UN VIAJE SIN RETORNO
VIAJE SIN RETORNO
NOVELA
CAPÍTULO I
Le estremece el frío del acero en sus muñecas. Lo siente como si se tratara del filo tajante de una cuchilla de carnicero, rozando su piel y disponiéndose trinchar sus alas de pajarillo recién expulsado del nido. Aprieta los dientes con impotente cólera. A su edad, apenas un pollito recién salido del cascarón, aún saborea el placer agridulce de la rebeldía. No puede apartar la mirada de las esposas que el policía acaba de colocarle. Habituado a pensar en imágenes, como secuencias cinematográficas de una película en constante revisión, una acude a su mente, la de un gorrión intentando echarse a volar, con sus alas cortadas, desde lo alto de un acantilado.
Lo zarandean, sin compasión, para introducirle en la parte trasera del coche policial. Con el último empujón ha caído boca arriba, sobre el asiento, evitando por poco golpearse la cabeza con la otra puerta. Permanece así, rígido, con la mirada perdida en el techo del vehículo, como un cadáver, sorprendido repentinamente por la Parca, a quien nadie ha tenido la decencia de cerrar los ojos, clavados en el dintel del más allá, ni se ha molestado en acomodar debidamente.
El policía que le pusiera las esposas, vocea antes de acomodarse en el asiento del copiloto.
-¡Siéntate bien, payaso! Además de loco, subnormal. ¡No te digo! Lo que nos espera con esta generación de gilipollas.
Se levanta bruscamente como disparado por un muelle, se sienta firme; un recluta, obligado a saludar, sentado, a un general, no lo haría mejor. Mantiene la mirada clavada en el policía; intenta retener los rasgos de su rostro en su memoria, disfruta por adelantado de una venganza que ha comenzado a filmar con la cámara de su mente. En cambio no tiene nada contra su compañero, sentado al volante, que en ese momento, y como si leyera su pensamiento, vuelve la cabeza mirándole muy despacio; en el fondo de sus ojos él es capaz de percibir la frialdad del desprecio. El coche se mueve muy lentamente, como si quisieran demostrarle, de una vez por todas, el pobre concepto que tienen del subnormal al que han esposado. Ni siquiera es un delincuente de poca monta, apenas llega a gilipollas del montón.
Sin ninguna prisa se unen a la habitual caravana crepuscular de las ciudades, aquellos imbéciles han decidido no utilizar luces ni la sirena, es algo muy humillante para quien ya se considera el enemigo público número uno. Observa a los peatones apresurarse, como si temieran perder sus preciosos culos, desprendidos de sus rígidos esqueletos, por la falta de engrase de alguna tuerca. Pronto se cansa de contemplar una película tan aburrida, todas las que filma, con su cámara mental, de la vida, de la realidad, le parecen estúpidas. Se imagina a sí mismo como el protagonista de una película en blanco y negro. Está de pie en el andén de una estación vacía, la mirada perdida en aquel tren que se aleja a cámara lenta. Es el tren de la vida y el viaje emprendido hacia la libertad termina irremediablemente en fracaso, ya no pasará otro hasta la noche: el expreso nocturno que nadie quiere tomar.
Busca un título para la película que ha empezado a rodar. Uno acude a su cabeza sin necesidad de esforzarse mucho. A continuación de su nombre, en grandes letras, la música entra en “creschendo”. Entonces van apareciendo las letras mayúsculas, inclinadas a la derecha y como desgarradas: “Viaje sin retorno”. No es la primera vez que fantasías parecidas le atrapan en un círculo morboso; en él la muerte va dando vueltas y más vueltas, sentada sobre un trenecito de juguete. La intuición de una muerte inminente e inevitable es la gran tragedia de su vida; una tragedia buscada y rechazada constantemente con la misma intensidad. La oscura puerta se cierra detrás de él como le sucede a John Wayne en “Centauros del desierto” pero el vaquero gigantón no duda entre quedarse en un hogar sin atractivos o volver al desierto con la secreta esperanza de que un indio rebelde le rebane el cuero cabelludo. Él, en cambio, ha pasado largos meses de angustia, hasta cruzar la puerta; sólo la intensidad del sufrimiento en los últimos días le ha empujado hacia el rectángulo de luz. Hubiera deseado una elección tan serena como la que cualquiera podría tomar en el paisaje del Monument Valley, pero eso es algo reservado exclusivamente a su ídolo.
