Categoría: EL BUSCADOR DEL DESTINO

EL BUSCADOR DEL DESTINO VIII


Me echo la siesta con ganas. Despierto a las cinco. Me doy una ducha y al refrescarme la mente se ilumina. Tengo que bajar a comprar en la ferretería antes de que llegue la ola de calor y ponerme a arreglar la valla, luego no habrá quien se mueva. Decido bajar ahora, mañana me costará más. Así compraré también lo que se me haya olvidado, sea lo que sea. No sé por qué tengo prisa, estoy de vacaciones. Las prisas siempre son malas, como en este caso que tomo la carretera más corta, sin recordar que el puente está cortado. Llego hasta el puente, doy la vuelta y esta vez sí tomo el camino más largo. Soy un idiota, digo en voz alta todo el camino, sin acordarme de poner música. Llego al pueblo grande, busco una ferretería, la encuentro no sin antes dar vueltas y vueltas hasta que me decido a preguntar. Soy muy tímido, eso me ha causado muchos problemas en casos como estos, y me los seguirá causando, la timidez no desaparece así como así. Entro en la ferretería, grande, parece que hay de todo, mejor. Me pongo a buscar y entonces aparece un señor delgado, con gafas, de unos cincuenta años, con cara de mala leche, cortada y fermentada. Me echa la bronca por no esperar y dejar que me atendieran. Podría haber dicho que no lo sabía, que los dependientes no van con mandil, parecen clientes, que no hay letreros anunciando que esperemos a ser atendidos, que con empleados como él la ferretería no tardará en irse a pique, etc etc. Como tengo prisa y estoy de vacaciones me callo como un muerto. Me pregunta qué es lo que quiero y entonces sí hablo, para empezar una caja de herramientas con todos los aditamentos. Me lleva por un pasillo hasta unas estanterías donde veo cajas de herramientas y otros adminículos. Comienza a cantarme las loas de todas las cajas, desde las más caras a las más baratas. Ni miro, ni me lo pienso, escojo una de tamaño aceptable donde quepan las herramientas que necesito y no sea muy pesada de llevar, si luego tengo que contratar una grúa habré cometido el mayor error de mi vida. Quiero ésta, con voz átona, a pesar de mi cabrero. Me la lleva, muy amable hasta la caja. ¿Desea algo más el señor? Sí, éste señor desea partirte los morros, pero no tengo tiempo ni ganas. Este señor quiere un juego de destornilladores, tornillos de todos los tamaños y grosores, alicates, una llave inglesa no muy grande y esto y lo otro y lo demás allá. Decide volver a llevar la caja de herramientas vacía y llenarla con todo lo que le pido, así no tendrá que estar haciendo viajes todo el tiempo. Al llegar deja la caja en su sitio y me enseña otra, parecida, pero que lleva ya de fábrica casi todo lo que le he pedido, desde el juego de destornilladores, la llave inglesa, hasta incluso un cúter. ¡Podía haberlo dicho antes! Claro que la culpa es mía, por no dejar que lo hiciera. Ahora solo queda rellenar la caja con lo que necesito y no viene ya de fábrica, por ejemplo los tornillos de todas clases y tamaños, y unas puntas variadas y… El empleado ahora no me lleva la caja muy amable, deja que sea yo quien la lleve o que la deje allí, a él le da igual, a mí no, así que la cojo y le sigo. Estantería de los tornillos. Como no he medido el grosor de la madera, ni sé qué dura puede ser, ni sé nada, decido comprar una caja de cada. Ni miro el precio, lo que deseo es terminar cuanto antes. Y así continúo tras el empleado que me lleva de acá para allá. Creo haber terminado y coloco todo en el mostrador de la caja. No, ahora me acuerdo que voy a necesitar unas tijeras de cocina y…seré idiota, me digo, ni siquiera he mirado los cajones en la casa, no sé ni lo que hay ni lo que no hay. ¿Y si comprara un juego de cubiertos y algún plato? Tate, te has olvidado que en el maletero del coche tienes una fiambrera con platos y cubiertos y lo imprescindible para comer en el campo. Recuerda que lo compraste cuando fuiste de excursión a… El empleado me mira con mala cara, yo no le miro, me lleva a la otra punta del local, donde está el menaje de cocina y allí me da a elegir entre varias tijeras. Miro las más sólidas porque me conozco, no me importa que sean más caras. Una  cubitera por si el frigorífico no tiene o son una mierda y una jarra de cerveza y… Me había olvidado de comprar un barril de cerveza en el super, ahora que viene la ola de calor. El empleado atiende a una señora sin despedirse ni decirme lo guapo que soy. No me importa. La cajera es más amable, pero tarda la intemerata en pasar todo por el escáner. Dice una cantidad final t en otras circunstancias me hubiera caído de culo, ahora no porque estoy de vacaciones y me importa todo un pito y porque estoy de vacaciones y porque… a la mierda con todo De vacaciones y con una ola de calor. Compraré bebida por un tubo y tal vez debiera de comprar un congelador, además del que tiene el frigorífico… Bueno, tal vez lo haga, pero hoy no, quiero llegar a casa ya, cuanto antes.

Y llego, no sin antes estar a punto de cometer el mismo error. Por suerte justo en la rotonda donde debo tomar uno u otro camino, recuerdo y tomo el otro, el bueno. Al llegar saco la caja de herramientas del maletero y la dejo en el caminito del jardín, así mañana no tendré que hacer más esfuerzos pujando por ella. Vuelvo a por el barril de cerveza y la bolsa donde están la jarra de cerveza, las tijeras y otras cosillas. Meto la jarra en el congelador del frigorífico y compruebo que sí hay cubiteras para el hielo, aunque malas y una rota. Saco la que compré, la relleno de agua y al congelador. Me gustaría premiarme con una buena jarra de cerveza bien fría, pero no tengo hielo, las cubiteras de la casa están sin agua. Me acuerdo y compruebo en el cajón de la cocina si hay cubiertos, los hay. Miro en el armarito colgado de la pared y veo platos y alguna cazuela. Bueno, parece que estoy surtido… de momento. Los que no están surtidos son los gatos, me he olvidado de su comidita. Tendré que establecer un protocolo, dos comidas al día, mañana y tarde.

Lleno el comedero, lleno el bebedero. Coloco un comedero y otro bebedero en el jardín para Silvestrina, que no tardará en aparecer, como así es, permanece alejada, guardando la distancia de seguridad, aún no hay confianza. Por fin me doy una ducha. Me relajo. Me fumo un pitillo. Me asomo al balcón y contemplo el jardín, la tarea que me espera mañana. Rezo porque la madera no sea tan dura como parece.  Ya va siendo hora de cenar. Bajo las escaleras, miro a ver qué me preparo. Dejaré las ensaladas para la ola de calor. Puedo freír unas rabas, unas croquetas, unas empanadillas y un par de huevos con tomate y tal vez un par de salchichas. Esto me va a engordar mucho, pero un día es un día y hoy necesito hacer algo rápido, no estoy para cocinar como un chef. Busco una sartén, echo aceite de girasol y me dispongo a encender el fuego en la vitrocerámica. No lo consigo. Es vieja, me recuerda la que tenía en el piso de alquiler cuando era joven. Pruebo con los dedos de todas las maneras, cuento los segundos, miro y remiro. Estoy a punto de llamar al dueño para que me indique, decido no hacerlo porque no quiero molestar a nadie, estas vacaciones las voy a pasar solo, pese a quien pese. Me paso un cuarto de hora poniendo los dedos en todas las posturas posibles sobre los puntos y dibujos de la “vitro”. Al final se enciende, ¡eureka! Había que hacerlo con dos dedos a la vez, uniendo el punto central con el situado abajo a la derecha. Bien, ya está encendida, pero no consigo subir la temperatura. Se bloquea, sale la “L”, apago, vuelvo a encender, toco con calma y la dejo respirar, parece que es lenta de narices. Al final consigo llegar al nueve, el círculo pasa al rojo, el aceite comienza a calentarse. Espero a que el aceite burbujee y lanzo las rabas como en una bolera. Me salpica el aceite, me quemo, lanzo una interjección redoblada y miro a ver si encuentro un mandil. No lo encuentro, la próxima vez que baje tendré que comprar uno, mejor de plástico. He salpicado el niqui. Mira que soy tonto. Debí haberme vestido con las peores ropas. Punto uno del protocolo, para estar en casa, las peores ropas. Bueno, con mucho cuidado consigo freírlo todo, lo baño de tomate, lo emplato y lo llevo a la mesa. Necesito una servilleta para no poner el niqui peor que lo que está. Encuentro una en un cajón remoto. Me siento y me relamo. Recuerdo que suelo escuchar los informativos de la radio mientras como, para que me hagan compañía. Vuelvo a subir las escaleras. Se me ocurre que voy a tener que hacer una lista mental cada vez que voy a subir o bajar las escaleras, según lo que tenga que subir o bajar, de otra manera subiré o bajaré tantas veces que sería una buena preparación para las olimpiadas. Encuentro el móvil, antes de volver a bajar pienso en la lista. ¿Tengo algo más que bajar? No, que yo sepa. Ahora sí, cojo una raba y me la llevo a la boca. ¡Ospi! Cómo quema. Pues claro, idiota, están recién hechas. A ver la empanadilla. Me quemo los dedos. En ese momento suena el móvil. Nadie debería llamarme, no conozco a nadie que pueda llamarme en vacaciones, tengo pocos amigos, pocos contactos, estoy más solo que la una. No conozco el número que me llama, ¿quién puede ser? Intentan venderme un seguro de vida. No tengo herederos, ni familiares, ni amigos, ¿quién se beneficiaría de mi muerte? Yo, desde luego, no, en el más allá ni se compra ni se vende, espero que al menos exista el cariño verdadero. Se lo digo a la teleoperadora, no lo entiende. Le digo que estoy cenando y me estoy muriendo de hambre. ¿No querrá que me muera antes de aceptar el seguro de vida? No se preocupe, le volveremos a llamar. Mejor que no. Otro protocolo más, no contestar nunca a números desconocidos, todos quieren venderte algo. Este bloqueado, no me volverá a interrumpir mientras como.

Ceno con apetito mientras escucho el informativo en la radio. Parece que la ola de calor va a ser de aúpa. Debería haber comprado al menos un ventilador. Aguantaremos como se pueda. Termino, y antes de subir reflexiono sobre si tengo que subir algo. Bueno, solo se me ocurre una botella de agua fría del frigorífico, por si me entra la sed. No se me ocurre nada más. Vuelvo a salir al balcón para echarme otro pitillo. No debería irme a la cama tan pronto, con la digestión apenas comenzada. Decido leer algo en el butacón, pero pronto me entra el sueño. Voy a la cama y pongo mi lista de sonidos de lluvia, es infalible a la hora de dormir. Felices sueños.

