RETRATO DEL ARTISTA, JAIME GIL DE BIEDMA
Escribir no salva, como creían Proust et alia y como desearíamos todos, pero sí que alivia.
JULIEN GREEN
Il est agréable peut-être de passer son temps à rêver sur de beaux livres, mais la vocation de l’homme est ailleurs.
-Es agradable gastar el tiempo en soñar con bellos libros, pero la vocación del hombre está en otra parte.
Le génie n’est pas une longue patience et n’a en général rien à faire avec les facultés ordinaires des hommes.
-El genio no es otra cosa que mucha paciencia y no tiene en general nada que ver con las facultades ordinarias de los hombres.
– La distinction qu’on fait d’ordinaire entre hommes de génie, hommes de talent, etc., est une erreur fatale que l’on devrait proscrire une fois pour toutes de notre système d’éducation. d’éducation. Répéter à des enfants que les plus grandes œuvres ne peuvent être produites que par des génies est une faute impardonnable, mais leur inculquer l’idée que les génies sont excessivement rares et pour ainsi dire monstrueux, en raison même de leur extrême rareté, est, à n’en pas douter, un crime. C’est décourager les meilleures volontés avant qu’elles aient tenté le moindre effort. Il faudraitau contraire répéter sans relâche que Praxitèle et Vinci sont à refaire, qu’un siècle sans grandes œuvres est une honte, plus que cela, une faute dont chaque individu est coupable.
-La distinción que se hace a menudo entre hombres de genio, hombres de talento, etc., es un error fatal que debería proscribirse de una vez por todas de nuestro sistema de educación. Repetir a los niños que las más grandes obras no puedn ser producidas sino por genios es una falta imperdonable, pero inculcarles la idea de que los genios son excesivamente raros y por así decir, monstruosos, en razón misma de su extrema rareza, es, no hay que dudarlo, un crimen. Esto descorazona a las mejores voluntades antes que ellas hayan intentado el menor esfuerzo. Sería preciso al contrario repetir sin descansar que Praxiteles y Vinci pueden volver, que un siglo sin grandes obras es una vergüenza, más que eso, una falta de la que cada individuo es culpable.
TRADUCCIÓN PROPIA
UMBERTO ECO/CONFESIONES DE UN JOVEN NOVELISTA
Se ha dicho que los personajes de ficción son indeterminados —es decir, conocemos solo unos pocos atributos suyos—, mientras que los individuos reales son completamente determinados, y que deberíamos ser capaces de afirmar cada uno de sus atributos conocidos . Pero aun siendo esto cierto desde el punto de vista ontológico, desde un punto de vista epistemológico es exactamente lo contrario: nadie puede afirmar todas las propiedades de un individuo dado o de una especie dada, que son potencialmente infinitos, mientras que las propiedades de los personajes de ficción están severamente limitadas por el texto narrativo, y solo los atributos que menciona el texto cuentan para la identificación del personaje.
De hecho, conozco mejor a Leopold Bloom que a mi propio padre. ¿Quién podría decir cuántos episodios de la vida de mi padre me son desconocidos, cuántos pensamientos de mi padre no fueron nunca revelados, cuántas veces ocultó sus dolores, sus dilemas, sus debilidades? Ahora que se ha ido, probablemente no descubriré nunca esos aspectos secretos y quizá fundamentales de su ser. Como los historiadores descritos por Dumas, medito y medito en vano sobre ese amado fantasma, para mí perdido para siempre. En contraste con ello, sé todo lo que necesito saber de Leopold Bloom, y cada vez que releo Ulises descubro algo nuevo sobre él.
En este sentido, debemos asumir que ciertos personajes de ficción adquieren una especie de existencia independiente de sus partituras originales. ¿Cuánta gente que conoce el destino de Ana Karenina ha leído el libro de Tolstói? ¿Y cuántos de ellos han oído en cambio hablar de ella a través de películas (principalmente, dos con Greta Garbo) y series de televisión? Desconozco la respuesta exacta, pero sin duda puedo decir que muchos personajes de ficción «viven» fuera de la partitura a la que deben su existencia, y que se mueven en una zona del universo que nos resulta muy difícil de delimitar. Algunos de ellos emigran incluso de texto a texto, porque en el transcurso de los siglos, el imaginario colectivo ha invertido emocionalmente en ellos, transformándolos en individuos «fluctuantes». La mayoría procede de grandes obras de arte o de mitos, pero ciertamente no todos. Así, nuestra comunidad de entes fluctuantes incluye a Hamlet y Robin Hood, a Heathcliff y a Milady, a Leopold Bloom y a Supermán.
