanto más mejor, todos los días si fuera posible, con todas las mujeres que quisieran tenerlo conmigo… hasta encontrar a mi verdadero amor, a mi media naranja, al amor de mi vida. Esta obsesión me llevó a una disparatada historia que me hizo comprender lo mal que estaba y lo que aún iba a empeorar. Había oído hablar de una novela que no compré ni leí, pero que se me quedó en la memoria porque al parecer trataba del tema de la prostitución y ese era un tema que ahora me interesaba mucho, me obsesionaba. Se titulaba Madrid, Costa Fleming, de lo que deduje que en Madrid existía un barrio con ese nombre o una calle o algo que era una especie de barrio chino, solo que para ricos, prostitución de altura, de altura económica, por supuesto porque en el sexo mercenario no hay altura ni profundidad es solo una cuestión económica, los pobres buscan la prostitución barata y los ricos la cara, así de sencillo.

No recuerdo cómo supe por dónde caía Costa Fleming. De haber ocurrido en estos tiempos me habría limitado a conectarme a Internet y buscarlo, pero entonces ni siquiera una imaginación delirante era capaz de fantasear con un futuro parecido. Es posible que fuera en un periódico o que leyera la crítica de la novela o viera algo en la televisión, aunque esto último lo dudo porque no tenía televisión ni la tendría hasta años más tarde. En cuanto situé la famosa Costa Fleming –ahora se me ocurre que pude haber consultado un callejero, en el supuesto que fuera un barrio o una calle- me acerqué hasta allí y pateé la zona hasta hacerme una idea de cómo era y dónde estaban los prostíbulos o los locales de copas o lo que fuera que existiera en la zona rica de la prostitución. Una vez que tuve los datos necesarios decidí que iría cuando fuera capaz. Viendo lo que pasó debo deducir que para mi desvirgamiento debí de abandonar la medicación durante un tiempo, porque en aquella época no dejé de tomar pastillas en ningún momento. Como no sabía lo que me iba a costar el sexo mercenario en una zona tan burguesa, ahorré durante un tiempo y un día metí los billetes en la cartera y allá que me fui. Debía de estar muy mal para no darme cuenta que con la medicación con la que me atiborraba todos los días iba a ser muy difícil, imposible, que llegara a tener una erección suficiente para penetrar a una mujer. Como descubriría con el tiempo el sexo mental sigue funcionando aunque el cuerpo esté embotado, aunque seas un zombi. Como leería en alguna parte, en el sexo al menos un cincuenta por ciento es imaginación, el resto es biología y afecto, si es que lo hay. Desde mi desvirgamiento no dejaba de pensar en el sexo, las fantasías eran constantes y a cual más delirante. Me excitaba mucho, aunque no tenía erecciones ni me podía masturbar. Uno de los efectos de la medicación, si no el más importante sí el más molesto, es la castración. Se podría decir que es una especie de castración química. No me importaba, el nuevo bucle en el que había caído venía a decir que puesto que había sufrido tanto con los intentos de suicidio todo placer sexual sería insuficiente para compensarlo.

Supongo que me tomé mi tiempo para tentar suerte en el local que había elegido. Al entrar comprendí cómo mi presencia allí era tan chocante como un empleado de la basura, con su uniforme, en un acto de gala. Mis ropas desentonaban, mi aspecto llamaba la atención, mi timidez era como una diana para todas las miradas. Estoy convencido de que aún no había engordado, como lo haría más tarde, debido en buena parte a la medicación, como supe después, y a ese trastorno de alimentación en el que caería como una forma de suicidio, lenta y no desagradable del todo. Lo deduzco porque aún no trabajaba en Madrid y conservo fotos de cuando trabajaba en el juzgado de donde sería expulsado tras el intento de suicidio de la pistola. Era un chico joven, delgado, con un cierto atractivo.

Diera la imagen que diera, lo importante allí, como en todas partes, pero mucho más allí, era el dinero. Se me acercó una mujer joven, despampanante, con pinta de sueca, algo que me confirmaría ella. Hablaba mal el español pero se le entendía lo suficiente. Puede que no fuera exactamente sueca, también podía ser noruega o escandinava en general. En aquel tiempo las suecas estaban de moda como el paradigma de las mujeres explosivas y liberales, algo que reflejaría el cine español de la época, tan cutre como la sociedad en la que se manufacturaba. Su amabilidad, supongo, iba en consonancia con mi aspecto y lo que se podía esperar de mí. Tras los saludos y la pregunta de costumbre sobre si la podía invitar a una copa, debió sentir una cierta compasión hacia mí, porque me dijo claramente que allí todo era muy caro y tal vez yo no tuviera suficiente dinero. Pregunté lo que costaba una copa y me atreví a preguntar cuánto costaría media hora con ella. Me lo dijo y no tuve que hacer muchos cálculos. El dinero me llegaba, aunque no me iba a sobrar mucho. Mientras apurábamos la copa le dije que tenía dinero suficiente y que me gustaría estar con ella. Me hizo subir por unas escaleras hasta el piso superior, donde había varias habitaciones. Todo en aquel local era lujoso, desde el mobiliario hasta las vestimentas de los personajes que pululaban por allí. Un lugar para ejecutivos, empresarios, gente con mucha pasta. El dormitorio era amplio, lujosamente amueblado y el lecho amplio y acogedor. Me ofreció un condón que rechacé. Le dije que era virgen, para que sintiera un poco de compasión y sobre todo para que no insistiera con eso de las enfermedades venéreas. Aún tardaría unos años en llegar la plaga del SIDA. Por otro lado, la posibilidad de morir de una enfermedad venérea, tal como la sífilis, no me espantaba¸ al contrario, era una manera de suicidarse, aunque lo de la sífilis sonaba muy serio. Pensé que la mujer se cuidaría mucho para estar allí, análisis médicos cada poco y todo tipo de precauciones para evitar cualquier enfermedad venérea. La protesta de un cliente allí sería tenida muy en cuenta. A los ricos se les hace más caso que a los pobres, en este terreno como en todos los demás. Lo primero era la pasta, saqué la cartera y conté los billetes. Ella los volvió a contar y me dijo que había suficiente. No me lavó la minga, como la prostituta de mi primera vez, ella tenía demasiada categoría para hacer eso, pero me dijo que lo hiciera yo. Mientras se desnudaba me sentí mareado, aquel era un cuerpo diez, de película. Solo de imaginarla en mis brazos sentía vértigo. A mi vez me desnudé y subí al lecho que parecía propio de una película en cinemascope, una especie de lecho de Cleopatra, solo que en moderno. No se podía besar, ya lo sabía, tampoco los pechos, un extra, apenas pude acariciarla un poco. Cuando antes llegara la penetración antes terminaría su trabajo. Juro que lo intenté con todas mis fuerzas. No debería haber habido el menor problema, porque su cuerpo sería capaz de enderezar una curva de carretera, pero yo iba hasta arriba de medicación. No fui capaz de generar una mínima erección, apenas pude penetrarla ayudándome con las manos. Lo intenté e intenté hasta que ella perdió la paciencia. Yo estaba rojo. Le dije que estaba tomando medicación, para disculparme y porque era la verdad. Ella pensó que se trataba de una disculpa. Fue amable. A todos los hombres les pasa alguna vez, me dijo. Debió de pensar que yo era un niñato patético. En lugar de burlarse de mí, puso cara compungida y trató de consolarme. Seguro que en otra ocasión sería diferente. Me vestí a toda prisa, pedí perdón y salí de estampida sin esperar a que ella se vistiera. Hasta es posible que atravesara el local corriendo y no dejara de hacerlo hasta encontrarme lejos.

Unos meses más tarde, ya trabajando en Madrid, me encontraría por casualidad con R. No la vi. Fue ella la que llamó mi atención y tuvo que hacerlo varias veces. No es que no la conociera, no había cambiado tanto, era yo que con la medicación caminaba como un zombi y a duras penas era capaz de tomar contacto con la realidad. Me sentí muy mal, fatal. Ella iba acompañada de una especie de osote bondadoso. Una especie de armario, pero con una cara tímida, casi ingenua. Nos presentó. Era el matón de la güisquería donde ahora trabajaba ella. Me dijo que tenía que pasar por allí para charlar un rato, ella me invitaría a la primera copa. Me pasó una tarjeta. Estaba deseando hablar, se le notaba, incluso me invitó a tomar un café. Yo estaba deseando salir de allí como en los dibujos animados, dando vueltas a las piernas y tomando una velocidad de vértigo. Hice de tripas corazón y aguanté lo suficiente para no parecer descortés. Hasta es posible que ya hubiera salido en la televisión y ella me viera. Tal vez esa fuera la causa de su amabilidad conmigo y de su ofrecimiento para hablar. En cuanto pude puse una disculpa cualquiera y me alejé a buen paso.

Mientras caminaba no dejaba de pensar en ella. Puede que no hubiera caído en la prostitución, puede, pero estaba a un paso. De servir güisqui a los clientes y darles cháchara a acostarse con ello solo existía una delgada línea que se podía pasar en cualquier momento. Me sentí mal. No era una buena vida, ni para ella ni para cualquier otra mujer. Puede que el armario fuera su chulo, aunque su cara tenía una expresión tan bondadosa que lo dudé. Por supuesto que nunca fui a verla. No dejé de lamentarme de no haber sido más atrevido aquella noche. Todo podría haber sido muy distinto. Años más tarde, recordando aquella situación como una de las encrucijadas de mi vida me dije que no debería quejarme, aquello no podía salir bien, de ninguna de las maneras. Mejor que todo continuara por el camino que me llevaría a conocer al amor de mi vida, casarme, fundar una familia y ser feliz, todo lo feliz que puede ser un enfermo mental, hasta el divorcio.

Me imagino en el tren, de vuelta a León, una vez conseguido el traslado. Estoy saliendo del primer círculo del infierno. Desde la ventanilla del tren miro, atravesando la barrera del tiempo, hacia el pasado, a aquel ingenuo jovencito que va en el otro tren, camino de Madrid, donde ocurriría lo que ocurrió y donde viviría aquella temporada en el infierno, como acostumbro a llamar a aquella etapa de mi vida. Entonces no sabía que estaba entrando en el primer círculo infernal, como ahora tampoco sabía que estaba entrando en el segundo círculo del infierno. Un círculo más mental que físico, pero tan infernal como el anterior o mucho más. Ahora desde la distancia que dan décadas de tiempo pienso que es un milagro que saliera de aquellos círculos infernales. Solo un milagro pudo conseguirlo. Creo que en buena parte debo agradecérselo a mi Beatriz particular, pero sobre todo las fuerzas poderosas que controlan y dirigen el universo. No es posible que yo siga vivo sin alguna intervención de algún tipo de fuerzas invisibles y poderosas. Un enfermo mental como yo tenía todas las cartas del tarot en la mano, todas ellas con el símbolo de la muerte; el que al final saliera otra carta tuvo que ser una trampa, no mía porque no soy un mago ni un tramposo, sino de las fuerzas poderosas, solo ellas pudieron hacerlo.

Sentado en el asiento de aquel tren que me devolvía a León, pensaba en que estaría mucho mejor que en Madrid. Viviría con mis padres que seguramente no mencionarían mis intentos de suicidio, aunque los conocían todos, y en el trabajo me las arreglaría para pasar desapercibido. Ingenuidad de enfermo mental, porque yo era ya un obeso, barbado y desaliñado con mi mariconera al hombro, algo que en Madrid pasaba desapercibido, pero no en una ciudad pequeña, como comprobaría en cuanto tomé posesión. Allí me encontraría con una rubia alcoholizada que intentaría ser mi profesora de francés, el tiempo que no estaba bebiendo algo en alguna cafetería. Se me ocurrió que leía bastante bien el francés, pero no lo hablaba nada, por eso busqué una profesora con la que hablar y adquirir soltura. Por eso el segundo círculo del infierno se titulará así. No tendría como Dante un Virgilio que le asesora y protegiera. El infierno iba a continuar y el sufrimiento sería aún mayor que de todos los condenados en todos los círculos infierno dantesco.

ALGUNAS HISTORIAS SÓRDIDAS LIII


Por desgracia en aquellos tiempos yo aún no había descubierto mi vocación literaria, aunque es cierto que tres o cuatro años antes había comenzado a emborronar algunos cuadernos con algunas historias y poemas. Recuerdo muy bien el esbozo que hice de la que pretendía fuera mi primera novela. La titulé “El planeta de los vampiros”. Deseaba que fuera una historia de ciencia ficción y elegí el tema vampírico, no porque fuera un fan apasionado de las historias de terror, que no lo era, sino porque el vampirismo psíquico era algo que me obsesionaba y creí que mezclar las dos cosas, un lejano planeta de ciencia ficción y sus habitantes, que se volvían vampiros psíquicos a raíz de un fallido experimento, podía dar mucho juego. Con el tiempo se convertiría en una trilogía que nunca terminaré, titulada “Omega”, con la que llevo sufriendo toda la vida y que ahora se ha transformado en una historia mucho más sencilla y humorística titulada “Breves historias de Omega”, donde intento aprovechar todo aquel ingente material que acumulé en numerosos cuadernos. También esbocé una obra de teatro de la que no recuerdo nada, ni siquiera el título y escribí algunos poemas, sin duda muy malos que no conservo. Creo que aún no había comenzado a escribir poesía de forma compulsiva porque continuaba viviendo en una ciudad dormitorio y mi obsesión poética se inició en los viajes que hacía en el metro.

He dicho que por desgracia yo no era el escritor compulsivo que llegaría a ser con el tiempo, porque de haberlo sido, la experiencia que iba a vivir no me habría traumatizado tanto al pensar en utilizarla como material para una serie de relatos. Una vez, no sé cuándo, escuché a alguien, no sé quién, decir algo parecido a que algunos escritores serían capaces de matar a su propia madre por una buena historia. Imagino que lo dijo irónicamente si era escritor o con muy mala sangre si no lo era y pretendía burlarse de los escritores. Basta con tener suficiente imaginación para no tener que andar buscando historias reales para transformarlas en ficción. Incluso es suficiente con escribir sobre la propia vida, a no ser que esta sea tan gris que no pueda distinguirse un día de otro. Es posible que el dicho que he mencionado más arriba pueda aplicarse mejor a los periodistas, aunque mi recuerdo es claro, se refería a los escritores. Aquella frase me picó hasta el punto de comenzar a escribir mi novela “Un escritor frustrado” con esa simple base. La novela se transformaría tanto que se convirtió en lo que he llamado una novela donjuanesca y el título dejó de tener sentido, aunque no quise cambiarlo.

Tampoco había superado la represión que me inculcaron en el colegio religioso, respecto a muchas cosas, pero fundamentalmente en cuanto al sexo. De haber tenido a mi disposición esos dos instrumentos o palancas, como se las llama ahora, la experiencia que iba a vivir pudo haber sido muy distinta. Como escritor humorístico podría hacer una descripción delirante e hilarante de este episodio, pero no voy a seguir por ese camino, no porque no me apetezca, que me apetece mucho, describiendo, por ejemplo, mis andares de zombi y mis temores paranoicos pensando que todo el mundo me miraba y sabía a dónde iba, sino porque aquella tragedia juvenil no merece ser desvirtuada por un humor que aquí no viene a cuento. Estoy tardando mucho en narrar el camino desde la Puerta del Sol a la calle la Ballesta, que estaban bastante cerca, porque así me sentí en aquellos momentos, como un Dante que retrasa todo lo que puede su llegada al infierno y que camina angustiado y solitario, sin la compañía de Virgilio.

Todo llega en la vida, aunque tarde, porque es como un río caudaloso que por muy lento que discurra te lleva consigo hacia el mar, que es el morir, como dijo el gran poeta Jorge Manrique en su poema más conocido. De pronto me encontré mirando el nombre de la calle y descubriendo que era la que buscaba. Me sentí un poco decepcionado porque era una calle más bien estrecha y corta, como descubriría minutos más tarde. Había imaginado un barrio entero, el barrio chino que llamaban entonces, no sé por qué, allí no había chinos. Supongo que la ignorancia sobre culturas y gentes que no conocemos lleva al tópico sin sentido. Trabajar como un chino o ser tan incomprensible como una escritura en chino, han dejado de tener sentido con las redes sociales y la comunicación global. A punto estuve de dar la vuelta y salir corriendo, pero mi carácter no me permite caer en las sagas-fugas. Suelo tardar mucho en tomar decisiones importantes, pero cuando lo hago nunca me vuelvo atrás, aunque tenga que romper una pared a cabezazos. Con paso medroso y lento caminé por la acera donde estaban las puertas de los clubes de alterne. Lo que no me esperaba fue que delante de cada puerta hubiera un portero o matón, o lo que fuera, quien me chistaba invitándome a entrar. Me sentí tan avergonzado que aceleré el paso. Recorrí todos los clubes existentes en la calle sin decidirme a entrar en ninguno. Cuando llegué al final, me vi obligado a dar la vuelta. No se me ocurrió contar los lugares de alterne, eran bastantes, porque aunque la calle fuera corta, las puertas estaban casi pegadas. Era preciso decidirse o marcharse. A mitad de mi camino de regreso un hombretón fornido me volvió a chistar. Decidí entrar allí, no sé si porque la cara del portero era bastante amable y bonachona o porque empecé a sentir miedo de desmayarme en la acera. Tanto era el miedo y la angustia que me atenazaban.

Me ofreció una invitación con la que podría tomarme la primera copa gratis. Aquello sin duda tenía trampa, como era lógico. El lugar no era grande, aunque tampoco pequeño. Estaba muy mal iluminado y el color predominante era el rojo. Solo la barra tenía suficiente luz para que se pudieran ver las caras de los que estaban acodados en ella. No eran muchos. Había decidido ir pronto porque me parecía menos peligroso que retrasarme hasta las dos o tres de la madrugada, pongamos por caso. La camarera, guapa y agradable me preguntó qué deseaba beber y me pidió la invitación. Seguramente me tomé un gin-tonic o un cubalibre de ron, que eran mis bebidas habituales en discotecas y demás locales nocturnos. Me puse a mirar alrededor. Algunas mujeres, jóvenes, menos jóvenes, mayores, vestidas discretamente, con menos discreción, charlaban con hombres, en su mayoría menos jóvenes. Comprendí que allí llamaba la atención, yo era el único joven, el más joven de todos. Con mis veintitrés o veinticuatro años hasta un tonto podía ver que era novato, tal vez mi primera experiencia. Y el hecho de que fuera solo parecía ponerme un letrero en la cara: soy virgen y necesito que me desvirguen. No estuve solo mucho tiempo. Enseguida se acercó una mujer mayor, calculé unos cincuenta años, vestida con pantalón y blusa oscuros y no precisamente de boutique. De no haber estado donde estaba hasta la hubiera podido confundir con una mendiga que había entrado a pedir limosna. Se presentó y me preguntó si podía invitarla a una copa. La invitación era claramente una trampa, porque si mi bebida me salía gratis, la suya no. Supuse que así funcionaban las cosas y acepté. Inició una conversación que intentaba ser amable pero que enseguida derivó hacia el trato. Le dije que no y puso mala cara. Me sentí muy triste y le expliqué que había ido a perder la virginidad y deseaba hacerlo con una chica más joven y guapa. Mi sinceridad la desarmó. Se alejó y pude ver que hablaba con una rubia que ya me había llamado la atención. La calculé unos treinta años. Vestía un vaquero ajustado que ponía de relieve sus finas caderas y culo. Su blusa blanca no podía disimular unos pechos bien formados y protuberantes, sin llegar a ser demasiado llamativos. Tuve que invitarla a otra copa mientras calculaba si el dinero que había llevado sería suficiente para todo. Se mostró muy amable, aunque poco habladora. Enseguida me preguntó si me gustaba y le dije que mucho. Pasó al trato mercantil. Me dijo el precio por media hora, que tendría que pagar el taxi hasta su apartamento, ida y vuelta y me expuso las tarifas por los extras. Ignoraba qué era el griego y demás extras. Me dejó bien claro que no se podía besar. Hice unos pequeños cálculos y decidí que el dinero me llegaba si no pedía extras. Lo que yo quería era perder la virginidad, ya habría tiempo en otra ocasión para aventurarme un poco más.

Me tomó del brazo y salimos a la puerta, donde ya nos esperaba un taxi. Subimos. Por el camino me explicó que vivía en un apartamento, que no estaba lejos, pero que como comprendería no era cuestión de ir andando. Balbuceé que sí, que lo comprendía perfectamente. De hecho, como comprobé, estaba tan cerca que la tarifa del taxi, aun contando con el regreso y el tiempo de espera de media hora, me pareció bastante caro. Vivía en un edificio moderno que supuse estaba destinado a las mujeres de los clubs. No imaginaba que allí pudieran vivir también ciudadanos corrientes. Abrió la puerta del portal con una llave, tomamos el ascensor y subimos hasta un tercer o cuarto piso. Mi sorpresa no tuvo límites cuando accedimos a un saloncito donde un hombre joven y delgado estaba viendo el partido de futbol en la televisión. Eso me indica que era sábado, como no podía ser menos, porque yo no hubiera aprovechado un domingo, sabiendo que al día siguiente madrugaría para ir a trabajar. Aquel hombre deshizo en un instante mi visión literaria y peliculera de los chulos de putas. Tenía en brazos a un bebé con el que jugaba como un padrazo. Sobre la mesita tenía una cerveza y unas aceitunas. Se limitó a mirarnos mientras nos deslizábamos hacia una habitación. Me pareció percibir una seña entre ambos, lo que no hubo fue el menor saludo.

El pequeño dormitorio era limpio y bien decorado, sin excesos. Ella se puso a desvestirse de inmediato. Me pidió que hiciera lo mismo y que le pagara por anticipado. Luego me explicó que iba a lavarme el pene en una palangana con unos productos desinfectantes. Me preguntó si era la primera vez y le expliqué mi situación con cierta ternura porque ella estaba siendo muy amable, y además me gustaba mucho. Ella también se lavó el sexo con los productos desinfectantes con un desparpajo que tal vez en otra ocasión me hubiera parecido bastante sórdido.  Acabamos desnudos en la cama, tras un lavado concienzudo. Sacó unos preservativos de la mesita de noche y yo le supliqué que me creyera, era virgen, no podía tener ninguna enfermedad venérea. Era mi desvirgamiento y me apetecía mucho hacerlo sin condón. Se lo pensó un poco mientras me miraba y al fin accedió. Supuse que tomaría la píldora, algo bastante lógico porque fiarlo todo a un preservativo era correr un cierto riesgo.

Le pregunté si podía abrazarla y acariciarla. Dijo que sí. Su cuerpo era espléndido y su piel suave y cálida. Me sentí tan enternecido que por un momento imaginé que estaba enamorado de ella. Aprovechó para preguntarme si no quería algún extra. Me puse colorado y le dije que no sabía nada de los extras, era virgen. Ella sonrió con cierta ternura y me los explicó, así como sus correspondientes tarifas. Contesté que en otra ocasión. Quería besar sus pechos. Pero eso también era un extra. Probamos diferentes posturas que ella desechó porque al parecer yo no sabía muy bien cómo actuar. Al final se puso en la postura del perrito y me pidió que probara. La penetré con facilidad y al notar su vagina cálida y acogedora me sentí en el paraíso. El deseo se hizo explosivo y aceleré el ritmo. Curiosamente ella parecía estar pasándolo muy bien, gemiditos placenteros, que yo hubiera pensado que eran puro teatro de no haber notado una humedad y un calor especiales en su sexo. Mi inexperiencia era manifiesta, aún así no pude quitarme de la cabeza la idea de que se lo estaba pasando en grande conmigo. Más tarde me plantearía si su chulo, o pareja, o lo que fuera, no estaría oyendo sus gemidos de placer. Tal vez por eso tuviera puesta la televisión, a un volumen bastante alto. Es posible que el niño no estuviera dormido precisamente por eso. Exploté en un orgasmo que era algo completamente diferente al resultado de la masturbación. Me quedé prendido a ella, incapaz de soltarme. La hubiera dicho que la quería, la hubiera dicho muchas cosas, pero solo pensar en el hombre que estaba fuera se me quitaron todas las ganas. Me dejó estar y cuando me separé ella me preguntó si había disfrutado. Respondí que mi desvirgamiento había sido mucho mejor de lo que esperaba y le agradecí su amabilidad. Ella me sonrió. Y a continuación me dijo que aunque había pagado media hora no creía que yo pudiera volver a hacerlo otra vez. Si no me importaba nos vestiríamos y ella regresaría al local. No puse ninguna pega. Me volvió a lavar el pene, se lavó ella, nos vestimos y salimos. El hombre continuaba viendo la televisión y el niño parecía estar dormido en su cuna. Pasamos a su lado, no me atreví a mirarle y ellos no se hablaron. Abajo esperaba el taxi. Antes de subir me preguntó si no quería volver al local y tomarme otra copa. Respondí que la experiencia había sido maravillosa y quería disfrutarla paseando. Sonrió, me dijo que volviera cuando quisiera. Asentí con la cabeza. El taxi se marchó y yo caminé por aquellas callecitas hasta perderme. No me importó, me sentía tan feliz por haber perdido la virginidad y por lo bien que había ido que casi hubiera dado pataletas en el aire, como si hubiera ganado la liga o la champion. Tardé en volver a encontrar la Puerta del Sol. Hubo momentos en los que sentí miedo, aquello estaba tan solitario que alguien podía atracarme con una navaja y nadie haría caso de mis gritos. Casi me reí. Lo que me quedaba en la cartera era muy poco y si me daba un navajazo y me mataba, pues mejor. Cierto que ahora que sabía lo agradable que podía ser el sexo, especialmente si había afecto, ternura, si era con una amiga, me hubiera gustado seguir vivo para hacerelo muchas veces,pero me dije que eso nunca iba a suceder y tendría que volver a utilizar el sexo mercenario si quería repetir la experiencia. Por un momento pensé que si alguien me mataba todo sería perfecto. Ya no era virgen, como pretendía y podía irme de este mundo sin lamentar nada. No ocurrió y al final encontré la plaza Mayor y me senté en el mismo banco para analizar el antes y el después.

ALGUNAS HISTORIAS SÓRDIDAS LII


Hace ya bastantes años, convertido en un escritor prolífico, aunque aficionado, algo que nunca he dejado de ser, se me ocurrió una idea extraña para una novela en la que pretendía imaginar lo que habría sido de mi vida si en lugar de tomar ciertas decisiones en las encrucijadas que hay en todo camino vital, hubiera tomado otras. Era una idea muy creativa aunque bastante disparatada, puesto que los mundos paralelos que ahora están de moda en bastantes ficciones literarias y cinematográficas entonces no dejaban de ser una elucubración cuántica. Además, yo no pretendía contar una historia autobiográfica de personajes paralelos que vivían en dimensiones diferentes y se comunicaban o no. Me limitaba a utilizar mi fantasía para hacerme una idea aproximada de por dónde hubiera discurrido mi vida si mis decisiones hubieran sido otras o las circunstancias me hubieran llevado en otra dirección. Recuerdo que una de estas historias, que esquematicé en el esbozo que hice de las grandes encrucijadas de mi vida y de lo que hubiera cambiado de haber sido otro el camino a recorrer, fue precisamente ésta. En ella contaba cómo en lugar de haberme dejado acoquinar por el miedo, lo hubiera intentado, es decir, que hubiera actuado como si la invitación que me hizo R de acudir a su dormitorio para darle un masaje fuera una invitación al sexo en toda regla. En esa historia imaginaria, por supuesto que ella tenía sexo conmigo, puesto que la invitación no podía ser para otra cosa, nadie en su sano juicio habría pensado lo que yo pensé, que cuando una mujer te invita a su dormitorio, con un salto de cama trasparente y muy sexy, no podía ser para que le diera un masaje. Puede que muy pocos hombres lo hubieran visto así, era una época muy machista, como ahora, aunque bastante más hipócrita.

Es posible que de haber deslizado mis manos bajo sus braguitas negras y hacer como que el masaje era más completo de lo supuestamente acordado, ella me hubiera rechazado, como ocurrió algunos años más tarde, cuando también estuve dando una especie de masaje energético a una mujer. Entonces, también me vino a la cabeza aquella escena ocurrida años antes, y decidí tomar una decisión que no me atreví a llevar a cabo en aquel momento. Mi mano se deslizó hacia su sexo, para un masaje o caricia. Ella se limitó a quitar la mano y a dejarme bien claro que no quería sexo. No hubo más. Claro que era otra mujer y otras circunstancias. No esperaba algo diferente, pero me dije que debía intentarlo y lo hice. Sin embargo con R estoy convencido de que habríamos acabado haciendo el amor. Es algo que aún creo hoy en día y de lo que estuve convencido durante muchos meses, mientras me debatía entre acudir o no a una profesional para perder mi virginidad de una vez por todas. Desde luego que hubiera sido una pérdida más afectiva, cariñosa y feliz de lo que en realidad sería mi desvirgamiento. El esquema que tracé para desarrollar aquella historia que nunca llegué a terminar, ni siquiera alcanzó la copia de trabajo como hacía con la mayoría de mis historias, consistía en unas ramificaciones básicas y bastante verosímiles, teniendo en cuanto cómo era yo y como era ella y sus circunstancias. Hacíamos el amor, esto se repetía unas cuantas veces hasta llegar un punto de inflexión inevitable. O bien su amante nos descubría y yo salía con el rabo entre las piernas, o bien ella me pedía un compromiso y yo lo aceptaba. Habría que buscar un alojamiento acorde a mis posibilidades económicas, que eran pocas, y vivir en una estrechez cercana a la pobreza. Yo tendría que hacerme cargo de sus niños, que irían a otro colegio más barato o regresarían a casa. La posibilidad de que ella se pusiera a trabajar y pudiéramos vivir de forma aceptable, era muy remota. Estoy convencido de que aquello hubiera acabado mal, como no podía ser de otra forma. Aunque tal vez mi etapa negra, plagada de suicidios, muy bien no hubiera sido tan negra, si bien dudo mucho que pudiera haber evitado algún intento de suicidio. Lo que sí es fácil que hubiera ocurrido, porque la cronología estaba muy ajustada, casi traída por los pelos, es que yo no hubiera conocido a la que luego sería mi esposa durante casi veinticinco años. El tiempo en esa historia resultaba de todo punto un factor imprescindible. Tan solo unos meses antes o unos meses después y los caminos no se hubieran cruzado. Salvo que se produjera un milagro, como al fin y al cabo fue lo que ocurrió en mi peripecia vital.

Analizando como analicé mi vida, con una meticulosidad rayana en el delirio, fui consciente de que el encuentro con determinadas personas no habría sido posible de haber cambiado un poco la flecha temporal, como si ciertas decisiones y circunstancias hubieran sido otras, mi vida no sería la que es. La primera encrucijada que anoté para una posible novela que no sé cómo llamar, aunque ahora parece que le han puesto el nombre de ficción autobiográfica, y que definen, según acabo de ver en Internet, como “la ficción autobiográfica se compone principalmente de acontecimientos y personajes inventados que pueden estar basados en la propia experiencia del autor y en su persona. El protagonista puede tomar como modelo al autor y hacer al menos algunas de las cosas que éste ha hecho realmente en su vida”, fue sin duda la encrucijada raíz que me llevó a seguir un camino que pudo hacer factible lo que ha sido el resto de mi vida, con algunas encrucijadas que también pudieron modificarla, aunque pienso que no sustancialmente. Cuando en aquella escuela de pueblo levanté la mano porque quería ir al colegio del que nos había hablado maravillas el fraile que andaba por allí reclutando vocaciones como pescadores de hombres evangélico, mi vida cambió sustancialmente. No hubiera podido estudiar de otra manera y el futuro que me aguardaba no podía ser otro que convertirme en minero del carbón como era mi padre. Salvo milagros, que algunas veces ocurren, no me quedaba otra. Eso o ir a vivir con los abuelos a la montaña y hacerme ganadero, algo que no me disgustaba, aunque dudo que hubiera podido soportarlo. Esa encrucijada y la que se mostró claramente en aquella noche en el apartamento de R fueron sin duda decisivas en mi vida.

Perder la virginidad con R hubiera modificado sustancialmente muchos episodios de mi vida y sin duda habría sido algo mucho más afectivo y feliz que lo que realmente ocurrió. Me veo con gran viveza y solidez –es un recuerdo que ha permanecido anclado en mi memoria durante todos estos años- sentado en un banco, sudando angustia por todos los poros, mientras decidía si ir o no a la calle de la Ballesta y perder la virginidad con una profesional.  Puede que aquel banco no estuviera en la Puerta del Sol, no es un detalle claro e indubitable, porque tal vez no hubiera bancos en aquel lugar, pero si no fue allí fue en algún punto cercano a dicha calle que no estaba lejos. Llevaba la cartera con suficiente dinero para lo que yo preveía que me iba a costar, incluyendo también una o dos copas y alguna incidencia no prevista. Estaba corriendo un gran riesgo, puesto que me podían robar el dinero y eso hubiera supuesto un grave tropiezo en mi economía. Pero mi angustia no estaba centrada en eso, si no en una parálisis psicológica que me impedía ponerme en pie y caminar. Muchos años después me ocurriría algo parecido con mi fobia social. La timidez enfermiza que me acompañó durante toda mi infancia, adolescencia y juventud, se intensificó hasta el límite puesto que lo que iba a hacer era ya de por sí una decisión complicada para cualquier jovencito de mi edad. Aunque no existía un dilema moral, ya que al abandonar el colegio religioso había hecho una limpieza mental muy a fondo, desprendiéndome de dogmas religiosos y toda clase de represiones que mi razón me decía que eran totalmente irracionales, sí es cierto que en la parte más oscura de mi subconsciente continuaban dando guerra.

Y aquí voy a hacer un pequeño inciso, que no quiero sea muy extenso, porque a estas alturas de mi vida ya he tirado la toalla respecto al sexo y mucho más en cuanto al sexo mercenario, y nada me afecta en este terreno. No obstante sí me gustaría decir algo sobre la prostitución que utilicé en alguna que otra ocasión en mi etapa juvenil. En la actualidad se está hablando de una nueva legislación sobre la prostitución, que básicamente se pretende que sea prohibitiva y punitiva, algo que por otra parte no es precisamente algo nuevo. Es el viejo dilema de siempre. Estoy totalmente de acuerdo en que es una lacra social y que las mafias y la delincuencia organizada explotan descaradamente, hasta llegar a pisotear los derechos humanos más elementales, a la inmensa mayoría de las prostitutas. Habría que acabar con ello de una vez por todas, como con otras muchas lacras que convierten nuestra sociedad en una auténtica selva. Mi pregunta – y no puedo dejar de hacerla- se refiere a cómo lograrlo de una forma más efectiva que la de una prohibición y criminalización que nunca ha tenido demasiado éxito. Me pregunto si una buena educación sexual no ayudaría mucho. Una sociedad en la que el sexo dejara de ser el tabú que es y ha sido siempre y se convirtiera en algo natural, regido por las mismas normas y valores que otros aspectos de nuestra naturaleza humana, también ayudaría mucho. Cuando la única opción que tiene un jovencito como el que yo era entonces es el sexo mercenario, y no hablo de pornografía porque en aquel periodo histórico, en el que se transitaba desde una dictadura represiva a una democracia en pañales, muchos ni sabíamos qué era eso, resulta algo tristísimo y paupérrimo.

Debí de permanecer durante horas sentado en aquel banco, en medio de la noche, mientras la ciudad se iba despoblando hacia el sueño. Al final tomé la firme decisión de acabar de una vez por todas con mi virginidad, aunque eso me costara un sufrimiento que yo creía con sinceridad no me merecía. La obsesión era ya tan intensa que estaba transformando mi patología de enfermo mental en algo tan grave que me había llevado por el camino de los intentos de suicidio y aquello aún podía empeorar más. Necesitaba saber si el sexo era algo tan maravilloso y placentero como yo imaginaba o simplemente se trataba de una forma distinta de masturbación que no merecía la pena. Quería saberlo a toda costa, esperando que eso calmara mis ardores y me ayudara a llevar con más ecuanimidad los trastornos de mi enfermedad mental. Soy muy testarudo, muy cabezón, por lo que cuando he tomado una decisión la llevo a cabo, aunque eso me pueda costar la vida.  Debí recordar en aquel momento mi descubrimiento de la masturbación. Se produjo a los doce años, mientras yo estaba pasando una gripe en el colegio religioso. No había enfermería, por lo que permanecía en la cama, solitario en aquel inmenso dormitorio. Estaba aburrido y mis ojos se habían fijado en una especie de patito, dibujado en la cristalera de enfrente por un dedo anónimo, aprovechando el vapor que surge cuando en el interior hay más temperatura que en el exterior. Supongo que era invierno. La fijeza con que miraba, sin saber por qué, llegó a causarme un problema en los ojos, hasta el punto de que durante mucho tiempo a veces aparecía aquel dibujo cuando cerraba los ojos o miraba de una forma determinada. Sentía una rara comezón en mis partes pudendas. Nadie me había hablado del sexo, de la masturbación ni de que la “pilila” sirviera para algo más que para “mear”. Comencé a tocarme, buscando un cierto alivio, y descubrí asombrado que eso me producía un placer desconocido. Cuanto más me tocaba, y de una forma determinada, más placer sentía. Estaba solo, todos permanecían en las clases y no esperaba que nadie apareciera por allí, por lo que me entretuve con aquel descubrimiento que en cierto modo también me aterrorizaba. Nunca había tenido una erección, el que el pene estuviera erecto, me parecía podía ser el signo de alguna rara enfermedad de la que nadie me había hablado. Cuando llegó la eyaculación sentí un placer tan vivo, tan intenso, que me desmayé durante un tiempo, no creo que fuera mucho. Cuando regresé a la consciencia me dije que acababa de descubrir un nuevo mundo del que me iba a aprovechar. Recuerdo aquel placer como uno de los más intensos que me ha dado el sexo. Aquello me llevó a una desesperada busca de repetir una y otra vez un placer inaudito. Hasta el punto que aquel verano, durante las vacaciones, me descubrirían lo que el médico llamó una anemia perniciosa, cercana a la leucemia. Estuve a punto de morir, según aquel médico el que me salvara fue un milagro. Tres meses en la cama con hígado, ponches de huevo y vino dulce, una alimentación especial y reposo absoluto, vitaminas y todo lo que se conocía en aquel tiempo que podía ayudar a superar una anemia. Cuando el médico le preguntó a mi madre si me habían hablado de la masturbación, me sentí terriblemente avergonzado. Así que así se llamaba lo que yo estaba haciendo. Masturbación.

Cuando comencé a caminar hacia aquella calle, donde al parecer existían montones de locales en los que las mujeres aceptaban tener sexo contigo a cambio de dinero, recordé aquella experiencia y me dije que si el sexo era parecido a aquella primera masturbación merecería la pena. Por desgracia tras las primeras experiencias masturbatorias el placer decreció tanto que se convirtió en un placer mezquino y sórdido. Sabía muy bien que la mujer que me desvirgara no me iba a dar amistad, afecto, cariño, simplemente con que no me tratara como a un mierdecilla, me conformaba. De nuevo pensé en R y en lo mucho que me hubiera ayudado hacer el amor con ella aquella noche. Yo era joven, con cierto atractivo, me preguntaba por qué razón no encontraba una chica con la que tener sexo. Mi físico no era el problema, pero sí la educación represiva que había sufrido en aquel colegio y la timidez enfermiza que me había llevado en los primeros tiempos, tras abandonar el colegio, a mirar al suelo para no ver a las chicas y a las mujeres que me podían gustar. Ya no lo consideraba pecado, pero la cara se me ponía como un tomate y sentía tanta vergüenza que pasaba de una acera a la otra o buscaba mil subterfugios para no encontrarme de frente con una mujer atractiva.  Me preguntaba si algunos estábamos condenados a tener que renunciar al sexo, por lo que fuera, algunos porque su cuerpo no atraía, otros porque sufrían algún tipo de discapacidad, o como yo que además de una enfermedad mental tenía que soportar que la timidez enfermiza me impidiera hacer lo que la mayoría de los jóvenes hacían con total normalidad. Iba a tener que renunciar al sexo por el resto de mi vida, a un placer que no debería avergonzar a nadie. No había derecho. ¿Qué había hecho yo para merecer esto? Las cosas podrían ser muy distintas si alguien hacía algo. Con que me hubieran hablado del sexo, de la masturbación, del coito, a tiempo, mi vida hubiera sido diferente, más ecuánime, menos angustiante.

Una sociedad menos reprimida, más abierta a estos temas, donde los jóvenes pudieran tener sexo sin necesidad de casarse antes, donde la virginidad fuera un simple estado transitorio, donde el afecto, la amistad, podrían conducir al sexo o no, que fuera una opción y no una canallada que uno solo puede realizar a escondidas, disimulando, tratando de que nadie te descubra, se entere, te castigue, me hubiera evitado lo que iba a ocurrir. Pretender que cualquier persona deba renunciar al sexo, por mil razones o circunstancias, es como pretender que solo te puedas alimentar de los alimentos putrefactos que encuentres en los contenedores de basura. Es desesperante, repugnante, y más cuando ves que otros comen bien, a veces muy bien, a veces lo que quieren. Cuando observas que a los que tienen mucho dinero se les permite todo, cuando oyes hablar de todo tipo de perversiones y explotaciones por parte de los hipócritas que luego condenan en público lo que hacen en privado. Cuando vives en una sociedad que utiliza el sexo como un cebo para vender casi todo. Cuando te ponen a una hermosa mujer sentada en un coche y no sabes si pretenden venderte el coche o la mujer. Es como si te dijeran que si quieres sexo tienes que ganar mucho dinero y hacerte rico y así tendrás todo el sexo que quieras con las mujeres que quieras. Vale que uno debe trabajar para sobrevivir, que uno debe trabajar las relaciones sociales, interpersonales, que debes conquistar y seducir si quieres sexo. Si quieres amigos tendrás que dar, que trabajar la amistad, es justo que quien más se esfuerza consiga más, pero el sexo no debería ser una pepita de oro que sacas de una mina a fuerza de picar y sudar, debería ser algo más natural. Cada cual es libre y no está obligado a tener sexo con cualquiera porque éste sea un pobre hombre que no sabe relacionarse con mujeres, pero una buena educación sexual, una sociedad menos hipócrita, menos reprimida, donde conseguir una relación sexual no fuera tan difícil como que te toque la lotería, sería mejor para todos. Lo hubiera sido también para mí. Me pregunto si criminalizar el sexo mercenario es una solución. La explotación sexual de las mujeres es algo bestial, impropio de una sociedad civilizada. Yo mismo hubiera renunciado al sexo mercenario en mi juventud si con ello hubiera acabado con la explotación sexual, con las mafias y delincuencias organizadas que convierten a muchas mujeres en esclavas. Por algo así no solo habría renunciado al sexo, también a la vida. Pero me pregunto si uno puede renunciar al sexo como se renuncia a conducir, no sacando el permiso de conducir. El sexo forma parte intrínseca de la naturaleza humana y lo mismo que no puedes renunciar al amor, al afecto, a la amistad, al cariño, sin sufrir serias consecuencias psicológicas, vivir sin sexo también tiene consecuencias, el agua se acaba escapando por cualquier sitio cuando la presión es demasiado grande.

Iba a perder la virginidad como quien pierde un brazo tras un accidente. Iba a ser algo muy traumático pero no estaba dispuesto a pasarme el resto de mi vida sin saber cómo era el sexo, cómo era hacer el amor.