EL BUSCADOR DEL DESTINO VII


EL BUSCADOR DEL DESTINO VII

El tronco acabó zarandeado por la tormenta. Escuchaba voces fuera de la casa, luego música, como si por el pueblo desfilara una comparsa de carnaval. No sé por qué me obsesioné con que había dejado puesta la llave por fuera. Podían entrar. De hecho ya estaban subiendo por la escalera. Me desperté sobresaltado. Oyendo todavía la música de carnaval. Como un rayo me puse en pie, abrí la puerta del balcón y me asomé a la noche tranquila, silenciosa como un monasterio antes de maitines. Miré para un lado y para otro. Nada. El pueblo estaba vacío y silencioso. Juraría que hace un momento el ruido y el alboroto eran insoportables. Nada. Recordé la llave. Bajé corriendo las escaleras. Sí estaba puesta en la puerta, pero por dentro. Me volví y casi piso a mamá gata. Así la bauticé. Cómo podía tener una gata tanta confianza en mí, cuando no me conocía de nada. ¡Maldita sea! Me acababa de acordar de que había comprado pienso para gatos, pero me olvidé de comprar comederos, bebederos, areneros. Mañana tendría que volver. Bueno, de momento le daría un poco de pienso a la gatita. Busqué un plato hondo y le puse dos puñados de pienso. Encontré una taza grande y la llené de agua. Lo puse todo en el suelo de la cocina. Mamá gatita maulló agradecida. Subí las escaleras corriendo. Me metí en la cama y traté de volver a dormirme. Nada. Me hice con el móvil y en el bloc de notas escribí: Mañana, comederos, bebederos, areneros, arena perfumada para gatos, una pala de plástico para limpiar los areneros, una caja de cartón con unas bayetas de cocina, por si mamá gata quería utilizarla para sus nenes.

Me volví a dormir al cabo de una hora. Un semicírculo de personajes vestidos de negro, con capas negras, estaba alrededor de la cama, hablaban en voz baja, sobre mí, seguro. Parecían gente mala, muy mala. Seguro que iban a hacerme daño. Comencé a lanzar patadas como una mula. Me desperté sobresaltado, la ropa de la cama había salido volando. La recogí como pude, colocándola de cualquier manera. Ya no pude volver a dormirme. Estaba a punto de conseguirlo cuando un fuerte dolor de tripas me precipitó al servicio. Antes de entrar recordé a los gatitos. Encendí la luz. En efecto, allí estaban, recorriendo el servicio, juguetones. De no haberme acordado los podría haber pisado. Me llamé imbécil y me programé para encender siempre la luz antes de entrar al servicio. También tendría que encender la lámpara de la mesita de noche antes de levantarme de la cama o podría pisarla. Los gatitos me tenían miedo, salieron disparados. Me senté en el trono y dejé que saliera todo lo que quisiera, hasta las tripas. Mañana tendría que comprar en una farmacia algo para la diarrea. Cuando regresé al dormitorio escribí en el blog. Urgente, medicamento para la diarrea, y por si acaso un protector de estómago y algo para conformar un pequeño botiquín de urgencia. Decidí poner la alarma por si me volvía a dormir. Nada. Busqué en mi lista de spotify sonido de lluvia, siempre me relajaba. Encontré una lista con truenos y lluvia. Nada.

Antes de que sonara la alarma ya estaba despierto, lo había estado toda la noche. Recordé el sueño del carnaval. Abrí la ventana del balcón y miré para un lado y para otro. Ningún resto de carnaval, ni máscaras olvidadas, ni esos artilugios que se soplan y producen un sonido de susto. ¿Pero qué eran esas extrañas tortas de color negruzco que alfombraban el camino de piedra del jardín? Tardé en hacerme una idea. En efecto, se trataba de boñigas de vaca. ¿Cómo demonios habían podido entrar las vacas en el jardín si las dos puertas de la valla de madera estaban cerradas? Bajé las escaleras a toda la velocidad que me permitía mi complexión obesa. Cuando llegué a bajo me di cuenta de que estaba en pijama y descalzo. No importa. Salí al jardín, recorrí el rastro de las boñigas. Entonces vi que las vallas de madera que lo parten en dos, un lado y otro, habían sido sacudidas por un terremoto y había tramos inclinados y tablas sueltas. Me acerqué a la puerta, estaba incólume, menos mal. Pero observé que un gran tramo de la valla que cerca el jardín por el lado de fuera, separándolo de la calle, había sido tumbado a conciencia. Comprendí que las vacas lo habían hecho, no por hacer mal a los humanos, sino porque debían gustarles las hojas de la enredadera y la hiedra que trepaban por el muro. Incluso puede que le gustaran las hojas de unos arbolitos que cercaban el jardín por la parte de dentro. Anoté mentalmente que debía comprar también tornillos, bisagras y destornilladores, porque los del coche puede que no me sirvieran. Sin dudarlo un instante me acerqué a la caseta de las herramientas y me hice con una pala. Con ella fui recorriendo el rastro de boñigas, atrapándolas y arrojándolas a un trozo del jardín cercano al corral de gallinas donde crecía una vegetación salvaje. Al menos que sirvan como abono, pensé. Y fue entonces cuando me apercibí de por dónde habían entrado las vacas al jardín. El corral de gallinas tenía una puerta muy endeble que lo separaba del exterior. Había sido arrancada casi de cuajo. Bueno, ya tenía tarea para unos días. Entré en el corral para cerciorarme de todo lo que necesitaría comprar. Por el suelo había ramas tronchadas, con el pico de una me herí la planta del pie derecho. ¡Uf qué dolor! Arranqué la astilla. Estaba sangrando. Decidí regresar a casa, anotando mentalmente que debía hacerme con una caja de tiritas. Aprovechando la entrada en la farmacia, también compraría un protector de estómago para mis molestias estomacales, antiestamínicos por si sufría algún ataque de alergia, el medicamento para la diarrea y todo lo que se me ocurriera. Partí un trozo de papel del rollo de cocina y lavé la sangre, luego até una tira de tela al empeine y recordé una cosa más, algodón, agua oxigenada, betadine… Subí las escaleras con calma. Me vestí, me preparé para ser presentado en sociedad y sin olvidarme del móvil subí al vehículo y arranqué.

Recorrí el camino que ya había transitado dos veces el día anterior, pero al llegar al pueblo donde la carretera rural desemboca en la general, observé que el puente medieval estaba cortado. Un gran cartelón anunciaba obras subvencionadas por la comunidad europea. ¡Vaya, pues sí! Ayer no había nada y hoy está cortado. Aparqué a un lado y miré en Internet. Sí, debería regresar al pueblo, pero seguir en lugar de girar a la derecha para entrar en él. De esta forma llegaría a un puerto de montaña, que no tenía aspecto de ser gran cosa. Bajar el puerto y en una rotonda, en lugar de girar a la derecha hasta un castillo turístico, seguir todo recto. Si todo iba bien no recorrería más allá del doble de kilometraje que yendo por el camino más recto. Así lo hice, con calma y mirando las anotaciones en el móvil fui comprando lo que necesitaba. Para los gatos, para el jardín, para el botiquín casero. Conforme compraba, tachaba. Decidí acercarme a la gasolinera para llenar el depósito. Más vale prevenir que curar. Antes de tomar el camino de vuelta comprobé la lista. No me había olvidado de nada. Encendí un pitillo. Entonces me acordé. Necesitaba tabaco de repuesto. Cerré los ojos, medité, terminé el cigarrillo y pasé por un estanco. Creo que ahora sí está todo.

Ningún incidente digno de reseñar. Ya estoy en casa. Descargo las bolsas, coloco los comederos y bebederos, los areneros. Lo lleno todo de lo que corresponde. Decido descansar. Abro la botella de vino que me regalaron con el cartón de tabaco. Me sirvo un vaso y como no he desayunado decido sacar un trozo de pan con queso. Me he olvidado del tabaco. Entro en casa. Cuando salgo una gata desastrada me ha robado el pan y el queso y algo alejada está dando cuenta de ello. Decido llamarla Silvestrina, sin perjuicio de cambiarle el nombre a Silvestre, si resulta ser un gato. Me da pena y saco un plato con pienso y una taza con agua. Lo dejo cerca de la mesa del jardín a la que me voy a sentar, no se acerca, tiene miedo, lo alejo un poco más, sigue teniendo miedo, lo alejo mucho más y me siento. Bebo un trago de vino, enciendo un pitillo y disfruto del día veraniego. Hace calor, pero no demasiado, llevadero. Con el rabillo del ojo veo que la gata está comiendo pienso, sin renunciar a su pan y queso. ¿Desde cuándo el queso les gusta a los gatos, no era a los ratones? Cuando hay hambre uno se come hasta las uñas. Decido mirar el tiempo en el móvil, lo he dejado dentro, tengo que levantarme una vez más. Cuando salgo la gata está olisqueando el vino, no le debe gustar lo que huele porque no lo prueba con la lengua. En cuanto me ve salir regresa a su comedero. Miro el tiempo. ¡No pue ser! Dan una ola de calor para dentro de unos días. ¿Desde cuándo lo saben? No me habían dicho nada, con máximas de más de cuarenta, aquí un poco menos. Mierda, pues la casa no tiene aire acondicionado. Estamos en montaña, no alta, pero sí mediana, por aquí hace más bien frío, por eso lo elegí, odio el calor. Debería bajar para comprar un aparato móvil de aire acondicionado. Pues no, no voy a bajar, estoy harto de moverme de acá para allá. Yo aquí he venido a descansar, a pasar unas vacaciones, no a trabajar como un idiota. Pienso en lo que me espera mañana, arreglar el jardín me llevará unos días, espero terminar antes de que llegue la ola de calor. Con un poco de suerte no moriré en el intento.

EL BUSCADOR DEL DESTINO VI


EL BUSCADOR DEL DESTINO VI

Fue uno de esos momentos que te hacen amar la vida. Comprar lo que quieres, lo que más te gusta, lo más rico, imaginar las comidas y cenas de las que iba a disfrutar. Sin ninguna prisa, sin miedo a las miradas desaprobadoras de quienes no soportan que otros disfruten mientras ellos sufren porque quieren, porque son masoquistas y huyen de la felicidad como de la peste. Estaba solo, más solo que el uno antes de encontrar pareja con el cero, pero eso me libraba de las broncas de mi pareja, que si esto te engorda, que si lo otro está muy rico pero tiene millones de calorías, que si que si. Iba más feliz que un ocho tumbado y sin hacer nada. Claro que a ello ayudaba, y mucho, las dos jarras de cervezas muy frías, deliciosas, que me había trasegado. Total que llené el carro hasta arriba y empezó a escorarse a izquierda y derecha, como si tuviera mal una rueda delantera. Me pasa siempre y no sé por qué. Mejor dicho, no lo sabía hasta que descubrí las asechanzas del destino. Da lo mismo el carro que elija, que revise las ruedas haciendo carreras por el parking como niño en patinete, siempre-siempre-siempre elijo el carro que me va a dar problemas con una rueda delantera, o con las dos, o que se va contra una estantería y tengo que ponerme delante para no ser el causante de una debacle comercial. Eso me pasó también en este caso y en este momento. Pude llegar hasta la caja con mucha paciencia y un gran esfuerzo. Allí sorteé la mirada de la cajera no mirándola ni una sola vez y dándome mucha prisa para colocar todo en la cinta de arrastre y luego vengarme del carro vacío haciendo que volara sobre el parqué o mejor dicho el suelo de baldosa o de lo que sea, que nunca me he fijado a pesar de mirar constantemente al suelo. Amontoné todo otra vez en el carro y no maldije, como otras veces, de los inventores que no han sido capaz todavía de inventar una inteligencia artificial que lea las etiquetas a distancia con un láser o los códigos QR o deduzca el producto y su precio por su forma, volumen, peso o lo que sea. Pagué con expresión beatífica, como si sufriera un orgasmo al ser desplumado. Expresión que se atenuó cuando el carro comenzó a atravesarse, como guiado por una yunta de vacas rebeldes y vengativas. Como pude llegué a las escaleras mecánicas, las bajé, o más bien me bajaron, conseguí hacer el recorrido hasta mi coche sin sufrir graves percances. Dejé el carrito tocándole el culo al coche e inicié una sistemática busca de las llaves, porque no las encontré a la primera donde deberían estar, en el bolsillo derecho del pantalón. Bueno, tal vez las metiera en el izquierdo, esos despistes son muy comunes en mí. Nada. Pues en la cazadora, pues en los bolsillos traseros. Nada. Inicié una busca sistemática, sacándolo todo, colocándolo en el techo del vehículo y luego volviendo a meter cosa tras cosa en los bolsillos. Nada. Entonces se encendió la luz roja de alarma, de fuego bajo las asilas, en el trasero, en mi cabeza de chorlito. Claro, se me debieron caer en el restaurante, al sacar la cartera para pagar. Con dos jarras de cerveza haciendo espuma en mi mollera no era de extrañar que ni notara que las llaves caían al suelo, ni el ruido que hacían, porque tuvieron que hacerlo, el ruido era muy liviano, pocos comensales y separados.

