Categoría: AMAR LA MÚSICA CLÁSICA

Recuerdos de un melómano

AMAR LA MÚSICA CLÁSICA XI


LAS MELODÍAS QUE ME CONQUISTARON

albert_ketelbey

Tras descubrir a los grandes monstruos de la música clásica, tales como Beethoven, Bach o Wagner, a los que seguirían otros muchos, atravesé una etapa fácil, digámoslo así. Aquel verano fantástico acabó y al iniciarse el nuevo curso se produjeron un montón de cambios en mi vida. Me encontraba en Fuenterrabía, hoy Ondarribia, en el país vasco, muy cerca de Irán y de San Sebastián. Allí tenía la orden religiosa un colegio que era la antesala del noviciado. Llegué con quince años y terminé sexto de bachillerato, los dos años siguientes serían una preparación para el noviciado, estudiando un montón de asignaturas que luego no me las convalidarían oficialmente aunque fueron muy instructivas. Estudié filosofía, clásica y moderna, psicología, sociología y… otras muchas que ahora no recuerdo.

 

Éramos muy pocos por lo que en el colegio estábamos como en familia y cada uno tenía amplio campo para desarrollar sus pasiones, ya que los estudios no eran muy estrictos y los horarios tampoco. Recuerdo un compañero, navarro, que sabía música y se convirtió en el organista del colegio. Otros tenían otras aficiones. Lo lógico hubiera sido que el navarro se encargara de la discoteca del colegio, de elegir la música que se escuchaba por los altavoces en diferentes dependencias, incluido el patio donde estaba el campo de fútbol y el frontón. Pero no quiso hacerlo y yo, que ya me encargaba de elegir las películas semanales que veríamos en la televisión (una o dos noches nos dejaban ver alguna película clásica en la 2 de tve) de bajar los cien escalones hasta la carretera, donde estaba el buzón y recoger la correspondencia y los periódicos y revistas, de servir café y una copichuela a los frailes en su salón de estar, de cuidar de los canarios del profesor de filosofía, un abuelito simpático aunque muy carca en sus ideas, de la biblioteca, de hacer de defensa central o libre en uno de los dos equipos del colegio, de…    Pues también asumí la gratísima tarea de elegir la música.

 

En el salón de la televisión existía un mueble con discos de vinilo y un tocadiscos. Me dieron la llave y los sábados, domingos y festivos despertaba a mis compañeros poniendo la música que me apetecía para escuchar en los dormitorios. También ponía música cuando se jugaba algún partido en el patio, si yo jugaba el partido ponía varios discos en un curioso artilugio del tocadiscos e iban cayendo conforme terminaban. También ponía música en Semana Santa, en las fiestas del colegio, etc.

 

Como bastantes de mis compañeros no eran muy melómanos y algunos odiaban directamente la música clásica, recibía constantes reprimendas por la música elegida, razón por la que fui escogiendo piezas cortas y con melodías fáciles, para que al menos no me protestaran mucho. De esta forma descubrí una serie de melodías sencillas y pegadizas que me entusiasmaron y que por lo menos no desagradaron en exceso a mis compañeros.

 

Entre aquellas piezas recuerdo algunas: En un mercado persa de Ketelby; algo de Von Suppé; el Moldava de Smétana, Orfeo en los infiernos de Offenbach, algunos fragmentos concretos de Tchaicovsky, del Lago de los cisnes o Cascanueces, etc etc.

 

Todas estas melodías formaron parte de mi vida cotidiana durante aquellos años y me ayudaron mucho a cimentar mi amor por la música clásica, incluso algunos compañeros comenzaron a apreciarla y esa fue una gran recompensa. Ahora mismo recuerdo Carmina Burana que también tuvo algún éxito, pero no voy a ilustrar este capítulo con ella sino con El mercado persa de Ketelby, si la encuentro en Youtube, sino buscaré otra pieza.

AMAR LA MÚSICA CLÁSICA (LA ÓPERA)


LA ÓPERA

Si aficionarme a la música de cámara me costó un poco, apreciar la ópera fue una tarea aún más complicada. La música sinfónica me resultaba fácil de degustar, especialmente las melodías pegadizas, e incluso llegué a gustar mucho de oberturas de óperas y coros, tal como el conocido coro de peregrinos del Tanhauser de Wagner, pero llegar a apreciar las arias de las óperas, incluidas las arias del bel canto, me costó un gran esfuerzo de voluntad.

