Categoría: UN ESCRITOR FRUSTRADO (NOVELA COMPLETA)

UN ESCRITOR FRUSTRADO XXV


   “La muy idiota de Julita debió de perdonarle una vez más y fue la última. Porque al parecer Sisebuto la dio una formidable paliza y la ató a la cama, hasta que consiguió hacerla hablar. Luego la violó como un bestia y cuando la dejó libre Julita le dijo, muy fría, que o se marchaba de casa y la dejaba en paz o le mataba. Sisebuto regresó al monte y vivió como las bestias durante una temporada. Fue entonces cuando Julita perdió toda compostura y trajo a su amante a su casa. No siempre, porque ella iba a visitarle con mucha frecuencia, pero sí cuando le apetecía. Sisebuto no podía vigilarla todas las noches, porque tenía que cuidar el ganado y hacerse una casa de troncos, que comenzó a edificar en una de sus tierras, al otro lado del bosque. Y fue entonces cuando ocurrió una terrible tragedia…

“Sisebuto vivía en el monte, como las bestias. Se supone que se alimentaba de la caza y que en algún momento comenzó a vivir en la cabaña de troncos que se estaba construyendo. A veces los espías que seguían vigilando a Julita decían haberle visto rondando la casa, sobre todo de noche. De alguna forma debió de enterarse de que su padre había decidido desheredarle ante notario, si es que no lo había hecho ya como consecuencia de la boda con Julita. Nadie en el pueblo sabía muy bien cuál era la situación. Se comentaba de todo y para todos los gustos. Lo cierto es que una mañana su padre subió al monte. No lo hacía muy a menudo, por lo que quienes le vieron enseguida comentaron que algo raro pasaba.

 “Como llegara la noche y aún no había regresado su mujer mandó a los mozos a su servicio que fueran a buscarlo. Estos, temiéndose lo peor, pidieron ayuda al resto del pueblo. Muchos se apuntaron, creo que más por saber si Sisebuto le había hecho algo a su padre que por deseo de rescatar al viejo, al que todo el mundo odiaba. Se formó una comitiva que bien hubiera podido pasar por la Santa Compaña de haber sido aquello Galicia. Llevaban linternas, candiles, antorchas y algunos mozos se armaron con garrotes y otros con escopetas de caza, como temerosos de encontrarse a Sisebuto cara a cara.

 “ Se pasaron toda la noche rastreando los montes, entre ladridos de perros y algún disparo que otro al aire para avisarse entre sí de algo. Por fin cuando amanecía dieron con el hombre. Lo encontraron en el fondo de un barranco. No estaba muerto, pero casi. Hicieron unas parihuelas y lo fueron arrastrando hasta su casa. Aunque el hombre había perdido el conocimiento se recobró un poco, lo suficiente para decirles a quienes le interrogaban sobre si había sido su hijo el que lo apalizara de aquella manera que no, que se había caído por la pendiente y se había magullado con piedras y ramas. Nadie le creyó, aunque todos acataron las órdenes del amo de llevarlo a su casa y de no ir tras las huellas de Sisebuto. Mi hijo no ha tenido nada que ver. He sido yo el que se ha caído.

 “No dijo palabra sobre el motivo de su extraña excursión al monte. No se lo había dicho antes a su mujer ni se lo dijo ahora a quienes le llevaban. Luego se comentaría por el pueblo que había sido un último intento del viejo de reconciliarse con su hijo, puesto que era el único heredero que tenían y todos sabían que aquel hombre avaro y miserable antes lo quemaría todo que entregárselo a quien no debía. Otros decían que en realidad odiaba tanto a su hijo por haberse casado con aquella puta que había ido a matarlo. ¿Cómo? Preguntaban los otros. Nadie le ha visto con una escopeta.

 “No dejaron de hacerse todo tipo de cábalas. Lo cierto es que alguien decidió que debería ponerlo en conocimiento de los “civiles” y el comandante de puesto se personó en casa del viejo. Nadie sabe lo que hablaron. Al parecer el viejo dio orden de que vigilaran la casa de Julita. Puede que estuviera temeroso de que la gente del pueblo lo pagara con ella. También debió de estarlo de que alguna partida saliera a la caza de Sisebuto porque los civiles al día siguiente hicieron un rastreo del monte buscándole. Unos decían que el viejo quería que encerraran a Sisebuto en el calabozo, allí estaría más seguro. Otros decían que tal vez al comandante le hubiera contado la verdad sobre su supuesta caída. Pero todos estaban sorprendidos por la decisión del viejo de cuidar de Julita. ¿Había cambiado de opinión respecto a ella? Hubo quien dijo que el viejo y su hijo debieron tener una larga conversación antes de que Sisebuto lo arrojara por el barranco, porque lo cierto es que pocos eran los que creían que se había caído él solito.

 “¿Había convencido Sisebuto a su viejo de que Julita era una buena mujer y que lo mejor que podía hacer era cuidar de ella como si fuera una hija, la hija que nunca tuvo? Todo era muy extraño y en el pueblo no se hablaba de otra cosa. Julita no salió de casa. El comandante apostó a dos guardias, que algo debieron decirle a la mujer de lo sucedido con el padre de Sisebuto, y con orden de disparar a quien se acercara a la casa, porque un par de mozos, curiosos, anduvieron dando vueltas por allí hasta que uno de los guardias disparó al aire y salieron por piernas.

 La gente del pueblo estaba tan confusa que nadie hizo caso de lo que los mozos que más habían asediado a Julita propusieron. Querían salir a buscar a Sisebuto, cazarle como a una rata y colgarle de cualquier árbol. Nadie les hizo caso y alguno les tomó el pelo. ¿Querían en realidad mantener al pueblo ocupado en el monte y a los guardias civiles pendientes de ello para así poder acercarse a la casa de Julita y violarla? Aquellos brutos eran capaces de aquello y de más, como se vería con el tiempo.
 Entonces en el pueblo se ignoraba lo que Sisebuto le había hecho a Julita, aunque entre las maledicencias de la modistilla y lo que habían visto algunos espías se pensaba que a aquel bruto se le había ido la mano con ella y la había dado más de una paliza. De haberse sabido tal vez habrían cambiado los pensamientos de algunos, aunque no de todos, porque muchos mozos, especialmente los más lujuriosos y acechadores de Julita, nunca dejarían de pensar que era una puta y por lo tanto su cuerpo estaba a su disposición por decisión propia.

 Las cosas permanecieron en calma un día o dos, mientras se esperaba que el viejo palmara o saliera de una vez a flote. Lo cierto era que había ordenado que no lo llevaran al hospital bajo ningún concepto. Si tenía que morir moriría en su casa. Pero su mujer, viendo que cada vez estaba peor y que perdía el conocimiento y tardaba en recuperarlo dio orden a un mozo que fuera al cuartel de la guardia civil y le dijera al comandante que pidiera una ambulancia, porque en el pueblo en aquella época aún no había teléfono.

 La ambulancia llegó y se lo llevó y con él a su mujer que parecía una Magdalena, llorando a todo trapo y gritando histérica contra su hijo. No cesaba de maldecirle. A todos les decía que mejor era que estuviera muerto y que ella pagaría de su propio bolsillo a quien lo hiciera. No se lo tomaron en cuenta porque había perdido la chaveta. Una pandilla de mozos, incapaces de permanecer quietos, a la espera de acontecimientos, se llegaron a la casa de Julita y se enfrentaron a la pareja de la guardia civil. Hubo disparos y algún herido y el comandante ordenó reforzar la vigilancia.

 El viejo permaneció en el hospital durante un mes y regresó en ambulancia. Su mujer decía que estaba mucho mejor, pero que no cesaba de preguntar por su hijo. Si sabían algo de él, si la guardia civil lo había detenido, si los del pueblo habían salido a buscarle… Su única preocupación era la de que no le pasara nada. Nadie se explicaba aquella actitud. Según su mujer los médicos habían dicho que saldría adelante si se cuidaba un poco y sus deseos de vivir eran más poderosos que aquella extraña melancolía que se había apoderado de él. Apenas hablaba y se negaba a comer.

 El comandante había ordenado que se dejara de vigilar la casa de Julita puesto que nadie había vuelto por allí y en el pueblo las cosas se habían calmado mucho. Alguien dijo que había visto a Julita salir en su coche hasta la ciudad, seguramente a buscar a su antiguo chofer, ahora su amante, según las malas lenguas.

 De Sisebuto no se sabía nada, como si lo hubiera tragado la tierra. Una noche se oyeron gritos en casa del viejo. Su mujer salió a la plaza del pueblo chillando que su hijo había vuelto para matar a su padre. Por lo visto se había deslizado esa noche entre las sombra y se había colado en la habitación del viejo mientras su mujer dormía. Debieron charlar algún tiempo hasta que un ruido debió despertar a su madre, quien al verlo salió gritando como una loca.

 -Perdona Hortensia, pero esa no parece una actitud muy propia de una madre. Incluso las más desalmadas siguen teniendo ese instinto maternal muy dentro.

