El decano me esperaba ansioso. Pude calibrar la intensidad de su ansia por el lugar en el que me aguardaba. Paseaba nervioso por el hall, seguramente no era capaz de soportar el menor retraso, ni siquiera el tiempo que los servicios de seguridad tardarían en identificarme y en comunicarle que yo estaba allí. Teniendo en cuenta que yo siempre había sido un incordio para él y que no había podido disimular su alegría cuando le pedí el año sabático, era cuando menos chocante semejante solicitud.
Al verme entrar se acercó rápidamente a mí, me preguntó si llevaba la cajita y al verla hizo un gesto al guardia de seguridad que se aproximaba, dándole a entender que sobraban los controles sobre mi persona. Subimos en el ascensor hasta su despacho. Ya allí me invitó a sentarme y me invitó a una copa que no rechacé. Tuve la impresión de que intentaba disimular a toda costa su curiosidad, no quería mostrarse como el solicitante de un préstamo del que dependía todo su futuro, eso le pondría en inferioridad de condiciones respecto a mí, algo que no aceptaría de ninguna de las maneras, ni con un hierro candente frente a su cara. Si le humillaba en demasía sería capaz hasta de negarme cualquier ayuda, aunque supusiera dejar de protagonizar la aventura científica y humanística más importante de nuestra historia.
Yo al menos así lo creía. Lo que no me iba a transformar en un pedigüeño indigno. Yo también tenía mi orgullo. Me limité a beber un trago, a observarle discretamente y a esperar que diera el primer paso.
-¿Puedo ver el contenido de esa cajita?
-Por supuesto, decano.
No me apresuré lo más mínimo. Di otro trago a mi bebida, puse la cajita sobre la mesa de su despacho y miré alrededor como un invitado sin ninguna prisa en abandonar la casa a la que ha sido invitado.
-¿No puede darse un poco más deprisa?
-Como quiera.
Había ganado un tanto. El se mostraba más interesado que yo, no había podido controlarse. Puse mi mano sobre la superficie de la caja y tanteé como si hubiera olvidado el mecanismo de apertura. Estaba disfrutando de lo lindo con la cara que ponía aquel hombre odioso.
-Disculpe, decano, pero no recuerdo cómo conseguí abrirla, fue pura casualidad.
-Vamos, vamos, no se haga de rogar. Tendrá todo lo que me pida si lo que hay dentro merece la pena.
Había tirado la toalla y gruesas gotas de sudor se deslizaban de su frente a pesar de la climatización excelente de la habitación. Tomé nota y me dispuse a jugar fuerte cuando la partida de cartas llegara a su momento culminante. La yema de mi dedo índice resbaló, como al azar, sobre el lugar que recordaba perfectamente. No sucedió nada.
-¿Qué ocurre? ¿Ha sido capaz de mentirme? Le juro que sí es así no volverá a pisar esta universidad.
-No se inquiete decano, todo tiene su tiempo.
De pronto se oyó una voz en la habitación. Parecía no venir de parte alguna. Reconocí de inmediato la voz inconfundible del anciano parloteando en aquel extraño idioma que tenía vagas reminiscencias de lo que algunos estudiosos habían denominado “lengua omeguiana”. Algunos documentos que se atribuían al desaparecido planeta Omega fueron vendidos, unos años antes a un precio desorbitado. Los compró la universidad y el decano había gastado una parte muy importante del presupuesto anual en aquellas adquisiciones. Esa era en parte la razón por la que aquel hombre ruin estaba tan interesado en mi descubrimiento. La comisión de expertos que nombrara para el estudio de aquellos documentos no había sacado gran cosa de ellos. Tenía al Consejo universitario tras sus pasos y se rumoreaba que su cargo estaba en juego.
-¿Quién está hablando? ¿De dónde viene esa voz?
-No se inquiete, pronto aparecerá la imagen. Parece una tecnología muy simple, pero juraría que es mucho más avanzada que la nuestra.
El decano se apresuró a tomar un largo trago de su copa. Cada vez sudaba más y no podía dejar de moverse, de acá para allá. Por fin la figura holográfica del anciano se mostró. Continuaba paseándose por el recinto donde había efectuado la grabación. En uno de estos paseos su cuerpo virtual atravesó las paredes del despacho del decano. Éste casi sufre un soponcio.
-¿Ha logrado traducir algo?
-Por supuesto. El nombre de este anciano es Ermantis y dice ser el presidente del Consejo planetario de Omega. Salvo que sea una excelente falsificación, y permítame decirle que lo pongo seriamente en duda –no conozco una tecnología que se parezca a ésta- estamos sin duda ante el diario del que fuera el “mandamás” supremo del legendario planeta Omega. Si se confirma sería el descubrimiento más importante a nivel científico e histórico de los últimos siglos. ¿Qué le parece?
