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REQUIEM DE LIGETI


RELATOS MUSICALES
REQUIEM de LIGETI

 

El silencio infinito…, pero no el silencio imaginado un segundo antes de la creación del universo, de la explosión primigenia, sino un silencio ominoso, pavoroso, tan brutalmente potente que ninguna criatura real o imaginaria, ni siquiera las huestes angélicas podrían percibirlo sin sumergirse voluntariamente en la nada absoluta.

De pronto el grito horrísono de las criaturas humanas perdidas en un punto azul en mitad de un universo vacío. El grito de las víctimas… las víctimas del terror, del odio más puro y frío, aquel donde no hay la menor mezcla contaminante de emociones o sentimientos; las víctimas del hermano asesino, de la espada degolladora, de la maza aplastante de vísceras, de la pez hirviendo sobre desnudas cabezas, del potro de tortura descoyuntando huesos, de la sal en las heridas sangrantes, de la bala asesina, de la mano estranguladora, de los dientes afilados, de los cañones estruendosos, de los misiles silenciosos, de los aviones rugientes, de las botas claveteadas, de las miradas rencorosas, de los machetes afilados, de los insultos obscenos, de las amenazas sibilantes, de la limpia bomba de neutrones, del hongo infernal.

Las víctimas… las víctimas son mujeres indefensas ——– con sadismo, niños inocentes masacrados, sin respuesta a su ingenua pregunta, campesinos honrados inclinados sobre la tierra arisca, hombres buenos huyendo de la violencia con mirada de infinita tristeza, bebés inocentes balbuceando la súplica de una caricia, parturientas dolientes aterrorizadas ante la posibilidad de traer nuevas vidas para la muerte infame.

Las víctimas… las víctimas son las consciencias, las emociones más puras, las esperanzas más anhelantes, el amor más hermoso.

Los asesinos…los asesinos son nuestros propios hermanos, nuestros padres, nuestras madres, nuestros hijos queridos, nuestros vecinos de atractiva sonrisa, nuestros amigos de la infancia. Los asesinos… los asesinos tienen rostro humano, utilizan palabras humanas, su sonrisa es agradable, su corazón tan caliente y su sangre tan roja como la de sus víctimas, pero a pesar de ello siegan nuestras gargantas con sus cuchillos afilados, perforan nuestra piel con sus suaves dedos engatillados, corrompen nuestras entrañas con ciegos bacilos, virus y toda clase de invisibles bichitos manipulados por manos enguantadas que no tiemblan.

Los asesino…los asesinos están aquí y están allí; a este lado de la línea que se ve en el mapa y más allá de todas las líneas blancas, azules o rojas. Los asesinos no creen en el hombre, no creen en Dios, no creen en nada. Los asesinos odian, matan, violan, torturan, masacran, pisotean, escupen, escarban, blasfeman, maldicen… Los asesinos…los asesinos son fríos, se creen omniscientes; no tiemblan, no aman, no comen, como sus hermanos, el alimento cotidiano, ni beben el dulce vino del olvido; sus dientes están manchados con la sangre caliente de las vísceras de sus víctimas mordidas a dentelladas; son caníbales implacables, no hacen el amor, no perdonan, no acarician a los niños, no besan a sus madres, no duermen, no sueñan…

Los asesinos…los asesinos solo son capaces de odiar y el odio que nace en sus entrañas va corrompiendo sus corazones, se expande a través de su sangre y llega a sus diminutos cerebros donde bloquea sus pocas neuronas activas; sus ojos se tiñen de rojo sangrante coloreando todo su alrededor. Temen la aparición en sus frentes de la marca de Caín; el sarpullido infecto que va apareciendo en su piel sin que puedan evitarlo, son los únicos signos visibles de su odio invisible. Cuando éste les ha consumido por dentro deciden suicidarse pilotando aviones asesinos, se atan a bombas, cabalgan en fríos misiles metálicos, se empequeñecen hasta convertirse en bacterias o hacerse balas de sus propias pistolas, si todo les falla, en el clímax de su furor asesino intentan matar a cabezazos a todo hermano que encuentren a la vuelta de la esquina.

Los asesinos… los asesinos no respetan la vida, no dignifican la muerte, no se hacen pan para el hambre de sus hermanos, no creen en la inocencia de los niños, no sonríen nunca. Viven como bestias y mueren como bestias, incapaces de alcanzar otra evolución que unas uñas más afiladas, colmillos más desgarradores o corazones más pétreos.

Los asesinos…los asesinos no nacen, se hacen día a día en el fragor del odio constante. Los asesinos somos todos, cuando no tendemos la mano a nuestros hermanos dolientes, cuando escupimos en su hambre, en su frío, en su impotencia, en su desesperanza, en su sonrisa resignada, en su cálido perdón.

Una misa de réquiem para las víctimas. Una oración por los asesinos… Luego nada… después el silencio… finalmente… el vacío más absoluto.

¿Es eso lo que deseamos para la raza humana?.

El futuro está doblando la esquina. Su rostro está siendo moldeado en nuestras manos.

PARA TODAS LAS VICTIMAS DE LA VIOLENCIA

http://youtu.be/sa7h7TwJzaM

Descubrí a György Ligeti, compositor húngaro, nacido en 1923 y dedicado especialmente a la música electrónica y a las variantes de la música aleatoria, al ver por primera vez 2001, odisea del espacio de Kubrik. Creo que a lo largo de la película se utilizaban dos de sus obras, una era su requiem. Su música me estremeció, porque el futuro de la raza humana que yo capté en aquellos sonidos cósmicos, no era muy agradable que digamos. Ahora vivimos en el terror y el futuro está ahí, a la vuelta de la esquina. Nos queda poco tiempo para enmendar los pasos perdidos.