Recuerdo que luego en mi entorno cuando me veían escuchando alguna ópera nunca dejaban de decirme aquello de: ¿ya estás con la música ratonera?, ¿esa cantante ha visto una rata? Y cosas por el estilo. Me sentaba fatal que calificaran la ópera de “música ratonera” e incluso extendieran la expresión a la música sinfónica, algo de todo punto insoportable para mí. Yo me burlaba de sus gustos, a mi hermana le decía que Camilo Sexto era … y a mis padres que Manolo Escobar era lo de más allá. Ahora me resulta muy curioso analizar cómo pude a apreciar la música clásica antes que la música popular. De hecho con el tiempo llegaría a apreciar a Antonio Molina, a Imperio Argentina y a otros muchos cantantes de copla. Aunque Camilo Sexto nunca formó parte de mi repertorio sí llegué a escuchar a los Beatles, por ejemplo, a apreciarlos, hasta el punto de que una vocación tardía, del sur, que llegó al colegio con más de treinta años, nos animó a formar un trío para cantar una canción de los Beatles en la festividad del colegio. Mi voz era un desastre y mi oído era aún peor, aún así formamos el trío y cantamos la canción que el tocó a la guitarra.

No recuerdo muy bien cuál fue la primera aria de ópera que escuché, pero yo juraría que se trató de la donna e mobile del Rigoletto de Verdi. Si no fue ésta seguro que fue alguna otra del bel canto, o Donizzetti o Puccini o …Lo que más me costaba apreciar era aquella voz que yo consideraba antinatural e impostada de los cantantes de ópera, tanto tenores, sopranos, barítnos, etc. Cuando la melodía era pegadiza entonces podía aceptar hasta el do de pecho que me rechinaba un poco. Aquella música ratonera como la llamaban en mi entorno familiar o incluso los compañeros de colegio se fue colando poco a poco en mi sensibilidad de melómano a través de las arias más pegadizas.

Sin duda fue Verdi quien me abrió el camino hacia el teatro cantado, algo que con el tiempo llegaría a ser una auténtica pasión, hasta el punto de que cuando no estaba en el colegio y no podía disponer de los discos de vinilo con grabaciones de ópera, intenté escucharla en un pequeño transistor sin FM –en aquellos tiempos juveniles el poseer un transistor con FM era un capricho que pocos deseaban permitirse- y aún recuerdo el sufrimiento que me producía perder la sintonía cuando estaba cantando Montserrat Caballé en el Liceo. Imagino que conseguía sintonizar Radio 2 de Radio Nacional de España en onda media, algo que era todo un milagro. Me ponía el transistor en la oreja y escuchaba hasta que la música se hacía inaudible.

Recuerdo muy bien que cuando me pagaron mi primer sueldo, con dieciocho o diecinueve años, lo primero que hice fue ir a comprar un transistor con FM. Por entonces residía en León y me acerqué a Ordoño II y a una tienda muy conocida, tal vez Óptica San José Radio, y allí me compré el aparato más grande y sofisticado que pude pillar y que estuviera al alcance de mi magro sueldo, de hecho es muy posible que me gastara todo el sueldo en ese aparato.

La emoción que me produjo escuchar en Radio 2 una transmisión en directo del Liceo de Barcelona con mis ídolos, Montserrat Caballé, Plácido Domingo, José Carreras, etc es uno de los recuerdos emotivos más intensos que recuerdo en mi vida. Durante un tiempo daba saltitos de alegría y bailaba con el transistor en la mano escuchando una música que hasta aquel momento me había sido negada por mi condición de proletario sin trabajo, hijo de un minero y de una familia poco pudiente. Aquella amargura duró hasta que pude trabajar, lo que no fue fácil porque aún en aquellos tiempos encontrar trabajo era una odisea. Fue aquella experiencia la que aún hoy me hace tener una perspectiva muy personal y a lo mejor muy poco políticamente correcta sobre la cultura y el copyright. Comprendo y acepto el derecho de todo autor a recibir un estipendio por sus creaciones y a recibir lo que se estipule sobre el derecho de copia, pero lo que no puedo aceptar o me rechina el alma, es que determinadas personas, por el simple hecho de pertenecer a las clases más bajas, tengan que ser privadas de la cultura o alimento del alma. Tal vez por mi condición de proletario e hijo de minero fuera algo muy peculiar que comenzara a gustar de la música clásica, de la ópera y de tantas y tantas delicias culturales. Nadie me impulsó a ello, ni fui animado en mi entorno, fue mi sensibilidad la que me llevó a buscar y gustar de la belleza. Es por eso que o se buscan soluciones para que también los proletarios y desheredados de la fortuna del mundo puedan disfrutar de los bienes culturales (papá Estado debería hacer algo al respecto) o me temo que mi simpatía por las descargas ilegales cuando son cultura y la ponen al alcance de quienes no podrían tenerla de otra manera será algo más que un sentimiento políticamente incorrecto, será casi una cuestión ética. Todo ello sin perjuicio de aceptar la propiedad privada como un derecho importante, no el más importante, pero sí fundamental en nuestra sociedad.

