ALGUNAS HISTORIAS SÓRDIDAS LXVIII


EL SEGUNDO CÍRCULO DEL INFIERNO / CONTINUACIÓN

La experiencia que había vivido como personaje famoso fue tan dramática y humillante que regresé al anonimato con una inmensa sensación de alivio, consciente de que debería de librar una pertinaz batalla para conservar aquella condición. Ahora sé muy bien que en mi entorno yo no podía ser el personaje anónimo que intentaba crear, porque si no muchos, sí los suficientes, me habían reconocido como aquel extraño loco que se había exhibido en un programa de televisión confesando sin tapujos sus miserias de enfermo mental, y sin duda habrían expandido ese rumor en sus entornos con la cadencia tranquila con que sucedían las cosas en un tiempo en el que aún no existían los teléfonos móviles, ni Internet, ni los instrumentos mediáticos que hoy forman parte consustancial de nuestras vidas, transformándolo todo en oleajes tan persistentes como veloces. Me cuesta retomar, aunque sea por un instante, aquella vida que transcurría a ritmo de tortuga, con una placidez que hoy resulta inimaginable. A pesar de ello, alguna experiencia posterior, me desveló el poder del rumor, del boca a boca, de los comentarios aparentemente inocuos, que se utilizaban para llenar los ratos muertos, que eran muchos. Si hasta entonces había creído que mi sensación de que era observado y reconocido en lugares y entornos donde no me conocían de nada formaba parte de mi calenturienta imaginación o de mis constantes delirios sobre mi condición de monstruito, a partir de aquel momento se convirtió en una certeza tan esperpéntica como sólida. El episodio tuvo lugar algunos años más tarde, ya casado y con familia. Habíamos ido a pasar las vacaciones de verano a Santander. Me acerqué a la recepción de un camping donde nos íbamos a instalar para ahorrarnos el gasto que suponía pasar una semana en un hotel. Ya entonces atravesaba mi etapa de telépata loco. Así la llamo por lo que en su momento narraré con pelos y señales. Se podría decir que había entrado en el tercer círculo del infierno, siempre acosado por la angustia, siempre atento a las reacciones de las personas de mi entorno, ya sufriendo las consecuencias de una fobia social que no sabía que se llamara así, ni siquiera creo que existiera ese término, al menos yo no lo había oído nunca. Pues bien, como tuve que esperar un buen rato a que me atendieran, puesto que había mucha cola, me vi asaltado por esa fobia social y sobre todo por las manías obsesivas que en mi condición de telépata loco eran algo cotidiano y muy notorio para los que me rodeaban. Debo adelantarme mucho en mi narración para dar un detalle que resulta imprescindible para que se comprenda lo que allí sucedió. Como contaré largamente en su momento, mi convencimiento de que era telépata y podía percibir los pensamientos ajenos, me llevó a un ritual tan extraño como efectivo. Cuando creía percibir pensamientos y sentimientos muy malévolos hacia mí, utilizaba una especie de lenguaje de signos, para hacer comprender a los demás que estaba leyendo sus mentes. Hubiera sido muy sencillo hablar con claridad del tema, no me tomarían por más loco de lo que aquel lenguaje de signos ya me había hecho. Para que se entienda mi elección debo añadir algo de lo que ya hablaré en profundidad en su momento. No solo me había convencido de que podía leer los pensamientos ajenos, también me creía capaz de matar con mi pensamiento.

Para evitar estas supuestas muertes, que se podían producir si yo lanzaba mis pensamientos asesinos hacia los que se burlaban de mí, ideé este lenguaje de signos de la siguiente manera: me tocaba repetidamente la punta de la nariz, o me acariciaba el mentón con mi mano o miraba implorando que me hicieran caso, entre otras cosas. Y esto es lo que hice en aquel lugar cuando me convencí de que las dos chicas que atendían la recepción tenían pensamientos malévolos hacia mí. Es una posibilidad, aunque remota, que me hubieran reconocido como el loco que salió en televisión. Digo remota, porque ya habían transcurrido bastantes años, no sé cuántos, y todos sabemos lo poco que duran en la memoria estos acontecimientos. En cambio, lo que estaba haciendo y que desencadenó todo, era más reciente. En León yo llevaba algún tiempo. Puede que bastante, comportándome como telépata loco y hablando este curioso lenguaje de signos todos los días, o casi todos. Las chicas no tardaron en reaccionar. Hablaron entre ellas, no en bisbiseos para que no las oyera, sino de forma perfectamente audible. Una le comentaba a la otra lo raro que era yo, y la otra le respondió con una frase lapidaria que me hizo comprender de una vez por todas hasta dónde estaban llegando los rumores sobre mi locura. ¿No lo has reconocido? Es el loco de León.

Cuando regresé a León y sucedió el episodio que ya he relatado más arriba, intenté por todos los medios huir de algo que no iba a poder superar, a pesar de todos mis esfuerzos. Me fugué de la realidad con tal intensidad que hasta llegué a convencerme, con el tiempo, de que la gente se había olvidado por completo de mi aparición en televisión y de mis conductas esperpénticas. Analizo esta fuga de la realidad en el relato del búnker, en mi blog del guerrero impecable. Los enfermos mentales nos fugamos de la realidad, cuando no podemos enfrentarnos a ella, y si la intensidad de esta fuga es muy elevada, alcanzamos el delirio. La locura ya es cruzar la línea roja, algo que como me dijo una psiquiatra a la que le comenté mi pánico a la locura, no es tan fácil como podemos pensar. Tenía mucha razón. Porque a pesar de mi paso por los diferentes círculos del infierno, nunca pasé esta línea roja, siempre fui consciente de la realidad cotidiana y ahora, décadas más tarde, puedo analizar todo aquello con fría objetividad.