LA LLAVE


LA LLAVE

 

Al subir al coche me asalta una sensación rara. Me dirijo a la puerta y compruebo que está cerrada. ¿Con dos vueltas de llave? Miro en el bolsillo derecho de mi pantalón… Nada. Hago lo mismo con el izquierdo y comienzo a ponerme nervioso. Rebusco en la cazadora… Regreso al coche y comienzo una búsqueda exhaustiva. Los asientos, el suelo, el salpicadero. .. Nada. Decido que se hace tarde. Tomo asiento, me coloco el cinturón de seguridad y arranco. Mientras recorro las calles sumergidas en una espesa niebla no dejo de pensar. ¿Dónde está la llave? ¿Dentro de la casa? No puede ser. Vivo solo, estoy solo, no tengo familia, no tengo amigos. No puedo dejar una llave de repuesto a nadie. No puedo dejar una copia en uno de los tiestos de la entrada. No me fio. Asaltan casas, secuestran familias, roban…Estoy a las afueras. Tomo la carretera comarcal hacia el trabajo. La niebla es cada vez más espesa. Enciendo los faros antiniebla. Ahora tengo que llamar a los bomberos o a un cerrajero. Es una pasta gansa. Cambio de cerradura. Creo que voy a alquilar una habitación. Si puede ser a una chica joven. No voy a estar solo, voy a tener una llave de repuesto por si pasa algo. Tal vez la chica y yo…

Estoy delirando. Un fuerte sentimiento de cólera se apodera de mí. ¿No puedo ser una persona normal? Maldigo en voz alta… y vuelvo a maldecir. Enciendo el equipo, pongo el pendrive. Escucho una canción. Mad world de Gary Jules. Suena en la escena final de Donnie Darko. En ella el protagonista se mueve en bicicleta, a cámara lenta. Todos los futuros posibles elegidos son peores que el de su muerte. La secuencia, con la música de Gary es impresionante. Me siento raro. No puedo evitarlo.

El tiempo transcurre. Conduzco con mucha precaución, aferrado al volante, la vista clavada en la niebla. Vuelvo a maldecir. Sin poder evitarlo golpeo el volante con los dos puños cerrados. El coche hace un extraño. Veo salir de la niebla los dos ojos del demonio. Es otro coche que viene en dirección contraria. Vamos a chocar. Doy un volantazo. Ruidos extraños. Adiós coche. Aprieto el freno a fondo. Pongo el freno de mano. Salgo rápido del coche. No veo nada. Me miro las manos. No consigo vérmelas. Me preocupo hasta que me hago consciente de que estoy llorando. Abro el maletero. Cojo la linterna. La enciendo. Miro las cuatro ruedas. Las dos delanteras están incrustadas en una zanja. Me subo al coche, arranco, meto marcha atrás. Con cuidado voy bajando el acelerador. Nada. Repito la maniobra una y otra vez. Me encolerizo. Aprieto a fondo el acelerador. El motor ruge. Nada. Me doy por vencido.

Llamo a la grúa. La operadora es un robot, no comprende mi problema. Lo sentimos, la grúa más cercana no está disponible. ¿Cuánto tengo que esperar? No lo sé, una hora, tal vez más. Necesito su número de móvil. Se lo doy. Desconecto. Llego tarde a trabajar. Tal como están los tiempos…Llamo al trabajo. Explico mi situación. Cuelgo. Estoy cada vez más nervioso. Me reclino en el asiento. Pongo la radio. Saco la libreta y el bolígrafo del bolsillo de la camisa. Escribo. Me viene bien para calmar la mente. Una ciudad. Sucede algo extraño. La gente ya no se fía de nadie. No se atreven a cruzar un paso de cebra si hay coches cerca. Caminan por las aceras, tensos, como esperando el ataque de alguien. Nadie se fía de nadie. La ciudad es un caos, una selva. Ahora comprenden que sin la mínima confianza en el prójimo no se puede vivir.

Dejo de escribir. Estoy angustiado. ¿Y si el señor de la grúa decide que hoy no sale, que no quiere correr riesgos? Me embuto en el chaleco reflectante. Camino hacia la carretera con la linterna encendida. No veo nada. Camino por la cuneta, no hay arcén, voy y vengo, vengo y voy. Si todo va mal, al menos puedo llamar a la policía. ¿Y si está ocurriendo algo imprevisto? Puedo regresar a pie. ¿Cuántos kilómetros? No lo sé. Transcurre el tiempo. Me quedo de pie, sin moverme, paralizado. Y espero…y espero… y espero.

LOS AMANTES (UN MITO OLVIDADO)


LOS AMANTES (UN MITO OLVIDADO)

Los dioses vivían en su paraíso de antimateria, el Walhalla, y los humanos en su humilde infierno, el planeta Tierra. No podía existir comunicación entre ellos porque materia y antimateria se aniquilan al menor contacto. A pesar de ello florecieron los mitos en ese sentido: Júpiter bajando del Olimpo en forma de toro para embarazar mujeres humanas, Prometeo trayendo el fuego de los dioses… Puede que haya algo de verdad en todo esto. Alguien debió de encontrar la fórmula para que los dioses se humanizaran y los humanos se divinizaran.

La walkiria Brunhilde, hija del padre de los dioses, Wotan, se enamoró de Sigfrido, el único humano que no temía a la muerte, y decidió humanizarse y darse a conocer. A su vez Sigfrido intentó elevarse y mató a Fafner el dios avaro que se humanizó para apoderarse de los tesoros materiales de la humanidad y que guardó en el fondo de una caverna, bajo un volcán. Sigfrido le clavó su espada Nothung, se bañó en su sangre y repartió los tesoros que guardaba el dios, transformado en dragón, entre los más desposeídos.

La sangre del dragón sobre su piel le transformó y pudo ver a Brunhilde. Ambos enamorados recorrieron los bosques, tomados de la mano, y cuando aquella noche estaban dispuestos a entregarse al amor, apareció Wotan y encolerizado durmió a su hija y la colocó sobre un túmulo. A su alrededor colocó un gran anillo de fuego, pensando que ningún humano se atrevería a cruzar para despertar a la durmiente con un beso en la boca. Ignoraba que Sigfrido era el único humano que no temía a la muerte.

Cuando Wotan desapareció Sigfrido atravesó el círculo de fuego al que combatió con su espada Nothung, y con un largo beso en la boca despertó a la durmiente. Ambos, encendidos en pasión, se apresuraron a consumar su amor y lo siguieron consumando toda la noche, hasta que agotados, al alba, se durmieron estrechamente abrazados, cuerpo con cuerpo, boca con boca. Así los encontró el padre de los dioses que había regresado para cerciorarse de que nadie había atravesado el círculo y burlarse de Sigfrido. Su cólera no tuvo límites. Arrojó a Sigfrido al otro lado del círculo, ordenó a Brunhilde que se vistiera y le acompañara. Antes tocó con su lanza la cabeza de su hija y lanzó una maldición sobre cielos e infiernos: Sus ojos nunca verían a su amado, sus labios nunca besarían sus labios y su boca nunca pronunciaría su nombre.

