Nota: Una gran amiga que estuvo siguiendo esta novela cuando la subía a Grupobuho, hoy desaparecido, se ha interesado por su continuación. Eso me anima a intentar acabarla y para ello iré subiendo aquí los capítulos que continúan la historia tal como la dejara en Grupobuho. Para los interesados en leerla desde el principio remito a mi almacén, donde podrán bajarse los tres archivos en que dividí la historia hasta ese momento.
Un escritor frustrado I parte
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Un escritor frustrado II parte
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Un escritor frustrado III parte
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EN LA CASA DE LA MUJER FANTASMA
En cuanto controló a Fogoso desmontó y tomando la mochila que había traído al efecto, con lo que supuso artilugios de primera necesidad, le dio una palmadita en el lomo y lo dejó partir. El caballo agradeció la libertad con un largo y agudo relincho y se perdió en la noche. Córcoles encendió el mechero para cerciorarse cuanto antes de que aquella era la mansión de la señora fantasma, Julita por otro nombre. No quiso sacar la linterna de la mochila porque otra necesidad le acuciaba. En cuanto se cercioró de que delante había una pared, de que el tejado no había sido un plano de un delirio mental y de que solo podía ser una casa porque en el valle solo una había de semejantes características, tiró el pitillo, guardó el mechero y colocándose contra la pared buscó su otro pitillo bajo la cremallera del pantalón vaquero.
Los buenos autores, de postín, suelen pensar que es una norma no escrita no hablar de las necesidades más bajas del ser humano, excepto del sexo, que para unos es baja y para otros, alta. ¡Vaya usted a saber por qué razón, tal vez porque unos tienen el sexo a la altura de la boca y otros donde lo tenemos todos! Yo ni quito ni pongo rey, me limito, como “narrador realista” a describir las necesidades de quienes las tienen y cuándo. Otro autor y de mucho prestigio, Cervantes, a quien yo admiro sin restricciones, no se avergonzó de describir cómo
Sancho se fue patas abajo en la famosa aventura de los Batanes y de cómo su amo le dijo aquello de “aquí huele, Sancho, y no a ámbar”.
Lo cierto en este caso es que Córcoles sacó su miembro viril, que tantas aventuras gloriosas había vivido, y lo dedicó a otra más grosera, a desaguar los líquidos internos. Debía tener muchos y muy apretados porque salieron con gran fuerza, salpicando la pared, y de paso a su poseedor. Estuvo largo rato haciendo aguas y cuando ya terminaba sintió que el vientre se le aflojaba. Estuvo a punto de bajarse los pantalones a toda prisa y que saliera el sol por Antequera, cuando una especie de mano gigantesca oprimió su vientre y el viento buscó una salida. La ventosidad fue larga, sonora, espantosa, a juicio de Córcoles que se cuidaba mucho de lo que comía, cuándo y a quién vería después. Utilizaba cuanto producto de farmacia se publicitaba para esos efectos y pedía consejo a médicos y farmacéuticos de confianza. Éstos le decían siempre que para evitar los gases nada mejor que comer con calma, sin tomar aire entre bocado y bocado, es decir no hablando mucho y procurando no comer mucho y llevar una dieta adecuada. Todo esto y mucho más hacía Córcoles, especialmente cuando preveía que se acostaría con algún cuerpo desnudo de mujer. Entonces, sobre todo las primeras veces, procuraba que algo tan bajo y natural no le traicionara nunca.
Cuando el viento se aplacó y Córcoles, doblado y haciendo fuerza en los músculos correspondientes, pudo evitar que saliera algo más sólido, y el tiempo transcurrido en la postura le dijo que ya no había peligro, decidió que eso era todo. Se abrochó la bragueta y de pronto le entró una risa tonta e incontrolable. Cuando se recuperó un poco le dedicó la ventosidad a la fantasma, en voz alta. Va, por ti. A continuación le entró de nuevo la risa. Como estaba a oscuras palpó la pared y fue caminando hasta llegar a lo que supuso era la puerta. Se llamó idiota. ¿Qué necesidad tenía de ir palpando a oscuras cuando podía alumbrarse con el mechero? Echó mano al bolsillo y no lo encontró. Rebuscó por toda su ropa, bolsillos del vaquero, interior de la cazadora, el bolsillo de la camisa. Nada. A oscuras abrió la mochila y hurgó hasta encontrar la linterna. La sacó y le dio al interruptor. No se encendió. Maldijo su suerte. Como pudo desenroscó la tapa y manipuló las pilas. Todo parecía estar bien. ¿Entonces por qué no se encendía? Con paciencia infinita fue cambiando las pilas, una a una y probando? Al fin la linterna iluminó un retazo de pared. Enfocó la puerta. Era de madera, en sus tiempos debió de ser una puerta muy sólida, ahora parecía carcomida por el tiempo. Se acercó y la empujó. No se movió. Lo que me faltaba, se dijo, que estuviera cerrada con llave.
Entonces se acordó del mechero. ¿Se le habría caído al suelo? Buscó en círculos cada vez más amplios. Como no lo encontrara se puso de rodillas y comenzó a recorrer el espacio con la palma de las manos. No es que fuera una gran pérdida. Estaba harto del maldito mechero, pero si era un regalo de la letrada ella lo echaría en falta y se ofendería. Si en cambio fue un regalo de la criminóloga no habría el menor problema, se había casado y ya no se veían. Si algún día le echaba de menos porque su matrimonio hacía aguas, seguro que en lo último que pensaría sería en el “mecherito” de los demonios.
Tocó algo. Hurgó y sacó el mechero. Estaba bajo una especie de mata de hierbajos. Miró hacia la pared, donde se había apoyado para hacer el pis. No comprendía cómo podía haber llegado hasta allí. Estaba muy lejos y no hizo movimiento brusco alguno. De eso estaba seguro.
Ya de puestos, se dijo… Y miró en la mochila. Allí siempre guardaba un mechero zipo que nadie le había regalado. Lo había comprado él con vistas a su vida campestre. Se rió entre dientes. Aquella era la primera excursión que hacía en mucho tiempo. Luego revisó toda la mochila. No faltaba nada, al menos no echaba de menos algo importante. La cerró con cuidado y se la echó a la espalda. Regresó a la puerta y estuvo manipulando sin éxito. Volvió a descolgar la mochila y sacó un cuchillo de monte, muy bueno, de dimensiones medias, bien afilado, resistente, de primera calidad. Todo eso se lo dijo Sebastián cuando se lo regaló después de pasarle a una amante que se estaba poniendo muy pesadita. Córcoles no quiso investigar si era cierto. El cuchillo parecía muy bueno y eso le bastaba. Ahora lo pondría a prueba. Lo sacó de la funda y fue pasando la punta por las hendiduras de la puerta, tanteando aquí y allá. Por fin decidió probar con la cerradura. No estaba echada la llave. El no era un cerrajero ni sabía nada de cerraduras, sin embargo estaba claro que la punta del cuchillo pasaba donde debería haber estado el trozo de metal que encajaba en el hueco correspondiente de la jamba.
Si la puerta no estaba cerrada con llave no sería tan complicado abrirla. La madera se habría dilatado por el calor y encajado en la jamba. Tal vez una simple patada serviría. Se echó hacia atrás, iluminó la puerta con la linterna y como si de un Bruce Lee se tratara soltó una buena coz de costado, como en las películas. Su pie rebotó en la madera, un terrible dolor se apoderó de su tobillo, pero la puerta no se abrió. ¡Maldita sea! Lo que me faltaba, se dijo, bajo el puerto a oscuras, a un “trís” de despeñarme, le echo c… al asunto para que Hortensia no se burle de mí, me atrevo a enfrentarme a una mujer fantasma… ¿y todo para qué? Para encontrarme con una maldita puerta cerrada que no puedo echar abajo.