No es necesario haber leído la partitura original para estar familiarizado con los personajes fluctuantes. Mucha gente conoce a Ulises sin haber leído la Odisea, y millones de niños que hablan de Caperucita Roja no han leído nunca las dos fuentes principales de su historia: la partitura de Charles Perrault y la de los hermanos Grimm.
Convertirse en un ente fluctuante no depende de las cualidades estéticas de la partitura original. ¿Por qué tanta gente se apena por el suicidio de Ana Karenina, pero solo unos pocos adictos a Víctor Hugo lloran por el suicidio de Cimourdain en Noventa y tres? Personalmente, me conmueve mucho más el destino de Cimourdain (un héroe monumental) que el destino de la pobre señora. Mala suerte: tengo a la mayoría en contra. ¿Quién, excepto los admiradores de la literatura francesa, se acuerda de Augustin Meaulnes? Pues era, y sigue siendo, el protagonista de una gran novela de Alain Fournier, El gran Meaulnes. Ciertos lectores sensibles pueden engancharse de una manera tan profunda y apasionada a estas novelas que acaban dando la bienvenida a su club a Augustin Meaulnes y a Cimourdain. Pero la mayoría de los lectores contemporáneos no espera encontrarse a estos personajes a la vuelta de la esquina, mientras que leí hace poco que, según una encuesta, una quinta parte de los adolescentes británicos cree que Winston Churchill, Gandhi y Dickens eran personajes de ficción, en tanto que Sherlock Holmes y Eleanor Rigby eran reales .Así que, por lo visto, Winston Churchill puede adquirir el privilegiado estatus de un ente de ficción fluctuante, y Augustin Meaulnes no.
Ciertos personajes son más conocidos por sus avatares extratextuales que en el papel que desempeñaron en una partitura determinada. Tomemos el caso de Caperucita Roja. En el texto de Perrault, el lobo se come a la niña y la historia termina ahí, inspirando serias reflexiones sobre los riesgos de la imprudencia. En el texto de los Grimm, el cazador llega, mata al lobo y devuelve a la vida a la niña y a su abuela. Hoy en día, la Caperucita Roja que conocen todas las madres y niños no es ni la de Perrault ni la de los Grimm. Es cierto que el final feliz viene de la versión de los Grimm, pero muchos otros detalles resultan de una especie de fusión de las dos versiones. La Caperucita Roja que conocemos viene de una partitura fluctuante, más o menos la que comparten todos los niños y madres cuentacuentos.
De la misma manera, Dido, Medea, don Quijote, madame Bovary, Holden Caulfield, Jay Gatsby, Philip Marlowe, el inspector Maigret y Hercule Poirot vinieron a vivir fuera de sus partituras originales, e incluso personas que nunca han leído a Virgilio, Eurípides, Cervantes, Flaubert, Salinger, Fitzgerald, Chandler, Simenon o Christie pueden reclamar la capacidad de hacer afirmaciones ciertas sobre estos personajes. Al ser independientes del texto y del mundo posible en el que nacieron, esas figuras (por decirlo así) circulan entre nosotros, y tenemos dificultades a la hora de pensar en ellos como algo distinto de las personas reales. De modo que no solo los tomamos por modelos de nuestras propias vidas, sino también para las vidas de los demás. Podríamos decir que alguien a quien conocemos tiene un complejo de Edipo, un apetito de Gargantua, que es celoso como Otelo, duda como Hamlet o es un Scrooge.
Para estar emocionalmente implicados de forma permanente con los habitantes de un mundo posible de ficción, tenemos que satisfacer dos requisitos, a saber: 1) debemos vivir en el mundo posible de ficción como en un ensueño permanente, y 2) tenemos que comportarnos como si fuéramos uno de los personajes.