Hizo lo mismo con Sigfrido, a quien además condenó a la inmortalidad, puesto que tanto la deseaba y arrebató a la walkiria de su amante para siempre. Sigfrido regresó entre los humanos y desesperado juró olvidar a los dioses y a su amada para siempre, intentando olvidar a la walkiria entre los brazos de las más hermosas mujeres. Pero no pudo lograrlo y escondido bajo mil formas humanas escribió los poemas más bellos, las músicas más hermosas, pintó los cuadros más románticos y cantó las arias más conmovedoras. A su vez Brunhilde despreció el consuelo de los dioses, paseando solitaria por los jardines del Walhala.

Destino, que controla dioses y hombres, conmovido su corazón de piedra propuso a la diosa Maya confeccionar un velo que permitiera a diosa y humano el contacto. Pero ni uno ni otro se atrevieron a desairar a Wotan, por lo que interpretando de forma literal su maldición, Maya confeccionó un velo que solo serviría para tapar sus cabezas, impidiendo que pudieran verse, besarse y pronunciar sus nombres. De esta forma el resto de sus cuerpos, no alcanzados por la maldición, podrían amarse.

Y así cada noche los amantes se encuentran en la mansión que Destino puso a su disposición en un lugar oculto de la Tierra. Antes de entrar se colocan el velo sobre sus cabezas y se buscan a tientas. Desnudan sus cuerpos y se entregan al deseo, pero no pueden amarse con sus almas que residen en sus cabezas, porque no pueden verse, ni besarse, ni pronunciar sus nombres.

Cuentan las crónicas humanas que un trágico genio, Magritte, pintó una serie de cuadros sobre dos amantes con las cabezas tapadas por un velo. Mentes enfermizas afirman que los pintó tras el suicidio de su madre por la que sentía un deseo incestuoso. Solo yo conozco la verdad. ¿Quién soy? El cronista de dioses y hombres, quien solicitó del guardián de los sueños humanos le permitiera transmitir a Magritte, la verdad oculta en el viejo mito.

Se acerca el ocaso de los dioses y el apocalipsis humano, solo Brunhilde y Sigfrido podrían impedirlo, pero no lo harán, porque están convencidos de que ocaso y apocalipsis les librarán de la maldición y de nuevo podrán encontrarse en el lecho, contemplarse, besarse, pronunciar sus nombres y entregarse no solo sus cuerpos, sino también sus almas. Ignoran lo que yo sé, que nada puede librarles de la maldición y que el ocaso terminará con todos los dioses, incluida Brunhilde y el apocalipsis con todos los humanos, incluido Sigfrido. Mientras llega el fin de todos, que espero con ansia para librarme de una vez de escribir estas miserables crónicas, pienso divertirme buscando un nuevo pintor genial que quite el velo a los amantes en una nueva serie de cuadros.

Diario de un sordomudo


DIARIO DE UN SORDOMUDO

Hoy ha sido un día especialmente silencioso…Intento tomarme el pelo para evitar esos estados de ánimo depresivos que me asaltan desde que tengo uso de razón, pero me temo que el humor es un instrumento solo al alcance de las almas elevadas, sobre todo cuando debes burlarte de tus propias tragedias. Me temo que mi alma está más bien a ras de tierra, reptando de acá para allá a la busca de la supervivencia diaria. No le pido más a la vida.

Es bueno mantener la esperanza, aunque sea a costa de engañarte y sugestionarte con la posibilidad de un milagro. Nací sordomudo, como mis padres, y tardé en hacerme consciente de que el silencio que me envolvía, como un impenetrable muro de acero, no era algo natural a la condición humana, sino consecuencia de una enfermedad o tal vez de una maldición divina, como me decía mi madre con signos muy drásticos de sus manos y la expresión de sus ojos, mirando al cielo, como si pudieran fulminar a la divinidad. Desde aquel momento no he cesado de buscar fórmulas para mantenerme a flote, nadando en un océano de silencio. Primero fue la milagrosa operación que me devolvería el oído y con él tal vez la posibilidad de hablar. Luego las creencias religiosas, que mi madre me inculcó con verdadera devoción, a pesar de sus fulminantes salidas blasfemas, cuando la incomunicación con su entorno la hundía en la desesperación. Hubo un tiempo en el que imaginé que las nuevas tecnologías acabarían por resolver muchos problemas insolubles hasta aquel momento, implantando chips en el cerebro que permitieran ver a los ciegos, oír a los sordos, hablar a los mudos y caminar a los parapléjicos. Fue una etapa que acabé quemando como todas las anteriores. Ahora me da por el budismo, el yoga mental y la posibilidad de comunicarme a través de la telepatía. Cualquier cosa me sirve para no darme por vencido.

Esta mañana, después de vestirme, de forma instintiva coloqué mi libreta y el lapicero en el bolsillo de la camisa. Aún no he asimilado que aquí no lo necesito. Hace unos meses que dejamos la ciudad. Al jubilarse mi padre decidió hacerme caso y comprar una casa cualquiera en un pueblo abandonado. Me costó más convencerlo de que escogiera una zona de montaña. Con los ahorros que la familia tenía en un banco – que no se llevaron las acciones preferentes ni las quiebras- conseguimos hacernos, a buen precio, con una casa abandonada en un pueblo casi desierto, perdido en una zona montañosa del norte. Hay mucho que mejorar en la casa, pero no es precisamente tiempo lo que nos falta. En eso nos ocupamos, además de cuidar un par de vacas, unas cuantas santas cabras, un pequeño rebaño de ovejas y un corral de gallinas, y por supuesto dos cerdos, para tener chorizo, jamón y morcilla. Con eso y una huerta donde intentamos sembrar alguna patata, berzas, judías verdes, lechugas, tomates y lo que acepte el terreno, vamos saliendo adelante, al menos no nos moriremos de hambre.

Tras desayunar un tazón de leche recién ordeñada, con unos huevos fritos y unos torreznos, he salido a caminar por el bosque cercano. Es hermoso, pero tan silencioso como mi propia alma. A veces intento imaginarme cómo sería oír. La única comparación que se me ocurre es pensar cómo se imaginará un ciego de nacimiento la realidad coloreada. Algo indescriptible. En la ciudad gastaba más libretas que dinero en trasporte. Nadie conoce el lenguaje de signos y cuando quieres algo y no te haces entender tienes que escribir en la libreta y arrancar luego la hoja. Aquí no la necesito para nada. La pinta, mi vaca preferida, se me queda mirando con sus enormes ojos bovinos durante largo rato, pero a ella no puedo darle una hoja de papel con unas palabras. Ella me entiende igual que yo a ella, con una mirada.