ALGUNAS HISTORIAS SÓRDIDAS LI


Conociéndome como me conozco, y aunque el recuerdo es muy vago, lo más verosímil es que por la mañana no quisiera desayunar con ella y alegara cualquier disculpa para marcharme. Me sentía tan idiota que es difícil que aceptara una posible invitación a pasar también el domingo con ella. R debió de enfadarse un poco, no mucho, porque el recuerdo de otros momentos pasados con ella es claro e indubitable. No sé si fue aquel sábado cuando me enseñó un álbum de fotos en el que aparecían sus hijos y su madre. Lo más probable es que fuera en otra ocasión. Yo manifesté mi deseo de conocer a sus hijos, de irlos a ver algún fin de semana. Por supuesto que nunca fuimos, bien porque ella no quisiera o puede que yo cayera en la cuenta de inmediato del riesgo que eso suponía. Los niños se irían de la lengua con su padre y la situación de R se volvería insostenible. Tal vez para congraciarse o porque al enseñarme las fotos de su madre manifestara también mi deseo de conocerla, lo cierto es que sí fuimos a verla otro fin de semana. El recuerdo es asimismo claro e indubitable.

Ella me había hablado de su madre en aquella tarde sabática de confidencias. Era una historia dramática. Me sorprendí mucho cuando me contó que su madre había sido bailarina de ballet. Dada mi pasión por la música clásica y el ballet seguro que hice bastantes aspavientos y le pedí que me contara más cosas de ella. Su situación actual era muy triste. Teniendo en cuenta la edad de R calculé que su madre estaría en la cincuentena si no era aún mayor. Estaba atada a una silla de ruedas, no sé si debido a un accidente de tráfico o a una enfermedad. Vivía en un piso con un hombre que había sido su amante y que la había seguido en la salud y en la enfermedad. No recuerdo detalles de la vida profesional de su madre, lo más verosímil es que se tratara de una bailarina de coro, de esas que aparecen en grupo tras la diva correspondiente. No creo que su madre fuera bailarina solista, aunque todo es posible. R no tenía muchas fotos de ella y menos vestida de bailarina. Creo que no se llevaban muy bien, pero aún así aceptó hacerle una visita. Debo deducir la mayoría de los detalles, porque recuerdo muy poco, no en vano han pasado décadas. Deduzco o intuyo que la tuvo muy joven y que ese acontecimiento trastocaría su vida profesional. A su padre no llegó a conocerle por lo que es claro que aquel hombre, fuera bailarín de ballet o uno de esos moscones con pasta que aparecen en las novelas y películas de época, la abandonó, dejándola que saliera adelante por sí misma. No recuerdo que me contara detalles concretos de cómo fue su infancia, deduzco que o bien se encargarían de ella los abuelos maternos o tuvo una cuidadora, y posiblemente acabara en un internado, como sus hijos, algo bastante en consonancia con la psicología familiar, tanto para lo bueno como para lo malo. Los hijos maltratados suelen terminan siendo maltratadores y los abandonados suelen tener tendencia también a abandonar a sus hijos. La carrera profesional de su madre si no fue como para tirar cohetes, lo cierto es que al parecer le permitió llevar una vida más que aceptable económicamente. Debió de ser muy guapa, a juzgar por la belleza de la hija. Es lógico pensar que tuvo muchos amantes, algunos o muchos de ellos con una sólida posición económica. Pero los años, y sobre todo aquel maldito accidente -que no recuerdo cuándo ocurrió y si para entonces su madre ya había abandonado el ballet o estaba pensando hacerlo y montar una academia, como suele ser bastante habitual- la hicieron caer de su pedestal. Creo recordar que aún vendía joyas que le habían regalado, de un valor elevado, no eran precisamente baratijas. Entre esto y tal vez lo que aportara su amante, que no debía de ser mucho porque se dedicaba en cuerpo y alma a cuidarla, llevaban una vida aceptable, muy alejada de los buenos tiempos, pero lo importante era que sobrevivían.

El recuerdo más sólido es la escena del piso donde vivía su madre. No recuerdo en qué barrio, ni cómo llegamos, ni si el piso era tan pequeño como creo rememorar, pero la decoración era importante, no se trataba de un piso decorado al estilo proletario precisamente. Nos abrió la puerta el amante y cuidador de su madre. R nos presentó, nos estrechamos la mano y pasamos al salón. Solo una memoria portentosa me permitiría describir a aquel hombre con todo lujo de detalles, y no la poseo. Sí recuerdo que era alto, estilizado, musculoso, más bien moreno, puede que de algún país sudamericano, y de una edad indefinida, aunque más joven que la madre de R. El recuerdo indeleble que conservo se refiere a la bondad, la amabilidad, la solicitud de aquel hombre que parecía haber estado profundamente enamorado de ella y que aún parecía estarlo. Me trató con una amabilidad rayana en la fraternidad.

De la madre de R solo recuerdo la impresión que me produjo verla en una silla de ruedas, sabiendo que había sido bailarina de ballet clásico. Era delgada y su rostro estaba muy deteriorado por el tiempo y los sin sabores de la vida. No vislumbré la belleza que debió ser en su juventud. La conversación no fue fluida, la madre estaba de mal humor, lo que se supone que era algo bastante habitual dada la vida que llevaba, y la hija no supo disimular su resquemor hacia ella. Supongo que yo intentaría llevar la conversación hacia la música clásica y su vida como bailarina, lo que era un error de bulto. También es posible que madre e hija tuvieran una enganchada. Lo cierto es que no fuimos invitados a comer, de eso estoy seguro, y que acabamos saliendo rápido y de mala manera. El recuerdo de aquel hombre despidiéndonos en la puerta con cara compungida y pidiendo disculpas hizo que se me cayera el alma a los pies. Aunque por aquel entonces yo apenas iniciaba mi “carrera” de escritor, ya tenía cierta facilidad para imaginar muchas escenas novelescas, y aquella lo era. La devoción de aquel hombre hacia la madre de R era conmovedora, por un lado, y humillante, casi de esclavo servil, por el otro. Nunca he entendido estos servilismos amorosos y sigo sin entenderlos, hasta el punto de crear una máxima que dice: el amor sin libertad es control y servilismo.

No fue una experiencia agradable. Imagino que R estaba tan afectada como yo o más. Debimos comer en algún sitio, para quitarnos el amargor de boca. No sé cuántas veces más vería a R. Todo es muy confuso. Puede que fuera ella la que me llevara al museo de cera o a conocer el Retiro, no es seguro porque mi amigo A de quien hablo en la primera de estas historias me hizo conocer lo más llamativo de Madrid para un provinciano como yo. Puede que fuera al museo con él y no con R. Sí es seguro que con A fui al parque de atracciones, al Pardo y al Escorial. De lo que sí tengo una seguridad bastante aceptable es que nunca volví a dormir en casa de R. Puede que sí volviera a pisar su apartamento y hasta comiera en él, pero no volví nunca a quedarme a dormir. Con una noche espantosa, como la que había pasado, ya tenía bastante. No sé durante cuántos meses continuamos viéndonos. No creo que fueran muchos, porque tal vez a los seis meses, más o menos se produjo mi primer intento de suicidio en Madrid y a partir de ese momento perdimos el contacto, yo no volví a llamarla y ella no podía hacerlo porque yo no tenía teléfono y le había encarecido que nunca me llamara al juzgado donde trabajaba. Tampoco puedo situar cronológicamente la pérdida de mi virginidad. La obsesión por perderla se hizo aún más angustiosa después de aquel episodio. Lo que no sé es si en algún momento de aquel aciago primer año que pasé en Madrid estuve lo suficientemente bien como para acercarme a la calle de la Ballesta, entonces una especie de barrio chino, para acostarme con una mercenaria del sexo.

ALGUNAS HISTORIAS SÓRDIDAS L


Su piel era suave, cálida. Una auténtica delicia masajear su espalda. Me estaba excitando más y más. Era de todo punto imposible que ella no notara mi miembro erecto empujando contra la hendidura entre sus nalgas. Para disimular no cesaba de hablar, de soltar patochadas. La tentación de bajar sus braguitas, de bajarme el pijama y los calzoncillos y clavarle aquella insufrible erección, se hacía insoportable por momentos. Apreté los dientes y continué con el masaje. No sé el tiempo que pude estar así, hasta que de pronto ella se volvió y me dio las gracias. Estaba mucho mejor. Ha pasado demasiado tiempo para que pueda recordar si en su cara se mostraba la decepción y el enfado. Seguro que sí.

Regresé a mi cuarto con la sensación de ser el tonto más tonto del mundo. Me llamaba idiota y toda clase de improperios. Mi cabeza era un hervidero, mi corazón un grifo chorreando sangre y la erección se había volatilizado por completo. De buena gana me hubiera dado cabezazos contra la pared o me hubiera liado a puñetazos y patadas. Me sentía desesperado. No era posible que R. hubiera organizado todo aquello para confirmar mis ideas sobre la relación hombre-mujer, tampoco tenía el menor sentido ponerse una negligé transparente para luego pedirme que le diera un masaje en la espalda. Estaba más claro que el agua que ella me invitaba a su dormitorio para tener sexo. No era precisamente una virgen reprimida y beata la que me había invitado a su apartamento, me había contado intimidades y tras ofrecerme un cuarto para dormir aparecía ante mí con la maldita negligé negra y transparente pidiéndome que le diera un masaje en la espalda. Yo era el idiota, el tímido, el ingenuo, el virgen, el loco, porque yo era un loco para despreciar semejante ocasión.

Intenté leer, porque me iba a costar mucho conciliar el sueño, si es que lo conseguía. Al final apagué la luz, busqué una postura cómoda y luché contra mi mente hirviendo a brazo partido. Procuraba hacer el menor ruido posible, ni una tos, mientras escuchaba lo que ocurría en el dormitorio de al lado. Aquello no podía quedar así. Esperé inútilmente una reacción por su parte. Pero no la hubo. Según mi filosofía de la relación hombre-mujer, lo lógico hubiera sido que ella me hubiera hablado con claridad. Que si me gustaría dormir con ella, que yo le gustaba y deseaba tener sexo conmigo. Que nos acabábamos de conocer en persona, pero la correspondencia que mantuvimos durante varios años y sobre todo la larga e íntima conversación de la tarde nos había aproximado mucho, habíamos roto el hielo, éramos buenos amigos. ¿Por qué no dar el siguiente paso y convertirnos en amantes, sin compromiso, de momento, pero con esperanzas de llegar a algo más? Solo ahora, muchas décadas después, puedo hacer una aproximación empática a lo que pudo sentir R. aquella noche. A pesar de mi timidez, de mi virginidad, de mi condición de enfermo mental, ella había puesto mucho de su parte. Me había preparado una deliciosa comida, me había introducido en su intimidad, su sinceridad no era precisamente muy habitual y para rematar había escenificado una invitación en toda regla para convertirnos en amantes. Lo lógico es que se tomara mi falta de atrevimiento como un rechazo en toda regla. Y eso tuvo que herirla mucho, hasta el fondo. Tal vez llegó a pensar que mi rechazo se debía a que yo la consideraba una puta, puesto que después de haberme contado su relación con su amante casado, con el que tenía dos hijos, y su situación de mantenida, la rechazaba porque en el fondo era un mierdecilla, incapaz de aceptarla como una mujer que se me entregaba, dejándome llevar por una conducta hipócrita, miserable, como si tuviera las mismas ideas de aquellos burguesitos beatones a los que yo tanto despreciaba. Claro que después de lo que yo había expresado sobre mis ideas respecto a la relación hombre-mujer, sobre la hipocresía social, sobre las estúpidas y rígidas ideas católicas y el resto de temas, semejante conclusión no procedía en buena lógica. Tal vez pensara que mi rechazo se debía al miedo a comprometerme con una mujer que tenía un amante, unos hijos, que carecía de trabajo, de cultura, de futuro. Esto ya tenía más sentido, aunque en ningún momento pensé en ello. Yo estaba obsesionado por perder mi virginidad y ella era una mujer atractiva, deseable, por mi parte solo esperaba un sí claro, una invitación sin medias tintas.

Cuando en estos tiempos escucho lo de “no es no”, me sorprende darme cuenta de lo cerca que estaba yo entonces de esa forma de pensar. Si “no es no” y si seguir adelante tras una advertencia tan tajante, es una violación, también debería ser verdad lo contrario. Sí, tiene que ser sí, no dame un masaje en la espalda que me duele mucho, me voy a poner una negligé transparente y eso te va a indicar lo que pretendo, etc etc. Si no es no y si sí es sí. ¿Por qué no hablar claro, con total sinceridad y dejarse de subterfugios y del estúpido juego de la seducción, del cortejo? Es algo que, pasados tantos años, sigo creyendo que es más razonable que todo lo demás. Me pregunto qué hubiera ocurrido si mientras le daba el masaje hubiera deslizado mi mano bajo sus braguitas y acariciado sus nalgas o intentado tocar sus pechos una vez que me había centrado en desentumecer sus hombros. Lo peor que pudo haber pasado es que ella se enfadara, me diera un bofetón y me hubiera invitado a salir de su casa por piernas. Yo hubiera pedido disculpas, lo siento, pensé que era una invitación al sexo. Y eso hubiera tenido mucho sentido. Si no lo hice debió de ser debido a mi timidez extremada, a mi virginidad, falta de experiencia y creo, con sinceridad, que también al temor a unas consecuencias muy desagradables para mí. Éramos amigos, sentía un gran afecto hacia ella y perder su amistad, teniendo en cuenta mi dificultad para las relaciones sociales y mi carencia casi total de amigos habría sido un duro golpe. Sí, todo eso es cierto, pero perder una amistad semejante, después de aquella escena teatral, hubiera sido lo mejor que me podría haber pasado. Eso lo sé ahora, lo pienso ahora, pero entonces yo era muy joven, unos veintidós o veintitrés años. Hacía cuatro o cinco años desde mi abandono de la vocación religiosa en un colegio de la época, represivo, dogmático. Aún no había superado del todo aquella represión, aún me costaba mirar a una mujer de frente y olvidarme de aquellas estupideces de que las mujeres eran demonios que querían tentarnos y apartarnos de la vocación religiosa. Por si fuera poco no hacía mucho desde mi intento de suicidio y la estancia en los dos psiquiátricos, en el segundo sufrí la mayor humillación que puede sufrir un ser humano: ser tratado peor que las bestias. Ahora sé que atreverme a dar el paso, en semejantes circunstancias, habría sido un milagro. Mientras escribo me digo que si pudiera comunicarme con mi yo de aquel tiempo, desde el presente-futuro al presente-pasado, me diría con rabia, casi con ensañamiento: No seas imbécil, mete tu mano bajo sus braguitas, intenta tocar sus pechos. Si te da un bofetón lo recibes con ecuanimidad. Si te dice que eres un aprovechado, le contestas que todo te indicaba que habías recibido una invitación al sexo. Si se limita a decir que no, pides disculpas, creí que…y te vuelves a tu habitación y santas pascuas. Cuando no hay un “no es no”, ni un “si es sí” hay que bandearse como buenamente se pueda. Con esto no quiero decir que me parezca mal lo del “no es no”, me parece perfecto y todo hombre sensible y humano debe aceptarlo, lo contrario es transformarse en un violador, en un depredador de la peor especie, en una bestia que no respeta nada. El machismo es una mentalidad troglodítica –aunque puede que los trogloditas fueran más humanos de lo que pensamos y les atribuimos nuestra mentalidad machista- y mucho me temo que la sociedad no ha avanzado mucho desde mis tiempos –décadas atrás- hasta la actualidad.  Nunca fui capaz de entender eso del cortejo y la seducción, ni a los donjuanes o marqueses de Bradomín, ni las famosas “técnicas de seducción”. Para mí todo debería ser mucho más sencillo. Un hombre y una mujer se conocen, se hacen amigos, y llega un momento que uno de los dos, o los dos a la vez, se plantean ir más allá. Entonces se habla en el momento adecuado, se busca la mejor forma y momento para decir lo que hay que decir. Se hace y se espera la respuesta. Que puede ser: vamos a dejarlo de momento, aún es pronto, o pues no, no me interesa, aprecio nuestra amistad, pero el sexo es algo distinto. No debería costar tanto como cuesta. Mucho me temo que en nuestra sociedad aún sigue siendo un tabú el sexo. No hay educación sexual, hay mucha represión, falta madurez, se cree que libertad sexual equivale a pornografía, promiscuidad, o comportamientos perversos. Libertad es asumir el sexo como algo natural y en el que uno decide libremente lo que quiere o no quiere hacer, con madurez, con responsabilidad. Esta falta de madurez, de responsabilidad, de verdadera libertad, lleva a embarazos no deseados en una época con tantos medios anticonceptivos, a manadas depredadoras que intentan aprovecharse de chicas que se han pasado bebiendo o que se han drogado o que simplemente desearían vivir una experiencia sexual un tanto salvaje y que luego les da miedo y se arrepienten. No es no, siempre, en cualquier circunstancia. Uno tiene derecho a equivocarse y dar marcha atrás, a repensarlo, a saber que un paso no tiene por qué ser irremediable. La depredación es salvajismo, psicopatía, es un verdugo torturando a una víctima.

Mientras no exista la libertad, la madurez, personal y social en el terreno del sexo, puede que no quede otro remedio que “jugar” un poco, jugar a seducir, al cortejo, a lo que sea, pero los límites son simples y claros, quien los traspase está violando y no seduciendo. Pido disculpas por enfocar el tema desde el punto de vista heterosexual, que es el mío, pero no puedo hablar de otras opciones sexuales que no conozco, aunque respeto, comprendo y asumo con la misma naturalidad que el uso de mi cuerpo para lo que quiera, mientras no me introduzca en terreno ajeno, sin respetar la libertad y derechos de los demás. Me hubiera ahorrado aquella noche infernal si R me lo hubiera propuesto con sinceridad. Yo también podría haberlo hecho, pero la verdad es que no estaba preparado, era de una timidez enfermiza, era virgen y no estaba muy seguro de cómo ella había asumido mi condición de enfermo mental. La famosa seducción nunca estuvo a mi alcance, ni entonces, ni ahora. De haberlo hablado con naturalidad en el curso de aquella tarde, hubiéramos podido llegar a un acuerdo…o no. Ella podía haber expuesto su necesidad de cariño, de afecto, de sexo amable y cariñoso. Podía haber planteado la posibilidad de iniciar una relación sexual a la espera de cómo se fueran desarrollando las cosas. Podríamos haber hablado de cómo enfocar el tema de su amante y de sus hijos, de posibles futuros. Yo hubiera sido sincero al respecto y habríamos llegado a una decisión conjunta. Si ella deseaba librarse de su amante y encontrar a un hombre que cuidara de sus hijos, habría que enfrentarse a la reacción de un hombre casado que la había puesto un piso y la mantenía, a las dificultades económicas que acarrearía semejante decisión. Yo ni siquiera había cobrado mi primer sueldo, que además era paupérrimo. De todo eso podríamos haber hablado o simplemente asumir que éramos amigos, que nos gustábamos y que deseábamos una noche de sexo placentero y afectuoso. Si con el tiempo nos enamorábamos o asumíamos que estábamos bien juntos y había que tomar una decisión, pues se tomaba. Lo realmente complicado era dar por supuesto algo que tal vez no resultaba tan claro como parecía.

Aquella noche me costó dormir y muchas de las reflexiones que acabo de hacer seguramente pasarían por mi cabeza. Me desesperé pensando que había desaprovechado la mejor ocasión que seguramente se me presentaría de perder mi virginidad con una mujer atractiva, con una amiga por la que sentía un gran afecto. Hasta es posible que fantaseara con lo que hubiera podido pasar si yo hubiera metido mi mano bajo sus braguitas y si ella hubiera reaccionado bien. Si ocurrió de esta manera debí de calentarme mucho y acabar masturbándome…eso sí, con mucho cuidado de no hacer ruido. Por desgracia perdería la virginidad unos meses más tarde y con una mercenaria del sexo. No fue una experiencia dramática, pero hubiera sido infinitamente mejor de haber ocurrido con R. Los hombres de mi generación habitualmente perdíamos la virginidad con prostitutas. Es una mala forma de iniciación al sexo. Mucho me temo, salvo que esté muy equivocado y no sepa de la misa a la media, que en estos tiempos de aparente libertad sexual siguen siendo muchos los hombres que acaban perdiendo su virginidad entre los brazos de una mujer a la que tienen que pagar antes. Luego se habla del problema de la prostitución, una lacra social, es cierto, y a la que debería ponerse remedio, pero no se dice nada de una buena educación sexual –y cuando se intenta en los colegios, o se hace mal o se hace bien y los puritanos de siempre ponen el grito en el cielo- de acabar con la represión sexual y mental, de buscar fórmulas afectivas y respetuosas de que hombres y mujeres se conozcan y decidan, y no esas fórmulas, en muchos casos esperpénticas, de conocerse hombres y mujeres para “ligar” o lo que se tercie. La famosa frase que escuché en mi infancia y adolescencia, sin saber muy bien a qué se refería, de “siempre hay un roto para un descosido” me parece mezquina y falsa. No es verdad y envilece las relaciones hombre-mujer. Soy muy consciente de que aquel episodio juvenil dejó profunda huella en mi vida, y la prueba está de cómo estoy hablando de él. Se me quedó clavado en la mente y el corazón y me llevaría a perder la virginidad de una forma muy triste. Puede que el sexo no sea lo más importante de la vida, pero sí es lo suficientemente importante como para que te pueda llevar a una madurez feliz o al contrario, a sufrir traumas que pueden parecer ridículos a primera vista, pero que marcan la vida de muchas personas para la desgracia.

ALGUNAS HISTORIAS SÓRDIDAS XLIX


Al cabo de algún tiempo escuché llamar a la puerta. Me sorprendí mucho. No creí que R. hubiera cambiado de opinión y fuera a pedirme permiso para dormir conmigo, aunque era una muy agradable fantasía. Dije adelante y ella abrió la puerta. Se quedó en el umbral, sin pasar. Era una imagen muy turbadora. Llevaba un negligé o salto de cama o como se le quiera llamar. Totalmente transparente, debajo se podía apreciar sin ningún esfuerzo unas braguitas negras y un sujetador del mismo color. ¿Era su uniforme cuando le visitaba su mantenedor? ¿Entonces por qué se lo había puesto para dormir, en su dormitorio, donde nadie la podía ver? Aquello era muy sugerente, pero continué sin hacerme ilusiones. Me dijo simplemente que le dolía mucho la espalda y si yo podía darle un masaje. No creo que en aquellos tiempos tuviera en mi biblioteca ningún libro de masajes, mucho menos el libro que compraría más tarde sobre shiatsu, un masaje japonés en el que se utiliza la palma de la mano y los dedos para hacer presión, una especie de digitopuntura que resulta ideal en las parejas, al menos es lo que pone mi libro. El que me gustara dar masajes a las mujeres no significa que se lo hubiera dado a ninguna o que me dedicara a comprarme libros sobre ese tema, teniendo en cuenta las dificultades económicas que tenía para comprar novelas. No obstante algo le debí comentar en nuestra larga conversación, porque de otra manera la invitación al masaje hubiera sido una invitación al sexo en toda regla. Sí es más que posible que ya por entonces estuviera metido en el estudio del budismo –creo que ya había comprado el libro del lama Anagorika Govinda, Fundamentos de la mística tibetana, y estoy citando de memoria- y también tuviera algún que otro libro de yoga, físico y mental. No me costaba creer en los chakras, los nadis y la energía que circulaba por nuestro cuerpo.

Cuando entramos en su dormitorio ya tengo el pene erecto. No me cuesta nada imaginar cómo terminará la noche, si todo sale como la lógica más elemental parece indicar. La posibilidad de que por fin acabe siendo desvirgado hace que tiemblen mis manos, mi cuerpo, todo mi ser. Debo tener el rostro como un tomate, todo mi cuerpo arde como un volcán a punto de entrar en erupción. Ella se tumba sobre la cama, boca abajo, se ha quitado el negligé o se lo ha subido para dejarme maniobrar. No así el sostén negro, de encaje, que sigue en su sitio, lo mismo que las braguitas negras. Me subo a la cama y me arrodillo entre sus piernas. Arrimo mi pubis a sus nalgas, pensando ingenuamente que ella lo considerará como algo natural, si me pongo más lejos mis manos no llegarán a su espalda. Mi pene erecto entra en contacto con la ranura entre sus nalgas y se dispara como un muelle, la sangre acude de todo el cuerpo, donde ya no es necesaria, para hinchar el único miembro que la necesita. Yo soy todo miembro, mi mente se ha paralizado, la cabeza es una nube inconsútil, la piel está ardiendo y todos los órganos se confabulan para auxiliar a la única parte de mi cuerpo que a la que merece la pena ayudar. Procuro no pasarme, para que ella no se alarme, pero el pene hinchado está en contacto con su piel a través de las bragas. Tiene que sentirlo, tiene que saberlo, y a pesar de ello no dice nada, no hace ningún comentario, ni siquiera bromea, algo natural en esas circunstancias. Entiendo que ella acepta lo que va a pasar, porque solo puede pasar una cosa. Mis manos masajean sus hombros, sus clavículas, con suavidad, con dulzura. Van descendiendo por su espalda. Mis dedos siguen el cañón de su columna vertebral. Su piel es suave, su cuerpo es deseable, mis manos están ardiendo. El silencio me pone nervioso, así que empiezo a hablar, a decir estupideces ridículas. Quiero confirmar lo que ya le dije durante la tarde acerca de la amistad hombre-mujer. Aquí estoy, dándole un masaje, pero no ocurrirá nada más si ella no me invita, si no acepta expresamente que el sexo entre con claridad en nuestra relación. Un amigo puede darle un masaje al cuerpo de una amiga sin que ello signifique necesariamente que ella acepta tener sexo con él. Debe existir un permiso expreso, claro, indubitable. Muchos años más tarde escucharía lo de “no es no” y recordaría aquel momento. ¿Debería esperar a que ella me autorizara a tener sexo? ¿Y si mis manos se deslizaban bajo sus braguitas y acariciaban sus nalgas? ¿Qué podía pasar? ¿Que se enfadara, que me llamara de todo, que se volviera y me diera una bofetada, que me exigiera, tonante, que saliera de su casa? Yo podría decirle que la invitación a darle un masaje en su lecho, en negligé, exhibiendo aquel cuerpo tan deseable, era un tácito permiso para iniciar los preliminares del coito. Pero si lo hacía ella me recordaría mi filosofía al respecto. Iba a perderme mi desvirgamiento, el momento más esperado en mi vida. No es no, ¿pero sí es sí, o era preciso esperar a una invitación clara y terminante para hacer el amor, para tener sexo? Si ella se volviera y atrajera mi cabeza hacia la suya, si juntara sus labios con los míos, entonces no cabría duda, aunque no hubiera palabras claras de permiso. Pero no lo hizo y yo seguí masajeando su espalda mientras ella me agradecía el masaje, era muy agradable, le estaba aliviando su dolor de espalda.

ALGUNAS HISTORIAS SÓRDIDAS XLVIII


Tengo un recuerdo bastante claro de aquel día. No debí levantarme temprano porque nunca he madrugado si he podido evitarlo, tampoco tarde porque había quedado a una hora, tal vez la una o una y media y no quería llegar tarde precisamente a nuestro primer encuentro. El viaje desde Alcalá de Henares a Madrid no es largo, el problema, como yo preveía se iba a producir en la metrópolis. Creo recordar que el autobús me dejó en la estación de Ríos Rosas. Desde allí debía de tomar al menos dos líneas de autobuses. “R” me había hecho una especie de ruta bastante completa que yo anoté en mi libreta que había decidido emplear para escribir poemas, esbozos de relatos y anotación importantes de lo que tenía que hacer, porque siempre me olvidaba, como ahora, solo que en este momento no me muevo de casa y no necesito libretas para escribir nada, me basta encender el ordenador para escribir lo que sea o el móvil para hacer la lista de la compra. Si no recuerdo mal hasta me dijo el número de las líneas y dónde debía enlazar o parar. Pero como siempre me ha ocurrido durante toda mi vida y me seguirá sucediendo hasta que me muera, sería un milagro que no me perdiera, sobre todo en los primeros recorridos por una zona o ciudad. Este defecto lo achacaba antes a mi enfermedad mental, ahora no sé qué pensar, puede que se deba en parte a ella, pero también a la forma en que funciona mi mente, incapaz de agarrarse a la realidad, necesito fantasear para ocupar el tiempo, para llenar mi cabeza con algo, para evadirme de cualquier acontecimiento cuya intensidad emocional me vaya a desequilibrar.

Lo cierto es que me perdí. No recuerdo la calle a la que tenía que ir, ni el número, si sé que era larga. No debí bajarme en la parada que ella me había indicado para enlazar con otra línea y tuve que bajarme en una cualquiera y volver a llamar. Camina, busca en las paradas la línea correspondiente, espera al autobús, súbete, estate muy atento para no pasarte. Era un manojo de nervios y de angustia. Iba a llegar tarde, como así fue, pero gracias a la prevención de salir con mucho tiempo, el retraso no fue como para que ella se enfadara, además estaba ocupada haciendo la comida, y en su apartamento, por lo que cualquier retraso podía ser aceptable, siempre que llegara a la hora de la comida y no de la cena.

Su apartamento estaba en un piso alto, en un edificio bastante moderno. No era lujoso, pero sí indicaba una economía más que de clase media. Cuando llegué al piso, antes de llamar a la puerta, respiré hondo y me di órdenes para calmarme. No iba a pasar nada, lo peor que podía ocurrir sería que no nos entendiéramos, cumpliéramos con una comida cortés y luego si te he visto, no me acuerdo… me comió este gallo feo, para llevarme a la boda del tío Quirico o algo así. Un cuento infantil que venía en un disco que regalaban con una marca de coñac y que recuerdo haberle puesto a mi hija cuando era muy pequeña. Era consciente de que mi físico tenía su aquel. Aún conservo alguna foto de aquellos años, estaba delgado, llevaba gafas de pasta, vestía vaqueros y camisas aceptables. Mi físico no estaba mal y era joven. Cualidades suficientes para que no me cerraran la puerta en las narices. Además me sentía orgulloso de mi cultura, había leído muchos libros, la mayoría clásicos, visto películas clásicas, escuchado música clásica, en fin que era todo un clásico. Confiaba en esta cultura y en mi labia para no dejarme apabullar por su belleza y hasta conseguir que ella se sintiera un poco intimidada por mi sabiduría juvenil.

Cuando por fin llamé y ella abrió la puerta me alegró ver que la fotografía no era un engaño y que en persona hasta ganaba un poco. Me hizo pasar, un abrazo que exacerbó mi timidez porque noté su cuerpo contra el mío, especialmente sus pechos, y eso debió colorear mis mejillas. Desde la distancia me doy cuenta de lo timidísimo que era yo entonces. Dos besitos en las mejillas y me enseñó el apartamento con mucha amabilidad, yo diría incluso entusiasmo. Pedí disculpas por el retraso y ella le quitó importancia, no era para tanto, además había hecho una ensaladilla rusa que estaba en el frigorífico y para segundo freiría unos filetes con patatas fritas y pimientos, algo que no le llevaría mucho tiempo. Puede sonar extraño que recuerde el menú, algo que no es frecuente que me suceda, ni siquiera cuando me gusta tanto como aquella deliciosa comida. La ensaladilla estaba riquísima, los filetes tiernos y las patatas fritas y los pimientos en su punto. Además la conversación fue fluyendo y resultó una tarde inolvidable. Miré los libros que tenía en una estantería, haciendo algún comentario generoso. Se disculpó por los pocos libros, no leía demasiado, pero algo leía. Enseguida percibí su complejo por su escasa cultura, algo que ya había intuido en sus cartas, con muchas faltas de ortografía, algunas muy llamativas. Aproveché para hablarle de mis lecturas, de mis películas y mis músicas preferidas. Ella tomó un libro de la estantería. Me dijo que era una historia de amor que sin duda me gustaría. Me lo dedicó y regaló. Es curioso que aún lo conserve en mi biblioteca particular a pesar del tiempo transcurrido y de todas las mudanzas que sufrió, tantas que he perdido la cuenta. En efecto, para mi sorpresa, me gustó mucho. Se titula Amor en el Don de Henrik Konsalik. Lo acabo de buscar en Internet y el recuerdo es exacto, salvo por el nombre del autor, que es Heinz G.

Le di las gracias muy efusivamente, poniendo un cierto reparo a que me lo regalara así, de sopetón. Ella insistió, ya lo había leído y no acostumbraba a releer los libros. No recuerdo si yo le llevé algún regalo, puede que sí o puede que no. No andaba sobrado de dinero por lo que si había decidido llevarle unas flores tal vez no encontrara una floristería, porque desde luego no iba a pujar por ellas en los autobuses que tuve que tomar. Mi sentido del ridículo era entonces muy acusado, ahora no tanto, lo que agradezco a la evolución psicológica que acaba librándonos de algunas taras muy molestas. Es posible que llevara una botella de vino, ya entonces me gustaban los buenos vinos. Puede que vino sí, pero flores no, o hasta es posible que las dos cosas si tuve la suerte de encontrar una floristería a mano, algo que nunca sucede cuando las necesitas. Ahora que lo pienso creo que en nuestra correspondencia le había enviado un poema que debió de gustarle mucho. No sería sorprendente porque mientras estudiaba en la academia, preparando la oposición, le dediqué un largo poema a una chica con la que compartía clase. Tal vez fuera mi primer poema a una mujer, algo que se convirtió en costumbre habitual durante toda mi juventud. Por desgracia no conservo aquel poema, el de “R”, sí el de la otra chica. Cuando mandaba poemas por carta no me quedaba con copia, pensando que era un detalle del mucho aprecio que sentía por la mujer de turno. Luego comencé a hacer copia de todos los poemas, aunque nunca se me ocurrió cambiar el nombre y la dedicatoria para que me sirviera para varias mujeres. Era demasiado romántico para hacerlo, aunque mis metáforas a la belleza de la mujer concreta bien podrían aplicarse a las mujeres en general.

Recuerdo que ella se esforzaba en romper el hielo, más por mi parte, debido a una timidez acogotante que por la suya, ya que desde el primer momento debí caerle bien porque su proximidad y afecto fueron más que impecables, adorables. A lo largo de nuestra correspondencia nos habíamos contado algunas intimidades, por lo que romper el hielo no resultaba tan complicado. Me había preguntado el interés que podía suscitar un jovencito como yo en una mujer que tenía un amante e hijos. ¿Qué buscaba en mí? En la revista donde yo había publicado la carta de petición de auxilio no se permitían mandar fotografías por lo que ella no podía saber cómo era yo. Sí, cierto que era un joven muy joven, pero podía ser muy feo o muy gordo o muy… Que despertara su compasión podía tener cierto sentido, pero sin duda que allí había algo más. Es más que probable que ella, al mandarme las fotos de la playa donde aparecía con sus hijos, al menos en una de ellas, me explicara la situación. De otra forma yo preguntaría, porque era un tema demasiado importante para relegarlo al momento de conocernos en persona.

Los datos más o menos escuetos que me contó, los amplió bastante en nuestra conversación durante la comida o puede que luego, en el postre, o en la conversación muy larga que sostuvimos en un sofá a lo largo de la tarde. Los recuerdo con bastante precisión. Ella tenía un amante, un hombre casado, con un negocio que le permitía tener una “amiguita” o manceba o como se la llamara entonces. Era la típica situación en la que un hombre con posibles ponía casa a su amante. El hombre estaba casado y con hijos y, por lo que ella me contó, parecía muy machista, algo que en aquellos tiempos era bastante común y no llamaba demasiado la atención. La había hecho dos o tres hijos, ahora no recuerdo el número, por lo que o bien no utilizaba preservativo o le proporcionaba la famosa pildorita, que supongo ya existía entonces, o bien quería tener más hijos o hasta es posible que “R” tuviera una mentalidad bastante conservadora y no quisiera utilizar la píldora, algo que me chirría bastante. Lo que sí me describe perfectamente la catadura moral del interfecto fue lo que me contó sobre las condiciones en que ella vivía en aquel apartamento. Tenía que estar a disposición de su “dueño” todos los días y a todas las horas, por si a aquel cabrón le interesaba echarle un polvo o las circunstancias eran propicias para hacer una “escapadita”.  Esa era la razón por la que recibirme en su casa era tan complicado. No puedo recordar si aquel sábado su amo y señor había ido con la familia a alguna parte y se lo había dicho, por lo que yo podía estar en su casa sin grave riesgo. Por supuesto que le había dejado bien claro que no podía tener otro amante que él y que si la descubría en “su” apartamento con otro hombre, se iba a la calle “ipso facto”. Lo mismo que si la llamaba y ella no estaba al lado del teléfono para contestar de inmediato. Aquello me repugnó visceralmente. El hecho de tener una amante, estando él casado, con hijos, en ser un adúltero redomado, como se pensaba entonces en estos casos, el hecho de haberle hecho hijos sin la menor consideración, palidecía ante semejante mezquindad. Le pagaba el apartamento, lo había amueblado, le daba una asignación para comer y para que pudiera vivir con cierta holgura, y a cambio le pedía sumisión y esclavitud completas. No puedo imaginarme que él la quisiera realmente y que le prometiera dejar a su mujer para casarse con ella o vivir como pareja de hecho, algo que en aquellos tiempos parecía tan pecaminoso que todo el que vivía semejante situación procuraba ser muy discreto y no hablar de ello con nadie. Tampoco creo que “R” aceptara aquella situación como algo provisional, hasta que él se decidiera a dejar a su esposa y vivir con ella. No sé si en algún momento estuvo enamorada de él, tal vez sí, tal vez no. Tampoco entendía muy bien cómo había llegado a aceptar el trato, más antes de tener hijos, luego era comprensible que cediera para que sus hijos no se murieran de hambre. Por cierto que también les pagaba el colegio donde estaban internos. Está claro que se gastaba un pastón en ella, pero de ahí a que fuera suficiente para convertirla en su esclava hay un largo trecho. Ni todo el dinero del mundo puede ser suficiente para convertir a alguien en tu esclavo.

Recuerdo que me preguntó qué me parecía aquello y yo se lo dije, claro. Eran otros tiempos, pero ni en aquellos, ni en estos, ni en ninguno, mi ética, mi filosofía de la vida podía asumir aquello como normal.  Suelo ser bastante amable y comedido al decirle a alguien lo que pienso de su forma de vivir, pero eso no me impide, ni me impidió entonces decirle lo que pensaba. Ella se sintió triste y me comentó sus planes para trabajar como azafata en una compañía aérea y así poder deshacerse de aquel tipo y poder vivir independiente con sus hijos. Me preguntó qué me parecía. Me parecía de perlas, aquello no era vida para ella, ni para cualquier otra mujer, pero especialmente para ella, una mujer joven, guapa, pasando las horas muertas en el apartamento, atenta al teléfono, porque cualquier error la pondría de patitas en la calle. Le pregunté por sus hijos y se emocionó, puede que echara una lagrimita. Quería tenerlos con ella, cuidarlos, pero no era posible, él no se lo permitía, por eso les pagaba un colegio donde estaban internos y solo podían estar con ella durante las vacaciones. El menor era aún bastante pequeño. Se me calló el alma a los pies. Adoro a los niños, a los animales domésticos y a todo ser frágil que no puede valerse por sí mismo.

Fue una conversación dura que ella no intentó aplazar ni hizo el menor esfuerzo por cambiar de tema. Claro que yo debí haberle hablado de mi enfermedad mental y de mis intentos de suicidio. Algo que en persona completé con todos los detalles que ella me pidió o que yo decidí darle por mi cuenta mientras ella no rechazara una conversación tan macabra. Era mi forma de ser, entonces y ahora. Puedo callarme cuando las relaciones interpersonales son meramente de cortesía, con personas a las que veo de vez en cuando y hablas de las tonterías de siempre, pero no me oculto cuando la relación es amistosa, afectiva y va a más. Debí decirle mi pensamiento acerca de esto y de otros temas, como la sexualidad, las relaciones hombre-mujer y todo lo que surgiera, que debió de ser mucho puesto que nos pasamos la tarde hablando sin parar. La confianza iba aumentando con las horas y ambos debimos decir aquello de “es como si te conociera de toda la vida”.

La memoria del ser humano es tan pobre que al cabo de un tiempo –no es necesario que sea muy prolongado- apenas seríamos capaces de escribir unos folios sobre acontecimientos importantes de nuestras vidas, tal como me está sucediendo a mí al intentar narrar este periodo vital. Sin duda almacenamos infinidad de detalles en nuestras neuronas o en las zonas de nuestra memoria a donde van a parar los recuerdos pretéritos, lo que creo llaman la memoria a largo plazo. Allí como en un sumidero, semejante a un agujero negro, se ven atrapados esos recuerdos que ya no necesitamos para nada en nuestra vida cotidiana actual. No necesitamos recordar lo que comimos un día como hoy hace veinte o treinta o cuarenta años, o si llovía o hacía sol o si estuvimos tristes o alegres, o si conocimos a tal o cual persona a la que nunca más volvimos a ver. En ese agujero negro sin duda estará todo lo que hemos vivido, desde las noticias que escuchamos en la radio o vimos en los telediarios o leímos en la prensa. Capa tras capa se van acumulando datos que en un momento determinado formaron parte de nuestro presente y que conformaron lo que entonces pensamos que era nuestra vida. Nuestras emociones de entonces están coloreadas con todo aquello, se formaron con la acumulación de datos que ahora consideramos inútiles y sin sentido. Un día lluvioso y tristón en el que leímos una noticia que nos puso aún más tristes, comimos algo que nos sentó mal y tuvimos una bronca ridícula con alguien que considerábamos tonto hasta decir basta pero que sin embargo nos amargó aún más el día porque no pudimos dejar de pensar en esa escena, dándole vueltas y más vueltas, entrando en bucle, sintiéndonos una mierdecilla. Fue sin duda un día aciago que hoy ni recordamos, ni siquiera somos conscientes de que existió. Leyendo a Proust y su busca del tiempo perdido uno se hace consciente de lo trabajoso, casi diría que angustioso, que resulta el intento de colocar en su lugar cronológico y espacial un montón de datos que sin duda fueron importantes en su momento en nuestra vida, dejándonos incluso heridas cuyas cicatrices observamos en un instante raro de concentración, y que nos hemos pasado años sin ver.

¿Por qué este empeño en recordar y narrar esa etapa tan lejana de mi vida? Tal vez se deba a que a mis sesenta y cinco años necesito llenar mi vida de recuerdos para no encontrarme con un vacío que me haga preguntarme si realmente viví. Si no recuerdas nada de tu pasado es como si no lo hubieras vivido. Por eso esta noche, insomne, mientras en el exterior ruge suavecito una pequeña tormenta, con algunos rayos y truenos tan espaciados y poco aparatosos que no sé por qué razón me empeño en compararlos con los maulliditos de un gato, de mi gato Zapi que cada día maúlla más bajito, puede que por temor a despertarme cuando viene a visitarme por la noche. O puede que haya sentido la necesidad de recapitular, siguiendo la técnica chamánica de Castaneda, porque si un guerrero no recapitula, ni es guerrero ni es “ná”. Sin duda si me empeño en recordar aquel episodio es porque ha dejado su huella, a pesar de haberlo bloqueado, de haberlo compactado entre un montón de recuerdos confusos como un coche aplastado en un desguace. No tendría sentido ponerse ahora a tratar de encontrar una tuerca entre esa masa compacta si no fuera porque forma parte de un mecanismo que sigue aún funcionando en mi psiquis. Aquella conducta con aquella mujer se ha ido repitiendo a lo largo de mi vida con otras mujeres, hasta el punto de que hace años llegué a dormir con una mujer en su cama, estrechamente abrazados, sin que ello desembocara en un acto sexual. Sólo porque ella tenía un problema, no era capaz de dormir sola, una fobia como alguna más, que podrían parecer ridículas pero que forman parte de la patología de una persona con enfermedad mental.