-Y tiene razón el señorito. Que eso no se podría comprender si no fuera porque algunos rumores que hablaban de que en realidad Sisebuto no era su hijo, sino hijo de una criada de muy buen ver que sirvió en la casa en los primeros años del matrimonio. Su marido la había tomado a su servicio al poco de casarse y no permitía ni que su mujer la diera órdenes. Se decía que eran amantes y que Sisebuto era en realidad hijo de la criada y no del ama. Que el viejo, entonces joven y en la plenitud de su arrogancia, había obligado a su mujer a hacerle pasar por hijo suyo. Ella a cambio le obligó a despedir a la criada de la que nunca más se supo. Todo eran habladurías porque ahora, al cabo de los años, nadie recordaba muy bien si había visto a la criada en algún momento con “bombo” o si el ama nunca había engordado más de la cuenta. Lo cierto era que durante el tiempo que debió de durar el embarazo, de cualquiera de las dos, ambas permanecieron fuera del pueblo, se dijo que de visita a los padres del ama, a quien había acompañado la criada porque la patrona estaba en cinta. Todo fue muy raro, porque nadie las vio llegar cuando llegaron ni se avisó a médico o comadrona y a los pocos días ya había un bebé llorón en la casa y el patrón invitó a todo el pueblo a comer y beber en la plaza, corriendo él con todos los gastos y diciéndole a todo el que quería escucharle que se sentía muy feliz de tener un heredero.

-Comprendo la situación de Sisebuto, con una madre que no le quería, con un padre que intentaba a toda costa convertir a un bastardo en un primogénito; no me sorprende que fuera tan silencioso y que en su mente anidaran tantos fantasmas.

-Muchos fantasmas debieron anidar, en efecto, señorito, porque cuando salieron a la luz arrasaron la comarca. Todos estaban convencidos de que lo de su padre no había sido un accidente, sino un despeñamiento con inquina. Incluso yo, que entonces era una adolescente bastante despegada de la vida del pueblo y siempre dando vueltas en la chola a la posibilidad de salir del pueblo como Julita y no regresar nunca, me ocurriera lo que me ocurriera, también estaba segura de que Sisebuto había intentado matar a su padre y no lo había conseguido porque aquel cacique siempre había tenido la suerte del diablo. Su hijo Sisebuto también parecía haber sido tocado por un ángel protector porque cuando todo el mundo creía que terminaría siendo linchado, se libró de una buena, en parte por la orden que su padre dio a los civiles de que le protegieran y en parte porque los mozos más guerreros andaban más ocupados en ver cómo aprovechaban el momento para hacerse con Julita que en buscar a una bestia, un oso imprevisible, como era Sisebuto, que bien hubiera podido acabar con unos cuantos antes de ser cazado. Además de ello la vida del cacique del pueblo pendía de un hilo y eso tenía a todo el mundo en vilo. Los que trabajaban a sus órdenes temían que si la viuda se hacía cargo de todo acabarían en el campo, atropando rastrojos, porque la mujer era una rácana de cuidado. La posibilidad de que Sisebuto se hiciera con las riendas era muy remota, pero no había que descartarla y entonces cualquier cosa podría suceder.

«Los que cultivaban fincas del amo no las tenían todas consigo. Si antes pensaban que cualquier futuro sería mejor que seguir en las manos curtidas e implacables del amo, ahora pensaban que tal vez su muerte les trajera algún alivio, aunque también era posible que la viuda les estrujara los hígados. ¡Capaz era! Cuando la mujer casi se vuelve loca y recorrió el pueblo gritando que daría una recompensa a quien acabara con su hijo y que convencería a su padre de que al menos le desheredara, si no había hombre en el pueblo con redaños suficientes para hacerse con aquella suma de dinero que ella ofrecía tan generosamente, comenzaron a formarse toda clase de rumores. Algunos decían que el cura del pueblo había visitado al amo en el hospital y ofrecido la extremaunción. Que le había confesado y convencido de que dejara toda su fortuna a la parroquia. Otros comentaban que arrepentido de sus muchos pecados deseaba repararlos repartiendo su fortuna entre todo el pueblo, especialmente entre los aparceros a quienes había explotado y las familias de las chicas a quienes había desgraciado su hijo Sisebuto.

«Esto les mantuvo entretenidos, al menos el tiempo suficiente para que se les enfriara la sangre y dejaran que fuera la Justicia, si es que tenía algo que decir, la que se hiciera cargo de Sisebuto. Fue una época rara, no recuerdo nada parecido en el pueblo durante décadas. Los mozos comenzaron a rondar la casa de Julita y a perseguirla. Ella abandonó el pueblo un par de semanas y cuando regresó vino con el chofer, ahora picapleitos de prestigio y con sus buenos dineros en la faltriquera. Con la disculpa de que la protegiera de los mozos, yo creo que decidió mostrarlo como su amante públicamente. No se entiende de otra forma que lo introdujera en su casa a la vista de todos y lo dejara dormir allí todas las noches. Creo que dejó de tener miedo de Sisebuto, ahora que su pellejo estaba en peligro y que no se atrevería a acercarse por la casa ni de noche. 

UN ESCRITOR FRUSTRADO XXIV


 -Yo nunca llegué a conocer a la modistilla, señorito, y le juro por mis muertos que me hubiera gustado. Luego que ocurriera todo vinieron muchos periodistas, especialmente unos del “Caso” que intentaron hablar con todo el mundo. La modistilla debió asustarse porque se marchó de la ciudad y si alguno supo de su paradero, no lo dijo… al menos hasta que las cosas se fueron calmando un poco. Al cabo de los años, cuando yo me había casado ya con Pacorro y sufrido sus primeros cuernos, empezaba a dedicarme a que las mozas y mujeres de la comarca sacaran algo para ellas de todo aquel trasiego de cuernos y de bragas y calzones bajados, fue entonces cuando comencé a escuchar rumores sobre el paradero de la modistilla. Al parecer tuvo mala suerte, yo creo que pagó su culpa, poca o mucha, y terminó peor de lo que debieron de haber terminado otros, que tuvieron mucha más culpa. Según me contaron se fue a Madrid, donde intentó salir a flote con su negocio de costura, que aquí malvendió como pudo. No tuvo mucha clientela y sí algún que otro donjuán calavera que con falsas promesas de matrimonio (algo a lo que ella era más receptiva de lo que aparentaba) se la llevó al catre y luego… si te he visto no me acuerdo… Me comió este gallo feo como si fuera un fideo y todo para llevarme a la boda del tío Quirico…

-¿Qué es eso, Horti, no te entiendo? Y lo que tú hiciste, imagino que para vengarte de tu Pacorro, se llama celestineo. Tú eres una Celestina, querida Horti, y no me parece mal. En la tradición española es una figura clave y que tuvo mucha importancia en nuestra historia. Me gustaría que algún día me contaras todos tus celestineos, tal vez me sirvan para escribir alguna novela. Pero ahora estoy más interesado en la historia. Sigue… sigue…

    – Lo del gallo Quirico es un cuento para niños que venía en un disco de Fundador, el coñac, ya sabe, señorito. Y no sé señorito si a lo que yo hice se le puede llamar celestineo y si yo soy o no una celestina. Lo que me importaba, como usted dice, era vengarme del cabrón de mi Pacorro. Y bien que lo hice. Y si no recuerde cómo le pegué la “polla” con pegamento. Jaja. Me estuve riendo un mes. También me hubiera gustado vengarme de manera más satisfactoria para mí, poniéndole los cuernos con algún mozo del pueblo, de muy buen ver, y con algún que otro visitante, que estaba de pan y moja, algo así como usted, señorito. Pero yo era entonces una beatona, una cándida palomita, y no me atreví. “Pué” que tenga razón usted y que me hiciera celestina para vengarme del Pacorro, ya que no era capaz de ponerle los cuernos. Pero lo cierto fue que las mujeres de la comarca necesitaban de mi ayuda, porque todos los cabrones se aprovechaban de ellas. Así ellas sacaban algo en limpio y yo también, señorito, que tampoco está mal sacar tajada cuando regalas una res entera.

   -Cierto, Hortensia, dulzura, pero más tajada hubieras sacado si le hubieras puesto los cuernos a tu Pacorro. Y en cuanto a las mujeres de la comarca no digo que no sufrieran las consecuencias del machismo imperante, pero ellas también sacaron lo suyo, un buen rabo entre las piernas es algo digno de tenerse en cuenta. Que mucho hablar de lo que sacamos los hombres –el juego de la almejita está muy rico- pero las mujeres también sacáis algo, aunque no todos los plátanos son de Canarias. Y en cuanto a ti, aún estás a tiempo, Hortensia de mi vida.

  -¿Quiere decir que aún se la empinaría a un buen mozo? Favor que me hace, señorito, aunque usted es un buen mozo y no veo que se la empine, ni mucho ni poco.

  Córcoles se vio pillado y cambió rápidamente de tema.

   -¿Qué fue de la modistilla, Horti?

 -Pues qué iba a ser, señorito. Acabó mal. Su primer amante fue su primer desengaño y el segundo acabó de rematarla. Se dijo que si no conseguía casarse al menos sacaría placer y se puso a buscar amantes que la gustaran y la  dieran placer. No le duraban mucho, porque enseguida se hartaba de ellos y buscaba goces nuevos. Cuando se vio apurada de dinero se dijo que por qué no cobrar por el placer que daba y le daban y comenzó a pedir dinero a sus amantes. Con el tiempo acabó de puta por libre y con aún más de tiempo terminó de puta arrastrada, cuando sus encantos fueron disminuyendo con la edad.

