Allí estuvimos largo rato en silencio. Miré el reloj. Eran más de las dos de la madrugada. Llevábamos horas hablando. Deseé marcharme. Pero como escritor y buen periodista, su historia era demasiado interesante para cortarla justo en ese punto. Cuando le noté más calmado le invité a sentarse y seguir con una historia que pocos creerán real. Sin embargo, luego me documenté sobre las prácticas psiquiátricas de aquella época y pude comprobar que el loco aún se quedaba corto. Los frenopáticos de aquel tiempo, anterior a la nueva psiquiatría, eran auténticos infiernos. Duchas frías, cadenas, etc. La locura es una de las enfermedades menos conocidas y más terroríficas. Estoy convencido de que aquellos psiquiatras que trataron al loco procuraron más exorcizar sus demonios que curarle. La locura nos da miedo, nos aterroriza. Porque si hay algo que va más allá del horror es la posibilidad de que alguien siga vivo sin consciencia de sí mismo. -Siga con lo que me estaba contando….
-¿Qué más podría contarle? A partir de aquel momento –y no tendría más de veinte años- mi vida se transformó en un infierno, no una temporada como creo que dice Rimbaud, sino muchas temporadas, con algún que otro periodo de calma. La huelga de hambre tuvo que ser descartada como medida de presión, porque la alimentación que recibía era realmente brutal. Aparte de lo mal que lo pasaba intentando no ahogarme, la humillación terrible que recibía día tras día, era algo superior a mis fuerzas.
-¿Abandonó la huelga de hambre?
-No sin luchar hasta el último aliento. Me sacaron de la habitación y me llevaron a un sótano, con camas de hierro, húmedo y solitario. Allí estaba solo todo el día. Me ataron a la cama. Pero no con vendas o con ataduras de cuero, como he visto que a veces atan a los pacientes en los hospitales. No. Me ataron con cadenas.
-¿Con cadenas? ¿Lo dice en serio?
-Muy en serio. Eran auténticas cadenas y muy gruesas. Me sentí como un condenado a muerte en una mazmorra de un castillo medieval. Es cierto que había luchado por desprenderme de mis ataduras, como haría cualquier preso. El derecho a la libertad es lo más sagrado del hombre. Pero nunca hubiera podido romper unas ataduras de cuero. Fue un castigo humillante, salvaje, y concienzudamente pensado para destrozar mi “ego”. No podía romper las cadenas, pero podía salvar mi dignidad. Lo hice con la madurez que un joven de veinte años es capaz de desarrollar en una vida dura y repleta de tragedias.
“Pero discúlpeme, creo que he recordado mal la secuencia de los hechos. Han pasado ya tantos años que no es extraño que la memoria me juegue a veces malas pasadas. La huelga de hambre no la decidí así como así. En realidad lo que ocurrió fue lo siguiente:
“ Llegaron mis padres a visitarme y una vez más les reiteré la necesidad de que me sacaran de allí. De no hacerlo terminaría por volverme realmente loco. Les supliqué que no hicieran caso de aquel psiquiatra joven e inexperto. El hecho de que hubiera estudiado una carrera universitaria y tuviera una docena de títulos no le hacía necesariamente una persona sensata y sabia… No me hicieron caso. Para ellos era sencillo decidir entre la ciencia de un sumo sacerdote y la evidente locura de un hijo. Les bastaba con hacer caso de la cabeza, en lugar de escuchar a su corazón.
“Desesperado salí corriendo hacia la salida. Atravesé el inmenso patio como si me persiguieran los peores demonios del infierno, lo que no dejaba de ser cierto, y decidido emboqué la puerta de salida, donde un portero controlaba todas las entradas y salidas. Pero no pude llegar hasta él. Había previsto que sería fácil deshacerme de un portero mayor y menos fuerte que yo. Algo imprevisible, el destino, me tumbó en el suelo. Siendo un niño ya había sufrido una crisis nerviosa, con efectos asmáticos, cuando me enfrenté en la escuela con los matoncitos que deseaban mis canicas. No recuerdo si le he contado ese episodio. Imagino que sí. En aquel momento ni se me pasó por la cabeza esa posibilidad. Sin embargo ocurrió. El estado de nervios en que me encontraba, unido a la desesperación y a una cólera sorda que no era capaz de controlar, me produjeron una terrible crisis asmática. No podía respirar, me ahogaba literalmente. Tuve que dejarme caer al suelo y desde allí, boca arriba, rogué a Dios que no permitiera mi muerte de una forma tan humillante. Abría la boca hasta desencajarme las mandíbulas e intentaba que un poco de aire penetrara hasta mis pulmones.