No he caído en la cuenta de la semejanza de ambas situaciones hasta que me he puesto a escribir este párrafo. Porque esto es lo que sucedería aquella noche. Cuando intento mirarme en el espejo de la consciencia, buscando descubrir cómo era yo en realidad entonces, no puedo por menos de asombrarme ante el ingenuo candor de aquel joven que ya había pasado por una terrible experiencia de intento de suicidio, con las consecuencias que narro en el libro segundo de estas historias. Resulta curioso que apenas puedo concretar algo sobre la conversación que mantuvimos a lo largo de aquel día. Sí recuerdo vagamente que hablamos de muchas cosas: de libros, de música, de mis gustos culturales, de mis experiencias como enfermo mental que ya le había adelantado con sobriedad, tanteando sus reacciones; también hablamos de su vida, de sus hijos, de la patética relación que mantenía con su amante, casado, con hijos, de cómo se veía obligada a estar siempre pendiente de sus llamadas, cuando estaba libre o le apetecía venir a verla; me habló de sus aspiraciones, quería ser azafata de avión, pensaba que su físico la ayudaría, pero tendría que estudiar idiomas, no sabía qué más tendría que estudiar, tal vez sus estudios, básicos no fueran suficientes. Creo que me habló de su madre, enferma, en silla de ruedas, antigua bailarina de ballet, que vivía con su pareja, un hombre más joven que ella que la cuidaba con mimo. Fueron muchas horas, por lo que los temas tratados debieron de ser muchos. Lo único que recuerdo con claridad fue cómo expuse mi visión de las relaciones hombre-mujer, mujer-hombre, del sexo, del amor, de la amistad.  Yo había abandonado el colegio religioso a los dieciocho años. Salir al mundo, el demonio y la carne, como los expresaban los frailes, fue un terrible trauma del que aún no me había repuesto. La crisis religiosa fue muy dura, tuve que empezar de cero, destruir, aniquilar todos los dogmas religiosos, buscar una filosofía de la vida, algo que lo sustituyera y me permitiera iniciar un nuevo andamiaje ideológico, saber qué pensaba yo de la vida, de la existencia, de la sociedad, de mi lugar en este mundo. Aún peor que reconstruir ladrillo a ladrillo mi filosofía de la vida fue decidir cómo debería relacionarme con las personas de mi entorno, con la sociedad en general. Mientras estuve internado en aquel colegio, ocho años, todo resultaba muy sencillo. El mundo estaba fuera de allí, minado por las asechanzas del demonio, que utilizaba la debilidad de la carne para hacernos caer en la peor de las tentaciones posibles, el sexo, la carnalidad, solo aceptando el matrimonio se podía alcanzar un sexo puro, la virginidad era imprescindible, no se podía perder hasta la noche de bodas. Todo aquello me parecía una patraña infantiloide, sin embargo no podía librarme del bucle en el que había caído; en mi psiquis se había enquistado un número casi infinito de prohibiciones, no se podía mirar a las mujeres con deseo, el demonio estaba acechando, por lo que era mejor no mirarlas. Eso hacía yo, bajaba la vista hacia el suelo, especialmente cada vez que veía a una mujer atractiva. Mi lógica me decía que aquello era irracional y lo había descartado, pero aquel comportamiento era obsesivo, maniático, no podía librarme de él a pesar de mis esfuerzos. Poco a poco fui construyendo una teoría que intentaba anular aquellas estúpidas ideas que me habían imbuido durante años, que si la mujer era un demonio que podía hacernos perder la vocación religiosa, que para nosotros, los elegidos, las mujeres no existían, o al menos no deberían existir. Los cimientos sobre los que edifiqué mi teoría sobre la relación con las mujeres eran muy básicos, aunque muy razonables: hombres y mujeres, mujeres y hombres, éramos iguales; el hecho de tener biologías diferentes solo significaba que en ciertos aspectos funcionábamos de forma distinta, así las mujeres podían quedarse embarazadas y los hombres no; que el matrimonio pudiera santificar el sexo y la convivencia era una idiotez, el matrimonio no santificaba nada, era solo un papel que te daba ciertos derechos legales, la relación de pareja era una libre decisión de ambos y no tenía que ser bendecida ni por la religión ni por la sociedad; el sexo no era pecaminoso fuera del matrimonio, ni antes, ni después, ni entretanto, era una libre decisión de dos personas que así lo decidían tras una relación más o menos extendida en el tiempo y para ello no era necesario nada, ni una promesa de cara al futuro, ni el amor, ni siquiera la amistad; el sexo podía ir acompañado de amor y entonces era maravilloso, pero también podía haber sexo sin amor, con simple amistad, afecto, ternura y también era algo muy dulce; el sexo sin estas condiciones era menos agradable, pero también podía serlo mucho; lo que importaba, lo que era básico, era la libre decisión de dos personas que quieren tener sexo, lo demás eran añadidos muy importantes, solo que no siempre se producían. De acuerdo a estas ideas yo pensaba que para tener sexo solo era necesaria la decisión libre de ambas partes. Debería haber atracción física, algo de afecto, de amistad, de ternura, porque de otra manera el sexo se diferenciaría poco del sexo mercenario que se obtenía con dinero. Entre ella y yo había amistad, afecto, atracción, al menos por mi parte que me sentía muy atraído por ella, era más que suficiente para que tuviéramos sexo si ella quería. Podía seguir existiendo amistad sin sexo, pero el sexo no la perjudicaría, al contrario, pensaba, la haría más íntima y profunda. No creía en el cortejo, la seducción, en seguir unas reglas, unos pasos de baile, que podían durar un tiempo indefinido. Cada cual decidía si quería tener sexo ahora y estaba preparado o prefería dejarlo para más adelante, ir viendo cómo fluía la relación durante un tiempo.

Creo que esta forma de pensar se la expuse de forma sobria, razonando por qué pensaba así. No me puse colorado al hacerlo y eso me hizo sentirme muy orgulloso de lo que había avanzado desde mi salida de aquel colegio represor, apenas cuatro años antes. No tengo ni idea de cómo se lo tomó aquella mujer que ya tenía dos hijos y era la amante de un hombre casado, tal vez le pareciera algo candoroso o tal vez no, el hecho de tener hijos y amante no implicaba que sus ideas fueran más avanzadas que las mías. Ahora sabía que yo consideraba el cortejo y la seducción como una tontería, que no necesitaba estar enamorado para hacer el amor, para tener sexo, me bastaba con que hubiera una cierta amistad y afecto y ella dijera que sí. En aquellos años todas estas ideas que podían parecer “progres” entre una buena parte de la sociedad de aquella época, hoy serían tan candorosas que excitarían a la risa. No podemos olvidarnos de que aún no existía el divorcio, llegaría unos años más tardes, que el adulterio no estaba despenalizado, que poner casa a las amantes, entre los burgueses que podían permitírselo, era lugar común, de que la religión aún seguía conformando aquella sociedad, la separación Iglesia-Estado y la idea de un Estado laico, amparado por toda una constitución, aún no había llegado. El que yo expresara semejantes ideas podría considerarse “avanzado” fuera de entornos de izquierdas, de juventudes progresistas, de ideologías alejadas del franquismo. No sé si me hubiera atrevido a expresarlas en público o entre personas conservadoras, creo que no. Algunos años más tarde me enfrentaría a lo que para algunos, para muchos, significaba el divorcio que acababa de ser aprobado. Una auténtica aberración, un crimen, un sacrilegio, algo inaudito y blasfemo. Y no solo en mi trabajo, también en mi vida personal me enfrenté a una decisión muy dura, simplemente porque me parecía lo más natural del mundo que dos personas que vivieran en pareja sin adaptarse, con una convivencia infernal, no pudieran divorciarse porque lo dijera la santa iglesia católica y apostólica. Hoy suena a chunga, entonces era el pan de cada día.

Cuando llegó la hora de irse a la cama yo esperaba que ella me invitara a quedarme, ya era demasiado tarde para volver a mi pensión, si es que había autobuses o trenes. Ella lo hizo, no sé si con la mayor naturalidad del mundo, pero lo hizo. Supongo que fue una decisión valiente, porque aunque no fuera probable, era posible que su amante la llamara y se presentara allí. Yo no había llevado pijama ni equipaje. Había sido invitado a comer en su apartamento y a pasar la tarde con ella, pero no se habló nada de pernoctar. Creo recordar que me ofreció un pijama de su amante, me enseñó mi habitación y me deseó buenas noches. Para mí fue una decisión decepcionante. Esperaba algo más, esperaba sexo con ella en su dormitorio. Me conformé con ponerme el pijama y empezar a leer el libro que me había regalado. El amor en el Don, de Konsalik. Mi obsesión por perder la virginidad, que ya llevaba acompañándome algún tiempo, sufrió un duro revés.

ALGUNAS HISTORIAS SÓRDIDAS XLVII


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En aquellos tiempos, tan remotos para la generación actual, aún continuaba existiendo la figura de la mantenida, de la amante a la que se le había puesto casa, o se pueden utilizar todos los sinónimos a que ha dado lugar la explotación y humillación de la mujer a lo largo de la historia, barragana, concubina, etc. No desconocía su existencia pero no imaginaba que siguiera existiendo. Mi larga estancia en el colegio religioso me había apartado tanto de la vida real que al salir me llevaría todo tipo de sorpresas. Según me contara “R” era la amante de un joven empresario, no recuerdo bien a qué se dedicaba pero sí que al parecer tenía suficiente dinero como para mantener a mujer e hijos en el piso oficial, lujoso, y a una mantenida que era ella en un apartamento, pequeño pero muy coqueto, en lo alto de un edificio moderno en una zona que estaba muy bien aunque no fuera el centro-centro de Madrid. La visitaba cuando él quería y había tenido con ella dos hijos. Creo que en aquellos tiempos ya existían medidas anticonceptivas tan sólidas como la píldora o el preservativo. No me pidan que me ponga a mirar en Internet las fechas de estos inventos, me molesta mucho y puede trastocar la cronología que tengo “in mente” sobre aquellos tiempos. No me escandalicé de su situación, ni la consideré amoral, ni pensé que era una pecadora digna de lástima. Mi salida del colegio religioso acabó con todos los dogmas que me habían imbuido e inicié una etapa “quam tabula rasa”, desde cero y con un criterio muy propio y personal, que me había llevado a pensar, entre otras cosas, que el sexo no podía ser malo si Dios lo utilizaba para que la especie humana, entre otras, no se extinguiera, y lo había hecho tan placentero que pocos podían resistirse. No creía que Dios fuera tan tonto y cruel como para obligarnos a engendrar un niño cada vez que teníamos relaciones sexuales, ni que hasta mojar la tierra con nuestro semen, expresión más o menos bíblica, fuera un pecado de lesa majestad. No creía que para tener sexo hubiera que estar casado y por la Iglesia, santa, católica, apostólica y romana y nunca poner remedio a las posibles consecuencias, hijos a mansalva. Mi lavado de cerebro había pasado a la historia y ahora me consideraba un joven progresista, racional y lúcido.

Por eso lo que me contó de su situación no me escandalizó en lo más mínimo, salvo su situación de mujer explotada y humillada de esa manera. Cuando inicié el viaje a Madrid para tomar posesión de mi plaza, entre las cartas que llevé conmigo la suya era la primera. Seguro que no dejé de pensar en ella, porque cualquier otro pensamiento me producía miedo, angustia y una desesperación insufrible. Ya entonces utilizaba una técnica para controlar, en la medida de lo posible, aquellas ideas obsesivas que me hacían sufrir hasta la locura. Descubrí que los pensamientos eróticos, que pensar en las mujeres, especialmente en las que conocía, fantasear con mantener relaciones sexuales con ellas, tras un romántico cortejo, me absorbía tanto que todas las demás ideas oscuras se escondían bajo tierra, huyendo del luminoso sol diurno. Es una técnica que he utilizado gran parte de mi vida, hasta que aprendí algunas técnicas de yoga mental que me permitieron bloquear las ideas obsesivo-compulsivas sin necesidad de recurrir siempre a lo mismo. Mis padres me habían puesto sobre aviso de la cantidad de mangantes y chorizos que pululaban en los trenes y en las estaciones y de lo fácil que les resultaría hacerse con mis maletas al menor descuido. Por eso, o bien me sentaría sobre las maletas en el amplio vestíbulo del tranvía que se utilizaba para que los viajeros subieran o bajaran, o bien me sentaría en los asientos más cercanos a los estantes metálicos que habían instalado al principio y fin de los vagones. Estar atento cada vez que pasaba un viajero para que no me llevara alguna de las maletas resulta agotador, por lo que fantasear con “R” y lo que sucedería cuando llegara a Madrid, dejara las maletas en la consigna de la estación de Chamartín y me acercara a su apartamento era mucho más placentero. Esos eran mis planes, la llamaría desde la misma estación y con suerte sería invitado a su casa y allí…

Estas fantasías no impidieron que de vez en cuando se colara alguna idea oscura, tétrica, sobre mi futuro en la gran ciudad. Como moscardones que se cuelan en el interior de la casa por alguna ventana entreabierta, estas ideas no dejaron de zumbar en el interior de mi mente. Estaba convencido de mi mala suerte, algo que me ha acompañado buena parte de mi vida. Por eso cuando llegué a la estación de Chamartín y me encontré con las consignas cerradas porque acababa de explotar una bomba puesta por la organización terrorista ETA, no me sorprendí demasiado. Aquello ratificaba la supersticiosa idea de que yo era uno de los hombres con peor suerte del planeta. Podría buscar en Internet aquel episodio y cerciorarme de algunos detalles, pero no lo voy a hacer. Creo recordar que no hubo muertos porque debieron avisar antes de la explosión, pero eso no me impidió imaginar en la posibilidad de haber salido muy mal parado si hubiera tomado otro tren anterior o no hubieran avisado de la bomba. Aquello trastocaba mis planes, no obstante intenté mantenerlos en lo posible. Desde una cabina telefónica –entonces no había móviles ni nadie imaginaba que pudieran existir en el futuro- llamé a “R” y le dije que acababa de llegar y lo que me había encontrado, esperando una remota, aunque posible invitación a ir a su casa. No fue así. No era un buen momento. Aproveché para pedirle me indicara cómo tomar un autobús a la ciudad cercana a Madrid donde iba a trabajar en el juzgado al que me habían destinado. Creo recordar que me habló de la estación de Ríos Rosas. Tomé un taxi y fui hasta allí, confiando en que hubiera algún autobús y no tuviera que esperar al día siguiente. Ella me pidió que en cuanto estuviera instalado la volviera a llamar. Quedamos en eso.

Estaba completamente agotado, a pesar de que era joven, delgado, fuerte y de que el viaje no había sido tan largo como para tumbarme, unas cuatro horas. Las maletas eran muchas y pesadas, para arrastrarlas por la estación –entonces las maletas no tenían ruedas, eso debió de ser un invento posterior- algo que tampoco era tan demoledor para un joven con buena salud. Lo que me agotaba era el miedo, la angustia, las nuevas experiencias. Me imagino que debí caer rendido en la cama de la pensión que encontré al llegar a mi destino, supongo que tras de dar unas cuantas vueltas con las maletas. Mi inexperiencia en viajes y mi ingenuidad ante la vida me crearon muchos problemas, el mayor el gran error de no aceptar un adelanto sobre el sueldo al empleado de banca que me visitó en el juzgado tan pronto tomé posesión, que fue al día siguiente de llegar, porque necesitaba el dinero con urgencia. Mis padres me habían dado el dinero justo, del que podían disponer, por lo que imagino que mi visita a “R” se debió realizar el fin de semana siguiente, sin duda el sábado.

ALGUNAS HISTORIAS SÓRDIDAS XLVI


                        UNA RUBIA CON MALA SUERTE

Esta historia debería ser la primera, si estuvieran situadas de forma cronológica, pero es la última, porque en un círculo no hay principio ni final, lo miras y no sabes dónde empezó y dónde terminó. El comienzo y el final son una misma cosa, como en un círculo, un círculo dantesco, un círculo infernal. Puedes tomar cualquier punto y situarlo donde quieras, puedes darle el nombre de principio o el de final, porque lo sitúes donde lo sitúes nada cambiará, es la esencia misteriosa del círculo, sobre todo del círculo infernal. La diferencia entre un círculo geométrico y uno infernal, es solo cuestión de cambiar una palabra: punto por sufrimiento. Si la historia anterior finaliza en un tren, ésta comienza en otro tren, puede que el mismo, porque los trenes tienen su vida y solo es cuestión de casualidad que mi entrada y mi salida de Madrid fueran en el mismo tren. Los trenes van y vuelven. Lo mismo que la vida, aunque suene raro, porque la vida también es un círculo aunque muchos no lo sepan. Creen saber dónde comienza, en el nacimiento, y dónde termina, en la muerte, pero cuando sufres mucho las apariencias no te engañan, un cuerpo diminuto o un viejo cuerpo achacoso son lo mismo, un punto llamado sufrimiento. Entras a la vida llorando y te vas, puede que sin llorar, porque por el camino has perdido el don de las lágrimas. Sin buscar he encontrado muchas semejanzas en mi vida con el círculo, trenes que van y vienen, situaciones que se repiten, como si hubieras suspendido un curso y tuvieras que repetir. A veces, no siempre, aprendes la lección y entonces sabes por qué has vuelto a tropezar en la misma piedra. Otras sigues sin aprender la lección y ni eres consciente de lo mucho que se parece lo que estás viviendo a lo que ya habías vivido. Mi entrada en Madrid fue mi primer círculo dantesco en el infierno, mi salida de Madrid fue la entrada en el segundo círculo infernal, solo cambiaría el sufrimiento físico por el psíquico, no sabría decir cuál es peor. Pero antes de que pueda plantearme ni siquiera mencionar el segundo círculo debo acabar el primero. Principio y final son lo mismo, por eso me limitaré a cambiar de tren y de dirección para contar cómo llegué a Madrid.

El título de este episodio está un poco traído por los pelos, pero es que no se me ocurre uno mejor. Ella era rubia, como otras muchas mujeres, y lo de la mala suerte es bastante relativo. No niego ni la mala ni la buena suerte, aunque me inclino más por la ley de causa y efecto, o por el karma. Si decides seguir un determinado camino no se trata de buena o mala suerte el que llegues a un destino concreto con todas las etapas intermedias. La suerte te la labras tú con tus decisiones, si bien es muy cierto que algunos tienen muy buena suerte, es como si nacieran con una flor en el culo, mientras que a otros parece que nos ha mirado un tuerto, y pido perdón a los tuertos a quienes el refranero popular coloca en mal lugar, sin ninguna culpa de su parte. No es que R fuera una mujer gafe, con mala suerte, aunque tal vez la buena suerte habría endulzado su camino, un camino que ella eligió y que no se dirigía a una buena meta. Soy muy pesado con los valores, lo reconozco, pero sin ellos nuestras vidas se convierten en laberintos sin salida. Cada valor es un puente que si bien no siempre nos permite cruzar abismos, al menos nos ayuda a afrontar la vida con lucidez mental y una dignidad de la que carecen las personas sin valores. Algunas personas, tal vez muchas, demasiadas, no tienen un gran concepto del valor de la dignidad. Respetan a quienes, por ejemplo, consiguen ingentes cantidades de dinero con malas artes y en cambio desprecian a quienes como yo defendemos valores elevados, aunque conviertan nuestras vidas en un durísimo camino. Nos llaman tontos del culo porque no somos prácticos, porque pensamos que los valores solucionarán nuestros problemas, y no el dinero que les parece el mejor instrumento para resolver cualquier problema en la vida. La vida me ha enseñado una técnica que a mí, particularmente, me da muy buenos resultados a la hora de afrontar cualquier problema que surja en mi camino. Es algo bastante sencillo. Lo llamo la pirámide de valores. En su cúspide coloco los valores fundamentales, supremos, a los que deben subordinarse todos los demás. En la cúspide de mi pirámide he colocado dos valores que considero absolutamente supremos, son la libertad y el amor, el amor y la libertad. Ambos ocupan el mismo escalón, porque no hay amor sin libertad, lo que algunos llaman amor y que no respeta la libertad del otro es solo control, manipulación, sometimiento. Y por otro lado la libertad sin amor es muy pobre. La libertad te da dignidad pero sin amor uno se siente vacío, infeliz. Bajo estos valores supremos he ido colocando otros valores, en escalones inferiores. Se les puede llamar valores humanos, derechos humanos, aunque a mí me gusta llamarles valores espirituales. Porque para mí lo espiritual no va unido a las religiones dogmáticas, que parecen haber acaparado el mundo espiritual, como si les correspondiera por derecho. Se puede ser espiritual sin pertenecer a ninguna religión, es suficiente con colocar los valores espirituales o profundamente humanos por encima de los valores materiales.

R, llamémosla así, por lo de rubia, no tenía muy clara su pirámide de valores, como por otro lado tampoco la tenía yo, a mis veintitrés años, cuando la conocí. Yo estaba construyendo mi pirámide de valores, derribando valores religiosos dogmáticos que me habían imbuido en mi infancia y adolescencia, y sustituyéndolos por los que iba encontrando en mi camino y que me parecieron muy sólidos. Nos habíamos conocido por carta. Ya he contado en otros lugares este rocambolesco episodio, lo volveré a hacer aquí. Tras aprobar la oposición que me conduciría a Madrid, tuve que esperar más de dos años a que me dieran plaza. Entonces como ahora la burocracia era la que es y la que seguirá siendo mientras los humanos sigamos sobre la faz de este planeta, una burocracia kafkiana, por supuesto, Kafka fue el mejor retratista de la sociedad moderna, el laberinto kafkiano. Cuando el diablo tiene poco que hacer mata moscas con el rabo. Es un refrán de mi infancia que me aplico. Desde que abandonara el colegio religioso, etapa que narro en la novela Los pequeños humillados, no había dejado de sentirme solo, la soledad y el futuro económico eran mis dos máximas preocupaciones. Un día se me ocurrió echar un vistazo a una revista, Diez Minutos, que había comprado mi madre, algo que solía hacer de vez en cuando. En la parte final había una pequeña sección de cartas, que según pude ver, se utilizaba para pedir correspondencia y amistad. Se me ocurrió que yo bien podía hacerlo, aunque no esperaba nada. Dada mi timidez enfermiza aquel paso no fue moco de pavo, porque no se trataba solo de escribir cartas, algo que no me parecía muy complicado, de hecho por aquel tiempo había comenzado ya mis pinitos de escritor, recuerdo el esbozo de aquella novela, el planeta de los vampiros psíquicos, que acabaría por convertirse en la trilogía de ciencia ficción, Planeta Omega, aún sin rematar. Sé que hubo una obra de teatro, algún que otro poema y tal vez unos cuantos relatos. Escribir cartas no me preocupaba, pero sí ver a quienes me escribieran, algo que con el tiempo parecía inevitable.

La carta fue manuscrita y muy breve, la metí en un sobre, le puse un sello y la eché a un buzón, algo que para los de nuestra generación era algo corriente pero que casi habría que explicar a la generación del correo electrónico. Me olvidé por completo del tema hasta que una mañana mi madre contestó al telefonillo. Yo nunca lo hacía si podía evitarlo y casi siempre lo conseguía, incluso cuando estaba solo, hablar con la gente me daba miedo. Era el cartero que le pedía que bajara. Mi madre se escamó un poco. Era algo muy poco habitual. Cuando subió llevaba en el mandil un número de cartas que me dejó pasmado y a ella asombrada. ¿Qué has hecho? Fue lo primero que me preguntó. Porque todas eran para mí. Imagino que respondería que nada. Las mentirijillas eran un protocolo habitual en mi conducta para evitar cualquier tipo de problema. Odiaba los problemas, era incapaz de afrontarlos. Tampoco deseaba explicarle que había hojeado una de sus revistas. Era bastante vanidoso respecto a mi calidad intelectual, nada del otro mundo pero sin duda muy superior en un entorno donde pocos conseguían tener algún estudio. Alguien como yo no podía confesar así como así echar un vistazo a revistas del corazón, lo mío era la gran literatura, la música clásica y la cultura en general. Me hice con las cartas y me refugié en mi habitación. No podía creerlo. Las fui abriendo y leyendo con una sensación de pasmo y angustia. ¿Qué iba a hacer con tanta carta? Cuando aquello se repitió al día siguiente y al siguiente y al siguiente, ya no sabía qué hacer. Me había metido en un buen lío. El cartero llegó a enfadarse conmigo, como me dijo mi madre que siguió bajando a por el correo porque yo era incapaz de hacerlo.

Recuerdo que fui ordenando las cartas en varias cajas de zapatos. En una coloqué todas aquellas cartas que deseaba contestar las primeras. Todas eran de chicas que tenían el detalle de acompañar una fotografía. Salvo alguna carta sin fotografía que me llamó la atención por lo bien escrita que estaba, el resto fue a parar a otras cajas de zapatos, para contestar más adelante si disponía de tiempo. Tiempo, lo que se dice tiempo, tenía todo el tiempo del mundo, así que decidí contestarlas todas, primero las que más me interesaban, las que contenían fotografías de chicas guapas o que me lo parecían a mí. Entre ellas estaba la de R. Acompañaba una pequeña foto en blanco y negro de un primer plano de una mujer rubia, tal vez de unos treinta años, nunca he sido bueno calculando edades. Me pareció muy guapa. Me decepcionó la escasa cultura que se desprendía de su redacción y de las elementales faltas de ortografía que plagaban la carta, apenas dos cuartillas. A pesar de ello era guapa y para mí era más que suficiente.

Aún siento un poco de vergüenza al recordar la represión sexual que sufría entonces, propia de aquellos tiempos y de una educación religiosa tan represiva que da risa. El descubrimiento de la sexualidad, algo tan triste que dan ganas de llorar, lo narro en la novela de los Pequeños humillados. Por aquel entonces ya escondía como podía las revistas de Interviu que habían comenzado a llegar a los quioscos. No quiero mirar en Internet fechas porque a lo mejor no me encajan pero estoy convencido de que por entonces ya tenía en mi habitación las primeras revistas, escondidas no sé dónde ni cómo, porque no era fácil esconder algo en una habitación donde no abundaban los escondites. También recuerdo tener carpetas de cartón donde guardaba las fotografías de mujeres ligeras de ropa que aparecían en la revista. La primera compra en el quiosco debió de ser para mí toda una odisea. Me entra la risa imaginando las vueltas que debí dar hasta atreverme a comprar una revista en cuya portada aparecía una mujer tan ligera de ropa que daba miedo en aquellos tiempos, finales del franquismo y principios de la transición y el destape.

Pues bien, ver la fotografía de aquella mujer me subió la bilirrubina, como diría una canción años más tarde. En mi respuesta seguro que hubo agradecimiento por su generosidad al contestarme, siempre he sido muy cortés, especialmente con las mujeres. No creo que pudiera contenerme para no mencionar lo guapa que era y cómo me gustaba. Lo que no recuerdo es si acompañé un poema. Raro sería porque en otras cartas a otras mujeres de aquella correspondencia insólita e ingenua sí me constan los poemas que escribí, porque algunos los conservo. La ingenuidad me hizo, al principio, no hacer copias de aquellos poemas que eran únicamente para ellas. Pronto me dije que era una tontería perder aquellos poemas, algunos muy románticos y hasta aceptables. Debí de hacer copia manuscrita a partir de entonces y luego pasarlos a la máquina de escribir que había acabado por comprar para completar las horas de mecanografía que hacía en una academia. Recuerdo que era una portátil muy elemental en la que solo podía escribir a una velocidad mucho más lenta de la que adquirí en aquellas máquinas pesadas en cuyas teclas había que golpear con mucha fuerza para que se marcaran las letras en el papel.

Con tiento, no quería que se enfadara o asustara, le fui contando mi vida, sin mencionar mis primeros intentos de suicidio y mi estancia en psiquiátricos, lo que cuento en el libro segundo de estas historias que denominé sórdidas porque mi primera intención al comenzarlas fue aprovechar recortes de periódicos que conservaba en algunas carpetas sobre historias verdaderamente sórdidas. Al final se han convertido en una especie de memorias muy “sui géneris” y el título se ha conservado, aunque “sordida” no sea la palabra más adecuada para algunas de estas historias. En otra carta acompañaba dos fotos en color, en la playa. Ella estaba espectacular en bikini (ya habían aparecido los bikinis, increíble novedad). Encima del bikini llevaba un pareo transparente que permitía ver un poco y adivinar mucho de su cuerpo bien formado y deseable. Lo que me sorprendió fue la aparición en una de ellas de dos niños entre seis y diez años. En la carta me lo explicaba.

ALGUNAS HISTORIAS SÓRDIDAS XLV


El pub que era el objetivo de aquel desatino estaba abierto, creo recordar que aún quedaba luz, no había oscurecido del todo. No había mucha gente. Menos mal, pensé para mi coleto. Se lo dije, vámonos, no hay nadie, es una tontería ponerse a dar aquí cadenazos. Debió de enfadarse un poco, me tomó del brazo y me llevó al mostrador donde pidió dos copas. Seguramente yo pediría una cerveza, la bebida menos peligrosa para mezclar con la medicación. Puso los paquetes sobre el mostrador. Uno de ellos estaría tan mal atado que podría verse la cadena. No importaba. Me pregunté si habría pensado en la posibilidad de que le dieran una buena tunda, dado el estado en el que se encontraba. Pero lo que más me preocupó fue que acabara hiriendo gravemente a alguien o tal vez lo matara. ¿Su oscuridad mental era tal que no se daba cuenta de que herir o matar a alguien, teniendo pendiente un juicio por homicidio, era condenarse a pasar media vida en prisión? ¿Y yo? ¿Qué pasaría conmigo? Perdería el trabajo, si no acababa en prisión. Justo cuando estaba a punto de salir el concurso de traslado.

No quiero pensar en lo que podría haberme ocurrido. Este es uno de los episodios que elegí en el esbozo de una novela sobre mi vida, donde en las encrucijadas por las que he pasado, tomaba una decisión distinta a la que tomé en todas estas circunstancias. Confieso que la idea de esta novela, estos argumentos, me atrajeron mucho. Era la perfecta mezcla de realidad –lo que yo había vivido- con la ficción –lo que no experimenté porque la decisión fue la que realmente tomé y no la otra que pude haber tomado. Finalmente abandoné la idea porque me hacía sufrir mucho. Lo cierto es que de haberme quedado todo podía haberse complicado hasta el punto de terminar en comisaría y una denuncia por el delito correspondiente seguro que me hubiera privado de mi trabajo. En esta encrucijada el otro camino, el que no tomé, hubiera trastocado todo, absolutamente todo lo que ha sido mi vida hasta este momento.

Recuerdo vagamente que bebí algo de la cerveza mientras daba el último toque a M. Era consciente de que la línea roja estaba delante de mis ojos y mis narices casi podían tocarla. Un ligero movimiento y la traspasaría. Por eso, haciendo un hercúleo esfuerzo de voluntad tomé la decisión. Salí de estampida. Los camareros y M debieron de quedarse de una pieza viendo correr a aquel gordo con una agilidad impropia de sus kilos. No me detuve a pagar la consumición, era dar una bocanada al destino que podía aprovecharla rematándome. No sé cuándo dejé de correr y cómo llegué a mi casa. No tengo ni idea de dónde estaba aquel pub y si fuimos en taxi, en autobús o en metro, o incluso andando. Estoy tentado de decir que nunca supe lo ocurrido, pero mentiría.

No sé cuántos días después M apareció a la puerta del piso. Sí recuerdo que estaba el patrón, porque yo nunca abría la puerta a nadie, no era mi casa. Me dijo que llevaba muchos días sin dormir y que ya no podía más, se estaba volviendo loco. Le pregunté qué había pasado en el pub y se rió, estaba muy borracho. Al parecer dio unos cuantos cadenazos por allí y se marchó sin más, sin prisas. No, no hubo muertos, solo se trataba de armar un buen lío, nada más. No sabía si la policía le buscaba o si los camareros le podían identificar. Aquello era más de lo que mi mente alucinada podía soportar. Le pregunté qué quería de mí y me dijo que necesitaba de mis pastillas para poder dormir. Le dije que no cargaría su muerte sobre mi conciencia, la mezcla de mis pastillas con alcohol podrían matarle. Insistió y yo me mantuve irreductible. Cuando se marchó mi patrón me apretó el brazo y me dijo con voz conmovida que había hecho muy bien.

Y aquí llega la tragedia que anuncié, esperpéntica porque todo lo ocurrido era un puro esperpento, lo que no alivia para nada la carga de semejante tragedia. Ahora me pregunto si lo de ir a dar cadenazos al pub fue cosa suya, el delirio de un alcohólico, o se lo encomendó el capitán. Teniendo en cuenta que había intentado reclutarme, a mí, un enfermo mental, todo me parece posible. De haber sido M un enfermo mental podría plantearme que todo aquello no era sino un delirio, pero los alcohólicos no deliran salvo que estén sufriendo un delirium tremens y él no lo estaba sufriendo, lo sabía muy bien porque ya había presenciado uno. Me fui a la cama con el miedo en el cuerpo, aquella noche iba a ocurrir cualquier cosa, mala, por supuesto.

Debieron transcurrir varios días hasta que recibí una llamada en el trabajo. Era la esposa de M. Su marido aquella noche aciaga había conseguido las malditas pastillas. No sé dónde, aunque supongo que en una farmacia. Es difícil saber cómo se las arreglaría. Tampoco sé si se trató de somníferos o algo más fuerte. Me inclino por lo primero porque ningún médico le habría recetado ni siquiera somníferos. Tal vez se encontró con un empleado de farmacia que se lo quitó de encima con una caja de inocuos somníferos. No me imagino que encontrara a alguien que entrara por él a una farmacia, ni que poseyera una receta en blanco que él mismo rellenara. Nunca hasta ahora me había planteado la posibilidad de un intento de suicidio, pero no puedo descartarlo. Le había advertido claramente de que mezclar pastillas y alcohol era como arrimar un mechero a un cartucho de dinamita, lo más fácil es que explote. Él lo sabía y sin embargo lo hizo. Entiendo su disculpa del insomnio, pero todo alcohólico sabe muy bien que el alcohol le va ir quitando el sueño hasta llegar a un insomnio severo y crónico. Por otro lado el tema judicial que pendía sobre su cabeza como una espada de Damocles necesariamente iría erosionando su psiquis hasta llegar a un estado de permanente angustia. Si M fuera uno de mis personajes de ficción me tendría que plantear muchos aspectos de su psicología para hacerlo creíble. Lo que me había contado del disparo al ladrón y su muerte necesariamente tenía que ser verdad. No resultaba verosímil lo contrario. Una mentira sin ton ni son no venía a cuento. Y sin embargo tras el numerito del capitán de los servicios secretos y aquella especie de asalto berlanguiano al pub, la historia del chorizo abatido al intentar robar en un almacén podría ser puesta en solfa. Nada de todo aquello poseía el menor sentido. Si fuera uno de mis personajes buscaría una línea lógica en su conducta.

Suponiendo que hiciera pequeños “trabajos” para los servicios secretos, por los que cobraba un dinero mensual, esto le pasaría una seria factura a su psiquis. El no parecía uno de esos canallitas sin moral que hacen cualquier cosa sin importarles las consecuencias porque han perdido el norte y los demás han perdido para ellos su condición de seres humanos, lo mismo que ellos mismos, por lo que solo se trata de una lucha de depredadores en la selva, si el otro es más fuerte, me retiro, si puedo ganar, lucho y si soy astuto eso ayudará. Es curioso que después de tantos años me resulte complicado hacerme una idea de su catadura moral. Me sigue pareciendo una buena persona, bondadosa, bonachona, eso sí, con un carácter muy débil, fácilmente manipulable, pero teniendo en cuenta lo que entonces sabía sobre los alcohólicos y lo que ahora sé sobre ellos y los drogadictos, por experiencia directa en el trato, me consta hasta que punto de degradación pueden llegar. Todo lo subordinan a su provisión diaria de alcohol o droga. De acuerdo a su carácter pueden ofrecer mayor o menor resistencia a cruzar cualquier línea roja pero la tentación siempre es muy fuerte, casi irresistible. Por un lado el haberse prestado para mi reclutamiento e intentado arrastrarme hacia la violencia más estúpida me hace pensar que había cruzado ya algunas líneas rojas, de esas con las que yo nunca contemporizo. Pienso, ahora, que incluso pudo hablarle al capitán de mí con alguna malévola intención, porque no encuentro otra explicación para que aquel supiera de mí. Por otro lado todo lo achaco a su necesidad imperiosa de dinero para conseguir su alcohol cotidiano. Lo que a su vez me hace plantearme hasta qué punto estaba siendo manipulado por aquel paródico agente de los servicios secretos. Algo así como el policía y el chivato de turno.

En cuanto a su esposa, no me queda otra que imaginarme su situación. Conviviendo con un alcohólico, algo casi tan infernal como convivir con un enfermo mental, o más. Surge el tema del posible maltrato. Un hombre que, por muy borracho que esté, dispara contra un ladrón desarmado y puede liarse a cadenazos sin motivo, tiene clara tendencia a la violencia. Algo que no veo razón poderosa para pensar que no pudiera ocurrir en el ámbito doméstico. A pesar de su dulzura, aquella mujer, tenía que saber perfectamente lo que podía esperar de su marido y en qué andaba metido. El miedo estaba omnipresente en su vida y también, por supuesto, la imperiosa necesidad de proteger a sus hijos y a ella misma frente a las inclemencias de la vida. En aquellos tiempos, y también en estos, aunque quiero creer que menos, una mujer sin trabajo necesitaba el sometimiento a su pareja para sobrevivir. Sin embargo el recuerdo que tengo de ella me hace pensar más en uno de esos enamoramientos ciegos que soportan todo porque están convencidas de que el amor es un valor supremo al que someten su vida hasta convertirla en un infierno. Si ambos fueran personajes de alguna de mis historias me vería obligado a hacerme muchas más preguntas y a buscar una lógica en sus psicologías. Como no lo son, solo me guía la empatía hacia otros seres humanos. Necesito comprenderlos. Si su presencia en mi vida hubiera sido la de personas a las que conoces de refilón, como un testigo que contempla una escena desde lejos, no aparecerían en esta historia, pero lo quiera o no forman parte esencial de ella puesto que han dejado una marca indeleble que sigue perdurando después de tantos años.

Su esposa me suplicó –y esa es la palabra exacta- que fuera a verlo al hospital. Tras mis experiencias ya narradas, lo que menos deseaba era involucrarme en vidas ajenas marcadas por la desgracia y el destino. Yo mismo necesitaba mantenerme a flote en aquella tormenta perfecta que parecía iba a durar el resto de mi vida. Supongo que me conmovió. Siempre me conmueven las buenas personas que sufren y que me piden algo que está en mi mano. De nuevo me presenté en otro hospital, a la hora de las visitas. Ya desde lejos pude verlos a la puerta de su habitación. El estaba en silla de ruedas y ella a su lado. Conforme me acercaba ya supe que algo iba mal, muy mal, porque M no me saludaba con la mano ni hacía el menor gesto de reconocimiento. Ella se adelantó, nos saludamos y me comentó que había estado en coma, que había despertado con terribles secuelas, no podía moverse, no podía hablar y tampoco reconocía a la gente, al menos de momento. Me acerqué hasta la silla de ruedas, me acuclillé para situarme a la altura de sus ojos y le pregunté directamente si sabía quién era yo. No me respondió. Me miró, pero en sus ojos pude ver el vacío. No creo que me pudieran las lágrimas, por desgracia ya había perdido el don de las lágrimas, no lloraba por nada, era como un pedrusco deprimido. Eso era yo. Lo que sí debí hacer fue tomarle la mano y decirle algunas palabras cariñosas. Esa es una faceta de mi carácter que siempre me ha ayudado a pensar que en el fondo soy un hombre bueno. La escena no pudo durar mucho, no tenía sentido prolongarla. Me despedí de él como si fuera un adiós definitivo, un largo adiós, parafraseando el título de la novela de Chandler, solo que en este caso se trataba de un corto adiós porque nuestra relación había sido muy corta y no muy profunda ni intensa. Le había conocido por casualidad, había intentado echarle una mano en la medida de mis posibilidades y me había dejado liar en algunos episodios esperpénticos debido a mi carácter y a mi condición de enfermo mental. Eso fue todo. Sin embargo ellos, tanto M como su esposa, debieron de haberme tomado cariño porque me habían tratado como un amigo íntimo. Ahora me planteo la posibilidad de que ella me suplicara de aquella manera pensando que tal vez mi presencia le ayudara a recordar, a recuperar un “yo” que parecía haberse perdido en la niebla.

Me marché no sin antes decir las típicas palabras de consuelo que uno suele dejar caer en estos casos, aunque no se las crea. Porque yo no creía que M saliera de aquel trágico episodio. Parecía un vegetal. La mezcla de alcohol y pastillas debía haberle dañado seriamente el cerebro. Aquella era una terrible tragedia, casi griega, y al mismo tiempo era una especie de esperpento valle-inclanesco o berlanguiano. La distancia entre tragedia y comedia solo está en los ojos del espectador, los hechos son los mismos. Recuerdo bien que salí de aquel hospital pisando mi alma, que llevaba arrastrando por el suelo, como si fuera mi sombra.

No volví a verle, primero porque su esposa no volvió a llamarme, y segundo porque faltaba ya muy poco para que me mudara a León. De hecho creo que en parte accedí a verlo porque era la despedida del cementerio, ya nunca volverás y si lo haces será solo para recordar, porque aquel al que despediste ya no está entre nosotros. Ya sabía que me habían concedido el traslado y solo era cuestión de cesar en mi puesto y hacer la mudanza. Algo que debí hacer en tren. En aquellos tiempos no recuerdo una sola mudanza que hiciera con una empresa de mudanzas. Ni siquiera me lo planteaba. Entonces como ahora, eran muy caras y a mí no me sobraba el dinero, gastado en otros y en mis caprichos, libros, discos, espectáculos. Me imagino llevando todas mis cosas en taxi hasta la estación de Atocha y allí subirlas en el tren a León, dejándolas en aquel espacio amplio que había en los tranvías, acumulando las cajas, unas sobre otras. Puede que muchos viajeros protestaran, pero me importaba un pimiento, como todo. Debí de permanecer todo el viaje de pie o sentado en alguna de aquellas cajas, para vigilar que nadie se llevara algo, como al descuido. A pesar de ello perdí algunos libros interesantes. En aquellas mudanzas de mi estancia en Madrid perdí bastantes libros, algo que lamenté porque ellos eran ya mis únicos amigos. No entiendo cómo pude llevar tantas cajas hasta la casa de mis padres, donde iba a vivir. Puede que hiciera más de un viaje en taxi porque lo que es seguro es que mi padre no estaba allí para echarme una mano. Me habían ocultado su enfermedad. Padecía un cáncer de intestino con el que llevaba luchando ya unos años. No me habían dicho nada porque esas cosas no se le dicen a un enfermo mental que además ha intentado suicidarse tantas veces y con tanta persistencia. Allí me encontré con otra tragedia que me pilló por sorpresa. Asistí a los últimos momentos de mi padre, que pudieron ser meses, y recogí –bonita expresión- su último aliento en el hospital.

ALGUNAS HISTORIAS SÓRDIDAS XLIV


Cuando salí de la casa de M, muy afectado, no era capaz de hacerme estas preguntas. Estaba tan nervioso y angustiado que seguramente me fui directo a la cama, como hacía siempre, para dejar que pasara el tiempo y con la distancia cronológica llegara la calma. Debí pensar que aquello había sido una escena esperpéntica, que me había tocado a mí, porque en aquella época me tocaba todo. Pero no fue así. Lo que me indica que yo no había sido un tonto útil al que se encuentra por casualidad. La intervención del capitán me hace pensar que me habían echado el ojo para algo que necesitaban y tal vez me iban a preparar, organizando pequeñas trampas para ver cómo reaccionaba y dirigirme hacia la meta que tenían planificada.

