CAPÍTULO IV
AMORES POR CORRESPONDENCIA
Acababa de abandonar el colegio religioso donde estudiaba para cura. Tenía dieciocho años y enraizado en la médula el miedo que me habían inculcado al mundo, el demonio y la carne. Sobre todo me asustaba la carne, la carne prieta de las chicas que caminaban por las aceras de mi ciudad. Nunca había visto un demonio y el mundo para mí no iba más allá del entorno donde residía. Pero las mujeres sí me asustaban, me aterrorizaban, por eso procuraba bajar la mirada cada vez que alguna venía a mi encuentro por la misma acera.
En aquellos tiempos no existía Internet, ni se le esperaba, los inventos que nos trajo el tiempo revolucionarían nuestras vidas, pero para algunos llegaron demasiado tarde. Aún así mi creatividad e inventiva, que me acompañaron desde niño, me permitieron aprovechar lo poco de que podía disponer. Mi madre gustaba de leer algunas revistas del corazón de la época y las dejaba en la mesa del salón o en cualquier parte que le viniera bien. Para un intelectual tan pagado de sí mismo, como yo era entonces, las revistas del corazón eran pura basurilla, no obstante tenían algo que sí me gustaba mucho, las mujeres de sus portadas y fotografías. Un día eché un vistazo a una de estas revistas, tal vez Diez Minutos, no puedo recordarlo con exactitud. Al final había una sección de correspondencia en la que los lectores pedían amistad o lo que fuera, que no era mucho, porque la época no lo permitía. No había muchas cartas, aunque sí las suficientes para hacerme una idea de lo que podría pasar si yo escribía a la revista, pidiendo amigos.
Me costó decidirme, pero al final lo hice. Fue una carta breve pidiendo amistad, especialmente amigas, y poniendo de manifiesto mi soledad y torpeza para relacionarme. Lo que no podía esperar fue lo que pasó. El tiempo me enseñaría que de alguna manera debo tener una cierta facilidad innata para expresarme con la palabra escrita, porque por entonces había escrito muy poco, así que no puedo atribuir esta facilidad a escribir folios y folios, como hago ahora. Debí de conmover con mi prosa escueta, o tal vez fuera sencillamente que había muchos en mi misma condición, solo que no se atrevían a pregonarlo en una revista.
No esperaba nada, o más bien muy poco, porque la esperanza nunca se pierde. La gran sorpresa me la dio el cartero, o más bien mi madre, que aquella mañana subió un montón de cartas diciéndome que el cartero preguntaba qué era aquello y si iba a ser así todos los días. Me quedé pálido, o tal vez pasara del rojo al pálido a tal velocidad que ni me enteré de lo avergonzado que me sentía. No dije nada y me llevé las cartas a mi habitación. Allí las manoseé, miré sus remites, pasmado de que el milagro hubiera ocurrido. Por fin las clasifiqué de una forma muy simple, mujeres y hombres. Éstas últimas las dejé para el final, dudando si arrojarlas directamente a la basura o leerlas antes, porque yo lo que realmente quería, enmascarando sexo y amor con amistad, era conocer mujeres, cuantas más mejor y cuanto más jóvenes mucho mejor, de mi edad, porque las adolescentes de aquella época eran realmente unas crías, o al menos eso pensaba yo.