Me planteé seriamente regresar por donde había venido, zahiriendo al carrito con insultos procaces. No, no era viable, antes preferiría que todos los habitantes del centro comercial me dieran una tunda de latigazos. Y fue entonces cuando recordé mi batalla vital con el destino, que había comenzado antes de mi nacimiento, cuando me obligó a ponerme a la cola y aceptar el nacimiento que me tocara. Recordé todos los acontecimientos que me habían hecho maldecirle como un picapedrero que se ha pillado la mano con el mazo. Porque yo le había descubierto apenas boqueé al nacer, por eso lloré tanto, como contaba mi madre entre risas a las vecinas. Debí de alborotar a todo el hospital. Claro que ellos no sabían, ignoraban, ni se planteaban la existencia del destino, pero yo que le acababa de ver la cara no pude dejar de llorar, como un becerro llevado al matadero. Y entonces sufrí una iluminación mística. Recordé todas las escenas de mi vida en la que las desgracias cayeron sobre mí como de un árbol, intentando abrirme la cabeza por la mitad. En todas ellas maldije al destino como un picapedrero que se hubiera aplastado la mano con la maza. Y que me perdone el lector si esta metáfora ya ha sido empleada con anterioridad, que no lo recuerdo, porque adoro esta metáfora. Me imagino al pobre picapedrero maldiciendo y me troncho de risa, en esos momentos se te tienen que ocurrir todas las maldiciones existentes y las aún por descubrir. Sí, ahora lo recordaba, una vez superado el bloqueo propiciado por momentos de calma que me hicieron olvidar que aquello no era normal, no podía serlo de ninguna manera. Tras la iluminación sentí una rabia sorda que me hizo tomar una decisión drástica y tan arriesgada como alzar una bandera blanca en una guerra fratricida. Me enfrenté al destino y le maldije cien veces más. Cabrón, cabroncete, cabronzote, No podrás conmigo. Mira, si quieres puedes hacer que mientras busco la llave aparezca un necesitado, o simplemente una persona avara y mezquina, sin la menor honradez, y se lleve el carrito y lo esconda o lo descargue en el maletero de su coche a velocidad de vértigo. Me cago en el dinero, lo voy a perder encantado, solo de ver cómo te las arreglas para conseguir que ese colega tuyo, tan cabroncete como tú tira del carrito cargado hasta los topes, con las ruedas que se van a su aire, como los ojos de un bizco, y es capaz de encontrar un lugar escondido donde yo no pueda encontrarlo ni siquiera mirando hasta los rincones más ocultos del parking. O cómo es capaz de descargar en el maletero de su coche todo lo que llevo aquí en un tiempo record, eso suponiendo que le quepa en el maletero o en los asientos traseros.

Maldije, me enfrenté al destino y salí disparado, intentando perder el menor tiempo posible, por si acaso. Subí las escaleras mecánicas sin dejar que ellas me subieran a mí. Mirando, por si acaso, el suelo, por si no fue en el restaurante, y las llaves se cayeron en cualquier parte, las muy cabronas. No vi nada y entré en el restaurante en tromba. Vi al camarero de los pircings y no perdí un segundo. Pregunté con la voz entrecortada si había visto unas llaves de coche. Me dijo que sí y que las había dejado en el mostrador. Me sonrió y a punto estuve de darle un beso en la boca. Me acerqué al camarero de la barra, un hombretón tan gordo como yo y muy serio y le pregunté por mis llaves. Claro, están aquí, pero no entiendo cómo ha tardado tanto usted en darse cuenta. Mientras me la daba le expliqué que había estado comprando en el supermercado y solo había notado su falta al llegar al coche. No se me ocurrió darle una propina, salí disparado, pensando que tal vez aún estaba a tiempo de rescatar el carrito de mis entretelas, antes de que al destino le hubiera dado tiempo de jugármela. Mientras descendía las escaleras mecánicas a saltitos sentí un alivio casi infinito. Se me apareció, en toda su crudeza, lo que hubiera tenido que hacer de no haber encontrado las llaves. Pedir un taxi que me subiera al pueblo y buscar las llaves de repuesto del coche en la mesita de noche. Luego volver al taxi, regresar al parking y poder abrir el maletero. En cuanto al carrito, que todas las maldiciones caigan sobre el cabrón del destino, hubiera imposible que siguiera en el mismo sitio. ¿Entonces para qué necesitaba las llaves de repuesto si ya no podía meter las viandas en el maletero? Mejor arrastrar el carrito por las calles a la busca de una pensión donde dormir y que aceptaran cuidarme en el carrito, escondiéndolo en el sótano, el tratero o lo que tuvieran más a mano. Al día siguiente sí podría tomar un taxi y hacer lo que acababa de hacer sin miedo a que el carrito desapareciera. Pero, ¿y si no me hubieran dejado sacar el carrito del centro comercial? ¿y si un guardia de seguridad me hubiera dado el alto? Pero gracias al antagonista del destino, fuera quien fuese, aquello no había ocurrido. Tenía las llaves en la mano y el suspiro de alivio debió oírse en las antípocas. A punto estuve de dar zapatiestas en el aire o bailar una jota. No lo hice porque estaba completamente agotado. Sin tomarme un respiro descargué todo en el maletero, de cualquier manera, subí al coche, encendí el motor, miré que no pasara nadie, salí a la calle con la flechita en el suelo en dirección a la salida y me lancé hacia ella, como si pensara que al cabrón del destino se le podía ocurrir cualquier cosa para detenerme…

Y se le ocurrió. Llegué a la barrera de salida, introduje el ticket y la barrera, erre que erre, no quería levantarse. Acudió el guardia de seguridad, un mocetón amable, y me preguntó si había pasado por la máquina automática. Le dije que no. Él me explicó que había que convalidar el ticket en la maquinita aunque si había comprado en el supermercado el tiempo de aparcamiento era gratuito. Me dijo que diera marcha atrás y colocara el coche de forma que no estorbara. Lo hice mirando con mil ojos no rozar a otro. Si el destino me había reservado aquella, bien podía tener más trampas en la cartuchera, a punto de disparar. Salí corriendo a la maquinita, me equivoqué de ranura, lo volví a intentar, un ciudadano amable me explicó el intríngulis, le hice caso y salí de nuevo corriendo. El guardia de seguridad me sonrió amable y me ayudó a salir de allí sin mácula, incluso me fue guiando con gestos de guardia de tráfico de los de antes. Esta vez la barrerita de los ceones se levantó y pude salir. Antes de reintegrarme al tráfico miré con mil ojos, una y otra vez. Fui despacio, me centré en la conducción como un chofero de fórmula I que si se descuida una millonésima de segundo se puede dar el gran batacazo. Al salir de la ciudad aparqué un momento para respirar, calmarme y echarme un pitillito. Después de todo las trampas del destino no habían sido para tanto.

Reemprendí el camino de regreso con más concentración que un jugador de póker que se estuviera jugando en una mano no solo todo su dinero, sino también su casa, su coche, su mujer, sus hijos y hasta la misma vida. Conseguí llegar a mi casita rural sin otro incidente. Iba tan despacio que al llegar casi era ya de noche. Dejé los alimentos no perecederos en el maletero y transporté los perecederos hasta la casa, abrí el frigorífico y los embutí allí de cualquier manera. Subí las escaleras, dispuesto a tumbarme sobre la cama y relajarme. Y justo en ese momento el móvil dio un pitido, por fin se había restablecido el servicio. Abrí mi portátil, lo encendí y comprobé que aquello no iba. Sería la wifi, el router o la madre que parió a todos los artilugios modernos. Me puse cabezón, como me pongo siempre en circunstancias como éstas. En lugar de tumbarme en la cama, cerrar los ojos y mañana sería otro día, decidí llamar al servicio técnico de la operadora. Expliqué la situación lo mejor que pude y la tele operadora debió de tomarme por un abuelete rural que no sabe de la misa a la media de estas cosas. Se puso un tanto borde. Yo aguanté el tipo… Y en ese preciso momento me entró un apretón de órdago. ¿Qué hago? Si cuelgo y me voy al servicio puede que no consiga arreglar hoy el problema, ni mañana, ni nuca. Apreté los dientes, apreté las nalgas, apreté todo lo que se pudiera apretar y seguí sus instrucciones. Desenchufe el router, cuente hasta treinta, luego busqué un clip y oprima el botoncito de rasetear que estará en un agujerito, justo ahí.