Continué yendo a trabajar todos los días, procurando hacer bien mi trabajo y que no ocurriera nada que me impidiese regresar a León cuando saliera el concurso de traslado. Me he pasado buena parte de mi vida intentando no cometer errores que complicaran mi anónima existencia y siempre muy atento a los acontecimientos más o menos predecibles que podían terminar en tragedia. Es algo que ya no puedo evitar. He adquirido un cierto olfato para oler el rastro de los infortunios que me siguen como perros de presa. En aquel momento sabía que de no conseguir salir pronto de Madrid mi vida iba a terminar muy mal. Intentaba regresar al anonimato donde me había ido mucho mejor que en mi meteórico camino como personaje público. Procuraba hablar lo menos posible, conocer a la menor gente posible, mirar lo justo y necesario a otras personas o a mi alrededor, porque no sabía de dónde podría venir el próximo mordisco.

Por eso aquella tarde tuve la ominosa intuición de que si no andaba listo me iba a meter en un buen “fregado”. Había quedado con M para tomar un café en una terraza. Me daba pena su situación, pendiente de un juicio que le podía costar muchos años de cárcel, en las garras de aquel capitán que le estaba manipulando a su antojo, bien porque necesitara imperiosamente dinero o porque su lucidez mental estaba tan menguada por el alcohol que podían convencerle casi de cualquier cosa. Sabía que no podía hacer mucho por él, pero sí era consciente de que tal vez fuera la única persona en aquel momento que podía atenuar el final funesto que ya se atisbaba en el horizonte. Por eso decidí acompañarle a la ferretería a comprar unas cadenas que no sabía para qué demonios iba a necesitar. Por supuesto que se lo pregunté. Cuando me lo dijo pensé que se había vuelto loco. Al parecer se trataba de ir a un pub para dar unos cadenazos a diestro y siniestro. No a unas personas determinadas por algún motivo. Era una encomienda de los servicios de inteligencia para armar jaleo. No tengo claro ni creo que él lo tuviera tampoco si se trataba de hacerse pasar por ultraderechistas, tal vez guerrilleros de Cristo Rey, para dar razones a las fuerzas de seguridad para llevar a cabo un dispositivo contra grupos o personas contra las que no tenían nada de momento. Tampoco estaba claro si los dueños del pub eran izquierdistas a los que se quería amedrentar por algún motivo. El no lo sabía y yo menos. Se trataba de cumplir un trabajo por el que iba a ser pagado. Eso era todo. No podía creer lo que veían mis ojos. M era un hombre con pinta de buenazo, ¿no se daría cuenta de que ir a dar cadenazos a un pub, a quien allí se encontrara, tal vez provocando serias heridas o incluso la muerte de alguien, era una auténtica locura?

Tuve que plantearme seriamente si M era un canalla redomado o un pobre hombre. Y decidí que no era un canalla, no podía serlo. Solo un hombre desgraciado que había caído en una adicción tan mortífera como el alcoholismo, tal vez debido a las circunstancias o más probablemente a una terrible debilidad de carácter. No puedo achacar a la medicación, a la espantosa depresión que seguía arrastrando o al desgraciado acontecimiento que me había ocurrido no mucho tiempo atrás. Y no puedo hacerlo porque antes me había comportado de forma parecida en circunstancias no muy diferentes, como era el caso de mi amigo A, de quien hablo en el libro anterior de estas historias sórdidas. Y he continuado haciéndolo a lo largo de toda mi vida, aunque sí con mucha mayor prudencia y lucidez. Creo que me salvó la increíble lucidez mental que siempre me ha acompañado, incluso en los momentos más oscuros de mi vida. Esa lucidez me ayudó a tomar la decisión correcta. Puesto que no me veía con fuerzas para abandonarle a su suerte, al menos tracé una clara línea roja. Procuraría hacerle desistir de su locura con argumentos razonables, pero sobre todo con mucho cariño. Desde esta distancia temporal, casi abismal, debo reconocer que sentía afecto por él. La pena me roía por dentro, por él y por su familia, su adorable esposa y sus hijos. Haría lo que estuviera en mi mano, pero no presenciaría los cadenazos y mucho menos participaría en ellos. Hoy casi me entra la risa ante la posibilidad de que yo extendiera la cadena y empezara a hacer molinetes, sin importarme a quién pillara. Eso no formaba parte de mi carácter. Podía ponerme una pistola en la sien y apretar el gatillo, pero jamás haría daño a nadie, menos a víctimas inocentes.

Le acompañé a una ferretería para que comprara las cadenas. Compró dos juegos que pidió le envolvieran en papel de periódico y ataran los bultos con cuerda. El vago recuerdo me dice que él estaba ya muy borracho y que farfullaba al hablar. Me mantuve a discreta distancia, como si pensara que el dependiente me podría tomar por otro cliente sin relación. Al salir de allí  M abrió un paquete con una navaja y me enseñó, en plena vía pública cómo manejar una cadena sin que se me enredara al cuerpo o lo que es peor, que yo mismo me hiciera daño al hacer los molinetes. En ese momento me planteé salir corriendo, porque esa era casi la línea roja que me había marcado. Decidí esperar un poco más, apurar hasta que tuviera que tomar la decisión, sí o sí. Creo que lo hice más por darme tiempo para conseguir fuerzas para realizar el acto de voluntad que porque pensara que unos pasos más allá o un poco de tiempo más, minutos o tal vez horas, la situación cambiaría, bien porque la borrachera se le fuera pasando o bien porque mis argumentos, especialmente centrados en su familia, hicieran efecto. Era consciente de que aquello no tenía remedio y me limité a acompañarle diciéndome una y otra vez que era hora de salir corriendo.

ALGUNAS HISTORIAS SÓRDIDAS XLIII


La comida terminó. Si el capitán estuvo presente debió de ser a los postres cuando ocurrió todo, mientras la mujer fregaba y los hijos estaban en sus cuartos. Si fue en otra ocasión todo debió de haber ocurrido de otra forma, porque no recuerdo más comidas. Lo cierto es que alguien habló de quién era aquel hombre, puede que fuera él o que fuera M, capitán del ejército de tierra, actualmente destinado en los servicios de inteligencia. Debí poner cara de no creérmelo. Entonces el capitán sacó su cartera, extrajo un carnet y me lo tendió. En efecto, así era. Mi primera reacción fue  que me estaban tomando el pelo, aquello era una broma. Debí de manifestarlo. Insistieron. La lógica me decía que el carnet no podía ser falso. Aparte de que tenía todas las pintas de ser verdadero, no tenía el menor sentido de que lo hubieran falsificado solo para gastarme una broma. No había la menor lógica en ello. Además yo había conocido ya a un teniente coronel. Es curioso pero en un corto periodo de tiempo llegué a conocer a más militares de los que conocería el resto de mi vida.

Bueno, en la vida a veces se producen ciertas casualidades bastante inverosímiles. Pero aquello no fue todo. M dijo que él estaba trabajando también para los servicios de Inteligencia, haciendo pequeños trabajos. Cobraba por ello, claro. Lo absolutamente insólito fue que el capitán me ofreciera enrolarme. Entonces me sorprendí tanto que no supe qué decir. Insistieron, no eran cosas muy complicadas y podía ganar bastante dinero. Ahora me hago muchas preguntas que en aquel momento no fui capaz de hacerme. ¿Me habían visto en la televisión? Puede que no, pero mi patrón debió de comentarle algo a M. No recuerdo que me hablara de ello, pero estoy casi seguro de que él lo sabía, de que la madre de A lo sabía, de que su hermano lo sabía. Puede que aún estuviera bajo el síndrome del famoso novato. Todo el mundo te ha visto y sabe de ti. Puede que fuera así, pero no me quito de la cabeza de que M lo sabía o al menos conocía mi condición de enfermo mental. ¿Cómo un capitán del ejército, que trabajaba para los servicios de Inteligencia podía ofrecerle un trabajo a un enfermo mental? No tiene el menor sentido. Es algo esperpéntico. ¿Pero y M? Un alcohólico armado, que había disparado contra un ladrón desarmado. ¿Cómo podían haberle reclutado los servicios de inteligencia? Era un auténtico disparate. Ahora me parece aún mayor. Demos por bueno, aunque es insólito, que de alguna manera el capitán y él se habían conocido por una de esas casualidades de la vida, un amigo de un amigo. No me encaja para nada que los servicios de inteligencia estuvieran reclutando entre los agentes de seguridad privados. Entre los cuerpos de seguridad del Estado es más factible. Aunque yo desconocía por completo aquel mundo, lo cierto es que la transición española fue algo muy especial, complejo y también esperpéntico. No dejaban de escucharse ruidos de sables, rumores de golpes de Estado. Alguien, tal vez fuera A, me enseñó en Moncloa la cafetería Galaxia, donde se había tramado el golpe abortado con ese nombre. El golpe de Tejero, el 23 F, debió pillarme internado en el psiquiátrico, al menos es el vago recuerdo que me queda. Podría mirar en Internet las fechas para encajar algo las piezas, pero no me apetece, en este puzle la cronología es lo menos importante, no arregla nada. Había oído hablar de los guerrilleros de Cristo Rey y de sus andanzas. De grupos de ultraderecha intentando provocar el caos y el golpe de Estado. Tampoco puedo situar la llamada Matanza de Atocha, puede que ocurriera antes de llegar yo a Madrid o estando allí. Lo que sí recuerdo muy bien fue el miedo que sentía a que todo se estropeara, a que se produjera un golpe de Estado y volviéramos al franquismo que había tenido que padecer durante mi infancia, adolescencia y parte de mi juventud. Me aterrorizaba la posibilidad de un baño de sangre. Por eso asumí con alivio todo el periodo de la transición, como la mayoría, creo. Los que no vivieron aquella época pueden pensar que se transigió demasiado, que se aceptó injustamente que no hubiera un juicio al franquismo, que se permitiera, por ejemplo, que un torturador como Billy el Niño fuera condecorado (algo que ha coleteado hasta hace muy poco) o que el Valle de los Caídos quedara tal cual. ¡Inimaginable en una democracia moderna! Cierto. Pero a muchos, tal vez la mayoría, de los que vivimos aquellos tiempos lo único que nos interesaba era que no se produjera un baño de sangre, un golpe de estado, que volviéramos a la dictadura. Lo demás era algo que podía esperar. Ya se pondrían las cosas en su sitio.

Ahora puedo hacerme una idea de cómo irían las cloacas del Estado, de que los servicios de Inteligencia pisotearan mierda hasta las cejas. ¿Qué estaban intentando hacer? ¿Jugarían a dos bandas? Había franquistas hasta en la sopa y no me parece que la izquierda estuviera muy bien situada para controlar los servicios de Inteligencia. Me da en la nariz que aquel capitán podía estar trabajando para la ultraderecha, no me lo imagino de izquierdas y defendiendo la democracia. Entonces estaba demasiado atontado por la medicación y demasiado traumatizado por lo que había vivido como para pensar en estas cosas. Pero ahora puedo hacerlo desde la distancia, con frialdad y objetividad. ¿Me estaban intentando reclutar para acciones de grupos de ultraderecha? Es lo más probable. Y hasta es posible que aún conservara un poco de lucidez. Rechacé el dinero dando una disculpa tonta. Mi calidad de funcionario me impedía recibir dinero de otras fuentes que no fuera mi trabajo. Era algo tonto, porque me pagarían en negro y nadie se enteraría. Luego dije que odiaba la violencia, lo que era cierto. Finalmente que estaba en contra de todo lo militar, de los servicios de inteligencia, del espionaje, de todo lo que oliera a cloacas del Estado. Me asombra el que fuera capaz de una oposición tan férrea e inquebrantable, dado mi estado, pero mis ideas y valores siempre han sido muy sólidos y me han librado de más laberintos de los que la vida se empeñó en sembrar a mi alrededor, como minas antipersona.

Cejaron en sus esfuerzos, tal vez esperando a que madurara, a que todo fermentara. En aquel momento yo sentía hacia M solo compasión y pena. Ahora hay preguntas que debo hacerme. ¿Cómo lo reclutaron? Su sueldo no debía ser mayor que el mío, si no era menor. Tenía una familia, mujer e hijos, tal vez su piso estuviera hipotecado. Estaba claro que necesitaba dinero. ¿Fue eso lo que le atrajo de aquella esperpéntica vida que llevaba? Sabía muy bien lo que gasta un alcohólico en bebida al mes. Imposible hacer frente a todos los gastos con su magro sueldo, los agentes de seguridad privada nunca han ganado mucho, ni ahora. ¿Qué ideología tenía M? No recuerdo que me hablara de eso en ningún momento. Por muy dogmático que fuera, que no lo parecía, un alcohólico carece de ideología de cualquier clase, la adicción lo es todo. Aunque ésta pesara en todas sus decisiones, ahora reflexiono sobre su catadura moral, su ética. Hasta yo, hundido en el abismo de la enfermedad mental, fui capaz de mantener una ética firme frente al embate del oleaje de la vida. La libertad es algo que el ser humano posee hasta en los peores momentos, hasta en el fondo del abismo. La voluntad existe y no se puede alegar que la adicción nos puede, la enfermedad nos puede, las circunstancias nos arrastran, siempre somos libres porque siempre tenemos voluntad.

¿Qué podía buscar en mí aquel capitán de los servicios de Inteligencia? ¿Había algo planeado en lo que yo encajara? ¿Un enfermo mental, y además muy conocido, una figura pública, era el chivo expiatorio perfecto? Entonces no se me ocurrió llegar tan lejos, hoy tengo que plantearme todas estas posibilidades. De otra forma tendría que asumir que los servicios de Inteligencia son idiotas, estúpidos, tan esperpénticos como los personajes de la Escopeta Nacional de Berlanga. Una posibilidad que no puedo descartar. Me imagino a todos estos espías, agentes de los servicios de inteligencia, haciendo lo que hacen y no puedo por menos de pensar en una metáfora. La barquita de los tontos de capirote, remando con insólito entusiasmo, bajo nuestras ciudades, desplazándose entre la mierda de las cloacas, generada por los buenos ciudadanos, sintiéndose poderosos, casi omnipotentes. Una comedia berlanguiana. Incluso en la actualidad estamos viendo a estos tontos de capirote intentando salir bien librados de algo que se les fue de las manos, que necesariamente se les tenía que ir de las manos. Grabaciones por todas partes. Todo el mundo hablando más de la cuenta, mintiendo, manipulando, creyéndose todo poderosos porque tienen un carguito en el engranaje del Estado, porque saben esto y aquello de estos y aquellos. Es increíble.

Otra pregunta que me hago es si los servicios de Inteligencia tienen perfilistas para reclutar o para analizar a las víctimas. Desde luego que una psicología suicida como la mía tiene que ser atractiva para estos buitres. Tal vez pensaran que alguien que quiere morir a cualquier precio es el instrumento ideal para que se le facilite una pistola y se líe a tiros en el lugar adecuado y con las personas que han decidido que deben morir. ¿Qué le puede importar a un suicida cómo va a morir? Toma, una pistola, balas de verdad, y ahora haz esto. Vale, te van a pegar un tiro. ¿Pero no querías morir? Sí, me parece muy enrevesado, pero no encuentro otra explicación a lo que me sucedió.

ALGUNAS HISTORIAS SÓRDIDAS XLII


Sé que estuve en su casa, no sé cuántas veces, al menos una que recuerdo bastante bien. No sé cuánto tiempo después del incidente. Tal vez fuera aquella noche o alguna noche posterior a la conversación. Creo recordar que estaba dormido y me despertó mi compañero de piso. En la puerta me esperaba M. Quería que le diera alguna de mis pastillas, estaba muy angustiado y no podía dormir. Sé que me costó negarme porque siempre me ha costado negarme a hacer favores que pueden empeorar la situación de quien me los pide. La razón ya la he expresado más arriba. Pero no podía hacerlo. Era muy consciente de que si mezclaba las pastillas con alcohol podría matarse o quedar muy tocado. Me negué con un gran esfuerzo de voluntad, incluso creo recordar que me enfadé ante su insistencia. No, no y no. Luego mi patrón me dijo que había hecho muy bien y me dio las gracias. La mezcla de pastillas y alcohol era pura dinamita.

No me volvió a hablar de la evolución del sumario. Le había aconsejado que se buscara un buen abogado penalista, éste podía utilizar los pocos medios de defensa que la situación permitía. Miedo, nerviosismo, oscuridad, que le pareció ver movimientos sospechosos, que creyó, estuvo convencido de que el ladrón portaba un arma. No era mucho, pero podía ser algo. No me gusta saber más cosas de las imprescindibles cuando una situación no tiene remedio. Por eso le agradecí que no volviera a mencionar el tema. Con toda seguridad pasé unos días, semanas, muy afectado, me sucede siempre. Tal vez aumentara por mi cuenta la medicación, lo que me haría el trabajo aún más difícil.

En algún momento, no sé cuándo, me invitó a comer en su casa e insistió tanto que me vi obligado a aceptar. Me pregunto si aún entonces yo andaba aún con el síndrome del famoso reciente, del novato mediático, que cree que todo el mundo le conoce porque ha salido en la prensa o en la televisión. Imagino que sí, aunque con menor intensidad, dado que había transcurrido un tiempo, no demasiado,  pero sí tal vez suficiente. ¿Me conocía M? Nunca se lo pregunté. Como ya dije en su momento, no todo el mundo lee la prensa, menos aún un diario concreto y no todos los días. Tampoco todo el mundo veía la televisión, aunque solo hubiera dos canales, y menos todos los días y a todas las horas. La posibilidad de que una persona concreta me hubiera visto en televisión y me reconociera en persona era algo estadísticamente tan complejo e inútil como la media de cuántos pollos había comido un español durante un año. Nunca se sabría, eligiendo al azar, si un español concreto estaba por debajo de la media, por encima o había que echarle de comer aparte porque no había probado el pollo en todo el año. La fama, como todo en la vida, es limitada, y más si solo te ha tocado de refilón al pasar por tu lado. Pero cuando la sufres no te quitas el miedo de encima, más si no se trata de una fama halagüeña si no estigmatizante. Por otro lado estaba huyendo de conocer gente nueva, de relacionarme, de que alguien me viera. La condición de hombre invisible hubiera sido mi salvación. También la de hombre muerto, pero eso era algo que ya había comprendido que se me había negado, por alguna razón que escapaba a mi racionalidad.

Imaginarme temblando mientras subía en el ascensor a su piso no me parece algo gratuito y disparatado. Mirado desde la distancia de los años, vivir como viví en aquella etapa de mi vida, me parece una hazaña tan heroica como los trabajos de Hércules. No entiendo cómo pude hacerlo, cómo no caí fulminado por un ataque al corazón o un ictus o simplemente por la angustia. No hay ser humano que pueda aguantar algo así. No sirve la excusa de la vitalidad de la juventud, porque yo seguía estando tan gordo que mis arterias debían de ser las de un viejo. Pasé esos años y los posteriores, en mi segunda temporada en el infierno, como un zombi que se mueve por inercia o como un globo que flota en el aire, llevado de acá para allá por cualquier viento o simple brisa que soplara en un momento concreto.

No importa quién me abriera la puerta, eso no iba a evitar otro problema que se me echaría encima enseguida. Porque M tenía una esposa bellísima, al menos así la recuerdo. Una mujer impactante con un rostro tan dulce y una forma de hablar tan amable y sensible que enamoraba al primer golpe de vista. Aunque tardaría años en darme cuenta de mi problema patológico con las mujeres, ya entonces no era capaz de comportarme con normalidad en presencia de una mujer atractiva. No puedo recordar detalles, pero sí mi súplica a la divinidad para que todo acabara cuanto antes y pudiera refugiarme en mi habitación, encamarme y dejar pasar el tiempo, mi única forma de enfrentarme a cualquier problema, sobre todo a los más graves. No recuerdo si fue en aquella ocasión cuando conocí a un “amigo” de M, o esto se produjo en otra ocasión, si es que volví a su casa, algo que no recuerdo. Si ocurrió de esta manera o lo junto todo, como el narrador que soy, para que la historia no pierda intensidad. Porque si en aquella ocasión estaba también el amigo, no consigo entender cómo no me desmayé y me tuvieron que llevar a un hospital. Porque su amigo era nada más y nada menos que un coronel o un alto cargo del ejército que a lo mejor era un simple capitán. Y por si fuera poco trabajaba en el Servicio de Inteligencia español, cuyas siglas no recuerdo, no era el CNI pero bien podía ser el CSI o como se llamara en aquel momento el servicio secreto. Cuando me lo dijo no pude evitar sonreírme o incluso reírme, creyendo que era una broma. Impávido, aquel hombre sacó su cartera y me alargó un carnet en el que pude ver que esto era realmente así. No me entraba en la cabeza que fuera falsificado y solo para gastarme una broma, como si fueran los santos inocentes.

Sí recuerdo que era un hombre en la cincuentena, más bien grueso, calvo, dando la sensación, a pesar de su barriga, de que podía darte un bofetón y mandarte a Lima. Ahora, con el tiempo, me surgen algunas preguntas que entonces no me planteé. Tales como: ¿me había invitado para que yo le conociera y él a mí?; ¿era una simple casualidad?; ¿qué interés podía tener aquel hombre en mí y qué relación, de verdad, tenía con M? Si estoy hablando de una secuencia completa y cronológicamente única, aquello tuvo que producirse nada más entrar yo al piso, luego comeríamos y al final de la comida, con el café, la copa y el puro –no para mí que entonces no fumaba- me haría aquella propuesta que es lo más esperpéntico que me ha ocurrido en la vida y que solo es imaginable en aquellos tiempos de la transición, donde todo lo que ocurría era tan dramático como ridículo. Si no fue así, es decir que no estaba él presente, me presentaría a su esposa, comeríamos y lo de aquel espía ocurriría en otra ocasión, tal vez sin comida de por medio.

En cualquiera de estos dos supuestos, lo cierto es que el piso me gustó, no era uno de esos pisazos de lujo en el centro de Madrid, puesto que vivíamos frente por frente, en Fuenlabrada, un barrio dormitorio y ciertamente nada sofisticado. Era suficientemente amplio y estaba muy bien decorado, pulcro, discreto, a imagen y semejanza de su esposa que a pesar de su belleza intentaba pasar desapercibida. Lo que no recuerdo es si fue en aquel momento cuando me presentó a su hijo, hija o hijos, porque hasta ahí no llega mi memoria. La fuerte sensación que tengo es que eran dos, hijo e hija, y ambos bellos y dulces como querubines, creo que rubios, parecidos a la madre, de la que no recuerdo si era morena o rubia, aunque el padre también era un guapo mozo, de eso no me cabe duda. Su esposa estrechó mi mano y luego se dirigió a la cocina para servir la mesa. No puedo recordar nada de la comida, ni de la conversación, ni de nada. Bastante tenía con hurtarle la mirada a la mujer y si estaba también el capitán o lo que fuera, con rezar por dentro para que todo aquello terminara de una vez.

Me resultó patético el agradecimiento de aquella pobre mujer. ¿Qué había hecho yo en realidad? Darle una información básica que podría haberlo hecho mucho mejor cualquier abogado. Algo tan elemental, querido Watson, que hasta a él mismo se le debía haber ocurrido. Me sentí muy mal, eso lo recuerdo bien. Y ahora, transcurridos más de cuarenta años, se me ocurren algunas preguntas que entonces no fui capaz de hilvanar, tal vez porque iba hasta las cejas de medicación, porque me había ocurrido lo que narro en el anterior capítulo de esta tremebunda historia o porque la presentación de su amigo como un espía, me había descolocado completamente. Preguntas tales como: ¿Si tenía un amigo que pertenecía al servicio secreto, por qué no le echaba él una mano, buscando abogados, poniendo en marcha el mecanismo de las influencias o de cualquier forma que vemos sucede en las películas? ¿Cómo era posible que M trabajara para aquel capitán en servicios de inteligencia, contra inteligencia, o lo que fuera, que ya he visto muchas películas, y además cobrando por ello, como me había dicho? Y ahora que consigo hilvanar los acontecimientos con cierta lógica, ¿cómo era posible que ocurriera lo que narraré más adelante? A no ser que tenga la cronología totalmente trastocada y ese acontecimiento fuera anterior a la tragedia de pegarle un tiro a un caco que entra en el almacén que él vigila, completamente desarmado. No lo creo porque su llamada al juzgado fue muy poco después de que apareciera en la casa donde yo vivía de alquiler para pedirme que fuera a la farmacia a por unos somníferos. Todo lo demás vino después. Empiezo a caer en la cuenta de que aquella etapa negra en Madrid bien podría ser vista por un lector no avisado como una de mis historias delirantes, ficticias, porque no cabe en cabeza humana que yo viviera todo lo que estoy contando. No es posible. Yo mismo no me lo creería si no lo hubiera vivido en mis carnes.

ALGUNAS HISTORIAS SÓRDIDAS XLI


LIBRO III

UNA TRAGEDIA ESPERPÉNTICA EN LA TRANSICIÓN ESPAÑOLA

Llegué a Fuenlabrada completamente hundido, y no solo por el peso del equipaje. Mi amigo A había fallecido no mucho tiempo antes y puede que mi episodio de personaje mediático por unos días acabara de ocurrir. Desde luego yo trabajaba en el registro, lo que no significa necesariamente que siguiera viviendo con A. Puede que falleciera estando yo trabajando allí. O puede que no. Porque lo que sí es cierto es que las entrevistas, periodística, televisiva y radiofónica sucedieron trabajando yo en el registro. El recuerdo es claro e incontrovertible. Todo lo demás es confuso, muy confuso. Es como si aquellos años hubiera vivido en otro planeta donde no existía el tiempo o era un tiempo flexible como chicle, que tanto podía ir al principio como al final o mezclarse en el medio. Un puzle con tantos espacios vacíos que las piezas nunca encajaban, todo lo más se aproximaban, dando una sensación de que podían ir bien encaminadas, aunque los bordes rasparan.

Puede que ambas cosas ocurrieran casi a la vez, solo que la muerte de A fuera un poco anterior a las entrevistas. Esto explicaría por qué no recuerdo ninguna conversación con él sobre el tema y también tendría mucha lógica que tras su muerte yo me atreviera a dar el paso que di. Sigue sin encajar que todo esto sucediera en un espacio de tiempo tan corto como fue el que debió de producirse tras su muerte y la comunicación que me hizo su viuda, a través de su suegra, de que debería abandonar el piso donde había vivido con A a la mayor brevedad posible. Y que en este corto espacio de tiempo me hubieran concedido el traslado al juzgado de la plaza de Castilla. Debo pues inclinarme a que el traslado fue más tarde, por lo que iría a trabajar desde Fuenlabrada, primero al registro y luego a Plaza Castilla.

La mudanza debió de ser tan atípica y surrealista como casi todas mis mudanzas. Por un lado me gustaría pensar que mi nuevo “patrón”, por llamarlo así, el hombre que había aceptado que fuera a vivir a su casa, me ayudó con el traslado en su coche, pero no recuerdo que tuviera coche y a mí ni se me ocurrió en aquellos años comprarme un coche para trasladarme por Madrid y menos con la medicación que me metía al cuerpo entonces. Debo inclinarme de nuevo a una mudanza en tren. Es decir, hacer un viaje con unas cuantas cajas y maletas y luego repetir y repetir hasta terminar con la última de mis posesiones. Eso explicaría la pérdida de algunos libros, aunque bien pudo suceder en la segunda mudanza, de vuelta a León tras el nuevo traslado. Hacer la mudanza en taxi me habría costado un pico y mi economía no estaba para hacer dispendios. Por suerte no había muebles que trasladar, pero todo lo demás ya abultaba lo suficiente. Un tocadiscos con todos los discos que había comprado de música clásica, en el Corte Inglés, y de música moderna en una tienda de discos de la Gran Vía de la que no recuerdo el nombre. Muchos libros, demasiados, que había comprado en su mayoría en el tenderete de Argüelles, al hombre argentino que me caía tan bien. Mucho de mi vestuario ya no me servía, había engordado mucho, más de treinta kilos, pero dudo mucho que lo tirara o regalara, debí conservarla por si bajaba de peso, algo que me ocurrió también en la mudanza de Soria a la Rioja, aunque esta vez sí doné a Cáritas toda la ropa de tallas bajas que nunca más me volvería a poner. Al menos tuve que hacer tres viajes en tren, si es que realicé la mudanza en este medio de trasporte.

Era un piso bajo, eso lo recuerdo bien. Y el hombre con el que iba a convivir tendría unos cincuenta años. Mi edad estaría entre los veintiséis y veintisiete años, aunque mi aspecto podía hacer que me echaran una o dos décadas más. No recuerdo su nombre, como tampoco el de otras personas que apenas dejaron huella en mi vida. Solo que era amable, poco hablador, muy introvertido, soltero y distante. No me recuerdo cocinando o fregando los cacharros tras la comida, lo que me indica que debí ponerme en plan de molestar lo menos posible –era limpio, ordenado y debió de ponerme algunas condiciones- además aquella era una etapa fugaz, hasta que me concedieran el nuevo traslado. Se me ocurre que no tenía mucho sentido pedir un traslado a plaza de Castilla si ya había decidido regresar a León. Puede que el secretario del registro se pusiera borde y me obligara a pedirlo cuanto antes y coincidiera con un concurso justo en aquellos momentos. Aquel secretario era un hombre que me caía muy mal, por su carácter y por detalles tan mezquinos como tener que entregarle el bolígrafo Bic vacío para que me diera otro, algo que no sería la última vez que me sucediera. Sigue sin encajar que esperara a otro traslado para irme a León. Puede que no hubiera plazas en la capital y decidiera esperar a que saliera alguna, porque me resulta extraño que no las hubiera en toda la provincia. O tal vez decidiera pensármelo, porque regresar con mis padres no era precisamente plato de gusto tras todo lo ocurrido.

Reconstruir mi vida en Fuenlabrada durante aquellos meses, tal vez más de un año, me resulta extraordinariamente difícil tras más de cuarenta años sin pensar en ello. Porque aquella etapa, toda, ha quedado enterrada a mucha profundidad, puede que hasta el núcleo terrestre, a lo largo de todos estos años. No recuerdo haber tomado el metro para ir a trabajar, lo que me indica que el metro en aquel tiempo no llegaba hasta allí. Podría saberlo mirando en Google, pero no me apetece molestarme para un detalle tan nimio. Sí recuerdo tomar el cercanías hasta Madrid. Hasta Atocha. El que luego cogiera el metro hasta plaza Castilla o hasta el registro solo supondría un tiempo más que debería descontar del sueño. Levantarme un poco antes o un poco después. Madrugar ha sido un gran problema a lo largo de mi vida laboral, ahora, ya jubilado, me doy cuenta del enorme esfuerzo que tenía que hacer para despertarme, levantarme y asearme. No puedo saber si la estación estaba muy lejos del piso, pero por cerca que estuviera los madrugones fueron de aúpa. No creo que me llevara menos de dos horas llegar al trabajo puntual, eso significa levantarme todos los días hacia las seis de la mañana, sino antes. Por supuesto que continuaba tomando medicación, con todas sus consecuencias. Ahora mismo se me pone el vello de punta imaginando el terrible sacrificio que supuso durante aquellos años trabajar, mantenerme en pie, sin dormirme, centrado en lo que hacía, porque en un juzgado cualquier error se paga muy caro. No me sorprende lo que estoy disfrutando de no depender de nada para vivir el día a día como me plazca, levantarme cuando quiero, hacer o no hacer lo que me dé la gana a lo largo del día, acostarme o levantarme a mitad de la noche, como estoy haciendo ahora para escribir. No hay horarios, nadie me pide cuentas, solo me siento obligado a los gatitos, respeto sus ritmos y me duele el corazón cuando les veo esperando a la puerta por su comidita porque me he retrasado. Entonces mi vida era una lucha permanente contra el sueño, por mantenerme concentrado en lo que tenía que hacer, por tratar de socializar, al menos lo mínimo posible. Tras la muerte de A y sus consecuencias, tras aquella nefasta entrevista y las suyas, la depresión se me subió a la chepa y no me abandonó. Pensar en el suicidio a las seis de la mañana y seguir pensando en ello durante todo el día, mientras trabajas, cuando regresas a casa, cuando intentas quedarte dormido muy temprano, para que madrugar no sea el infierno que es, requiere un esfuerzo agotador. Solo un milagro me mantuvo en pie. Ni siquiera pensar en mi regreso a León era un alivio, porque volver a ver a mis padres exigía de mí una fuerza de voluntad titánica. Ni siquiera me planteé vivir yo solo en un piso de alquiler, sabía de sus penurias económicas y lo mínimo que podía hacer por ellos era darles una parte importante de mi sueldo, lo que suponía renunciar a vivir fuera de su casa. Sabía muy bien que adaptarme a la nueva vida no iba a ser fácil, puede incluso que me replanteara marcharme de allí, a cualquier otra parte.

Si marcharme del registro fue un gran alivio, entrar en el nuevo juzgado supuso intentar hacerme invisible, procurando hacer mi trabajo lo mejor posible para que nadie me dijera nada. Era mi única y máxima preocupación. Que el tiempo pasara, que no ocurriera nada irreversible y que al fin pudiera volver a poner todos los bártulos en el tren y regresar al comienzo. El juzgado era diminuto. Estábamos comidos por papeles. No sé si me reconocieron de la televisión. Supongo que sí. El recuerdo está bastante claro, no intenté relacionarme, procuré ser cortés y bien educado, no caer de baja para no cargar a ningún compañero con mi trabajo y hablar lo menos posible. Sí recuerdo salir la media hora del café, pero no para tomar nada con los compañeros, solo para respirar un poco, aunque fuera el aire contaminado de la gran urbe. No cometer errores y hacer bien mi trabajo era como los cien trabajos de Hércules, pero sin Hércules. No importa, debí pensar, dentro de unos meses me iré y así acabará todo.

Por suerte ya teníamos el horario continuado, una de nuestras más ansiadas reivindicaciones, por lo que al dar la hora exacta, las tres, salías tras ordenar los papeles y ya no regresabas hasta el día siguiente. Imagino que comería algún bocata o un plato combinado, suponiendo que existieran en aquellos tiempos, o un menú barato. Me lo podía permitir porque ya no tenía que comprarle a A su botella de ron Bacardí diaria y no me gastaba dinero en comprar discos o libros, consciente de que aumentar el equipaje, con la mudanza a la vuelta de la esquina era de una inconsciencia que nunca tuve. Tampoco iba al cine o me permitía las diversiones que me acompañaron durante mi estancia en Madrid. Puede que viera a H alguna vez, no muchas, incluso tal vez ninguna. Mi única meta era ser el hombre invisible hasta que pudiera marcharme. Es posible que alargara mi regreso a casa para estar allí el menor tiempo posible. No quería molestar al hombre que generosamente me había permitido vivir con él. Seguramente me tomaría una cerveza en alguna terraza mientras escribía en la libreta mis infernales poemas negros.

Al llegar a casa me escondería en mi habitación, cerraría la puerta y me acostaría. Es posible que intentara leer algún libro, si es que la medicación me permitía concentrarme en algo. La cena bien podía consistir en un vaso de leche con algún dulce. Un cartón de leche en el frigorífico tampoco le iba a molestar mucho. Apenas tengo recuerdos de aquella convivencia. Algún intento por hablar sí debió de hacer aquel hombre, aunque no con mucha intensidad, ambos éramos conscientes de que yo estaba allí por lo que estaba. Tal vez porque lo hiciera por A, o porque le debiera algún favor a la madre o por compasión.

Los días transcurrían, no velozmente, pero al menos no se quedaban quietos. Lo peor eran las guardias en plaza Castilla. No recuerdo si eran de veinticuatro o cuarenta y ocho horas, lo que sí es seguro es que entrábamos por la mañana y dormíamos en el juzgado, hasta había un pequeño cuarto con una cama que utilizábamos por rotación cuando había algún pequeño descanso en aquel pandemónium que suponía una guardia de un juzgado de instrucción en Madrid. No sé si me tocó la guardia de dos juzgados a la vez en lugar de uno, otra de nuestras aspiraciones. Durante esas interminables horas te limitabas a registrar los atestados que entraran y a poner un poco de orden en los papeles que luego llevaríamos a nuestro juzgado. Una buena guardia era aquella en la que no había crímenes, con levantamiento de cadáver o cualquier otro incidente grave que nos trastocara la noche. Yo no estaba obligado a salir para levantamientos de cadáver u otras diligencias, pero nos quedábamos menos gente para atender al increíble trasiego que suponía la vida delincuente de una gran urbe.

En algún momento, no sé cuándo, ocurrió algo que trastocaría mi apacible vida de hombre invisible y me llevaría, pasito a pasito, a vivir aquella tragedia esperpéntica solo imaginable durante la transición. Una tarde llamaron a la puerta del piso. Nunca abría yo, pero aquella tarde mi compañero de piso me llamó. Quería presentarme a un amigo, un vecino de otro edificio cercano con el que al parecer mantenía una buena relación. No recuerdo que nadie más entrara en aquel piso durante el tiempo que estuve. Me quedé de piedra cuando el visitante, un hombre joven, de unos treinta y tantos, alto, buena planta, me pidió un favor. Por lo visto sabía quién era yo, bien porque se lo hubiera comentado mi compañero de piso o porque me hubiera visto en televisión. Lo que necesitaba de mí es que fuera a una farmacia para conseguir unos somníferos. Me sorprendió semejante petición. ¿No podía ir él? Aquello era muy extraño. Me negué. Luego mi compañero me explicaría que era un bebedor y que por algún motivo que no me expliqué no le daban medicación en las farmacias. Solo más tarde, cuando nuestra relación se hizo amistosa y me contó cómo era su vida, lo comprendí.

No podía creerlo. Acababa de enterrar a un amigo alcohólico –es un decir porque sí estoy seguro de no haber ido a su entierro- y ya estaba otro llamando a la puerta. Ahora soy consciente de que los problemas de las personas de mi entorno acababan afectándome por varias razones, yo era muy tímido, estaba obsesionado por hacer el bien, de una manera casi religiosa y sobre todo mi condición de enfermo mental, con una medicación que me convertía en un zombi, me hacían fácil víctima propiciatoria de las personas de mi entorno con problemas. Todos me liaban, o mejor dicho, yo me dejaba liar. Ahora sé que las personas con enfermedad mental, cuando estamos bien o pasablemente bien, procuramos con todas nuestras fuerzas ser buenos y hacer el bien para compensar los daños colaterales que se producen cuando estamos muy mal. Es un intento de compensación que se convierte en obsesión y que nunca logramos quitarnos de la cabeza. Aún hoy me siento impulsado, obligado, a llevarme lo mejor posible con la gente de mi entorno, hacer favores y mostrarme siempre como una buena persona. No es una característica de mi personalidad, es algo que he observado y observo en casi todos los enfermos mentales. Utilizando una metáfora de la ficción terrorífica, se podría decir que cuando estamos en nuestra piel procuramos compensar los desastres que hemos producido cuando nos hemos transformado en hombre lobo.

Intenté no darle importancia al incidente, aunque sé muy bien que seguramente tuve miedo de que esto no quedara ahí y se acabara produciendo algún desastre, como en efecto así fue. Una mañana recibí una llama telefónica en el juzgado preguntando por mí. Se me encogió el estómago y me persigné mentalmente. ¡Oh my God! Que no sean otra vez los periodistas. Era M, llamémosle así. Estaba muy afectado, traumatizado. Le había ocurrido algo terrible. Le pregunté si no podía esperar hasta la tarde, podríamos hablar cuando yo llegara a casa, ahora estaba trabajando y no podía entretenerme. Pues no, no podía, noté que necesitaba una información esencial o la ansiedad y la angustia acabarían con él. Escuché su relato procurando interrumpir lo menos posible y hacer las preguntas necesarias de la forma más discreta posible para que mis compañeros no supieran de qué estábamos hablando.

La noche anterior había ido a trabajar. Era guardia de seguridad y durante aquella temporada trabajaba de noche en un almacén, procurando evitar los robos. Imaginé que habría ido bebido. Sabía muy bien cómo funcionan estas cosas. No entendía cómo podían dejarle trabajar con un arma si sabían que se pasaba bebiendo. ¿O no lo sabían? En aquellos tiempos los guardias de seguridad iban armados. Lo visualicé en su garita, dejando pasar el tiempo, con su uniforme y su pistolera a la cadera, mirando la cámara o cámaras de vigilancia. Según él ocurrió que alguien entró a robar. Le dio el alto y como no obedeció le disparó, con resultado de muerte. Su ansiedad, su angustia, era saber si podía alegar defensa propia. Tuve que hacerle algunas preguntas imprescindibles. ¿Iba armado, llevaba el arma en la mano? No. ¿Portaba un arma blanca e intentó agredirle? No, no iba armado. Tuve que decirle la verdad, no podía alegar defensa propia, ningún juez lo aceptaría. Noté un silencio denso al otro lado de la línea telefónica. Por fin habló. Me dio las gracias. Esa era la pregunta que necesitaba una respuesta inmediata, el resto podía esperar. Quedamos para la tarde.

No soy capaz de recordar dónde nos vimos, si en una cafetería o tal vez me llevara a su casa, porque a la mía seguro que no fuimos, procuraba tener un exquisito cuidado con estas cosas, debía de aguantar en aquella casa hasta mi nuevo traslado, no soportaría una nueva mudanza. Tampoco recuerdo la conversación, solo una vaga sensación de su cara pálida, su nerviosismo, su decaimiento. No estaba asustado por ir a la cárcel, solo por las consecuencias. Quedarse sin trabajo, cómo iba a vivir su familia, su esposa y su hijo o hijos, porque no recuerdo cuántos hijos tenía. Era algo que le angustiaba. Le preocupaban algunos detalles, como cuándo iba a salir el juicio. Sería largo, estas cosas van despacio, le dije, como mínimo un año, tal vez dos o más.

ALGUNAS HISTORIAS SÓRDIDAS XL


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Mi estancia en Fuenlabrada, donde ocurrió un drama tan trágico como esperpéntico, será narrada en el tercer libro de estas historias. Así pues daré por bueno lo contado hasta este momento, a pesar de los grandes vacíos, y supondré que el episodio que estoy acabando de hilvanar transcurrió al fallecimiento de A. Me asombra comprobar que en un periodo de tiempo de poco más de cuatro años me sucedieron tantos dramas como a algunas personas, pocas –si descontamos el tercer mundo- le podrían haber ocurrido durante una larga vida. La sensación que tengo es la de que los hechos ocurrieron uno tras otro y a veces se simultanearon varios. Por supuesto que hubo muchas más cosas, fui muchas veces al cine, al teatro, compré y leí muchos libros, hubo momentos agradables, incluso muy agradables, pero mi memoria se ha empecinado en acumular todo lo malo, convirtiendo esta temporada que siempre he llamado desde entonces como “Mi temporada en el infierno”, parafraseando a Rimbaud, o mi etapa negra, en un continuum temporal en el que solo me ocupé en ir descendiendo de círculo en círculo dantesco. Hubo intervalos, eso está claro.