Aún en estos tiempos resulta insólito recibir más de quinientas respuestas a un texto subido a Internet. Recibir más de quinientas cartas a una cartita dirigida a la sección de correspondencia de una revista del corazón, a mí me pareció casi un milagro, aunque no puedo saber si mi caso fue especial o les sucedía a todos los que mandaban una carta a la revista. El cartero se cabreó seriamente, hasta el punto de que mi madre, a la hora en que solía pasar por la calle, se asomaba a la ventana del piso y en cuanto lo veía aparecer, bajaba corriendo las escaleras, desde un tercero, para que el cabreado cartero no tuviera que echarlas al buzón, en el que no cabían todas, y se las diera en mano. Mi madre se reía, cuando me contaba los denuestos y reniegos del cartero, y no cesaba de preguntarme qué había hecho. Imagino que a pesar de mi vergüenza debí contarle que había escrito a una revista solicitando amigos, no le dije cuál, de eso estoy seguro, me daba mucha vergüenza que supiera que ojeaba sus revistas del corazón. Me pidió que fuera yo el que bajara y aguantara al cartero, pero no lo hice, era tan tímido y tenía tanto miedo –el huevo de la serpiente llamada fobia social- que habría preferido quedarme sin más correspondencia que verle la cara a aquel señor, tan enfadado con razón, que durante un tiempo salía huyendo de él cada vez que lo veía por la calle, como si pudiera conocerme.
Recuerdo que guardaba las cartas en cajas de zapatos, de cartón, clasificándolas de la siguiente manera: cartas con foto de chicas o mujeres, cartas sin foto de chicas que prometían, cartas sin foto de mujeres maduritas, cartas de chicos. Las cartas con foto estaban clasificadas según me gustaran más o menos, las últimas las de mujeres maduritas ya que para mí en aquel tiempo era inimaginable tener una relación sexual con una mujer madura, no porque no me gustaran, sino porque parecía fuera de lugar y hasta pecaminoso. Recuerdo que aquella avalancha de correspondencia coincidió con el tiempo que tuve que esperar desde que aprobara la oposición hasta que me adjudicaran una plaza y pudiera tomar posesión, tal vez más de un año. Todo aquel tiempo de que disponía lo empleaba para contestar una carta tras otra, por orden de interés para mí, claro. Lo hice de forma manuscrita, a pesar de tener una máquina portátil de escribir. Aquel, sin duda, fue el comienzo del fin de mi letra, que hasta entonces era tan mona y tan legible, el fin llegaría años más tarde cuando me puse a escribir en libretas y cuadernos mis esbozos de novelas, relatos, poemas, ensayos, anotaciones de sueños y de todo tipo. Hoy en día ni yo mismo entiendo mi propia letra y dudo de que exista letra de médico –famosa por su ilegibilidad- peor que la mía.
Según el tono de la carta mi respuesta se adaptaba a lo que se podía esperar de cada chica o mujer, amistad, una pizca más que amistad, posibilidad de una historia romántica, aceptación del riesgo de atreverme a iniciar el camino hacia una relación sexual –un milagro que había que buscar, a Dios rogando y con el mazo dando- y por último las respuestas de cortesía, dando las gracias, diciendo que no podía mantener correspondencia habitual con todo el mundo después de aquel aluvión de correspondencia. Esta correspondencia de pura cortesía estaba dedicada a los pocos chicos que me contestaron y a las chicas o mujeres de las que no podía esperar gran cosa, maduritas maternales que solo querían animarme un poco, porque me notaban muy desesperado, hablándome de sus hijos que también habían tenido problemas para relacionarse y chicas con foto que parecían tan feas que solo una gran cultura y madurez intelectual o emocional me hubieran decidido a seguir con la correspondencia.
Me hubiera avergonzado comentar con alguien que las primeras de la fila eran las más guapas, según las fotos que me enviaban, por suerte no tenía a nadie para comentarlo, salvo mi madre que seguía preguntándome curiosa y a la que yo decía cualquier cosa para que me dejara en paz. Claro que tampoco había muchas chicas con un nivel intelectual o unos gustos culturales parecidos a los míos, salvo un par de maestras con las que inicié una correspondencia habitual, a las que escribiría sendos poemas y a las que conocería en persona en un viaje por toda España conociendo a chicas que me habían escrito y que querían conocerme.