Hemos planteado que los personajes de ficción nacen dentro del mundo posible de la narrativa, y que cuando se convierten en entes fluctuantes, si lo hacen, aparecen en otras narrativas o pertenecen a una partitura fluctuante. Hemos planteado que, según un acuerdo tácito reiterado por los lectores de novelas, fingimos tomarnos en serio el mundo posible de la ficción. Así que puede suceder que, cuando entramos en un mundo narrativo muy absorbente y cautivador, una estrategia textual pueda provocarnos algo similar a un raptus místico o alucinación, y que olvidemos que hemos entrado en un mundo que es simplemente posible.
Por lo que se refiere al segundo requisito, una vez que empezamos a vivir en un mundo posible como si fuera nuestro mundo real, puede desconcertarnos el hecho de que en el mundo posible no estamos, por así decirlo, formalmente registrados. El mundo posible no tiene nada que ver con nosotros; nos movemos dentro de él como si fuéramos la bala perdida de Julien Sorel, pero nuestra implicación emocional nos lleva a asumir la personalidad de alguien difereme, de alguien que tiene derecho a vivir allí. Así, nos identificamos como uno de los personajes de ficción.
Cuando despertamos de una ensoñación en la que muere un ser querido, nos damos cuenta de que lo que hemos imaginado es falso, y damos por cierta la afirmación de que «mi ser querido está vivo y bien». Por el contrario, cuando la alucinación ficticia termina —cuando dejamos de fingir que somos el personaje ficticio, porque, como escribiera Paul Valéry, «le vent se leve, il faut tenter de vivre» («el viento se levanta, hay que intentar vivir»)—, continuamos dando por cierto que Ana Karenina se suicidó, que Edipo mató a su padre y que Sherlock Holmes vive en Baker Street.
Admito que este es un comportamiento muy peculiar, pero sucede con frecuencia. Tras derramar nuestras lágrimas, cerramos el libro de Tolstói y volvemos al aquí y ahora. Pero seguimos dando por sentado que Ana Karenina se suicidó, y pensamos que quienquiera que dijera que se casó con Heathcliff está loco.
¿Hay alguien más que comparta el mismo destino? Sí: los héroes y dioses de toda mitología; los seres legendarios como los unicornios, los elfos, las hadas y Santa Claus; y casi todos los entes reverenciados por las distintas religiones del mundo. Es obvio que para un ateo todo ente religioso es ficticio, mientras que para un creyente existe un mundo espiritual de «objetos sobrenaturales» (dioses, ángeles, etcétera) inaccesibles a nuestros sentidos pero absolutamente «reales». Y en este sentido, un ateo y un creyente se basan en dos ontologías diferentes. Pero si los católicos romanos creen que un Dios en persona existe verdaderamente y asumen que el Espíritu Santo procede de Él y de Su Hijo, entonces tienen que ver a Alá, Shiva y el Gran Espíritu de las Praderas como meras ficciones, inventadas por narrativas sacras. Del mismo modo, para un budista, el Dios de la Biblia es un individuo ficticio, y el Gitche Manitú de los algonquinos es un ser de ficción para un musulmán o un cristiano. Esto significa que para un creyente en una fe determinada todos los entes religiosos de otras religiones —en otras palabras, la abrumadora mayoría de esos entes— son individuos ficticios, así que debemos considerar ficticios a aproximadamente el noventa por ciento de todos los entes religiosos.
Los personajes de ficción viven en un mundo incompleto, o, para ser más rudos y políticamente incorrectos, en un mundo discapacitado.
Pero cuando verdaderamente entendemos su destino, empezamos a sospechar que también nosotros, como ciudadanos del aquí y ahora, topamos con nuestro destino simplemente porque pensamos en nuestro mundo de la misma manera que los personajes de ficción piensan en el suyo. La ficción sugiere que quizá nuestra visión del mundo real sea tan imperfecta como la visión que los personajes de ficción tienen del suyo. Por este motivo, los personajes de ficción bien construidos se convierten en ejemplos supremos de la «verdadera» condición humana.