No recuerdo mucho más de mi etapa de famoso reciente. Recibí algunas llamadas en el trabajo de compañeros de otros juzgados, interesándose por mí, de maneras muy humanas y sensibles. No quise aceptar sus propuestas de vernos, tomar un café y charlar. Debí de estar muy mal para negarme a tomar café con algunas chicas o mujeres que estaban interesadas en conocerme y charlar. Ese debe corre de mi cuenta, porque no hubo desprecios, insultos o nada semejante. Sencillamente estaba tan mal, tan desesperado que ya no creía en nada ni en nadie. No esperaba nada, no buscaba nada, solo quería que pasara el tiempo de exposición mediática, que todo el mundo se olvidara y yo pudiera continuar con mi vida, fuera la que fuese. Resulta curioso que a pesar del tiempo transcurrido, cuando llegué a León, me encontré con un compañero de otro juzgado en el vestíbulo del palacio de Justicia y me preguntó asombrado, si yo era el que había salido en el programa de televisión. Lo negué, por supuesto, pero él siguió insistiendo y creo que nunca aceptó mi negativa. Si dentro de un tiempo leyera estas historias recordaría aquel episodio y se sentiría confirmado en algo de lo que estaba totalmente seguro. Cuando fui cambiando (bajé de peso, los treinta kilos que había subido, me vestí de otra manera, me olvidé de la mariconera que comprobé era objeto de burlas en una capital provinciana, y mi aspecto físico cambió mucho, hasta me deshice de la barba y me dejé un bigotillo) el que alguien pudiera reconocerme resultaba bastante inverosímil.

Los ejemplares del suplemento dominical de aquel periódico, puede que una docena, los quemé durante una crisis de mi enfermedad y tras una discusión con mi entonces pareja. Los metí en la caldera de la calefacción y tras ellos los cuadernos de un diario que había comenzado a escribir a mi llegada a Madrid. Es una pena porque ahora me servirían para colocar en su sitio todas las piezas del puzle y desbloquear un rincón de mi memoria que ha permanecido tapiado más de cuarenta años. Si bien durante los años siguientes hablé a algunas personas de mis intentos de suicidio, fueron muy pocas, y la versión de aquellos hechos estaba muy podada. No creo que diera ningún ejemplar del reportaje a nadie. No es algo que se regala a los amigos para que te quieran más. Los conservé todos porque el juramento que me hice de contar todo esto antes de morir ha permanecido presente toda mi vida. Comenzó en aquel sótano infecto, atado con cadenas, donde primero quise acabar con toda la humanidad y luego me conformé con la promesa de lanzar un grito de Munch defendiendo mi dignidad humana antes de morir y quedó incrustado en mi subconsciente en aquel comedor del psiquiátrico Alonso Vega de Madrid después de que el psiquiatra me dijera que iba a permanecer internado de por vida. Por suerte el bloqueo de la memoria ha sido casi total. No quiero decir que me volviera amnésico, simplemente fue enterrado a mucha profundidad, casi en el núcleo de la Tierra, de tal modo que al desenterrarlo ahora he tenido que cavar con uñas y dientes. Hay sangre entre mis uñas y hay putrefacción entre mis dientes. Ha sido una recapitulación infernal. He pasado algunas noches sin pegar ojo y he sentido temblar mis entrañas. Ha sido mi condición de novelista, capaz de escribir las historias más delirantes y de crear los personajes más alucinantes, la que me ha permitido verme como un personaje y distanciarme, escribir estas historias como si fueran relatos de terror y no una realidad que viví en mis propias carnes. Me cuesta aceptar que la persona que fui es la misma que la persona que soy. Y sin embargo cada episodio depresivo, desde hace muchos años, me recuerda un poco a lo que fui y a lo que hice entonces. Es el mismo veneno, solo que la dosis está muy rebajada. Ya no me comen por dentro los ácidos, pero el malestar estomacal de la digestión me obliga a dar vueltas en la cama, insomne, o a levantarme, como esta noche, que espero sea la última, para rematar estas historias de una vez por todas y olvidarme de ellas. La recapitulación está hecha, el desbloqueo me ha llevado hasta donde me ha permitido mi subconsciente, ahora solo queda subirlas a Internet y esperar que no pase nada. Porque nada debería pasar. Las historias humanas nunca se han llevado en esta sociedad, todo el mundo quiere pasar página, divertirse con lo que sea, fugarse de la realidad de la vida como sea y al precio que sea. Las historias humanas no interesan, porque se sufre demasiado, porque intensifican nuestra capacidad de empatía, muy dormida, y no merece la pena sufrir por algo que no nos ha ocurrido a nosotros. Soy consciente de que mi historia no deja de ser una de tantas.  La historia humana se compone de todos los círculos del infierno de Dante y de más, de muchos más, por ellos han pasado tantos seres humanos que la empatía hacia todos ellos nos volvería locos. La historia humana está repleta de genocidios, de campos de concentración, de muertos de hambre, por las guerras, torturados, despedazados, desmembrados. Las mujeres han sido violadas, los niños esclavizados, carne de cañón de pedófilos, tirados en las playas de los refugiados. Si por un milagro todas las víctimas en la historia humana aparecieran ahora ante nuestros ojos, en nuestros parques, en las plazas públicas, en nuestras calles, amontonados, sangrantes, con sus ojos abiertos mirándonos. Si las escenas de sus torturas, de sus muertos, se reprodujeran ante nuestros ojos, la humanidad se volvería loca, porque no hay mente que soporte algo así. Esta es la maldita y tenebrosa historia de la humanidad y aún no ha terminado. Ahora mismo siguen ocurriendo estas cosas. Ahora mismo la humanidad sigue mirando para otra parte, como si la depredación que está sucediendo ante nuestros ojos no fuera con nosotros. Es preciso bloquearse, es preciso anular nuestra capacidad de empatía para poder sobrevivir. Mi vida no es nada comparada con esta pirámide casi infinita de víctimas amontonadas de cualquier manera por el tiempo, la historia y los verdugos que han sido encargados de ahorrar un trabajo horrible al resto. Además, salvo las cadenas que me pusieron contra mi voluntad, las patadas, los puñetazos, los electroshocks, las reclusiones en manicomios, el resto lo hice yo, nadie intentó matarme, fui yo el que quiso hacerlo. No importan las razones, una sociedad apestosa, inhumana, la soledad, la falta de cariño, una enfermedad mental que sigue estigmatizada y que a nadie importa. Fui yo quien lo hizo y no puedo ni debo quejarme. Pero tal vez mi dignidad humana me impulse a cumplir el juramento que me hice. Por todas las víctimas amontonadas de cualquier manera a lo largo de la historia. Porque cuando la naturaleza mata, a veces para sobrevivir ella misma a la depredación humana, no se regodea en sus resultados, es objetiva e impersonal. ¿En qué infierno estamos? ¿Dónde están los verdugos? Y sobre todo, ¿dónde están las mentes asesinas que urdieron todo esto? Espero que nadie lea este testimonio, que me dejen en paz, solo quería cumplir un juramento, solo eso. Pero si todo se complica y muchos lo leen que no me llamen para entrevistas morbosas. Que cambien esta humanidad, que salgan a las calles y griten que señalen a los verdugos y a las mentes asesinas, que no tengan miedo a morir, la muerte puede ser un alivio cuando uno vive en el infierno.

Para quitar hierro debo darle a esta historia un final un tanto esperpéntico. A la muerte de A me trasladé a Fuenlabrada donde residí hasta mi traslado a León. Con el tiempo me olvidé de mi fama efímera y los demás se olvidaron antes. Seguí viendo a H, aunque no con mucha frecuencia. Mi salida de Madrid no acabó con nuestra relación. Debimos de escribirnos cada cierto tiempo, cartas, por supuesto, porque en aquellos tiempos no había correo electrónico. No recuerdo conversaciones telefónicas, aunque sí pudo haberlas. Lo cierto es que yo regresé a Madrid en alguna ocasión para verla, eso lo recuerdo. Y ella vino a León para verme. Lo sé porque tengo alguna foto que lo documenta. En ella está con la pareja de su padre, no recuerdo que viniera nadie más, aunque hay una foto en la que estamos los tres y que alguien debió hacerla, tal vez un transeúnte que pasaba por allí. Puede que insistiera un poco para tener relaciones sexuales con ella. Admito que aunque no insisto cuando me dicen que no, suelo dejar caer como quien no quiere la cosa que… Bueno, en realidad en aquellos tiempos me limitaba a hablar de mi soledad y la necesidad de cariño y de sexo. Si se lo dices a una mujer ésta puede pensar que le estás proponiendo algo. Debería callarme, ya que a nadie le importa mi soledad o mis necesidades sexuales, como a nadie importó mi trágica vida de enfermo mental. Pero no soy capaz de hacerlo, siempre se me escapa la verdad, porque no soy capaz de vivir en la mentira.

El recuerdo de lo que ocurrió en la casa de mis abuelos, entonces abandonada y a la venta, cuando ella accedió a venir a pasar unos días conmigo, sola, y en la montaña, es para mí bastante triste. Yo había comenzado a engordar de nuevo y supongo que estaba en un periodo depresivo, uno más. Ella no debía de sentirse muy atraída por mí, pero cedió por alguna razón. Además los efectos de la droga habían disminuido mucho su libido, como me había confesado estando en Madrid. Fue una experiencia muy triste. En buena parte fue culpa mía, por insistir y no ser capaz de dar lo mejor de mí, y en parte fue culpa de ella por su falta de libido. No volvimos a vernos. Creo recordar que yo aproveché el desastre que fue nuestro encuentro sexual para dejar de contestar a sus cartas. Es cierto que nunca le eché la culpa de lo ocurrido con la entrevista pero aquella experiencia fue tan brutalmente decepcionante que en algún momento pensé si no podría haber escogido otro periodista y si en realidad solo quería hacerle un favor. Puede que me comentara que se había acostado con él en un pasado no muy remoto. Nunca quise saber de aquel periodista y tal vez hubiera podido hacerlo ya que conservaba su nombre en el reportaje. Entonces no existía Google pero tampoco era tan complicado ir a una biblioteca y leerse los periódicos de Madrid. Desconozco si aquel número circense que fue la entrevista que me hizo le pudo servir para trepar y mejor su posición profesional. Por un lado no me importaría que aquella mierda que viví hubiera servido de algo a alguien, por otro lado pienso que quien desprecia la humanidad de una historia, buscando solo número de lectores, de oyentes, de televidentes, para conseguir una mejor posición, más dinero, más fama, más relevancia, lo que sea, no merece que se le desee suerte en su empeño.

Y aquí termina esta historia, aunque quedan algunas más, como la que vendrá a continuación, una tragedia esperpéntica en la transición española o la historia de una rubia con mala suerte. Lo dicho, a lo largo de mi vida no me han ocurrido tantas cosas y tan malas como en aquellos años, tal vez cuatro y unos meses. Creo que entonces era una especie de emisora de radio lanzando quejidos al aire y como es natural atraje a todo lo afín. Ahora, cuando todo el mundo vive una distopía que nadie es capaz de asimilar, cuando mi muerte no está lejana y la soledad es aliviada por mis queridos gatitos, ha llegado el momento de cumplir mi juramento y proclamar bien alto que merece la pena vivir a pesar de todo. Porque de otra forma no hubiera conocido el amor, ni tenido una maravillosa hija, ni un hijo afectivo que me sigue queriendo, ni a las buenas, personas, no demasiadas, eso es cierto que he llegado a conocer. Tampoco hubiera podido leer todo lo que he leído, ni la música que he escuchado, ni las películas y series que he visto, ni gozado de tantas puestas de sol, y tantos bellos paisajes y tantos momentos alegres y felices. A pesar de todos los pesares merece la pena seguir viviendo, aunque solo fuera para luchar por un mundo mejor. Porque este mundo, esta sociedad, tienen que ser mejoradas, mucho y en poco tiempo o todo se nos irá de las manos.

ALGUNAS HISTORIAS SÓRDIDAS XXXIX


Sí, podría haberse cebado, por ejemplo preguntándome qué pensaba mi familia de todo aquello o si me había planteado que su sufrimiento era demasiado terrible para hacerme recapacitar. Le hubiera podido responder que nadie había hecho méritos suficientes como para que yo continuara en el infierno solo para que ellos no sufrieran. ¿Dónde estaba el cariño, el afecto, el amor? Aquella era una mierda de sociedad, donde solo contaba el dinero y las relaciones interpersonales tenían tanto de humanas como las relaciones entre los pedruscos. Sí, podría haberse cebado y no lo hizo, por eso le estoy agradecido, aunque desde aquel episodio nunca he vuelto a confiar en la prensa, en los periodistas, en los medios. Incluso aunque el tratamiento sea muy humano, detrás está siempre el dinero, la fama, todo eso y más va en la naturaleza del periodismo. Nunca he confiado en personas que me piden algo, un favor, lo que sea, con argumentos muy lógicos, muy racionales, muy humanos, si sé que está en juego su trabajo, mucho dinero, la fama, el poder… El capitalismo ha podrido todo, hasta las raíces de la humanidad, al vincular cualquier actividad al dinero, a la supervivencia. Hasta el sufrimiento más infernal de una criatura puede ser algo productivo en el capitalismo. Y  sin embargo estoy convencido de que es lo único que puede conmover a los dioses, a las fuerzas poderosas que controlan y dirigen el universo, sean las que fueren. No puedo aceptar que exista algo todopoderoso que sea al mismo tiempo tan impersonal y tan gélido que mire el sufrimiento como la caída de las hojas. Recuerdo la frase evangélica, ni una hoja cae al suelo sin que vuestro Padre celestial lo sepa. Mi rebelión frente a entidades superiores que desprecien el sufrimiento de las criaturas es absoluta. No me entra en la cabeza. Es lo único que permanecerá cuando el universo, los multiversos, desaparezcan. No hay mayor amor que el que da la vida por los demás. El sufrimiento no puede diluirse como lágrimas en la lluvia. El sufrimiento tiene memoria propia. Anoche vi por cuarta o quinta vez Blade Runner y me siguen conmoviendo las frases del replicante que va a morir. He visto rayos más allá de Orión, naves en llamas, he visto el sufrimiento clavado en la cruz del universo. Eso no puede desaparecer como lágrimas en la lluvia.

Es por eso que la humanidad nunca podrá ser perdonada hasta que todo el sufrimiento, hasta la pizca más elemental, no sea redimido por el amor. Es por eso que esta humanidad doliente necesita un cordero que vuelva a poner el sufrimiento de todos los seres humanos, de todas las criaturas, en su lugar, el altar del amor, donde será regado por la sangre amorosa del cordero y transformado en algo eterno e inolvidable.

Al menos la entrevista fue corta. Salí de allí, me llevarían en el coche hasta casa y me iría a la cama directo. Seguro que dormí porque las pastillas te dormían aunque te tocara al oído una orquesta sinfónica. A la mañana siguiente me levanté con la terrible sensación de que no ocurriría nada, al menos nada bueno. Y en efecto, así fue. Me llamaron de un programa de radio. Querían hacerme otra maldita entrevista. Estaba harto de aquel circo, a pesar de ello procuré ser amable. Si no controlara mis estallidos de cólera estos serían ya legendarios. Procuré ser amable, pero no lo conseguí, fui más bien seco y puse todas las disculpas posibles. Por suerte el programa era por la mañana los días laborables. Estoy trabajando. Insistieron. ¿No puede pedir un día de permiso? No, estamos hasta arriba de trabajo y no me lo darán. Siguieron insistiendo. ¿Y la hora del café? Tiene media hora, podemos adaptarnos. ¿Y cómo me llaman, y a dónde? En aquellos tiempos no existían teléfonos móviles. Al final, saturado, asqueado, decidí que lo mejor era decir que sí y que se apañaran ellos, al menos me los quitaría de encima. Solo conservo un recuerdo sólido, indubitable. Llamando desde una cabina telefónica, porque no creo que me pidieran el número de la cabina para llamarme ellos, me parece muy rocambolesco. Así que me gasté mis moneditas, que en aquellos tiempos me hacían mucha falta para contestar a unas preguntas chorras que ya me habían hecho y de las que no sacarían nada, porque estuve seco, creo que bastante seco, por eso la entrevista también se acortó. Eso fue todo.

Bueno… casi todo. En el trabajo, un registro civil, rotábamos en la ventanilla. Uno atendía al público que te encargaba partidas de nacimiento, matrimonio, defunción, de lo que fuera. Tomabas notas y las pasabas a los compañeros que buscaban el mamotreto en las estanterías, encontraban la página y según fuera, si era en extracto, utilizabas un impreso, lo rellenabas y a la firma. Si era literal hacías una fotocopia, ponías el sello, rellenabas la fecha y a la firma. Aquella mañana me tocó a mí la ventanilla, o puede que fuera al día siguiente, qué importa. Noté que me miraban raro, no todos, y alguno, no sé si muchos o pocos, se atrevían a preguntarme si yo era el que había salido en la televisión. Lo negaba pero no se lo creían. Otro hubiera tenido más posibilidades de pasar desapercibido. Yo era un joven gordo, muy gordo, con barba de patriarca y con una vestimenta que no cambiaba. Más fácil imposible.

Cuando salí a la calle sufrí lo que llamo el síndrome del famoso reciente. Creía que todo el mundo me miraba y me reconocía. Era imposible porque a pesar de haber solo dos cadenas televisivas puede que muchos estuvieran viendo la 1 y no la 2 o hasta es posible que no vieran la televisión, todo es posible. Sin embargo la idea me taladró la cabeza y me comporté como si todo el país hubiera visto la entrevista, o hubiera leído el reportaje en el periódico, como si todos leyeran el mismo diario o todos compraran la prensa y concretamente aquel periódico y no otro. O como si todos me hubieran escuchado por la radio, no importaba que por la radio no pudieran verte. Estaba completamente paranoico. Caminando por la calle, en el metro, en el autobús, todos me miraban, todos sabían, todos me reconocían. El síndrome del famoso reciente es jodido, más si eres un enfermo mental. Puede que aquello fuera el inicio de mi fobia social o puede que solo fuera un impulso más. Puede que fuera la primera vez que me refugiaba de aquel síndrome mirando al suelo como un alelado. Aunque no, también lo hacía cuando caminaba por las calles del pueblo para ir a la iglesia y presentarme al cura, como me habían aleccionado en el colegio religioso, para ofrecerme como monaguillo. Todos me miraban, todos sabían que estudiaba con los curas, todos sabían que iba a la iglesia, a presentarme al cura. Las paranoias más terribles pueden comenzar así, de una forma tan ridícula.

Me preguntaba cuánto tiempo duraría la fama, cuánto tiempo tardarían en olvidarse de mí. Fue un infierno, uno más. En alguna ocasión, no muchas, hasta me detenían por la calle para preguntarme si yo era el que había salido en la televisión. Negaba como Judas. Tenía los nervios de punta y cada día más. Aún recuerdo, transcurridos más de cuarenta años, la sensación de ridículo espantoso que sufrí cuando en la oficina un compañero me dijo que me pusiera al teléfono, me llamaban de Alemania. Estaba tan aterrorizado por las consecuencias de mi estúpida decisión que incluso llegué a pensar en que me llamaba una televisión alemana que también quería entrevistarme. Caminé hacia el teléfono, tan asustado y con unos movimientos tan esperpénticos que todos se dieron cuenta y se escucharon risas, más bien carcajadas. Era verdad que me llamaban desde Alemania, pero era un emigrante que necesitaba una partida. No sé por qué no tomó nota el compañero, tal vez porque había turnos para todo y me tocaría el turno de atender llamadas por teléfono cuando pedían una partida. O puede que fuera para chincharme. Ya tenía fama de loco puesto que había estado tanto tiempo internado y el secretario había querido incapacitarme. Seguro que ya me había sugerido que pidiera el traslado. Otra vez. Tras la entrevista televisiva la sugerencia se convirtió en una orden.

Y aquí el tiempo cronológico se enmaraña, se hace en extremo confuso. Las piezas del puzle que faltan son muchas y hay tantos espacios vacíos que debo rellenarlos a través de la deducción. Primero, yo había llegado allí en un traslado forzoso. Segundo había estado internado más de un año. Tercero no tardaría mucho en pedir el traslado a un juzgado de Instrucción de la plaza de Castilla. Y a partir de estos datos debo de ir rellenando. No me encaja, por ejemplo, que A, de quien hablo en el libro primero de estas historias, no aparezca en mi memoria para nada en este tema. No recuerdo si le conté lo que iba a hacer, cómo reaccionó, qué me dijo. Nada, absolutamente nada. Entiendo que de haber sucedido algo al respecto debió de ser prolongado en el tiempo y aunque no recordara la mayoría de las escenas, al menos algo debió haber quedado. Nada. Esto me lleva a deducir que A ya había fallecido. Esto lo explicaría con bastante lógica. Si no fuera así mi bloqueo al respecto sería total e inexplicable. Por lo tanto debo encajar este episodio tras su muerte y seguir colocando piezas. Si tuviera que intentar una cronología sería la siguiente: Traslado a Madrid, a ese registro civil, tras el intento de suicidio con la pistola. Internamiento en el Alonso Vega durante más de un año. Aquí falta una pieza importante, porque no puedo saber qué me llevó a ese internamiento. De la docena de intentos de suicidio que calculé en su tiempo y que sigo recordando como una cantidad exacta y no a vuela pluma, faltan algunos. No me salen las cuentas. A pesar de mis intentos por recordar, por desbloquear la memoria, por recapitular cada detalle, faltan intentos de suicidio, no sirve de nada darle más vueltas. Tras mi salida del psiquiátrico me fui a vivir con A a su piso. Y aquí hay otra pieza importante que no encaja, la cronología. El recuerdo que tengo del tiempo que viví con él es que fue relativamente largo. Luego durante este episodio debía de estar viviendo con él. Aunque se hubiera producido al final de mi trabajo en aquel registro, el tiempo está muy confuso. Al menos año y medio en aquel lugar, entre la estancia en el psiquiátrico, de baja en el trabajo, y mi traslado a un juzgado de la plaza de Castilla, donde permanecí un tiempo que tuvo que ser necesariamente superior a los seis meses, no pude haber pedido el traslado a León dentro de ese periodo puesto que el concurso de traslado tuvo que producirse con posterioridad, al menos de varios meses.  De esta forma mi estancia en Fuenlabrada, tras el fallecimiento de A, estando ya trabajando en plaza de Castilla, debió de ser más prolongado de lo que recuerdo. Haciendo sumas diría: poco más de un año en el juzgado donde llevé a cabo el intento de suicido de la pistola, más de un año internado en el psiquiátrico Alonso Vega, sumando da unos dos años y medio, más o menos. Algunos meses más en el registro, podrían sumar tres años. Así pues mi trabajo en el juzgado de plaza de Castilla debió prolongarse tal vez más de un año, lo que sí tiene sentido teniendo en cuenta el tiempo que tardaba en salir un concurso y la posibilidad de pedirlo reuniendo los requisitos legales.

ALGUNAS HISTORIAS SÓRDIDAS XXXVIII


Cuando al fin me tocó el turno una azafata me condujo entre andamios metálicos y un suelo plagado de artilugios. Fue una gran decepción. Al ver el programa en la televisión uno tenía la sensación de que el plató era muy lujoso. En realidad todo era muy cutre, los andamios, los espectadores sentados allí como en las gradas de un campo de futbol de regional, solo la mesa del presentador y la decoración tras ella reflejaban lo que se veía en el televisor. Lujoso, bien iluminado. En realidad todo el estudio era un montaje práctico, solo lo que enfocaban las cámaras estaba bien decorado, el resto, que no se iba a ver, era un montaje imprescindible para su función. Había que ahorrar dinero y no tenía sentido que todo reluciera cuando el enfoque de las cámaras estaba milimetrado para lo que se iba a ver, al presentador, al invitado y un panel tras algunos espectadores que imaginé enfocaban siempre que daban un plano del público. Puede incluso que los cambiaran de sitio en los intermedios por si algún espectador listillo se fijaba en los rostros, siempre los mismos.

El presentador no me había saludado ni había hablado conmigo, ni había preparado nada. Imagino que no actuó así con los demás, los personajes vip. Me senté a su lado, siguiendo indicaciones y me aleccionaron para que mirara a la cámara y estuviera atento a la luz que se pondría verde cuando terminaran los anuncios. Yo era consciente de estar allí como un número circense, el presentador lo sabía también y todos los telespectadores. La entrevista fue breve, al menos así lo recuerdo. Debo agradecerle que al menos no se cebara demasiado en el aspecto morboso del tema. No sé  las preguntas que tenía preparadas o si algo hizo que las abreviara o cambiara o se limitó a seguir el guión. Intuyo que mis respuestas fueron lo suficientemente contundentes para no meterse en más vericuetos. El número de circo estaba claro, yo era posiblemente un record del mundo en suicidios, aunque más tarde me enteraría, no sé por quién de que en realidad no podía apropiarme ese record. Si no recuerdo mal había un hombre chino que lo había intentado más veces que yo, aunque no sé si los intentos fueron tan graves o más. El guión estaba hecho, un resumen de mis intentos de suicidio –no creo que los describiera todos ni con todo el morbo posible- una pregunta evidente, por qué lo había hecho, ¿lo seguiría intentando? y tal vez algo más, si era consciente de que lo estaba haciendo sufrir a mi familia y alguna otra pregunta por el estilo. No puedo recordar la literalidad de mis respuestas pero sí la esencia de las mismas. La vida era una mierda, esta sociedad era una mierda, no había amor, ni cariño, me sentía tan solo que no tenía el menor interés en seguir viviendo. Estaba absolutamente convencido de que existía un más allá y de que no podía ser peor que esto, nada podía ser peor que esto. Imagino que de ese pensamiento surgieron con el transcurso de los años algunas ideas para relatos, como el de Prisión Federal Galáctica, donde un periodista descubre, tras una complicada investigación, que el planeta Tierra es una prisión galáctica donde están aislados algunos delincuentes y asesinos, lo peor de la galaxia. Eso explicaría muchas cosas, la historia humana, las guerras, los genocidios, tantas aberraciones y perversiones… En otros relatos sigo hablando de ello, esto es el infierno, porque no puede haber nada peor.

Debí hablar con mucho aplomo, estaba convencido de lo que decía, visceralmente, no tenía la menor duda. A pesar de mis nervios creí notar un espeso silencio entre los espectadores del estudio. El número de circo se les estaba yendo de las manos, nadie es tan insensible como para reírse de una tragedia humana que aparece entre ellos con la desnudez de la verdad. Debo agradecer al presentador que no escarbara en el morbo, al menos no demasiado. Puedo ponerme en su piel, eso es la empatía, y hacerme una idea de lo que pudo sentir aquella persona. Aquel era su trabajo, un buen trabajo, era famoso, tenía un buen sueldo, dependía de la reacción de los espectadores para que el programa se mantuviera. Eran otros tiempos, no existía la televisión privada, que vendría años después, ni la lucha desesperada por alcanzar las mejores cuotas en el prime time o como se diga, la franja horaria en la que más espectadores están conectados. A pesar de ello imagino que un programa que no alcanzara determinada cuota de telespectadores estaba condenado a desaparecer. Mi número no era comparable con el de un señor que puede doblar cucharas en directo, pero seguramente ayudaría. Imagino que su equipo de producción había buscado noticias adecuadas al programa y se habían encontrado con el artículo dominical en un periódico de tirada. Si yo aceptaba ir al estudio y ser entrevistado, ese era mi problema. Yo en su lugar hubiera hecho lo mismo, ¿o no? Por mi trabajo he tenido que echar familias con niños en desahucios. Tienes que trabajar para ganar el garbanzo para ti y para tu familia, y todos los trabajos tienen su lado oscuro, algunos más que otros. Puedo comprenderle. Al menos no se cebó en aquella obesa carroña que podía dar mucho tuétano morboso. No me preguntó, por ejemplo, qué se siente cuando uno va a morir o cuando tienes la pistola en la sien y vas a apretar el gatillo. Porque le podía haber respondido: una angustia absoluta, infinita, que amenaza con hacerte estallar en pedazos; todas tus certezas se diluyen cuando la muerte te mira con sus ojos vacíos en una calavera gélida. Puede que ese intento de suicidio ni siquiera hubiera aparecido en el reportaje, no me imagino jugándome el trabajo cuando aquel episodio fue ocultado con la condición de que pidiera el traslado. No importa porque allí había suficiente material como para hacer una pregunta de ese tipo. Sí recuerdo que había contado el número de mis intentos y sumaban una docena, puede que hasta ese número apareciera en el título del reportaje. Algo así como doce intentos de suicidio y sigue vivo.

ALGUNAS HISTORIAS SÓRDIDAS XXXVII


No puedo saber qué ocurrió para que recibiera el alta, puede que el psiquiatra quisiera deshacerse de mí, después de haber reflexionado sobre los problemas en los que se metería si intentaba mantenerme allí de por vida. Regresé a mi trabajo en aquel registro civil. Aún continuaba allí cuando accedí a la entrevista con aquel periodista, por lo que A tuvo que saber lo que yo iba a hacer. Es curioso pero no recuerdo que me dijera nada y tuvo que hacerlo, eso encaja con su personalidad. No sé si intentó disuadirme o me animó. Era el acto de un desesperado, pero él también lo estaba y debió de comprenderme.

Cuando terminé mi narración hubo un profundo silencio. Puede que el periodista cambiara la cinta, llevaba horas hablando y hablando. Quería irme a casa – imagino que vivía con A- y tumbarme en la cama y dormirme. Puede que al día siguiente tuviera que trabajar, o tal vez no, si era fin de semana. A pesar de aquella tensión nerviosa que me hacía temblar la medicación me ayudaría a dormir. Pensé que el periodista estaba muy afectado, pero esa idea se me quitó de la cabeza cuando me pidió que posara para unas fotos. Sobre la mesa del salón, una vez retirado aquel mamotreto, aparecieron unas pilas, unas monedas. Fui fotografiado en diferentes posturas y con distintos aditamentos, que reflejaban cómo había intentado suicidarme. Me sentí indignado, pero una vez que había tomado la decisión tenía que aceptar las consecuencias.

No recuerdo haber vuelto a verle, por lo que los ejemplares del suplemento dominical, tal vez una docena, debió dármelos H. No me encaja para nada que yo los comprara en un quiosco. La profunda decepción que sufrí al ver el reportaje aún colea hoy día. Ni una escueta narración sensible y humana de lo que me había impulsado a cometer todas aquellas barbaridades Ni una frase entrecomillada con mis palabras. Solo un titular llamativo, morboso, y un montón de fotos que más parecían un reportaje fotográfico del monstruo de un circo que de un ser humano. Ya sabía que no podía utilizar todo el material grabado, salvo que escribiera un libro, pero aquel reportaje era mezquino, miserable. Por eso esta narración compensa un poco lo que allí se omitió. Fue mi primer encuentro con la prensa, los medios, y el mal sabor de boca no se me quitará nunca. Aún hoy, cuando veo el morbo de los noticiarios, los hechos más trágicos contados como si de un espectáculo circense se tratara, me repatea las tripas. No hay sensibilidad, no hay humanidad, no hay nada que no sea la busca desesperada por llamar la atención, conseguir más lectores o televidentes. El dinero es la meta, el ser humano es un instrumento para alcanzar esa meta.

Pensé que aquello se olvidaría en unos días. Había cometido un error, pero no tendría grandes consecuencias. Me equivoqué. Debieron de llamar al periodista, quien facilitó el dato de que yo trabajaba en un determinado registro civil. Llamaron allí y me quedé de piedra cuando me enteré de lo que pretendían. En aquellos tiempos la televisión era en blanco y negro, el color llegaría años más tarde, y no había televisión privada, solo dos cadenas, la primera y la segunda. Era algo muy pobre, como todo en aquella época. Un conocido periodista llevaba un programa con mucha audiencia, de entrevistas, canciones y un poco de circo, como el doblador de cucharas, Uri Geller, creo recordar que se llamaba. Me preguntaron si aceptaría ser entrevistado en aquel programa. ¿Qué podía perder? Lo había perdido todo, estaba desesperado y tal vez la publicidad pudiera cambiar algo, no sabía qué, pero algo. ¿Qué me importaba nada? Además vendrían a buscarme en coche, me llevarían al estudio, me harían la entrevista, me devolverían a casa y santas pascuas.

Cuando eres una persona anónima lo que te imaginas de la fama suele ser un disparate, un delirio, pero hay algo que sí es verdad, tu vida cambia, dejas de ser una oveja escondida en el rebaño, allí por donde vas te miran, te señalan y si el motivo de tu fama no es algo precisamente agradable llega a convertirse en un infierno. Solo quien ha tenido una corona de laurel en la cabeza, aunque sea durante unos días, aunque haya sido una farsa ridícula, carnavalesca, una especie de emperador romano de pacotilla del que todos se burlan, sabe muy bien lo agradable que es el anonimato. Hacer lo que hacen los demás, ir a donde van ellos y pasar desapercibido, como un número en una gigantesca suma de números. Nadie parece verte porque eres uno más, te encierras en casa y nadie te echa de menos, sales de casa y solo tienes que preocuparte de no tropezar con los que caminan por tu misma cera en sentido contrario.

Todo iba a cambiar tras aquella triste noche, yo no lo sabía. Es cierto que me hacía una vaga idea pero estaba muy lejos de saber cómo funcionan las cosas cuando la oveja sale del rebaño y ya no es una mancha más en una entidad amorfa. Desde aquella noche soy mucho más comprensivo con los famosos, hay que ser muy fuerte, muy individuo, muy sólido en todos los sentidos, para soportar estar en la diana de todo el mundo, el que cualquiera pueda arrojarte dardos o tirarte cuchillos afilados en cualquier momento y en cualquier lugar. No puedo recordar dónde me recogieron, cómo era el coche, cómo era el conductor, cómo fue el viaje hacia el estudio de televisión. Lo que sí permanece en mi memoria es aquel hombre retratado en unas fotos en el suplemento dominical de un periódico. Puedo verme, un joven de unos veintipocos años, tan gordo que tenía serias dificultades para caminar, con una barba descuidada de patriarca bíblico que afeaba mi rostro y me picaba lo indecible, con aquellas gafas que me duraron tanto tiempo, con muy poco pelo, vestido con una gabardina estilo Colombo, el famoso personaje de televisión, solo que más larga, bajo la cual ocultaba un viejo pantalón de pana, sucio y sin planchar, un jersey de invierno que llevaba todos los días y que no sabría decir la última vez que pasó por la lavadora y por la plancha. No llevaba zapatos sino unas playeras, como se llamaban entonces, viejas y zarrapastrosas que me costó más de una bronca en el trabajo donde el secretario me hizo saber que el reglamento obligaba a ir decentemente vestido. No soportaba los zapatos, respondí, está bien, me dijo, pero al menos podrían ser nuevas o estar limpias. Podía pasarme largas temporadas sin ducharme, sin cambiarme de ropa, de calzoncillos. Debía oler a rayos, pero no me importaba porque mi olfato ha sido siempre mi sentido menos desarrollado. No creo que me echara colonia, estaba tan deprimido que todo me importaba un comino, además sabía que los monstruitos como yo teníamos una gran ventaja, solo los hipersensibles, agresivos, mezquinos, eran capaces de gesticular o mucho menos decir algo ofensivo. Nadie me decía nada, salvo cuando resultaba muy llamativo, como en el trabajo. Aprendí entonces que los enfermos mentales somos despreciados, marginados, estigmatizados, pero se nos deja en paz salvo que hagamos algo que moleste mucho.

De aquella guisa, con mi mariconera de cuero colgada del hombro, de la que no me desprendía ni para ir a mear y que llevé a la televisión no porque la necesitara –en ella llevaba siempre un libro de bolsillo, normalmente una novela negra, una libreta y un bolígrafo, para leer o escribir en el autobús o en el metro, y alguna cosilla más como una pieza de fruta o un bocata si iba a trabajar- sino por puro automatismo, entré en la sala vip donde esperaban los invitados al programa. Es una imagen viva. Una sala amplia, rectangular, con una mesa larga donde había servido un bufé variado y exquisito. Imagino que hasta allí me llevó una azafata a la que miraría las piernas por detrás porque nada tenía que perder y a mí me gustaban mucho las mujeres, especialmente las guapas. Ahora puedo comprender muy bien por qué todos los invitados se fueron a una esquina de la mesa mientras yo me quedaba solo en la otra punta. Mi aspecto y mi olor eran suficientes para alejar a una multitud, mucho más a un grupito selecto y aristocrático. Algún que otro cuchicheo, alguna que otra miradita, no demasiados porque ellos eran muy corteses y aristocráticos, la creme de la creme. No me veo comiendo nada, aunque bien podía haberlo hecho, todo delicioso, todo apetitoso para un tragón como yo. Solo cuando estoy muy deprimido dejo de comer y en aquel momento lo estaba. Estaba gordo, no obeso, porque no me gustan los eufemismos. Había subido treinta kilos en muy poco tiempo, debido sobre todo a la medicación, como sabría con el tiempo. Pesaba unos ciento ocho kilos y había tenido que dejar en el armario todo mi vestuario. Tal vez por eso también no llevaba ropa nueva a la entrevista, porque solo me había comprado lo imprescindible para no ir desnudo, un par de pantalones, algún calzoncillo, un niki y un jersey que ya estaban sucios y viejos porque no me cambiaba ni los lavaba. Por encima una gabardina demasiado ligera para el invierno pero que tapaba la ropa que llevaba debajo. Creo recordar que me la había comprado en el Corte Inglés, buscando tallas grandes. Imagino cómo me miraron los dependientes que me atendieron. Un almacén burgués pisoteado por un enfermo mental, gordo, seboso, mal oliente, que apenas podía moverse y actuaba de forma extraña. De los que estaban allí solo han quedado en mi memoria dos personas. Una princesa, una tal Hohenlohe o algo por el estilo, entonces de moda y un conocido actor que me gustaba bastante aunque no tanto como otros actores realmente espléndidos. No recuerdo el nombre, aunque sí el aspecto. La princesa era una mujer espléndida, rubia, despampanante. Yo intentaba no mirarla, pero a veces no podía impedir que los ojos se me fueran a la carne. Por desgracia no fui de los primeros y tuve que esperar un buen rato. Las manos me temblaban, el peso me aplastaba y cambiaba el apoyo de una pierna a otra.

ALGUNAS HISTORIAS SÓRDIDAS XXXVI


El tiempo fue pasando, en el reloj, porque para mí no transcurría, era el bucle del día de la marmota. Ya había aprendido la lección durante mi estancia en aquel sótano infecto, atado con cadenas, que he contado más arriba. Supe que solo existía una forma de salir de allí, hacerme el bueno, tener un comportamiento ejemplar, sacar un diez en conducta como en el colegio, tal como relato en la novela Los pequeños humillados. Debí hacerlo bien, muy bien, alcanzando las más altas cumbres de la interpretación porque aunque no recibí el alta sí me concedió un permiso para salir solo a Madrid. Le había explicado con mi voz más meliflua que allí me ahogaba, llevaba ya demasiado tiempo, necesitaba salir, comer en un restaurante, ir al cine, lo que fuera, sentir la vida normal que llevaban los demás. El permiso fue corto, debía regresar antes de que se hiciera de noche. Para mí era más que suficiente porque lo tenía todo muy bien pensado y repensado. Tomé el autobús y me apeé donde me constaba que había una boca de metro cercana. Bajé las escaleras, saqué el ticket correspondiente y me puse a esperar en cualquier andén, todos me servían puesto que el infierno no tenía puntos cardinales. Supongo que esperé a que el andén estuviera casi vacío, porque es complicado durante el día que una estación de metro esté completamente desierta. No recuerdo dónde me situé ni lo que hice, solo una angustia feroz que ya conocía muy bien royéndome las entrañas. Un tren llegó a la estación y fue frenando. Una cortina roja cubrió mis ojos y mi mente. Me arrojé cuando lo tuve encima. Sentí un fuerte golpe en la cabeza, mi cuerpo quedó paralizado como cuando me tiré del tercer piso en casa de mis padres. Escuché voces, gritos, pero muy lejanos como si vinieran del más allá. No sabía lo que había pasado, solo que no sentía que me faltara ninguna pierna o brazo y el dolor no era tan intenso como el que debe sentir alguien a quien le pasa un tren por encima.

Me sacaron de entre las vías. Oí alguna voz que decía que era un milagro. Y en efecto lo era. Me llevaron a un dispensario cercano o centro de salud o como se llamaran en aquel tiempo. Allí un médico me limpió la sangre que manaba de la cabeza y me dio varios puntos, no sé cuántos. La policía me preguntó dónde vivía o si tenía algún familiar en Madrid. Cuando se enteraron de que había salido con permiso del psiquiátrico Alonso Vega me montaron en un coche policial y me devolvieron allí. Esta vez la reacción del psiquiatra no es para ser descrita. Perdió totalmente los papeles, no cesaba de repetir que yo había faltado a mi palabra, que éramos amigos y le había traicionado mendazmente. Y su transformación me asustó, porque quien me dijo lo que me dijo ya no era un hombre, era un auténtico demonio. No saldría nunca del psiquiátrico, permanecería allí de por vida. Yo tendría entonces unos veinticinco años, en plena juventud iba a permanecer recluido de por vida hasta convertirme en una de aquellas piltrafas que yo veía a diario, babeantes, vegetales, a quienes daban de comer la papilla con una cuchara y que les resbalaba de la boca. Les ponían un babero y les obligaban a comer mientras ellos miraban fijamente hacia delante, como taladrando las paredes, hacia un lugar que no existía en el espacio ni en el tiempo. Aquello no fue un simple calentón con motivos sobrados. Se mantuvo en el tiempo.

Cuando salí de su despacho entré en el comedor, desierto, y allí, de pie, maldije al psiquiatra, a la vida, a la sociedad, a todo bicho viviente, todo sin decir una palabra. Apreté los puños hasta hacerme daño, oprimí los dientes hasta que rechinaron. Y por primera y única vez en mi vida, blasfemé. Alcé la cabeza y me dirigí a Dios, renuncié a él y a todo lo divino. Si existía un Dios y estaba permitiendo eso, merecía que yo le llamara de todo. Allí murió el Dios de mi infancia y adolescencia, el del colegio religioso. Juré que sería malo, tan malo como me fuera posible, el peor canalla de la historia. Ni por un instante se me pasó por la cabeza la posibilidad de que aquello fuera un calentón y de que con el tiempo todo volvería a sus cauces. Sabía bien lo que había hecho. A pesar de su insistencia en mi traición, en que había traicionado su confianza, su amistad, me parecía evidente que había algo más. Tal vez tuviera serios problemas deontológicos, con el colegio de médicos, o incluso problemas penales con el juzgado que instruyera las diligencias. Conocía muy bien cómo funcionaban estas cosas.