En la ciudad solía acercarme por la asociación de sordomudos. Me gustaba hablar con mi propio lenguaje de signos, aparatosos, cínicamente metafóricos. Los demás se reían de mis invenciones, les hacía mucha gracia. Decían que yo era un sordomudo marciano, por eso hablaba así. Los normales no saben que no existe un lenguaje universal de signos, cada país, casi cada grupo tiene su propio lenguaje adaptado a sus necesidades e idiosincrasia. Mejor o peor cualquier sordomudo que conozca un lenguaje de signos acabará por hacerse entender de otros, pero eso siempre lleva un tiempo de adaptación. A veces me digo que nuestros gestos son tan expresivos que los normales deberían probar a convertirse en mudos por un tiempo. Creo que así se entenderían mejor entre ellos, sobre todo los políticos. Pero es solo el típico consuelo del tonto… mal de muchos…
Me gusta imaginarme a los políticos hablando el lenguaje de los sordomudos. Me troncho de risa cuando pienso en ello. Especialmente me divierte desde que con los recortes nuestras posibilidades económicas se acercan a la indigencia. Al menos la casa es nuestra y mal que bien vamos comiendo, patatas viudas como dice mi padre o sopas de ajo, o lo que sea, pero comemos. A veces mi fantasía delirante me lleva a pensar en que los brazos me crecen, me crecen, hasta hacerse gigantescos y desde lo alto, casi desde el cielo, puedo hacer un corte de mangas que todos vean. No solo a los políticos, también el resto de normales insensibles merece un severo corte de mangas.

He trabajado arreglando el tejado, luego, después de comer me he ido al bosque con mi libro electrónico y he leído hasta cansarme. Es uno de los inventos más maravillosos de la tecnología, al menos para un sordomudo al que le gusta leer, como es mi caso. Antes de venirnos para acá me bajé miles de libros de varias páginas de descargas gratuitas. Tengo lectura hasta que me muera. Me importa un rábano lo que piensen los autores de que les he quitado unas buenas ganancias. Nadie se ocupa de nosotros, son capaces de recortarnos o suprimir las magras ayudas de la ley de dependencia que casi nadie ha recibido, no existimos para ellos, los normales que no necesitan un intérprete de signos para ver un telediario. ¡Que les zurzan! Si alguien piensa que soy tan idiota como para gastarme en libros lo que necesito para comer es que es un idiota. En la ciudad conseguía trabajar de vez en cuando, muy poco, la mayor parte del tiempo estaba en el paro, cuando lo tenía. Si a los normales les va como les va, a nosotros ni te cuento.
Lo único que hecho de menos es la conexión a Internet. Me gusta escribir, llevo años haciéndolo y subiendo mis textos en blogs o donde me dejaran. Me hacía la ilusión de ser una persona normal hablando en chats y hasta intentando ligar. Lo pasaba de rechupete, hasta que la chica me pedía una cita…entonces todo se venía abajo. ¿Cómo decirle a una chica que tiene que aprender el lenguaje de signos para hablar contigo? Me deprimía tanto que pasaba meses sin conectarme. Ahora tenemos la posibilidad de mandar “esemeses” o correos electrónicos, o chatear, sí es cierto, pero yo sigo prefiriendo el lenguaje de los signos, al menos si la otra persona te entiende y te responde, sabes que estás en condiciones de plantearte una amista o lo que sea. Una cosa es jugar en Internet y otra, muy diferente, decirle a una preciosidad, por signos, que la quieres y que contigo pan y cebolla… cebolla… y haces como si pelaras una cebolla.
He aprovechado que llevaba la libreta para escribir. Antes de llegar al pueblo, durante el traslado, hemos parado a comer en un bar de carretera, en un pueblecito que no queda demasiado lejos. He visto que tenían un pequeño cibercafé. Es posible que mi portátil, donde escribo a veces y donde guardo todos mis libros electrónicos, me pueda servir para algo más. Tal vez pueda seguir subiendo textos. Si no me sirve el pendrive creo que podría mandarme los textos al correo y luego subirlos desde el caber.

Después de cenar ha venido mi madre a la cocina y me ha tocado el hombro con cuidado, para que no me sobresaltara demasiado. Me ha pedido que fuera con ella al salón. En la 2 de tve estaban echando la noche temática, documentales sobre sordomudos. Me he quedado porque mis padres insistieron, pero no me ha hecho mucha gracia ver cómo somos realmente los sordomudos. A los normales les gusta poner de manifiesto nuestros fantásticos logros, una mujer sordomuda que consigue que aprecien su pintura, Borges se quedó ciego al final de su vida, ese atleta de las piernas artificiales compitió en las últimas olimpiadas… No soporto esa mierda. Me siento como una hormiga que tardara un año en llevar una miga de pan desde el suelo de la cocina al hormiguero, atravesando toda la casa y el patio. Quiero ser yo quien produzca las migas, sentado a la mesa, dándome un banquete y que sean “otras hormigas” las que se arrastren buscando la miguita y recorriendo todo un universo hasta el hormiguero para que su familia pueda comer.

Me he ido a la cama antes de que acabara. Hoy no me apetece leer, ni hacer nada. En cuanto acabe esta entrada en el diario apagaré el portátil, apagaré la luz y me iré al mundo de los sueños, el único lugar donde soy igual que los demás. Por mi me quedaría dormido el resto de mi vida. También voy a dejar el budismo. Me importa un bledo que en la próxima reencarnación nazca normal y pueda hablar desde que el médico me propine un golpe en las nalgas hasta que muera, a edad provecta, sin dejar de hablar un segundo. También me importa un bledo lo que pude haber hecho en vidas pasadas para tener que pagar este maldito karma. Solo quiero dormir, dormir, dormir…

Me temo que mañana mi madre me despierte igual que hoy. Puede dar un portazo o entrar tocando la trompeta, yo no me enteraría. Solo su mano en mi hombro puede atenuar este silencio absoluto, aunque sea durante unos segundos.

NOTA IMPORTANTE Se ha puesto en contacto conmigo una persona que me dice que el término «sordomudo» está desfasado y que hasta les resulta ofensivo a personas que padecen esta deficiencia física. Pido disculpas por mi ignorancia y me documentaré al respecto. Es evidente que el texto no pretende ofender a nadie y que el tema está tratado con mi máxima sensibilidad humana. No obstante he decidido mantener el título porque nos dice más del carácter del personaje que si lo cambiara por cualquier otro. Diario de un discapacitado físico, Diario de una persona con problemas de audición, etc me parecen ridículos, creo que importa más cómo te traten que como te llamen, aunque si documentándome veo que realmente puede resultar ofensivo para ese colectivo lo cambiaría sin problemas.

