VIDA PRIMERA
CAPÍTULO II
Todo empezó, si es que alguna vez hubo algún comienzo en esta historia, cuando me sorprendí dudando de mi memoria, aunque aún no de mi cordura, puesto que a lo largo de mi vida siempre me habían considerado un loco y sin embargo yo era un hombre perfectamente normal, según los parámetros que utilizaba para diferenciar a un demente de quien no lo era. Aunque parezca extraño me consideraba un hombre con suerte, puesto que toda mi tragedia personal había consistido en una prolongada estancia en un psiquiátrico, en mis años juveniles. Teniendo en cuenta lo que la gente pensaba de mí y lo que me estaba pasando, eso era lo mínimo que me podía haber ocurrido.
¿O hasta eso era un recuerdo falso, inducido? El simple hecho de que esté dudando me parece grave, muy grave. Hace unos días inicié un cuaderno que había comprado siguiendo un impulso. Comencé a poner por escrito todos los recuerdos dudosos en las hojas impares y aquellos de los que estoy convencido en las pares. Las terceras hojas las he dejado en blanco, para anotar las pruebas irrebatibles que vayan surgiendo sobre mi existencia y mi pasado.
La soledad es muy mala, la peor enfermedad que pueda sufrir un ser humano. No mata, lo que sería un consuelo, pero te deja incapacitado de por vida. En cerrado en mi piso a cal y canto, no es de extrañar que algunas veces se apoderen de mí ideas delirantes, que no soportan la confrontación con lo que pensaría una persona normal y con las que no podría mantener una conversación con cualquier persona sin que me tildara de loco. Soy consciente de que debería relacionarme, charlar con la gente, con cualquiera que me encontrara en mi camino. Eso me ayudaría a poner las cosas en su sitio, a engranar cada tuerca en el correspondiente mecanismo. Sin embargo no soy capaz de hacerlo. Me lo propongo todos los días y hago un gran esfuerzo de voluntad, pero es inútil. Solo de pensar en la posibilidad de relacionarme, de crear vínculos, me pongo enfermo.
No he descartado la idea de acudir a un psiquiatra, al fin y al cabo tuve mucho contacto con estos profesionales durante una etapa de mi vida. Me he preguntado si me atrevería siquiera a contarle la más pequeña anécdota de lo que me está sucediendo, la idea más tonta que ha pasado estos días por mi cabeza. No, no lo haría, temeroso de que me diagnosticara una psicosis, paranoia o cualquier patología igualmente terrible. Y si no estoy dispuesto a contarle nada…¿para qué ir a un psiquiatra?
Mi decisión de ponerlo todo por escrito será para mí una prueba irrefutable de que en algún momento he pensado lo que pienso, de que me han sucedido las cosas que me están sucediendo o al menos he llegado a pensar que eran reales y no delirios de mi mente.
Me he obsesionado con lo que considero un clavo ardiendo, al que aferrarme antes de que la locura se apodere definitivamente de mi mente. He vuelto a la librería y he comprado un montón de cuadernos. La dependienta, una chica guapa, pero muy desagradable, me ha mirado con extrañeza, como si pensara que estoy loco, aunque esto pudiera ser solo una exageración, ya que estoy excesivamente sensible en estos temas. Los he etiquetado todos con diferentes títulos: “cuaderno de la mala suerte” (para anotar los sucesos poco probables de que ocurran un día sí y otro también a cualquier persona, incluso a mí); “cuaderno de mi pasado” (para anotar los recuerdos que pueda probar), y de esta guisa todos los demás. Aún no me he atrevido a iniciar las anotaciones. Creo que voy a necesitar un tiempo para la reflexión.
Me he observado, aterrorizado, en un espejo de la papelería, disimulando para que la empleada no llegara a pensar que me ocurría algo grave. He comentado, como quien no quiere la cosa, que había decidido escribir una novela, y que sería muy larga, de ahí los cuadernos. La dependienta ha intentado esbozar una sonrisita que no le ha salido, en su lugar observé un desagradable rictus. Me despachó deprisa y corriendo, como si quisiera librarse de mí cuanto antes.
He pasado el día entero buscando en las carpetas donde guardo todos mis papeles documentos que me permitan constatar de forma indubitable cuestiones tan vitales como éstas: Que yo estuve internado en un psiquiátrico y qué doctor me atendió y si hay algún informe de mi patología; un certificado de nacimiento que juraría yo había pedido para algo y que nunca necesité utilizar, tendría que haber estado en la carpeta; la escritura de propiedad de este piso, porque hasta que encontré un contrato de alquiler hubiera jurado que era mío y muy mío; acta de posesión de un puesto en la administración; recetas sin fecha de lo que parece una medicación para un enfermo mental, tal vez psicóticos y antidepresivos…
De pronto he recordado que guardaba un álbum de fotos en algún cajón. No lo he encontrado. ¿Y las fotos de mis padres? Juraría que al menos tenía un portarretratos con su foto en el salón. Tampoco lo he visto. He rebuscado en mi cartera, donde acostumbro a guardar alguna foto mía y de la familia, pero no hay ninguna.
He buscado el cuaderno de mi pasado para cerciorarme de que tuve o tengo padres, de que no soy huérfano, para encontrar algún detalle sobre su físico que me pueda ayudar a hacerme una idea de cómo eran. Tal vez eso me ayude a recordar dónde he puesto las fotos. No lo encuentro, Ni siquiera la agenda donde he anotado los datos esenciales sobre mi vida.