Me pareció hipócrita que se llamara mi amigo cuando no había hecho nada de lo que hace un amigo por otro. Nunca estuve de acuerdo con el tema de la transferencia. Eso de que un psiquiatra no puede identificarse con el paciente, sentir afecto por él, hacerse su amigo, lo consideraba una filfa. Nunca lo entendí y sigo sin entenderlo. Puedo comprender que un profesional no puede hacerse amigo de todos los pacientes, se metería en demasiados líos, al fin y al cabo ejerce una profesión por la que cobra el sueldo correspondiente. Pero eso de que el afecto, la amistad, la humanidad, pueden perjudicar al enfermo que se acaba aferrando al psiquiatra como a un padre,  me parece un insulto a la inteligencia. Es como si dijeran que un robot puede curar a un enfermo mejor que otro ser humano. Un psiquiatra es humano, no puede bloquear los sentimientos, sufrir con cada paciente es una firme candidatura a convertirse él también en un enfermo. De hecho el tópico de que los psiquiatras acaban más majaras que sus pacientes tiene cierto sentido. Puedo entender que un psiquiatra se mantenga a distancia, no se involucre en la vida de los pacientes, pero que te diga que es tu amigo y se comporte así es para mí absolutamente incomprensible. La imagen del psiquiatra escuchando al paciente tumbado en un diván, sin preguntarle nada, sin decirle nada, tomando notas y cuando suena la alarma dice que se ha terminado el tiempo y te tienes que marchar es para mí algo tan esperpéntico que me reiría a carcajadas si no fuera tan trágico. El tenía que saber que buena parte de mis problemas procedían de una educación represiva, sin afecto, solitaria, en un colegio religioso donde me habían manipulado, introduciendo en la mente de un niño todo tipo de dogmas incomprensibles y contradictorios. Que había recibido muy poco cariño de mis padres porque en aquella época franquista las muestras de afecto eran propias de personas débiles y ésta era una nación que caminaba por el imperio hacia Dios. Que mi insistencia en perder la virginidad era solo una forma de expresar le inmensa necesidad de cariño que sentía. Tenía que saber que lo que yo necesitaba era un poco de afecto, amistad, comprensión. Si él no podía dármelo, bien, pero que no me viniera con la monserga de que había traicionado a un amigo, porque él no era mi amigo. No le pedía que buscara una chica para mí o que me invitara a comer a su casa cuando saliera de allí o que se comprometiera a hablar conmigo por teléfono de vez en cuando. No, yo no le pedía nada, pero si era incapaz de curarme porque no sabía cómo hacerlo, porque la psiquiatría estaba en mantillas, porque la medicación era toda experimental y no daba resultados, si ni siquiera daba un paso más allá de la simple relación profesional de médico-paciente, si tenía miedo a la transferencia, luego que no me dijera que yo le había traicionado, a un amigo, porque eso era pura hipocresía. Entendía su postura como profesional, pero él no hacia el menor esfuerzo por entender la mía. Yo era un enfermo mental, lo sería el resto de mi vida, el sufrimiento a menudo era tan intenso, tan infernal, que yo no podía seguir soportándolo más tiempo. La imagen más próxima que se me ocurría era una cárcel. El carcelero está obligado por su profesión a no permitir que ningún recluso se fugue, pero si un recluso intenta fugarse eso forma parte de lo más básico de la naturaleza humana. Habrá cometido un delito y la sociedad le castiga, pero quiere ser libre, pese a quien pese y lo intenta, una y otra vez. Si el carcelero lo pilla, le castiga, cumple con las normas, con el protocolo, pero no hace de ello una cuestión personal. Cada uno tiene metas diferentes, el muro intenta detener la riada pero está en la naturaleza del agua seguir su curso, saltando todo lo que se encuentre en su camino.

El había hecho de mi comportamiento una cuestión personal. Años más tarde, viviendo con mi madre, ya viuda, me pidió que buscara el recibo de la luz, del agua, o de lo que fuera, porque había algún problema. Busqué por los cajones, papel por papel y encontré una carta. Era del psiquiatra, dirigida a mis padres. En ella les decía que yo no tenía remedio, que estaba desahuciado, que lo que mejor podían hacer conmigo era llevarme a la montaña, puesto que al parecer me gustaba tanto y era el único lugar donde encontraba un poco de calma, y allí me dejaran libre, como las cabras, viviendo mi vida, una vida salvaje. No tenía remedio y nunca lo tendría. Era una carta fría, sin la menor humanidad. Había pasado suficiente tiempo de aquel intento en el metro para que a él se le hubiera pasado el calentón, para que hubiera reflexionado. Tal vez había puesto demasiadas esperanzas en mí, un joven sensible, culto, con las ideas claras, que prometía mucho, tal vez una curación sobre la que podría escribir en alguna revista médica, aumentando su prestigio. Tal vez. Para mí aquel hombre no podía ser una buena persona y menos después de leer aquella carta. Sí, era un hombre amable, simpático, se comportaba con humanidad con los pacientes, pero al fin y al cabo, como había demostrado, era solo un profesional que hacía su trabajo por el que cobraba un buen sueldo. Y su reacción a mi firme voluntad de abandonar este mundo fue la de alguien que no sabe cómo curarte pero no soporta que tú decidas que toda una vida de sufrimiento no merece la pena.

Me senté en una silla en el comedor. Estaba temblando, no me mantenía en pie. La violencia interior amenazaba con anegarme, con asfixiarme, necesitaba sacarla al exterior, tirar las sillas contra las paredes, dar patadas, puñetazos, lo que fuera, pero sabía que si lo hacía se terminarían mis esperanzas de salir de allí, si es que había alguna. Llegó un celador y me ordenó que me levantara y paseara por el pasillo. A partir de aquel momento fui tratado con dureza, sin contemplaciones. Por suerte la medicación me mantenía en un estado zombi, era un muerto viviente. Me la había aumentado tanto que si antes apenas era capaz de caminar, ahora arrastraba los pies con un hercúleo esfuerzo de voluntad. Aún hoy recuerdo el apellido de aquel doctor, algo insólito teniendo en cuenta la confusión de piezas de aquel puzle infernal. Aún no había llegado la reforma psiquiátrica a España. Aquellos centros no eran psiquiátricos, eran auténticos manicomios. En Las historias de Bautista, narro cómo funcionaban las cosas en el peor de los manicomios de aquel tiempo. La psiquiatría estaba en pañales. Aún lo está, pero al menos hoy los enfermos mentales no son tratados como bestias. Ya no son castigados con manguerazos de agua fría, ni son atados con cadenas en sótanos infectos, aunque el estigma social, que no ha sido erradicado de esta sociedad, puede ser aún peor.

Teniendo en cuenta su edad y la mía, él ya no puede estar entre los vivos, salvo que haya batido el record de longevidad. No le odio, creo que nunca le odié, salvo en aquel momento. Con el tiempo mi mente pudo hilvanar alguna que otra idea lógica y realista. Por mi profesión sabía que no era tan fácil recluir a un enfermo mental de por vida. Necesitaban incapacitarme y aún así mi caso sería revisado de vez en cuando, pero dado cómo funcionaban las cosas en la época de la transición, con un cambio legislativo tan lento y con tantos obstáculos, no hubiera sido de extrañar que mi expediente se hubiera traspapelado o muerto en algún archivo, al fin y al cabo, con mi historial, nadie se preocuparía por mí.

No recuerdo cuánto tiempo permanecí allí, tal vez un año, tal vez más. Hay una escena, confusa y neblinosa, en el despacho del psiquiatra. Mis padres habían ido a visitarme y sobre todo a hablar con él de mi futuro. Dijo tales cosas que yo perdí el control, me encolericé y clamé al cielo diciendo que no dejaría de intentar suicidarme el resto de mi vida hasta que lo consiguiera. Mi padre, propenso a los estallidos de cólera, comenzó a dar puñetazos y patadas a una pared, puede que hasta cabezazos. Mi madre se puso totalmente histérica y yo me volví más loco de lo que aún estaba.

ALGUNAS HISTORIAS SÓRDIDAS XXXV


No es de extrañar que un día decidiera terminar de una vez por todas con el día de la marmota y planificara un nuevo intento de suicidio. Había estado guardando algunas pastillas que escamoteaba de la férrea vigilancia de la monja. Lo hice no porque pensara volver a suicidarme de esa forma que ya me había fallado dos veces, sino porque el nuevo intento de suicidio me iba a hacer sufrir mucho y las pastillas ayudarían a que me durmiera antes de que comenzara el dolor. Mi estrategia era tan terrible que hoy día, pasados tantos años, me pregunto cómo fue posible que llegara a hacerlo. Aquella obsesión por morir solo podía deberse a mi enfermedad mental. Sin duda que actualmente tendría más motivos objetivos para pensar en ello que entonces, pero por suerte mi enfermedad está más controlada.

Lo tenía todo pensado, como siempre. El momento ideal era la siesta. Había conseguido que al menos me dejaran echarme la siesta porque no podía pasarme el día entero caminando con aquella medicación. No perdí un momento. Como estaba solo en la habitación, me metí en la cama, puse sobre la mesilla las pastillas, abrí el transistor y saqué las pilas. Me las tragué, también algunas monedas que me quedaban. Eso es algo que tengo que encajar, porque no acabo de entender cómo podía tener dinero si no salía de allí, tal vez hubiera máquinas de refrescos, es una posibilidad. Me tragué también las monedas porque pensaba que a lo mejor las pilas fallaban. Imaginé que las pilas serían roídas por los ácidos del estómago y saldrían sus propios ácidos que me harían un buen agujero y moriría. Como eso llevaría su tiempo me tomé las pastillas para quedarme dormido antes de que sobreviniera el espantoso dolor que preveía. Aún ahora, cuando lo escribo, siento que lo que hice fue tan desesperado que la cabeza me da vueltas.

No recuerdo lo que ocurrió, debo deducir. Alguien debió entrar para despertarme por algo. En algún momento pensé en un enfermo bipolar que no me dejaba ni a sol ni a sombra, pero eso fue muy posterior, años más tarde y en otro psiquiátrico. No me encaja tampoco que supieran lo que había hecho y viniera una ambulancia a llevarme al hospital. Intuyo una posibilidad, quien no conseguía despertarme debió de llamar a un celador, que vino y como tampoco podía despertarme imaginó que me había tomado pastillas. Tal vez me despertara a tortazos lo suficiente para que yo pudiera decirle que me había tragado unas pilas. Del resto solo recuerdo que en el hospital me operaron y me sacaron las pilas y las monedas. Eso es indubitable porque aún conservo la cicatriz en el estómago. Durante años tuve que disimular cuando iba a una piscina, la cicatriz era muy llamativa. Siempre había alguien que me preguntaba qué me había pasado. Les respondía con una mentira bastante verosímil. Me operaron del estómago. La siguiente pregunta era pura cortesía. ¿Y quedaste bien? Perfecto, ahora podría comer piedras. Y me quedaba tan pancho. Cuando sufres una enfermedad mental aprendes a mentir, porque no te queda otro remedio, te conviertes en un mentiroso compulsivo en ciertos temas. Acabas haciéndolo tan bien que todo el mundo se lo cree.

Al regreso recibí una bronca monumental del psiquiatra. Me quedé sin transistor, sin monedas, sin siesta y mi estancia allí se alargó de forma no cuantificable. Quedé prisionero sine die, no había sido juzgado, no existía condena, simplemente el juez decidiría el tiempo de mi reclusión. El día de la marmota se repetiría una y otra vez, no había manera de salir de ese bucle. Mis recuerdos son confusos, neblinosos, desconectados, no existe en ellos la menor línea temporal. Allí conocí a A de quien he contado la historia en el libro anterior, al piloto de Iberia, al esquizofrénico que me confundió con Napoleón –y no es una broma de manicomio- a los ancianos babeantes que no vivían, vegetaban y a tantos otros de los que no encuentro el menor rastro en mi memoria. Algunas de estas historias las cuento en la serie titulada Relatos del otro lado.

Mientras tanto habían intentado incapacitarme, lo que significa que llevaba más de seis meses internado puesto que así lo establecía el reglamento. Pasados los seis meses el funcionario que estaba de baja tenía que ser examinado por el médico forense y éste elevaba un informe diciendo si procedía o no la incapacitación. Gracias a mis padres que contrataron un abogado pude librarme de algo que hubiera arruinado por completo mi vida. De ellos recuerdo muy poco. No creo que les escribiera después de tanto intento de suicidio. Era consciente de lo que les estaba haciendo sufrir, lo mismo que a todas las personas que me tenían afecto y yo mismo sufría los tormentos del infierno, un profundo sentimiento de culpa que me angustiaba hasta el paroxismo, pero no podía quedarme aquí porque ellos sufrieran, yo sufría más y tenía todo el derecho del mundo a intentar irme cuanto antes. Con el tiempo llegaría a formular ese tipo de comportamiento en las personas con enfermedad mental en mi teoría de la bula Papal que el enfermo se auto otorga a sí mismo y que consiste en algo muy simple: yo sufro más que nadie sobre este planeta, por lo tanto tengo derecho a hacer lo que me venga en gana, sea lo que sea, puesto que haga lo que haga nunca compensará el sufrimiento que se me inflige.

ALGUNAS HISTORIAS SÓRDIDAS XXXIV


Sigo intentando hacer memoria. Desde luego que mi estancia larga encaja mejor con el intento de la pistola, pero tengo la absoluta seguridad de que la incapacitación se intentó en el registro civil, después del traslado. Solo me queda asumir que no lo recuerdo y que tal vez mi internamiento en el Alonso Vega se debiera a una grave depresión. Allí, viendo mi historial, el psiquiatra decidió mantenerme internado largo tiempo. Puede que fuera así, pero sigue sin encajarme.

Debí continuar mi narración con la estancia infernal en aquel psiquiátrico. Recuerdo los pasillos, las habitaciones, el comedor, el despachito de la monja donde guardaba la medicación que nos daba a la hora de las comidas, a todos. Cómo nos poníamos en fila, uno tras otro. La recibíamos en la palma de la mano. Pastillas a la boca y un trago de agua. La monja nos hacía abrir la boca para cerciorarse de que las habíamos tomado. Inútil precaución porque todos encontramos trucos para no tomarlas cuando nos interesaba. Recuerdo al psiquiatra, incluso el nombre. Dada su edad y la mía la probabilidad de que haya fallecido es casi absoluta, lo mismo que el magistrado, lo mismo que otras personas que aparecen en esta historia. Podría decir su nombre, pero no tiene sentido, además puede haber familiares vivos a los que disgustaría profundamente lo que estoy contando. No importan nombres, importan hechos.

Era un psiquiatra amable, casi jovial, simpático, buena persona pero sin compromisos humanitarios que pudieran poner en peligro su vida que yo imaginaba como la vida de alguien con recursos económicos, un buen chalet, una hermosa mujer, unos hijos estudiando en la universidad. No le interesaba la amistad con un paciente chalado como yo. A pesar de ello me tomó simpatía. Tal vez por mi juventud, puede que por mi cultura, por mi labia al expresarme, por la sinceridad absoluta con la que me manifestaba durante la hora en la que hacíamos terapia, no sé si psicoanalítica o de otro tipo, lo cierto es que me dejaba hablar y hablar y solo hacía preguntas cuando algo no le quedaba claro o quería saber más. A la vista de lo que luego ocurrió puede que hasta se empañara en curarme como un padre, o padrazo, más bien.

El recuerdo de caminar por los pasillos de la primera planta que formaban un rectángulo que me permitía salir de mi habitación, atravesar el comedor y el despacho del psiquiatra, moverme en línea recta, ver la puerta de salida de aquella planta, que estaba cerrada siempre con llave, recorrer un lado del rectángulo y seguir caminando hasta enlazar con el otro largo pasillo, con puertas que daban a las habitaciones correspondientes, es nítido. Como lo es el recuerdo de los dos celadores y la monja. La medicación era tan fuerte que el sueño me tumbaba. A veces me sentaba en una silla en el pasillo y daba una cabezada, pero enseguida venía uno de los dos celadores y amablemente, o menos, si oponía resistencia, me obligaban a seguir caminando. El doctor ha dicho que no te dejemos dormir, no puedes estar en tu habitación ni sentarte. Y me levantaba como podía, daba pasitos cortos, titubeantes, porque tenía miedo de caerme. Era como una maratón a paso de tortuga. Aquella medicación podía dormir a un elefante o a una ballena, más a mí, con un cuerpo humano de dimensiones normales. Muchas veces me he preguntado cómo podían los psiquiatras saber si los efectos secundarios de la medicación eran los que yo les decía. Ellos no tomaban aquella medicación. Se guiaban por lo que la empresa farmacéutica les decía en sus prospectos o en sus informes especiales para ellos, suponiendo que los hubiera. Confiaban en los resultados que se habían producido al testar el medicamento. La estadística era tan fiable como ahora, si uno de cada mil sufre un determinado efecto secundario, pues mala suerte para el mil, el resto están bien.

Los que hayan visto la película El día de la marmota pensarán que es una historia inverosímil y les costará imaginarse qué se siente al despertarse cada mañana sabiendo lo que te depara el día, porque es repetición del día anterior y del anterior y del anterior. Yo se lo puedo decir porque viví el día de la marmota, durante semanas, meses e incluso años, porque no puedo saber cuánto tiempo permanecí allí. Cada día era una repetición del anterior. Te despertaba un celador dando palmadas y luego regresaba, entraba en las habitaciones y si no estabas en pie, te habías dormido, te despertaba sin contemplaciones. Hacías tus necesidades, suponiendo que pudieras, te aseabas, te vestías. Ibas al comedor, que en mi caso estaba muy cerca, te ponías a la cola, te daban la medicación, te la tomabas, te sentabas a la mesa que te correspondía, en la silla a ti destinada y desayunabas lo que te pusieran. No tengo queja de la comida porque no la recuerdo, tampoco recuerdo haber tenido hambre porque lo único que tenía era sueño, un sueño constante, persistente, que nunca te quitabas de encima. El psiquiatra podía o no creerte si le decías cómo te sentías. Si insistías mucho a veces aceptaba regularte la medicación, menos de esto, más de aquello, quito una pastilla, pongo otra y a ver cómo te va.

Y luego, el resto de la mañana, a pasear por los pasillos. Creo que en algún texto hablo del maratón de los zombis o de los tortugos, porque aquella planta era solo para hombres, las mujeres estaban en otra o en la misma planta, en otra dependencia separada por puertas cerradas con llave. Teniendo en cuenta lo que allí vi, no me parece mal, juntar hombres y mujeres hubiera sido tan delirante y esperpéntico como la peor película distópica. Todos los pacientes caminando a paso de tortuga, ni te veían ni les veías, ni te hablaban ni les hablabas. Alguno que estaba más despierto que otros podía mirarte o saludarte o decirte algo de lo que ocurría en su mundo de colorines. Todas las mañanas miraba a ver dónde estaban los celadores. Si no les veía buscaba una silla y me sentaba, daba cabezadas, procurando no dormirme para que no me pillaran sin estar avisado. Siempre me pillaban, siempre me decían lo mismo. Me levantaba y a caminar. No podía regresar a la habitación. A veces intentaba leer algún libro de los que había traído. Imposible. No me centraba. Leía un párrafo, una línea y tenía que empezar de nuevo porque no me acordaba de lo que había leído. Creo que tenía un transistor. Lo deduzco del intento de suicidio que protagonicé cuando nadie creía que allí pudiera uno encontrar formas de suicidarse. Escuchaba noticias que no me importaban, que no entendía, que no recordaba. Apagaba el transistor y volvía a caminar. En el comedor había una televisión en blanco y negro porque el color llegaría años más tarde. A veces la tenían encendida para calmar a algunos que soliviantaban al personal. No se enteraban de nada, por supuesto, pero berreaban hasta que el celador, cansado, la encendía.

Y en algún momento del tiempo, del día de la marmota, llegaba la hora de comer. De nuevo la fila, las pastillas, la comida. Después de comer te entraba aún más sueño del que tenías por la mañana, que era mucho. Paseos y más paseos. Creo que había un jardín pero a los “peligrosos” no nos dejaban salir. Yo era uno de los peligrosos, podía terminar colgándome de un árbol. Me olvidaba de la hora especial de la mañana, la cita con el psiquiatra. No te tocaba todos los días, éramos muchos, pero cuando te tocaba entrabas a su despacho, te sentabas en la silla. El psiquiatra te preguntaba cómo estabas. Le contabas que te pasabas el día dormido, no podías hacer nada más que intentar no dormirte. No podías leer porque no te centrabas, no podías escuchar el transistor porque ni sabías lo que decían, no te gustaba la tele porque los programas eran una mierda y además no te enterabas, y si te hubieran gustado tampoco los podías ver porque tú eras de los que no se podían sentar, siempre caminando, siempre caminando, siempre caminando. El psiquiatra te decía que si continuaba así te regularía la medicación. Te pedía que hablaras, de cualquier cosa. Tú volvías a los monotemas que te obsesionaban. Estoy solo, estoy solo. Necesito cariño, necesito cariño. La vida es una mierda y quiero morir. Te preguntaba si siempre había sido así, qué recordaba de mi pasado. Me costaba hablar porque tenía la boca seca y el sueño no me dejaba ni vocalizar. Aún así tuve tiempo, a lo largo de los infinitos días de la marmota, de contarle mi vida y milagros. A veces, si estaba más despierto que de costumbre, procuraba utilizar mi mejor arma. Era un hombre culto, ya había leído muchos libros e importantes. Tenía mis propias opiniones. Me gustaba la música clásica. Pero lo que yo necesitaba era cariño, cariño y cariño. Necesitaba una chica, necesitaba sexo, perder la virginidad, saber qué era eso del sexo. Necesitaba amigos. Necesitaba… El psiquiatra me decía que yo era joven, tenía toda la vida por delante, ya encontraría una chica, tendría sexo, perdería la virginidad. Me reiría de mis obsesiones de entonces. No sé si Paco Ibañez había puesto música al poema de Goytisolo, palabras para Julia. Si era así, yo no conocía la canción. La vida es bella, ya verás, cómo a pesar de los pesares tendrás amigos, tendrás amor, tendrás amigos, etc etc. Esa era la canción que él me cantaba y yo no le hacía el menor caso. La vida no era bella, sino una mierda. No tengo amigos ni los tendré. Las chicas no me hacen caso. Nunca tendré sexo, mucho menos amor.

Salía del despacho para que entrara otro. A veces me encontraba con Paloma, una psicóloga que estaba haciendo prácticas o algo por el estilo. Me gustaba mucho. Estaba enamorado de ella y creo que así se lo llegué a decir. Se sonrió y me dijo que ya encontraría una mujer. Tendrás amigos, tendrás amor, etc etc. A ella también la recuerdo con nitidez. Curioso que pueda recordar tan bien al psiquiatra, a Paloma, a la monjita, a los celadores, pero no sea capaz de poner en orden cronológico los acontecimientos que me ocurrieron durante aquella temporada en el infierno, ni siquiera puedo rellenar los huecos, los agujeros, los socavones. Mi mente debía de estar muy deteriorada y aún lo sigue estando.

ALGUNAS HISTORIAS SÓRDIDAS XXXIII


Estaba en un minarete. Yo era un muecín que estaba llamando al pueblo árabe a la oración. Interrumpí el discurso para cambiarlo por otro. Clamaba por la rebelión contra el jeque o lo que fuera que mandaba en aquel territorio. Tanta injusticia no podía consentirse. Pude ver cómo el pueblo, allá abajo se removía inquieto, luego unos hombres corrieron hacia la puerta de la torre. Estaban subiendo, yo era muy consciente de lo que ocurriría. Como así fue. Llegaron hasta mí. Me tomaron entre varios, empujándome hacia las escaleras. Rodé por ellas. Cuatro hombres me cogieron de manos y pies. Me arrastraron por la explanada, abriéndose paso entre la multitud. El jeque o jerifalte contra el que yo había clamado estaba allí, montado en su caballo. Sin la menor contemplación ordenó que me ataran a cuatro camellos. Los hombres que me habían traído golpearon las ancas de los camellos que comenzaron a moverse, muy lentamente. Mi cuerpo se fue estirando, poco a poco. El dolor era infinito. Deseaba morir, pero rápidamente. No podía soportarlo. Clamé a lo alto. Era preciso un milagro. Escuchaba la voz de otro muecín a lo lejos. Era un sonido real, absolutamente real. Comencé a despertarme. El sonido del muecín resultó ser la sirena de una ambulancia a lo lejos. Estaban sonando campanas en alguna parte, alguna iglesia cercana. Pronto entró una enfermera que me miró y salió corriendo llamando a un doctor. Regresó con un hombre con bata. Me explicaron que llevaba cuatro días o cinco en coma. Me preguntaron si recordaba lo que había ocurrido. Dije que no. El doctor me lo contó brevemente. Al parecer un camionero, en la madrugada, creyó percibir un bulto sospechoso en la cuneta. Paró el camión y se bajó a comprobar lo que era. Me descubrió en la cuneta. Según el doctor había estado a punto de morir, entre las pastillas y la hipotermia no iba a sobrevivir. Aquello era casi un milagro, me dijo el doctor.

Este sueño lo utilizo en mi novela El Loco de Ciudadfría. Entonces creí que durante el coma había podido recordar una de mis reencarnaciones. Tenía que ser eso, no podía ser otra cosa. Un sueño tan vívido, tan real debería necesariamente de proceder de un episodio real de mi vida y si no era en esta tendría que ser en otra, en alguna reencarnación.

Todo lo demás, las consecuencias de aquel acto suicida, es algo muy confuso, no puedo situar cronológicamente los recuerdos tan vivos que siguen en mi memoria como lo que he comido hoy. Debo hacer deducciones, colocar las piezas que faltan en el puzle guiado por la intuición o por la lógica más elemental. Tras un intento de suicido tan grave no pudieron darme de alta en el hospital, sin más. Lo lógico es pensar que me internaron en un centro psiquiátrico. El siguiente recuerdo claro y preciso es la conversación que el magistrado de mi juzgado mantuvo conmigo. Me ordenó que pidiera el traslado en el próximo concurso. Eso o me abriría un expediente que terminaría conmigo en la calle, eso sin contar con las consecuencias penales. Si pedía el traslado se olvidaría de todo, enterraría aquel episodio trágico y brutal. Reconozco que no era una mala persona, otro en su lugar se hubiera librado de mí de forma más expeditiva, expediente, suspensión mientras se tramitaba, incoación de unas diligencias penales por haberme apoderado de una pistola, pieza de convicción en un juicio… Aún le estoy agradecido, pero hay algo que no puedo agradecerle. No hubo la menor humanidad por su parte. No quiso saber lo que me había impulsado a cometer aquel acto. No me ofreció su ayuda. Le pareció que era lo mejor para mí y para él. Yo podría seguir trabajando, él se libraría del terrible engorro que supondría tramitar un expediente y unas diligencias previas por lo ocurrido. No debió de trascender, no hubo periodistas. Aquello quedó entre nosotros y todo el personal del juzgado.

Entre aquella conversación, indubitable para mí, claramente recordada y mi estancia en el psiquiátrico Alonso Vega de Madrid hay un agujero que debo rellenar con deducciones. La guardia civil tuvo que rastrear la zona y encontrar la pistola cuyo rastro llevaba al juzgado donde yo trabajaba. Sin ella yo era un ciudadano que había intentado el suicidio fuera de su horario de trabajo. La pistola lo cambiaba todo y explicaba su desaparición del cajón de mi compañera, forzando la cerradura. Después de algo así necesariamente tuvo que haber un internamiento forzoso en un centro psiquiátrico. Como en el Alonso Vega estuve más de un año hay algo que no encaja. Porque el traslado que solicité fue a un registro civil de Madrid. Mientras estuve internado el secretario de ese registro abrió un expediente de incapacitación. Era lo que ordenaba el reglamento, tras un periodo de baja de más de seis meses, habría que abrir un expediente para decidir si podía continuar trabajando o se me incapacitaba. Como el recuerdo de estar en ese registro civil y del secretario que intentó incapacitarme es claro y terminante debo seguir deduciendo.

Hay otro recuerdo muy claro. Al tomar posesión me ofrecieron la posibilidad de afiliarme a la Seguridad Social o a una de las empresas sanitarias privadas con la que la mutualidad judicial a la que pertenecía tenía contratadas. Ya en aquellos tiempos la Seguridad Social tenía fama de lenta, colas, listas de espera, trato bastante distante. Me decidí por una empresa privada de la que nunca tuve queja. Me trataron muy bien aunque yo debía ser uno de los afiliados más conflictivos. El recuerdo es el de una clínica, sanatorio privado o centro psiquiátrico privado. Tiene sentido puesto que la Seguridad Social no querría hacerse cargo de alguien que no tenía su tarjeta y pertenecía a una sociedad privada. En aquella clínica utilizaron conmigo una terapia novedosa, la cura de sueño. Consistía en que te dormían con la medicación correspondiente y solo te despertaban para comer, luego te volvían a dormir. Imagino que te daban medicación suficiente para las horas correspondientes y luego, al despertar, te daban de comer. Nueva medicación y así hasta la siguiente comida. No puedo decir que fuera una terapia brutal pero sí muy extraña y que me afectó mucho. No puedo decir si era normal que el paciente tuviera tantos sueños como yo. El hecho es que enlazaba un sueño tras otro. Al despertar no los recordaba todos, pero sí bastantes. El tiempo de la comida no era suficiente para que yo recordara lo ocurrido y me angustiara en extremo, pero sí para sentirme completamente fuera de la realidad, en una especie de nube sin sentido. Dicen que si no duermes tu cuerpo y mente se deterioran tanto que puedes morir. Lo que no conozco son los efectos de un sueño tan prolongado, días y días. Tampoco me he preocupado de saber qué fue de aquella terapia novedosa.

Lo que sí recuerdo es que cuando terminó la cura de sueño me sentí bastante bien. Es lógico pensar que me dieron el alta y regresé al trabajo donde ocurrió lo que ya he relatado. En aquellos tiempos había un concurso de traslado anual o puede que cada seis meses. Teniendo en cuenta el tiempo trascurrido desde el intento de suicidio deduzco que no debí esperar mucho hasta que saliera el concurso y yo pudiera pedir plaza. Los vagos recuerdos que tengo de aquel tiempo me inducen a pensar que yo fui en el juzgado un apestado que pronto iba a dejarles. Puede que algunas compañeras y compañeros me miraran con compasión, pero en general mi recuerdo es el de un monstruito al que todos quieren perder de vista.

Imagino que aquí debí de hacer otra pausa para beber algo y acabar con la terrible sequedad de boca que casi me impedía hablar. También imagino que debí preguntarle al periodista si podía continuar y él se encogería de hombros. Cuenta todo lo que quieras. Ahora me pregunto para qué hizo aquel paripé si ya pensaba que no iba a utilizar nada de lo que le estaba contando. Estaba comenzando a experimentar cómo funcionan muchos medios de comunicación, la mayoría, no les importa mucho el lado humano de la noticia, sino que sea tan espectacular que haga que el periódico se venda mejor. En aquellos tiempos no existía youtube ni los vídeos virales, pero las cosas funcionaban de forma bastante parecida.

Continué con mi narración, que sin duda fue más clara y cronológica que ésta. Los recuerdos estaban muy vivos. La siguiente pieza del puzle es el recuerdo de mi llegada a Madrid y mi trabajo en el registro. De nuevo hay algo que no encaja. Tuvo que haber otro intento de suicidio para que me internaran en el Alonso Vega, donde estuve un año o más, tal vez año y medio o puede que dos años. ¿Dónde residía yo? Ningún recuerdo al respecto, solo el piso de A por lo que mezclando las piezas y colocándolas de forma diferente debo deducir que tal vez me internaran por primera vez en el Alonso Vega, me dieran de alta y regresara a mi juzgado para volver a vivir el episodio con el juez. Luego pedí el traslado y… Sigue sin encajar, tuvo que haber otro intento de suicidio de por medio, pero cuál. Intento hacer memoria. Es inútil. Además tuvo que ser muy grave para que me retuvieran tanto tiempo. No pudo ser el del metro, ocurrió estando allí durante mi estancia más larga. Recapitulo. El intento de Navidad, con la cuchilla de afeitar y las píldoras. El de la torre de alta tensión. Pero de ese nadie supo nunca nada. ¿Le conté al periodista, al magnetofón, al mamotreto al que yo hablaba con un micrófono en la mano, porque no creo que la tecnología de entonces permitiera micrófonos incorporados que pudieran grabar a una distancia prudencial, el intento de la pistola y el de la torre de alta tensión? Me inclino a pensar que le conté todos los intentos y todo lo demás, absolutamente todo. No me importaba que me expulsaran del cuerpo, no me importaban las consecuencias. Aunque de nuevo aquí hay algo que no encaja. Si le conté el episodio de la pistola, algo que habían enterrado, que habíamos enterrado, teniendo en cuenta lo que ocurrió después debió haberse montado una buena. Salvo que yo le pidiera al periodista que no mencionara lugares ni tiempos. Fue una ingenuidad por mi parte puesto que en el artículo del dominical salió lo que salió. Esto sí encaja, nadie podía atar cabos sobre lugares, tiempos, ni siquiera circunstancias de los intentos de suicidio.

ALGUNAS HISTORIAS SÓRDIDAS XXXII


Un recuerdo permanece claro en mi memoria. Cómo monté la pistola y antes de colocarla en mi sien disparé a un árbol cercano. Fui a ver el agujero de la bala, pero no había nada. Lo achaqué a mi mala puntería, nunca había disparado. No me importó. Saqué el cassette, coloqué la cinta y escuché la novena en aquel bosque. Hacía frío, por lo que deduzco que debió de ser en primavera o en otoño, no en invierno porque no había nieve. Mi plan era disparar al acabar el himno a la alegría. Bebí porque tenía la boca seca. Y entonces la angustia fue tan espantosa, tan infernal, que recé a Dios con todas mis fuerzas. Yo era muy joven, no merecía morir y menos de aquella manera, pero el sufrimiento de mis depresiones superaba lo que un ser humano puede soportar. Ese recuerdo está aún muy vivo en mi memoria. Cómo imaginé que un segundo antes estaba vivo y un segundo después estaría muerto. Luego nada, si no existía un más allá y si había algo no podía creer que un Dios bondadoso me condenara el infierno por toda la eternidad. Esa idea fue una de las primeras que deseché al abandonar mis creencias religiosas. A lo largo de mi vida he pasado momentos terribles, he sufrido hasta el límite, pero aquel sufrimiento fue tan intenso que crucé todos los límites que un ser humano puede cruzar.

He tenido que desbloquear el recuerdo para describir esto. Es algo que he contado en muy pocas ocasiones y a muy pocas personas. Si de otros intentos de suicidio he podido hablar sin mayores dificultades, especialmente en ciertas etapas de mi vida, de este aún me cuesta hablar. Fue algo tan infernal que me resultaba incomprensible hasta que en este mismo momento he recordado la humillación que sufriera en aquel infecto sótano, atado con cadenas, tras una inhumana paliza. Sin aquella experiencia tal vez nunca me hubiera atrevido a hacer lo que hice. Otros podrían haberse encanallado, escogido el camino del mal, comenzado a matar a sus semejantes. Pero yo era bueno, lo sigo siendo, es algo que nadie va a conseguir arrancar del fondo de mi alma. Es posible que todos aquellos intentos de suicidio fueran, al menos en parte, consecuencia de aquella vivencia tan bestial. Nunca lo había pensado hasta ahora, creo que no estoy muy equivocado. Me cuesta escribir lo que estoy escribiendo y más me va a costar subirlo a Internet. Es algo que había planeado para pocos días antes de mi muerte, cuando sintiera que sus pasos se acercaban, creo que no es tan difícil saberlo. La pandemia lo ha cambiado todo. En cualquier momento puedo contagiarme y si no soy un asintomático seguramente lo pasaré tan mal que no tendré tiempo ni ganas para escribir sobre mi temporada en el infierno y subirlo a Internet. Debo cumplir mi juramento de narrar lo que ocurrió. Ahora que estoy solo y con la muerte acechando, invisible, en cualquier lugar, debo hacer lo que tengo que hacer, como un guerrero, no porque crea que esto pueda servir para que otros suicidas se lo piensen dos veces o porque pueda cambiar algo en el mundo dantesco de la enfermedad mental. Simplemente no puedo hacer como si aquello no hubiera ocurrido. Soy consciente de que otros hermanos han muerto a lo largo de la historia de formas mucho más terribles y dolorosas –estoy pensando en los campos de concentración nazis, por ejemplo- pero no soportaría estarme muriendo del coronavirus y cruzar el umbral sin haber dejado este testimonio.

El sol se fue poniendo tras las copas de los árboles y supe que había llegado el momento. No fue una decisión rápida, lloré, gemí, temblé, y de pronto, en un gesto que tuvo mucho de distanciamiento, como si lo hiciera otra persona, acerqué el cañón de la pistola a la sien y… disparé. Sí, lo hice. Había imaginado que sentiría dolor, solo un segundo, y luego nada. Pero no fue así. No podía creerlo. El milagro que había pedido a Dios se había producido. Tenía una quemadura dolorosa en la sien, pero ningún agujero. Entonces lo supe. Las balas eran de fogueo. Yo no podía saberlo porque no era un experto en balas. Incluso puede que hubiera balas reales en aquel cajón. Yo escogí las de fogueo. Digamos que Dios se adelantó a mi decisión y utilizó la prisa que tenía por salir del juzgado para no pensar en nada más y buscar más balas u otra pistola. Creo en los milagros y creo en el más allá, es algo que nadie me podrá nunca arrebatar.

Podría haber aceptado aquel milagro y regresado. No sé si fue la escenificación que mi mente puso ante mí, sin trabajo, en la cárcel, pero sobre todo solo, sin cariño, sufriendo día tras día o simplemente que yo había tomado la decisión de morir y nada iba a impedírmelo, ni siquiera un milagro. Rebobiné la cinta y volví a escucharla, abrí un tubo de pastillas y con una especie de furor, de frenesí, fui tragando pastillas y bebiendo, agua, zumo o lo que hubiera llevado. A veces sentía ganas de vomitar, paraba y luego volvía a reanudar aquella infernal ingesta. No notaba nada, así que no me detuve hasta vaciar los dos frascos. Entonces esperé.

Las pastillas tardaron más tiempo en hacer efecto del que yo había supuesto. Cayó la noche. El frío era vivísimo. No había llevado ropa de abrigo. ¡Para qué! No puedo certificar este dato pero creo que por algún lado aún quedaban restos de nieve. No tuve ánimo para ponerme en pie y moverme para entrar en calor. Esperé. Comencé a notar el típico sopor que como efecto secundario de las pastillas conocía muy bien. Pero lo que más me preocupaba era aquella sensación de frío intenso que me estaba haciendo sufrir mucho. Debí quedarme dormido en algún momento, pero desperté tiritando. Deseaba dormir, dejar de percibir mi cuerpo. No era posible, el frío me lo impedía. Fue entonces cuando despertó el instinto de supervivencia con una fuerza brutal. Era consciente de que iba a morir, si no me mataban las pastillas lo haría la hipotermia. Lo que me había conducido hasta allí era un infinito deseo de morir, de acabar con mi vida, de irme al más allá, a la nada, donde fuera, pero irme de aquí. Ahora deseaba vivir a toda costa. Lo que estaba pasando no era una broma, era muy joven y me iba a perder el resto de mi vida, sobre todo me preocupaba la idea de que moriría virgen. Esta obsesión es típica de la enfermedad mental. Las ideas obsesivo-compulsivas pueden tener las temáticas más variadas, la mayoría de ellas resultan tan ridículas que no te atreves a confesarlas a nadie.

Esta vez sí, nada me salvaría de la muerte, ni un milagro. Fue el instinto de supervivencia el que me obligó a levantarme y caminar hacia la carretera. No sabía dónde estaba, la desorientación era total y más en plena noche. Decidí seguir bajando, puesto que había subido, para regresar era preciso bajar. El sueño hacía que me tambaleara como un borracho. Caí de rodillas, no tenía fuerzas para continuar. Recordé lo que hacían los marines en las películas, arrastrarse por el suelo, utilizando los codos. Resultaba desesperante ver lo poco que avanzaba, además las ramitas y piedras se clavaban en el cuerpo haciéndome sufrir mucho. No podía darme por vencido, estaba en juego mi vida. Avancé, un poco más, otro poco. En varias ocasiones me quedé dormido, pero el frío me obligaba a despertar. ¿Cuánto me quedaba para llegar a la carretera? Sin duda aquella fue la experiencia más angustiosa de mi vida, aunque hubo muchas más aquella se llevaba la palma. En un momento determinado me quedé dormido de nuevo y esta vez el frío no me despertó, era agradable dejarse ir por aquel sopor, era un sueño dulce, al final iba a tener una muerte muy dulce. Era tan agradable que solo el instinto de supervivencia me despertó. Desperté y decidí utilizar el dolor para continuar despierto. Morderme la mano, golpearme con una piedra, utilizar una rama como cuchillo para generar cualquier clase de dolor.

No sé cuánto tiempo pasó, me temo que mucho. Tuve la sensación de ver algo, luz, tal vez la carretera. Sabía que había un pronunciado talud por donde había subido. La desesperación me llevó a realizar un último acto. No había muchas probabilidades de que en plena noche pasara algún coche y muchas menos de que me vieran en la cuneta, porque ese iba a ser el gran problema, que si pasaban coches pudieran percibir un cuerpo tumbado en la cuneta. Sin embargo era la única alternativa. Si tenía que ocurrir otro milagro esta vez yo tendría que poner de mi parte. Utilicé las últimas fuerzas que me quedaban y rodé por el talud. Luego caí en la inconsciencia más absoluta.

ALGUNAS HISTORIAS SÓRDIDAS XXXI


Aquella vez sí, aquella vez lo conseguiría, no podía fallar. Lo tenía todo muy pensado, lo había planeado meticulosamente, con todo detalle. Desde la distancia de tantos años me cuesta comprender la infernal obsesión por morir que sufrí en aquel tiempo, siendo tan joven, gozando de buena salud y sin dificultades económicas. Ahora es más comprensible, ya con una edad, en la última etapa de mi vida, viviendo solo, sin muchos alicientes y además inmerso en esta distopía extravagante que supone la pandemia. Sin embargo lo llevo mucho mejor que hace décadas, en plena juventud, aunque también sufra el ayuno permanente de sexo. Solo tengo una explicación, la enfermedad me había afectado tan brutalmente que estaba indefenso, todo lo que hiciera para combatirla era inútil.

Ahora resultaría incomprensible que en un juzgado pudiera haber pistolas, para eso estaba la intervención de armas. Pero aquellos eran otros tiempos, en los almacenes de la intervención de armas de la guardia civil ya no había espacio, por lo que algunas piezas de convicción que deberían ser remitidas a la Audiencia junto con el correspondiente sumario, para el juicio, permanecían en las dependencias del juzgado, algunas en los archivos, etiquetadas y guardadas en alguna estantería y otras incluso en los cajones de las mesas de los funcionarios. Yo no tenía ninguna en mis cajones, era lógico teniendo en cuenta que ya tenía fama de suicida, pero sí una compañera que guardaba al menos una pistola con la correspondiente munición en su mesa. Lo supe porque la vi colocarla allí tras etiquetarla. Imagino que en algún momento, cuando ella saliera a tomar café con otros compañeros y yo me quedara solo, echaría un vistazo para cerciorarme. Lo que había visto me garantizaba que esta vez no fallaría. Era una pistola que tenía todas las pintas de ser de verdad, con su cargador y sus balas. Es posible que hubiera otra pistola y otras balas, no sería tan sorprendente. Lo cierto es que pensé una y otra vez en la ocasión que la suerte ponía a mi alcance. También imagino, porque no puedo recordar un detalle tan nimio, que me viera forzado a tomar una decisión tal vez porque había que mandar el sumario y las piezas de convicción a la audiencia, para el juicio. Puede que lo supiera porque el sumario lo estaba tramitando yo. Resulta curioso, pero en aquel juzgado y en aquellos años, las cosas iban como iban. Por cargo yo no estaba autorizado para tramitar sumarios, pero así me lo ordenaron. Había caído allí como de un guindo, recién aprobada la oposición y sin ninguna experiencia, solo conocimientos legales y teorías. Aprendí duramente lo que era la vida de un juzgado. Eran tiempos extraños y complejos, en plena transición, había que lidiar con leyes franquistas y con las nuevas que iban aprobando. Estaban plenamente vigentes ciertos comportamientos, heredados del franquismo, que con el tiempo y conforme se fue asentando la democracia fueron desapareciendo, tales como la famosa “astilla”. Supe de qué se trataba cuando una conocida abogada me pidió unas diligencias para hacer fotocopia. Tenía muy reciente el temario de la oposición, sabía que eso no se podía hacer y así se lo dije. Se sorprendió tanto como yo me sorprendí al ver su sorpresa. Hizo un comentario despectivo y se fue directa al despacho del secretario. Este vino y me hizo saber que me daba la orden expresa de que le entregara las diligencias a la abogada. Yo no dije nada, donde hay patrón no manda marinero. Me las devolvió con una sonrisa y al ir a colocarlas en el montón correspondiente cayó algo de entre sus folios. Me agaché y cuál no sería mi sorpresa cuando pude ver un billete de mil pesetas en el suelo. En aquellos años era una cantidad muy importante. Supuse que había sido un descuido y así se lo dije, entregándole el billete con una sonrisa irónica. Entonces ella se enfadó y me preguntó si yo era tonto. Todos los compañeros me miraron con enorme sorpresa, al parecer estaban al tanto. De nuevo imagino que a mí no me habían dicho nada porque yo era un tipo muy rarito, un loco, un suicida. La abogada tuvo que explicarme qué era la “astilla”. Mi sorpresa no tuvo límites. Le dije que me importaba un comino –no diría pito porque estaba delante de una señora- lo que hicieran los demás, yo era honrado y no recibiría una peseta que no me correspondiera de mi sueldo. Ella se carcajeó, metió el billete en la cartera, fuese y no hubo nada. Ya más atento comprobaría, asqueado, cómo los oficiales al cargo de la sección de civil y penal, especialmente la civil, recibían astillas dentro de los autos, que pasaban de estar debajo del montón a estar encima. Si algo corría prisa –el juzgado estaba atascado- se daba una astilla y todo se aceleraba. En aquel tiempo existían las tasas, se cobraba por salir a embargar o por cualquier otro tema, había que poner estampillas en los folios que pagaban los litigantes, por supuesto. Por suerte yo no estaba en la sección de civil, la tentación de aceptar dinero bajo cuerda hubiera sido difícil de combatir. Calculé que uno podía conseguir otro sueldo o más con aquellas astillas. Aquellas malas prácticas, propias de países tercermundistas y no democráticos, desaparecerían con el tiempo, cuando un ministro se propuso terminar con ellas y lo consiguió con inspecciones sorpresa y expedientes sin contemplaciones. Algunos funcionarios se fueron a la calle y los tejemanejes de las subastas –que esa es otra- si no desaparecieron por completo se hicieron más subrepticios y quienes así actuaban eran ahora conscientes de ser delincuentes.