-¿Podría poner su programa traductor en marcha? Necesito saber lo que está diciendo.
Hice lo que me pedía. Si quería la nave con la tripulación necesaria y que se me concediera una licencia en blanco para el viaje que pensaba realizar de inmediato en busca de Omega no podía enfadar el decano. El programa traductor se puso en marcha y sobre la voz del anciano una voz metálica de mujer –me gustaba utilizar voces femeninas en mis programas, los hacía menos molestos- comenzó lo que supuse una traducción muy poco fiel, dado que aquel programa, uno de los mejores del mercado, sino el mejor, no había tenido tiempo suficiente para comparar aquella lengua, con la que yo le había ordenado trabajar, con el lenguaje utilizado en los “documentos omeguianos” –así los llamaron los expertos- y que a simple vista uno podía apreciar eran lenguas distintas, aunque sin duda procedentes de un tronco común.
El decano escuchó con atención un largo rato. Finalmente me hizo un gesto con la mano y desconecté la traducción.
-Le facilitaré una nave de exploración académica, recién salida del taller, donde ha sido remozada con la última tecnología. Tendrá la tripulación que necesite y la que usted elija, con la condición de que yo pueda conformar un grupo científico aprobado por el Consejo rector de esta universidad, en el que irá un delegado del decanato, con amplios poderes.
-¿Cómo de amplios, decano? No estoy dispuesto a ceder el mando de la expedición a nadie, ni siquiera a usted.
-Vamos, hijo, no está usted en condiciones de exigir.
-¿Usted cree? ¿Qué sucedería si me llevara esta cajita y buscara financiación privada?
Alargué la mano en un gesto que cortó rápidamente el decano.
-Está bien. Usted tendrá el mando sobre la expedición, pero mi delegado podrá opinar sobre todo y decidirá cuándo la nave regresará a casa. Todos los descubrimientos científicos formarán parte del copyright de esta universidad, aunque eso sí, usted podrá escribir sus memorias y los libros que desee. Recibirá una cantidad por la cesión de sus derechos de explotación y una pensión que podrá transmitir a sus herederos y…
-Un momento, decano, no puedo estar de acuerdo con sus condiciones.
-¡Ah, nooo…! ¿Y qué sugiere usted?
-Quiero una participación en los beneficios de la explotación de todo lo que se consiga con la expedición…
-Un dos por ciento. No hay nada más que hablar.
-Quiero un diez por ciento o me voy con la cajita.
-Está bien. ¿Algo más?
-Podré utilizar todos los descubrimientos en mis memorias, ensayos y tratados, sin restricción. La universidad me permitirá dar cuantas conferencias quiera y no se me prohibirá ni censurará la difusión de cualquier dato que considere debe ser divulgado.
El decano se sentó en su sillón, tras la mesa de despacho y redactó un borrador. Me lo pasó con gesto hosco y tras una meticulosa lectura di mi aprobación.
-Mañana a primera hora pasará a firmar el contrato. Desayunaremos juntos y remataremos los detalles de la expedición. Y ahora, si me disculpa, tengo muchas cosas que hacer para que mañana esté todo listo. Apague ese trasto y lléveselo. Le espero mañana a las nueve, ni un minuto más ni un minuto menos.
-Como usted diga, decano.
Logré apagar la grabación, algo que me costaba siempre mucho más que encenderla, ignoraba la razón. Hice un saludo militar al decano, bastante sarcástico, y salí del despacho con toda la rapidez posible. Estaba satisfecho de lo conseguido. Sabía que el decano me odiaba o al menos sentía hacia mí una repugnancia casi física, no obstante me había escuchado con atención y una vez convencido de la importancia del descubrimiento no le quedó otro remedio que tragarse su bilis y aceptar mis condiciones. Ahora me esperaba Oliana, otro hueso duro de roer, aunque mucho más guapo.
De pronto mi vida había dado un giro de ciento ochenta grados. A punto de iniciar un año sabático, placentero por el ocio que me iba a proporcionar, pero bastante aburrido en cuanto al proyecto científico que me lo proporcionara –eso sí, con la generosidad del decano que habría aceptado cualquier cosa con tal de perderme de vista- en cuestión de horas estaba a punto de embarcarme en la mayor aventura científica de nuestra historia. Incluso, con un poco de suerte, me acompañaría Oliana. ¡Qué más podría pedir!
Continuará.