A partir de aquel momento nunca me perdí una transmisión de ópera desde el Liceo, presentada por aquel locutor que poseía una voz realmente excepcional y muy radiofónica. Me encantaban las entrevistas que hacía a los solistas y me enorgullecía de que dispusiéramos de cantantes entre los primeros del mundo, como la Caballé, Plácido Domingo, Carreras, Aragal, Kraus, etc etc Ello sin perjuicio de apreciar la belleza de voces internacionales como María Callas, Caruso, etc etc. Aquello fue para mí una orgía de belleza que nunca hubiera perdonado a papá Estado o a cualquiera que defienda la propiedad privada por encima de cualquier otra consideración perderme por el simple hecho de ser hijo de un minero del carbón.

Nombres como Verdi, Puccini, Donizetti… se me hicieron familiares, casi hermanos. Descubrir y apreciar otro tipo de ópera, concretamente a Wagner también me llevaría un tiempo y me exigiría un esfuerzo.

AMAR LA MÚSICA CLÁSICA IX


LA MÚSICA DE CÁMARA

 

Siguiendo con la historia de mi afición, más bien pasión, a la música clásica, que había dejado un poco olvidada por el camino ( tanta actividad y preocupación no debe ser buena porque me impide escuchar y seguir amando la música clásica) es hora de narrar mis juveniles devaneos con una música que no acababa de atraerme, ni mucho ni poco, la música de cámara.

Había descubierto la música clásica gracias a unas piezas sinfónicas que cayeron en mis manos por casualidad, aunque más bien debería decir en mis oídos, entonces castos aunque muy fantasiosos. Escuchar la pasión de Bach y alguna que otra obra sinfónica de mucha enjundia me costó un gran esfuerzo de voluntad, pero aún no me creía preparado para escuchar un piano a palo seco, o un violín, o un violonchelo o los tres juntos, o cualquier otra pieza que no fuera interpretada por un montón de músicos metiendo mucho ruido.

Tal vez hubiera seguido así durante un buen tiempo de no ocurrir algo que me lanzó hacia la música de cámara de cabeza. Creo que ya he contado cómo nunca pude estudiar solfeo ni nada referente a la música porque el grillado profesor de música, un fraile que había estudiado música en Alemania, la bendita tierra de Bach y Beethoven, nos había obligado a buena parte de la clase, tal vez un tercio, a ir a la huerta, con el hermano lego, a recoger patatas, verduras y otros frutos de la tierra, para las comidas del colegio que necesitaban mucho de todo porque éramos una tribu muy numerosa. Eso me impidió saber qué era una negra, una blanca, una corchea y la clave de sol, etc, pero no me alejó por completo de la música.

En aquel colegio de Fuenterrabía, donde llovía mucho, el llamado “chirimiri”, uno se pasaba la mayor parte del tiempo deambulando por el interior, buscando algo novedoso en que entretenerse. Fue así que llegué a un ala del edificio en la que había escuchado sonidos de piano. Efectivamente, al menos existían allí ocho cabinas abandonadas, donde alguna que otra vez tocaba el único músico y organista entre los estudiantes, un chico navarro con chapela y muy nacionalista a quien se le podía perdonar todo porque tocaba como los ángeles.

Un día me acerqué por allí y visto que todo estaba vacío, como quien no quiere la cosa me senté delante de un piano, levanté la tapa y comencé a tocar una tecla y otra, a ver cómo sonaba aquello. Por supuesto que sonaba muy mal, pero me entretuve un rato, incluso abrí una partitura e intenté leer aquellas cagaditas de mosca sobre unas líneas, el famoso pentagrama. No entendí nada pero no me desanimé, busqué en la biblioteca un diccionario y en él la escala musical y luego me puse a leer las partituras que había por allí. Descubrí que podía tocar escalas para ir aprendiendo a tocar un poco el piano. Y así comencé a dar la paliza con el do-re-mi etc. Era agobiante pero llegué a dominar las escalas e incluso me atreví a ir aprendiendo una pequeña pieza que encontré por allí, se trataba de “Para Elisa” de Beethoven. Conseguí llegar a tocar, aunque no muy bien, pero eso me permitió atreverme a escuchar el disco de vinilo en el que venía esa pieza junto con otras para piano. De esta manera descubrí que la música de cámara también tenía su encanto y comencé un largo y delicioso camino de descubrimiento de la música de cámara.

AMAR LA MÚSICA CLÁSICA VII


LAS MELODÍAS QUE ME CONQUISTARON

 

Tras descubrir a los grandes monstruos de la música clásica, tales como Beethoven, Bach o Wagner, a los que seguirían otros muchos, atravesé una etapa fácil, digámoslo así. Aquel verano fantástico acabó y al iniciarse el nuevo curso se produjeron un montón de cambios en mi vida. Me encontraba en Fuenterrabía, hoy Ondarribia, en el país vasco, muy cerca de Irán y de San Sebastián. Allí tenía la orden religiosa un colegio que era la antesala del noviciado. Llegué con quince años y terminé sexto de bachillerato, los dos años siguientes serían una preparación para el noviciado, estudiando un montón de asignaturas que luego no me las convalidarían oficialmente aunque fueron muy instructivas. Estudié filosofía, clásica y moderna, psicología, sociología y… otras muchas que ahora no recuerdo.