El persistente dolor en el tobillo le hizo pensar que sería mejor tomárselo con calma. Como pudo se sentó en el suelo, iluminando con la linterna a su alrededor. La oscuridad era completa. ¿También había tenido la mala suerte de elegir precisamente una noche sin luna? Bien podría haber comprobado en el calendario los días de luna llena y elegir uno de ellos. Pero Córcoles no era precisamente un hombre reflexivo y pragmático, tomaba las decisiones en el momento, en caliente, y si no lo hacía, luego, con el tiempo no era capaz de ver otra cosa que el lado oscuro de los acontecimientos. ¿Dónde estaría Fogoso? Regresar a casa a “patita”, después de haberle ventoseado a la fantasma en las narices y de haber visto la casa lo suficiente como para que Hortensia se convenciera de que había estado allí, no era precisamente el regreso triunfal del héroe. ¡Maldita sea mi estampa! Intentó silbar, pero solo le salió un silbidito ridículo. Bueno, dejaría al caballo en paz, ya aparecería por la mañana buscando al dueño, y si no lo hacía…¡que se lo comieran los lobos! ¡Maldito caballo del demonio!
La postura no le hacía bien, el viejo dolor en el coxis, consecuencia de la caída del caballo, regresó a él con fuerza. Tampoco era buena para el tobillo, se veía obligado a mantener estirada la pierna y eso no era precisamente muy cómodo. Decidió ponerse en pie y seguir intentando echar la puerta abajo. Colocó la linterna en el suelo, para que iluminara un poco la puerta y tomando carrerilla y renqueando como un cojo se lanzó contra el último obstáculo que le separaba de la adorable mujer fantasma. Según iba acercándose colocó su hombro izquierdo por delante, y fue éste quien rebotó contra la puerta, con un crujido como de huesos astillados. Cayó al suelo y allí permaneció unos minutos, respirando con fuerza, intentando calmar el dolor del hombro. Se lo palpó con fuerza. No parecía haber nada roto, era lógico que le doliera tras un golpe como aquel. Se levantó y observó que la puerta se había movido ligeramente. Una rendija por la que cabía un dedo le hizo pensar que tal vez la madera arrastraba por el suelo. Se arrodilló y lo comprobó. Efectivamente, el suelo estaba formado por enormes piedras planas unidas por una especie de amalgama seca de yeso, rota en muchos sitios. Una de las piedras presentaba una ralladura, como un pequeño surco, que parecía generada por el constante arrastrar de la puerta. Terminaba en un ligero saliente. Sin duda era lo que impedía abrirse a la puerta.
Córcoles se puso en pie e intentó subirla un poco, para que pasara por encima del saliente. No lo consiguió, tocaba en la jamba de piedra y solo raspando el lado superior con un cepillo de carpintero se podría llegar a conseguir. ¡Cómo echaba de menos un buen hacha! Empujó con el hombro derecho, la puerta se arrastró lo suficiente como para llegar hasta el saliente. El hombre colocó el cuchillo por debajo, izándola un poco para que permaneciera lo más alta posible, respecto al saliente y se dispuso a dar el golpe de gracia.
El tobillo había entrado en calor y apenas le dolía. Encolerizado por las dificultades encontradas y en las que ni siquiera se le había ocurrido pensar, corrió hacia atrás, para tomar toda la carrerilla que le fuera posible. De pronto oyó un “crac” infernal. ¡Maldita sea mi alma de idiota! Efectivamente al retroceder había pisoteado la linterna sin darse cuenta. La luz se había apagado y ahora no podría correr a oscuras sin el claro peligro de golpear la pared de piedra en lugar de la puerta. Desprendió la mochila de la espalda y hurgó en ella hasta encontrar el zipo. Se encendió sin problemas, con una llama poderosa. Pero no podría correr con él en una mano y golpear con el hombro en la puerta con suficiente fuerza. Decidió acercarse y colocar el mechero en una rendija astillada del lado de la puerta donde no estaba la cerradura. Comprobó que no se apagaba -¡cómo podía suceder tal cosa, sino soplaba ni una brizna de aire- y ahora sí, retrocediendo sin miedo y tomando carrerilla como un saltador de triple salto olímpico se lanzó contra la maldita puerta con el mismo entusiasmo que si se tratara de una mujer desnuda.
Sonó un crac en el hombro que tenía muy mala pinta, pero al menos la puerta se movió con un sonido que le puso los pelos de punta. Era el típico rechinar de las puertas de las casas fantasmales, cuando se abren, poco a poco, empujadas por el viento. Solo que ésta se abrió de golpe, proyectando a Córcoles al interior, donde cayó de bruces, arrastrando las narices por el suelo de piedra. Fue un aterrizaje forzoso y tan doloroso como ridículo. Quedó ligeramente conmocionado, escuchando lo que le pareció el eco del ruido de la puerta, como un pistoletazo seco, unido al rechinar de la madera arrastrando por el suelo, que le había producido un poco de dentera. Solo ahora fue consciente de la intensidad del silencio que le había rodeado desde su llegada a la casa. A lo lejos, muy lejos, pudo escuchar el relincho de Fogoso. ¿Tenían tan buen oído los caballos?
Como pudo se sentó en la fría piedra del hall. Afuera el mechero seguía encendido, alumbrando un pequeño círculo en la entrada. Puso oreja. La casa permanecía en silencio monástico. Eso le preocupó más que si hubiera escuchado el lamento de la mujer fantasma. Todas las casas, especialmente las casas viejas, suelen tener pequeños ruidos de fondo que las hacen inconfundibles para sus residentes. Aquí no se escuchaba ni el ruido de zapa de los ratones, ni el viento ululando en los huecos de los muros, nada…
Decidió hacerse con el mechero y buscar la linterna, por si aún servía. De otra forma tendría que hacerse una antorcha con trapos viejos y un mango de escoba o buscar algún cabo de vela que aún pudiera encenderse. El mechero era incómodo, y podría quemarse muy fácilmente, en cuanto soplara un poco de viento o hiciera un movimiento brusco. Salió a la puerta y tomó el mechero de la grieta. Caminó mirando el suelo hasta encontrar la linterna. Se acuclilló y la observó meticulosamente. La había aplastado por completo. Solo las pilas servirían. Se había olvidado de traer otra linterna de repuesto. ¿Había en la casa? Se metió las pilas en un bolsillo y pateó con rabia los restos de la linterna.
Regresó a la casa. A la luz del mechero pudo ver el hall con bastante claridad. El suelo era de piedra, las paredes de ladrillo, excepto las que formaban parte de la pared exterior, hecha de piedra desnuda. Frente a él una escalera de madera, de suficiente amplitud para dos personas, ascendía al piso superior. A la izquierda una puerta muy basta, apenas tres tablones unidos por dos pequeñas tablas, una arriba y otra rozando el suelo. Córcoles supuso que sería la cocina y decidió entrar, por ver si encontraba algo con lo que fabricarse una antorcha, o algún cabo de vela que le pudiera servir.
Abrió la puerta con suavidad. También produjo el típico ruido rechinante al arrastrar por el suelo. Al ir a atravesarla el mechero se apagó. ¿Cómo era posible? No soplaba ni una brizna de aire, algo que hasta al inexperto Córcoles le pareció extraño. Tenía entendido que en el campo siempre sopla algo de viento, incluso en las noches más tórridas y tranquilas del verano. Buscó a tientas el interruptor de la luz, a su derecha, y luego rodeó la puerta, hasta lograr palpar en la pared, tras ella. Allí fue donde encontró un antiguo interruptor, de esos que encienden y apagan la luz moviendo una pequeña palanquita para arriba o para abajo. Lo hizo repetidas veces, hasta caer en la cuenta. ¿Cómo iba una casa tan vieja y abandonada seguir teniendo suministro eléctrico? ¿Quién lo pagaría?
Intentó encender el mechero. Lo consiguió a la tercera. ¿Se habría olvidado de comprobar si estaba cargado? ¡Imposible! Lo había hecho al preparar la excursión y sabía que lo había recargado. Todo estaba en orden. ¿Entonces? Se iluminó. Caminó unos pasos hasta el centro y allí fue girando en círculo sobre sí mismo. No se había equivocado. Era una cocina, aunque ni remotamente parecida a algo que él pudiera recordar. Bueno, sí. En la visita al museo antropológico comarcal aquella vieja mujer le había enseñado una cocina que tenía alguna semejanza con ésta.
