TODOS ESTAMOS SOLOS AL CAER LA TARDE
La escalera, de maderas nobles, supuse, era tan larga como la escalera de Jacob, amplia, abrillantada esa misma mañana, supuse, reluciente… pero no tanto como la mujer que iba bajando, escalón tras escalón, con la misma prisa como si le esperara abajo el patíbulo. Todo en ella era rojo, salvo su piel, negra, bueno más bien café con leche o mestiza, una veta blanca, puede que paterna o materna, había iluminado un poro de cada tres, supuse también. Para mí era una noche de suposiciones, puesto que no sabía nada de lo que allí se cocía y tampoco estaba muy seguro de lo que buscaba Alfredo llevándome allí, el juego de suponer se convirtió en algo tan divertido como esperar descubrir al asesino que me va a matar en una reunión de sociedad.
Pero no tanto como observar a aquella mujer que parecía comportarse como la reina de Saba sin Salomón, sin África, sin nada más que un vestido de noche rojo intenso que dejaba ver sus hombros hermosos, sensuales, lo mismo que su boca, de labios abultados como si por cada beso le hubieran crecido un milímetro, y al parecer eran muchos los besos recibidos, lo mismo que el resto de su cuerpo, oculto bajo el vestido, pero no demasiado, porque se le pegaba al cuerpo como un guante de seda -tal vez el vestido también fuera de seda, nunca me preocupé de conocer las telas, nunca me preocupé de conocer demasiado a las mujeres, pero eso, intuía, iba a cambiar- realzando sus encantos, uno por uno, caderas amplias, piernas largas, senos deseando salir de un escote que creo llaman “palabra de honor” supongo que porque en este caso uno emplearía su palabra de honor de que bajo el vestido, en esa zona, había algo que merecía la pena. Supe enseguida que era madame Rouge porque los zapatos de tacón también eran rojos, lo mismo que sus pendientes, tal vez granates o tal vez cualquier otra piedra preciosa de un color rojo intenso. En su mano izquierda portaba un bolso, también rojo o granate, de piel, supongo, mientras que con su mano derecha iba haciendo gestos de dama de alta sociedad del siglo XIX, también supongo, porque yo no estuve en ese siglo. Supe enseguida que estaba realizando una parodia de sí misma porque todas las chicas rieron, lo que significaba que ya lo había hecho otras muchas veces y en todas ellas su patrona no se había enfadado con ellas.
Un escalón, otro y otro. No me hubiera importado que la escalera fuera de más escalones y que al bajar el último los hubiera vuelto a subir. Su pelo negro caía en cascada sobre sus hombros y sus ojos relucían como los de una gata en celo, en plena noche, maullando en el tejado, a la luz de la luna, pero mucho me temía que aquella mujer no era precisamente una gata, sino una pantera y peligrosa. Cuando pisó el último escalón ya nos había observado a todos, sabía cuántos y quiénes estábamos allí y me había calado a mí, porque no creía equivocarme al pensar que yo era el único de los presentes a los que madame Rouge no conocía. Me había mirado de abajo arriba, de arriba abajo, se había detenido en las diferentes partes de mi cuerpo, como si su acerada mirada lo hubiera dividido en tres o tal vez cuatro partes. Lo había hecho con la discreción de una mujer del gran mundo y con el ansia de una pantera hambrienta. Supuse que le gustaba y esa suposición era algo más que el deseo que siente todo hombre de gustar a una mujer como ella.
Al pisar el suelo de madera del salón hizo una graciosa inclinación doblando la rodilla izquierda, bajando la cabeza y extendiendo los brazos, como una prima donna de la ópera. Se produjo un aplauso atronador y algún bravo, lo que me hizo pensar que acostumbraba a repetir aquella actuación con frecuencia. Como si ya hubiera terminado de interpretar su papel de pronto todo en ella cambió, su sonrisa desapareció, se irguió en toda su estatura y caminó con paso firme hacia nosotros. Kayla se adelantó, susurrándole algo a la oreja, después se colocó a su costado derecho, la posición lógica dado que era su mano derecha. Madame Rouge se dirigió directamente hacia mí, sin dudarlo un segundo. Observé que no había mirado a Alfredo ni de reojo. Malo, pensé, la noche puede terminar antes de iniciarse. No temía porque le dieran una buena paliza, seguro que se la merecía, pero precisamente ahora no me apetecía marcharme sin más, deseaba pasar allí toda la noche y ver en qué acababa todo. Al llegar frente a mí madame Rouge extendió el dorso de su mano enguantada, yo incliné la cabeza y subí su zarpa hasta que pude besarla con comodidad. Hubiera preferido un beso en la piel, tal vez mi lengua captara algo de aquella naturaleza salvaje, aún así no me disgustó el contacto.