“Los celadores que habían salido tras de mí, siguiendo las órdenes del psiquiatra, se lanzaron sobre aquel deshecho humano que jadeaba en el suelo. No se anduvieron con contemplaciones, no tuvieron compasión, ni siquiera se llegaron a plantear que yo era un ser humano. Sencillamente debieron pensar que su trabajo estaba en juego y decidieron darme una paliza de muerte, para que aprendiera a pensar en los demás.
“¿Qué necesidad existía de patear a un joven que, tirado en el suelo, estaba más preocupado de respirar lo suficiente para no ahogarse, que de escapar? Me patearon como en las películas. Con la puntera de sus zapatos me golpearon en los costados, hasta cansarse. Luego me pisaron el pecho, por si aún lograba aspirar algo de oxígeno. Creo que también llovieron puñetazos sobre mi rostro, hasta hacerme sangrar por la nariz. Yo no podía suplicar, porque no era capaz de hablar. Tampoco podía enfrentarme a ellos, dos matones de gran envergadura. Me limité a encogerme como si fuera un fetillo en el vientre materno y a decirle a Dios que si me sacaba de allí vivo le prometía ser bueno el resto de mi vida.
“Ni Dios ni los matones me hicieron mucho caso. Si logré sobrevivir no se debió a que la divinidad aceptara mi pacto, ni a que los matones consideraran que la paliza había sido más que suficiente. La aparición de mi madre, chillando como una loca y llorando como una “mater pietatis”, la intervención de mi padre, y sobre todo la orden del terapeuta (que no se dio mucha prisa en darla) me libraron de una muerte cierta, a los pies de unos auténticos bestias que con absoluta seguridad estaban más locos que yo. Como puede ver la cordura y la locura no se miden por normas inmutables. Quien tiene poder será siempre cuerdo, haga lo que haga, y quien carece del menor resorte para meter miedo en su entorno, será siempre un loco, aunque esté sobre el suelo, recibiendo una mortal paliza. Aquello no podía ser cierto, pensé, con estupor.
-¿Me dice en serio que recibió una paliza tan terrible de quienes estaban encargados de cuidar de su salud?
-¿Cree que miento? Ahora resulta difícil imaginarse cómo eran los frenopáticos en aquellos tiempos. Solo quienes hemos vivido en ellos sabemos el “trato” que los supuestos y amables cuerdos daban a los locos, poseídos por Satanás y capaces de matar a nuestra propia madre, si no se nos sujetaba con cadenas, en sótanos inmundos.
-Disculpe si le he dado esa sensación. No veo que tenga tanta imaginación como para escribir esa novela en su cabeza, ni mucho menos considero que le mueva algún interés en desprestigiar a profesionales e instituciones que ya están fuera de la circulación.
-No, no me mueve ese interés. Si así fuera le daría nombres y apellidos y situaría los centros en lugares perfectamente identificables. Al salir de allí hubiera puesto una denuncia y habría intentado que aquellos malnacidos no quedaran impunes.
-¿Cómo logró salir de allí?
-Me costó un tiempo. Los celadores me arrastraron por el suelo de cemento, sin la menor consideración. Mis padres contemplaron horrorizados la escena y el psiquiatra debió de esbozar una sonrisa irónica.