Una mesa hecha de tablas mal devastadas. Como patas cuatro maderos rectangulares clavados a las tablas con puntas. A la izquierda, y contra la pared, un banco que al parecer llamaban “escaño”. Unos viejos y polvorientos cojines aún permanecían en las esquinas. Sobre una de ellas, cerca de la puerta, y protegida por una apoyabrazos de madera, estaba la vieja llave de la luz que había manipulado a oscuras. Se acercó y tuvo que correr un poco la mesa, para hacerse sitio. Ésta se tambaleó. Córcoles intentó asentarla pero no lo consiguió. Una de las patas era más corta que el resto.
Era negra y por arriba salía un cable muy elemental que recorría la pared hasta llegar a la jamba de la puerta. Allí habían hecho un agujero por el que pasaba el cable hasta el hall. Por curiosidad volvió a jugar con la palanquita. Elevó el mechero y vio en el alto techo de la cocina una vieja bombilla, sin pantalla ni otro adorno, tan solo con el casco y el cable que había sido sujetado al techo de madera con una simple punta. Observó aquel techo con detenimiento. Estaba construido con varias vigas de madera que recorrían el rectángulo desde la pared exterior hasta la pared de ladrillo de la cocina. La madera era negra y aparecía quemada y astillada en muchos sitios. Las vigas sujetaban un techo de tablas que seguramente sería el suelo de una habitación, en el piso superior. Eso era todo, ni un simple adorno, solo el cable que llegaba hasta la bombilla.
Se acercó y recorrió el escaño hasta la esquina más cercana a la puerta de entrada de la casa. Allí, a una altura que superaba la cabeza de Córcoles había dos tablitas triangulares unidas. Sujetaban lo que parecía un viejo y enorme despertador. Córcoles quería examinarlo, pero para ello debería subirse al escaño. Decidió probarlo antes. Se sentó con precaución. La madera debía haber sido muy buena y sólida, porque aún soportaba su peso. Se imaginó al dueño de la casa, en este caso Sisebuto, sentado allí, con toda pachorra, mientras su mujer, Julita, atizaba el fuego y preparaba la comida. Él entretendría la espera bebiendo vino de uno de aquellos porrones de cristal que había visto en el museo.
Si el escaño aguantaba no habría el menor problema. Se levantó y puso un pie en el banco. Forzó un poco. Luego se empujó y puso los dos pies sobre el escaño. Se quedó muy quieto, como temeroso de que de pronto aquella madera que había aguantado décadas se quebrara bajo sus pies. No sucedió nada. Alargó el brazo y tomó el despertador en sus manos. Era enorme, de latón, con números romanos y en lo alto el “pitorrín” que servía para poner la alarma. A pesar de su tamaño no pesaba mucho. Era latón del malo. Se imaginó el enorme estrépito que produciría aquel trasto al dispararse la alarma. Lo dejó en su sitio. Bajo la plataforma aparecía colgado un calendario, mejor dicho la fotografía, porque las hojas habían sido arrancadas hace tiempo. Era una pena, porque así hubiera podido situar la historia de Julita y de Sisebuto en el tiempo. La fotografía era una especie de bodegón, sobre una mesa una gran hogaza de pan, un porrón lleno de vino, un plato de cocido de garbanzos, sobre un plato unas lonchas de jamón, de lo que parecía cecina y rodajitas de chorizo. Aquella visión hizo que Córcoles recordara que aún no había cenado y al muy tonto ni siquiera se le había ocurrido traer algo para el camino, un “currusco” de hogaza, como aquella, de unos dos kilos, calculó a ojo, y unas lonchitas de jamón y chorizo. ¡Qué menos! Bueno, pensó, el estómago vacío no es mala cosa para enfrentarse a una fantasma. Mucho mejor que con el estómago lleno. Sería muy desagradable vomitar.
Pasada la esquina, en el centro de la pared de enfrente, había una gran ventana. Muy alta, aunque no tan amplia. Aparecía cerrada por dentro por contraventanas de madera. Córcoles se fue acercando con cuidado. Abrió una contraventana, sujeta por un trozo de alambre curvado a una especie de alcayata clavada en la jamba. Se produjo el típico ruido. ¿Cuánto hacían que no se engrasaba nada en aquella casa? Se alumbró con el mechero y pudo ver un cristal muy basto, repleto de cagadas de mosca y polvoriento hasta dejar una buena capa de polvo encima. Córcoles trazó una línea con el dedo índice, y luego, viendo que no quedaba mal, escribió: “Aquí estuvo el tonto de Córcoles”. Y echó una rúbrica.
La llama se movió con brusquedad, como si una fuerte corriente de aire hubiera penetrado por la ventana, pero nada de eso había sucedido. Fue entonces cuando comprendió que antes de seguir viendo la casa debería buscarse algo más práctico que un mechero. Bajó del escaño y comenzó a examinar la cocina con meticulosidad. En la pared de enfrente una meseta de ladrillo, con superficie de azulejos con motivos florales, servía para acoger, por debajo, el hueco de una chimenea, cuyo tiro parecía ir por dentro del muro de piedra, hasta el tejado.
Córcoles se acercó para examinarla más a fondo. Se acuclilló porque la llama del mechero apenas llegaba unos centímetros en el interior del hueco. Alargó el brazo con el mechero. Sobre un trípode de metal aún quedaban restos, como petrificados y negruzcos, de troncos que habían servido para atizar el fuego. La pared del fondo estaba completamente negra y el suelo repleto de antiguas brasas, ahora ceniza maloliente.
Al lado una vieja cocina de hierro, también semejante a la que había visto en el museo, incluso la marca era la misma. No podía leerse con claridad pero se adivinaba un nombre vasco. Alguien le había dicho que se fabricaban en Eibar, creía recordar, o puede que fuera otro nombre, los famosos altos hornos de Vizcaya durante el franquismo. Se alimentaba con leña, por arriba, donde había un enorme agujero circular con varios círculos que ocupaba cada uno su propio espacio, los más cercanos al máximo círculo más grandes y así iban disminuyendo hasta una especie de tortita circular con un pequeño agujero en el centro. ¿Cómo le habían dicho que se llamaban? …¡Ah, sí! Arandelas. Córcoles intuyó que estaban hechas para adaptarse a los diferentes culos de las potas, unos más grandes y otros más chicos…Como los de las mujeres. Pensó y escuchar su propia risa en el sólido silencio de la casa hizo que se estremeciera. Claro que también era necesario mantener el círculo máximo para que cupieran los leños que se echaban a la lumbre. Aunque no todos podrían caber por arriba. Entonces se dio cuenta de que en el lateral existía una puertecilla de hierro macizo. Se cerraba con un pequeño picaporte. Se le daba la vuelta y el trozo de hierro que encajaba en una especie de horquilla, subía, y la puerta se abría. Así se abre, así se cierra. Córcoles comenzó a jugar con el mecanismo como un niño asombrado con algo que no había visto nunca.
Por allí sí que se podían echar troncos al fuego, incluso muy largos y gruesos. Imaginó cómo se encendía la cocina. Unos papeles de periódico, encima unas ramitas secas y muy delgadas. Se prende fuego con el mechero o con la llama de la vela, por la noche, y se van echando ramas más gruesas. Cuando el fuego es ya importante se introduce por el lateral un grueso tronco y se deja que la lumbre vaya avivando. Se lo había enseñado la abuelita del museo. Al parecer en tiempos los habitantes de la comarca subían a los montes, cortaban árboles con sierras elementales, nada de motosierras, de esas grandes que se usan entre dos, uno tira para sí desde su lado y luego deja que el otro haga lo mismo desde el suyo. Los árboles se podaban de las ramas, y troncos y ramas se cargaban en los carros tirados por vacas hasta que fueron llegando los tractores.