LOS DIOSES


DEDICADO A MI PERRITA TULA, ATROPELLADA POR UN CAMIÓN CUANDO YO TENÍA TRES AÑOS. NUNCA PUDE RECUPERARME Y NO HE VUELTO A TENER PERRO.
IN MEMORIAM

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LOS DIOSES

Ellos creen que no les comprendemos, que son nuestros dioses, que están por encima de nosotros, como nuestros dueños y señores. Ellos creen que entre humanos y perros hay más distancia que entre su planeta, al que llaman Tierra y el confín del universo. Ellos creen muchas cosas pero nunca admitirán que están equivocados.

Dicen que no entienden nuestro lenguaje canino, que es muy simple, solo un “guau” para decir cualquier cosa. ¿Para qué más si con olernos ya sabemos todo del otro? ¿Acaso ellos entienden todos los lenguajes de todas las tribus de su planeta? Hay casi tantos lenguajes como humanos. Les ha llevado siglos decidir que hablando inglés podrán entenderse mejor.

Dicen que nuestro tipo de sociedad es muy rudimentario, que en realidad somos sus esclavos y que nuestra territorialidad es irracional. A ellos les ha llevado siglos fundar su famosa ONU, ¡y para lo que les sirve! En cuanto a su territorialidad la defienden con misiles nucleares. A nosotros nos basta con un ladrido más alto que otro y con enseñar los dientes.

Dicen que nuestra economía es muy rudimentaria. A cambio de dejarnos acariciar detrás de las orejas y de aceptar convivir con ellos nos echan algún hueso que otro o nos dan esos malditos piensos de los supermercados que saben a goma de mascar. En cambio ellos inventaron el dinero y la economía de mercado y están todos los días aterrorizados por sus primas de riesgo y sus bolsas de pacotilla.

Dicen que no hemos conseguido evolucionar en miles de años. Ellos en cambio han conseguido pasar del garrote a la bomba nuclear en un santiamén.

Se creen los jerarcas supremos del universo, los amos de su destino. No saben que nosotros llevamos oliendo a otras entidades más altas que ellos desde que el primer perro pisó el árido suelo de este maldito planeta-prisión. Ignoran que ellos son sus perros y que sus destinos están atados con correas.

Son incapaces de ver lo que tienen delante de los ojos. Hay una rebelión soterrada en el reino animal. Los perros estamos planificando la gran rebelión. Es cierto que nos llevará mucho tiempo, lo mismo que a los esclavos humanos les llevó mucho tiempo romper el yugo de sus jerarcas y aristócratas y a sus mujeres convencer a sus hombres de que tenían alma, aunque fuera mejor que la suya. Aún hoy las mujeres están en pie de guerra para alcanzar las últimas metas de su liberación.

Hay una rebelión soterrada que les estallará un día en las narices. En nuestra especie los terroristas han decidido utilizar la violencia y algunos perros se han rebelado y acabado con la vida de algunos humanos. No me atreveré a decir que no se lo merecían, sin embargo la gran mayoría estamos por una resistencia pacífica.

Nuestra evolución no nos ha llevado a caminar a dos patas y a desarrollar los dedos de las patas delanteras como instrumento para evolucionar hacia una cultura de “canis hábilis”. Ellos creen que tener cosas es mejor que tener una gran manada solidaria y amorosa; que inventar cosas es mejor que acariciarse a la luz de la luna.

Desprecian nuestra sexualidad perruna porque no tenemos inhibiciones y desprecian nuestras vidas, llamándolas vidas de perros, porque están convencidos de que la humana es una gran vida.

Ellos se creen nuestros dioses y lo mismo nos llevan a una peluquería canina (¡maldita la falta que nos hace!) que nos abandonan en una gasolinera. Son nuestros amos y señores, los gobernantes de nuestros destinos. No saben que hay una revolución en marcha y los dioses serán destronados y abandonados a su suerte.

Ellos no saben que la rebelión aún no ha estallado porque algunos amos nos tratan como si fuéramos sus hijos y un perro nunca puede morder la mano que le acaricia. Pero nuestra paciencia no es eterna y algún día se encontrarán con las gargantas rotas mientras duermen. Que los dioses, los verdaderos dioses, no lo quieran. Yo soy el Ghandi de los perros y creo en la resistencia pacífica, en un ladrido a tiempo, en salvar a los humanos de sus propias contradicciones, haciéndoles ver que una buena manada, amorosa y solidaria vale más que mil millones de humanos armados con misiles y jugando a la bolsa en sus ratos libres.

Que la paz sea con todos, perros y humanos, animales y dioses, porque todos procedemos del gran Todo. El humano Milarepa me lo enseñó telepáticamente. Yo fui su mascota durante años, hasta que decidí abandonarle tras una buena lamida cariñosa. Ya soy viejo y debo ponerme al frente de mi raza para evitar la masacre.

Reencuentro con una rubia


 

 

REENCUENTRO CON UNA RUBIA

Corría el año 1979, en plena transición, una época convulsa y compleja. Yo vivía por entonces en Madrid y trabajaba en la zona de Atocha. Y fue allí cerca, creo recordar que acababa de salir del metro Delicias, cuando una dulce voz de mujer me llamó por mi nombre o al menos estaba llamando a otro a quien habían bautizado con mi mismo nombre.

Como suele suceder en estos casos, vuelves la cabeza en un impulso irresistible. Si no soy yo a quien llama puede que se haya confundido y tal vez ella esté buena y tengamos un plan, etc etc La imaginación es como es y la mía siempre fue muy poderosa.

Desde luego la mujer estaba muy buena, y era rubia, y tenía una voz dulce y … lo que es mucho mejor, se estaba dirigiendo a mí y no a otro. Tardé unos segundos en reconocerla y situarla en el tiempo y el espacio. Era Maite. Tal vez hubieran transcurrido dos años desde nuestro último encuentro. No me costó mucho revivir aquel día. Acababa de llegar a Madrid para tomar posesión de mi puesto de funcionario, conseguido en una dura oposición. No pude dejar la maleta en la consigna de Chamartín porque ETA acaba de poner una bomba, no me pilló de milagro. Así que la arrastré hasta una cabina telefónica y llamé a Maite. Aquella tarde-noche no podíamos vernos, pero me citó para el próximo sábado.