Su salida del hogar paterno ha sido como la estampida de un becerro al galope. Sentía más miedo de lo que dejaba atrás que de lo que pudiera encontrar enfrente. El pase de la película por la televisión coincidió con una de las crisis más fuertes sufridas en los dos últimos años. Crisis que un psiquiatra, al que acabaron por llevarle sus padres cuando se convencieron de que no eran simples pataletas de niño mal criado, les enseñó a llamar depresiones. La escena de la puerta fue tan impactante que nadie le convencería nunca de que no fue puesta por la mano del destino para obligarle a seguir el camino marcado. La muerte es una puerta que se abre y por ella cualquiera puede escapar de la permanente angustia que produce el hecho de estar vivo; desgraciadamente no saldrá a su encuentro unos pasos más allá como él desea, antes bien se verá obligado a vagar por el desierto, una aventura demasiado terrible para un pobre pajarito: él no es John Wayne.
Por la acera un perrito mueve sus patitas, velozmente, intentando no despegarse de su amo al que le une una larga correa. La muerte debe ser algo parecido –piensa-, como un perro rabioso que te ha mordido en el tobillo y ya nunca te soltará. Tendrás que arrastrarte cojeando, con sus mandíbulas clavadas en tu carne –como quien ha caído en un cepo- hasta quedar desangrado un día incierto en cualquier lugar.
“Un viaje sin retorno”, se repite una y otra vez, con placer masoquista. No es capaz de controlar su mente, una aguja vieja y gastada, que salta en el mismo surco del disco, obcecada, empujada por un rayón invisible. La escena de aquella película le mantiene ocupado todo el trayecto, ni siquiera las alegres jovencitas que se ríen en la acera consiguen atraer su atención. Sobre el andén desierto su figura es apuñalada a cámara lenta por el cuchillo de un invisible asesino. No consigue terminar de morir como si la película fuera lanzada hacia atrás y hacia delante por un operador loco. La vida no es una película, piensa, aunque no sabe si debe alegrarse o no por ello.
El coche se detiene frente a una vieja comisaría. Otra vez es empujado, ahora escaleras abajo, hasta llegar a los sótanos donde lo introducen en un calabozo húmedo y oscuro. Acepta los insultos, como la confirmación de su presencia visible entre los hombres. A veces le gusta regodearse en la historia del hombre invisible, es una de sus fórmulas mágicas, tiene varias, con las que intenta huir de la realidad que penetra por sus ojos hasta el fondo del alma. En cambio ahora más bien necesita sentirse real; siente miedo porque en cualquier momento va a desaparecer de entre los vivos. No quiere que el poderoso elixir mental le transforme en una ráfaga de viento; aunque de esta manera podría acabar con todos sus enemigos, con la suave inmaterialidad de una brisa tóxica. Al menos no todavía.
Transcurre el tiempo sin ser molestado, piensa que al menos le dejaran dormir toda la noche, y se acurruca en el jergón; cierra los ojos, dejando que la fantasía baile el suave ritmo que precede al sueño. Le despierta el rechinar de una llave en la cerradura. Dos policías lo suben a un despacho en el primer piso, toman sus huellas dactilares y le cachean sin ninguna consideración. Sentado ante una máquina de escribir otro policía, de uniforme, intenta en vano rellenar una ficha con sus datos, pero su obstinado silencio se lo impide. No lleva documento alguno encima que acredite su personalidad; antes de salir de casa lo ha quemado todo como quien hubiera quemado las naves al arribar a una isla desierta. Un profundo deseo autodestructivo está en la raíz de este viaje, en cada uno de sus actos. Necesitaba huir de un ambiente opresor en el que nunca encontrará la puerta abierta hacia el desierto, esa puerta que tanto anhela abrir. Es su fantasía favorita desde hace un mes. Le gusta dejarse llevar hacia mundos desconocidos, a través de las películas; de esta forma consigue realizar sus sueños más ocultos, aquellos que nadie llegará a conocer jamás.
Registran su mugrienta cartera sin encontrar nada de interés, aparte del último billete de tren y algunos papeles manuscritos sin ningún sentido. Deciden apretarle las tuercas para que les diga su nombre o al menos la ciudad en la que viven sus padres, quieren acortar de alguna manera el tiempo que les llevará datar su origen, pero él permanece rígido, orgulloso de su silencio, como un acantilado haciendo frente a la inútil furia de las olas. Esta imagen le parece muy cinematográfica, adecuada a la situación. Para no caer en el enredo de sus preguntas busca en la memoria un asidero que le aleje del tiempo real. Recuerda el comienzo de la aventura: una noche sale furtivamente de casa mientras sus padres duermen plácidamente, decidido a coger el primer tren nocturno que pase, con el escaso dinero que ha conseguido ahorrar en los últimos meses, a costa de grandes sacrificios. A lo largo del recorrido se ha bajado en cada ciudad suficientemente grande para pensar que puede encontrar trabajo con alguna posibilidad de éxito, pero es recibido en todas partes con el frío desprecio que se reserva para los drogadictos o vagabundos. Cansado de bocadillos baratos y de insultos saca billete para la gran ciudad, al menos allí pasará más desapercibido y puede que la suerte le depare alguna de esas curiosas oportunidades que solo se dan en los lugares grandes, en los que el destino se detiene en las esquinas y choca con el primer transeúnte que da a la vuelta a la manzana a una hora concreta. Ese transeúnte puede ser él, el gran elegido de la fortuna.