Córcoles se imaginó aquel tipo de vida y se dijo que tenía su encanto. Claro que solo si se vivía así durante un fin de semana, con unos amigos. En invierno, cuando fuera estaba cayendo una gran nevada. Se hacían unas buenas sopas de ajo, muy picantitas, una gran tortilla con trozos de jamón y chorizo, y todo ello se regaba con un buen vino, servido en copas, o bien en el porrón, si apetecía sentirse un labriego. Un café de perol con su toquecito de aguardiente. Luego vodka o güisqui añejo hasta que el personal se fuera calentando. Luego hasta era posible que las parejas asistentes decidieran intercambiarse. A Córcoles se le hizo la boca agua. Nunca había probado algo parecido. Tal vez debería hacerlo alguna vez. Una especie de fiesta recordando tiempos pretéritos. Claro que para ello tendría que librarse de Nely y conseguir que Hortensia no se fuera de la lengua. Para el invierno, Nely estaría ya casi a punto de entrar en cuentas y él podría alegar cualquier cosa para acercarse por la casa. Invitaría a alguna que otra pareja de amigos, muy escogida y hasta era posible que buscara alguna pareja joven del pueblo… para ver cómo reaccionaban.
El hombre suspiró. La imaginación nunca se le desbocaba de aquella manera. ¿Sería la casa? Continuó por la meseta. Ahora, al final de la plancha de hierro, había una especie de pozo rectangular. Un hueco que ascendía de la superficie con unos rebordes de latón, tapados con una gran tapa del mismo material. La puso a un lado. El interior estaba casi vacío. En el fondo unos hilillos de agua producían un olor fuerte y repugnante, como a charca hedionda. Allí al parecer calentaban el agua para lavarse los pies o bañarse en el gran balde de latón. Se imaginó a Julita, desnuda, una noche cualquiera, sentada en el balde, pasándose el “chumino” con una esponja. En ese momento entra Sisebuto y no puede resistirse. La saca del balde a peso, la toma en brazos y la sube al dormitorio, donde la posee con la brutalidad de un oso.
Córcoles se estremeció de placer. ¿Cómo sería Julita? No había visto ninguna foto aún, aunque Hortensia le prometió enseñarle alguna que guardaba en un viejo álbum. A continuación venía un fregadero de piedra, con un grifo muy elemental, de diseño antiquísimo. Se movía una palanquita en el grifo, hacia adelante o hacia atrás y salía agua. Lo probó. Se oyó un fuerte gorgoteo de aire y luego salió con fuerza un chorro de agua muy sucia. Curioso. Aquello aún seguía funcionando tras décadas de abandono.
Córcoles puso la mano para que la mojara el chorro de agua. Salía muy fría. Se lavó la cara para refrescarse y bajó la cabeza para que empapara su cráneo. No era una noche especialmente cálida aunque estaba sudando bajo la camisa, tal vez el miedo. Alumbró la esquina con el mechero. En lo alto, empotrado en la esquina, observó un curioso armario. Sostenido por dos listones que parecían clavados en la pared por puntas. Ocupaba buena parte de la pared, desde cerca de un metro por encima del fregadero hasta un par de cuartas para llegar al techo. Estaba hecho de tal manera que encajaba a la perfección en la esquina. Córcoles abrió una de las dos puertas encristaladas y sucias y observó el interior. Existían varios estantes, cuatro, contó sintiéndose ridículo por sentir curiosidad por ese detalle. El de abajo lo ocupaba una vieja vajilla, platos amontonados a la derecha, vasos de duralex en el centro, fuentes a la izquierda. En el segundo estante una cajita metálica con dibujos, al parecer había contenido dulce de membrillo, cajitas también metálicas de pimentón, una botella vacía, tal vez de orujo.
¿Qué era aquello? Córcoles alargó la mano. Sobre un casi desmigajado trozo de periódico, completamente ilegible, pudo ver al menos media docena de cabos de vela, algunos sin empezar. Tomó uno, estaba tan duro que parecía un trozo de madera. Lo observó con curiosidad. La mecha sobresalía por uno de los extremos. Si era capaz de encenderla habría solucionado el problema de la iluminación. Con la linterna rota no era cuestión de ir por toda la casa con el mechero en la mano. Lo encendió y con mucho cuidado aplicó la llama a la mecha. Tardó en encender. Primero produjo un sonido como de siseo y luego comenzó a salir una buena humareda. Córcoles tosió, aunque continuó aplicando la llama. Por fin la mecha se encendió y la llama bailoteó alegre ante los ojos del hombre.
Alargó la mano izquierda y tomó la botella vacía, en cuyo gollete encasquetó la vela. Perfecto. La colocó sobre la tarima y siguió observando el interior del armario. En el tercer estante había una especie de jarra de latón muy elemental, hecha con los restos de cajas metálicas, tal vez de conservas, y con un asa del mismo material. Una lechera de plástico y embudos de latón de diversos tamaños. Una garrafa de aceite, cerrada, con algo sucio en el fondo. En el último estante solo pudo ver cajas de palillos y botes redondos, herrumbrosos, tal vez conteniendo puntas o tornillos. Su vista no llegaba al fondo. No quiso arrimar una de las sillas que rodeaban la mesa del comedor. Hubiera sido muy arriesgado subirse a ella. La madera seguramente estaría podrida y podría darse una buena culada.
Decidió mirar bajo el fregadero. Un lienzo de madera, sucio, jabonoso, cubría el hueco, no se le podía considerar una verdadera puerta, puesto que no estaba unido a la pared, no había visagras, simplemente se quitaba y se ponía colocándolo con las manos. Córcoles lo movió con cuidado, situándolo a la derecha del fregadero. Bajó la botella con la vela e iluminó el interior.? La pared del fondo tenía grandes manchones de humedad que habían criado moho, había desconchones y hasta un pequeño agujero en un ladrillo. Sobre el suelo de tabla una típica botella de anís, con salientes del mismo tamaño que se utilizaban para hacer música pasando un palo por ellos, arriba y abajo. La mujer del museo comarcal le había enseñado cómo se hacía y no era un sonido desagradable. La botella estaba mediada de un líquido que podría ser lejía o algún otro producto de limpieza. Córcoles no quiso saberlo, arrimar la nariz al gollete podría hasta intoxicarle. Estropajos de alambre, trapos secos que una vez estuvieron empapados y se dejaron secar hechos una pelota desprendían un olor insoportable. En el suelo, entre dos tablas astilladas, le pareció ver algo que relucía a la luz de la vela. No quiso desprenderse de la mochila que llevaba a la espalda para buscar su navaja multiusos. Tal vez encontrara algún cuchillo en el cajón de la mesa.
Se levantó y caminó sobre el suelo de tablas que crujió con un extraño sonido fantasmal. Tiró del cajón de la mesa, pero lo hizo con tanta fuerza que se quedó con él en la mano. El peso hizo que lo soltara y cayó al suelo produciendo un estrépito que sonó como un cañonazo en el silencio de la casa. Córcoles se estremeció. La noche, el silencio y aquellos pequeños incidentes le estaban poniendo los nervios de punta. Se acuclilló observando el contenido del cajón. En diversos compartimentos había tenedores, cucharas, cuchillos grandes, de postre, cucharitas, un reposaperolas de madera. Tomó un cuchillo y notó el fuerte tacto de la alpaca. Eran bastos, el mango muy grande y ancho, y el filo inexistente. Se lo pasó con cuidado por la palma de la mano izquierda. Nada. Hubiera tenido que dar de martillazos sobre el cuchillo para hacerse una herida. A pesar de ello le podría servir.
Regresó hasta el fregadero y hurgó en la madera. Algo redondo se desprendió y se movió y cayó del fregadero hasta el suelo de tablas. Córcoles lo iluminó. Era una canica de cristal. ¿No le había contado Hortensia que Julita no tuvo hijos? Tal vez no lo recordara bien. La borrachera de aquella noche y los fragmentos de la historia que le había pedido le recordara en días sucesivos habían originado un terrible caos en su mente, aunque juraría que en aquella casa nunca debió haber niños. Tendría que preguntárselo a la buena mujer.