Como este es un relato sobre los poemas que he escrito a lo largo de toda mi vida y las circunstancias en que fueron escritos, debo dejar de lado, sin mencionar, a aquellas mujeres que solo recibieron mis cartas, sin más. Algunos de estos poemas se han perdido y los que conservo no puedo recordar a qué extraña casualidad se debió. Fue un error el escribir poemas manuscritos y mandar a la interfecta la única copia disponible del poema. Así, que recuerde, he perdido el poema que le escribí a M. (utilizaré solo iniciales, porque aunque muchas de ellas eran mayores que yo y ya deben ser abuelitas, como lo soy yo, con Internet nunca se sabe y hasta podría tener un disgusto por hablar de alguien sin su permiso). M. era una mujer rubia, de unos treinta años, puesto que ya tenía dos hijos, uno de ellos casi los diez, si mi memoria no falla. Su historia la cuento en la serie de Relatos titulada “Algunas historias sórdidas”, aunque aún no está subida a Internet. Recuerdo que su carta era breve y plagada de faltas de ortografía, pero lo que más me importaba era su foto y su sinceridad sensible y acogedora. Luego me enviaría otras dos más, estas en color, en una playa. Así se inició una correspondencia que duraría hasta que nos conocimos en persona, cuando viajé a Madrid para tomar posesión de mi plaza. El resto de la historia se cuenta en el relato antes mencionado, así que no la voy a repetir aquí. Aunque el poema se perdiera tengo un vago recuerdo de su temática, la exaltación de su belleza es una temática segura, porque lo hice con todas las mujeres que me mandaron foto y a las que escribí un poema, también creo recordar algo sobre el mar, las olas, etc. Conscientemente le mandé el original y no me quedé con copia alguna, era un regalo especial, solo para ella. Con el tiempo enmendaría este error pasando a máquina los poemas manuscritos originales, de esta forma yo me quedaba siempre con una copia, así he podido rescatar alguno de aquellos poemas. También creo recordar haber escrito un poema para P. una mujer madura que residía en París –aún continuaba el periodo de emigración, aunque remitiendo- y que estaba soltera o tal vez divorciada, que me había escrito una carta muy maternal, pero que yo intentaba sacarle punta romántica o esperanza de “graduado” sin graduar. Es posible también que le escribiera otro poema a M.A. una preciosa chica, hija de un alto cargo del ejército, que residía por aquel entonces en Ceuta o Melilla. O puede que me contuviera precisamente el cargo de su padre y me mostrara más discreto y prudente. No lo creo, porque en aquellos tiempos, aparte de la timidez, primaba el romanticismo, el erotismo teñido de lirismo, porque hacía muy poco que abandonara el colegio religioso y la represión sexual aún presidía mi vida afectiva, aunque no la intelectual, que estaba apartando a machetazo todos los conceptos dogmáticos que me habían imbuido, entre ellos el sexo como el más vil y despreciable de los pecados, también el más poderoso, puesto que nos hundiría en el infierno con una facilidad pasmosa. También está perdido el poema enviado a una chica andaluza, que me había escrito con foto, y que, en respuesta a aquel romántico y “atrevido” poema, se sintió obligada confesarme que era lesbiana, algo tan insólito en aquellos tiempos, que solo mi apertura mental, que me acompañaría el resto de mi vida, hizo que mi respuesta fuera comprensiva, amable y generosa, tal vez una pizca de paternalista y estúpida. Todos aquellos poemas, incluidos los que acabaron en la hoguera, fueron hojas al viento, hoy hojas otoñales, pero en aquel tiempo hojas primaverales y románticas. Todas aquellas cartas que recibiera durante quince días, y que sumarían más de quinientas, fueron quemadas. Las desechadas, aquellas a las que solo contesté con una respuesta cortés, anunciando que no podría mantener una correspondencia habitual, primero, luego las cartas de las que esperaba muy poca cosa, y luego, finalmente, todas ellas, tal vez en Madrid, durante mi etapa negra. Habrían sido de gran ayuda ahora, en esta recapitulación, junto con los cuadernos manuscritos de aquel diario que llevé en aquellos años oscuros, o aquel suplemento dominical de aquel periódico que documentó la etapa más miserable de mi vida.