  -Ya veo que terminó muy mal, Horti, pero qué fue lo hizo tan mal para que creas que en semejante destino tuvo algo de culpa.

  -Pues verá, señorito, no puedo saber si el que ella se fuera de la lengua fue la causa primera y única de que se produjera la tragedia. En realidad no lo creo. Luego nos enteramos de que Sisebuto le ponía la mano encima a Julita. No paraba de apretarle las tuercas para que le contara con cuántos hombres se había acostado, sus nombres y características y cómo lo había pasado y si él era el mejor semental que había tenido. Los hombres sois así, señorito, no os conformáis con el jugo de la almejita, como bien dijo usted, también queréis que la almejita sea solo vuestra y de nadie más, sin hacer lo mismo con el plátano, que lo entregáis a cualquiera y en cualquier momento, y por si fuera poco os produce morbo y os pone cachondos que vuestra amante os cuente sus aventuras, eso sí, como si fueran de otra, porque aún seguís, metido entre ceja y ceja esa mierda de que la mujer vuestra debe ser virgen hasta que la desfloráis y luego solo vuestra y en cambio vuestras amantes deben ser putas redomadas, satisfaceros y contaros buenas historias que os produzcan morbo y os ponga cachondos cuando lo necesitéis.  Sisebuto, el muy bruto, quería también eso, solo que en una misma persona. Le hubiera gustado que Julita hubiera sido virgen hasta que él la desfloró y luego le hubiera guardado luto y al mismo tiempo, ya que había sido puta, que al menos le contara sus aventuras. Eso no podía acabar bien de ninguna de las maneras.

  “La primera vez que Sisebuto perdió el control debió de darle un buen golpe. La lanzó contra el escaño y la pobre Julita tuvo que guardar cama durante un tiempo. Entonces debió dejarle y marcharse otra vez a Madrid. Eso la hubiera salvado. Pero no lo hizo. Los hombres pensáis en estos casos que las mujeres no se van porque tienen un buen rabo entre las piernas. No digo que en algunos casos no sea así, pero en la mayoría no es cierto. Que hay pocos rabos buenos y mucho nabito fofo y blandengue. Las mujeres acabamos queriendo de corazón a quien nos da un poco de cariño, aunque sea nabo y no rabo lo que comamos una vez a la semana. Y hasta con el tiempo podemos enamorarnos y amar. No como los hombres, que solo se enamoran la primera vez, hasta que prueban el jugo de la almejita, y luego siguen a lo suyo, que es lo de siempre, un buen plato de almejas a la marinera o al vapor, de vez en cuando, no hace daño a nadie. Pues sí que se lo hizo a la pobre Julita, porque cometió el error de perdonarle cuando él se arrastró a sus pies, al olor de la almejita que se le negaba y le pidió perdón una y mil veces. Eso sí la cuidó noche y día, le hizo calditos y le dio muchos mimos y cuando estuvo buena debió de suplicarle, con carita de ángel, que le entregara su cuerpo desnudo. Y Julita lo hizo, la muy desgraciada.

  “Y eso fue su error. Porque las cosas volvieron al mismo cauce al cabo de un tiempo. Los mozos del pueblo, enterados de los rumores difundidos por la modistilla, volvieron a rondar el caserón cuando Sisebuto no estaba. Y vinieron otros de pueblos lejanos de la comarca. Todos ansiosos de probar el jugo de la almejita de Julita y pensando que en realidad ella era una putilla a la que podrían cazar en un descuido de Sisebuto. Éste tuvo sus más y sus menos, apaleó a algunos cazadores solitarios y disparó y no cartuchos de sal, contra los que venían en pandilla. Alguno debió sufrir un buen cartuchazo, y no de sal precisamente, en alguna parte del cuerpo. Pero nadie dijo nada.  Comenzaron a aparecer reses muertas en la montaña, todas, curiosamente, de Sisebuto y Julita y no de otros. Decían que los lobos andaban hambrientos, pero solo atacaban a los rebaños de los amantes de Teruel, tonta ella, tonto él. También sufrieron las tierras, las cosechas, y hasta la casa fue atacada a tomatazas y huevazos, untaron las paredes con excrementos e hicieron pintadas tan obscenas  que hasta yo, si hubiera sido Julita, habría salido con la escopeta a cazar cabrones e hijos de p…

 “No crea, señorito, que con eso Sisebuto dejó de incordiar a Julita, que siguió en sus trece, erre-que-erre,  y tan convencido de que los hombres eran diferentes en ese aspecto, y podían derribar mujeres y violar mozas como si tal cosa, mientras las mujeres deberían guardar su almejita bajo un cinturón de castidad. Julita acabó hartándose, le llamó cafre y le echó del lecho. Sisebuto acabó durmiendo en el monte, en una cabaña de pastores, donde fue sorprendido, porque era propiedad de todo el pueblo y todo el mundo podía pernoctar allí si era preciso. Sisebuto los echó con cajas destempladas.   “Fue entonces cuando Julita comenzó a viajar, y mucho, a Madrid, a nuestra ciudad, a otras partes. Luego, o tal vez había sido antes, no recuerdo, ni tiene demasiada importancia, se habló de que su chofer, ya hecho todo un abogadito de postín, habían dejado los Madriles y trasladándose aquí, donde había montado un buen despacho, que tenía mucha y buena clientela. Se dijo que Julita había viajado a Madrid para acostarse con él, cuando parece que en realidad lo hizo para vender sus acciones en la compañía teatral y algunas propiedades, puesto que necesitaba hacer frente a las pérdidas ocasionadas por los mozos en sus ganados y cosechas. Luego que viajaba a la capital para acostarse con su chofer, cuando en realidad iba de compras y a ver a la modistilla. Pero debió de acabar haciéndolo, porque o bien cometió el error de decírselo a su modista o bien ésta pasó de difundir cotilleros a inventarlos. Y así llegó el rumor a Sisebuto. El de que su hembra se acostaba con el chofer. Debió de ser por entonces cuando comenzó a vigilarla, puesto que se le vio en la capital. Se dijo que también la siguió en sus viajes a Madrid y que rondaba su propia casa muchas noches, esperando pillarla “infraganti” con su amante, el chofer. No debió de conseguirlo, porque la historia siguió durante un tiempo

UN ESCRITOR FRUSTRADO XXIII


-Buenas sopas de ajo al estilo de la comarca, buen bacalao al ajo arriero y buenos chuletones cuando se puede. Y no me mire así, con esa cara de risa, que el ajo es muy bueno y a las mujeres no se nos nota el aliento, salvo por abajo y eso cuando tenemos una mala regla. No le pido que se controle, señorito, que no lo podrá hacer, pero al menos hable antes conmigo. Yo puedo darle sabios consejos, las conozco a todas, y ahorrarle más de un disgusto. Y si aún así sigue empecinado en tocarle el culo a alguna moza, déjeme a mí, que hable antes con ella. Todos nos ahorraremos quebraderos de cabeza.

 -¿Estarías dispuesta a hacer de Celestina para mí? Eres un encanto, Hortensia.

 Y el señorito se lo agradeció volviendo a sus muslos, acariciándolos con especial sentido de la lujuria oportuna. Hortensia le dejó hacer, con rostro serio. Aquel tema parecía preocuparle mucho. No sería hasta que la mujer terminase su historia que Córcoles llegaría a comprender sus poderosas razones, aunque en el estado etílico en el que se encontraba no le permitió ver el asunto con la debida perspectiva.

 -Soy una mujer discreta, señorito, y en la comarca lo saben todos. He tenido que tapar muchos líos de faldas de mi Pacorro y dado muy buenos consejos a las mozas que acudían a mí para que las sacara de algún que otro embrollo. No me gusta hacer de celestina, como dice usted, pero cuando el lío está montado mejor que lo sepan los menos posibles y si yo gano algo a cambio ¿por qué no iba a aprovecharme tanto trabajo y tanto quebradero de cabeza como me cuesta? ¡Bastante he sufrido con mi Pacorro! He estado en boca de todos durante mucho tiempo, pero al final he terminado por tapar todas las bocas. Algunas comadres se han tenido que callar como muertas cuando les he contado con pelos y señales los asuntos de sus maridos, y algunos maridos me han untado para que no se supiera lo que se traía entre manos con alguna moza. Que de todo ha habido en este pueblo. Cuando la vida te pone donde no quieres estar, mejor ser la que maneja el cotarro que la que lo sufre. ¿No lo cree usted así, señorito?

 -Agradezco tu franqueza, Hortensia. No te diré que no acabe necesitando de tus servicios. Pero seré generoso. No tendrás queja de mí, no. Y tienes toda la razón, cuando estás en medio de un “fregao” mejor ser siempre el que da que el que toma.

 -Eso si eres hombre, como usted, señorito, que a mí bien que me gustaría tomar algunas veces y no me dejan. Para usted, señorito, lo haría gratis, aunque si quiere hacerme un regalito no le diré que no. Que la vida es dura.

 Y a Hortensia se le humedecieron los ojos cuando Córcoles le acarició la mejilla, en un gesto de borracho conmovido, que no hubiera realizado en plena posesión de sus facultades mentales, mientras farfullaba y se trompicaba dándola a entender que bien podría ocurrir que algún día ella tomara y no solo dinero.