Los policías interrumpen su vagabundeo por aquellos tristes recuerdos. Si poseyera muchos recuerdos alegres los habría sacado todos del bolsillo sin fondo de su memoria, los habría puesto sobre la mesa donde están sus pertenencias para que los vieran aquellos idiotas, luego se reiría a carcajadas. Pero por mucho que registra sus bolsillos solo logra encontrar uno: Los Reyes Magos han traído un balón de reglamento, la única vez que le han hecho caso. Pero eso está ya tan lejano que no lo puede considerar parte de su vida. Cuando el pasado se hunde en el profundo pozo del miedo a recordar, la vida que has gastado ya no forma parte de ti, solo es el triste relato que se oye contar a alguien en algún lugar que no se puede recordar.
Ellos han decidido dejar de torturarle, necesitan del tiempo lo mismo que del bocadillo para la cena, no se pueden permitir el lujo de tirarlo a la papelera. Ahora le arrastran por un pasillo atestado de gente – mujeres muy pintadas, hombres malcarados- hasta un despacho modesto y sucio. Detrás de una mesa está sentado un cuarentón calvo y con cara de mala leche removiendo unos papeles como si no supiera qué hacer con ellos. Al entrar él su mirada resbala sobre su cuerpo como si temiera contaminarse; hace un gesto a los policías que desaparecen silenciosamente, y se presenta como un inspector, señalando su nombre escrito en una plaquita metálica sobre la mesa. El joven no se digna mirarla, no va a hacer concesión alguna a quienes no estén dispuestos a aceptarle a él como a un ser humano.
Con tono frío, cortante como un cuchillo que se exhibe delante de nuestras narices para advertirnos que tengamos cuidado, el inspector le ordena que le cuente lo sucedido sin omitir nada. Al contestarle la voz le sale demasiado ronca y varonil como la de un hombre que acepta su responsabilidad sin inmutarse, para animarse intenta recordar algún héroe cinematográfico en una situación parecida pero no lo consigue. Cuenta rápidamente lo sucedido desde su salida de casa hasta el momento en que frente a unos escaparates, repletos de objetos que nunca serán suyos, su cólera – impotente contra un mundo hecho de duro granito- estalla en un atronador ruido de cristales rotos. Habla como una grabadora puesta en marcha por mano invisible, mientras lo hace piensa en el sucio catre de la celda, allí tumbado al menos podía dejar volar sin ataduras el dulce pájaro de la fantasía. Los únicos momentos agradables en su vida son aquellos en que, lejos de todos y sin ser molestado por nadie, deja que su mirada se pierda en cualquier punto frente a sí, hilvanando secuencia tras secuencia al azar como en una película sin guión definido, improvisada. Su vida adquiere en esos momentos el sutil colorido de los sueños más dulces y escondidos.
Su boca se cierra bruscamente, sin ser consciente de ello su otro yo ha finalizado ya la historia. La parte más preciada y consciente de sí mismo se ha perdido en el recuerdo de hermosos momentos que nadie le arrebatará. No necesita sentarse delante de un televisor para disfrutar de sus películas favoritas, de alguna manera técnicamente inconcebible en el fondo de su cerebro se apaga una luz y sobre la invisible pantalla comienza una historia. Le ha costado mucho descubrir y controlar ese precioso mecanismo pero ahora puede manejarlo a su gusto en cualquier momento y lugar. El hombre calvo le mira en silencio; sin saber porqué piensa en él como en Poncio Pilatos cuando le pregunta a Jesús por la Verdad, al único que la conoce, al maestro de todos los maestros. Pero no le importa con quién está hablando, sin detenerse a escuchar su respuesta sale a la terraza para intentar solucionar lo que más le preocupa: sus problemas políticos. El inspector también está pensando en solucionar los suyos, su rostro ha modificado ligeramente la expresión agria con que le recibió por una compasiva pero su mirada pugna aún por desprenderse de las limaduras de hierro que lleva adheridas desde hace años, tal vez la secuela de los muchos días pasados contemplando miserias. Por fin carraspea, se rasca el cogote durante largo rato y comienza a interrogarle suavemente. ¿Pretendía robar?… Eso tiene más sentido. El hambre es siempre un atenuante, pero aún así no conseguirás salir bien librado, son muchos los comerciantes poderosos y cabreados dispuestos a pedir tu cabeza en bandeja de plata. ¡Si al menos le permitiera avisar a sus padres!, el Juez sería más benévolo si éstos prometieran hacerse cargo….