Éramos muy pocos por lo que en el colegio estábamos como en familia y cada uno tenía amplio campo para desarrollar sus pasiones, ya que los estudios no eran muy estrictos y los horarios tampoco. Recuerdo un compañero, navarro, que sabía música y se convirtió en el organista del colegio. Otros tenían otras aficiones. Lo lógico hubiera sido que el navarro se encargara de la discoteca del colegio, de elegir la música que se escuchaba por los altavoces en diferentes dependencias, incluido el patio donde estaba el campo de fútbol y el frontón. Pero no quiso hacerlo y yo, que ya me encargaba de elegir las películas semanales que veríamos en la televisión (una o dos noches nos dejaban ver alguna película clásica en la 2 de tve) de bajar los cien escalones hasta la carretera, donde estaba el buzón y recoger la correspondencia y los periódicos y revistas, de servir café y una copichuela a los frailes en su salón de estar, de cuidar de los canarios del profesor de filosofía, un abuelito simpático aunque muy carca en sus ideas, de la biblioteca, de hacer de defensa central o libre en uno de los dos equipos del colegio, de…    Pues también asumí la gratísima tarea de elegir la música.

En el salón de la televisión existía un mueble con discos de vinilo y un tocadiscos. Me dieron la llave y los sábados, domingos y festivos despertaba a mis compañeros poniendo la música que me apetecía para escuchar en los dormitorios. También ponía música cuando se jugaba algún partido en el patio, si yo jugaba el partido ponía varios discos en un curioso artilugio del tocadiscos e iban cayendo conforme terminaban. También ponía música en Semana Santa, en las fiestas del colegio, etc.

Como bastantes de mis compañeros no eran muy melómanos y algunos odiaban directamente la música clásica, recibía constantes reprimendas por la música elegida, razón por la que fui escogiendo piezas cortas y con melodías fáciles, para que al menos no me protestaran mucho. De esta forma descubrí una serie de melodías sencillas y pegadizas que me entusiasmaron y que por lo menos no desagradaron en exceso a mis compañeros.

Entre aquellas piezas recuerdo algunas: En un mercado persa de Ketelby; algo de Von Suppé; el Moldava de Smétana, Orfeo en los infiernos de Offenbach, algunos fragmentos concretos de Tchaicovsky, del Lago de los cisnes o Cascanueces, etc etc.

Todas estas melodías formaron parte de mi vida cotidiana durante aquellos años y me ayudaron mucho a cimentar mi amor por la música clásica, incluso algunos compañeros comenzaron a apreciarla y esa fue una gran recompensa. Ahora mismo recuerdo Carmina Burana que también tuvo algún éxito, pero no voy a ilustrar este capítulo con ella sino con El mercado persa de Ketelby, si la encuentro en Youtube, sino buscaré otra pieza.

AMAR LA MÚSICA CLÁSICA VI


BACH O LA ESPIRITUALIDAD HECHA MÚSICA

 

Aprovechando la Semana Santa voy a recordar cómo conocí a Bach, Johan Sebastian, y cómo a partir de aquel momento se transformó en mi músico de cámara, me acompaña a todas partes y forma parte íntima de mi vida emocional y espiritual.

Si descubrir a Beethoven cimentó mis deseos de convertirme en un melómano y si escuchar por primera vez su novena sinfonía supuso una experiencia mística que ahora estoy recordando en el hilo Primavera literaria con un relato de esta sinfonía, escuchar por primera vez a Bach fue descubrir que existía la música de las esferas, del universo, la espiritualidad echa música.

Creo recordar que andaba yo por los dieciséis años y aquella Semana Santa, como todas las que viví en aquel colegio religioso, hicimos nuestros ejercicios espirituales. Consistían en tres días, lunes, martes y miércoles, escuchando charlas de los frailes sobre temas espirituales, fundamentalmente sobre las postrimerías, todos vamos a morir y mejor hacerlo en gracia de Dios e ir al cielo que en pecado e ir al infierno, etc. Se nos obligaba a guardar absoluto silencio, desde que nos levantábamos hasta que nos acostábamos.  Había una dieta especial de Semana Santa, mucho silencio, mucho recogimiento, mucha charla religiosa y el tiempo libre se podía dedicar a pasear por el patio, en silencio, a rezar en la capilla, a leer libros sagrados y a cualquier otra actividad que nos permitiera seguir recogidos en nosotros mismos.
El padre prefecto me había facilitado la llave de un armarito donde se guardaban los discos de vinilo, la pequeña discoteca del colegio. Sabedor de mi afición a la música clásica, me entregó las llaves y me permitió poner música para despertar a los compañeros los domingos y fiestas de guardar, conectando los altavoces de los dormitorios. También podía poner música en el patio durante los partidos de futbol en los recreos de los domingos o en las fiestas. Claro que también podía desconectar todos los altavoces, excepto los del salón de televisión, que también servía de salón de música. De esta forma escuchaba mi propia música sin molestar a nadie. Aquel lunes de Pasión decidí escuchar música y buscando entre los discos de vinilo encontré la Pasión según San Mateo  de un tal Johan Sebastian Bach. Me dije que nada mejor para acompañar unos ejercicios espirituales que una Pasión.