“Ya te lo dije, chaval, te necesito aquí el tiempo suficiente para poder estudiar a mi conejillo de indias favorito”. “Permanecí atado con cadenas, como un forzado, durante varios días, tal vez más de una semana. Continuaban obligándome a comer, utilizando el embudo de plástico. Me sujetaban la cabeza, me introducían en la boca una horma de goma, para que no pudiera cerrarla y a través de ese artilugio me arrojaban el puré lo que fuera, como el surtidor de una gasolinera echa, implacable y rítmicamente, el combustible en el depósito del coche. Aunque debo decirle que más que un coche yo me veía como un cerdo cebado para el matadero. No me hubiera sorprendido la aparición de un matarife, con un cuchillo bien afilado, en aquel sótano húmedo, infecto.
“Lo esperé con cierta ilusión. Prefería que me descuartizaran a soportar aquellas horas que se hacían infinitas, tumbado en la cama de hierro, con el colchón meado por mis predecesores y oliendo como en una cloaca. Las manos atadas me impedían leer, suponiendo que alguien me hubiera dejado un libro; no me permitieron el transistor –a mis razones contestaban con risas, era evidente que intentaban doblegarme a cualquier precio- solo tenía mi mente para viajar sobre nubes de fantasía o para ser torturado por imágenes de un previsible futuro que no cesaban de atormentarme un solo segundo… Solo la mente era mía, porque mi cuerpo era totalmente suyo.
“Aprendí a fantasear sin interrumpirme durante horas y horas, días y días. De aquel infierno me quedó mi facilidad para inventarme cualquier tipo de historias, para delirar como un auténtico demente, sin serlo. Llegué a descubrir todas las argucias que la cabra loca de mi mente inventaba para perderme. Cuando años más tardes leí esa misma expresión en un libro de budismo, me eché reír con ganas. ¿Acaso necesitaba yo a un lama para saber que nuestra mente es la peor cabra loca que uno puede echarse a la cara?
“Me hice más duro, mucho más duro, de lo que era al entrar en aquel infierno. Al salir llegaría a pensar que yo era el hombre más duro de este planeta, un auténtico superviviente… Ja,ja. Era un ingenuo y lo seguiré siendo hasta mi muerte. Si hubiera sido la mitad de duro de lo que pensaba, la vida no me hubiera sacudido tantas “hostias” como recibiría la siguiente década.
“Decidí abdicar de una parte de mi dignidad, de la que era capaz de prescindir sin volverme loco, sin dejar de considerarme un ser humano y buscar, a través de la astucia y la interpretación magistral, una puerta abierta que me permitiera alejarme de aquellas calderas de pez y sangre hirviendo, hacia la cumbre de cualquier montaña, donde pudiera respirar a gusto, sin recibir una patada en la barriga. Lo planeé cuidadosamente, con gran meticulosidad … y así lo hice.
-¿Qué hizo?
-¿Qué hice? Humillarme hasta transformarme de insecto en gusano. Repté por el suelo hasta llegar a la puntera de sus zapatos, desde allí alcé mis ojos suplicantes, humildes hasta el vómito, y les dije lo que llevaban tanto tiempo deseando escuchar: “Sí, amados cuerdos, generosos normales, he decidido abandonar mi huelga de hambre. Y no lo hago porque os considere más fuertes y poderosos, sino porque he descubierto que estaba equivocado, que mi actitud procedía del demonio tentador, del orgullo satánico, de la testarudez del loco, de la irracionalidad del demente, del rugido de la bestia, de la obcecación del buey atado al yugo.
“Sí, amados cuerdos, generosos mortales, he decidido pediros perdón, suplicar de vuestra generosidad, de vuestra sensibilidad, de vuestra humanidad, me concedáis una oportunidad, una última oportunidad, antes de arrojarme a la sentina, de cubrirme de lodo y de mierda, de transformarme en una rata de cloaca.
“Sí, mis muy amados normales, mis adorados y sensibles amigos, he decidido que nunca, nunca, que jamás volveré a rebelarme contra el poder establecido, contra la cordura, la normalidad, lo políticamente correcto, lo verdadero. Nunca volveré a alzarme contra las palabras de leche y miel que brotan de vuestras bocas, contra la palabra divina que os ha sido transmitida de generación en generación. Vosotros poseéis la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. Como poseedores de la verdad absoluta os reverencio, os adoro, os rezo, os suplico. Aquí estoy, arrojado a vuestros pies, como un humilde pecador, deseando el perdón y las sagradas aguas bautismales de la penitencia.