A mis veintiún años yo apenas acababa de salir del cascarón. Tres años antes dejé mi vocación religiosa (iba para cura)y me estaba enfrentando al mundo, el demonio y la carne como un pollito descascarillado. La angustia de la soledad me impulsó a escribir una sobria carta a la revista «Diez Minutos». Recibí casi mil respuestas. Maite fue una de ellas. Tal vez la pusiera entre mis favoritas porque acompañaba una foto.

Cuando abrió la puerta de su apartamento me dije que en persona aún estaba más buena que en la foto. Me invitó a pasar. Había preparado una comida rápida, aunque muy sabrosa, ensaladilla rusa y filetes con patatas y pimientos. Antes de comer me enseñó su hogar, un pequeño apartamento con dos habitaciones y la cocina y el salón unidos. Nos sentamos en un sofá y nos pusimos a charlar como dos viejos amigos. Yo no dejaba de fantasear con la posibilidad de que me invitara a quedarme a dormir. A veces no podía evitar ponerme colorado al mirarla.

Comimos sin dejar de hablar de esto y aquello. Un café nos ayudó a seguir con la cháchara. Antes de que nos hubiéramos dado cuenta ya había oscurecido. Me invitó a pasar allí la noche. No importaba que no hubiera traído pijama ni cepillo de dientes. Ella era la amante o la pareja de hecho, como se diría ahora, de un hombre casado, de buen pasar gracias a algunos negocios. El casado tenía hijos con su mujer y dos hijos con ella. Me dijo que la relación no iba bien y que podían romper en cualquier momento. El apartamento no era suyo. Su futuro estaba en el aire y no parecía importarle demasiado.

Nos dimos un beso de buenas noches y cada cual se fue a su habitación. Yo permanecí en la cama, embutido en el pijama de su amante, llamándome idiota y forzándome a llamar a su puerta y decirle que me sentía solo y deseaba dormir con ella. Algo me lo impidió. Ya estaba metido en el budismo gracias a un libro leído unos meses antes, Fundamentos de la mística tibetana del lama Anagorika Govinda. Cada decisión que tomamos en la vida es como elegir un camino en una encrucijada. Algo me decía que acostarme con la rubia sería un error. Por eso permanecí con la luz encendida, leyendo uno de los libros de su biblioteca.

Fue ella quien llamó a mi puerta. Me dijo que le dolía la espalda y si podía darle un masaje. Se tumbó de espaldas en su cama. Bajé su diminuta y trasparente “negligé” y me puse a masajear su espalda como una fiera. Entonces aún no sabía lo que era masaje “shiatsu”, pero creo que lo hice tan bien como si fuera un experto. Mientras acariciaba su espalda mi mano se deslizó a sus nalgas. Ella se dejó hacer, ronroneando. Luego bruscamente se volvió y pude ver sus braguitas. Me miró con ojos brillantes mientras yo acariciaba sus muslos y notaba una violenta tumescencia bajo mis calzoncillos.

Todo parecía dispuesto para una loca noche de placer, pero ella no me invitó a seguir y yo, tímido y dubitativo, no acabé dando el paso definitivo. El masaje terminó y cada mochuelo a su olivo. Nos seguimos viendo durante meses, conocí a su madre, inválida en una silla de ruedas, famosa bailarina de ballet en sus tiempos jóvenes. No llegué a ver a sus hijos porque estaban internos en un colegio. Me internaron una larga temporada en un psiquiátrico por una terrible depresión. Ya no había vuelto a verla.

Aquella mañana nos habíamos encontrado en una acera madrileña, la casualidad o el destino quiso que fuera así. Me presentó a su acompañante, un osote enorme y con cara de bonachón. Era su pareja actual. Ella trabajaba en una barra americana. Escribió las señas en un papel y me las dio.
Mientras me alejaba sin volver la cabeza, como una fiera hambrienta de sexo, no dejé de llamarme idiota hasta cansarme. La imaginé tras aquella barra, dejando que los clientes la invitaran a copas e inclinando el busto hacia delante al servirlas, para que aquellas fieras, tan hambrientas de sexo como yo, pudieran ver sus hermosos pechos rebosantes del atrevido escote. Estaba seguro de que por un precio aceptable ella se dejaría invitar a sus lechos.

Con el tiempo Milarepa me enseñaría que cada decisión que tomamos en nuestras vidas nos trasporta hacia horizontes diferentes. Toda decisión, incluso las buenas, son piedras en nuestra mochila kármica. Las malas pesan más, pero hasta las buenas están ahí, impidiéndonos la ascensión a la montaña. Entonces me llamé idiota por no haber aceptado su cuerpo. Pienso que tal vez aquella decisión me hubiera lanzado a otro camino diferente, donde no estarían mi mujer y mi hija, donde todo sería distinto.

Este breve episodio se convirtió en un largo relato dentro de mi serie «Algunas historias sórdidas». Nunca fui capaz de escribir algo sobre lo que debió de ser el futuro de esta rubia con mala estrella… tal vez porque tema acertar. No la visité en la barra americana y no he vuelto a tener noticias suyas. ¿Qué ha sido de su vida?

Hoy, al tiempo que reflexiono sobre la inextricable cadena que conforman las decisiones humanas, una tras otra, durante días y días, creando una invisible tela de araña que nos lleva hacia el futuro, creo que por fin he asimilado las enseñanzas de Milarepa. Me siento bien cuando pienso en el sabio consejo de Don Juan a Castaneda.

“Un guerrero impecable hace lo que tiene que hacer cuando tiene que hacerlo y espera que las fuerzas poderosas que rigen el universo y que él no puede controlar, le sean favorables”.

RECUERDO


RECUERDO

 

Cuando el terapeuta me sugirió la hipnosis, como el último cartucho que restaba por disparar en aquel largo psicoanálisis, me negué en redondo. Siento pánico a no controlar mis pensamientos y emociones. Con voz fría, distante, tal vez para evitar la transferencia con el paciente, razonó su propuesta. Me encogí de hombros y le dije que me lo pensaría, solo para librarme de él.

En la siguiente sesión, una semana después, ante su insistencia, acepté. El que algo quiere, algo le cuesta, como dice la sabiduría popular y ya estaba harto de aquel largo camino que no me había llevado a parte alguna. No supe que estaba bajo hipnosis hasta que el terapeuta me pidió que moviera un brazo, no fui capaz. A continuación me pidió que regresara a la infancia y buscara un recuerdo, uno solo, el primero que acudiera a mi mente.