-Un placer, caballero.
¿Se refería a mí? No cabía duda porque no dejaba de mirarme. Dejó de hacerlo bruscamente para observar cómo Alfredo intentaba desplegar su mejor sonrisa sin conseguirlo.
-Creo que te dejé bien claro que no volvieras a pisar mi casa. Mis chicas no están a tu disposición, ni aunque llevaras algún ladrillo de oro de Fort Knox, cosa que dudo. No obstante te daré una oportunidad si dejas libre a tu amigo y no te vuelves a ocupar de él en toda la noche.
-Acepto el trato.
Me sentí incómodo, actuaban como si yo fuera un caballo sobre el que estuvieran tratando, aunque madame Rouge más bien parecía querer montarlo y eso no me desagradaba en absoluto, aunque hubiera preferido otro trato. A Kayla le bastó mirar a su patrona para saber lo que se esperaba de ella. Se acercó a Alfredo, le tomó del brazo y se lo llevó entre risas. Yo quedé a disposición de la dama quien me ofreció el suyo, dirigiéndose sin vacilar hacia una puerta disimulada en un rincón, corrió la cortina y no tuvo que abrir nada porque aquella se abrió desde dentro. Me invitó a pasar con ella, lo que no era difícil porque existía suficiente espacio para los dos y para alguno más, si fuera preciso. Quien había actuado de fantasma de la ópera era su guardia de corps, su jefe de seguridad o su matón.
-Dile al chef que prepare una cena variada, él ya sabe lo que quiero, y que la suban al dormitorio en… pongamos una hora.
El matón sonrió y desapareció. Estaba encantado de cenar con ella, sin embargo seguía prefiriendo que alguna vez se le ocurriera contar conmigo. Madame Rouge siguió a paso de marcha por el pasillo hasta alcanzar un ascensor de época que a su vez se abrió como si la esperara. Un joven negro, vestido de etiqueta, aunque con un sospechoso bulto bajo el sobaco, inclinó la cabeza, lo que aprovechó su patrona para hacerle una caricia, como a un perro amaestrado. Cuando el ascensorista oprimió el botón correspondiente no podía evitar que una sonrisa de oreja a oreja le cruzara la cara.
El resto de la noche no estaba tan claro en mi memoria, porque una vez nos apeamos en un dormitorio, estilo suite francesa, en rojo, con detalles decorativos New Orleans, tan inmenso como la mitad de un hotel, madame Rouge se apoderó de mi como una araña se zamparía a una mosca, inyectando su liviano veneno sin disimulo y dejando que su presa pasara por todas las fases de la hipnosis hasta alcanzar la muerte. Claro que fue una muerte dulce, muy dulce.
Una sonrisa adolescente, imbécil, se apoderó de mi rostro serio y preocupado sin que pudiera evitarlo. Tras ser nombrado sheriff solo había vuelto a ver a madame Rouge un par de veces y las entrevistas no fueron precisamente agradables. Los dos jugamos fuerte y la pantera me dio un par de zarpazos antes de tomar la decisión de que le convenía más vivo que muerto. Ahora pensaba arrebatarle a una mosca grande, llamada Pico de Águila, que tenía bien enredada en su tela de araña. Ni siquiera tenía claro que saldría vivo de su mansión, aunque si al final salía con los pies por delante me llevaría también conmigo a madame Rouge y a cuantos pudiera. No iba a dejar que me cachearan, era el sheriff, y mi automática, bien escondida, me acompañaría allá donde yo fuera.
Sin perder ni un ápice de mi concentración en la conducción repasé aquella primera noche con la pantera roja, como la llamaría desde entonces. Sobre una mesa camilla nos esperaba una botella abierta de champán francés. Me invitó a sentarme y escanció dos copas. Alargó su copa, invitándome al brindis. Como yo no dijera nada fue ella la que brindó.
-Porque esta noche se repita.
-Cuando nos conozcamos mejor -dije sin saber muy bien lo que decía, pero sí lo que deseaba decir-.
-No hay mejor conocimiento que el íntimo. ¿No crees?