Conté mentalmente hasta treinta, apretando todo lo que había que apretar que temí haberme roto todos los huesos del cuerpo. Luego raseteé y conté hasta cinco o diez, o lo que fuera. Mientras contaba maldije a la operadora, para mi coleto, a los números y a todo lo que se moviera, pero sobre todo maldije al destino. A aquellas alturas yo ya estaba convencido de que todo era culpa suya y me estaba buscando las vueltas hasta terminar con mi paciencia, si es que me quedaba alguna. Esperé como me pedía la gentil operadora, ahora ya mucho más amable. En efecto, se había arreglado, ahora todo carburaba como en un Ferrari testarrosa. Lo urgente era llegar hasta el servicio y echar todo lo que hubiera que echar. Pero no, la operadora me daba las gracias, me deseaba un buen día, se deshacía en amabilidades que no venían a cuento, mucho más en mis circunstancias, que ella ignoraba, pero yo no. Por fin, por fin colgó y salí disparado hacia el retrete. Durante toda la odisea me había hecho a la idea de que no saldría indemne de aquella trampa del destino. Asumí que me iría por la pata abajo, que ensuciaría los calzoncillos, los pantalones, hasta los calcetines. No importaba, luego me los quitaría, los arrojaría a la bolsa de la basura, me daría una larga y meticulosa ducha y a dormir, nene, que no sabes cuánto lo necesitas. Por suerte pude llegar al servicio a tiempo. Me senté en el trono y tranquilo observé cómo la diarrea explosiva se despachaba a gusto. Explosiones como cañones en una guerra, obuses que estallan y se desparraman, como gelatina. Me dolía tanto la barriga que sin la menor vergüenza comencé a chillar y a llorar como un niño. Aun así me dio tiempo a preguntarme qué me había hecho tanto daño. No podía ser la cazuelita de merluza y rape, estaba exquisita. ¿Entonces qué? Decidí que la culpa la tenía el miedo y la tensión y sobre todo el odio que rezumaba contra aquel cabrón del destino. No se hundió el suelo, no estalló el retrete, pero casi casi. Al fin regresé al dormitorio y me arrojé sobre la cama como un náufrago sobre un tronco. No duró mucho, otro apretón y vuelta a correr. Cuando al fin regresé a la cama estaba tan agotado que me dormí como un tronco, no de náufrago, como un tronco que ni siente ni padece.

EL BUSCADOR DEL DESTINO V


EL BUSCADOR DEL DESTINO V

Y lo fue. Me desperté temprano porque había dormido mal. Me dije que lo esencial era hacer acopio de comida. Medio dormido fui al servicio para hacer mis necesidades y acicalarme un poco. Encendí la luz y los gatitos salieron disparados en todas direcciones. Me llamaron la atención dos pequeñines a los que llamé chiquitinines cariñosamente. Me llegaron al corazón. Muchas de sus posibilidades de supervivencia pasaban porque yo les ayudara. Eran tan pequeños que mamá gata –así la llamé- les debía de estar amamantando. Decidí que les dejaría quedarse en casa conmigo, a toda la familia, allí estarían a salvo de los depredadores y podría dar de comer a mamá gata y luego a ellos, cuando los destetara. Me había olvidado por completo de que el alquiler de la casa lo había pagado solo por un mes, el mes de vacaciones, luego tendría que regresar al trabajo y a mi pobre vida solitaria. Antes de salir dejé en un cuenco un poco de leche, lo único que tenía de momento, restos de un cartón de leche que había comprado para el viaje. Me subí al coche, encendí el motor y me dispuse a viajar unos veinte kilómetros hasta un pueblo grande donde había supermercados. Allí podría comprar todo lo que necesitaba. La carretera era toda cuesta abajo, estrecha, con curvas, por lo que extremé la precaución. Las mañanas siempre me sientan mal, más si madrugo, si he dormido mal. Tuve que hacer un gran esfuerzo para no dormirme y centrarme en la conducción.

Por fin llegué al pueblo, aparqué y se me ocurrió, antes de bajar del coche, comprobar en el móvil la situación y el horario de los supermercados. Un acierto, porque descubrí, pasmado, que el pueblo estaba en fiestas y todo estaba cerrado. A pesar de ello me acerqué a dos de ellos, comprobando con mis ojitos que se han de comer los gusanos, que así era, en efecto, estaban cerrados, lo mismo que las tiendas, los estancos, las fruterías, todo menos los bares, repletos de gente deseosa de pasarlo bien. Me puse cabezón. Puesto que había bajado con el coche, no iba a volver a subir a mi casita rural en el pueblecito con las manos vacías. Comprobé que en otro pueblo, aún más grande, no había fiestas y los supermercados estaban abiertos. Era una suerte tener cobertura y poder utilizar el móvil, eso te soluciona muchos problemas. Antes de ponerme en marcha miré el recorrido y me hice una idea bastante aproximada de cómo ir y de los puntos clave en los que me podría despistar. Algo tan habitual en mí que siempre doy por supuesto que me perderé y necesitaré mucho más tiempo del que marcan los itinerarios en Internet. Resulta muy curioso que siempre, siempre que voy a un pueblo o ciudad que no conozco, tras muchas vueltas y revueltas acabe terminando en el cementerio, esté donde esté. Se trata de una jugarreta del destino, como pude comprobar con el tiempo, cuando acepté que todo lo malo que ocurría en mi vida era culpa de este maldito diosecillo, también llamado Fatum. Hasta ese momento me había limitado a pensar que yo era un hombre con mala suerte, un gafe, un gafado, como se les suele llamar a esos que son marcados por el destino desde la cuna. Procuraba no hablar de ello a nadie, porque. aunque nadie dice ser supersticioso, todos creen en los gafes y huyen de ellos como de la peste. Me limitaba a tomar mis precauciones, es decir a tener un plan B y C y D y todos los que pudiera porque los días en los que todo me salía bien a la primera eran para ser marcados en el calendario como algo milagroso, los jueves milagro, pongamos por caso. Por eso y por otras razones que no vienen al caso, siempre he estado solo. Ya desde niño observé, muy intrigado, que mis padres procuraban no acompañarme a parte alguna si no era estrictamente necesario. Como si fuera un apestado. Lo que se comprobó apenas pasada la adolescencia. Mis padres me llevaron al médico, quien a su vez me derivó a un especialista y este a otro más competente, un psiquiatra que no tardó en diagnosticarme como psicótico, luego esquizofrénico y finalmente me puso todas las etiquetas habidas y por haber, para no equivocarse. En esta situación tan desgraciada no se me ocurrió otra cosa que marcharme de casa y desaparecer para siempre. Lo hice tan bien que nadie me encontró, o más bien pudo ser que no me buscaran. Salí adelante, ya muy consciente de que era un gafe de mucho cuidado, y gracias a mi estrategia de planes, que se me ocurrió una vez por casualidad en una intuición certera, cuando el destino estaba descuidado. El tiempo fue pasando, yo fui creciendo, primero, y luego envejeciendo, hasta llegar a este preciso momento que estoy recordando, porque no es el presente, es el pasado más o menos cercano.

Resumiendo que es gerundio. Medio dormido como estaba abrí mucho los ojos, como platos y me fijé en la carretera como si en ello me fuera la vida, lo que no dejaba de ser bastante cierto. En la primera encrucijada de caminos, o más bien de carreteras, acerté, porque giré a la izquierda. En la segunda giré también a la izquierda y acerté. Pero en la tercera –a la tercera va la vencida- me equivoqué por no girar a la derecha. Seguí todo recto y me pasé. Recorrí más kilómetros de los que tenía anotados en mi mente. Pero solo cuando llegué a un pequeño aeropuerto, cercano a la capital de la provincia o Comunidad, comprendí que me había pasado. Ni siquiera maldije. Estaba acostumbrado. Di la vuelta donde pude y recorrí el tramo de carretera que ya había recorrido antes. A punto estuve de meterme donde no debía, porque mi idea era la de que el gran pueblo a donde me dirigía no podía estar tan cerca del otro pueblo, más pequeño, en el que todo estaba cerrado porque eran las fiestas. Por suerte iba tan atento a los indicadores que no se me pasó uno con el nombre del pueblo al que me dirigía. Encendí el intermitente, me puse en el carril de acceso, hice el stop, y equiliqua que ya estaba bien encaminado. Apenas en unos minutos ya estaba en la entrada de la urbe. En estos casos mi plan A consiste en seguir la vía principal, el plan B en que si me salgo de la vía principal doy las vueltas que sean necesarias hasta volver a ella y el plan C, si acabo en el cementerio, paro el coche, miro los muros y pienso en la fugacidad de la vida mientras me fumo un pitillo. Como se me había acabado el tabaco no pude hacerlo. pero sí recorrer unas cuentas calles hasta percibir un letrero que decía “estanco”. Aparqué encima de la acera, cerca de un paso de cebra, en la esquina de una calle lateral. Antes de bajar del coche saqué la cartera y miré el efectivo. Bien, tenía suficiente para comprar un cartón y al mismo tiempo pagar la multa que me iban a poner, por estar encima de la acera, por entorpecer el paso por el paso de cebra, o por lo que fuera. Salí corriendo como alma que lleva el diablo, entré en el estanco y mientras la estanquera metía el cartón en una bolsa, con mucha calma, le pregunté por el supermercado. Salió conmigo fuera, después de pagarle, y me indicó con precisión la dirección. Di las gracias encarecidamente y en cuanto ella entró en su establecimiento eché a correr esperando ganar al destino. Lo gané, no sé si por poco o por mucho. No había multa bajo el limpiaparabrisas ni un policía rellenando un impreso. Expelí el aire con fuera, me metí en el coche, encendí el motor y salí disparado, no sin antes mirar por el retrovisor. Como sabía en qué dirección ir, era pan comido, si a la izquierda había una calle de dirección prohibida, iba a la derecha o continuaba recto hasta encontrar la forma de seguir la dirección marcada, no sé si norte, sur, este u oeste.

Conseguí llegar a la plaza que la estanquera me había indicado. Pero ahora no recordaba si era en la primera calle a la derecha o la segunda. Tomé la primera, porque si tomaba la segunda y era la primera tendría que dar la vuelta y a saber hasta dónde me vería obligado a ir para dar la vuelta. Me equivoqué. No era la primera, una callecita muy estrecha que seguí porque no podía hacer otra cosa. Desemboqué en una calle peatonal donde se celebraba un mercadillo. ¿Y ahora qué hago? Una mujer se me acercó, tan nerviosa como si la estuviera atropellando. No me insultó, pero casi. Le dije que era nuevo y no conocía la ciudad. Lo hice para contentarla y calmarla un poco. Pues por aquí no puede pasar, es calle peatonal, hay un mercadillo y está llena, como puede ver. Además, la policía está allí abajo. ¿La ve? Ya lo creo que la veía. No me quedaba otro remedio que dar la vuelta como pudiera, pero no podía porque el espacio era muy reducido y no quería atropellar a nadie ni tirar ningún tenderete. Me vi obligado a dar marcha atrás. Algo que se me da muy mal. Odio conducir marcha atrás y siempre que lo hago tengo un percance. Ahora me daba cuenta de que la calle estrecha, además tenía coches aparcados a izquierda y derecha, algo en lo que no me había fijado hasta ese momento. ¡Si estaría dormido! Con un cuidado exquisito comencé a dar marcha atrás, a paso tortuga, mirando por los retrovisores. No tienes prisa, no dejaba de repetirme, estás de vacaciones y si llegas a casa a las diez de la noche, como si llegas a las tres de la madrugada, lo importante es llegar sin tropiezos. Lenta, muy lentaaaaamente fui esquivando coches, sin romper retrovisores, hasta que ya llegaba casi al final de la calle cuando vi a un impedido en silla de ruedas que venía hacia mí a una velocidad de vértigo. Miré al impedido y le hice gestos de que lo sentía muchísimo. El debió comprender que yo era una de esas personas de las que es mejor alejarse cuanto antes porque dio la vuelta a su silla de ruedas y salió disparado.