En aquella primera etapa de mi paso por el segundo círculo del infierno, dos obsesiones se convirtieron en mis perros guardianes desde que despertaba por la mañana hasta que me dormía por la noche. Por un lado la evolución del cáncer que sufría mi padre, deseando y rezando para que sufriera lo menos posible, y por el otro la necesidad imperiosa de que todo fuera lo mejor posible en el trabajo. Era muy consciente de que una incapacidad o la pérdida de mi condición de funcionario serían algo irremediable. No podría seguir viviendo sin una independencia económica. Por ello me apliqué con una voluntad férrea a hacer mi trabajo. Consciente de que un trabajo bien hecho, concienzudo y rápido, sería una poderosa barrera para que quienes podían tomar decisiones sobre mi futuro económico, se lo pensaran dos veces, visto el buen trabajo que realizaba. Por eso consultaba los libros de leyes que había en el juzgado cuando tenía que redactar una sentencia, un auto, o lo que fuera en cualquier procedimiento que estuviera tramitando. Procuraba escribir rápido e ir sacando los asuntos que se apilaban sobre mi mesa de despacho. Creo que lo hice bien y debí adquirir un cierto prestigio de funcionario trabajador y fiable. En cambio con mi padre nada podía hacer, salvo rezar y decirle alguna frase cariñosa cuando llegaba a casa y me encerraba en mi habitación.

No recuerdo cuánto tiempo tardó mi padre en morir. La idea que tengo es la de que su enfermedad evolucionó durante unos cuatro años. Como ya llevaba unos tres años con ella cuando yo regresé a casa, calculo que como mucho yo presencié su larga agonía durante menos de un año. Ya le habían operado varias veces, mi memoria me dice que ya tenía la bolsita cuando yo llegué a casa. Debieron operarlo una vez más, creo que más por su insistencia que porque consideraran que iba a servirle de algo. Lo que nunca olvidaré fue aquella tarde en la que yo estaba velándole en su habitación en el hospital. Nos íbamos turnando para estar acompañándole todo el día y toda la noche. Creo recordar que mi madre estaba por las noches, mi hermano por la mañana y yo por las tardes, hasta que llegaba mi madre. No puedo tener la seguridad al cien por cien de que mi recuerdo sea absolutamente fiable, pero en mi memoria me veo leyendo un libro, sentado en una silla, cerca de su cama. El libro era El tercer ojo de Lobsang Rampa. Ya en Madrid había iniciado mis lecturas sobre yoga y otros temas esotéricos y había comprado varios libros de Rampa. Mi padre estaba cada vez peor, algunos días permanecía dormido bajo los efectos de la morfina o en una especie de coma, no sé si inducido. Puede que me equivoque, los médicos nos habían anunciado que podía morir en cualquier momento, pero había que seguir con la vida, yo iba a trabajar y mi madre, que estaba con él por las noches, tenía que comprar y hacer las comidas. En el recuerdo de aquella escena me veo solo, aunque puede que no lo estuviera. Era por la tarde, tal vez a la puesta de sol. Yo había dejado de leer porque la respiración de mi padre era muy ruidosa y difícil, le costaba mucho respirar. Temía que muriera en cualquier momento. Intentaba rezar, y sugerido por la temática del libro de Rampa, me preparaba para ayudarle y acompañarle en su tránsito. No sé si había leído ya el libro tibetano de los muertos o se hablara de ello en el libro que estaba leyendo, sí recuerdo que yo intentaba hablar con su mente y prepararle para el paso que iba a dar. La respiración era ya un agónico estertor. De pronto dio una gran bocanada muy ruidosa y se quedó en absoluto silencio. Estaba muerto. Yo intentaba hablar con él y hacerle ver que estaba pasando al otro lado y lo que se iba a encontrar. De pronto se escuchó en el aire, llenando toda la habitación, una especie de suspiro de infinito alivio. Lo que más me llamó la atención fue que aquel sonido no parecía venir de ninguna parte y al mismo tiempo de todas. Era como si llegara de otra dimensión. Aquella fue una experiencia que ha permanecido en lo más profundo de mi mente todos estos años. Nunca hablé con mi madre de aquello. Es posible que no estuviera solo, que también estuviera ella, aunque dado que se reservaba las noches, no me parece muy verosímil, salvo que los médicos le hubieran dado un plazo concreto, veinticuatro, cuarenta y ocho horas. La memoria nos juega malas pasadas, crea situaciones que no hemos vivido y transforma otras que sabemos con certeza que sí las hemos experimentado. Fuera como fuera, solo o en compañía, aquella vivencia del suspiro de alivio no puede ser falsa porque ha marcado mi vida. Con el tiempo leería sobre psicofonías e incluso intentaría grabaciones en mi radiocassette pero nunca llegaría a escuchar un sonido como aquel que parecía venir del más allá, de otra dimensión. No recuerdo más detalles, de si llamé al timbre y llegaron para certificar su muerte, si luego llamé desde una cabina a casa para decírselo a mi madre, todo estaba confuso, borrado, como en una niebla espesa. Pero aquellos detalles del libro de Lobsang Rampa, de su respiración forzada, angustiosa (estaba en su habitación, no en reanimación) y sobre todo de aquel infinito suspiro de alivio que me hizo comprender hasta qué punto la muerte puede ser una liberación, nunca se han desdibujado en mi memoria. Tampoco recuerdo el velatorio, el entierro, es como si aquel suspiro hubiera borrado todo lo demás en mi memoria.

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