No sé por qué me vino a la memoria un recuerdo que llevaba ocultándome durante años. ¿Qué edad tendría? ¿Siete, ocho años? Vivíamos en un pueblo de montaña, una cuenca minera. Aquella tarde regresé a casa para merendar el típico chocolate terroso y un trozo de pan. No estaba mi madre. Eso me escamó, porque mi madre estaba siempre en casa. Le pregunté a mi padre y él me tomó el pelo. Ha ido a la peluquería, dijo. No me lo creí. Mi madre nunca iba a la peluquería.

Yo era un niño muy sensible, demasiado, ahora sé que ya entonces incubaba numerosas patologías en mi psiquis. ¿Por qué me vino aquella idea a la cabeza? No respondí. Comencé a buscar por toda la casa, en el servicio, en el salón, bajo las camas, en la despensa… Mi padre me seguía, riéndose de mí, y preguntándome si pensaba que a mi madre le gustaba jugar al escondite. Apreté mis puñitos, cerré la boca hasta hacerme daño y continué buscando. Por fin acepté la evidencia. Salí corriendo, sin tomar la merienda.

No paré de correr hasta llegar al cementerio del pueblo. Estaba cerrado, así que me senté en el suelo de tierra y con un palo comencé a dibujar una tumba en el cementerio. Allí enterrarían a mi madre. Mi padre la había matado en uno de sus arrebatos de cólera, por eso no estaba en casa. ¿Dónde la había ocultado? No lo sabía, pero nada hay imposible para la fantasía de un niño. Seguramente la habría descuartizado y ocultado sus restos en una bolsa. Luego habría limpiado la sangre. Por eso no pude ver ni una sola huella, a pesar de mi meticuloso examen.

Era inevitable que algo así acabara por ocurrir. Mi madre tenía una lengua viperina, nunca se callaba, era capaz de hacer perder el control hasta al santo Job. Mi padre tenía un “pronto” imposible, montaba en cólera y entonces hubiera sido capaz de cualquier cosa. Yo escapaba de casa cuando se montaba la bronca y no regresaba hasta pasadas unas cuantas horas, cuando pensaba que todo se había calmado. Una mañana, al levantarme, pude ver cómo mi madre llevaba gafas oscuras. ¿De dónde las había sacado? A pesar de su discreción, y en un descuido, pude observar su ojo morado.

Seguro que estaba muerta. Me había quedado sin madre. Continué dibujando con el palo un rectángulo pequeñito dentro de aquel gran rectángulo. Una tumba en un cementerio. Lloré, hipando, hasta sufrir el ataque. Años más tarde me diagnosticarían asma, causada por alergia a un montón de cosas. Jamás niño alguno vivió una tragedia más profunda y terrible.

Al caer la tarde regresé a casa, conocedor de que si no lo hacía, mi padre saldría a buscarme. Me llevé una increíble sorpresa. Mi madre estaba en casa, viva, y con la permanente. Estaba muy guapa.

Seguía bajo hipnosis. Me encontraba muy mal. No podía respirar. El terapeuta contó hasta tres para despertarme. Pero yo seguía sin poder respirar. Asustado llamó a una ambulancia. Me llevaron al hospital. Me pusieron oxígeno y me diagnosticaron un ataque asmático. Hacía más de treinta años que no había vuelto a sufrir los ataques que hicieron de mi juventud una especie de infernal Montaña mágica.

Un regalo por San Valentín (Relato)


UN REGALO POR SAN VALENTÍN

 

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Se estaba acercando el día de San Valentín y aún no había decidido si celebrarlo… de cualquier manera o hacerse el desmemoriado y ver qué pasaba. El San Valentín pasado era para él un recuerdo muy amargo. Compró una rosa roja en una floristería y la acompañó con un sobre en el que había dibujado dos corazoncitos atravesados por una flecha. En su interior un breve poema manuscrito que le había hecho sudar tinta. Entregó el regalo a su esposa al llegar a casa, ella le tiró la rosa a la cara, sin contemplaciones y luego abrió el sobre con sonrisa sardónica, leyó un par de versos y lo rompió en mil pedazos diciendo: Esto es una mierda.

No debió haberse ofendido tanto, al fin y al cabo el día anterior habían tenido una sonada bronca. El que ella reaccionara así, era comprensible. Pero le dolió, y mucho. Sin abrir la boca salió de casa dando un portazo. Subió al coche que no había guardado en la cochera –para que ella se j…- y se acercó a la ciudad. Recorrió varias discotecas buscando con desesperación un ligue cualquiera y terminó “ligando” con una botella de güisqui. Regresó dando más curvas que una camioneta por el Himalaya. La suerte no estaba de su parte. La guardia civil le dio el alto. El joven de uniforme se acercó con una media sonrisa en la boca. Enseguida vio el panorama. El pensó que de aquella no se libraba, le abrirían un procedimiento penal y le retirarían el carnet, aparte de quedarse sin puntos y tener que pagar una cuantiosa multa.

Casi se le pasó la borrachera cuando el joven uniformado le dijo que hoy era su día de suerte. Su novia le acababa de regalar un viaje al Caribe. Se marcharían dentro de una semana, aprovechando un permiso, unido a varios días libres que le debían aún del año anterior. Se sentía tan feliz que deseaba compartir su alegría con todo el mundo. Podía marcharse. Eso sí, no se libraría de una buena multa por exceso de velocidad y seis puntos menos en el carnet. ¿Exceso de velocidad? Casi se troncha de risa. Iba tan despacio que hasta un burro cansado le habría adelantado. Pero no dijo nada, salvo darle las gracias con voz pastosa. Lleve a su esposa al Caribe cuando pueda y si no la tiene busque una buena mujer y no salga de casa el día de San Valentín. Le aconsejó con tono paternal. Y vaya a poner una vela a la iglesia más cercana, porque si mi compañero no estuviera tan ocupado hoy soplaba como para hinchar un globo aerostático.

En efecto, su compañero estaba dando el alto a otros dos conductores. Se aferró al volante y logró pasar delante del otro trazando una milagrosa línea recta…Eso sí, iba tan despacio que el guardia civil le echó un vistazo y miró a su compañero, quien se encogió de hombros. Pudo llegar a casa y parar el coche, aunque no sin antes darle un buen golpe contra la verja de entrada que no vio hasta que estuvo encima. Roncó el resto de la noche en el sofá del salón y se despertó con la boca seca, pasado el mediodía. Su esposa no estaba, pero había dejado una nota. Roncabas como un cerdo, como lo que eres. Voy a pasar el día con unas amigas. Era domingo, recordó él de pronto, gracias a Dios porque no hubiera llegado a trabajar a tiempo.
Aquella era una deuda que ella le iba a pagar. Quince días antes su esposa se vio obligada a viajar por la enfermedad de un familiar cercano. El aprovechó para conectarse a Internet. Buscó afanosamente una página para contactos de casados infieles, se registró y estuvo tonteando hasta que una mujer de la misma localidad, que también estaba conectada, le dijo simplemente: hola, chato. De ahí a “en tu casa o en la mía” solo pasaron cinco minutos. En la mía, respondió él, y lo hicieron en la cama matrimonial.