Llegué al final, había espacio para dar la vuelta al coche y no seguir de culo. Pero me volví a equivocar, giré a la derecha, cuando era a la izquierda. Calle cerrada. Subí a una cera, di marcha atrás, subí a la otra acera, hice maniobras y volví por donde había venido. Entonces me fijé en que había señales en el asfalto, flechas que indicaban que yo había llegado al mercadillo en dirección prohibida. Tengo la culpa, lo reconozco, señor guardia. Pero por suerte allí no había guardias. Conseguí alcanzar la arteria principal y esta vez sí giré por la segunda calle, la buena. Había unas flechas indicando el parking del supermercado. Las seguí, habían cortado la calle con una barrera metálica, por suerte la entrada al parking estaba antes de la barrera. Entré por una rampa que me pareció un tanto arriesgada. Bajé con el pie en el freno. En la primera planta no había plazas libres, bajé a la segunda. Conseguí aparcar, eligiendo una plaza que no estaba junto a una columna como otra a la que no hice caso. Tras muchas maniobras aparqué bien y me bajé del coche. Miré el reloj. Era tarde. Como el supermercado estaba en un centro comercial, con todo tipo de comercios, incluidos restaurantes, me pensé ir a comer primero, nadie piensa bien con el estómago vacío. Pero me acordé de mamá gatita. Con tatos gatitos chupando de sus tetitas iba a necesitar comida sustanciosa para que no la dejaran en el esqueleto. Pensé que tal vez unos higadillos de pollo la vinieran muy bien, pero suelen desaparecer pronto. Así que me dirigí en tromba al supermercado. Por suerte aún quedaban algunas bandejitas de higaditos. Las cogí todas y compré de paso una bolsa térmica para que se conservaran. Estábamos en verano, no era cuestión de darle a mamá gatita un alimento putrefacto. Hacía calor. pero no tanto como en unos días, en que llegaría la primera ola de calor. Dejé la bolsa térmica en el maletero. Subí por unas escaleras mecánicas buscando un restaurante y lo encontré justo donde terminaban las escaleras. Miré el menú. Me pareció bueno y no muy caro. Entré en el restaurante. No había demasiada gente, mejor, pensé para mi coleto, no me gusta la gente. Me senté a una mesa suficientemente alejada de los pocos comensales que comían allí. Vino un camarero, un joven de uniforme negro, negros los pantalones, negro el niqui, negro el pelo cortado a cepillo, con un pirsing en la oreja, otro en la nariz. Parecía un poco amanerado. Puede que fuera homosexual o puede que no, hasta yo puedo parecer amanerado cuando camino con todos mis kilos, cansado y arrastrando los pies. Cada cual vive su sexualidad como quiere. En eso no tengo reparos. Entre otras cosas porque no he podido ejercer mi sexualidad de ninguna manera. Por mí hubiera elegido el hermafroditismo, pero ni eso me fue concedido.

Me pasó el menú. Elegí un revuelto de setas y una cazuelita de merluza y rape. ¿Y para beber? Una jarra de cerveza bien fría, helada. Adoro la cerveza helada en verano, sobre todo cuando hace mucho calor. Tengo una norma que cumplo, siempre que puedo. Después de cada desgracia, después de cada fallo del plan A, del plan B o C, raras veces llego al D, me premio, con lo que a mí más me gusta, una buena comida y una jarra de cerveza fría, muy fría, helada, sobre todo si hace mucho calor. Claro que también me doy otros premios, comprar unos libros, un viaje –si la desgracia ha sido muy gorda- o yo qué sé, ya se me ocurrirá, si la desgracia ha sido gordísima. El camarero me trajo la cerveza, la jarra que dejé a la mitad de un solo trago. Disfruté del revuelto de setas, muy rico y antes de que trajera el segundo pedí otra jarra, tenía sed y la cerveza helada estaba riquísima. Noté que me ponía contento, pero no importaba, por muy contento que me pusiera no compensaría las desgracias de aquel día, avería en la cobertura que me impidió mirar a ver si había fiestas en el pueblo, el compromiso de tener una familia de gatos, sin comerlo ni beberlo, porque la mamá era muy lista y al ver un habitante en la casa y que se podía colar por una ventana abierta en la habitación de la caldera de la calefacción… pues lo hizo. Lo que no entiendo es que tuviera tanta confianza en mí, sin conocerme. A veces los animales son más listos que las personas… bueno, casi siempre. Disfruté muchísimo la cazuelita de merluza y rape. Estaba riquísima. Disfruté del postre y el café. Luego saqué la cartera y pagué. Me alejé a paso tranquilo, ligeramente en zigzag y me dispuse a comprar para un mes en el supermercado. Ahora sin prisa. Tenía la barriga llena y toda la tarde para hacer la compra. Con llegar a casa antes de que oscureciera ya tenía bastante.

EL BUSCADOR DEL DESTINO IV


EL BUSCADOR DEL DESTINO IV

Y justo un coche venía de frente por dirección prohibida. Toqué el claxon, encendí las luces, me di a todos los demonios. Nada, no funcionó. Seguro que el destino había nublado la mente de aquel conductor imbécil y nos dimos un batacazo, de frente, como hacen los toros y los tontos. Pensé que si el destino me la había jugado, ahora estaría esperando que perdiera los nervios, los papeles, hasta los calzoncillos. Que me liara a golpes, que viniera la policía municipal y me llevaran a chirona por desacato a la autoridad. Llevé la contraria al destino. Esta vez no me iba a pillar, ni esta, ni otra, ni nunca. Bajé del coche con lentitud, con calma, con paciencia, como un buda impasible. No respondería a los insultos, me dejaría dar de bofetadas, me echaría la culpa de todo, de absolutamente todo. Me comprometería a pagar los desperfectos, daría cuenta a mi seguro, lo que fuera, lo que me pidiera el otro, el imbécil. Cuando ya me disponía a hincarme de rodillas y pedir perdón a voz en grito. El conductor del otro coche, un hombre de mediana edad, delgado, despistado, con el pelo rapado, se acercó a mí con cara compungida.

-Perdone, perdone, me acabo de dar cuenta de que esta calle es de una sola dirección y por la flecha que he visto en el suelo soy yo el que iba en dirección prohibida. Mire vamos a rellenar un parte amistoso, quedará claro que yo tengo la culpa de todo. En realidad, lo voy a rellenar yo, no quiero molestarle, puesto que la culpa es mía y solo mía. Firmaremos, usted se queda con la copia. Le aseguro que mañana mismo lo pongo en conocimiento de mi seguro. Si no me cree, aquí tiene mi tarjeta, si hay algún problema me llama y le pagaré las reparaciones del taller, lo que sea preciso. No se preocupe.

Se puso a rellenar el parte encima del capó de su coche, mientras yo miraba y remiraba, pensando que. en efecto, aquel hombre había sido deslumbrado por el destino, le había engañado como a una oveja solitaria que solo busca la compañía del rebaño, balando sin descanso. Era un pobre hombre, que ignoraba las asechanzas del destino. Me dio pena. No obstante, acepté firmar y quedarme con una copia, lo mismo que con su tarjeta. Por si las moscas del destino se ponían furiosas y se ponían a picarme, como moscas cojoneras. El pobre hombre volvió a pedirme perdón, me dio un abrazo y subió a su coche, reculando, reculando, hasta subirse a un trozo ancho de cera y tocó el claxon para que pasara. Lo hice. Me despidió con un beso lanzado con los dedos desde su boca y así le perdí de vista, gracias a Dios.

No podía creer lo que acababa de pasar. El destino me la había jugado, pero cosa rara, todo parecía indicar que para bien. No era posible. Seguro que lo había hecho buscándome las cosquillas. Claro, sin duda estaría pensando que algo así me pondría muy, muy nervioso, más que si hubiera perdido los estribos y montado una trifulca. Olía a chamusquina por todas partes, hasta mi ropa. Habría previsto que con el nerviosismo sería muy fácil ponerme celadas por todas partes. Decidí salir de la ciudad cuanto antes, mejor dicho, con mucha calma, sin apresurarme, la celada me estaría aguardando en cada esquina. Me centré en lo que estaba haciendo, conducir, iría muy despacio, mirando cada paso de peatones, cada intersección, cada semáforo. Donde menos se espera salta la liebre, o un peatón despistado, o un semáforo en ámbar, o un policía municipal, todo podía ser susceptible de transformarse en un cepo para lobos.

No sé lo que tardé, pero lo conseguí. Abandoné la ciudad sin un rasguño, pero tan cansado, tan agotado, que me metí por el primer camino de tierra, aparqué junto a unos árboles desnudos y allí, una vez puesto el freno de mano, parado el motor y abierto las ventanillas, solté un grito estridente, horrísono. Golpeé con los puños el volante, lo mordí y una vez calmado encendí un pitillo. Eso me calmó definitivamente. Me disponía a continuar el camino cuando un recuerdo afloró a mi mente, echó raíces y no pude quitármelo de encima hasta que lo recapitulé de pé a pá, no me dejé un detalle en el tintero, hasta los más humillantes.

Había dado por supuesto que mi lucha contra el destino comenzó en la famosa bolera. Ahora sabía que no era cierto. En realidad. fue mucho antes. Aquel verano decidí alquilar una casa rural en un pueblecito casi abandonado de montaña. Me costó un ojo de la cara, pero supuse que merecía la pena. Solo, abandonado, meditando en una especie de monasterio rural. ¿Qué me podía ocurrir? Nada, absolutamente nada, salvo que las vacas tiraran y pisotearan el vallado de madera que rodeaba el jardín. Sí, me había preocupado de que la casa tuviera jardín, para salir a tomar el sol y olvidarme por completo de mi aciaga vida.

Todo fue bien. Llegué sin problemas, no me perdí, el climatizador del aire no se estropeó –porque hacía mucho calor- las llaves que me habían dado en la inmobiliaria entraban en las cerraduras. La casa era grande, tres pisos, el jardín coqueto, estaba lo suficientemente limpia para mí. La cama hecha, con sábanas. La habitación tenía internet, hasta wifi, para que pudiera instalar mi portátil donde me diera la gana y podría mirar el móvil hasta cansarme, sin consumir ni una micra de datos. Todo me pareció perfecto. Una vitro antigua, pero que funcionaba, el frigorífico estaba vacío, pero ya lo llenaría. Me eché una siesta larga y profunda. Me desperté vital, lúcido, lleno de esperanzas y sueños románticos. Salí al jardín. El silencio era monacal. Me puse a leer un libro. Decidí cenar. Había preparado suficiente comida, parte la trasegué en el camino y aún me quedaba un táper, una barra de pan, chorizo, queso y jamón. Lo saqué todo al jardín, colocándolo sobre la mesa que había instalada en el centro. Arrimé una silla metálica, suspiré de felicidad y me dispuse a trasegar como el tragón que soy. Acabé el chorizo, el jamón. Me quedó un poco de queso y algo de ensalada en el táper. Entonces caí en la cuenta de que no había bebido nada. No me apetecía beber agua. Recordé que había metido una botella de vino en el maletero. La había sacado y puesto a enfriar en el frigorífico, que funcionaba como si tal cosa. La fui a buscar, la descorché y salí sin vaso, bebería a morro. Entonces me encontré con un gato, o gata, porque todos los gatos tienen bigote, no sé distinguir a un gato de una gata. Estaba encima de la mesa, mordisqueando el trozo de queso que había sobrado. Me quedé pasmado. Siempre había creído que eran los ratones los que comían queso, no los gatos. El gato o gata era de un color rubio desvaído, estaba delgada y parecía no haber llevado una buena vida hasta entonces. En cuanto me vio dejó el queso y atrapó un currusco de pan, salto de la mesa y se alejó un buen trecho. No dejaba de mirarme, tal vez para adivinar mi próximo paso. Me dio pena. Le dije palabras cariñosas. Me hubiera gustado darle algo más sabroso, pero no quedaba nada. Mañana tendría que bajar a la ciudad más próxima para hacer la compra para un mes en el supermercado. Aprovecharía para comprar algo para aquel gato o gata. ¿Qué comen los gatos? Pienso, tal vez un poco de jamón de york, higaditos de pollo, algo de pescado.

