ALGUNAS HISTORIAS SÓRDIDAS LVII


No había cambiado mi aspecto físico. ¡Qué me importaba mi aspecto físico, qué me importaba nada! No puedo recordar cómo se comportó mi madre conmigo, yo estaba centrado en el sufrimiento de mi padre, y eso es lo que mejor recuerdo. No puedo imaginar a mi madre sin decir nada sobre mi aspecto físico, que no intentara que me afeitara aquella barba de patriarca bíblico, tan descuidada, tan hirsuta. Que no me hablara de mi vestimenta, que no me dijera algo, lo que fuera, respecto al aspecto que debería tener alguien que iba a ver a todo un señor juez. Tal vez lo hiciera, o tal vez no. Desde que la escuchara gritar, con aquellos gritos horrísonos que partían el alma, tras mi intento de suicidio lanzándome por la ventana, unos años antes, no era capaz de arrancarme del alma aquella frase que me hizo sentirme menos que un ser humano, una especie de monstruo, de bestia que nunca mereció venir a la vida. Aún la recuerdo, tantos años después. ¡Dios mío, qué hemos hecho nosotros para merecer esto! Puedo ponerme en su piel, una madre que contempla a su hijo tirado sobre el cemento de un patio, sin saber si yo estaba vivo o muerto. Pero clamar a Dios acusándole de haberle dado un hijo semejante que estaba destrozando su vida con aquellos comportamientos bestiales, fue algo que superaba mi capacidad de empatía, que me hizo ver cómo me veía mi madre. Es cierto que en aquellos tiempos ni se hablaba de enfermedad mental y muy pocos o nadie, poseía un mínimo conocimiento de lo que era la enfermedad mental. Simplemente estabas loco y en ello, de alguna manera, existía una parte importante de culpa y responsabilidad por tu parte. No se trataba de la locura absoluta que te exime de la menor responsabilidad. Claro que yo actuaba como una persona normal, buena parte del tiempo, no era el típico loco que dice sandeces todo el tiempo y se comporta como si hubiera perdido por completo la razón. Como enfermo mental, que ha vivido en este infierno la mayor parte de su vida, era muy consciente de cómo me miraban los demás, de la expresión de sus rostros, de sus palabras susurradas en voz baja y que ellos creían que yo no podía oír, de ese comportamiento tan típico de darte siempre la razón, de procurar no enfadarte con nada, de procurar actuar, sobreactuar como si realmente te consideraran una persona perfectamente normal con la que se podía hacer y decir las mismas cosas que se hacían y decían con cualquier otra persona. Ante estos comportamientos yo reaccionaba de dos formas muy distintas, por un lado. montaba en santa cólera y tenía que controlarme para no hacer una locura, y por otro lado me sentía tan culpable que procuraba llevar al extremo un comportamiento tan bondadoso, tan “santo”, que les obligara a perdonarme por una culpa que yo jamás acepté fuera mía, al menos al ciento por ciento.

Un recuerdo asoma su cabecita desde la negrura del olvido. Aquel miedo que podía ver en sus ojos, como si temiera que en cualquier momento perdiera el poco control que aún tenía sobre mis actos y acabara matándola. Más que miedo aquello era auténtico terror, como el que expresan las víctimas cuando son atacadas por los monstruos en el cine. Por eso no puedo estar seguro de que me dijera algo respecto a mi vestimenta y aspecto físico para ir un juzgado y ver a todo un señor juez. Lo cierto es que fui tal como me vestía en Madrid, aunque sin duda con la ropa limpia, no imagino a mi madre haciendo otra cosa que lavar toda la ropa que había traído en las maletas y planchando la que llevaría a mi toma de posesión. Sin duda también fui en playeras porque odiaba los zapatos y no había comprado ninguno. Lo que sí recuerdo bien es llevar aquella gabardina que había comprado en el Corte Inglés de Madrid. Y también la mariconera de cuero con la que me desplazaba siempre en el metro, fuera a trabajar o a cualquier otro sitio. Sin duda no era consciente de que ya no estaba en la gran capital y de que en aquellos tiempos aquellos bolsos que llevábamos los hombres para portar de forma cómoda pequeñas cosas que íbamos a necesitar en nuestras jornadas, tal como una novela negra de Bruguera, una libreta y un bolígrafo para escribir poemas o anotar ideas para relatos o novelas, o algunos adminículos muy prácticos en una gran ciudad pero que en una pequeña capital de provincias no tenían el menor sentido. Solo el automatismo propio de mi carácter y el típico despiste extremado del enfermo mental me hizo actuar como lo hacía en Madrid, donde nadie se asombraba de nada, hicieras lo que hicieras. Se me ocurre ahora que tal vez tuviera que llevar papeles para la toma de posesión o pensara que me darían otros que tendría que llevar a las consiguientes oficinas burocráticas donde se me daría de alta. Seguro que también había pensado en abrir una cuenta bancaria para que me pudieran ingresar la nómina. Aquella mariconera, como se llamaba entonces, me iba a ser muy práctica para no tener que andar con carpetas en la mano que de forma bastante habitual me dejaba en cualquier sitio, algo tan propio de mi condición de despistado como de enfermo mental que drogado por la medicación era incapaz de centrarse en nada de lo que estuviera haciendo. Porque, aunque no lo recuerdo, seguro que había traído mi medicación y la había tomado religiosamente.