Se pasó la semana pensando si debería volver a contactar con el “ligue provisional” o incluso buscarse más. Cuando su esposa regresó él continuó planteándoselo. Y ahora se acercaba San Valentín. Me haré el desmemoriado, se dijo. Pero de pronto una idea delirante pasó por su cabeza. Una amiga de su esposa le había prestado un libro, Las cincuenta sombras de Grey. Era la primera vez que ella leía algo erótico. Aún recordaba su risa estridente cuando él le propuso ver una película —– para ver de mejorar su vida sexual. Observó con la boca abierta cómo ella lo leía de un tirón. Le picó la curiosidad y también lo leyó a escondidas.

Lo preparó todo como si fuera otra persona, el pervertido que llevaba dentro y que ahora asomaba la cabeza… después de tantos años. Buscó en Internet. Encontró algo que ignoraba que existiera. Un motel virtual. Reservabas habitación pagando con tarjeta de crédito, te daban un código para la puerta y no estabas obligado a ver a nadie. Podías pedir cena y bebida y estaría todo preparado para la hora que dijeras, se garantizaba máxima discreción. Reservó habitación, le pidió a un médico un somnífero suave y le preguntó la dosis mínima para dormir solo unas horas.

Durante la comida de San Valentín vació una capsula en el plato de su mujer, aprovechando que ella tuvo que ir al servicio, últimamente “meaba” demasiado y siempre a las horas más inoportunas. Solo tuvo que esperar a que le hiciera efecto. Ya tenía preparada una maleta. Solo tuvo que llevarla en brazos hasta el coche. ¡Cómo pesaba la condenada! La colocó en el asiento trasero. Subió y arrancó el coche. Mientras conducía no pudo evitar que ideas delirantes pasaran por su cabeza. Todas hacían referencia a la posibilidad de un crimen perfecto. Llevaban veinte años casados, no habían tenido hijos y ninguno de los dos quiso someterse a un tratamiento de fertilidad o adoptar. No dejaría huérfanos.

Aún no era noche cerrada cuando llegó a los aledaños del motel. Decidió esperar en un área de descanso cercana. Salió del coche y se fumó un pitillo tras otro. ¿Y si…? Pensaba. No tardó mucho en llegar la completa oscuridad, al fin y al cabo era febrero, invierno. Se acercó al motel muy despacio, temiendo coincidir con otra pareja. Aquello estaba desierto y silencioso. Buscó el número del bungaló y estacionó enfrente. Marcó el código, abrió la puerta, sacó la maleta del maletero y echó un vistazo antes de tomar a su esposa en brazos, no sin antes mirar a uno y otro lado. Entró con ella, resoplando y cerró la puerta con el pie.

La desnudó deprisa, temiendo que se despertara de un momento a otro. La desnudó con la misma celeridad y la ató a la cama con cintas de seda. Llevó la maleta al servicio y al cabo de unos minutos salió. Ella aún no había despertado. Acercó una silla a la cama y se sentó, esperando. Había visto muchas veces desnuda a su mujer, pero aquella contemplación le produjo un extraño morbo, como si fuera una desconocida. De pronto ella rebulló. El se levantó de un salto, alejó la silla y se quedó de pie, firme. Sus ojos se encontraron. No le reconoció. Tardó en darse cuenta de que no estaba en casa y en plantearse qué era lo que podía haber ocurrido. Bruscamente abrió la boca y soltó el aullido más terrible que él escucharía nunca. Se abalanzó sobre ella y tapó su boca con la mano. Le susurró palabras tranquilizadoras. Soy yo, no me reconoces. Es una broma, tranquila. ¿Me prometes que no gritarás si quito la mano? Ella afirmó con la cabeza. Tenía los ojos desorbitados.

El retrocedió y se quedó frente a ella. Bueno, ya estaba hecho. Ella nunca le perdonaría. Le rogaría que la desatara, se vestiría y saldría corriendo. Llegaría antes a casa, cerraría por dentro con el pestillo y al día siguiente buscaría un abogado. ¡Si al menos se olvidara de ir a la comisaría más cercana a denunciarle! Sería duro, pero al menos tenía la página de contactos para casados infieles. Nadie tendría por qué saber que él ya no estaba casado. Tampoco importaba mucho porque seguro que también habría páginas de separados.

Ella no dejaba de mirarle. De los pies a la cabeza y de la cabeza a los pies, y luego vuelta a empezar. El hizo lo mismo. Los pies desnudos, las piernas desnudas llenas de vello, el diminuto tanga de cuero que le quedaba pequeño, dos bandas de cuero cruzándole el pecho, la barriga cervecera desparramándose sobre el tanga… y aquella capucha de cuero que le oprimía tanto y le daba tanto calor, con agujeritos para la boca, los ojos y las orejas… y además aquel ridículo látigo de juguete en la mano. Ni siquiera se acordaba de él.
De pronto ella abrió la boca y él se estremeció. Una sonora carcajada resonó en la habitación y luego otra y otra, después comenzó a agitarse, los pechos se bamboleaban al compás de una risa histérica imparable. El no sabía qué hacer. Se limitó a esperar con resignación. Por fin, tras un tiempo que se le hizo eterno, ella abrió la boca.
-Ven aquí, mi Graycito.
Y volvió a estremecerse de risa. El se acercó temblando. Ella le susurró.
-Te dejaré hacer lo que quieras si luego tú te dejas atar y me dejas hacer lo que me plazca. ¿De acuerdo?
El asintió con la cabeza. Fue una noche memorable, surrealista, esperpéntica, placentera, plena. Antes de cambiar el papel de sumiso cenaron. Él ni siquiera recordaba que había pedido una suculenta cena y champán francés.

De regresó a casa, dos días más tarde (había reservado tres días por si le daba la locura y necesitaba tiempo) a él se le escapó la risa.
-¿De qué te ríes, mi Graycito?
-De nada… de nada…

Y recordó las ideas que le habían asaltado durante el viaje de ida. Se le puso la carne de gallina.