Aquel gato, porque decidí que era gato y le llamé Silvestre, tal vez por los dibujos animados o porque vivía asilvestrado, se marchó con el currusco de pan en la boca. ¡Me dio una pena! A mí siempre me han gustado los animales, gatos, perros, ovejas, caballos, vacas… Nunca había tenido una mascota, porque me daba pena encerrarles en un piso de ciudad, como en una cárcel. Cuando me jubilara tendría una casita como aquella, con jardín, y si fuera posible con un gran trozo de terreno. Mejor una finca, vallada, con mucho terreno y allí tendría como mascotas toda clase de animales. Perros, gatos, ovejas, pocas, cabras, alguna, gallinas… Me puse a soñar. Llevaría una vida muy feliz rodeado de animales. Pero la realidad actual era muy distinta. Me acomodaría a ella, mientras soñaba en un futuro perfecto.

Me bebí media botella. Estaba frío y entraba muy bien después de un chorizo picante y un queso curado, seco, que daba sed. No me había dado cuenta de la sed que tenía hasta que me llevé la botella a los morros. Recogí lo que quedaba. Me levanté para llevarlo todo a la cocina. Me tambaleé. ¿Era posible que estuviera borracho? No suelo beber, pero media botella de vino bebida a gollete y casi sin respirar. Sí todo era posible. Como pude llegué a la cocina, cerré la puerta. Dejé la maleta donde la había dejado, mañana ya me ocuparía de ella. Subí hasta el dormitorio y encendí el portátil, me apetecía ver una película, incluso quedarme dormido en el cómodo sillón del dormitorio. No había internet. Había puesto correctamente la contraseña de la wifi que me habían facilitado en la inmobiliaria. Nada. No hay servicio, decía un letrerito. Creo que el vino me había soliviantado. Decidí llamar al servicio técnico de mi operadora y echarles una buena bronca. Marqué en el móvil el número que tenía en la agenda de contactos. No hay servicio, decía un letrerito. ¿Esto qué es? Esto no me puede pasar a mí. Les recuerdo que en aquel tiempo yo no sabía quién era el destino ni las putadas que te puede hacer cuando la toma contigo. Aún no me había rebelado contra él, ni había empezado a buscarlo para ajustarle las cuentas.

Quería ver una película, no leer un libro. Me fui a la cama. Noté que estaba completamente agotado del largo viaje. Lo supe porque tenía los nervios crispados, tensos como una cuerda de violín, o de guitarra, pongamos por caso. Me tumbé encima de la cama, en calzoncillos, porque hacía mucho calor, con las ventanas abiertas. Di vueltas y más vueltas hasta que logré quedarme dormido. Me despertó una necesidad acuciante de orinar, o de mear, seamos vulgares. ¿Sería el vino? En realidad sufro de la próstata y me paso las noches levantándome a mear cada dos horas. Casi lo había olvidado con el cambio de aires. Encendí la luz del servicio y casi me da un pasmo. El servicio estaba ocupado por una camada de gatitos, preciosos, eso sí, pero gatitos, que salieron corriendo en todas direcciones. ¿Y adivinan quién era la mamá gata que también salió corriendo? Silvestre se había convertido en Silvestrina, en mamá Silvestrina. No podía creerlo. Se había colado por la ventana abierta en el cubículo de la caldera y el depósito de la calefacción. Había dejado la puerta, que comunicaba el habitáculo con el servicio para que se formara una corriente de aire, aunque no soplaba ni una brisilla, y eso que estaba en un pueblo de montaña. No podía hacer otra cosa que mear, a pesar de la presencia de la mamá gata y los gatitos. Estuve un buen rato, luego me fui al dormitorio y cerré la puerta. Mañana sería otro día.

EL BUSCADOR DEL DESTINO III


EL BUSCADOR DEL DESTINO

EL DESTINO LLAMA A MI PUERTA

Bueno, en realidad no fue el destino sino dos preciosas mormonas. Así, como lo escuchan. Ya saben que suele ser normal que los testigos de Jehován, los mormones, los adventistas del séptimo día, los apocalipticos del fin de los tiempos y toda clase de llamadores de timbres que algunas veces vienen bien y la mayoría muy mal. En mi caso, antes de convertirme en buscador del destino, habían llamado a mi puerta el cartero, empleados del ayuntamiento, personas que venían a visitar a vecinos y se equivocaron de piso, impuestos, otra vez el cartero, una encuestadora del censo o de lo que fuera, que a mí todos me parecen iguales, un empleado de comidas a domicilio, que no me dejó nada porque era para el vecino de arriba, y… Bueno, se lo pueden imaginar, pocas mujeres, la mayoría hombres con prisa y malencarados, nunca una vecina guapa, nunca una chica sin prisas, los testigos de Jehová todos hombres, las multas por el coche todas de luto… pero mormonas, lo que se dice mormonas, nunca… bueno, en una ocasión un par de mormones, pero eran hombres y a lo más que accedí fue a que me dejaran el libro del mormón.

Esta vez eran chicas, jóvenes, guapas como lo son todas las chicas jóvenes sin excepción, aunque algunas más que otras, éstas eran de las más que otras. El destino me jugó una mala pasada, me hizo una jugarreta asquerosa, porque aquel día estaban tan desesperado de la vida que decidí andar en calzoncillos por el apartamento, así me vieran las vecinas. Estaba tan desesperado que decidí salir así como estaba, que se fueran a la mierda, que se largaran con viento fresco. Por eso cuando al abrir la puerta casi con violencia me encontré a dos chicas sonrientes, confieso que me puse un poco colorado. Una de ellas era rubia, la otra morena, las dos vestían como los amish, aunque no tan de otro siglo. La rubia, preciosa, ojos azules, carita de rosa, llevaba una falda negra por debajo de la rodilla, pero una blusa clara con flores, lo que en las descripciones se llama floreada. La morena, caderas amplias, cara de hogaza de pan, pero muy agradable, también muy guapa, aunque no tan tímida como la rubia.

Ambas me miraron como quien no quiere ver y la rubia sufrió un pequeño sofocón, se puso como la grana. La morena, más madura, tal vez la veterana, la jefa, sonrió y me dijo que tal vez no fuera un buen momento, pero que me iba a dejar el libro del Mormón con su teléfono, para que las llamara en otro momento. Yo me puse como la grana al ver que estaba en calzoncillos y que ellas me miraban y no podía dejarlas entrar e intentar seducirlas porque eran mormonas. Bueno en realidad me puse como la grana porque las miré con cierto descaro, estaba enfadado, cabreado, y me las encuentro a la puerta, a cualquiera le puede pasar. Así que intenté mirarles los pechos, pero la ropa no permitía ver nada, solo que no podían ocultar su “pechonalidad” porque eso no se puede ocultar. Y la rubia al ver cómo la miraba de aquella manera comenzó a tartamudear, porque tenía algo que decirme, la morena la miraba y asentía como diciéndole, vamos hija, que tenemos que convertir a esta pobre alma, para eso te hiciste misionera. Y la rubia que intentaba decirme algo pero no podía porque se sonrojaba y miraba al suelo y tartamudeaba. Y yo intentando imaginar su cuerpo desnudo y sus pechos y a la morena lo mismo y al final, a pesar del cabreo que llevaba encima, yo también me sonrojé y miré al suelo, hasta que fui consciente que debería vestirme, aunque solo fuera una bata por encima. Y cuando me disculpé y lo hice la morena ya había dejado su teléfono en las pastas del libro de mormón y yo me estaba azorando más y más al imaginar que las invitaba a pasar y a un cafelito y luego intentaba seducirlas y… La imaginación es perversa. Desde que me enfrento al destino cada vez la tengo más perversa, y a veces deliro y no me encuentro. Me puse tan nervioso, pero que tan nervioso, que para disimular balbuceé que yo también les daría el mío, pero que como no me lo sabía de memoria lo iba a mirar en el móvil. El cual estaba sobre el mueble del hall, el cual encontré y miré con temblores en las manos, pensando en si me decidiría a invitarlas a pasar o no. Tenía entendido que los mormones se pueden casar con cuantas mormonas deseen, una poligamia bien entendida, claro. Pero eso no podía ser verdad, no lo permiten nuestras leyes retrógradas. Pero, ¿y si me hiciera mormón y me casara con las dos y unas cuantas más, aunque no por lo legal, solo por lo mormón? Bueno, mi vida cambiaría y tal vez dejara de enfrentarme al destino. En eso pensaba y cada vez me iba poniendo más nervioso. Al final encontré mi número y lo balbuceé y la morena lo anotó. Tomé con candorosas manos el libro, miré el número en la solapa, prometí que las llamaría y cuando iba a pedirles por favor que me disculparan por mi bochornoso comportamiento y se dejaran invitar a un cafelito, la morena agradeció haberlas recibido a pesar de lo imprevisible de su llegada y de que las circunstancias no fueran buenas, sonrió, invitó a la rubia a decirme algo y ésta me miró con cara tan angelical que me la hubiera comido a besos allí mismo de no haber salido las dos como angelitas perseguidas por un demonio en calzoncillos.

El resto de la historia es tan divertido o más, pero si me permiten se lo voy a contar más tarde, por el camino, porque la llamada del destino a mi puerta lo digo por algo diferente, algo que les voy a ir contando con pelos y señales, poco a poco, al tiempo que alterno la historia mormona y así tenemos una narración en paralelo y ustedes se divierten más y yo, pobre de mí, me olvido un poco de cómo el destino me agarró a mí, por donde ustedes ya saben, y me las hizo pasar de a kilo. Estas cosas pasan, al menos a mí, más si el destino anda por medio, metiendo el rabo donde no debe.

UN VIAJE A NINGUNA PARTE

Un mes más tarde de la visita mormona, cuando yo me había decidido a llamarlas y ellas me invitaron a un cumpleaños y al tabernáculo, y ocurrieron cosas que les contaré en otro momento, decidí salir de casa para pasar el fin de semana dando vueltas por alguna parte. Lo que hice fue preparar la maleta, o mejor dicho, la bolsa de viaje, que en realidad ya estaba preparada porque la utilizaba todos los fines de semana que salía de viaje y que eran muchos o casi todos. Estaba siempre preparada, solo reemplazaba los calzoncillos o una camisa o pantalones cortos o largos o esas cosas tontas que para un buscador del destino no significan nada, pero que para la sociedad son tan importantes que te miran mal si no las haces o no te comportas como deberías.