Me bastó con escuchar el coro inicial para caer traspuesto y en estado místico. Gruesas lágrimas cayeron de mis ojos. No podía existir música tan maravillosa. Aquello era el cielo bajado a la Tierra. Me senté en una silla de tijera, de madera, que se utilizaban para ver la televisión y volví a poner el coro. ¿Por qué nadie me había hablado de una música tan maravillosa?  Decidí escuchar la Pasión al completo, aprovechando que nos habían dejado tres o cuatro horas libres, después de la comida, para aliviarnos de tanta charla.

Reconozco que fue un esfuerzo en el que intervino casi más mi voluntad que el placer de la música. Si bien encontré algún aria y algún que otro fragmento que me conmovieron,  los recitativos me resultaban muy cuesta arriba, y escuchar una obra tan larga resultó un gran sacrificio para un neófito.  Desde entonces no he dejado de escuchar la Pasión según San Mateo todas las Semanas Santas de mi vida, a veces escucho también la Pasión según San Juan o los fragmento de la Pasión según San Lucas. Aprovecho para volver a escuchar alguna cantata religiosa y si me sobra tiempo escucho sus suites para violonchelo solo o sus partitas para violín solo o sus piezas para órgano.

No podría imaginarme la música sin Bach. Y no podría entender la espiritualidad sin su música. Voy a intentar encontrar el coro inicial. En el siguiente capítulo seguiré contando cómo descubrí la música clásica, hablando cronológicamente de compositores y piezas que fui escuchando en aquella época.

AMAR LA MÚSICA CLÁSICA V


NOTA: Hace unos días falleció Fernando Argenta, a cuyo programa escribí esta carta hace unos años.  Sirva como homenaje a este amante de la música. Que descanse en paz.

 

 

LA NOVENA SINFONÍA DE BEETHOVEN

No pensaba tocar este capítulo hasta dentro de un tiempo, pero aprovechando que estoy subiendo al hilo «Primavera literaria» en Algo más que palabras, de la sección literaria, mi relato musical sobre la novena, me ha parecido oportuno poner también aquí la música, remitiendo al hilo para quienes deseen leer también el relato musical.

Esta es la carta que escribí a Clásicos populares de RNE en la que acompañaba el relato. Que yo sepa no se leyó en el programa, ni tampoco me contestaron. Puede que no les gustara o que creyeran que era demasiado larga o simplemente que terminara en la papelera antes de pasar la primera criba. Me gustaría pensar que se extravió en el correo. Eso sería menos humillante para mí, aunque no creo que sucediera así.

Leon a diecisiete de diciembre del año dos mil uno.

Estimados Araceli y Fernando:  Hace unos días, mientras terminaba el relato que os adjunto, se me ocurrió poner la radio y escuché vuestro programa. Llevaba años sin oíros. Hace ya muchos pegaba mi pequeño transistor a la oreja para disfrutar todos los días de  “Clásicos populares”. Mi pasión por la música no tenía en aquellos tiempos –tendría unos diecinueve o veinte años- otra salida que escuchar en onda media el único programa de la radio que me permitía pasar un rato junto a mis viejos amigos. No tardaría mucho, coincidiendo con mi primer sueldo, en comprar un flamante transistor con FM, en el que me gasté la mitad del sueldo, por lo menos, pero lo di por muy bien empleado porque descubrí Radio 2 donde pude llegar hasta el hartazgo escuchando la gran música que había descubierto unos años antes al ser sorprendido por primera vez por la magia de la novena del sordo genial. Desde entonces fue para mí como una bandera que me ayudó a superar momentos difíciles.

En aquel tiempo también se iniciaba mi otra gran pasión: la literatura. En un cuaderno escolar escribí algún relato y el esbozo de mi primera novela. Me juré a mí mismo escribir un maravilloso poema glosando la música de la novena, ese elixir divino que me transportaba a otro mundo, más allá de las estrellas, donde todos los hombres alcanzábamos por fin la consciencia de ser hermanos. Lo intenté de forma esporádica pero siempre lo dejaba por imposible. La música de la palabra nunca podrá alcanzar a la música del corazón del viejo sordo cascarrabias, aunque aquella se dope con nandrolona. Beethoven nos lleva muchas leguas de ventaja. No obstante hace unos meses coincidiendo con el intento de resucitar un viejo proyecto literario que titulo “Relatos musicales” me dije que la deuda de honor que tengo con la novena sinfonía debería ser pagada de alguna forma y me puse a ello. Inicié el relato y lo dejé desesperanzado pero la constancia pudo más que la desesperanza y hoy he conseguido terminarlo.