Todo esto viene a cuento para explicar que pudiera hacerme con una pistola con tanta facilidad. Ya había pensado en comprarla en el mercado negro, a algún delincuente, pero era tan tímido y me pareció tan complicado que renuncié a ello. En mi memoria sí hay un detalle muy claro e intenso, la angustia que supuso para mí pasarme días y días dándole vuelta a la idea y sobre todo lo que me costó tomar la decisión, fue como si algo se desgarrara por dentro, ya no volvería a ser el mismo. Un sábado, o tal vez fuera un domingo, por la mañana me acerqué al juzgado llevando una bolsa de viaje donde había colocado un radio-cassette, con la cinta de la novena de Beethoven, versión de Karajan, lo recuerdo muy bien porque aún poseo esa cinta, dos botes de pastillas, una botella de agua o de zumo y puede que algo más. Yo tenía la llave del juzgado puesto que en las guardias era imprescindible, no podías estar llamando a otro compañero que bien podía estar de viaje o a la guardia civil. No había nadie, pero por si acaso tenía preparada alguna excusa verosímil. Temblando me acerqué a la mesa de la compañera e intenté abrir su cajón. Estaba cerrado con llave. No me detuve, si iba a morir nadie podría pedir luego cuentas a un muerto. Tomé un abre cartas, manipulé, hice palanca y la cerradura saltó, lo que indica bien a las claras la entidad de aquella cerradura. Abrí el cajón con el corazón en un puño. Si la pistola había desaparecido me las vería y desearía para justificar lo que había pasado con la cerradura. Pero no, allí estaba, la tomé en la mano, pesaba. Vi el cargador, vacío, rebusqué en la mesa y encontré las balas. Nunca había tenido una pistola en mis manos, pero era sencillo deducir cómo se ponían las balas en el cargador y cómo este se introducía en la culata de la pistola. Ya estaba. Salí de allí por piernas, procurando que los nervios no me traicionaran. Seguramente me acercaría a la parada de taxis más cercana. Estaba pensado hasta el último detalle. La cara que debió poner el taxista cuando le dije que me llevara a Navacerrada debió de ser antológica. Intentó convencerme de que era mejor tomar el tren o el autobús, el viaje me iba a salir muy caro. Yo llevaba la cartera con suficiente dinero para que no me quedara corto al pagarle. Y allá que nos fuimos.

Creo que el pobre taxista iba bastante asustado. Aquello no era muy normal que digamos- Más cuando antes de llegar a la bola del mundo, le pedí que parara, le pagué el viaje y bajé del taxi. Seguramente debió pensar que yo era un loco, o peor, un terrorista que podía estar tramando algo. Pero ya era tarde para volver a pensarlo. Además los billetes eran muy golosos, tal vez muchos días de sueldo, incluso puede que un mes. No llamó a la guardia civil, de otra forma hubieran dado una batida por allí. Me encontré solo en medio de la carretera. Había cometido un error. Pensando en que sería fácil el acceso al bosque, no tenía un plan b. Ahora me encontraba con un gran talud, difícil de escalar. Solo la desesperación me permitió trepar por allí con la pesada bolsa. Luego la decepción del bosque, había imaginado un gran bosque, tupido, frondoso, los árboles, tal vez pinos, raleaban y el suelo no era llano. Me interné todo lo que pude y escogí el mejor lugar. Allí debí permanecer todo el día hasta que comenzó a caer la tarde. Quería darme una oportunidad. Sabía que de regresar así me quedaría sin trabajo, si es que no iba a la cárcel. A pesar de ello la imagen de la pistola en mi sien, antes de apretar el gatillo, me angustiaba hasta tal punto que comencé a rezar. Había dejado de hacerlo al abandonar el colegio religioso donde estudiara.

ALGUNAS HISTORIAS SÓRDIDAS XXX


Y el achicharramiento de la silla eléctrica viene a cuento porque voy a contar algo que puede herir gravemente la sensibilidad del lector. Por eso advierto a quienes hayan llegado hasta aquí que no sigan si no están dispuestos a afrontar la realidad, cualquier realidad, en lugar de esconder la cabeza bajo el ala y repetir el mantra de “no quiero saberlo, no es posible, la realidad y la vida no son así”. La realidad sí es así. Resulta curioso que todos mis intentos de suicidio puedan ser documentados o testificados, por mi historial clínico, por quienes me encontraron, por quienes me llevaron en ambulancia a un hospital, por los doctores y personal sanitario que me atendieron. Han pasado muchos, muchos años, pero todos mis intentos de suicidio son comprobables, menos este.

Mi mente estaba muy tocada, no podría ser de otra manera, para que se me ocurriera lo que se me ocurrió. Un fin de semana salí al campo, me alejé de la ciudad y busqué una línea de alta tensión. Mi idea era muy simple, trepar como pudiera por una torre metálica, aferrarme a un cable eléctrico y morir. Así de simple. Pero no resultó tan sencillo. Ni siquiera trepar por la torre. Yo era joven, aún estaba delgado, me sentía ágil, pero no lo suficiente para sortear el obstáculo de escalar una torre de alta tensión. Ni ahora entiendo cómo pude lograrlo, tal vez la desesperación. Conseguí llegar hasta la altura necesaria. Antes de poner la mano en el cable sentí cómo el instinto de supervivencia tiraba de mí hacia abajo. El dolor iba a ser terrible, no podría soportarlo. Pero mi desesperación era infinita. Extendí el brazo y con la mano agarré el cable. Lo que ocurrió a continuación no lo hubiera imaginado ni en mis peores delirios, ni en mi relato más delirante cabe semejante posibilidad. El impacto fue brutal. Creo que entré en la inconsciencia y ahí permanecí un tiempo indefinido. Cuando desperté fui consciente de estar colgado de la torre. Increíble, pero cierto. Mi cuerpo quedó sobre una barra metálica. No caí al suelo, como era lo más probable. En un equilibrio casi perfecto quedé balanceándome, la mitad del cuerpo colgando para un lado y la otra para el otro lado. Estaba paralizado, no podía mover ni un dedo, ni una ceja. Eso hubiera sido positivo de no sufrir dolor, pero la paralización, casi la inconsciencia no me libraron de sentir el terrible dolor en cada parte de mi cuerpo. Era un dolor extraño, casi infinito, y por otro lado llevadero porque la paralización del cuerpo atenuaba el sufrimiento. Deseé la muerte, clamé por ella, recé a Dios, pero seguía sin poder moverme, ni siquiera un dedo de la mano o del pie, ni una ceja, nada. No sé cuánto tiempo estuve así, tal vez horas, tal vez muchas horas. O puede que no fueran tantas, el tiempo se paraliza en esos momentos. No era consciente ni de estar respirando. Solo una idea golpeaba una y otra vez contra las paredes del cráneo. Tenía que bajar de allí, ya que no había muerto, y ver si podía librarme de ir a un hospital. Con mis antecedentes me incapacitarían y mi vida habría acabado, como mucho me esperaba la vida de un pordiosero, en la calle, bajo cartones, mirando en los cubos de basura.

Sin duda es el episodio más delirante de mi vida. Es un auténtico milagro que pudiera bajar de la torre. Poco a poco el cuerpo fue volviendo a la consciencia. Pude mover una mano, luego un pie, una parte del cuerpo parecía estar volviendo a la vida, mientras la otra seguía paralizada. Con la determinación de la desesperación comencé a moverme, teniendo mucho cuidado de no caerme. No es que la altura fuera suficiente para matarme, pero ya tenía experiencia con las caídas, puede que no te maten pero dejan tu cuerpo destrozado y yo lo necesitaba como antes, lo mejor posible, dadas las circunstancias. El tiempo que me llevó bajar fue indeterminado, no así el sufrimiento, un sufrimiento que mi mente ha bloqueado para seguir viviendo. Cuando alcancé el suelo no podía ponerme en pie ni caminar, me apoyé en la torre metálica y dejé que pasara el tiempo. Me hubiera gustado volver a la inconsciencia o morir sin más, pero estaba consciente y lúcido, terriblemente lúcido. El tiempo fue pasando, gota a gota, y apuré el sufrimiento como un cáliz de dolor que yo mismo me había buscado. Creo que había salido por la mañana y estaba llegando el ocaso. Cuando la parte derecha de mi cuerpo recobró el movimiento lo primero que hice fue buscar posibles quemaduras. La que encontré, en el sobaco derecho, era suficiente para aterrorizarme. La carne blanda, destilando un liquidillo asqueroso, muy, muy dolorosa. Me quité el niqui como pude y lo puse bajo el sobaco, tal vez pensando en la posibilidad de que la carne se desprendiera. Esperé a que cayera la noche, no solo para recuperarme lo suficiente para poder andar, sobre todo porque no quería que nadie me viera, me podían tomar como un borracho bamboleante, pero algún alma caritativa podía desear ayudarme y eso era lo peor que podía pasarme. Aquel intento de suicidio podría acabar incapacitándome, algo que para un joven de veintitrés o veinticuatro años era el apocalipsis, el fin de los tiempos.

Cuando se hizo de noche y pude caminar me arrastré como pude hasta el piso. Debió costarme mucho tiempo y sufrimiento. Por suerte nadie se acercó, a veces la inhumanidad resulta una ayuda. El compañero debía de estar con la moto y sus compañeros motoristas haciendo algún recorrido, como hacía los fines de semana. En el cuarto de baño había un botiquín, elemental pero suficiente. Me eché alcohol en la herida para que no se infectara, esa era ahora mi gran preocupación, no quería que me cortaran el brazo. Vi las estrellas, pero no me quejé, me lo había buscado y curar esa herida era mi prioridad absoluta. Me eché una pomada antiinflamatoria y me vendé como pude, con una venda, algodón y esparadrapo. De esta guisa tuve que ir a trabajar durante una buena temporada. Me costaba mucho escribir a máquina, pero aquel sufrimiento me parecía poco teniendo en cuenta que seguía vivo. Que había ocurrido otro milagro más en mi vida.

No aprendí la lección. Ahora sé que la enfermedad mental puede llevar a esos extremos, en aquel momento solo pensaba que la vida no merecía la pena, que era una mierda. Tal vez si encontrara una chica, si perdiera la virginidad, la vida podría volver a tener algún aliciente. Me resulta gracioso pensar que aquella obsesión por la virginidad, por el sexo, por el cariño de una mujer fuera tan determinante para mis decisiones. Algunos con los que comentaba el tema, pocos, se echaban a reír y me decían que a mi edad eso no era tan grave, pero para mí lo era.

En plena noche, mientras escribo, insomne como muchas noches, siento un escalofrío recorrerme la columna vertebral. Me pregunto qué hago escribiendo sobre mi temporada en el infierno. No tiene sentido, ni siquiera para arrojar a mis demonios de mi interior, consciente de que estos recuerdos están bloqueados, enterrados en el núcleo de la Tierra. Sin duda es una terapia que necesito. Puede que muchas de mis obsesiones, sobre todo mi fobia social, estén ahí enraizadas. Pero no es eso lo que me ha decidido a contarlo. En un tiempo juré que lo contaría antes de morir. Y este es el momento oportuno. Me veo como en la escena de lo que el viento se llevó, cuando la protagonista, que ahora mismo no recuerdo su nombre, alza los brazos al cielo y grita aquello de “juro que no volveré a pasar hambre”. Yo entonces, y de una forma metafórica, también lo hice, “juro que lo contaré antes de morir, que todo el que quiera saberlo, lo sabrá, que acabaré con el estigma social que nos acompaña a los enfermos mentales o él acabará conmigo”.

ALGUNAS HISTORIAS SÓRDIDAS XXIX


Vivía en un piso con un treintañero, motorista. No sé si vi el anuncio en el periódico o alguien me lo comentó. No lo llevaba bien. No llevaba bien nada, ni el trabajo, ni la convivencia en el piso, ni mi obsesión por perder la virginidad. La terrible depresión regresó. Ni los electroshocks,  ni las cadenas, ni embutirme a pastillas, había podido curarme. Buscaba constantemente la fórmula del suicidio perfecto, rápido, sin dolor, cien por cien de éxito garantizado. Aquella Navidad mi compañero me dijo que se iba con su novia a pasar las fiestas con los padres de ella. Vi la ocasión. Yo me había quedado, tal vez porque me tocó estar de guardia, era un juzgado único, estaba de guardia permanentemente, o tal vez lo eligiera yo voluntariamente, no me apetecía ir con mis padres. El compañero me había dicho que regresaría para Reyes. Aquella Nochevieja llevé a mi dormitorio dos botellas de cava, puse sobre la mesita todos los tubos de pastillas que tenía, enchufé el cassette y puse la novena sinfonía de Beethoven. Traje del baño una cuchilla de afeitar. Y así comenzó mi intento de suicidio más esperpéntico. Tuve el detalle de traer el balde de la ropa y comencé a cortarme la muñeca izquierda. Comprendí que no iba a lograrlo de esa manera, para profundizar lo suficiente y llegar a una vena tenía que cortar a fondo y eso generaba un gran dolor. Dejé marcas desde la muñeca hasta el codo que me han acompañado toda la vida. Me acabo de mirar el brazo y aún persisten, casi invisibles para quien no mire buscando precisamente eso, pero ahí están.

Al final me di por vencido. No iba a morir cortándome las venas, como los clásicos, como Séneca, por ejemplo. Pero tenía que hacerlo, así que abrí el primer bote y comencé a tomar pastillas, un buen trago de cava y otro montoncito de pastillas. Acabé con las pastillas, acabé con las dos botellas de cava, estaba borracho, estaba mareado, estaba raro. La música maravillosa del sordo genial continuaba sonando, tal vez se acercara o estuviera ya en el último movimiento. Morir a los compases de la novena era mi sueño frustrado. No sé cuándo ocurrió. Quedé inconsciente, en coma. Podía haber muerto o podía haberme quedado incapacitado, en cama, para el resto de mi vida. Pero de nuevo ocurrió un milagro. Puede que pocos crean en milagros, o nadie, yo tengo que creer porque los he vivido.

Me desperté en un hospital. El compañero de piso había regresado antes de lo planeado. Por suerte para mí, tal vez no para él, había tenido una gran bronca con su novia y les había dejado, volviendo al piso. El me descubrió sobre la cama, con un balde de plástico manchado de sangre, con dos botellas vacías de cava sobre la cama, con dos tubos de pastillas vacíos. Debió llamar a emergencias. Eso me salvó la vida. No recuerdo nada del hospital ni de las consecuencias en el trabajo, pero no resulta difícil deducirlas.

He oído algunas cosas sobre el suicidio y los suicidas, con unas estoy de acuerdo y con otras no. Creo que puedo hablar sobre ello porque si alguien sabe algo de suicidios, por desgracia, soy yo. No estoy de acuerdo con que no se deba hablar públicamente del suicidio, mejor dicho, de las distintas formas de suicidarse. Estoy de acuerdo en que no se debe hablar de ello como de una curiosidad morbosa, como un reto viral, pero sí se deber hacer con sinceridad absoluta, poniendo énfasis en el lado humano, en el sufrimiento que acarrea para el propio suicida y sus familiares. No hablar de ello no soluciona nada, como lo demuestra que muchos sigan intentando el suicidio y en estos tiempos se haya convertido hasta en un reto viral en youtube. Mi experiencia me dice que cuando se habla a un presunto suicida con sinceridad, por experiencia, poniendo de manifiesto todo lo que hay en un suicidio y no solo lo que el suicida quiere escuchar, el suicida se lo acaba pensando y muy seriamente, lo que es mucho más que lo que se consigue no hablando de ello. He tenido algunas experiencias con otras personas con enfermedad mental que me han llamado diciéndome que se iban a suicidar. No he intentado convencerles de que la vida no era una mierda, me he limitado a contarles alguno de mis intentos de suicidio y sobre todo a poner énfasis en que no hay una forma segura de suicidarse y mucho menos indolora. Ni siquiera en las ejecuciones de penas de muerte todo es seguro al cien por cien. A veces falla lo que la ciencia considera más seguro, algunos condenados a muerte en la silla eléctrica han quedado achicharrados, otros, con inyección letal, han tardado mucho en morir y con grandes sufrimientos, incluso han tenido que suspender la ejecución. Hace algunos años se me ocurrió mirar en Internet distintas formas de suicidarse, para un relato. Todas me parecieron auténticas chapuzas capaces de hacer sufrir al suicida los tormentos del infierno y ninguna segura. La mejor forma de impedir un suicidio es dar cariño, pero el cariño es algo que se vende muy caro en esta sociedad, tanto que ni los millonarios lo pueden comprar. Como decía aquella vieja canción: ni se compra ni se vende el cariño verdadero. Pero ya que no se puede impedir el suicidio con cariño, al menos la sinceridad es más efectiva que la hipocresía. A esas personas que me decían que iban a suicidarse yo les ponía delante de las narices la posibilidad de que todo saliera mal. ¿Y si no te mueres y te quedas parapléjico para el resto de tu vida? ¿Y si quedas con gravísimas secuelas? ¿Y si el sufrimiento es tan infernal que no puedas soportarlo? Me respondían que estaba intentando asustarles. Yo solo tenía que contarles mis experiencias para darles a entender claramente que eso puede pasar. Yo soy la demostración más palpable de que eso puede pasar.

ALGUNAS HISTORIAS SÓRDIDAS XXVIII


Allí murió mi romanticismo juvenil, mis ansias utópicas de cambiarlo todo, de mejorar una sociedad que tenía más de inhumana que de humana. Si no podía morir solo quedaba una elección: sobrevivir. De nada sirve tu compromiso con la verdad, con la justicia, con la luz, si estás muerto. Seguir vivo era prioritario, el instinto de supervivencia se había impuesto a la decisión de mantener una dignidad heroica. Mi decisión era llevar mi dignidad hasta las últimas consecuencias, cerrar la faringe, el esófago, el estómago, bloquear el conducto por donde descendía aquella papilla asquerosa y si era preciso, atragantarme, morir asfixiado. Pero el instinto de supervivencia, tan poderoso, tan infinitamente poderoso, se había impuesto. No se puede luchar contra el instinto supremo que nos ata a la vida, aunque no queramos.

Cuando me dejaron solo tras haber comido lo que les pareció suficiente, en aquel sótano infecto, atado con cadenas, como un monstruo, tuve mucho tiempo para reflexionar, para meditar, para diseñar estrategias. La oposición violenta no me serviría de nada, ellos eran más fuertes, solo me quedaba la astucia, la sublime interpretación de un joven rebelde que de pronto se vuelve manso como un cordero. Tenía que salir de allí, y para conseguirlo solo me quedaba llevar a cabo la mejor interpretación de mi vida. Ni los mejores actores del mundo me igualarían.

No sé cuánto tiempo permanecí en aquel sótano que ha sido para mí, durante el resto de mi vida, la representación dantesca del infierno, allí no había círculos, solo camas viejas, oxidadas, con colchones empapados de orines y restos de excrementos, filas de camas para condenados al infierno, sin juicio, sin posibilidad de defensa. No debió de ser poco. Alguien tan rebelde como yo necesitaba un severo escarmiento. Cuando me dejaron salir me volví obediente, sumiso, hipócrita, tan bueno, tan buenín como cuando necesitaba sacar un diez en conducta en aquel colegio religioso para que me siguieran manteniendo la beca. Todos, incluido el psiquiatra, debieron sorprenderse mucho de mi cambio. Puede que no se lo creyeran, pero si aquel método había dado tan excelente resultado, habría que mantenerlo. Era la filosofía del palo, que tanto imperaba en aquella época. La letra con sangre entra, no hay loco que no se vuelva manso con los manguerazos de agua helada, el aislamiento en un lugar infecto, atado con cadenas. Es la vieja filosofía de las dictaduras, de los dogmatismos inapelables, de los poderosos de este mundo designados por el Todopoderoso para cumplir sus designios. No hay héroe que resista a la tortura, al tormento, a la inquisición, al sufrimiento prolongado en el tiempo, intensificado hasta el límite.

Debió costarme lo mío convencerles por completo de que estaba curado, de que había aprendido la lección. No debieron bastar unos días, ni siquiera unas semanas, tal vez algunos meses. Por fin lo conseguí y mis padres vinieron a recogerme. Regresar a casa fue como regresar al lugar del crimen. Pero había aprendido la lección. Mi lucidez me hizo ver claro el camino a seguir. Tenía que encontrar un trabajo, ser independiente y marcharme de casa para no regresar nunca. Esa era mi meta y busqué desesperadamente cómo alcanzarla. No me importó trabajar como peón de albañil en una obra, donde un encargado canalla –encontraría bastantes canallas a lo largo de mi vida-  me trató como a una bestia de carga, tal vez porque yo era un chico con estudios. Mientras que los otros podían subir los carretillos llenos de baldosas al piso correspondiente, ayudados por una grúa, yo tenía que subirlos por una escalera de tablones, a puro músculo, a puro huevo, hasta donde correspondiera. No sé si mis padres le comentaron algo sobre la rotura de varias vértebras de la columna, puede que sí, porque creo recordar que conseguí el trabajo gracias a que alguien de su entorno conocía al encargado. Un día no pude más, la columna estalló y me fui por la pata abajo. Salí corriendo hasta casa, con la mierda en los pantalones.

Pero no cejé. Camarero en un hotel de lujo durante la Semana Santa, trabajando todo el día, sirviendo a todo el mundo, agotado, extenuado. Abandoné a los quince días. Pero no cejé. Basurero, recogiendo la basura en un camión en un pueblo cercano, limpiando las calles con un cepillo, para luego pasarme la tarde estudiando en una academia, preparando una oposición. Tomando la medicación, sufriendo el atontamiento físico y mental que causan los antidepresivos y antipsicóticos, un día tras otro, al final me presenté y conseguí una plaza. Ya era independiente. Ahora me iría lejos, a Madrid, y allá que me fui, sin saber que la verdadera temporada en el infierno comenzaba ahora.

Imagino que aquí debí de hacer un alto, con la boca seca, sudando. Debí pedir agua y tal vez el periodista me diera una cerveza. Le pregunté si podía contarlo todo. Me dijo que no me cortara. Aquel armatoste no dejaba de girar y girar. La cara del periodista lo decía todo, los ojos de H lo expresaban todo. Creí, ¡ingenuo de mí!, que al menos en el reportaje para el suplemento dominical saldría algo de aquello, no todo, porque los periódicos nunca tienen espacio para lo importante, lo humano. ¡Cómo pude equivocarme tanto!

Continué mi narración. Quería sacarlo todo al exterior, descargar aquel peso infinito que tenía sobre mis hombros, como un nuevo Atlas. Estaba desesperado y la desesperación es mala consejera, te impide pensar, ser práctico, conocer a las personas. El segundo episodio ocurrió en mi primer destino, un juzgado en una vieja iglesia cochambrosa, goteras por todas partes cuando llovía, había que poner recipientes por todas partes; diminutas estufas eléctricas para soportar el frío invernal, había que trabajar con ropa de invierno, incluso hubiera utilizado guantes si eso no me hubiera impedido escribir a máquina. Un error de principiante me llevó a pedir a los dos números de la guardia civil que acompañan a un drogadicto, esposado, a declarar. Me cegó la humanidad. Quítenle las esposas, dije. No hice caso a sus consejos. En cuanto el drogadicto se vio libre tomó carrerilla y estampó su cabeza contra una pared. Todo el juzgado, la iglesia entera retembló y yo me sentí morir. Se lo llevaron a rastras, cogiéndole férreamente de su larga melena. Escribí a mis padres que deseaba dejarlo, no podía soportarlo más. Me dieron un buen consejo, aguanta, porque ese es un trabajo para toda la vida y no encontrarás otro.

ALGUNAS HISTORIAS SÓRDIDAS XXVII


Fue el fin de mi infancia, de la adolescencia, de la juventud, fue el fin de mi visión de la vida como la pacífica convivencia entre humanos. Homo homini lupus. Lo había escuchado en la clase del latín en el colegio. Ahora lo comprendía. El hombre es un lobo para el hombre. Yo era peor que un lobo para aquellos celadores, peor que cualquier animal, había perdido mi condición humana. No sería la primera vez. Mi ingenuidad me había llevado a pensar que estaba entre humanos, entre hermanos, que la sociedad era la civilización, que la vida no era una selva llena de depredadores, que los humanos éramos otra cosa. Mientras me arrastraban por el cemento, dolorido de la terrible paliza, sin poder respirar, sintiendo cómo el cuerpo era arañado por el cemento, humillado y ofendido, rebajado a la condición de la peor bestia del planeta, de pronto se me abrieron los ojos y comprendí en qué mundo vivía, cómo era aquella maldita sociedad. Ni siquiera me ahorraron la humillación de pasar ante mis padres y el psiquiatra, de pie en la puerta, paralizados, de aquella guisa. Me arrastraron por el pasillo, me arrastraron por las escaleras, sin preocuparse si mi cabeza daba o no contra los escalones, si respiraba o no, si estaba vivo o muerto. Me bajaron al sótano, me arrastraron por el sucio suelo y me ataron a una cama, más bien a un colchón que olía a orines y a mierda. Aquel sótano era infecto, ni siquiera limpiaban los orines del suelo, ni siquiera cambiaban los colchones meados. Una mazmorra de la Edad Media no sería peor. Nunca tuve buen olfato, pero aquel olor repugnante, acumulado durante días, semanas, meses, me entraba por la nariz y me ahogaba.

Me ataron a la cama, al colchón meado, pero no con las típicas correas. Fueron auténticas cadenas las que me sujetaron boca arriba sobre aquella cama metálica, vieja, herrumbrosa. Y no fueron cadenitas, como las utilizadas para sujetar las bicicletas a los árboles para que no las robaran, eran cadenas gruesas, pesadas, enormes. Las cadenas con las que aherrojarían a los cautivos en las mazmorras de la Edad Media. Me ataron y se fueron. No me dijeron, no me preguntaron si estaba bien, no se preocuparon por saber si respiraba o no. Podía haber muerto de aquella crisis asmática. A nadie le hubiera importado. Mejor para ellos, uno menos. Entonces, por primera vez en mi vida, comprendí que un ser humano podría matar a otro que le hubiera hecho algo así. Yo iba a matar a aquellos cabrones, los iba a matar, los iba a matar…La cólera estallaba en mi interior como cartuchos de dinamita conectados por una mecha. Lo juré por lo más sagrado, los iba a matar. Pero me estaba ahogando. Nadie se preocupó de si respiraba o no, nadie vino a verme, no me pusieron oxígeno, ni siquiera me facilitaron un inhalador. No sé qué pensar de aquel estúpido psiquiatra. Tuvo que ser orden suya que no me atendieran. Él tenía que saber de mi condición de enfermo asmático. Creí que iba a morir y era una idea que no me desagradaba. Pero no de aquella manera infernal, tardaría horas en asfixiarme. Aquello era el infierno, no podía haber nada peor en el infierno. Yo había sido condenado sin juicio y ahora estaba en el infierno, pero por suerte no duraría toda la eternidad porque todo acaba, es lo bueno que tiene el tiempo.

No sé cuánto tiempo duró aquel tormento. Debí calmarme poco a poco y la crisis asmática fue remitiendo. Sobre todo debió calmarme la idea que se me había ocurrido. No podía hacer nada, no podía defenderme, atado con cadenas, como un forzado, pero sí había algo que podía hacer. Me declararía en huelga de hambre, me dejaría morir de inanición. Me daba igual lo que fuera a tardar, un mes o dos. Me daba igual el sufrimiento espantoso que suponía una muerte por hambre. Habían aniquilado mi dignidad, pero aún quedaba una chispita, suficiente para morir como un ser humano y no como una bestia.

Cuando volvieron, no sé si al día siguiente o al otro, y me preguntaron cómo me encontraba y me trajeron comida, les dije que no iba a comer, me declaraba en huelga de hambre. En aquel sótano infecto estaba solo, yo era la única bestia atada con cadenas. Pero antes debieron estar muchos más, había muchas camas y todos los colchones estaban empapados de orín. No puedo recordar si me trajeron una botella para orinar o una cuña para hacer mis necesidades. Si tardaron tanto en regresar tuve que orinarme encima, tal vez incluso me cagara encima. Era la humillación absoluta, no podía haber nada más humillante. Cuando les dije que estaba en huelga de hambre se echaron a reír. Salieron y regresaron con un artilugio extraño, medieval. Un carrito con artilugios medievales. Estaban bien preparados, de lo que deduje que no era el único al que se le había ocurrido lo de la huelga de hambre. No era precisamente algo improvisado. Me colocaron un arnés de madera con cuero en la cabeza que me impedía cerrar la boca. Me enchufaron un enorme embudo y con una jarra de plástico me fueron echando puré o lo que fuera aquella mierda. Yo trataba de cerrar la boca, imposible, hacer que mis músculos bloquearan el conducto desde la garganta al estómago, imposible. Aquella papilla asquerosa intentaba penetrar, incluso, cuando el embudo se quedaba atascado iban empujando con un artilugio de madera. Me ahogaba. Ahora sí que iba a morir. Se dieron cuenta y se detuvieron. Me preguntaron si seguía en huelga de hambre. Comprendí que por mucho que quisiera morir aquella no era precisamente una buena muerte. Me rendí con armas y bagajes.

ALGUNAS HISTORIAS SÓRDIDAS XXVI


No sé cuántos meses estuve en el hospital, muchos, tal vez seis o más. Recuerdo que en un episodio de la serie de Felix Rodriguez de la Fuente, éste explicaba la terrible escena de un bóvido, tal vez una cebra, atrapada en las mandíbulas de una leona, o tal vez fuera un guepardo, no importan esos detalles. Puede que su explicación intentara quitar hierro a la espantosa secuencia o tal vez fuera la verdad objetiva. Venía a decir que la pobre cebra no sufría tanto como daba a entender la escena. Al pareceré su organismo segregaba unas hormonas o una determinada sustancia que aletargaba su organismo, algo así como una potentísima inyección de morfina. Cuando el animal se entregaba a su suerte entraba en una especie de estado catatónico en el que el dolor desaparecía. Menos mal, porque el cuello de la leona permanecía largo rato en el cuello de la cebra, apretando con una fuerza terrible. De no ser así el sufrimiento del pobre animal era para llevar a la desesperación a un humano sensible.

Algo parecido debió ocurrirme a mí. Debí entrar en un estado catatónico en el que apenas sentía el dolor, y cuando desperté en el hospital seguro que estaba atiborrado a calmantes. Pero cuando los fueron reduciendo el dolor se hizo insoportable, infernal. No podía mover un músculo, me dolía la columna, me dolía el riñón, me dolía el tobillo, me dolía todo el cuerpo. Es fácil que me visitara un psiquiatra, suponiendo que en aquellos tiempos hubiera psiquiatras dedicados a eso. No lo recuerdo. Me visitaron mis padres, tal vez alguna persona más. Yo no hablaba. Había caído en un mutismo total. Con el tiempo fui pronunciando alguna que otra palabra. Me trajeron un transistor que alivió las largas horas tumbado sin moverme. Me trajeron un libro que pude leer a pesar de los dolores. El tiempo transcurría con lentitud aplastante, una hora tras otra. No puedo recordar lo que pensaba entonces. ¿Daba gracias por seguir vivo? ¿Maldecía por no haber muerto? No lo sé, creo que la catatonia debe ser algo parecido. Sabes que estás vivo, notas tu cuerpo, pero es como si estuvieras muerto, algo así como dicen que funciona el curare, eres consciente pero no notas tu cuerpo, no puedes moverte, sufres una paralización total.

Ocurrió el milagro, el primero de muchos milagros que me mantuvieron vivo durante todos aquellos años que yo llamo “Mi temporada en el infierno”, “Mi etapa negra”. No tuvieron que extirparme el riñón, la inflamación fue desapareciendo poco a poco. Las vértebras fueron soldando lentamente. No sabían si el tobillo se recuperaría o quedaría cojo de por vida. No lo sabrían hasta quitarme la escayola. Al final un día, muchos meses más tarde, me dieron el alta. Llegué a casa con muletas y una faja ortopédica que era un inmenso alivio. No sé el tiempo que tarde en recuperarme, no por completo porque me quedarían secuelas de por vida. Tampoco puedo situar mi estancia en el psiquiátrico. No sé si fui internado tras recuperarme o si fue un estado depresivo muy grave el que me llevó allí debido al miedo de mis padres a que volviera a repetirlo.

Fueron diez días en el psiquiátrico de la Diputación. No podían ser más porque tendrían que pagarlo y ellos no podían. La terapia que me dieron consistió en las famosas pastillas, seguro que antidepresivos y antipsicóticos. Lo peor fueron los electroshocks, una experiencia que nunca olvidaré. En aquellos tiempos era una terapia aceptada que estaba muy de moda. Incluso en estos tiempos he escuchado a algún profesional defender esta terapia de choque que no es tan terrible como parece. Yo solo puedo hablar de mi experiencia. Atado a una camilla recorriendo un pasillo hasta un pequeño despachito donde me ataban a una camilla o cama adecuada a lo que iba a suceder. Limpieza con algodón en ciertas zonas y luego los cables con ventosas, sujetos a ambos lados de la cabeza, en las sienes. Un aparato con un indicador de los voltios que iban a administrarme. Una voz que anuncia la descarga, tantos voltios. Un aparato entre los dientes para que la sacudida no me rompa la dentadura. Zás. Y la inconsciencia. Luego te despiertas en tu habitación sin saber quién eres, ni cómo te llamas, sin recordar nada. Puede que no todas las sesiones fueran tan duras, pero lo que sí es cierto es que en una de ellas, tal vez la peor, desperté y no pude recordar mi nombre, ni qué hacía allí, ni mi pasado, nada de nada. Puede que la memoria me juegue una mala pasada, pero no recuerdo a nadie a mi lado al despertar. Lo que sí recuerdo es haber estado solo un tiempo indeterminado que bien podían ser minutos o tal vez horas. Todo ese tiempo lo pasé intentando recordar mi nombre. ¿Cómo me llamo? Empecemos por la A hasta la Z, puede que si voy diciendo nombres alguno me suene más que los otros. ¿Quién soy? No lo sé. Se me ocurre que han podido lobotomizarme puesto que no recuerdo nada de nada. Si es así, solo hay una razón lógica, he sido un asesino en serie y me han lobotomizado para que no siga matando. Estas ideas pueden parecer increíbles para alguien que no se haya despertado tras una sesión de electroschock sin recordar nada. Cuando no sabes ni cómo te llamas la necesidad de tener una identidad es tan imperiosa que tu mente se lanza al galope, como un caballo furioso, buscando algo a lo que aferrarte.

Muchos años después aquella experiencia sigue pareciéndome lo más espantoso que he vivido. La pérdida de la identidad es lo más terrible, la experiencia más infernal que puede vivir un ser humano. Es cierto que con el tiempo vas recobrando la memoria, puede que no toda, que no el cien por cien, pero sí suficiente. Es posible que tras aquella experiencia alguna enfermera se quedara a mi lado hasta despertar y me hablara de lo que había ocurrido y que no me asustara porque iba a recobrar la memoria y pronto. Es posible porque no recuerdo que volviera a tener un despertar tan alucinante como en aquella ocasión. A veces pienso que lo que intentaban aquellos terapeutas conmigo era freír las neuronas donde estaba almacenado el recuerdo de mi intento de suicidio. No lo consiguieron. No puedo entender qué se perseguía con aquella terapia. Me parece que freír neuronas no es la solución. Atenuar el recuerdo de forma artificial, tampoco. Al menos conmigo nunca dio resultado.

A los diez días fui trasladado a otro psiquiátrico, en otra provincia, donde me acogían gratuitamente. Allí viví también otra de las experiencias más infernales de mi vida. Mi entrada en el infierno estaba resultando por todo lo alto, con trompetas y tambores, con comitiva carnavalesca. Recuerdo un amplio edificio de ladrillo, habitaciones para cuatro, con una cama en cada esquina. Un hombre que sufría de alcoholismo, conocería a muchos a lo largo de mi vida, que era el único con el que se podía hablar. No llega mi memoria a muchos más detalles. Como siempre la medicación, atontando mi cabeza, no creo que leyera aunque es más que posible que llevara algún libro. Los días en un psiquiátrico son largos, muy largos. Te despiertan pronto y no haces otra cosa que dar vueltas y vueltas, cuando puedes, cuando te deja la medicación. El desayuno, la entrevista con el psiquiatra, no todos los días porque hay muchos pacientes, las comidas, nunca sabrosas, como rancho de cuartel, dormir todo lo posible, lo que te dejan, nunca en las habitaciones, tal vez algo de televisión, aunque la cabeza no está para eso, ni para nada. La mente intenta dar vueltas y más vueltas en el viejo tiovivo infernal, recordando, analizando, intentando encontrar las razones que te han conducido hasta aquí, pero la medicación no te deja, te pesa la cabeza, el cuerpo, te pesa todo. No puedes dormir pero tampoco estar despierto. Es una de esas fisuras que te escinden en dos. No se trata de la conocida duermevela, en la que estás todavía en el mundo de los sueños y la realidad intenta abrirse paso, no es como si una garra oscura te agarrara el cerebro e intentara llevarlo a otra parte, pero no se lo lleva, te quedas en la realidad, aunque no estás en ella, no estás en parte alguna. Eres un zombi que debería estar en la tumba, pero  que anda caminando por ahí, sin ver nada, sin oír nada, sin saber si estás vivo o muerto.

Pasan los días. Hablas con el psiquiatra, un hombre joven, casi recién salido de la universidad, casi terminado el correspondiente doctorado. No parece tener mucha idea de psiquiatría, de a qué se está enfrentando. Como me diría mi amigo Bautista, muchos años más tarde, en aquella época los psiquiatras sabían muy poco y apenas estaban considerados socialmente, eran unos médicos extraños, los médicos de los locos. No fue capaz de ver en mí lo que realmente era, un joven salido de un colegio religioso, salido del acogedor calorcillo del rebaño y del dogma, al mundo, al demonio y a la carne, al pecado, a la condenación eterna. Sin trabajo a pesar de los estudios, sin la menor capacidad para relacionarse socialmente, incapaz de mirar a las chicas a la cara, sin futuro, sin ilusión, sin esperanza, y además loco.

Los días fueron pasando y yo no mejoraba, al contrario, cada vez me sentía más deprimido, más asqueado de la vida, de todo. De aquel tiempo, tal vez unos dos meses, solo recuerdo aquel estremecedor episodio que me hizo retroceder a la Edad Media, algo que nunca hubiera imaginado que pudiera ocurrir. Mis padres llegaron por sorpresa para ver cómo estaba. Les hablé de cómo me sentía, les supliqué que me sacaran de allí. Aquello era un infierno que solo me podría empeorar. Intenté convencerles de que estaría mejor en casa. Se conmovieron, especialmente mi madre. Me dijeron que hablarían con el psiquiatra, y lo hicieron. Debió de darles poderosas razones, debió de convencerles de que fuera podría volver a intentarlo. También yo hablé con el psiquiatra a su presencia. Mis razones también eran poderosas, pero no me hizo caso. Por primera vez en mi vida comprendí que cuando has intentado el suicidio pierdes la confianza de todo el mundo. Nadie se fía de que no vuelvas a intentarlo y la única manera de impedirlo es tenerte encerrado, atiborrado a pastillas, como un vegetal, así no podrás intentarlo y todos contentos.

La desesperación me inundó. No iba a salir. Tendría que seguir allí. ¿Cuántos meses? Tal vez toda la vida. No podría soportarlo. La desesperación me llevó a un acto desesperado. De pronto comencé a correr. Salí del despacho corriendo, atravesé el pasillo hasta la puerta del edificio corriendo a todo correr. Me encontré en el patio de cemento. Sabía que la puerta principal estaría cerrada, pero no me importó, saltaría la tapia, haría cualquier cosa por encontrarme fuera. Mi reacción intempestiva les había pillado por sorpresa, pero no por mucho tiempo. Tras de mí estaban corriendo los celadores, de blanco, mocetones temibles. No sé cuántos eran, dos, cuatro, media docena. No me importaba, no me iban a coger porque yo era más joven que ellos y más ágil. A mitad del patio sufrí una crisis asmática. Me detuve. No podía respirar. Abrí la boca como había hecho aquel día de verano en mi dormitorio e intenté tragar lo que fuera, al menos una molécula de aire, un poco de oxígeno. La tensión nerviosa, la carrera, habían desatado aquel infierno que conocía tan bien. Caí al suelo, incapaz de permanecer de pie. Boca arriba intenté respirar angustiosamente, era todo boca abierta. Entonces llegaron ellos. Puede que no supieran lo que me estaba pasando, aunque seguramente el psiquiatra, en mi historia clínica, había anotado mis enfermedades. No se anduvieron con contemplaciones. Les había dejado en mal lugar, puede que hasta hubiera puesto en peligro su trabajo, pero creo que fue más que nada la vergüenza, la humillación que sufrieron al no haber estado atentos, al no haber previsto aquella reacción. Su cólera no les disculpa, para mí eran malas personas. Me patearon las costillas, me dieron de puñetazos. Yo no podía impedirlo, no podía protegerme, incapaz de respirar estaba a su merced. Cuando se cansaron de golpearme, dos de ellos me tomaron de los brazos y comenzaron a arrastrarme por el cemento. Los otros hubieran podido cogerme de las piernas y llevarme como en el entierro de la sardina. Fue una mezquina venganza, fue una bestialidad propia de aquellos tiempos en los psiquiátricos o manicomios. Yo no era humano, era una bestia a la que solo se podía controlar apaleándola, sin compasión, como a un perro que te ha mordido, que ha intentado matarte.