 -No soy una rácana, como otras. No lo hago todo por interés. A veces me basta y me sobra con un poco de cariño. Aquí, donde me ve, estoy muy necesitada de que alguien me haga caso, aunque solo fuera una vez. No tuve suerte con mi Pacorro y la vida no me ha tratado bien. Esto es como una rifa en la tómbola, hay a quienes les toca el muñeco guapo y a otras poner el dinero y recibir un pellizco sin entusiasmo del feriante cuando le volvemos las espaldas.

-La modista, ahora no recuerdo su nombre, señorito, puede que fuera Elvira o Modesta, no recuerdo muy bien, no era una mala persona, al menos en el fondo, aunque como se suele decir nadie es mala persona en el fondo. Lo malo es que a veces ni taladrando como dicen que hacen en los pozos de petróleo encuentra uno esa bondad tan escondida. Lo cierto era que no cosía nada mal, que trataba muy bien a las chicas que cosían con ella, sus empleadas a jornada casi completa y que comían de su plato y algunas dormían en los cuartos libres de su piso, que era muy grande.

“Como todas las modistas gustaba de charlar con sus clientas mientras les tomaba las medidas y elegían los tejidos o cuando regresaban a probarse las ropas o en cualquier otro momento que se terciara.  Julita, como le he dicho, señorito, no tenía muchos amigos y ninguna amiga, que todas envidiaban su buena fortuna y deseaban lo peor para ella. Imagino que usted, señorito, como persona culta que es no creerá ni habrá creído nunca en el mal de ojo. Pues que sepa que en esta comarca se creyó en ello desde siempre y aún hoy día se venden o se regalan amuletos contra el mal de ojo, eso sí de forma muy discreta. Pero creer se sigue creyendo. Es posible que Julita lo sufriera. Con tanta envidia no es extraño que todo se le empezara a torcer y las cosas le fueran saliendo mal una tras otra. Hasta yo misma llevo unos cuantos amuletos, siempre colgados al cuello, porque hay mucha envidia, mucha, señorito, y eso tiene que ser necesariamente malo, se crea o no se crea en el mal de ojo.

Y aquí Hortensia se desabotonó la camisa y enseñó a Córcoles, junto con tres o cuatro colgantes que llevaba al cuello, enredados de forma inextricable y alguno relleno de hojas secas o flores machacadas o algo que olía fuerte y no muy mal, buena parte de sus pechos, que el hombre, a pesar de la borrachera, del sueño contra el que luchaba y de las horas que llevaba escuchando la historia interminable de Hortensia, no dejó de apreciar en todo lo que valían. Eran pechos de piel suave, al menos a simple vista, prietos, voluminosos y muy erguidos para su edad, que él nunca había podido calcular y que ella nunca le había dicho, a pesar de sus reiterados intentos. Eso le despertó un poco y alargando la mano tocó los colgantes, uno a uno, mientras Hortensia le iba explicando qué era cada uno. Una virgen de los desamparados; un colgante de hierbas maceradas y rebozadas en agua bendita; una especie de bruja desnuda y enseñando un pubis muy abultado y tupido de pelo, con unos labios gordezuelos y muy llamativos, que Hortensia explicó era una diosa pagana que su madre le transmitió en el momento de morir para que la librara del mal de ojo y de los cuernos de su marido, de su Pacorro. Esto último no lo consiguió, pero sí tuvo suerte con el mal de ojo, puesto que algunas comadres, las que peor hablaban de ella, habían sufrido extraños accidentes, una se había roto el tobillo, a otra se le había caído un trillo sobre la cabeza…Mientras Hortensia explicaba y explicaba Córcoles manoseaba los amuletos y de vez en cuando sus dedos se le iban a la piel y hasta a los pezones que se pusieron duros bajo la yema de sus dedos. Córcoles se relamió y observando los pechos y buena parte de los muslos, sobre los que habían descansado antes sus manos, casi logró ponerse cachondo. Pero su borrachera pudo más y su miembro volvió a encogerse bajo el calzoncillo y sus vanos intentos por acercar la boca a los pezones a punto estuvieron de hacerle caer al suelo, de bruces, desde el sofá. Hortensia, ante aquel desastre sin remedio, decidió continuar la historia.

-Como le digo señorito, Julita era muy envidiada. No creo que la modista sufriera mucho de ese mal nacional y muy femenino, según dicen algunos machistas, que seguramente son más envidiosos que todas las mujeres juntas, porque nunca se le notaron comportamientos envidiosos y vengativos, aunque eso sí, llevaba muy mal que hablaran de su soltería y de lo tonta que había sido al rechazar a guapos mozos porque no tenían suficientes tierras. Quizás todo ocurrió de forma muy natural. Julita se explayó con la única mujer de la comarca dispuesta a escucharla con atención, e incluso a ser su amiga, y aquella se fue de la lengua, sin querer, con sus empleadas o alguna que otra clienta y entre todas fueron divulgando las intimidades de aquel matrimonio, que Julita cometió el error de hacer caer sobre un oído atento y una boca demasiado acostumbrada a soltar la lengua.

“Según las versiones que llegaron al pueblo, imagino que muy transformadas por el camino, de boca en boca, al parecer Sisebuto era un hombre en extremo celoso. No dejaba de pinchar a Julita para que le contara con cuántos hombres se había acostado y si en el pueblo se había acostado con alguno más, aparte de con él. Y aquí, señorito, me interrumpo un momento para hacerle ver que si Julita hubiera sido violada se lo habría contado a Modesta o Elvira, o como se llamara la modista, puesto que le contó casi todo de su intimidad matrimonial, y se habría acabado sabiendo. Así que por mi parte dejo zanjado el tema de la violación, aunque sí es probable que Julita se acostara con Sisebuto antes de marcharse a la capital (nada tiene de extraño puesto que aquel era un guapo mozo y poseedor de la mayor tranca del pueblo, y usted ya me entiende, señorito) y si éste la acosó o la violentó un tanto, Julita no debió mencionarlo nunca, salvo que lo hiciera a sus compañeras coristas o a sus amantes madrileños.
“El caso es, como le decía, señorito, que Sisebuto estaba obsesionado por saber de la vida sexual de Julita, y ésta, a pesar de negarse a hablar de su vida íntima, cosa que no tenía obligación de hacer, puesto que había ocurrido cuando entre ellos no se había formalizado ningún compromiso sólido, no por ello podía evitar la tentación de recriminarle a Sisebuto sus celos y de tirarle puntadas sobre que ella también tenía sus derechos, y que si él quería saber, ella también, y por lo tanto que le contara a cuántas mozas del pueblo se había tirado en la era, y a cuántas había preñado, y qué había sido de sus hijos y si alguna había abortado y dónde y cuándo.

“Sisebuto no era hombre de muchas palabras y tan machista o más como los machos de la comarca, que lo eran mucho. Así que se molestó mucho y le respondió que los machos no debían nunca hablar de sus líos de faldas. Que eso era propio de caballeros. Y que además los hombres pueden hacer esas cosas, puesto que se pasan la vida con los testículos llenos y empalmados todos los días y a todas horas. Y que eso forma parte de la naturaleza del macho. No así de la hembra, que rara vez siente deseos si antes no es azuzado por el macho, y que cuando le pica puede rascarse un poco y olvidarse del tema.

“Julita debió perder la paciencia con él y le recriminó su poca y dura cabeza y lo estúpido de sus pensamientos y creencias y se negó en redondo a hablar de sus amantes, si es que los había tenido, que él no podía saberlo, a no ser que él antes le contara sus andanzas con las mozas del pueblo. El caso es, señorito, que Sesibuto un día perdió los estribos y la cabeza y le arreó a Julita dos tremendas bofetadas que la dejaron derrengada sobre el escaño. Eso según la versión que llegó a mis castos oídos de niña a punto de tener la regla (que no tardó mucho en llegar y tal vez aceleró su aparición los sucesos terribles que ocurrieron en el pueblo), que puede que hubiera más de dos bófetas, que conociendo a Sisebuto y lo bruto que era, bien pudo ser una buena paliza.  

El caso es, señorito, que Julita no se quedó parada y llorando como una idiota, yo tampoco lo hubiera hecho, en eso coincidimos ambas, en nuestra naturaleza guerra e indomable, sino que tomó una sartén del fuego, con el aceite todavía caliente y la estrelló en la cabezota de Sisebuto. ¡Y lo que yo me alegro de que lo hiciera!

Y aquí Hortensia batió palmas y se levantó como pudo e intentó bailar unos pasos de un baile folklórico de la comarca, pero había bebido demasiado anisete y tuvo que volver a sentarse, no sin antes advertir que Córcoles, quien había estado manipulando sus muslos y acariciando sus pechos y pezones, como intentando a toda costa ponerse cachondo, se acomodó en el sofá, cerró los ojos un instante, y cuando los abrió la mujer pudo ver claramente en ellos que había renunciado a una empresa que le parecía imposible, y se contentaba con escuchar su historia con los ojos abiertos mientras pudiera.