Como las deudas de honor no se pagan en privado he tomado la decisión de utilizaros como vehículo para que hagáis llegar al viejo amigo este relato, esté donde esté –seguro que en el Elíseo paseando con su torpe aliño indumentario mientras tararea despistado alguna nueva y genial composición- y de la forma que estiméis oportuna.

Conociendo como conozco vuestra pasión por el sordo genial y el viejo peluca y Cia sé que no tirareis este pequeño homenaje a la basura, aunque os autorizo a ello, porque cualquier cosa que se dice de un viejo amigo –hasta un balbuceo- es bien recibido por los amigos del amigo.

Os animo de corazón a seguir con vuestra maravillosa empresa de descubrir por primera vez a los peques y también a los no tan peques la magia que encierra la música salida del corazón de los grandes genios. Al mismo tiempo me gustaría animaros a que intentarais que los grandes escritores del panorama literario de nuestro país glosaran de algún modo sus composiciones musicales favoritas. Ya se que es una idea un tanto descabellada pero los que amamos apasionadamente “la gran música” agradecemos cualquier empresa, aunque sea descabellada, que nos ayude a seguir disfrutándola de una manera distinta y más profunda, hasta haciendo el pino. Para un apasionado de la música y la literatura ,como creo hay muchos, sería mágico que los grandes escritores las unieran con formidables puentes o simplemente con pasarelas. En nuestro país tenemos tan buenos escritores y poetas que harían maravillas.

Acabo por fin antes de que me arrepienta de esta tontería, soy muy tímido, y  acabe tirando esto a la papelera.
Un abrazo y los mejores deseos de paz y felicidad en estas fechas. Supongo que ya sois conscientes del apoyo que tenéis entre la audiencia, pero por si acaso a veces os desanimáis un poquito, en la sombra siempre estaremos los oyentes anónimos descubriendo nuevas y escondidas maravillas musicales gracias a vosotros.

AMAR LA MÚSICA CLÁSICA IV


LA MÚSICA SINFÓNICA

Aquella famosa tarde en la que descubrí la música clásica rematé con una tercera pieza sinfónica. Se trata del Capricho italiano de Rimsky Korsakof. ¿O era el capricho español? ¿El italiano es de Thaicovsky? Quedé embelesado y siempre fue un compositor cuya música melódica me resulta especialmente atractiva, sobre todo Sherezade. Es curioso que durante los primeros años como melómano solo escuchara música sinfónica. La poca música de cámara, para piano u otro instrumento que escuché, apenas me llamó la atención. Tardaría algunos años en apreciar la música de cámara. Tal vez sea cuestión de sensibilidad musical, aunque debe ser bastante frecuente que a un no entendido en música clásica le atraiga más al principio la música sinfónica que el resto de formatos. La orquesta sinfónica tiene una fuerza que para la oreja poco entrenada de un neófito es mucho más asequible que el resto de géneros musicales. Por eso recomiendo a quienes aún no sean capaces de degustar la música clásica que comiencen escuchando música sinfónica hasta lograr encontrar alguna pieza que les atraiga mucho y que puedan escuchar sin cansarse o aburrirse. Luego pueden seguir buscando compositores y obras que les lleguen sin esfuerzo. Claro que antes o después tendrán que esforzarse si quieren ser algo más que meros aficionadillos a la música clásica. Hay compositores, grandes maestros de la música clásica, que deben escucharse, sí o sí, o de lo contrario uno puede ser tildado, con toda razón, de “inculto musical”. Esta piedra de toque debe de ser superada antes o después. A mí me ocurrió con Bach, concretamente con su Pasión según San Mateo, que escucharía algún tiempo después durante los ejercicios espirituales de la Semana Santa. Eran tres días en los que era obligatorio guardar absoluto silencio. Pero ese es ya un tema para el siguiente capítulo. Es curioso que luego Bach llegara a ser mi compositor favorito tras la dificultad que tuve en escucharme su pasión entera. De lo que se deduce lo fundamental que puede resultar tener un amigo o familiar amante de la música clásica que te asesore y te inicie. De haber escuchado otra pieza de Bach al principio tal vez no me hubiera costado tanto como me costó llegar a sentir a fondo su música.