Esta mañana, cuando fui al Registro civil para sacar una partida de nacimiento no encontraba el libro de familia, a pesar de estar absolutamente seguro de haberlo metido en el bolsillo interior de la americana antes de salir. Tampoco encontraba el papel con la anotación del tomo y la página de la inscripción de mi nacimiento. Le he dicho al funcionario que solo podía darle mi fecha de nacimiento. He mencionado la fecha que antes de hacerlo consideraba como la de mi cumpleaños. Ha buscado en el ordenador. Nada. ¿Está seguro de que nació aquí? Mencioné el hospital. Eso no significa nada, puede que sus padres vivieran en un pueblo de los alrededores y le registraran allí.
Me ha mirado raro. Me he puesto nervioso. No se preocupe. Buscaré el libro de familia. Y he salido casi corriendo.
Ya en casa me he puesto a pensar desesperadamente sino tenía que haber ido a trabajar. Pero no recordaba dónde trabajo. Me he tumbado en la cama y he repasado todos los trabajos posibles. ¿Soy funcionario? ¿Trabajo en una cadena de montaje de laguna fábrica? No podía recordarlo. ¿Me estaré volviendo amnésico? Debería ir al médico.
Intenté calmarme. Dormiré un rato. Tal vez lo recuerde todo si puedo echar un sueñecito. No pude dormir, ni tampoco relajarme. Me levanté histérico y me puso a buscar la cartilla del seguro. No la encontré.
Al menos tendré algo para comer en la nevera. La abrí y he anotado en un cuaderno lo que allí había.
Esta noche, antes de cenar, repasé las anotaciones. Faltaban un par de cosas. ¿Las había utilizado para comer? No podía recordar si había comido. Tampoco tenía mucha hambre. Calenté leche y bebí un tazón con algo de bollería. Lo anoté en el cuaderno.
¿Qué me estaba sucediendo? Encendí el televisor. Las noticias no me decían nada. No encajaban con mis recuerdos más próximos del día anterior. Hice zapping. No recordaba esos programas.
Me fui a la cama. ¿A qué hora tenía que levantarme para ir a trabajar? Seguía sin recordar dónde trabajaba. Puse el despertador a las siete, por si el recuerdo regresaba el despertarme.
Tardé en dormirme. Tuve un sueño muy extraño. Me desperté a las cuatro de la mañana. Anoté lo poco que recordaba.
Urantia, libro de … Planeta… Seragfinton, ciudad.
Quise consultarlo en Google y busqué desesperadamente el portátil. No lo encontré. Me obsesioné con ello y me pasé dos horas buscándolo por toda la casa. Nada. ¿No tenía yo un ordenador?
Conseguí volver a dormirme. Tuve una pesadilla horrible. Me desperté bruscamente el despertador y no pude recordar la pesadilla. Tampoco dónde trabajaba. Decidí afeitarme y vestirme, dando tiempo al recuerdo. Decidí desayunar. Abrí el frigorífico y estaba vacío. ¿No había anotado su contenido en un cuaderno? Decidí buscarlo. ¿Dónde lo había puesto?
Recorrí el pasillo hasta el salón. No era el que yo recordaba. En aquel había cuadros de París, La Torre Eiffiel, Notre Dame. Los había comprado, muy baratos, en una tiendecita, lo recordaba perfectamente. Ahora eran cuadernos de flores, bodegones.
Y el pasillo… el pasillo más largo de lo que yo recordaba. El salón estaba a la derecha, al fondo. Abrí la puerta. Era un dormitorio con una cama que no era la mía. Y en ella había un bulto.
Encendí la luz.
-¿Qué buscas? ¿Es que no puedes dormir de una vez? Y cuando lo haces no paras de roncas. Eres imposible. No sé qué vería en ti para casarme contigo.
Era una mujer. Echó la ropa hacia atrás y se puso en pie. Estaba desnuda. Sentí cómo la libido se apoderaba de mí. ¿Por qué no aprovechar la ocasión? Bien podía ser un delirio…(pero mientras dure el tiempo suficiente…)
Ella se comportaba con tanta naturalidad que no me atreví a proponerle que regresara a la cama mientras yo me desnudaba.
-Vamos, dime qué buscas o te pasarás una hora haciendo ruido.
-Unos cuadernos. He anotado en ellos una cosa importante y no los encuentro.
Si era mi esposa yo no lo recordaba. ¡Y actuaba con tanta naturalidad! Como si me conociera muy bien. No podía proponerle echar un polvo así como así. Seguramente se burlaría de mi. Eso suelen hacer las esposas cuando les proponen hacer el amor nada más despertar. ¿Te pasa algo? Eso sería lo más suave que me diría. Las esposas no aceptan esas rarezas. Con naturalidad. Pero cómo podía saber yo cómo actúan las esposas. No estaba casado. O al menos no lo recordaba.
-¿Cuadernos? ¿Cuándo has comprado tú cuadernos? ¿Para qué ibas a necesitarlos? Tu no escribes nunca. ¿Te pasa algo?
-No. Ha debido de ser un sueño.
-¿Por qué no vienes a la cama?
¿Era una proposición indecente? No lo parecía.
-Tengo que ir a trabajar.
-¿A trabajar? Pero si es domingo. Has debido de tener un sueño muy raro.
-Creo que ha sido eso. Aprovecho para hacer un pis.
-No me despiertes cuando vuelvas, que son… las siete y media. Y no te arrimes. Que a ti te entran las ganas cuando menos se lo espera una.
-¿Qué podía hacer? Busqué el servicio. Pero no lo encontré. No estaba donde yo lo recordaba. Abrí todas las puertas, con suavidad, para no despertarla. Por fin apareció tras una puerta. Entré. Me miré al espejo. ¿Era yo un enfermo de Alzeimer? Me lo habría dicho ella… O tal vez disimulaba para que yo no me enfadara.
Me miré al espejo. Tenía la misma cara que yo recordaba. Y no parecía estar enfermo. Me senté en el retrete y cerré los ojos. Tal vez así remitiera la pesadilla.