-La versión que llegó a mis orejas no decía nada más. Pero no me cuesta imaginar la reacción de Sisebuto y cómo dejaría a la pobre Julita. Seguramente la machacaría a golpes y no sería de extrañar que su cabeza golpeara contra el escaño y sufriera alguna conmoción, porque un médico de Madrid compareció por el pueblo preguntando por la casa de Julita, dijo ser su amigo, pero el maletín que llevaba era de médico, en eso no podía engañar a los del pueblo.

“La paliza debió de ser de órdago porque Julita permaneció algún tiempo en la cama y no se la vio fuera de la casa en una buena temporada. Sisebuto se encargaba de recibir las provisiones y de hacer todo lo que hubiera que hacerse por allí. Según le contó a la modista (debió dejarse en el tintero el resto de la paliza y algunos detalles humillantes) aquel osote enorme y bruto como un arado se arrepintió enseguida de las consecuencias de su arrebato de cólera y actuó como un niño grande. Le pidió perdón de rodillas. Lloró como si hubiera perdido a una madre muy querida (Sisebuto odiaba a su madre tanto como a su padre) y le prodigó a Julita tal suerte de caricias y de palabras amorosas e hizo tantas cosas que ninguna mujer de la comarca se hubiera atrevido a pensar que Sisebuto pudiera hacer (tales como fregar los cacharros o lavar la ropa y planchar… al menos esos dijeron los espías que seguían acechándoles) que Julita, poseedora de un corazón tierno y amoroso como el que tenemos casi todas las mujeres, acabó por aceptarle otra vez en su lecho y entregándole su cuerpo desnudo, que era lo que en realidad, según pienso yo, había hecho que Sisebuto se enamorara perdidamente de Julita, porque lo que es en carácter y en formas de ver la vida, eran como la noche y el día.

UN ESCRITOR FRUSTRADO XXII


“Se le veía con mucha frecuencia patrullando por el monte, con su escopeta al hombro, de la que no se despegaba ni para mear. Seguramente sentiría miedo de que alguien le desbaratara algún animal, como así fue. Lo hicieron de noche, aprovechando que Sisebuto se dejara rendir por el sueño o que tal vez regresara a la casa para acostarse con Julita. Nadie podía comprender cómo aquel hombre era capaz de arar la tierra, sembrar, cuidar del ganado, incluso de noche, y seguir teniendo tiempo para contentar a Julita, de la que todo el mundo pensaba era muy exigente en la cama. Lo cierto es que se le veía en todas partes, como si fuera el mismo Dios.

“Se formó un corrillo de espías que se turnaban para vigilar a Sisebuto, día y noche, de modo que nada de lo que hiciera o dejara de hacer pasara desapercibido. Así se supo que no dejaba noche de regresar al molino, incluso a las horas más intempestivas. Allí permanecía un tiempo más que prudencial para quien se está acostando con una mujer y se le veía salir, como con prisa en regresar al monte. Incluso de día a veces dejaba de hacer lo que estuviera haciendo, y a toda prisa, como si le llevara el alma el diablo, regresaba al molino y allí permanecía algunas horas. Los espías se reían de estas prisas. “Allá va Sisebuto a echarle un buen polvo a Julita. Tendrá que quitarse los pantalones por el camino para no perder el tiempo, porque como se descuide alguien le hará alguna putada”. “No sé cómo se le puede levantar, con el ajetreo que lleva”. Decían otros. “Y no ha adelgazado ni un kilo, a pesar de los polvos que le lleva echados a Julita. ¿Cuántos calculas tú que le habrá echado, Gervasio”. Estos y otros comentarios corrían de acá para allá, como la pólvora. Yo misma fui testigo presencial de algunos de ellos.

“Nadie sabe a ciencia cierta si Sisebuto le echó muchos y buenos polvos a Julita o no, lo cierto es que los dos parecían muy enamorados. Julita incluso le llevaba la comida al campo, cuando podía. Como todo el mundo, le llevaba el típico cocido montañés en la típica cacerola con asa, y su bota de vino.

“Ni siquiera Sisebuto hubiera podido aguantar más allá de unos pocos meses con semejante ajetreo. Julita debía saberlo mejor que nadie, puesto que al ajetreo que veían todos se unía el que Sisebuto tenía con ella, del que todo el mundo se hacía lenguas, aunque nadie estuvo allí para saberlo con certeza. Por eso, y debió de ser porque Julita se lo pediría, incluso de rodillas, acabaron por contratar a unos cuantos zagales, como pastores. Recorrieron la comarca, de un lado a otro, pero nadie quería servirles. Era un gran riesgo estar en el monte, junto al ganado, y de noche, por muy bien que pagaran. Al final lograron contratar a tres o cuatro muchachos, más valerosos que el resto o tal vez más necesitados. Y así pudo Sisebuto dormir en el molino la mayor parte de las noches, no todas, porque le gustaba salir a supervisar cómo estaba el ganado, a las horas más intempestivas. Siempre con su escopeta al hombro y tal vez deseoso de encontrarse con alguien del pueblo cerca de una vaca. Ni siquiera daría aviso. Pum-pum. Se lo cargaría sin más.

“Julita sin duda le agradecería como solo ella sabía hacerlo que ahora permaneciera con ella la mayor parte de las noches. Fue una temporada tranquila. Pero no era sino el silencio que precede a las grandes tormentas. Porque una noche Sisebuto apareció por el pueblo, desierto debido a lo tardío de la hora, y disparando su escopeta en la plaza, despertó a todo el mundo y a grandes voces les hizo saber que algún cabrón le había matado una vaca y les amenazó con ir de casa en casa, descerrajando tiros, a diestro y siniestro, como otro animal volviera a morir en el monte de muerte no natural.

“Nadie se atrevió a salir de su casa, pero todos le oyeron. Hubo denuncia en el cuartel de la guardia civil. Al comandante se le vio por el molino, pero nadie supo lo que hablara con Sisebuto o Julita, lo cierto es que en eso quedó todo.

-¿Qué imaginas?

-No fue por dinero. A Julita le iban bien las cosas. Había conseguido ahorrar mucho dinero durante su etapa de vedette. O al menos era lo que se decía. Al parecer tenía también una compañía de teatro en Madrid. Su nombre aparecía en los carteles. Los que los vieron decían que ella aparecía allí como la dueña de todo. Además aunque hubiera necesitado dinero Sisebuto no tenía dónde caerse muerto. Y nadie en su sano juicio hubiera imaginado que su padre se echaría atrás de su amenaza de desheredar a su hijo. No se casó por amor. De eso estoy segura.

-¿Entonces?

Hortensia le dio a Córcoles un fuerte cachete en el muslo y éste saltó del sofá, sobresaltado. La mujer se burló de él.

-Como vuelta a repetir otra vez esa palabra le dejo. Soy capaz de volver a casa aún con esta nevada y los malditos lobos. Usted no me conoce, señorito.

-Perdona Hortensia. No volveré a hacerlo.

Y para calmar a la mujer, transformada en un peligroso basilisco, Córcoles volvió a acariciar sus muslos. Eso la tranquilizó un poco, o al menos recibió muy bien la nueva actitud del señorito, atento a su boca y buscando su placer en la suavidad de sus caricias.

-En la vida hay misterios, señorito. Por si no lo sabía. Nadie conoce todo, excepto Dios. ¿Por qué se casó Julita con Sisebuto?  

Considérelo un misterio como el de la santísima Trinidad. Lo cierto es que se casaron y eso es lo que importa. En Villa de Alba, porque en el pueblo no se atrevieron. Seguramente sería Julita quien convenciera a Sisebuto, porque éste era tan bruto que se hubiera casado en la iglesia del pueblo, con la escopeta al hombro, y habría terminado matando a unos cuantos.

“Se casaron en Villar, por la iglesia. Julita fue de blanco, algo que las comadres del pueblo nunca la perdonarían. Aunque hubieran sido capaces de perdonarle el resto, que nunca lo hicieron. Alguna hubo que incluso fue a hablar con el cura de la parroquia de Villar. Aprovechando las amonestaciones quiso convencer al párroco de que Julita era una puta y que nadie en su sano juicio la dejaría casarse por la iglesia. El cura la echó con cajas destempladas, creo que más bien porque era imposible probar que Julita fuera una puta, no existían pruebas, y también ayudó el que ella hubiera hecho una cuantiosa donación a la parroquia.

“¿Puede creer usted, señorito, que hasta se atrevieron a ir a la boda? Como se lo cuento. Algunas comadres se colaron en la boda y hasta en el banquete. Eran tantos los invitados que pasarían desapercibidas.

“Vinieron sus compañeras de la revista, cuando era vedette. Eran unas cuantas y estaban de toma pan y moja. Al menos eso comentó algún mozo del pueblo las vio salir de la iglesia. Al banquete no pudieron entrar porque Julita dio orden a los matones que había contratado de no dejar pasar a ningún hombre sospechoso sin consultar con ella. En cambio parece que hizo la vista gorda con alguna comadre. Seguramente quería que alguien contara la fastuosidad de aquel banquete que pasaría a la historia de esta comarca. Julita era así, una mujer de mucho carácter, de armas tomar.

“Lo que más se comentó fue que el chofer, ahora abogado, fuera el padrino de boda. ¿Cómo podía consentir el bruto de Sisebuto que el amante de su mujer la acompañara al altar? ¿Tan bajo había caído? Eso se dijo con cierta lástima mal intencionada, como deseando que al salir de la iglesia fuera a por la escopeta y le pegara un tiro al chofer.