Decidió dejar el cajón de la mesa, con los cubiertos en el suelo, y se dispuso a observar el resto de la cocina. Al alzar la botella con el cabo de vela, éste iluminó la esquina donde había visto el despertador. Allí seguía como un viejo soldado que hubiera participado en todas las guerras. Ahora se apercibió que marcaba las 7,20. Las agujas habían elegido aquel momento en el tiempo, como muy bien podrían haber escogido otro cualquiera y allí se habían quedado, agazapadas, esperando algo que él no podía imaginar. Se le ocurrió la idea de darle cuerda y sin pararse a pensárselo dos veces, corrió un poco la mesa hacia un lado, se subió al escaño, con cuidado y extendió la mano hacia la plataforma de madera. Se hizo con el reloj. Se bajó, sentándose en el escaño y colocando el despertador en una esquina de la mesa buscó la forma de darle cuerda. Era algo sencillo. Por detrás sobresalía una enorme llave metálica que encajaba en un agujero. Solo había que moverlo siguiendo la dirección de las agujas del reloj y en el interior del mecanismo se iba apretando un muelle. Éste debía de estar muy recio porque le costó dar una vuelta a la llave. Tuvo que hacer mucha fuerza y a cada vuelta de llave le dolían los dedos. Finalmente el muelle alcanzó el tope y Córcoles lo dejó con cuidado encima de la mesa. La alarma estaba puesta, pero no sabía cómo se activaba. Miró por detrás. Aparte de la llave por debajo de ellos había como dos tornillos. Hurgó con los dedos. Volteó el reloj para verlo por delante. Estaba claro que uno de ellos era para ponerlo en hora. ¿Y el otro? Le dio vueltas con los dedos. De pronto la alarma del enorme despertador se disparó de repente. El sonido estridente y desagradable fue tan repentino que la sorpresa hizo que se cayera del escaño. Sobre la mesa el despertador siguió y siguió repicando. La casa pareció despertar de su letargo y a Córcoles le pareció escuchar algo en el piso de arriba. Como pasos que se movían sobre el suelo de tablas, acompañados por una especie de sonido que le pareció un gemido o una respiración acompasada. No podía saberlo con certeza porque el repiqueteo del despertador ahogaba cualquier otro sonido. Intentó pararlo pero no encontró el botón que detenía la alarma. Ésta siguió hasta que a Córcoles le pareció que el muelle ya se había extendido por completo y aún continuó un tiempo. Aquello no le pareció muy normal. No entendía de aquella antigualla de despertadores, pero sin duda su alarma funcionaba con un muelle que se encogía y oprimía dando vueltas a la llave y que se disparaba cuando un botón quitaba el seguro. Una vez el muelle extendido por completo era imposible que la alarma siguiera sonando. Y sin embargo era lo que estaba ocurriendo. El repiqueteó continuó y continuó. Córcoles miró su reloj, un minuto, dos, tres? Por fin se detuvo como un agonizante mastodonte.
Un sudor frio le empapó la frente y el resto del cuerpo. A pesar de que aquel fenómeno bien podría ser normal -desconocía el tiempo que tardaba un viejo despertador como aquel en agotar la alarma- a él no se lo parecía, en absoluto. ¿La mujer fantasma? Una risa histérica le asomó a la boca y salió disparada sin que él pudiera impedirlo. Entonces sí oyó con claridad un sonido en el piso de arriba, como el de unos pasos. ¿Era una voz gimiente o el viento lo que estaba escuchando también? Ni un soplo de aire se movía en la cocina. Arriba tampoco debería soplar el viento. ¿Qué era aquello? De pronto el calendario, que estaba clavado con una punta por debajo de la plataforma de madera donde había estado del despertador, se desprendió y cayó al suelo como balanceándose en el aire. En realidad solo quedaba la enorme fotografía, puesto que todas las hojas habían sido arrancadas, pero aún así había tardado mucho en caer, como deteniéndose en un vuelo sin motor. Tampoco aquello era muy normal, al menos a él no se lo parecía, en absoluto. Estuvo tentado de salir corriendo de allí o incluso se planteó subir deprisa al piso de arriba y cerciorarse de que no había nadie, pero un prurito de dignidad le impidió hacerlo. No iba a irse por las patas abajo, aunque no se lo contara nunca a Hortensia, tan solo el recuerdo le humillaría el resto de su vida. Decidió mirar qué había detrás de la puerta que había observado a la derecha del armario colgado en la pared. Iría moviéndose por la casa siguiendo el plan que había establecido, nada de salir corriendo de acá para allá, por muchos ruidos extraños que se produjeran.
Córcoles quiso ponerse en pie, pero sus piernas no le sostenían. Permaneció allí, con los codos apoyados en la mesa, observando fijamente el despertador. Escuchó algo, como un sonido de conversación. El vello de los brazos se le puso de punta hasta que comprendió que era él mismo quien estaba hablando en voz alta. Se le disparó una risa histérica que no pudo controlar hasta pasados unos minutos.
Decidió continuar investigando. Empujó la puerta de madera que estaba al lado del armario que colgaba de la pared, en la esquina, sobre el fregadero. Estaba entreabierta. Apenas se movió un poco cuando la empujó con fuerza. Decidió patearla. Se abrió con un chirrido que le dio dentera. Seguramente los cambios de temperatura y el tiempo transcurrido la habían dilatado y deteriorado, ya no encajaba en el dintel, arrastraba por el suelo. Bajó el cabo de vela, lo observó con atención. Se trataba de un suelo de tablas mal devastadas, que encajaban mal, tal vez clavadas con puntas. La puerta había dejado un rastro en el polvo, comiendo la parte superior de las tablas.
Dio unos pasos y examinó el cuarto, elevando la vela sobre su cabeza. Parecía una especie de despensa. En el centro una gran mesa de madera, muy basta, construida por los propios residentes, ningún carpintero, ni el más “chapuzas” se atribuiría algo así. Las patas eran muy gruesas, aunque al menos todas tenían la misma altura, no como en la mesa de la cocina.
Sobre la mesa un balde de metal, muy grande. Córcoles se acercó. Estaba vacío y oxidado. A su lado una pequeña artesa de madera. ¿Para qué la utilizarían? Elevó la vista. Colgados de una gran viga unos ganchos metálicos. Allí colgarían los jamones y chorizos. No imaginaba otra utilidad. A la izquierda una ventana alta y estrecha, con los cuarterones de madera echados, cerrados con un trozo de metal doblado que encajaba en una alcayata cerrada. Todo muy rústico y hecho a mano. En una esquina un lavamanos de madera con espejo y una palangana desportillada. Arrimado a la pared de la derecha un gran arcón de madera. Córcoles lo abrió con cuidado. Iluminó el fondo con la vela. Estaba vacío.
Cubos de hojalata en el suelo, bajo la mesa. Estaban hechos de grandes latas de conserva, estañados de forma peculiar, con un asa grande. Tal vez los utilizaran para ordeñar a las vacas, aunque a Córcoles le pareció muy poco higiénico. Un gran cubo metálico con asa. Sin duda comprado, a juzgar por su buen acabado. Apoyado en una pared un rastrillo de madera con unos cuantos dientes rotos. Sabía que se utilizaba para atropar la hierba en los campos, se lo había explicado la rústica abuela que hacía de guía del museo comarcal, en el pueblo.
Poco más que reseñar. Algunas tablas estaban rotas y todo muy sucio y polvoriento. Regresó sobre sus pasos a la cocina. Observó el despertador con mirada irónica. Le había dado un buen susto, pero ahora, a la luz temblorosa de la vela parecía un cacharro más, tan muerto como la casa. Decidió seguir explorando. Salió al vestíbulo. Antes de trepar por la escalera de madera al piso superior tomó la decisión de ser metódico, examinaría primero la planta baja y luego subiría a la superior. Iría cuarto por cuarto. Una vez allí ya no tenía prisa, lo mismo le daba regresar a casa a las cuatro de la mañana que una vez saliera el sol. Mejor con luz, aunque no podía imaginar nada que atrajera su atención lo suficiente para permanecer en aquella vieja casa fantasmal el resto de la noche.