ALGUNAS HISTORIAS SÓRDIDAS XXV


Todo comenzó una tarde-noche de verano, muy calurosa, agobiante. Ya entonces había olas de calor, aunque no se llamaban así, que yo recuerde. Estaba sufriendo una crisis asmática terrible, no podía respirar, solo abrir mucho la boca, como un hipopótamo y dar bocanas, buscando una brizna de aire. Eso había durado toda la tarde. Tenía la ventana del dormitorio abierta y me paseaba maldiciendo de la vida y de todo lo que se moviera. Había intentado leer, tenía la radio puesta y las horas iban pasando como en una agonía. Hubiera aceptado con alegría que se me parara el corazón y muriera de una vez, pero eso no ocurría. Era ya noche muy avanzada, lo sé porque estuve escuchando el programa del Loco de la colina que estaba muy en boga y que a mí me gustaba mucho. Era nocturno, tal vez comenzara hacia las dos de la madrugada. Mi ansiedad, mi angustia, habían ido “in crescendo” y ahora estaba tan absolutamente desesperado que me llegaban pensamientos muy oscuros que en lugar de desfilar como en un pase de modelos, se iban acumulando, amontonándose unos sobre otros. Con el tiempo descubrirían que el asma, aparte de factores psicosomáticos, era producida por la alergia. Cuando me hicieron las pruebas encontraron que era alérgico a todo o a casi todo, polvo de la casa, ácaros, gramíneas. Todo lo que podía producir alergia me la producía a mí. Aquella noche yo no sabía qué me generaba aquel asma infernal, solo sabía que era insoportable y que posiblemente me durara toda la vida.

En un momento determinado me asomé a la ventana abierta y abrí la boca casi hasta descoyuntarla. Boqueé como un pez fuera del agua y entonces miré abajo. Vivía con mis padres en un tercero. Abajo había un patio de baldosas. Miré a la oscuridad porque todas las ventanas estaban cerradas y me dije que si me tiraba seguro que me mataría. Esta idea ya no pude quitármela de la cabeza. Repasé lo que era mi vida. Sin trabajo tras abandonar el colegio religioso donde estudiaba para fraile, para cura. Las magras propinas que me daban mis padres apenas me daban para comprar un libro barato de Bruguera, normalmente un clásico de la literatura muy voluminoso o para ir al cine una vez, rara vez podía permitirme el lujo de comprar un libre e ir al cine al mismo tiempo durante el mes. El deseo sexual me volvía loco pero no era capaz de mirar a la cara a una chica. De mi estancia en el colegio me había quedado el miedo a la mujer, al pecado, a pesar del abandono de mi vocación, como decían los frailes, mirar a una mujer era superior a mis fuerzas, no es que pensara que era pecado, simplemente no podía hacerlo.

Aquella era una vida de mierda y no esperaba que se arreglara. El asma me llevaría o me había llevado ya al ingreso en un sanatorio antituberculoso donde me habían puesto oxígeno, porque era incapaz de respirar. Nunca encontraría trabajo y seguir comiendo la sopa boba de mis padres con los que no me llevaba muy bien, me repateaba las tripas. Y lo peor de todo, nunca perdería mi virginidad. No pedía un noviazgo, una vida matrimonial, familiar, no, me conformaba con perder la virginidad con cualquier chica. Pero hasta eso era imposible.

Una vida de mierda merecía una muerte de mierda. No sé cómo pude llegar a hacerlo. Acerqué una silla a la ventana, me subí a ella, me encaramé al alfeizar como pude y allí de pie pensé en tirarme de cabeza. No habría la menor oportunidad para mí, pero en el último momento me pudo el instinto de supervivencia y me lancé al vacío de pie. El dolor debió de ser tan intenso que ni siquiera lo noté, bien porque perdí el conocimiento o bien porque quedé sumido en una especie de catatonia de la que desperté cuando una vecina abrió una ventana, encendió la luz y me vio tirado en el suelo. Está muerto, debió pensar, una caída semejante tiene que haberlo matado necesariamente. Gritó. Se abrieron otras ventanas. También la ventana de la cocina de nuestro piso que daba al patio. Por ella se asomó mi madre que enseguida se hizo cargo de lo ocurrido. Recuerdo sus gritos horrísonos y sobre todo aquella frase que me llegó al alma. Algo así como qué hemos hecho, Dios mío, para merecer esto. Nunca lo olvidaré. Yo no tenía derecho a hacer sufrir de esa manera a mis seres queridos, pero aquella vida de mierda no tenía ningún derecho a retenerme.

No puedo recordar cómo me sacaron de allí, casi con seguridad volví a perder el conocimiento. Cuando desperté en el hospital, no sé cuánto tiempo más tarde, el doctor que me visitó me hizo una sobria y apabullante descripción de lo que tenía. No hubo mucha humanidad ni sensibilidad, menos cuando yo me lo había buscado. Lo entendí. Tenía roto el tobillo derecho que me ha dado la lata el resto de mi vida, a veces cojeando ostensiblemente. Me había roto un par de vértebras, no sé si lumbares. Tenía un riñón muy hinchado, el doctor pensaba que habría que operar y estirpármelo, pero antes me iba a dar medicación para ver si la hinchazón bajaba así. Aún no sabían lo afectados que podían estar otros órganos internos. Tampoco podían hacerse una idea de si mi cráneo había sufrido un traumatismo y las consecuencias. Me habían escayolado el tobillo, no sabían cómo iba a quedar. Tenía algún artilugio para la columna, esperaban que las vértebras se soldaran con el tiempo, sino habría que operar. No daban un céntimo por mi riñón, casi con seguridad lo iba a perder, por suerte tenemos dos riñones y se puede vivir con uno solo. Eso era todo de momento, ya veríamos si surgía algo más. Mi cama parecía un extraño barco, la pierna derecha sujeta por un soporte, más soportes para impedirme el movimiento y que pudiera dañar aún más la columna. Tendría que estar así un tiempo, tal vez meses. No podría moverme, solo lo harían ellos, con sumo cuidado cuando fuera imprescindible.

ALGUNAS HISTORIAS SÓRDIDAS XXIV


No lo recuerdo bien pero me parece natural que H. insistiera para que le perdonara. No lo hice, nunca volví a verle, nunca volví a hablar con él. Con los años supe –seguro que me lo dijo H- que estaba en Israel, en un kibuz. Le deseé lo mejor, de corazón, pero no acepté que ella me diera su dirección para escribirle. Cuando recuerdo aquellos años no dejo de asombrarme, incluso ahora, de que llegara a conocer tal número de personas tan problemáticas. No me parece natural, no es una estadística razonable. He llegado a pensar que mi enfermedad mental era como una emisora de radio que lanzaba ondas al aire, en todas las direcciones y que atraía las correspondientes respuestas. Pero solo es una sugestión, en otras etapas de mi vida, sin duda muy complicadas, no ocurrió eso. En unos pocos años conocí a A, alcohólico; a X, de quien hablaré en otra de estas historias, alcohólico; a P drogadicto, a H, destrozada por la droga y otras circunstancias; a M, una mujer durísimamente castigada por el destino y a otros más. Era como si la vida los hubiera puesto en fila para que yo, al moverme, no tuviera otra opción que conocerlos y sufrir con ellos sus tragedias.

No recuerdo mucho más de H y de nuestros encuentros. Calculo que nuestra relación debió de durar más de dos años desde que nos presentara A, aunque no creo que nos viéramos con mucha frecuencia. Seguí en contacto con ella cuando pedí el traslado a León. Lo sé porque aún conservo una foto suya con la pareja de su padre en la plaza de San Marcelo en León. Yo estoy también con ellas. Había bajado treinta kilos después de seis meses de dieta estricta y una hora de natación diaria en la piscina cubierta de un hotel, pero ya estaba volviendo a subir de peso, se me nota en la barriguita cervecera.

Lo que sí recuerdo muy bien fue aquel episodio que marcaría mi vida. Yo le había contado todos mis intentos de suicidio e imagino que le había comentado mi desesperación y cómo sería capaz de aceptar cualquier acontecimiento, absolutamente cualquiera, que pudiera darme un poco de esperanza, abrirme nuevos caminos, fueran los que fuesen. Sin duda ello le animó a hacerme aquella propuesta insólita. Lo hizo como si no creyera que yo fuera a aceptar. Nadie lo hubiera hecho en mi lugar. Imagino que me lo pensé un poco, no demasiado. Lo que me decidió fue, sin duda, aquella forma de pensar tan curiosa e ingenua que aún sigo conservando de alguna manera. ¿Qué puedo perder cuando ya lo he perdido todo? ¡Ingenuo de mí, alma cándida, alma de cántaro! Todo puede ser aún peor de lo que es, salvo que hayas perdido la vida, entonces o todo es mucho mejor o estás en la nada, que no se puede decir que sea mejor o peor, es eso, nada.

El amigo periodista de H vivía por Vallecas, tal vez el Puente de Vallecas. No era un edificio, tampoco una casa. Se trataba de un ático extraño. Es posible que  fuera la parte superior de una casa, unida a otras casas o edificios bajos, de pocos pisos. Desde el exterior daba una sensación bastante cutre por lo que al verlo por dentro quedé bastante asombrado. Un ático de soltero, ni muy grande ni muy pequeño, mucho espacio, todo muy bien instalado, en su sitio. Algo así quiero tener yo cuando pueda disponer de mi pisito de soltero, si no muero antes, si consigo ahorrar lo suficiente. Ni se me pasó por la cabeza la posibilidad de una casa en el campo, con su jardincito, su huerto. En aquel momento era algo inimaginable. Primero porque estaba atado al juzgado donde trabajara, normalmente en una ciudad más o menos grande. Encontrar un juzgado, aunque fuera de Paz, con alguna plaza libre, en un pueblo no muy grande y que me gustara y allí encontrar una casa o un ático como aquel, eso eran demasiadas casualidades, probabilidades, estadísticas, en resumen, mejor no pensar en ello. Segundo, porque ahorrar, con el sueldo que tenía y mis gastos en una ciudad como Madrid, era como intentar pescar una ballena en una piscina. Imposible.

Aún así recuerdo muy bien que tomé nota, por si en el futuro surgía una posibilidad que me permitiera escoger mi hogar de soltero para toda la eternidad, o para los pocos años que iba a vivir, porque también recuerdo muy bien que me dije a mí mismo, en muchas ocasiones, que si lograba llegar a los cincuenta años sería un milagro que agradecería a Dios de rodillas. La figura de aquel periodista es tan confusa que su físico podría ser cualquiera y en mi memoria se ha convertido en un hombre gris escondido en la niebla. Sí, era delgado, sí no era muy joven ni muy mayor. ¿Unos cuarenta años? Creo que su aspecto me hizo pensar en uno de esos bohemios, drogadictos, noctámbulos, tan propios de la época. No era precisamente muy guapo, aún así se me pasó por la cabeza la posibilidad de que H se hubiera acostado con él, o él con H, tanto monta, monta tanto. Acerté, porque ella me contaría que habían sido amantes, por poco tiempo y sin mucho interés por ambas partes. Nunca supe si ella le había contado mi historia como una curiosidad y él vio enseguida un filón que podía aprovechar. Parece lo más lógico.

Puede que el periodista fuera un freelance, como creo que se llama a los periodistas que van por libre y venden sus trabajos a quien los quiera comprar. Me he tomado la molestia de buscarlo en Internet y veo que se asemeja mucho al autónomo, alguien que va por libre y presta servicios a terceros. Desde luego que suena mejor freelance, da como más categoría. Eso me encaja mejor, que el que fuera un periodista que trabajara para un diario y menos para el diario donde saldría la entrevista, uno de los importantes de la época. Al parecer hacía sus propios reportajes y era además un fotógrafo, o puede que fuera un fotógrafo que escribía sus propios reportajes. Lo cierto es que tras las presentaciones aquel hombre sacó de alguna parte un magnetofón enorme, de esos que tienen dos ruedas que dan vueltas. Algo que solo había visto yo en las películas. Lo colocó sobre la mesa del salón. Nos sentamos y me dijo que podía expresarme como quisiera, podía contar mi historia como me pareciera oportuno y si quería ocultar cosas o no hablar de algo que me pareciera muy íntimo, pues que no pasaba nada.

No recuerdo que él me hiciera preguntas concretas. Sencillamente puso el magnetofón en marcha y yo comencé a hablar. No puedo recordar las palabras, por supuesto, pero me hago una idea aproximada de cómo me expresé. Inicié mi historia con el primer intento de suicidio y fui hacia adelante, intercalando de vez en cuando reflexiones sobre la vida y la muerte, sobre la mierda de sociedad en la que vivíamos y tal vez alguna cita literaria o filosófica. Quería contarlo todo y a mi manera, sin ocultar nada, como quien redacta un testamento sabiendo que va a morir al día siguiente.

Lo voy a contar con palabras actuales, utilizando mis recuerdos actuales, con el desapego y distanciamiento que me da haber pasado el confinamiento de esta pandemia, algo que ni siquiera entonces fui capaz de imaginar. Lo que significa que no habrá un tono melodramático, trágico, como lo hubo entonces. Y ahora, como entonces, comenzaré por el principio.

ALGUNAS HISTORIAS SÓRDIDAS XXIII


TRES HERMANAS V

Tenía un despacho en el piso, una habitación que había acondicionado como despacho. No era una cosa del otro mundo, pero sí estaba muy bien amueblado e imponía un poco. Me pidió que pasara a su despacho porque quería hablar conmigo a solas. P debió de quedarse con su madre. Era israelita. Eso también me sorprendió. Una mujer muy normalita aunque con claros rasgos judíos, suponiendo que yo supiera entonces lo que eran los rasgos judíos, pero desde luego sí que encajaba su aspecto con lo que yo imaginaba podía ser una judía. En su despacho me hizo sentarme y con gran amabilidad, casi excesiva, me contó que su hijo era heroinómano, que ya no sabían qué hacer con él. No me conocía apenas pero por lo que me había contado su hijo y ahora, al verme en persona, yo le parecía un muy buen chico y me rogó, casi me suplicó, que no le abandonara, que siguiéramos siendo amigos, tenía una buena influencia sobre él. También me comentó que habían pensado en mandarle a Israel, con alguna familia de su madre, concretamente a un kibuz. Yo sabía algo de lo que era esto y le dije con sinceridad que puede que le viniera muy bien.

Su padre llegó a echar alguna lagrimita, lo que me conmovió profundamente. No me imaginaba a un militar de su jerarquía tan afectado, no me encajaba. Tuve que jurarle, casi, que cuidaría de él. Me sentí tan extraño como si fuera un marciano recién aterrizado. Yo, que era un enfermo mental, que había estado en psiquiátricos, que había intentado suicidarme tantas veces, que apenas tenía fuerzas para seguir viviendo, tenía que cuidar de un drogadicto. Eso era algo totalmente nuevo para mí. Con los años han dejado de sorprenderme estas curiosas coincidencias y que, de alguna manera y sin ironía, yo tenga tan buena mano con estas personas, alcohólicos, enfermos mentales, drogadictos, como con los gatos, con los que me entiendo a las mil maravillas.

Esto me hace recordar un episodio fugaz que tenía olvidado. Porque entre las cartas que recibí en aquel famoso episodio del anuncio en Diez Minutos, había una chica, hermosísima, judía. Tenía un nombre completamente judío y muy bonito. También vivía en Madrid y también la conocí, aunque creo que de forma muy fugaz. Yo estaba loco por ella. Su foto me había impactado. Debí escribirle algún poema, lo contrario me decepcionaría, porque yo escribía poemas para las chicas como churros, no iba a dejar al margen a una belleza tan exótica y maravillosa. Aquello no cuajó, ni siquiera fuimos amigos, porque como me ocurría de forma habitual, yo expresaba con entusiasmo divino lo mucho que me conmovía la belleza de ciertas mujeres. Ella debió asustarse y no volvimos a vernos.

A partir de mi visita a sus padres mi relación con P se hizo más estrecha, pero al mismo tiempo se fue complicando cada vez más. Intuyo que no le hizo ninguna gracia que su padre me hiciera su niñera. No debía de llevarse muy bien con él, ni con su madre, algo bastante natural porque ni los enfermos mentales ni los drogadictos nos llevamos bien con nuestros progenitores, salvo excepciones. Ellos quieren convertirse en nuestros guardianes, librarnos de todo mal, creen que su amor les obliga a ello y se olvidan que el mayor signo de amor, el mayor tributo de amor, es respetar la libertad de la persona a la que amamos. Otra de mis frases. Uno de mis valores básicos en mi filosofía de la vida. Soy consciente de lo difícil que es contemplar cómo la persona a la que amamos camina hacia el precipicio, dispuesto a arrojarse a él al menor descuido. Pero sin respeto a la libertad no hay amor. No puede haberlo y quienes creen lo contrario dejan de ser guardianes para transformarse en tiranos.

Imagino que él acabó viendo en mí a un testaferro de su padre y comenzó a tratarme como tal. Le recuerdo como a un chico delgado, siempre bien vestido, serio, triste, amable, sensible. Pero cuando perdía los estribos, cada vez con mayor frecuencia, se convertía en alguien faltón, que podía decirte las mayores barbaridades, escupía insultos como cuchillos afilados, llegaba a ser repugnante, insoportable, insufrible. Un día me dijo tales cosas por teléfono que corté drásticamente, decidí no volver a verle en mi vida y cumplí mi promesa. Es una de las facetas más duras de mi carácter, de la que casi nadie me cree capaz, hasta que sucede. Soy muy paciente, demasiado, diría yo, pero cuando se cruzan las líneas rojas tomo decisiones drásticas de las que nunca me vuelvo atrás. En esos momentos surge ante mí una imagen infernal que tiñe de negro y rojo esas decisiones. Me veo en Navacerrada, en aquel bosque nevado, escuchando en un viejo cassette la novena sinfonía de Beethoven mientras mi mano derecha, empuñando una pistola, apunta a mi sien. Me veo pisando la raya que separa la vida del más allá y como Scarlette O’Hara pongo a Dios por testigo, solo que en lugar de jurar que nunca volveré a pasar hambre, juro que nunca jamás, nada ni nadie me hundirá en una depresión tan grave que vuelva a intentar el suicidio. Seguro que aquella imagen estaba en mi cabeza cuando colgué el teléfono. Su drogadicción no era excusa, no iba a consentir que me hundiera en el abismo.

ALGUNAS HISTORIAS SÓRDIDAS XXII


TRES HERMANAS IV

Mi recuerdo se centra en una terraza, calor, sol, verano sin duda, donde nos sentamos todos, tal vez media docena y pedimos unas consumiciones. Puedo ir poniendo a algunos en la fotografía. P, amigo de H, con el que luego viviría una historia muy difícil y dramática, X, llamémoslo así, un joven hijo de un conocido poeta, y alguno más que no acabo de situar. Todos hombres, con excepción de H, todos en edades parecidas, una horquilla que estaría entre los veintipocos a los veinte y algunos. Todo iba bastante bien, eran jóvenes cultos, les gustaba la música, el cine, la literatura, yo me sentía en mi ambiente, contento de compartir temas que no podía compartir con nadie de forma habitual. No sé si les caí bien, pero al menos no dieron muestras, ni con miradas ni gestos, mucho menos con palabras de que yo sobraba allí, ni se lo manifestaron de las formas sutiles con que se suelen decir estas cosas. Todo iba bien, repito, hasta que alguien sacó un formidable “peta” o “porrito” y comenzó a pasarlo. Yo no estaba tan fuera de la realidad como para no saber que aquello era hachís, chocolate, o tal vez maría, marihuana. Me sentí muy mal. Sabía que eran drogas blandas, no tan letales como la heroína o la cocaína, pero para un enfermo mental que estaba tomando medicación, antipsicóticos y antidepresivos, aquello era puro veneno. Me lo pensé dos veces antes de “pasar”. Pude ver las expresiones de sus caras. Aquello era ya grave para ellos. Alguna miradita a H. Esta se limitó a decir que yo no fumaba y que eso no tenía la menor importancia. Pero sí la tuvo y mucha.

Por aquel día coló, pero no así en la siguiente ocasión. De nuevo en una terraza, de nuevo el porrito. Yo pasé en la primera ronda, pero sabía que sus amigos no iban a tragar en aquel segundo encuentro. Me sentí muy mal cuando observé, pasmado, cómo se reían de todo y por todo, con estridencia, gesticulantes. Estaban “colocados” y todo les hacía gracia, alguien que pasaba, el culo de una chica que se bamboleaba más de la cuenta… Hacían bromas, chistes, sin la menor gracia. Criticaban a todo el mundo, se burlaban de todos y por todo. Aquello no era normal. Estaban en otro mundo, con otro ritmo, veían cosas que yo no veía, iban subidos en coches que ni se parecían al mío. Procuré acomodarme, trataba de reírme cuando ellos lo hacían, asentía cuando era necesario, decía alguna chorrada cuando me miraban y tenía que decir algo.

De pronto todo estalló. ¿Fue P? No lo creo, porque aunque luego llegaría a conocerlo muy bien y aquel comportamiento encajaba con sus estados de crisis, lo cierto es que era muy amigo de H, tanto que llegué a pensar que se habían acostado, como ella me lo confirmaría mucho más tarde. Sentía por ella un gran aprecio y sabía que no podía hacerle eso. ¿Fue el hijo del poeta? Tampoco me encaja porque era bastante redicho y burgués, bastante pijo, se podría decir. Aunque solo fuera por mantener las formas no veo que se hubiera atrevido a dar aquel paso. Lo cierto es que alguien lo hizo. A grandes voces, con un cabreo que solo hubiera tenido sentido ante un acontecimiento muy grave, o si estaba muy “pallá”, lo que era bastante lógico, porque ya venían “fumaos”, dijo que yo les estaba cortando el rollo, que era un tío de mierda que les iba a amargar la tarde. Puede que tirara un vaso o moviera la mesa, alguna gesticulación histérica, muchos esparavanes, como hubiera dicho mi padre. Los demás le apoyaron y miraron a H. No sé si ella me dijo algo, pero me miró con una expresión que lo decía todo. Tuve hasta miedo de que me llegaran a pegar. El que me mandaran a la mierda y no volviera a verles era casi un alivio, pero no así la que se podía montar si yo no cedía.

Cedí. Pedí el porrito y le eché una calada. Fue peor el remedio que la enfermedad. Yo no era fumador, lo sería muchos años más tarde, por lo que no sabía qué hacer con un pitillo, ni cómo se fumaba ni qué demonios había que hacer con el humo. Me atraganté y comencé a toser como un tuberculoso. Debieron de pensar que hacía teatro para evitar tragar el humo. Esta vez H intervino con fuerza. Era cierto que yo no fumaba y que no sabía cómo hacerlo. Puede incluso que ella se levantara y me indicara lo que tenía que hacer, que tomara el porro y echara una calada. Inspira, deja que el humo llegue a los pulmones, y luego, muy despacio, lo echas fuera. Tuve que volver a intentarlo, esta vez con mucho cuidado. Lo cierto es que no me gustó nada la sensación del humo entrando en mis pulmones. Menos aún los efectos que siguieron. Algo parecía haber entrado en mi cabeza y me estaba produciendo unos efectos totalmente desconocidos y demoledores. Puede que tardara unos momentos en hacerme efecto o puede que me lo hiciera muy rápido, lo cierto es que de pronto me reí, con una risa floja, estúpida, sin sentido, por nada.

Aquello lo cambió todo. Les hizo gracia. Este se empieza a colocar. Tuve que volver a echar otra calada y entonces ya era de la pandilla. Comencé a comportarme de una manera que no se ajustaba en nada a mi carácter. Perdí la timidez. Me reía con ganas de lo que decían, aunque fueran tonterías, me contagiaba de su risa, ellos de la mía. Como me sucede en estos casos, bien sea por ingestión de alcohol o de otra sustancia, a mí me da por el erotismo. Puede que a otros les dé por otra cosa, a mí me da por eso, qué le vamos a hacer. Todas las chicas que pasaban me parecían despampanantes, señalaba un culo, unas tetas, decía alguna frase ingeniosa, sacaba a relucir mi peculiar sentido del humor que solo explotaría unos años más tarde. Recibí palmaditas de felicitación, como si me estuvieran diciendo: este ya es de los nuestros. Y lo era… al menos de momento.

Entramos en el interior del bar, no sé por qué ni para qué, y allí comencé a sentirme muy, pero que muy mal. Sentía el estómago encogido, ganas de vomitar, estaba muy mareado, pero lo peor era aquella espantosa sensación que no me podía quitar de encima. Yo estaba en lo alto, con la cabeza en el techo, y desde allí miraba a todos, que estaban muy abajo, que eran hormiguitas. Una sensación apabullante de poder me hizo sentirme como supermán, pero solo fue un momento, porque el malestar era ya tan intenso que me convencí de que me iba a morir. Sentí un terror incontrolable, comencé a temblar, a sentir espasmos. Lo dije. Me estoy muriendo. Alguien respondió que era un mal viaje. Otro dijo que eso no era muy normal. Bueno, es la primera vez, puede que a él le dé por ahí. Ya no podía tenerme en pie, iba a caerme redondo en cualquier momento. Mi cara debía de estar tan pálida como la de un cadáver, porque así me sentía yo. No sé quién tuvo la buena idea de acompañarme al servicio. Allí vomité y durante largo tiempo me eché agua por la cara, por la cabeza, me senté en la tapa del váter y poco a poco me fui recobrando.

Cuando salimos de allí ya podía caminar con cierto sentido y el “subidón” adquirió otros derroteros menos peligrosos, mi mente estaba mucho más lúcida. Era capaz de hablar y decir cosas enjundiosas, como un escritor que domina la palabra. Observé que lo sucedido les había cambiado, creo que fueron conscientes de que bien podía haber muerto. Puede que H les hablara de que tomaba medicación. Si fue así a nadie le debió quedar la menor duda de que haberme forzado de aquella manera bien podría haberles hecho vivir una experiencia espantosa. Que alguien se muera a tu lado, que caiga al suelo y no se levante, con el shock que eso supone y luego las consecuencias, policía, declaraciones… Estuvieron muy amables, creo que fuimos por la zona de Bilbao, entramos en algún pub, tomaron unas copas, yo cerveza, más suave. Hablamos, me señalaron a personajes conocidos, tal vez alguno de la movida. Me sentía bien, es decir, estaba muy contento porque había sobrevivido. Para mí desde entonces aquel episodio fue uno más de los milagros que jalonaron mi vida en aquella época. En la siguiente ocasión H me comentó que no le diera tanta importancia. Eran cosas que pasaban, a algunos le sentaba peor que a otros. Uno no se muere por darle una calada a un porro.

No recuerdo si volví a ver al grupo completo, puede que no, lo más probable; imagino que yo pasé a ser un tipo peligroso que podía darles un susto en cualquier momento. Lo que sí ocurrió es que P se convirtió de pronto en uno de mis amigos. Quedábamos los tres, tomábamos algo, hablábamos, íbamos a alguna parte, alguna representación de teatro independiente, puede que a algún concierto. Nunca supe qué le impactó de mí a P. Tal vez que hubiera vivido aquella experiencia con tanta calma, como si no fuera conmigo, sin darle importancia, o puede que H le contara algo sobre mis intentos de suicidio. Lo cierto es que allí se inició mi relación con P, lo que yo ignoraba era lo que se me venía encima.

Es posible que volviera a fumar, que le diera alguna calada de nuevo a un “porrito”, si volví a ver al grupo, seguro, si no fue así tal vez porque H y P fumaban y me ofrecían. Nunca volvió a hacerme tanto daño, eso sí nunca me gustaron los efectos del hachís y la marihuana, y jamás probé las drogas duras. La heroína o la cocaína podrían matarme al menor descuido, y además los supuestos efectos alucinatorios ya los vivía yo con mi fantasía.

Alguna que otra vez quedé solo con P. Nunca recordaré cómo fue que se le ocurrió llevarme a su casa. Tal vez les hablara de mí a sus padres y ellos debieron pensar que yo era un buen chico, que podía ayudarle. Es curioso pero en aquella época me ocurría mucho eso, o me mandaban directamente a la mierda o pensaban que yo era una buena persona y se deshacían en elogios como le pasaba a A. Su padre era un alto mando del ejército de tierra, tal vez un teniente coronel, no un general, porque eso se me hubiera quedado grabado. Vivían en un barrio bastante normalito, lo que me sorprendió, porque yo les imaginaba en un pisado del barrio de Salamanca. Era un barrio dormitorio. El piso no es que fuera pequeño o proletario, pero no encajaba con la fantasiosa idea que yo me había hecho. Su padre era un hombre más bien bajo, delgado, fibroso, con bigote, con maneras de alguien acostumbrado al mando, pero cuitado, muy cuitado. Eso fue lo que más me sorprendió.

ALGUNAS HISTORIAS SÓRDIDAS XXI


algunas

TRES HERMANAS III

Me hice rápidamente una idea aproximada del tipo de relación que tenían. Ella parecía llevarse bien con él y muy bien con su pareja, aunque no sé si se debía más al esfuerzo que hacía por aceptarla que por simpatía natural. Para mí siempre es molesto, más bien diría que muy angustioso y hasta desagradable, tener que presenciar este tipo de relaciones y observar cómo se comportan los implicados. Lo paso muy mal, tal vez porque soy demasiado empático y me pongo fácilmente en la piel de los protagonistas o porque en realidad soy un neurótico al que todo lo que no esté donde debe estar, según mis aspiraciones, me descontrola y desequilibra. Todo fue mucho mejor de lo que había imaginado. Estas situaciones sociales difíciles se llevan mejor cuando todos tienen una cierta cultura y sensibilidad, cuando son conscientes de lo que está pasando y procuran que la conversación fluya, que la amabilidad pula las aristas.

Puede que comiéramos juntos o puede que no. Tampoco sé muy bien si aquel encuentro duró horas o tan solo el tiempo de tomarse algo en una cafetería. Como le dije después a ella, cuando me preguntó, su padre me había caído bien, podía comprenderle, aunque también comprendía muy bien a su madre y a ella, como hija. En cuanto a su pareja, me pareció una mujer muy consciente del paso que había dado, de las consecuencias y de las dificultades de participar en lo que quedaba de una vida familiar rota. Por sus manifestaciones intuí que tal vez no hubiera perdonado del todo a su padre, aunque lo intentaba con mucha voluntad y lo estaba consiguiendo, al menos de cara al exterior.

No recuerdo haber vuelto a verle en otra ocasión, lo que sí me sucede con su madre, por lo que es harto probable que aquella fuera una ocasión única. Por lo que se refiere a su pareja sí me consta que volví a verla en su compañía por alguna fotografía que aún conservo milagrosamente. Para mí lo más importante de aquel episodio fue la casi seguridad de que yo era para H. algo más que un conocimiento fortuito, tal vez aceptado por un compromiso con alguien, en este caso A, a quien había prometido tratarme bien. Un simple compromiso no obliga a la presentación de un padre y de su pareja, no hay razón que lo avale.

A lo largo de nuestra relación nunca comprendí que ella sintiera por mí verdadero afecto y amistad, yo no era un hombre al que cualquiera aceptaría en su círculo íntimo, así sin más ni más. Creo que estaba equivocado y que a pesar de todos los pesares ella agradecía mi esfuerzo por sentir afecto por ella y por su familia y que tal vez no fuera una persona imposible de querer, como pensaba siempre cuando estrechaba manos. El que me presentara a sus amigos era bastante natural, aunque bien hubiera podido pasar de este trámite.

Y aquí comienza la historia larga, con sus ribetes de drama, que acabaría desembocando en un episodio un tanto rocambolesco que me llevó a vivir una de las experiencias más extrañas y delirantes de mi vida. Aprovecharé la narración de aquel suceso bastante teatral para intentar meter aquí lo que debería ser mi novela póstuma, tal como la concibiera hace ya muchos años, décadas. No lo tenía previsto, pero puede ser, creo que en efecto así será, más asequible para el lector y más suave para mí, contar lo que fue mi “temporada en el infierno” de esta manera que tal como la concibiera en “illo tempore”. Las circunstancias actuales, sobre todo la pandemia, hacen que la necesidad de que formara parte de mi novela póstuma, que subiría a internet cuando mi muerte se acercara y ya no me importara en lo más mínimo las consecuencias, ahora me parece algo ridículo, risible. Es cierto que la historia es dramática, trágica, terrible, muy llamativa, como pude comprobar cuando di aquel paso tan esperpéntico, pero al fin y al cabo no deja de ser una historia más de un enfermo mental. A nadie le importan estas cosas, ni antes, ni ahora, ni después.

La cita con los amigos fue por la tarde, como no podía ser de otra manera, porque ellos no eran precisamente madrugadores, más bien noctámbulos. Puede que mi cronología no coincida con la de los historiadores de aquella época, pero yo juraría que lo que luego se llamaría “la movida madrileña” ya se estaba gestando o incluso puede que estuviera dando sus primeros pasos. Aunque durante el mayo del sesenta y ocho tenía yo doce años y estaba en un colegio religioso, por lo que toda aquella historia me pasó casi desapercibida, me atrevería a comparar, un poco, la movida con el mayo francés. Es cierto que en la movida no hubo violencia, al menos no más de la que hubo durante la transición en España, y que tampoco se produjeron aquellos movimientos de masas que luego he visto en documentales de época. No existían líderes natos ni una ideología compacta que llevara a la gente a comportarse de una determinada manera. En mi subjetiva opinión, aquello de la movida fue más bien una huida de una realidad muy compleja, dura, difícil de asimilar. Unos conciertos en unas salas conocidas, unos grupos musicales que proclamaban su rebeldía, una música novedosa, y luego una forma de vestir, de vivir, muy peculiar, que anunciaba, con voces estridentes, el deseo de muchos jóvenes de “pasar” olímpicamente de lo que estaba ocurriendo en nuestro país.

ALGUNAS HISTORIAS SÓRDIDAS XX


TRES HERMANAS II

concepcion-abroñigal-1967

Lo hice con H con tal desparpajo que creo recordar que su cara era todo un poema. Pensé que allí iba a terminar Sansón con todos los filisteos, pero no fue así. A. le tenía que haber contado algo, o tal vez mucho, por otro lado, lo que no me había contado a mí de ella lo iba a conocer de inmediato, porque ella debió sentirse un poco obligada a ser sincera ya que yo lo era tanto. Cuando me contó lo de su adicción a la droga y cómo había ido tantas veces al famoso viaducto de Madrid, templo sagrado de los suicidas, que aunque no se había tirado podía comprenderme muy bien, entonces supe que aquella relación que se iniciaba podía durar bastante más de lo que me duraban a mí las relaciones en aquella época.

No me encaja la posibilidad de que me invitara a comer a su casa en aquel primer encuentro. No tiene mucha lógica pensar que hubiera dicho a su madre que preparara la comida porque me iba a invitar antes de conocerme. Lo que sí parece claro es que fue durante un fin de semana, porque yo trabajaba. Tal vez un sábado. Como a mí me costaba madrugar, puede que nos citáramos a las doce como muy pronto, por lo que la conversación no debió durar tanto como imagino, tal vez un par de horas y luego ella se fue a comer a su casa y yo a la mía, o puede que comiera en algún sitio y me fuera al cine, para aprovechar la salida. La posibilidad de que yo la invitara a comer tampoco me encaja, no porque no pudiera permitírmelo, sino porque a mí también me costaba dar un paso así nada más conocer a alguien.

Lo cierto es que sí fui invitado a comer, puede que me llamara con antelación y yo aceptara. Sí recuerdo bastante bien aquella comida. Ella vivía en un piso elevado de un edificio colmena, típico de las ciudades o los barrios dormitorio de Madrid en aquella época. Era bastante nuevo y con buen aspecto para ser una colmena. Vivía con su madre y sus dos hermanas. Imagino que en algún momento anterior tuvo que contarme su situación familiar, ya que explicármelo en su casa no era ni el momento ni el lugar. En aquel tiempo no existía el divorcio, llegaría más tarde, justo cuando yo regresé a León tras el concurso de traslado, aún quedaba un año o dos. Su padre se había ido de casa para vivir en pareja con una chica bastante más joven, no sé cuántos años, puede que veinte. Acabé conociendo al padre y a su pareja. No puedo recordar si el padre era docente o tenía un trabajo más creativo, puede que artes gráficas, publicidad o algo por el estilo. Su madre era funcionaria como yo.

El piso era amplio, al menos para lo que yo estaba acostumbrado, que siempre había vivido en pisos modestos. Un salón bastante amplio y una cocina donde se podía comer a gusto. Comimos los tres sentados a una mesa de formica, típica de la época. No puedo recordar la comida pero sí que la disfruté. Su madre era delgada, tenía gafas, no sé si para leer o las llevaba habitualmente. Fue amable y salió el tema de su situación familiar, como era natural. La sensación que tengo ahora es que ella lo llevaba con resignación, aunque no como liberación. Yo procuré ser todo lo amable de que era capaz, centrándome en los temas que dominaba, relacionados con la cultura, literatura, música, cine, etc. Procuraba hablar de estas cosas cada vez que conocía a alguien, como si mi cultura pudiera ayudar al otro a olvidarse de mi condición. Tengo que imaginar que H. le había contado algo a su madre, por lo que la posibilidad de que surgiera el tema en la conversación es algo que tiene su lógica. Parece que fui aceptado por la madre y la hija pudo haber decidido que yo había pasado la prueba y que me iba a seguir llamando.

El resto es bastante nebuloso e imposible de situar cronológicamente. Puede que ella me llamara para quedar los fines de semana, no todos, ella tenía sus compromisos y puede que yo también los míos, porque aunque no tenía amigos sí continuaba viendo a las mujeres de la lista que había confeccionado con los remites de las cartas que me habían envidado. Es fácil que cada vez que ella me llamara para quedar yo dijera que sí, al fin y al cabo mis compromisos eran muy etéreos y se podían cambiar con facilidad. No puedo saber cuándo pasamos de salir juntos a tomar algo en alguna cafetería o ir a alguna parte. Dado que yo era el nuevo en Madrid no me extrañaría que ella hiciera de anfitriona. Sí recuerdo que, conocedora de mis aficiones culturales, me llevó a algún barrio a ver una obra de teatro. Por entonces estaba el TEI y grupos independientes que hacían teatro casi en cualquier sitio. No he olvidado que fue una obra de Dario Fó, entonces de moda, y que me gustó, a pesar de los pocos medios. La pieza era divertida, progresistas y los actores muy buenos, aunque no se les pudiera calificar de profesionales.

Necesariamente debió de invitarme a comer más veces porque en aquella ocasión no conocí a sus hermanas. H era la mediana. Debo trazar un vago retrato dibujando en el aire y con los ojos cerrados porque nunca he tenido buena memoria para las fisonomías. Me veo tomando café en el salón y charlando con ellas que se marcharon raudamente, porque yo no les gusté o porque sabían de mi condición de enfermo mental o simplemente porque tenían sus propias vidas, como es natural. La mayor era delgada, con gafas y apenas recuerdo nada más, puede que no fuera muy atractiva o puede que no sintonizara demasiado con mis aficiones. En cambio la menor me impactó. Era una chica muy guapa, al menos la recuerdo así. Enseguida despertó mi libido y tuve que esforzarme para controlarme en las miradas y el comportamiento. Es curioso que mis problemas con las chicas, con las mujeres, hayan seguido siendo los mismos a lo largo de mi vida, incluso ahora. Lo achaco a una patología propia del enfermo mental, aunque también es verdad que es bastante natural que un chico joven, unos veinticuatro años, cargado de espermatozoides que no podía descargar de otra manera que no fuera el sórdido vicio solitario, tuviera dificultades para comportarse con naturalidad ante una chica con gran atractivo. Intentaba mirar para otra parte, mirarla lo menos posible, como si ella pudiera ver en mis ojos el deseo que me consumía. Esto es algo que, pasado el tiempo, me sorprende, porque los problemas que luego arrastraría con la mirada y la estúpida obsesión de retratarlas como si fuera un primer plano cinematográfico (el cine era una pasión desmesurada en aquella época) para evitar fijarme en sus senos o sus muslos o en la zona de su pubis, me ha perseguido todos estos años, hasta el punto que llegó a convertirse en una manía obsesivo-compulsiva que incluso ahora tengo que controlar con una férrea voluntad para que no se note demasiado.

A sus dos hermanas las vería esporádicamente cuando iba a casa de H. tal vez más veces de lo que pienso o puede que menos de lo que podría deducir de la relación que tuve con ella y con su madre. Ahora concluyo que teniendo en cuenta lo que sabían o podían saber de mí yo no debí parecerles el amigo ideal para ella. Teniendo en cuenta mi condición de enfermo mental y mi terrible historial cualquiera pensaría que era imposible que yo ejerciera una buena influencia sobre alguien que había pensando con intensidad en el suicidio y que incluso había llegado a dar los primeros pasos mirando el abismo desde el viaducto. Entonces me limité a creer que yo les caía mal, por cualquier motivo, y no le di más vueltas. Estaba muy acostumbrado al rechazo de la inmensa mayoría de personas que me conocían. Lo asumí como un episodio más y me olvidé de ello.

No sé a quién me presentó primero, si a su padre y su pareja o a sus amigos. Como la historia de estos últimos es mucho más larga, comenzaré por el padre. Un fin de semana me preguntó si quería conocer a su padre. Dije que por qué no y me lo presentó, seguramente un sábado o domingo por la mañana. Durante toda mi vida las mañanas son mi peor momento del día. Me cuesta despertar y cuando lo hago tardo horas en sentirme bien, “normal”. La mente va al ralentí, el cuerpo parece anquilosado, paralizado, mi único deseo es que las circunstancias me permitan dormir unas horas más, hasta el momento de comer. La tarde ya es otro mundo que puedo afrontar con alguna garantía. Puede tratarse de un ciclo biológico, un biorritmo, pero me inclino más bien a pensar que es una consecuencia clara, patológica, de la enfermedad mental. Durante largas etapas de mi vida, cuando estoy mal o muy mal, me cuesta dormirme, a veces sufro insomnios persistentes. Puedo pasar buena parte de la noche despierto, leyendo, escribiendo, escuchando la radio, viendo algo en la televisión, ahora viendo series o películas. Mi cuerpo se siente bien, mi mente está lúcida, estoy en la plenitud de mi vitalidad. Cuando trabajaba esto era un serio problema, ahora, ya jubilado, es simplemente una cuestión de sugestión, me siento mal porque no hago lo mismo que los otros, porque en realidad nada me obliga a no dormir hasta la hora de comer, salvo la llamada de los gatitos que tienen sus propios biorritmos. Salvo que haya quedado con alguien para hacer algo, dormir hasta muy tarde es cuestión de que el cuerpo me pida sueño por la noche o no. El problema de ejercer cualquier tipo de actividad durante la mañana es que no estoy concentrado, la mente no está lúcida, el cuerpo parece catatónico y tengo que forzarle con voluntad de hierro. Por eso huyo de conocer personas por las mañanas, salvo que sea imprescindible.

En aquel caso lo fue porque su padre solo podía dedicarnos aquella mañana. Creo recordar estar sentado en una terraza, el sol potente, calor, por lo que con toda seguridad era verano. Mi padre no me cayó mal, aunque tampoco muy bien. Alto, delgado, con gafas, pinta de intelectual. Su forma de hablar era la de una persona con cultura, tal vez un poco pagado de sí mismo. Su pareja era una chica joven, fornida, no gruesa pero tampoco delgada, natural, que intentaba ser amable y lo conseguía. H. parecía un tanto inquieta, huidiza, no estaba en su salsa a pesar de sus esfuerzos. Esto me hizo pensar que la herida de su padre no estaba cerrada. Para mí el ejemplo más vívido es el de Anais Nin y la relación que tuvo con su padre. A todos los hijos nos cuesta asumir como un episodio bastante natural en la vida que un padre se separe de nuestra madre y tenga otra vida distinta, sin que por ello deje de amarnos. Como he vivido esta experiencia desde el otro lado, como padre, también sé muy bien lo que cuesta a un padre asumir que el hijo ya no nos ve de la misma manera.