“Ni los padres ni ningún otro familiar de Julita fue a la boda. A pesar de haber sido invitados, como no se cansaron de repetir a uno y otro, para congraciarse con el pueblo. Tal vez por eso eligiera a Julián, aunque se dijo que Julita tenía muchos amigos y muy guapos. Cualquiera de ellos hubiera sido un estupendo padrino. Por lo visto había hecho muchas “cognoscencias” en Madrid. Hasta hubo muchos que fueron de chaqué o de frac, como los pingüinos.

“Hubo muchos invitados y todos se lo pasaron en grande, al parecer. Se hicieron muchas fotos y alguna saldría luego en los papeles. Aunque la más conocida y que pasaría a la historia fue la que se hicieron los recién casados delante de la casa del molino. A la manera tradicional, Sisebuto de pie, con su traje de pana y su boina. A su lado Julita, sentada en una silla de enea, con el velo que llevó en la ceremonia y un vestido más discreto y tradicional. Se dice que esa foto aún puede verse en el molino, aunque ducho mucho que nadie haya pasado por allí en años.

-¿Por qué?

-¿Aún no ha oído nada de la mujer fantasma, señorito?

-Pues no.

-Ya se lo contaré. Como le decía la boda fue un acontecimiento. Se fueron de luna de miel. Nadie sabe dónde. Al cabo de un mes regresaron y se instalaron en el molino. Todo el mundo esperaba poder ver a Julita con bombo. Una imaginación muy morbosa, como dice usted. Pero no se les arregló. Siguió conservando su tipo de moza garrida durante meses, sin que se le notara para nada que fuera a engordar. ¿Había echado a Sisebuto del lecho y por eso no estaba preñada? ¿Se estaría vengando? Eso se comentó entre otras muchas cosas.

“Sisebuto se entrevistó con su padre para que le rentara alguna tierra. Por lo visto quería dedicarse a la labranza y cuidar del ganado aunque Julita debía tener bastante dinero para mantenerles durante el tiempo que necesitaran. Su padre no quiso saber nada, a pesar de que el precio ofrecido era muy alto. Nadie en el pueblo quiso tampoco arrendar ni una mísera tierruca. Al final y tras mucho andar de acá para allá consiguió alguna finca en los pueblos cercanos, donde compró también algunas vacas, ovejas y cabras y un par de caballos. Eso lo hizo con el dinero de Julita, seguro.

“Se le veía con mucha frecuencia patrullando por el monte, con su escopeta al hombro, de la que no se despegaba ni para mear. Seguramente sentiría miedo de que alguien le desbaratara algún animal, como así fue. Lo hicieron de noche, aprovechando que Sisebuto se dejara rendir por el sueño o que tal vez regresara a la casa para acostarse con Julita. Nadie podía comprender cómo aquel hombre era capaz de arar la tierra, sembrar, cuidar del ganado, incluso de noche, y seguir teniendo tiempo para contentar a Julita, de la que todo el mundo pensaba era muy exigente en la cama. Lo cierto es que se le veía en todas partes, como si fuera el mismo Dios.

“Se formó un corrillo de espías que se turnaban para vigilar a Sisebuto, día y noche, de modo que nada de lo que hiciera o dejara de hacer pasara desapercibido. Así se supo que no dejaba noche de regresar al molino, incluso a las horas más intempestivas. Allí permanecía un tiempo más que prudencial para quien se está acostando con una mujer y se le veía salir, como con prisa en regresar al monte. Incluso de día a veces dejaba de hacer lo que estuviera haciendo, y a toda prisa, como si le llevara el alma el diablo, regresaba al molino y allí permanecía algunas horas. Los espías se reían de estas prisas. “Allá va Sisebuto a echarle un buen polvo a Julita. Tendrá que quitarse los pantalones por el camino para no perder el tiempo, porque como se descuide alguien le hará alguna putada”. “No sé cómo se le puede levantar, con el ajetreo que lleva”. Decían otros. “Y no ha adelgazado ni un kilo, a pesar de los polvos que le lleva echados a Julita. ¿Cuántos calculas tú que le habrá echado, Gervasio”. Estos y otros comentarios corrían de acá para allá, como la pólvora. Yo misma fui testigo presencial de algunos de ellos.“Nadie sabe a ciencia cierta si Sisebuto le echó muchos y buenos polvos a Julita o no, lo cierto es que los dos parecían muy enamorados. Julita incluso le llevaba la comida al campo, cuando podía. Como todo el mundo, le llevaba el típico cocido montañés en la típica cacerola con asa, y su bota de vino.

“Ni siquiera Sisebuto hubiera podido aguantar más allá de unos pocos meses con semejante ajetreo. Julita debía saberlo mejor que nadie, puesto que al ajetreo que veían todos se unía el que Sisebuto tenía con ella, del que todo el mundo se hacía lenguas, aunque nadie estuvo allí para saberlo con certeza. Por eso, y debió de ser porque Julita se lo pediría, incluso de rodillas, acabaron por contratar a unos cuantos zagales, como pastores. Recorrieron la comarca, de un lado a otro, pero nadie quería servirles. Era un gran riesgo estar en el monte, junto al ganado, y de noche, por muy bien que pagaran. Al final lograron contratar a tres o cuatro muchachos, más valerosos que el resto o tal vez más necesitados. Y así pudo Sisebuto dormir en el molino la mayor parte de las noches, no todas, porque le gustaba salir a supervisar cómo estaba el ganado, a las horas más intempestivas. Siempre con su escopeta al hombro y tal vez deseoso de encontrarse con alguien del pueblo cerca de una vaca. Ni siquiera daría aviso. Pum-pum. Se lo cargaría sin más.

“Julita sin duda le agradecería como solo ella sabía hacerlo que ahora permaneciera con ella la mayor parte de las noches. Fue una temporada tranquila. Pero no era sino el silencio que precede a las grandes tormentas. Porque una noche Sisebuto apareció por el pueblo, desierto debido a lo tardío de la hora, y disparando su escopeta en la plaza, despertó a todo el mundo y a grandes voces les hizo saber que algún cabrón le había matado una vaca y les amenazó con ir de casa en casa, descerrajando tiros, a diestro y siniestro, como otro animal volviera a morir en el monte de muerte no natural.

“Nadie se atrevió a salir de su casa, pero todos le oyeron. Hubo denuncia en el cuartel de la guardia civil. Al comandante se le vio por el molino, pero nadie supo lo que hablara con Sisebuto o Julita, lo cierto es que en eso quedó todo.

“El tiempo transcurrió apaciblemente. Julita y Sisebuto parecían felices. Ella viajaba a Madrid de vez en cuando, en el pueblo imaginaban que para cuidar de sus negocios, aunque las malas lenguas de siempre apuntaron a que también iba a verse con el antiguo chofer, ahora abogado, y siempre su amante.

“De pronto comenzaron a asomar nubarrones por el horizonte. Al parecer alguien los había visto de morros. Algo tan natural en un matrimonio como que las nubes negras descarguen un poco de agua y algún rayo que otro con sus correspondientes truenos. Pero nunca llovió que no escampara ni bronca matrimonial que no acabe por olvidarse. Yo nunca he dejado de discutir con mi Pacorro y no por eso lo he matado…aún. Como siempre creo que se hizo una bola de nieve de un solo copo.  

Aunque como dicen “ cuando el río suena, agua lleva”. Algo debió de haber pasado y algo gordo para que aquella luna de miel se convirtiera en luna de hiel.

 “Julita intentaba llevar una vida bastante normal, dentro de lo posible. Sabía que la convivencia con los vecinos del pueblo sería imposible por mucho que ella pusiera de su parte. Usted señorito, que es hombre de capital, no puede saber cómo son las cosas en un pueblo, ni cómo nos las gastamos por aquí. Cuando todo el mundo se pone en contra de alguien, con razón o sin ella, la vida se convierte en un infierno para el que tiene que sufrirlo. Todos te miran mal, cuando te miran. Todos cuchichean a tu paso. Todos buscan la forma de hacerte la vida imposible para que te vayas del pueblo. Yo no conozco tanto mundo como usted, señorito, pero juraría que éste es uno de los peores pueblos de toda España y hasta diría que del mundo. Toda la comarca es así, llena de hombres cerriles, con la cabeza más dura que una piedra y brutos como arados, nada bueno se puede hacer con ellos, salvo hacerles picadillo y echárselo a los cerdos. Cuando algo se les pone entre ceja y ceja o se les mete en la mollera por algún orificio, yo diría que el del culo, no hay nada que hacer.

 “Las mujeres son cotillas como ellas solas y bichos malos, auténticas serpientes venenosas, verdaderos demonios. Y lo peor de todo es que nunca sabes qué hacer para que no la tomen contigo. Ni siquiera dándoles la razón y besándolas el culo estás segura de no acabar cayendo en sus garras. Por eso le aconsejo, señorito, que sea discreto. Si se mete en algún lío de faldas lo que mejor es que no lo sepa nadie y procure dejar contenta a la moza, para que no se vaya de la lengua ni le busque la ruina

 -¿Por qué iba a meterme yo en líos, Hortensia?