Resulta curioso que en toda mi vida paupérrima de poeta, en ningún momento me planteara el ser un poeta con rima, es decir buscar en el soneto, el endecasílabo, y todas las formas poéticas clásicas, la belleza de la poesía. Para mí, entonces y ahora, la definición de poesía era la de Becquer, “poesía eres tú”, y soy yo –la oscura poesía del ego vanidoso y atormentado- y es el tiempo que pasa, que huye, y el recuerdo podado e idealizado, y la necesidad ególatra de que tu obra no haya sido en vano, de que tu sufrimiento no haya sido inútil, de que tu pasado no haya sido una pérdida de tiempo. Me pregunto qué sentido tiene ahora –para un guerrero impecable- dejarse llevar por estas vanidades (vanidad de vanidades y todo es vanidad), intentando que nada se pierda en una vida que no ha sido otra cosa que una lucha inútil, intentando que todo permanezca para siempre. Tal vez me impulse a ello la necesidad de recobrar el tiempo perdido de Proust, o la esperanza de que no todo en mi vida ha sido inútil, o la de actuar de acuerdo a aquella filosofía vital que aún sigue presidiendo mis actos, la de que nada hay oculto que no haya de ser descubierto, ni nada secreto que no acabe saliendo a la luz, ni intimidad que no acabe siendo de dominio público, puesto que como digo en la Ceremonia del amor, el que amó una vez en el tiempo amó para siempre en la Eternidad, o dicho de otra manera, el que vivió una vez en el tiempo sigue viviendo para siempre en la Eternidad. Fueren cuales fueren las razones, si es que hay alguna, he decidido dejarme llevar por la poesía del tiempo y rematar esta historia de mi vida poética, ahora que estoy jubilado y solo, con mucho tiempo y pocas ganas de hacer nada, como un acto de voluntad, como un intento de guerrero.
Para todas aquellas mujeres, cuyos poemas se han perdido, va este homenaje a su belleza, un homenaje tan romántico y lírico, como oscuro y atormentado. Tal vez Proust tenga razón y el tiempo pueda ser recobrado, lo que es seguro es que nunca se perdió, puesto que está enraizado en nuestra personalidad actual. La personalidad es un 98% de memoria y el resto habría que buscarlo. Como dijo aquel que nunca recuerdo y al que parafraseo constantemente cuando toco estos temas. Intentando recobrar aquella parte de mi personalidad que permanece en rincones oscuros, e intentando recapitular al estilo Castaneda aquellos hilos energéticos que fui dejando en el camino, seguiré recopilando poemas que por su calidad poética deberían haber sido quemados pero que por su calidad humana son parte de mi vida de guerrero sobre la tierra.
BELLEZA DE MUJER
Belleza de mujer,
fugitiva y eterna,
un solo instante en nuestros brazos;
un breve aleteo en nuestros ojos
y la amaremos para siempre,
aunque el tiempo la entierre,
cruel, en el recuerdo:
un triste esqueleto de duros huesos,
cuencas vacías mirando la noche,
hedor de podredumbre.
Su cadáver pasará a nuestro lado
y las entrañas devolverán
entre arcadas repugnantes
el dolor de lo perdido,
pero nadie podrá quitarnos
el recuerdo, el perfume de su belleza.
¿Quién me arrebatará el deseo
infinito y dulce de tu cuerpo de diosa?
¿Quién podrá destruir la esperanza de tu amor,
despertarme de mi sueño mientras suspiramos
juntos y felices en el lecho?
¿Cómo borrar la imagen de mis besos
en tus labios, tu sonrisa adorable
llamándome al placer?
Aunque estés lejos, en el vacío de lo imposible,
siempre te tendré cálida, acurrucada en mis brazos;
aunque no seas mía, me pertenecerá siempre
la esencia de tu dulce recuerdo.