 

AMAR LA MÚSICA CLÁSICA III


ENCUENTRO CON BEETHOVEN

Aquella primera tarde en la que descubrí la música clásica solo pude escuchar tres piezas, la obertura 1812 de Tchaicovsky, el coro de peregrinos del Tanhauser de Wagner y la sexta sinfonía de Beethoven. Creo que tuve suerte porque de haber iniciado mi aproximación a la música clásica con otros compositores y otras piezas, tal vez me hubiera sentido decepcionado y hubiera dejado para otra ocasión –que es posible que nunca se hubiera producido- aquella música tan extraña. La vida es una constante encrucijada de caminos y cada elección supone dejar atrás muchas cosas que ya nunca recuperaremos.

No era un adolescente con especial sensibilidad para la música, al contrario que la lectura, que me apasionaba, la música hasta aquel momento no me había dicho nada. En casa mis padres escuchaban a Manolo Escobar en un pequeño tocadiscos que comprara mi padre con el importe de un premio en la lotería. Fue la primera y única vez que le tocó y la cantidad fue más bien discreta, aunque le hizo tanta ilusión que casi saltaba de alegría. Recuerdo que en aquellos tiempos podías juntar tapones de las botellas de coñac fundador y a cambio te daban un disco de vinilo, nada de “longplays”, ni siquiera sabíamos que era aquello, un “single” con una canción por cada cara. Manolo Escobar era uno de los cantantes que aparecían en aquellos diminutos discos. No me gustó nada y llegué a odiar aquellas canciones que me parecieron ramplonas y repetitivas. En cambio había otras que me llamaban la atención, aunque no acabaran de gustarme. Juanito Valderrama, Antonio Molina y algunos otros cantantes por el estilo tenían algo que sin llegar a gustarme, tampoco me desagradaba en exceso. Mi hermana escuchaba en la radio de galena los cantantes de moda. Llegué a odiar a Camilo Sexto, aunque no sé muy bien si empezaba a cantar por aquel entonces o un poco más tarde. La música no me decía nada y procuraba huir de ella, tanto si eran mis padres los que escuchaban los discos de Fundador en el tocadiscos o mi hermana que ponía en la radio las emisoras musicales de entonces (¿existirían ya los cuarenta principales?).

Por eso aquella tarde veraniega en la que decidí aprovechar la hora de la siesta para meterme en aquella pequeña habitación y escuchar los discos de vinilo que los frailes habían puesto a nuestra disposición, marcaría mi vida. Fue una de esas encrucijadas en las que o tomas un camino o el otro, no suele haber vuelta atrás. Bien podía haber puesto un disco de música de cámara, algún cuarteto, y habría decidido que aquella música no era para mí. En cambio escuché la obertura 1812 y me gustó. Enlacé con el coro de peregrinos y me sentí conmovido… y para rematar me encontré con la sexta sinfonía de Beethoven y al acabar de escucharla mi decisión estaba tomada. Aquel era un universo inexplorado que merecía la pena conocer. La sexta fue el mejor primer contacto con Beethoven que hubiera podido elegir. Me gustaba la naturaleza con locura, especialmente la montaña. Aquella música me recordaba un día de verano en la montaña, el agua cristalina deslizándose por el prado en un pequeño arroyo cantarín, la tormenta con rayos y truenos… Era maravilloso. Cerré los ojos y me dejé llevar.

Así terminó aquella tarde, pero regresé otras y continué explorando. Por suerte en aquella pequeña discoteca también estaba la quinta de Beethoven. Fue un puñetazo en el plexo solar. Beethoven se convirtió en mi compositor favorito. Aún tardaría en escuchar la novena y cuando lo hice lloré a lágrima viva, como años más tarde, cuando decidí rememorar aquel momento escribiendo un relato musical. Lo escribí de un tirón y con lágrimas en los ojos. Pero eso forma parte de otro capítulo.

Cuando no tienes la suerte de nacer en una familia melómana o de estudiar música en un conservatorio o que un familiar entendido te vaya introduciendo en este maravilloso universo, el amar o no la música clásica muchas veces depende de la casualidad, porque la sensibilidad musical aún no está formada y cualquier incidente te puede alejar de ella durante muchos años o para siempre. Un mal profesor de música puede conseguir que sus alumnos lleguen a odiar la música clásica. Lo sé por haberle ocurrido a alguien muy cercano.
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Amar la música clásica II


EL VERANO EN EL QUE DESCUBRÍ LA MÚSICA CLÁSICA

TIEMPO: Allá por 1970.
LUGAR: Un pueblecito navarro.

Mientras los compañeros se echaban una siesta o jugaban al frontón o al futbol, yo me refugiaba en una pequeña dependencia donde habían colocado un tocadiscos muy modesto y unos cuantos discos de vinilo en una caja.