 -¡Tendrá cara el señorito! ¡Como si aquí no supiéramos de su fama de mujeriego! Este pueblo será el culo del mundo, no lo niego, y no tenemos mucho tiempo para ver la caja tonta, pero todo el mundo la acaba viendo, más o menos tiempo. También se oye la radio y los minutos de cotilleo más que el resto. Y en casa de Pilaruca, que peina un poco, para salir del paso, siempre hay revistas atrasadas, de esas tan conocidas que hablan de los líos de faldas de los ricos y que nunca hablan de las pobres, salvo que se hayan encamado con ricos o famosos. Raro sería que alguien no le haya conocido ya, y a estas horas todo el mundo sabrá que el señorito es aquel que salía por la tele y decía cosas tan graciosas y le tiraba los tejos a toda falda que anduviera por allí cerca, incluso las maquilladoras y alguna que sabía manejar una cámara. ¿No se acuerda señorito cuando otro cámara, celoso, le pilló morreando a aquella mocita con cara de ángel durante los anuncios y luego el director del programa quiso que esa imagen saliera a la luz pública y todos se rieron con ganas y se burlaron de usted?

 -Creo que algo de eso hubo, pero no fue para tanto, Hortensia. Todo lo exageras. Mi etapa como tertuliano en los programas del corazón fue hace años y desde entonces he vivido en el anonimato.

 -Já. Por aquí han seguido llegando las revistas del corazón y muchas mozas del pueblo tienen recortadas sus fotos metiendo mano a bellas damiselas. ¿Cómo se las arreglaba usted para que los fotógrafos le pillaran siempre con la mano donde no debía?

 -No recuerdo que me dedicaran ni una sola portada.

 -Aquí las comadres leemos hasta la última coma, especialmente los pies de las fotos, aunque estén escondidas entre anuncios. Que si fulanita es una guarra, que enseña las bragas, cuando las lleva, pocas veces. Que aquella viste como un adefesio. Que la otra está en la ruina y se dejó comprar por un empresario. ¿Qué le habrá visto ese tío bueno, ese tábano, a esa, que es más fea que un cardo borriquero? ¡Hágame caso! No se deje ver demasiado y en cuanto a los líos de faldas, mejor dentro, entre cuatro paredes, y con las ventanas cerradas, para que nadie pueda verlos.

 -No se te escapa una, Hortensia. Procuraré no armas escándalo, aunque las mozas de esta comarca están más buenas que el pan y no sé si podré controlarme. Por cierto Horti, ¿qué comen las mozas por aquí para estar tan buenas?

UN ESCRITOR FRUSTRADO XX


Después comenzaron las habladurías. Imparables. El chofer, aquel jovencito tímido y guapito, se instaló con ella. ¡Ya se imaginará lo que llegaron a decir. De todo. Que si Julita era una puta redomada. Que un hombre, más si es joven, y una mujer, sobre todo guapa moza, como lo era Julita, no pueden vivir juntos sin quemarse, por aquello de “que la mujer es fuego, el hombre estopa, viene el diablo y sopla. ¡Qué tontería! ¿No le parece, señorito?

 -Bueno. Eso del fuego y la estopa está muy bien traído. ¡A saber quién es el ruego y quién la estopa! Pero lo cierto es que un hombre y una mujer acaban siempre enredados, a poco que se lo propongan.

 -Lo dirá por usted, señorito. Quien ricamente que estamos usted y yo aquí solitor, y el fuego no ha prendido en la estopa o la estopa no se ha encendido con la proximidad del fuego. ¿Por qué será? Además en estos tiempos cada uno hace lo que le viene en gana. Los jóvenes pueden vivir solos en un piso, revueltos, chicos y chicas, y nadie dice nada, ni le importa lo que hagan o dejen de hacer a nadie, si es que hacen algo, que los de nuestra generación teníamos fama de tontos, pero bien que nos lo montábamos.  

No como ahora, que con la pildorita, el estuche ese de goma y tanto desenfreno, seguro que si pudiéramos mirar por una mirilla hasta descubriríamos que las chicas son monjitas de clausura, comparadas con nosotras, y los chicos monjes de convento, sino son maricas o “lesbanas”.

 -Lesbianas, Horti, lesbianas. ¿Tú crees que no se dedican al fornicio, follando como monos? No es esa la idea que tnego yo. Y en cuanto a nosotros, Horti, seguro que si te vistieras de otra manera y te arreglaras un poco, hasta llegarías a encender mi estopa.

 Y Córcoles manoseó los muslos de la mujer y llegó hasta las bragas, restregando su sexo por encima de la prenda. Hortensia se quedó muda y sin respiración, esperando que el señorito continuara, introduciendo su mano bajo sus bragas y buscando ese bultito que da tanto placer a las mujeres. Hortensia no recordaba su nombre en aquel momento. Pero el señorito se cansó pronto, le dio una palmadita en el muslo izquierdo y reposó la mano en la rodilla, como si no hubiera roto un plato en su vida. El hechizo se deshizo y Hortensia maldijo aquel mujeriego que  
ni siquiera era consciente de cuándo una mujer estaba caliente.

-Veo que tienes la mente un poco estrecha, Horti. ¿No crees que haya más formas de disfrutar del sexo, aparte de las tradicionales?

 -Que cada uno se lo monte como quiera, que yo solo sé de una. Una buena polla en la raja y san se acabó. Y en cuanto a mi estrechez de mente puede que sea cierto, señorito, que no soy culta, como usted, pero le aseguro que tengo una cosita que no es tan estrecha, no, por ella entraría hasta el nabo de un caballo. Si no le molesta que me exprese así.

 Dijo Hortensia muy enfadada y tal vez Córcoles, de no haber estado en aquella especie de somnolencia agradable producida por el alcohol, habría comprendido que la mujer se le estaba ofreciendo con tal vehemencia y claridad que despreciarla, como estaba haciendo él, tenía que dolerla, y muy dentro.

-No me molesta, no, puedes expresarte como quieras. No soy un puritano.

-¿Qué es eso?

 -Alguien que no se asusta por las palabras y no huye de la realidad de la vida.

 -¡Cuántas palabras raras sabe usted, señorito!

 Córcoles no advirtió el tono irónico de la mujer, ni cómo, al inclinarse, para darle una palmadita en la rodilla, le puso el pecho derecho, que había resbalado completamente de la bata, tan cerca que el pezón estuvo a punto de hacerle cosquillas en las narices. O bien el alcohol había empapado en demasía sus sesos o puede que ella le pareciera tan fea que ni siquiera era capaz de empinársela a un mujeriego como el señorito. Fuera lo que fuera, Hortensia decidió seguir con la historia, puesto que Córcoles no deseaba iniciar otra distinta.

 -Como le decía, las cotillas no se hicieron esperar. Las más benevolentes llamaban puta a Julita y desvergonzado al chico, del que no sabían ni el nombre, aunque bien que se ponían cachondas hablando de sus encantos a escondidas. Yo pude escuchar alguna de sus conversaciones, aunque entonces era tan tontuela que no llegué a saber a qué se referían con eso de “los encantos” del chico. Porque lo que es guapo, eso sí, a mí me lo parecía, y mucho. Pronto los mozos del pueblo comenzaron a rondas la casa del molino y allí dieron unas cuantas y muy sonadas cencerradas.

 -¿Qué es una cencerrada?
 

-Una cencerrada es una murga que se da con las esquilas de las vacas. Y no me pregunte qué son las esquilas. Una campanita que se le pone en el cuello a la vaca para que, ande por donde ande, no se pierda. Las vacas, señorito, son unos animales muy bobos, pero que muy bobos, se pierden con facilidad y luego el dueño tiene que ir a buscarla al monte y escornarse entre los espinos. Pues bien, las cencerradas suelen darse a los novios, como despedida de solteros, en su noche de bodas o simplemente cuando los mozos del pueblo están aburridos y necesitan jolgorio. Así que aprovechan cualquier motivo y circunstancia para dar una cencerrada.

“No se conformaron solo con eso, no, que hasta tiraron piedras a las ventanas y al tejado.   
Yo creo que esos bestias hasta hubieran quemado la casa, con ellos dentro, si una noche no hubiera aparecido por allí Sisebuto y descargado unos cartuchos con sal en los cuartos traseros de un par de mozos, los que más destacaban.  
No volvieron en una temporada. Jeje. Los dos mozos se estuvieron rascando el culo unos cuantos días. Jaja.

-¿Y Sisebuto? ¿No estaba celoso?

-Mucho, pero lo primero era proteger a Julita de aquellos desalmados. Todos en el pueblo estaban convencidos de que el mozuelo se “calzaba” al ama, a aquella putita, todas las noches y aún durante el día, cuando le apeteciera, porque lo cierto es que apenas salían de la casa, excepto para la compra, en el ultramarinos de Nati. Dejaron de hacerlo al ver las caras que les ponían todos y cansados de los insultos. Comenzaron a comprar en la capital, como llamamos a Villar de Alba, el ayuntamiento y capital de la comarca. El chico desapareció unos días, sin llevarse el coche. Luego nos enteramos de que había ido a examinarse a la universidad, donde estudiaba derecho y otra carrera, que no sé cual era. Por lo visto el chaval era una lumbrera.