Sintió curiosidad por saber qué contenía el hueco, bajo la escalera. Le bastaron unos cortos pasos para situarse debajo, tuvo que inclinar un poco la cabeza para no darse contra los escalones que sobresalían. Arrimado a la pared desconchada un banco de madera, aún más rústico que el mobiliario visto hasta ese momento. Sobre él unos sacos de arpillera, medio vacíos. No quiso mirar en su interior, aquello olía mal. Tal vez algo de trigo o cebada, podridos. ¿Podían aguantar tanto tiempo los cereales?
Una hoz oxidada colgaba de una punta clavada a un escalón. Servía para segar el trigo y la cebada, según le explicara la abuela en el museo. Arrimada al hueco más oscuro, bajo la escalera, y ligeramente inclinada, una vieja guadaña, completamente oxidada. De su empuñadura de madera colgaba un extraño artilugio de madera, muy bien trabajado, con un dibujo geométrico. De aquella especie de diminuto ataúd cerrado, asomaba, por la apertura de arriba una piedra que Córcoles había visto en el museo. Servía para afilar la guadaña. La vieja le había enseñado cómo se hacía. Tomando una guadaña en sus manos, sosteniéndola con una pierna adelantada, sacó la piedra de afilar del estuche que estaba lleno de hierba verde y con algo de agua en el fondo, y se puso a afilar la guadaña, con un salero que a Córcoles le hizo tanta gracia que al terminar la visita al museo le dio a la abuela una generosa propina.
Una horca de dos dientes estaba arrimada también a la pared, con los dientes tocando el suelo, una precaución que era de agradecer, más de noche y con tan pobre alumbrado. Colgados también de clavos sombreros de paja, una boina y un cesto de mimbre, que sin duda se utilizó para llevar la comida a los segadores en el campo, con el pan y el chorizo envuelto en una fárdela y un porrón de vino, tal como le detallara la amable viejecita.
Una puerta de madera, medio desvencijada, intentaba cerrar otra puerta, frente al hueco de la escalera. Córcoles la empujó, esta vez sin dificultad, aunque lanzó un largo y estridente chirrido, y examinó a la luz de la vela el nuevo cuarto. Era una fresquera, sin duda, unos cuantos tablones servían para que el montón de patatas no se desparramara en exceso, tal como le habían explicado. No quedaban patatas, seguramente se habrían podrido y sumido por las rendijas del suelo, de piedras mal colocadas. Allí se enfriaban los garrafones de vino y los porrones, antes de comer. También servía para que los alimentos perecederos durasen un poco más. En aquellos tiempos no se había inventado el frigorífico o refrigerador, o al menos no había llegado al campo, o a España.
Decidió que ya había visto bastante. Regresó al hall y se introdujo en la cuarto de al lado. Esta vez la puerta estaba abierta. No cabía duda, era el salón de la casa. Sin duda el cuarto más lujoso. Pudo ver un aparador en una esquina, con puertas de cristal. En su interior aún estaba guardada la vajilla. Córcoles se preguntó cómo no la habían saqueado. Sin duda Hortensia le hubiera dicho que por miedo a la fantasma. Él pensaba que la gente de los pueblos es muy supersticiosa. Eso era todo. Se acercó y abrió las puertas. Iluminó el interior. Allí se guardaba la vajilla de fiesta. Platos floreados, sucios de polvo. Con un dedo quitó el polvo de un trozo de plato. Pudo ver con claridad una flor con un largo tallo. Aquel era el concepto de lujo que tenían los campesinos en aquella época. Una gran sopera, platos hondos y llanos, vasos, copas que para aquella gente debieron de parecerles de un gusto exquisito, pero que hoy se encontrarían en cualquier tienda de todo a cien y muy baratos.
Un armario estaba arrimado a la pared de enfrente. Era alto, tocaba el techo, y bastante ancho para ocupar media pared. En el hueco central hoy cabría un televisor mediano. Aquella casa había muerto antes de conocer semejante invento. Córcoles no había visto un aparato de radio en la cocina, uno de aquellos mamotretos, radios de galena, que si te caían en la cabeza podían darte un disgusto. Eso fue exactamente lo que le dijo la simpática abuelita.
En los cajones cubiertos de acero inoxidable, no los de alpaca que había visto en la cocina. Un sacacorchos, un abrebotellas, un abrelatas. Servilletas de hilo dobladas con todo esmero… Casi se podía imaginar un día de fiesta en aquel salón. La fiesta del pueblo por ejemplo, se mataba un gallo y se ponía con arroz, nada de porrón de vino, una botella con etiqueta , copas, una ensalada con lechugas y tomates de la huerta, y para rematar, si la fiesta era grande, un cordero asado o un lechón. Toda la familia endomingada, los hombres con trajes de pana, las mujeres con vestidos de fiesta y pañuelos de color sobre las cabezas…
Córcoles recordó que según Hortensia en aquella casa solo habían estado tres personas: Julita, su marido, Sisebuto, y el amante. Poca gente para una celebración. Algo llamó su atención. Arrimó la vela. Clavadas a la pared con chinchetas aparecían viejas fotos amarillentas. Inclinó la cabeza para verlas mejor.
Al inclinar la cabeza hacia la pared una foto se desprendió, como si el movimiento de su cráneo
hubiera generado una fuerte corriente de aire. Hizo un extraño, balanceándose como un avión de papel y cayó a sus pies. Córcoles se retiró para buscarla y al hacerlo la pisó sin darse cuenta. Se acuclilló con el cabo de vela en la mano izquierda, la cogió con cuidado y la observó detenidamente. Sin duda se trataba de Sisebuto, fotografiado él solo a la puerta de la casa, seguramente el día de la boda. Se admiró de su imponente físico. Se trataba de un auténtico oso, muy alto, ancho de hombros, con cara de dóberman enfadado. Brazos largos, manazas enormes, pies grandes embutidos en bastos zapatos a la moda de la época. Un bigote, muy recortado, le daba un extraño aspecto , como una especie de dictador de opereta, algo así como Charlot en el Gran dictador, solo que el cuerpecillo del actor lo habían cambiado por el de un enorme oso salvaje. Resultaba ridículo y a Córcoles casi se le salta la risa, cortada con brusquedad por un acontecimiento inquietante.
Sin saber cómo, porque tenía muy bien sujeta la fotografía, ésta se desprendió de sus dedos y fue a caer precisamente sobre la llama de la vela. Comenzó a quemarse por una esquina y Córcoles dejando el cabo de vela sobre la mesa intentó apagarla sin resultado hasta que utilizó las dos palmas de sus manos para oprimirla con fuerza. Se quemó y saltó un juramento. Sin ser muy consciente de lo que hacía salió disparado hacia la cocina y abrió el grifo del fregadero, sin recordar que ya lo había hecho. La poco agua barrosa que permanecía en las tuberías ya había salido. El grifo hizo un ruido extraño y escupió una especie de salivazo húmedo de color marrón que cayó sobre la palma de su mano izquierda que tenía colocada bajo el chorro. Volvió a maldecir, muy enfadado y buscó en el hueco del fregadero algún líquido que pudiera servirle para humedecer las quemaduras. Solo encontró lejía.
Salió al exterior, buscando no sabía muy bien qué. Aunque recordaba que en las alforjas que llevaba Fogoso a cuestas aún había una botella de agua sin empezar, eso no le servía de nada porque el maldito caballo había desaparecido. Pensó en silbar para ver si respondía, pero la oscuridad y la quietud de la noche eran tales que por un momento pensó que le traería mala suerte romper el silencio. ¡A saber dónde estaría ya aquel maldito caballo!