Tras descubrir a Tchaikovsky y su obertura 1812, escuché Cascanueces y el Lago de los cisnes. Me gustaba porque me llegaba su melodía, no tenía que hacer ningún esfuerzo. La música comenzó a ser algo básicamente emocional para mí. Me gustaban determinadas obras o no me gustaban según me llegaran emocionalmente, según el momento, el lugar y el estado de ánimo. No sabía nada de compositores, con el tiempo comenzaría a buscar sus nombres en la enciclopedia y a tomar notas, algo que nunca he dejado de hacer desde adolescente, notas sobre música, literatura, sobre cualquier cosa que me interesara. Con el tiempo vería la película de Ken Russel sobre el compositor. ¿Cómo se titulaba? Ahora no recuerdo. Cuando me gustaba un compositor procuraba enterarme de su vida y milagros. Otra cosa era escuchar toda su música, había música que me gustaba y otra que no. Nunca me forcé.

Rematé aquella tarde con una pieza que me extasió. Se trataba del coro de peregrinos de TAnhauser de Wagner. La escuché una y otra vez. El problema llegó cuando intenté escuchar una de sus óperas completas. Me sobrepasaba. Era demasiado para aquel ingenuo aprendiz de melómano. Pero todo llegaría con el tiempo. Mi sugerencia es comenzar con pequeñas piezas, las que más nos gusten, e ir ampliando gustos poco a poco. En mi caso solo apreciaba la música sinfónica, luego escucharía piezas para piano, música de cámara, pero eso me llevaría un tiempo.

Buscaré el coro de peregrinos. Si no lo encuentro lo reemplazaré con algo.

 

AMAR LA MÚSICA CLÁSICA I


AMAR LA MÚSICA CLÁSICA, UNA APROXIMACIÓN POR UN MELÓMANO QUE NO SABE NADA O CASI NADA DE TÉCNICA MUSICAL

Hola amigos: Aprovecho estas fiestas navideñas para iniciar una serie sobre un tema muy querido para mí, la música clásica. No sé qué continuidad tendrá, porque estoy muy ocupado en el área literaria, pero intentaré acercarme por aquí cuando pueda. No soy músico, aunque me hubiera gustado serlo. Tampoco pude estudiar técnica musical porque durante el bachillerato, interno en un colegio religioso, un fraile nos hacía cantar la escala al principio del curso en su asignatura de música y a los que teníamos mala voz o nos salían gallos, nos mandaba con cajas destempladas a la huerta del colegio, a recoger patatas, tomates, etc. No volvíamos a pisar la clase. Una pena porque años más tarde, en otro colegio, ya preparándome para ser cura, me encontré con ocho pianos como ocho soles. A pesar de que carecía de la más mínima formación musical me puse por mi cuenta a estudiar algo de anotación musical, redondas, corcheas,etc , clave de sol, etc. Al final, como pude, en ratos libres, fui desentrañando partituras y aprendiendo a tocar por mi cuenta, con enorme dificultad, eso sí, haciendo escalas y escalas y buscando partituras sencillas. Mi esfuerzo, los que me conocen bien lo llaman cabezonería, me permitió tocar “Para Elisa de Beethoven” con cierta discreción.

Pero en realidad ese no fue mi comienzo en la música clásica. Creo que con catorce años, pasando las vacaciones de verano en un colegio que la orden tenía en Navarra, descubrí una pequeña discoteca de música clásica y un tocadiscos muy elemental, pero aceptable, y comencé a escuchar y ver si me gustaba. Me gustaría repetir aquí aquella iniciación a la música clásica. Al principio solo me gustaban pequeñas piezas muy melódicas y escogidas, luego me fue gustando todo y terminé con lo que para mí fue una hazaña en aquel tiempo: escuchar la Pasión según San Mateo de Bach en una sola tarde, durante los ejercicios espirituales que hacíamos en Semana Santa.

Apreciar la música es un don que nos concede la vida. Algunos tienen la suerte de nacer en una familia culta y apasionada de la música, otros pueden estudiarla en el conservatorio, hay quienes consiguen ser músicos (¡felices ellos!) Yo tuve que conformarme con ser un autodidacta y dejarme guiar por mi sensibilidad musical. Si yo pude llegar de esta manera a gustar de la música clásica, creo que cualquiera puede lograrlo. Me dijeron que mi oído era lo peor con que se habían encontrado nunca y que mi voz era el maullido de un gato al que hubieran limado las cuerdas vocales. No me importó. Solo se necesita sensibilidad, yo diría que espiritual, para apreciar la música clásica.

Hoy solo les propongo escuchar una pieza que yo oí por primera vez en aquel colegio, de vacaciones, a los 14 años. Dicen que Tchaicovsky es demasiado meloso y vulgar, a mi me sigue gustando y gracias a él no salí corriendo la primera vez que escuché música clásica. Les propongo la obertura 1812. Si la encuentro en Youtube. Si no la sustituiré con otra.

FELIZ AÑO 2013 PARA TODOS