Bajé la bolsa a la cochera, la puse en el maletero, subí al vehículo, encendí el encendido, luego lo apagué, bajé del coche, tomé de nuevo la bolsa del maletero e hice como que regresaba al apartamento. Quería engañar al destino y cuando lo hube conseguido salí corriendo a toda pastilla hacia el coche, subí, encendí, aceleré y salí de allí como idiota a quien no lleva el diablo porque no puede o porque se ha pensado los muchos problemas que le daría. Asomé el morro del vehículo un poco, ligeramente, fuera de la cochera, miré si venían de un lado y de otro, porque aunque la calle donde vivo es de una sola dirección el destino bien podría mandarme un emisario por dirección contraria, solo para chocar conmigo y hacerme la puñeta. Yo mismo pensé en salir por dirección prohibida y giré el volante. Pero una vez engañado el destino salí por donde debía y…

Continuará.

EL BUSCADOR DEL DESTINO II


EL BUSCADOR DEL DESTINO II

Luego recordé que eso era lo que me había dicho el último psiquiatra, una preciosa mujer de pechos rotundos. Me vino a decir que yo era un apático nato y que con tal de no tomar decisiones, de no hacer nada, era capaz de inventarme la Biblia en verso. Una psicosis, una esquizofrenia, una bipolaridad, un delirio catatónico inaprehensible, lo que fuera. No quise recordarle que todo aquello se lo habían inventado otros, sus colegas. Y no lo hice porque tal vez el destino me recompensara poniendo aquellos pechos maravillosos en mis manos de pitecántropo erecto.

Inicié mi carrera de buscador del destino en aquella bolera, perdida en una llanura sin puntos cardinales, aunque creo que ya había iniciado aquel camino al nacer, solo que de forma inconsciente, ahora lo hacía lúcidamente, como un fiat lux en medio de las tinieblas.

Buscaría a mi destino para ajustar cuentas y tal vez antes de que me descerrajara un tiro entre las cejas (era un pistolero mucho más rápido que yo) me pusiera cerca de la piel una hermosa mujer desnuda, como la última cena que sirven caliente a un condenado a muerte.

Aquella tarde fui a ver aquella película que había visto ya, pensando que el destino pondría en la butaca e al lado a una bonita chica, sensible, comprensiva y charlatana. No ocurrió nada, regresé a casa por la autovía, en medio de la noche, salí de ella por la salida más lejana, pensando que mi sagrada misión en la vida era ponerle al destino las cosas difíciles. Nada de rutinas previsibles y adormecedoras, siempre alerta para enfrentarle al menor descuido por su parte, esperando que se le trabara la mano en la cartuchera y así yo podría descerrajarle un certero disparo de mi colt de plata entre ceja y ceja, en uno de cualquiera de sus millones de ojos aviesos.

Aquel día no ocurrió nada, ni al siguiente, ni al siguiente del siguiente del siguiente, pero no me desesperé, debo decir que ni siquiera me inmuté. Iba al trabajo cada día, por una ruta distinta, salía a tomar café a horas imprevisibles y lo hacía en alguna cafetería al azar, sin elegir, sin rutinas, sin rotaciones.

Me engañaba a mí mismo sabiendo cuando no me apetecía salir de casa o quedándome cuando me apetecía salir. Me llevaba siempre la contraria pensando que si el destino me había castigado por seguir mis inclinaciones, me premiaría si me llevaba siempre la contraria. Y si no me premiaba, al menos sería más fácil pillarle descuidado si dejaba de ser previsible.

Me transformé en un implacable cazador, siempre observando a su presa, siempre acechándola, escondido entre la maleza del camino. Habría tenido éxito con otra presa, con cualquiera, antes o después, pero el destino era un implacable cazador, un infernal acechador. La lucha se convirtió en una guerra de Titanes, solo que el destino era una de las fuerzas poderosas que rigen el universo y yo un idiota que se creía un dios.

No por ello tiré la toalla, como un boxeador muy castigado, que ya no puede ver porque tiene las cejas abiertas y sangrantes. En mis zizzagueos en busca del destino me encontré con mujeres a las que jamás habría encontrado si el destino no me las hubiera puesto a huevo. Pensé eso, que si el destino me ponía a huevo a las mujeres yo solo tendría que hacer el trabajo fácil, acercarme a ellas y llevármelas a la cama.

No lo conseguí con ninguna, pero continué en mi acechante batalla con el destino. Cada día era una aventura imprevisible. Los fines de semana colocaba en el maletero mi equipaje, siempre el mismo, siempre preparado, la ropa recién lavada y planchada. Solo tenía que bajar a la cochera, subir al coche, darle al encendido y apretar el acelerador. No sabía con antelación si al salir giraría a la izquierda o a la derecha, si recorrería cien kilómetros o quinientos, por cualquier autovía o por alguna carretera secundaria. Nunca reservé habitación, ni por teléfono ni por Internet. Nunca me paraba a comer en los sitios que me llamaban la atención. Buscaba al destino y éste era un experto cazador, un zorro viejo. No cesaba de tenderle trampas, día tras día, hora tras hora, segundo tras segundo.

Incluso cuando me conectaba a Internet le tendía trampas al destino. No me conectaba a la misma hora, lo hacía cuando me apetecía y nunca me apetecía si preveía que el destino iba a pensar que lo deseaba. El destino conocía mis pensamientos y emociones, por eso lo engañaba sintiendo lo que no sentía y pensando lo que no quería pensar. En Internet nunca visitaba las mismas páginas, nunca repetía viejas rutinas ni miraba en el historial las que ya había visitado. Lo mismo visitaba una página de contactos y ponía un perfil surrealista que entraba en un foro sobre la conducta de las mariposas en la Selva Negra. Contestaba a cualquier correo spam que me llegara, sabiendo que el destino conocía muy bien que ni el más tonto lo haría. Me dejé timar por timadores de pacotilla que utilizaban timos que conocían los párvulos. Me hice el tonto porque eso era lo último que esperaba de mí el destino, sabiendo que era listo y me vanagloriaba de ello.

Me hice el listo con los tontos que me consideraban tonto y los traté como tontos porque se creían listos. Me hice el tonto con los listos que se las sabían todas. Diseñé una estrategia para enfrentarme con el universo que no es otra cosa que un laberinto-trampa diseñado por el destino.

Y no pasó nada… nada… día tras día, semana tras semana, mes tras mes… Era algo insólito, inexplicable, milagroso, maligno. A todo el mundo le ocurre algo de vez en cuando, hasta a mí. Se te pincha una rueda por una carretera secundaria, lejos de cualquier población. Alguien te pone la zancadilla al pasar por su lado, sin querer, y te esmorras. Una mujer tropieza contra ti, sin querer, al girar en la esquina. O te ponen una multa en el lugar más inesperado, donde nadie lo esperaría, en llano, con total visibilidad, sin la menor posibilidad de que un coche de civiles esté por allí camuflado. O el ordenador se bloquea en el peor momento, cuando no puedes guardar algo importante que se perderá para siempre y que tardarás días o años en rehacer.

A todo el mundo le ocurre, a mí me pasaba casi con más frecuencia que a los demás. Pero dejaron de pasarme esas cosas. Mi vida se transformó en algo muy aburrido. Era como si el destino manejara los hilos de mi vida, intentando que la rutina terminara por ahogarme.

Y de pronto, al cumplirse el primer aniversario de mi decisión de la bolera, todo cambió…Sentí el aliento del destino en la nuca. Si me olvidaba el móvil en casa sabía que pincharía una rueda, o las cuatro, en un lugar desierto o tendría un accidente contra mí mismo o contra un árbol y este no podría llamar a la grúa porque los árboles no tienen móviles. Si no me olvidaba del móvil alguien me llamaba cuando iba conduciendo y yo contestaba sin dudar porque pensaba que el simple hecho de que alguien me llamara era un milagro y uno contesta siempre a los milagros, esté haciendo lo que esté haciendo. Y era un milagro que los civiles de tráfico me vieran entre un tráfico tupido y me calcaran una multa.

Mi vida comenzó a ser más peligrosa que la de un asesino a sueldo. Me transformé en un paranoico y con razón. No era posible que se me estropeara el frigorífico, el televisor, el ordenador, la vitro, la campana extractora, el termostato de la calefacción en invierno y el aire acondicionado en verano… todo a la vez, bueno, no, uno detrás de otro, con intervalos de diez segundos contados por mi mente y luego ladrados por la boca, contraída en un rictus. Cuando pasaba la calle miraba a la izquierda y luego a la derecha y otra vez a la izquierda y de nuevo a la derecha. Ni un solo coche, y de pronto ponía un pie en el asfalto y un coche pasaba a toda velocidad, a punto de atropellarme. Me arreaba un susto de “muete”. O cruzaba una calle desierta por donde no había paso a nivel y un policía local salía de la nada y me calcaba una multa.

Me había encontrado con una preciosa vecina todas las semanas, al menos una vez, los lunes, a las ocho de la mañana. Pues bien, dejé de verla y no porque se marchara, escuché a unos vecinos hablar de ella y continuaba habitando en mi misma planta. Contestaba a cualquier llamada a cualquier hora, en cualquier lugar, estuviera haciendo lo que estuviera haciendo… pues bien, dejaron de llamarme. Me bajaba al asfalto al girar las esquinas, para evitar chocar con alguien… pues bien, todo el mundo parecía haber pensado lo mismo que yo y siempre tenía yo la culpa y me veía obligado a pedir disculpas. Si alguna vez alguien no chocaba conmigo le seguía con discreción, como un detective privado, por si iba a encontrarse con el destino, quien le premiaría con cualquier chuchería.

Comencé a actuar como un loco imprevisible, loco ya lo era pero previsible. Comencé a hacer todo aquello que alguien que me conociera bien nunca habría esperado de mi y lo que cualquiera que no me conociera pensaría que era una amenaza a su integridad física o moral. Me convertí en un hombre imprevisible, incluso para mí, sobre todo para mí. Sabía que el destino acechaba mis pensamientos, mis emociones, mis deseos más ocultos. Decidí que si mis pasos, mi caminar eran previsibles, un paso tras otro, entonces el destino sabría a dónde iba, por eso aprendí a caminar de forma aleatoria,, unas veces me lanzaba a galopes desenfrenados, inesperados, como si fuera un corredor en las Olimpiadas, o un hombre desesperado que busca alcanzar la meta, sea ésta la que fuere, o como si llegar a un sitio determinado fuera cuestión de vida o muerte. En otras ocasiones, siempre de forma aleatoria, actuaba como un parapléjico que hubiera recobrado la movilidad de forma milagrosa, pero a quien le costara recordar cómo se caminaba. Lo hacía hacia atrás o me movía hacia la derecha o hacia la izquierda, los pies en línea horizontal perfecta.

En mi apartamento actuaba como un paranoico o como un poseído por el demonio, porque lo de paranoico ya lo he dicho antes. Nunca cocinaba a las mismas horas, los mismos días. La vitro, servidora del destino, me acechaba y entonces yo, ¡zás!, la encendía cuando estaba descuidada y me ponía a cocinar platos que nunca había cocinado antes y que leía en un libro electrónico de recetas y luego olvidaba, para que el destino no previera el posible menú.