Asentí. Desde que llegara al condado, con la oscurísima sombra de mi pasado tras de mí, no me había preocupado lo más mínimo de las mujeres, al contrario había huido de ellas, desperdiciando ocasiones que ningún macho habría dejado pasar. La oscuridad era una niebla espesa a mi alrededor, solo me preocupaba de dónde poner los pies para no caerme de culo, eso era todo. Alfredo entró en aquel cuarto oscuro como un elefante en una cacharrería, como decía él, sin la menor consideración, abrió las ventanas y la luz del sol me deslumbró. La visita a madame Rouge era el primer paso en mi nueva vida y estaba decidido a aprovecharla al máximo. Con el tiempo Alfredo se empecinaría en que comenzara a escribir para sacar al exterior mis demonios y airearlos un poco. Opuse una férrea resistencia, no obstante se salió con la suya y tal vez fuera la mejor decisión que podía tomar cuando tomé aquel cuaderno entre mis manos y escribí sin parar, esbozando una historia que nunca he sabido de dónde salió, una historia de demonios, por supuesto, como resultaba inevitable. Los demonios del desierto rojo ya nunca dejarían de acompañarme, en el sótano de mi ranchito, que había acondicionado y disimulado al efecto, en una estantería, estaban los libros publicados hasta el momento,media docena, todos bajo seudónimo, por supuesto, y también mis cuadernos manuscritos, los pocos recuerdos que arrastraba de mi vida pasada, las pruebas que había ido obteniendo sobre los asesinos que seguían mis pasos y una excelente armería que sin duda tendría que utilizar antes o después, porque aquellos chacales nunca cejarían de perseguirme.
Madame Rouge dejó de comportarse como una dama y fue directa al grano.
-Alfredo ha tenido mucha suerte de que le acompañaras, de otra forma no habría salido vivo de aquí. No bromeo. Cuando le digo a un hombre que no vuelva a pisar esta casa será lo último que haga si comete ese error. Ni siquiera habría tenido opción de aparcar, le habrían tiroteado por el camino de no haber venido acompañado. Cuando me lo dijeron sentí curiosidad, aunque en realidad ya sabía que solo podías ser tú.
-¿Me conoce?
-Si vas a estar dentro de mí es mejor que te vayas acostumbrando a tutearme, y puedes estar seguro de que no saldrás de aquí sin antes haberme poseído. Sí, nadie llega al condado sin que yo me entere. He seguido tus pasos desde el primer día. Sé todo lo que has hecho y hasta lo que has pensado hacer y no te has atrevido. En mi negocio la información es más valiosa que el oro. Era cuestión de tiempo que ese borrachín de Alfredo y tú os acabarais conociendo y al primer sitio donde te llevaría sería aquí. El sabe que me gustan los hombres como tú. Traerte era mejor que venir con un ejército. El muy idiota cree que algún día volverá a dormir en mi cama. Sí, fuimos amantes, hace algún tiempo. La cosa no acabó bien porque Alfredo, ese don Juan de pacotilla, se fue a enamorar de la mujer que menos le convenía, como les suele ocurrir a todos los donjuanes. Sí, en efecto, él me contó la historia de don Juan como otras muchas, tal vez por eso le aguanté más de lo que suelo aguantar con un hombre. Pero eso es todo lo que debes saber por ahora. Puedes regresar siempre que lo desees, serás bien recibido, pero aconseja a ese idiota que él no vuelva a hacerlo, es la última gracia que le concedo.
-¿Cómo debo llamarte? Madame Rouge me parece una tomadura de pelo.
-Escoge un nombre y llámame así, o puedes darme un nombre distinto cada noche que regreses. No estás obligado, por supuesto, pero serías el primer hombre que no vuelva sin que yo lo haya echado antes a patadas. Y no desprecies el nombre de madame Rouge, es mi nombre de guerra, y hasta ahora las he ganado todas.
¿Quién se creía aquella mujer? Parecía una reina de Saba de los prostíbulos, convencida de que podría seducir a cualquier Salomón cargado de oro, a cualquier incauto como yo, a cualquier hombre que se le pusiera delante. Me equivoqué al juzgarla como una de esas mujeres tontas que piensan que un cuerpo voluptuoso no solo puede abrir cualquier bragueta, sino también comprar cualquier alma. Mientras me observaba con aquellos ojos negros relucientes, tan segura de sí misma, tan agazapada como una felina a punto de saltar sobre la presa, comprendí que tras ella, en la sombra, la seguía un ejército de malas experiencias que la habían transformado en una auténtica demonia. Tendría que tener mucho cuidado. Fue en aquel preciso momento cuando se me ocurrió el nombre, como el sarcasmo que se lanza al rostro de la muerte cuando sabes que ya no podrás evitar que te hinque el diente. Madame Rouge, la pantera roja.
Continuará.