De esta guisa entré al palacio de justicia. La primera en la frente. Un compañero de otro juzgado, al que no conocía de nada, pero que luego conocería muy bien, me paró en el vestíbulo y con todo desparpajo quiso saber si yo era el que había salido en televisión. No creo que llevara nada preparado ante un incidente que era previsible, porque ya había pasado un tiempo, demasiado para que creyera que alguien pudiera recordar aquel patético episodio de mi aparición en un programa de televisión. A pesar de que por entonces la caída desde la fama al absoluto anonimato no era algo tan visceral como ahora, que puedes ser portada de telediario un par de días y luego ya nadie se acuerda de ti, no me entraba en la cabeza la posibilidad de que pasados muchos meses un espectador que no me conocía de nada, se acordara de mí. Solo después fui consciente de que si bien solo una memoria prodigiosa podía recordar mi rostro, llevaba la misma pinta que entonces, la barba patriarcal, descuidada e hirsuta, las mismas gafas, la misma gabardina, y sobre todo la mariconera. En aquellos tiempos los homosexuales no habían salido del armario y todo el mundo los despreciaba llamándoles maricones. Si alguien me hubiera narrado lo que iba a suceder en el futuro, no me lo hubiera creído. Era una sociedad homófoba hasta el tuétano de los huesos, machista y tan conservadora que los diplodocus se habrían sentido muy a gusto, eso sí, vestidos como todo el mundo y haciendo las mismas tonterías que la mayoría.

No iba preparado, pero lo sucedido en Madrid me había predispuesto para cualquier cosa. Como los gatos primero saldría corriendo y luego miraría para atrás por si me seguían. Esto me permitió reaccionar muy bien y con mucho aplomo. ¿Yo? ¿Pero qué dices? No sé de qué me hablas. Mi actuación debió de ser tan impresionante que el pobre muchacho se quedó cortado. Me miró y remiró, dudando, y luego me pidió disculpas. Nunca le confirmaría que su intuición fue la correcta aquel día. Si por un milagro leyera ahora esto y recordara algo tan lejano, seguro que se felicitaría. En efecto, era calcado al que salió en televisión, tenía que ser él, no creo en los clones.

Cuando entré en el juzgado y me presenté al agente judicial, que tan bien conocería luego, éste debió mirarme con una cierta sorpresa, pero lo disimuló. Estando allí hablando con mis nuevos compañeros, mientras se preparaba mi toma de posesión, entró un profesional, al que luego, con el tiempo, años, llegaría a conocer lo suficiente para saber que su reacción aquel primer día no fue debida a la sorpresa, él era así, mal hablado, malhumorado, como si todo le fuera mal y tuviera que pagarlo todo el mundo, hasta el novato o el mensajero. Hace años que falleció y aquella reacción, aunque nunca he podido olvidarla, fue perdonada y procuré tratarle siempre con respeto y con una amabilidad muy propia del santurrón que yo quería ser y del enfermo mental que pretendía ser disculpado con un comportamiento ejemplar. Lo cierto es que me miró con cara de pasmo, se fijó en todo, en mi aspecto, vestimenta, pero sobre todo en la mariconera. No procuró ocultar su risita ni bajó el tono de voz para que no le oyera. El comentario lo hizo en voz alta, demasiado alta. Así descubrí que en aquella ciudad provinciana llevar una mariconera era peligro de muerte. Yo era heterosexual pero respetaba a los homosexuales, como no podía ser de otra forma siendo un enfermo mental, los que aún permanecemos en el armario y saldremos mucho tiempo después que los homosexuales y otros marginados en esta sociedad. Pero no solo por esa condición. Hacía algunos años que había abjurado del dogmatismo religioso y tenía una mentalidad abierta, progresista, donde no cabían los pecados, y el vive y deja vivir ya era para mí algo tan elemental que me repugnaban aquellos que pretendían imponer sus ideas o sus conductas a los demás. Con el tiempo leería en los diarios de Anais Nin una versión de esta frase que me llamó mucho la atención. No puedo citarla de memoria, pero decía algo así como los que no son capaces de dejar vivir su vida a los demás es porque son incapaces de vivir la suya. Años atrás había visto a un pobre muchacho en mi barrio que se comportaba como una “loca”, como lo llamaban entonces, espero que no ahora. Es decir. mostraba su condición homosexual de forma estridente y vestía como una mujer. Las burlas e incluso el acoso y la agresividad con que algunas pandillas de machitos repugnantes le habían tratado delante de mis narices me hizo comprender hasta qué punto estábamos viviendo en la época de las cavernas.

La actitud de aquel profesional conmigo me hizo reflexionar, hasta el punto de que ya no volví a llevar la mariconera al trabajo. Tampoco es que me resultara muy práctica en una ciudad provinciana. Pensé que bastante tendría con sobrellevar las consecuencias de mi aparición en televisión como para buscarme más problemas y enfrentarme a todo el mundo. Porque desde luego, a pesar de mi portentosa actuación, no había convencido al compañero que debió de comentarlo con otros y los que vieron aquel programa en la 2 –entonces solo había dos cadenas televisivas, algo que no creerían las generaciones que no vivieron aquellos tiempos- seguro que estuvieron de acuerdo con él, me parecía al de la tele como un clon. Comprendí que no me iba a ser fácil adaptarme al nuevo trabajo y hacer como si mi pasado no existiera y nadie lo conociera. Yo era un loco, y además famoso, mucho tendría que trabajar para convencer a todo el mundo de que en realidad era una equivocación, yo era tan normal como el que más. ¡Santa ingenuidad! Creo que mi ingenuidad en aquellos tiempos era tanta como mi bondad, o al menos como el deseo de ser la persona más bondadosa del mundo.

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