-¿Eso hizo que le soltaran?
-Jaja. Es usted un ingenuo. Ni aunque hubiera pasado mi lengua por la suela de sus zapatos, ni aunque hubiera limpiado los vómitos de todo el frenopático a lengüetazos, ni aunque les hubiera subido a un altar y adorado sacrificando animales y quemando su grasa en sus altares, ni aún entonces me hubieran perdonado. Antes necesitaban saber si mis palabras brotaban de un corazón arrepentido o de un loco, émulo de Marlon Brando, que estaba realizando la mejor interpretación de su vida.
“Por supuesto que no me soltaron de inmediato. Con la disculpa de que eso solo podía autorizarlo el psiquiatra, que no estaba en aquel momento, me mantuvieron atado con cadenas veinticuatro horas más. Cuando el joven terapeuta, el dios de la ciencia, aquel mequetrefe que deseaba medrar a mi costa, llegó a su despacho y se enteró de mi cambio de actitud, fue a visitarme y se alegró de corazón de que hubiera empezado a pisar la dulce senda de la racionalidad. No obstante aquello bien podría deberse a la capacidad simulatoria del loco, que con tal de librarse del merecido castigo, es capaz de arrodillarse ante cualquiera. Otras veinticuatro horas lograrían convencerlo de la sinceridad de mi propósito de enmienda. Y cuando estas pasaron necesito un día más para reafirmar su certeza.
“Aquella humillación extra nunca se la perdoné. Estoy seguro de que si hoy día me lo presentaran cara a cara no lograría controlarme lo suficiente para no aferrarme a su cuello y apretar hasta que el morado pasara al pálido cadavérico. Un terapeuta que actúa de esa manera no pretende curar a un enfermo, sino vengarse de él, doblegarle, humillarle hasta convertirlo en su esclavo, en una marioneta que salta y brinca a su voz meliflua de dictador omnipotente.
“Mire… Nunca negaré mi tozudez, mi cabezonería de tauro redomado, mis delirios y utopías de rebelde estúpido, fuera de la realidad. Nunca negaré mis defectos, porque están ahí, a la vista de todos. Pero hay algo que no soy ni seré nunca: una mierda de persona, capaz de lamer cualquier culo del que pueda obtener una ventaja.
“Soy un ser humano que no puede soportar la injusticia sangrante. Que no puede callarse y decir que no está viendo nada, cuando un hermano es masacrado por un poderoso, aunque su poder sea muy relativo y casual, como en esencia son todos los poderes, que se basan en circunstancias que terminan por pasar con el tiempo.
“Soy un hombre muy paciente, como lo he demostrado en reiteradas ocasiones a lo largo de mi vida. Pero esas situaciones en las que un hombrecillo normal y corriente acaba por considerarse un dios, dueño de vidas y haciendas, me acaban superando siempre. La santa cólera estalla como fuegos artificiales y una situación cualquiera, que bien podría haber sido tan solo un pequeño tropiezo, se transforma en un auténtico infierno.
“Lo peor en realidad no es eso, las complicaciones y pequeñas tragedias que me acarrean esos brotes de rebeldía, el típico problemilla que debería resolverse en un tiempo razonable. Lo peor, la secuela que acaba destrozando mi vida, y debido a la cual nunca seré capaz de perdonar a ese tipo de “personajillos” es el rencor que se va acumulando en mi interior. Lo peor es el odio que se pudre en mis entrañas. Que me impide perdonar a quien me han hecho mucho daño. Que me impide relacionarme con normalidad con quienes ni siquiera me han hecho el menor daño, a los que acabo de conocer y que incluso a simple vista me parecen buenas personas.
“Es el gran defecto de carácter por el que estoy aquí, en esta vida, purgando mi karma, e intentado evolucionar hacia un nivel superior de consciencia, hacia una espiritualidad más pura y generosa. Todo, absolutamente todo, desde que tengo uso de razón, ha gravitado alrededor de este agujero negro.