Por las noches me acostaba a horas imprevistas, leía un poco o un mucho en el libro electrónico, cerraba los ojos como si estuviera muy cansado y de pronto, ¡zás!, apagaba la lámpara de la mesita de noche que no se lo esperaba y se llevaba un susto de “muete”. Engañaba al sueño y me dormía cuando menos se lo esperaba. Me despertaba de forma aleatoria y comenzaba mi actividad cuando menos podía preverlo el apartamento, cuando más descuidado estaba. Yo era un hombre aleatorio, incluso para un apartamento avisado y con mis ojos. Podía acercarme al frigorífico a beber, deprisa o como un zombi, lo abría tras unos momentos de vacilación, nunca los mismos y bebía de cualquier recipiente, aleatoriamente. Eso sí, no dejaba la botella de lejía en el frigorífico. Procuraba no tener ese despiste, no fuera que el destino se aprovechara y me descerrajara un tiro entre los ojos. Sabía que él esperaba que yo acabara matándome, incluso de forma dolorosa, incluso bebiendo lejía, por eso decidí no quitarme la vida, ni lo intentaba, mucho menos en formas previstas por la psiquiatría, tampoco pensaba en métodos imprevisibles.

Mi vida era tan intensa que descansaba en cualquier lugar,de pie, con el ojo derecho abierto, y cuando era lógico que abriera el derecho lo cerraba y abría el izquierdo o cerraba los dos o me iba a la cama, o me echaba la siesta en el sofá. La intensidad era tal que me estaba destrozando la vida, por eso clamé al destino y no me oyó… Bueno, no me oyó cuando yo quería, porque de pronto dejó de jugar conmigo al escondite y me preparó una buena. Quieres caldo, pues toma dos tazas, quieres que el destino te ahogue, pues te tira al mar, te hunde hasta el fondo y deja que mires los peces de colores. Porque eso fue lo que ocurrió. Un día… un día cualquiera, cuando ya no sabía qué hacer para engañar al destino… cuando tenía los nervios destrozados de tanta intensidad y concentración… ocurrió lo imprevisible, lo que no sucede nunca, lo que solo les ocurre a los otros, a los demás, a los que acaban saliendo por televisión o siendo encontrados en un basurero. A los otros, siempre a los otros… y esta vez me ocurrió a mí.

Continuará

EL BUSCADOR DEL DESTINO I


NOTA INTRODUCTORIA

Creo que fue en uno de los episodios de diario de un enfermo mental cuando hablé de esta idea, que surgió de la nada, y a la nada volvió, dando coletazos. Me prometí no forzar la creatividad, no lo hagas, Cesarito, que luego te arrepentirás, siempre te arrepientes cuando te pasas de listo. La verdad es que la había dejado aparcada en el parking subterráneo de mi mente pero durante la fiesta de la Concepción, Inmaculada, me fui a ver una película, cualquiera, y de pronto, en una bolera, cerca de unos minicines, alcancé la iluminación. El destino me habló y supe que esta historia iba a ser lo más divertido que había escrito nunca. Me puse a ello en la bolera, las chicas guapas no me miraban, los bolos caían y el destino hablaba en susurros, y yo me reía, lo estaba pasando divinamente. Y como no puedo guardar nada en silencio, esconderlo para que nadie lo vea, esconderme yo, a ver si dejo de dar la lata de una vez, decidí compartir mi regocijo con mis colegas. Ya que comparto mis penas bien puedo compartir el regocijo y una jarra de cerveza, por pedir que no quede.

EL BUSCADOR DEL DESTINO

NOVELA DELIRANTE

I

CÓMO ME OPUSE AL DESTINO

No sé porqué razón estuve siempre convencido, incluso desde niño, puede que de bebé, hasta es posible que en el vientre de mi madre también pensara lo mismo, de que el destino me había jugado una mala pasada al obligarme a nacer. Desconozco si antes de nacer existimos o si la cigüeña nos trae de la nada; ignoro si alguien me dijo algo de la vida que me esperaba o tal vez mis delirios comenzaran como feto. Puede que me emborrachara con la sangre de mi madre, aunque por lo que escuchaba a escondidas, siendo niño, había nacido en una familia perfectamente normal, siempre y cuando se considere normal a todo aquel que siga las normas.

Años más tarde, bastantes años más tarde, descubrí en una terapia hipnótica, que había logrado, retorciéndome como un gusano, enredar el cordón umbilical alrededor de mi cuello. Cuando el terapeuta me preguntó por qué lo hacía, respondí, sin dudar y no por impulso de la hipnosis (que no coartaba mi libertad lo más mínimo, salvo cuando el hipnotizador me daba una orden a la que no podía oponerme) que no deseaba vivir, y lo dije con rabia. Hubiera querido profundizar más pero comprendí que no podía hablar si él no me preguntaba.

Fueron mis padres los que me obligaron a la terapia hipnótica, aunque yo no quería, en realidad nunca quise nada, pero tampoco me opuse a nada, nunca, ni en las situaciones más extremas, ni siquiera me habría opuesto a tirarme por un precipicio si a alguien se le hubiera ocurrido proponérmelo. Desde niño fui muy apático, actuaba a impulsos de órdenes ajenas y cuando pretendía tomar alguna decisión propia siempre estaba demasiado cansado para planteármelo siquiera. Mis padres me decían que yo era un vago (la palabra apático les llamó una vez la atención pero ni siquiera preguntaron qué significaba), un dejado de la mano de Dios. No entendían de dónde había salido y mi padre bromeaba con mi madre y mi madre se enfadaba y le contestaba que le iba a poner los cuernos de verdad, para que se enterara de lo que valía un peine, que por cierto, desconozco a cómo estaba el kilo de peine, aunque durante mi infancia se pagaban en pesetas, o incluso en reales o perronas.

Creo que el de vago fue el primer diagnóstico que me hicieron en la vida, pero el que vale fue el que me hizo un psiquiatra al que al parecer caía bien, menos mal, porque pretendió dejarme encerrado de por vida, si le caigo mal me tortura como dicen que la CIA torturó en Guantánamo. Es cierto que luego cambió su diagnóstico, y solo Dios sabe porqué fui calificado de bipolar y luego me hicieron pasar a esquizofrénico, así, sin más, para terminar –también de paso, en la vida todos estamos de paso- como depresivo-compulsivo-delirante y alucinante.

A estas alturas de mi vida, cuando me volví compulsivo y dejé de ser vago y apático, ya vivía solo, en un apartamento en el que tenía que entrar de perfil. Tenía un trabajo al que mimaba como a las niñas de mis ojos, a las que había puesto gafas para pasear, y me había olvidado de los diagnósticos, las etiquetas y de toda la parafernalia infernal que rodea a los enfermos mentales como el fuego a los condenados en el infierno.

Bueno, olvidar, olvidar, uno nunca se olvida de ciertas cosas, pero casi. A ratos perdidos, cuando me aburría, me divertía diagnosticándome y lo pasaba muy bien. De esta diversión me sacó una mujer que apareció en mi vida como un milagro, uno de esos milagros que tocan a sorteo entre los menos agraciados por la vida, como si esta quisiera lavar su conciencia con aguarrás. Me enamoré, me casé, tuve una hija y cuando ya me había convencido de que era una persona perfectamente normal, tuve una crisis, comencé a hacer tonterías y de pronto, casi sin darme cuenta, me encontré divorciado de una mujer maravillosa, de una hija más lista que el hambre y de un pasado al que había cobrado un cierto cariño, aunque en el fondo nos odiáramos cordialmente.

Nunca comprendí las razones de aquella mujer para enamorarse de mi, ni sus razones, ni sus emociones, ni nada de nada. Nunca comprendí nada, ni del amor ni del odio, ni de la vida ni de la muerte, ni mucho menos comprendo quién soy yo, por qué sigo vivo aún y por qué el destino ha jugado conmigo como un demonio con el nuevo huésped del infierno.

Fue por eso y por otras varias razones difíciles de explicar y digerir, sin haberlo comido ni bebido, que un día me puse a buscar al destino para ajustar cuentas, como a un pistolero que hubiera matado a mi familia, y me persiguiera, emboscado, emprenda yo el camino que emprenda.

No sé por qué lo hice, ni cómo lo hice, ni siquiera sé si lo hice. Una tarde, en una bolera, tomando una cerveza mientras esperaba que comenzara la sesión de cine en unos multicines cercanos, tomé una decisión que cambiaría mi vida. Tal como ésta se había desarrollado, cambiarla era tan elemental como fácil, estimado doctor Watson. Debí haberlo hecho antes, ahora soy ya un vejestorio, de huesos dolidos, sin corazón y con una mente que juega conmigo al escondite inglés, todos los días y a todas las horas.

Creo que fue un simple gesto, como una moneda que se tira al aire, el que me llevó por un camino insólito que ningún otro humano ha recorrido nunca, al menos que yo sepa, salvo el tonto de Edipo, que no pudo caminar mucho porque se había cegado con sus propias manos.

Aquella tarde salí de mi apartamento, sucio y cubierto de telarañas y naftalina, y me dirigí al pueblo más cercano porque en el mío ya no quedaban espectadores, se los había comido alguien, el sacamantecas o tal vez la crisis. Miré la cartelera sin verla, pregunté al taquillero por las sesiones y como las películas que me gustaban comenzaban a partir de las diez o veintidós horas, para ser más precisos, escogí una al azar. Resultó que ya la había visto. Lo supe cuando me dirigía la bolera cercana para tomarme una cervecita mientras hacía tiempo. Allí, en la encrucijada de mi vida, tomé una decisión. Elegí entre cambiar la entrada para otra película, regresar a casa sin ver cine o ver una película que ya había visto, solo porque el destino lo quería así.

En la bolera había chicas guapas que no me miraron como a un marciano, no me acerqué a ellas porque había decidido que no haría nada, que todo lo dejaría en manos del destino. Luego recordé que eso era lo que me había dicho el último psiquiatra, una preciosa mujer de pechos rotundos. Me vino a decir que yo era un apático nato y que con tal de no tomar decisiones, de no hacer nada, sería capaz de inventarme la Biblia en verso. Una psicosis, una esquizofrenia, una bipolaridad, un delirio catatónico, daba igual lo que fuera. No quise recordarle que todo aquello se lo habían inventado otros, sus colegas. Y no lo hice porque tal vez el destino me pudi8era recompensar poniendo aquellos maravillosos pechos en mis manos de pitecántropo erecto, o a punto de sufrir una erección.

Inicié mi carrera, como buscador del destino en aquella bolera, perdida en una llanura sin puntos cardinales, aunque creo que en realidad ya había iniciado aquella carrera al nacer, solo que ahora me había hecho consciente, como una especie de “fiat lux” en medio de las tinieblas.

Buscaría a mi destino para ajustar cuentas y tal vez antes de que me descerrajara un tiro entre las cejas (era un pistolero mucho más rápido) me pusiera cerca de la piel una hermosa mujer desnuda, como la última cena que sirven caliente a un condenado a muerte.

Continuará.