El dolor de las quemaduras se hizo insoportable. Se acuclilló y pasó las palmas de las manos por la hierba reseca, como si pensara en la posibilidad de que el relente las hubiera humedecido. Solo consiguió sentir más dolor y darse cuenta de lo imbécil que era. Separó los brazos del cuerpo y extendió las palmas hacia adelante, como si pensara de esta forma atraer algo de brisa fresca. Se llamó idiota. Era una noche cálida de verano, el aire permanecía invisible, dormido. En las montañas nunca hay bochorno por las noches, pero tampoco podría decirse que el famoso relente hubiera hecho acto de presencia o pensara hacerlo. Maldijo de nuevo, se sopló las palmas de las manos y para calmar el dolor comenzó a correr de acá para allá, levantando mucho las piernas, como un recluta novato a presencia del sargento.
Se le ocurrió escupir sobre las quemaduras y ensalivarlas bien. Sintió un ligero alivio. Permaneció allí de pie, un par de minutos, llamándose de todo y pensando cómo regresaría si no lograba atraer a Fogoso hasta la casa. ¡Qué necesidad tenía de mostrarle a Hortensia que era un hombre con muchas gónadas! ¡Bonita noche le esperaba! Regresó a la casa. Por suerte la vela no se había apagado. Observó preocupado la esquina quemada de la foto. Se le escapó un suspiro. Casi había dado por supuesto que la foto habría vuelto a volar hasta la llama, como una mariposa nocturna, transformándose en cenizas. Estaba dispuesto a creer que esa noche podría pasar cualquier cosa.
Córcoles era un incrédulo, o tal vez sería mejor llamarlo agnóstico –ateo suena ancestral, desfasado- materialista, cientifista, lógico, racionalista…Como Santo Tomás solo creía lo que veían sus ojos y palpaban sus manos, mejor si era un cuerpo desnudo de mujer. En eso sí creía y mucho. No pensaba en la muerte, ya llegaría, era inevitable; tampoco dejaba que su mente le diera muchas vueltas a cualquier cosa que no encajara en el río lógico de la vida. Pero como nos sucede a todos, incluso a los hombr es con más gónadas, siempre hay momentos de soledad, por mucho que huyamos de ella, situaciones como aquella en las que uno se encuentra solo, en medio de la noche, lejos de la civilización, enfrentado a sí mismo y a su mente saltarina
Es en esos momentos cuando de poco sirven la lógica y el racionalismo. Uno puede intentar, como hacía Córcoles, achacar los eventos más inesperados a la mala suerte, al azar, a la estadística que resbala de las manos, pero de nada sirve si estás solo en medio de la oscura noche y sin posibilidades de salir corriendo en tu coche e ir a tomar una copa a un puticlub de carretera. Porque en eso pensaba ahora, en lo bien que se lo estaría pasando Sebastián, su chofer y factótum, con permiso del patrón, o sea él, en el nuevo puticlub de la comarca –el verano pasado aún estaba en construcción- restregándose contra la brasileña, una maravillosa mujer –debería serlo para casi enamoriscar a Sebas- y tan olvidado de Córcoles como de la inevitable muerte que algún día a todos nos alcanzará.
Estudió de nuevo con detenimiento la foto de Sisebuto, maldiciendo de su irracionalidad, era imposible que el fantasma de Julita anduviera por allí, soplando con fuerza en una foto para que cayera al suelo y luego impulsándola hacia la llama de una vela. La soledad y la noche despiertan la imaginación. Vestía un traje a medida, de la mejor pana, hecho sin duda en la villa, capital de la comarca. Se preguntó si Julita no hubiera preferido un traje de tergal, confeccionado en Madrid.
¡Vaya si tiene pinta de bruto! Pensó Córcoles. Con cuidado tomó la botella con la vela en su mano izquierda y notó el alivio del vidrio en su palma. ¡Cómo no lo había pensado antes! Cambió la botella a la mano derecha y de esta forma, rotando, experimentó una grata mejoría en las quemaduras. Continuó observando las fotos en la pared. En la foto de al lado, enmarcada, se apreciaba la presencia de una hermosa moza en “traje de faena”, embutida en un vestido pueblerino que resaltaba mucho más la rotundidad de su cuerpo que el vestido de novia que aparecía en la siguiente foto, también enmarcada, más lujosamente que la anterior. A Córcoles le llamó la atención que en el retrato “oficial” de boda, tomado delante del caserón, la novia sentada en una silla de enea, las manos recogidas sobre el regazo, llevara una pañoleta cubriéndole la cabeza, como si estuviera preparada para salir al campo a recoger la hierba seca. La pañoleta era típica en las mujeres para resguardarse del sol, lo mismo que el sombrero de paja o la boina cubría la cabeza de los hombres. Era otro dato que le había facilitada la abuelita encargada del museo comarcal, siempre inagotable en la cháchara y muy cansina en su obsesión por resultar educada y en hacer que el visitante, en aquel momento Córcoles, se sintiera a gusto. Al lado de la puerta aparecía colocado, precisamente, un rastrillo, con los dientes para arriba. ¿La fotografía habría sido tomada días después de la boda? Suponía que no, teniendo en cuenta que Julita era muy “capitalina”, muy adaptada a las costumbres de la villa y corte, aunque resultaba muy verosímil pensar que Sisebuto se hubiera hecho con los mandos, incluso antes de la boda, y organizado todo a su gusto y siguiendo las costumbres de la comarca.
Al tiempo que daba vueltas en su cabeza a estas y otras ideas, en paralelo y sin poder evitarlo, una parte de su mente elucubraba sobre el miedo y cómo éste influye hasta en la mente más racional. Córcoles era un hombre de mentalidad muy práctica. Todo aquello que no podía ser comprobado, es decir visto y palpado, no existía para él, aunque eso no le impedía llegar a utilizar lo que denominaba “credulidad o superstición” de la gente, especialmente en las mujeres. Era incapaz de sentir el menor remordimiento al manipular la credulidad de algunas mujeres para lograr, si era posible, sus favores s exuales. Lo había hecho hasta entonces y no encontraba ninguna razón válida para no seguir haciéndolo de ahora en adelante.
Podríamos decir, sin faltar a la verdad, que Córcoles era un verdadero Santo Tomás, capaz de introducir la mano en el costado de cualquier presunto resucitado para comprobar si estaba realmente muerto o no. Nunca se le ocurrió plantearse la existencia del más allá, porque esta posible dimensión existencial no había movido ni un solo pelo de su cabeza. Daba por evidente su nacimiento porque estaba en el mundo, vivito y coleando, y porque su madre, en quien confiaba a pies juntillas en estas cuestiones, le relató en diferentes ocasiones su llegada a la vida. Daba por supuesto que la muerte era el final de la existencia porque nadie regresó nunca para contar cómo era posible seguir existiendo sin cuerpo. Los fantasmas no eran otra cosa que invenciones de imaginaciones vivas y mentes incapaces de aceptar que estamos solos y que todo tiene un principio y un fin.
Si bien la visita que estaba realizando a la casa fantasmal había sido una estúpida decisión de un macho picado en su orgullo por Hortensia, una mujer a la que se le daba muy bien hacerle cosquillas en salva sea la parte, en ningún momento se le ocurrió la idea de que en aquel lugar pudieran ocurrir algo que una mente razonable no pudiera asumir como científico y estadísticamente más o menos probable o improbable. Sin embargo una cosa es predicar y otra dar trigo, como dice el refrán. La soledad, la noche oscura, el campo desierto y una casa abandonada, muy alejada de la civilización, pueden hacer que el hombre más hombre se vaya por la pata abajo y la mente más racional se ponga a dar tumbos como un borracho.
Eso le estaba ocurriendo a Córcoles en aquel momento. El miedo le estaba generando una flojera de vientre no precisamente causada por cualquier incidente biológico y su mente se tambaleaba, a oscuras y borracha, de acá para allá, buscando explicaciones para eventos que a plena luz del día no hubieran tenido la menor importancia. ¿A qué venía sino el intento de explicarse la caída de una foto que había permanecido clavada a la pared durante décadas? ¿No resultaba más ilógico el que hubiera permanecido en su sitio durante tanto tiempo? ¿Pero por qué precisamente caía al suelo justo cuando él acercaba su nariz para observarla? ¿Y cómo se había quemado una de las puntas al caer sobre la vela, una vez recogida del suelo, y por qué precisamente la foto de Sisebuto y no otra? ¿Y el apagón de la llama de la vela, cuando no soplaba ni una brizna de aire? ¿Y aquel maldito y viejo despertador sonando atronadoramente cuando debería estar más muerto que el propio Sisebuto?