De la boca del joven sale una firme protesta contra la suposición de que sea capaz de robar. La frívola acusación del inspector le hace ver con tal lucidez su situación que decide encerrarse en un mutismo hostil.
-¿Quieres que me crea que paseabas tranquilamente y para desahogar tu resentimiento contra la sociedad empezaste a romper todo los escaparates que tenías a mano? ¿Es eso lo que quieres que ponga en el expediente?
No recibe respuesta alguna. El silencio se prolonga un par de minutos durante los que el inspector no deja de rascarse la calva con fruición hasta hacerse sangre.
-Está bien. Hemos comprobado que careces de antecedentes penales, esto será un punto a tu favor. Mi opinión es que estás totalmente majareta, chaval. Espero que el Juez opine lo mismo y te interne durante un tiempo en el lugar adecuado. Si nos facilitas la dirección de tus padres todo será mucho más fácil para ti.
El hombre calvo está sacando su vena paternalista. Tal vez tiene un hijo de su edad y la imagen de éste en una situación parecida le está ablandando, o puede que se haya producido el milagro y su escasa capacidad de empatía hacia el prójimo se ha puesto en marcha durante unos segundos por algún escondido motivo. El joven piensa: si todos nos pusiéramos en lugar del otro, si pudiéramos sentir sus pensamientos, comprenderíamos mejor sus problemas. No conoce la palabra empatía pero de alguna manera intuye que ésta es la facultad humana más importante del hombre como ser social. Desgraciadamente es tan rara como el oro cuya veta interrumpe el color terroso del suelo haciéndolo resplandecer. Gracias a esa veta los seres humanos consiguen el toque de bondad capaz de librarles por un momento de la fealdad de las fauces con que han sido dotados por la naturaleza para enfrentarse a los peligros de la selva.
Estos pensamientos son demasiado complejos para él aunque está descubriendo que la situación límite en que se encuentra agudiza su mente ayudándole a ver cosas que antes le pasaban completamente desapercibidas. Lo achaca a su inteligencia escondida que empieza por fin a surgir de la oscuridad y que acabará por darle grandes satisfacciones. Tal vez sin pretenderlo, como un nuevo Newton al que le ha caído encima la manzana tonta, haya descubierto la solución a todos los problemas de la humanidad. Un poco de simpatía por parte de las personas que nos rodean y nuestra vida puede cambiar, cualquier vida aún la más destrozada puede ser recuperada. A pesar de su extremada juventud no le queda mucha esperanza ni en los hombres ni en la naturaleza humana. No cree en nadie ni en nada, quizás un poco en el destino que tan pronto nos besa como nos escupe en plena cara sin razón alguna. Si él fuera un jugador disfrutaría con un porcentaje tan alto: el cincuenta por ciento. Pero no lo es, odia dejar cualquier cosa en manos del azar, todo debería ser lógico y conseguirse con el propio esfuerzo. Si pudiera pedirle algo a la vida se conformaría con un poco de comprensión y humanidad; algo que nunca encuentra, no al menos en dosis suficientes para que ésta sea digna de ser vivida.
Otra vez en la celda se deja caer a plomo sobre el catre. Por fin su mente ha quedado en libertad otra vez. Siente como si un águila de poderosas alas le transportara sobre sus sedosos lomos lejos, muy lejos de la obscena realidad, hacia un lugar donde uno puede dejar su corazón al descubierto, desnudo; una posibilidad que a todos nos inquieta, como es inquietante la desnudez física del otro. Desnudez que tratamos siempre de disimular entre los recovecos de la palabra o la sonrisa. Nunca será capaz de convertirse en un actor, algo indispensable para triunfar en una sociedad donde el disimulo es condición indispensable para ser aceptado, antes arrojará su corazón a un muladar. Está cansado de lanzar la culpabilidad sobre hombros ajenos; se pregunta por las causas que hacen de él un ser anormal incapaz de adaptarse a la vida social. Encuentra muchas, todas se resumen en la herida del pecado original; de eso le han hablado en las sesiones de catecismo previas a la primera comunión. La angustia de sufrir por algo que nunca podrá remediar le inquieta de tal manera que hinca sus calcaños en los costados y obliga al águila a extender sus alas y llevarle, atravesando parajes donde no acecha el monstruo de la culpa o el remordimiento, hacia un recóndito paraíso.