Eran preguntas tontas, impropias de una mente como la suya. De haber estado acompañado se habría reído y continuado sin más la visita a la casa, que tanto parecía interesarle, aunque no encontraba explicación alguna para esta morbosa curiosidad. Si Julita andaba por allí, en cuerpo fantasmal e invisible, ¿por qué no manifestársele claramente en lugar de comportarse de una forma tan estúpida? ¿Por qué no hablarle, dejar que la tocara, y si los fantasmas pueden follar, por qué no ponerse a ello de inmediato? A Córcoles estos atrevidos pensamientos no le sonaban a blasfemos, al contrario. Le daban ganas de ponerse a gritar y a berrear, enfadando a la fantasma para que se manifestara de una vez. Algo se lo impedía y no era precisamente la posibilidad de contemplar su cuerpo, desnudo mejor si era posible, sino un miedo cerval, ancestral, el pensamiento irracional de que algo así pudiera realmente ocurrir.
Decidió enfrentarse a la parte irracional de su subconsciente, provocándola incluso. Córcoles examinó la foto de la mujer con un placer indescriptible. No contento con ello colocó el cabo de vela que seguía consumiéndose sujeto por la botella de anís, sobre la mesa, descolgó la foto enmarcada y la puso también sobre la mesa, recorriendo con el dedo índice de su mano derecha la silueta de la mujer. El cosquilleo del dedo se transmitió al resto de su cuerpo y con gran sorpresa por su parte notó que algo revivía en el interior de su bragueta. Su miembro despertaba, intentando asumir la rígida postura de cadáver, como un estado permanente. Le vino a la cabeza una idea divertida. El miembro es la única parte anatómica del hombre que está muerta cuando está normal y que está muy vivita y coleando cuando adopta la rigidez cadavérica. Le gustó la metáfora y la guardó en su memoria para utilizarla en la novela.
La yema de su dedo se detuvo a la altura de los senos de la mujer y se movió con delicadeza sobre el cristal como si fuera capaz de acariciar los pezones de la mujer a pesar del cristal y de la ropa que la cubría, como si ella estuviera realmente allí, viva y desnuda. Su miembro saltó bajo la tela como despertando de su abotargamiento debido a un shock eléctrico
¡Sí que estaba buena la moza! Hortensia se había quedado corta al describirla.
Córcoles se había expresado en voz alta. Se sobresaltó al escuchar su propia voz rompiendo el sepulcral silencio de la casa. El sobresalto no quedó ahí, la llama de la vela parpadeó, se inclinó hacia uno y otro lado, aumentó de tamaño, como si quisiera llegar al techo y cambió de color, pasando de un azul intenso a un rojo violento. Cuando hubo hecho todas estas cosas decidió apagarse de repente, sin que corriente alguna de aire u otro motivo físico hicieran razonable este fenómeno. El hombre dio un bote, como si tuviera muelles en los pies, empujó una de las sillas que cayó al suelo, hacia él, y de tal manea que estuvo en un tris de derribarle. Córcoles se quedó a oscuras y acuclillado unos segundos, respirando como si temiera que el oxígeno del cuarto se fuera a terminar de un momento a otro. El golpe de la silla contra el suelo de madera resonó como un disparo. Por un momento le vino a la cabeza la escopeta de Sisebuto. Comenzó a temblar y a maldecir en voz baja.
-Lo siento. Fue sin querer.
Se estaba dirigiendo a la mujer fantasma, pidiendo disculpas por su lujuria, expresada de forma tan evidente. Estuvo a punto de añadir: No sabía que hubiera nadie aquí. Pero decidió quedarse callado. Ya estaba haciendo el ridículo más de la cuenta. Si Hortensia le estuviera viendo por un agujerito no sería capaz de volver a casa, se marcharía directamente a Madrid y no regresaría nunca jamás.
¡Qué estoy haciendo! Se dijo Córcoles y decidió poner un poco de orden. Como pudo volvió a encender la vela, colocó la silla de pie y se sentó en ella, a la espera de que sus piernas dejaran de temblar. Buscó un pitillo desesperadamente y cuando encontró la cajetilla y el mechero, encendió uno con mano temblorosa y se quedó mirando las sombras que la vela dejaba en las paredes, como un bobo que no tuviera nada mejor que hacer.
Pensó que la soledad era muy mala, casi lo peor que le puede pasar a un ser humano… después de la muerte, claro. De haber estado allí acompañado, por Hortensia, por Sebastián, por cualquier otra persona que le hubiera acompañado, nada de aquello habría sucedido o de haber pasado exactamente igual solo habría provocado risas y comentarios jocosos. Alguien habría traído una botella con alcohol, una petaca, o aunque fuera un porrón de vino, y se hubieran liado a tragos y a burlarse de la fantasma y a contar anécdotas y chascarrillos… ¡Qué bien le vendría ahora un trago de algo! Se llamó imbécil por haberse olvidado de lo más importante. Cuando salgas al campo, solo, especialmente si vas a pasar la noche en algún sitio, nunca te olvides de una buena petaca con güisqui o con coñac o vodka, lo que fuera le hubiera venido de perlas.
El alcohol anima a los cobardes, pensó, y no se sintió avergonzado en lo más mínimo de sentirse un cobarde. Aunque, pensándolo bien, si tan sobrio como el agua era capaz de sufrir aquellos delirios, ¿qué no le hubiera ocurrido de haber estado borracho y bajo la euforia del alcohol? Hasta habría visto a Julita en carne y hueso… Aunque no sabía si eso era bueno o malo.
Terminó el pitillo y lo arrojó al suelo, pisándolo con cuidado. Tal vez debería pegar fuego a la casa y salir de allí para no volver nunca. Bien, siempre habría tiempo para un disparate así. Más animado echó un último vistazo a la foto. Estaba buena, muy buena, pensó como retando de nuevo a la mujer fantasma (¿qué le podría hacer? ¿materializarse en cuerpo y hueso? Ja. Le echaría un polvo que nunca olvidaría) pero esta vez no ocurrió nada, como si lo sucedido fuera pura casualidad o tal vez la mujer fantasma se estaba riendo a sus espaldas, preparando algo sonado. Fuera lo que fuera, ya había visto bastante en el comedor. Decidió explorar la parte alta de la casa. Tomando la botella con el cabo de vela, se puso en pie y antes de abandonar aquel cuarto echó un último vistazo.
El hall le pareció amplio, vio la puerta de la calle abierta y se puso a pensar si él la había dejado así. El suelo, de grandes lajas de piedra, le gustaba, seguramente en verano era fresco, hasta se podría andar descalzo; en cambio en invierno el fuego de la chimenea calentaría la piedra y ésta conservaría bien el calor. ¿O no era así? Le hubiera gustado vivir unos días en una casa tan rústica, haciendo lo que hacían aquellos rústicos campesinos. Hubiera sido una experiencia interesante. ¡Ya lo creo que sí!
Iluminó la escalera de madera que comenzaba en un peldaño de piedra, y se dispuso a subir al piso superior. Existía el claro riesgo de que todo aquello se viniera abajo. La madera podría estar podrida y el paso del tiempo no parecía el mejor aliado para mantener todo aquello en pie. Puso el pie derecho sobre el peldaño de piedra y respiró profundamente. Lo que hubiera de ser, sería. Si todo se derrumbaba sobre su cabeza no habría habido nadie para rescatarlo. Una estupidez venir solo. ¿Y si hubiera llevado el móvil? También se lo había dejado en casa. Claro que en aquella zona lo milagroso sería encontrar cobertura, aunque solo fuera para una llamada de socorro.
CONTINUARÁ.