Julita se quedó sola y los mozos que se atrevieron a volver vieron a Sisebuto patrullando cerca de la casa. Uno de ellos, que intentó enfrentársele a garrotazos salió por pies en cuanto Sisebuto le disparó. Ya no eran cartuchos de sal. No fue un milagro que no le diera, que Sisebuto era el mejor cazador de la comarca, lo hizo adrede.

Se decía que se pasaba las noches en claro, rondando el molino. Algún espía, que los hubo, dijo que le habían visto llegarse a la puerta en más de una ocasión. Incluso Julita llegó a abrirle, por lo visto, y Sisebuto estuvo dentro cerca de media hora. Tiempo suficiente, según algunos, para echar un buen polvo. Porque aquella puta hacía a todo, según comentaban las comadres.

Así transcurrió un tiempo. Todos en el pueblo se convencieron de una vez de que Julita había venido para quedarse. Sisebuto dejó de trabajar los campos de su padre para proteger a Julita y se le  
enfrentó. Le había perdido el miedo como comprobaron cuando le amenazó con la escopeta en la plaza del pueblo, delante de todo el mundo. Su padre no le denunció. Seguro que por miedo.

Julita salía en el coche, nadie sabía dónde y se pasaba fuera unos cuantos días, a veces semanas. Un día regresó con el chofer, que esta vez se quedó muy poco. Se comentó que ya era abogado y que iba a trabajar de pasante en un despacho de Madrid. Durante la temporada que aún permaneció en el pueblo no dejó de visitar la taberna de Pascualín, donde compraba unas botellas de vino o se tomaba un vasito de orujo. Era un mozo bragado, no les tenía miedo a los del pueblo, a pesar de la pedrada que le escalabró la cabeza. En la taberna alguien debió sonsacarle o una moza se fue de la lengua. Muchas le seguían de regreso al molino, como lobas en celo.

A una de ellas, la más guapa, y menos basta que las demás, se la vio con él, una noche, paseando por la era. Nadie supo con seguridad si ella se había dejado quitar las bragas. Pero eso fue lo que se comentó. Un motivo más para que se acrecentaran las maledicencias contra Julita. Era tan puta que permitía que su enamorado se acostara con otra.

Lo cierto es que la chica negaba que Julián fuera el amante de Julita. Se lo había dicho él, que lo negara, que dijera que eran buenos amigos y que ella le pagaba los estudios por caridad. La chica parecía enamorada, por lo que nadie le hizo mucho caso. ¿Cómo podía saber su nombre sino se lo había dicho a nadie? Lo cierto es que por esa chica se supo en el pueblo que el chofer se llamaba así. ¿Y qué hacían de noche rondando por la era? Se había dejado quitar las bragas, eso estaba claro, y muy enamorada de él que estaba la muy putita. Por eso defendía a Julián de aquella manera, negando lo que para todos era evidente.

“El caso es que desapareció, me refiero al chofer, y Julita se quedó sola. Los espías decían que Julita dejaba entrar a Sisebuto con más frecuencia que antes y le invitaba a un vaso de vino en la cocina, según pudieron verle, donde charlaba con julita como si fueran dos buenos amigos. Nadie podía creer que Sisebuto se hubiera hecho un parlanchín, pero así lo parecía. No solo eso, ahora la acompañaba a la compra, con la escopeta en bandolera y el rostro fiero. Iba unos pasos tras ella, como un perro faldero, la lengua fuera, siempre dispuesto a cualquier cosa que le pidiera Julita con un gesto.

“Todos decían que se había enamorado de ella, como un tonto, y puede que fuera verdad, porque desde la llegada de Julita no se le había vuelto a ver tras las mozas del pueblo. Incluso alguna llegó a visitarle en la choza, propiedad de su padre, cerca del molino, donde paraba ahora. La moza fue muy mal recibida, incluso la amenazó con darle un cartuchazo de sal en sus llamativas nalgas. Todos comentaban  
que ahora tendría bastante con la puta y ya no necesitaba a las mozas, dando por hecho que la visitaba a escondidas todas las noches, aunque nadie lo viera, ni siquiera los espías que se turnaban para saber lo que se cocía en el molino.

“Lo cierto, señorito, esa que nadie sabe lo que realmente ocurrió. Los comentarios fueron para todos los gustos. Unos decían que Julita se había enamorado de su amante, el mismo que la había violado, que la había hecho aquel bombo que ella dejara en algún lugar ignoto. Otros decían que había sentido compasión de aquel bruto enamorado y había cedido a su constante asedio. Otros que Sisebuto le propuso matrimonio porque no soportaba verla en los brazos del chofer, ahora abogado, con quien al parecer se continuaba viendo en Villar de Alba, donde alguien dijo haberlos visto. Lo cierto fue que el rumor de boda se extendió por todo el pueblo, como un reguero de pólvora. Se supo por el padre de Sisebuto, quien comentó que su hijo le había pedido permiso para casarse con la puta. No solo se negó a ello, sino que le amenazó con desheredarle, si se casaba. Sisebuto se rió en sus narices y se emperró en restregar a la ahora novia por los hocicos de todo el pueblo. Hasta bailaron en la fiesta del pueblo aquel verano. Los mozos no les molestaron, porque Sisebuto llevaba la escopeta al hombro hasta para mear.

-Perdone, Hortensia. Tengo una curiosidad. ¿Qué piensas tú que sucedió realmente?

UN ESCRITOR FRUSTRADO XIX


 

-¿Por quién lo hubiera hecho, Hortensia?

Ésta le miró con cara fosca, apretando los dientes y respondió.

-Por usted, señorito, por usted lo hubiera hecho. Y creo que su Nely también lo haría, porque le quiere. Ninguna mujer soportaría a un hombre como usted si no estuviera enamorado de él hasta las cachas. Me temo que usted no, señorito, porque usted solo se quiere a sí mismo. Es un egoísta de tomo y lomo y no creo que haya estado enamorado nunca de ninguna mujer.

Córcoles la miró asombrado y no dijo nada.

-¿Qué ha traído usted, Hortensia?

-Vodka, señorito, a ver si se la bebe entera y se lo llevan a usted también los demonios. A todos los hombres se los deberían llevar los demonios, las mujeres estaríamos más tranquilas.

Córcoles se bebió de golpe la copia de anís que le había servido Hortensia. Estaba tan borracho que ni siquiera notó que aquel vodka era demasiado dulce. No quiso decir nada. Estaba claro que a la mujer le había sentado mal el aguardiente.

-Hace frío. Deberíamos atizar la chimenea.

-Ya lo he hecho, señorito, y he cerrado la puerta que dejó abierta.

-¿Cómo lo consiguió? Usted no tiene precio.

-Usted lo hubiera logrado también si hubiera cogido el paletón de la cocina. Y tiene toda la razón, no tengo precio, no podría comprarme con todo su dinero. Aún no sé porque sigo a su lado. Me cae bien. Solo Dios sabe por qué.

-¡Vaya nochecita de perros, verdad Hortensia! No me hubiera extrañado si un lobo se cuela por la puerta abierta y me muerde el trasero, jeje.

-No se extrañe, señorito. Hace un momento escuché dos aullidos que me pusieron los pelos de punta. Debe de ser un lobo solitario y hambriento. Aunque juraría que la manada tampoco debe estar muy lejos.

-¿Están cerradas todas las ventanas?

-Esta tarde las cerré todas, cuando comenzó a nevar. Ya imaginé que no sería una nevada de juguete.

-¿Por qué no se sienta y me termina de contar esa historia, Hortensia?

-Creí que no iba a conseguir despertarle.

-Le prometo que no me dormiré.

Hortensia se sentó en el sofá y Córcoles, en un gesto mecánico, puso su mano sobre su muslo y comenzó a acariciarlo como si acariciara una longaniza. La mujer se sintió ofendida y le dio un fuerte pescozón. Córcoles retiró la mano, sobresaltado, temiendo que la mujer se lanzara sobre él y comenzara a abofetearle. 

A Hortensia le sentaba mal el aguardiente por lo visto. Ésta de pronto le tomó la mano y la colocó sobre el muslo, muy arriba, casi rozando sus bragas. Y allí la retuvo con fuerza, como un castigo bien merecido.

-Le decía que Sisebuto siguió el rastro de Julita como un sabueso. No sé si estaba enamorado de ella ni me importa, pero lo cierto es que logró su objetivo. 

-Pues que aúllen los lobos cuanto quieran. ¿Dónde habíamos quedado? Te prometo Hortensia que no me volveré a dormir.

-Le juro, señorito, que si se duerme le despierto a sartenazos.  Pues bien, Sisebuto regresó de su búsqueda de Julita y nadie le pudo sacar ni media palabra. Se dijo que no la había encontrado y que por eso no quería decir ni media palabra. Como eso llegara a sus oídos pegó una foto de Julita en la plaza. La moza iba ligerita de ropa, vestida como las vedetes, o como se llamen, van en las revistas musicales. Estaba de pan y moja y eso dijeron todos los mozos del pueblo que pasaron por allí en grupo y todos los casados que pasaron por allí, de noche y de uno en uno, hasta que alguna, celosa, despegó la foto y se deshizo de ella.

“Se dijo que si había logrado encontrarla, nada pudo saber de su supuesto hijo y de por dónde paraba. Aquí Sisebuto no dijo nada. Lo mismo que cuando se rumoreó que alguien estaba comprando la casa del antiguo molino, en el valle, y que esas manos anónimas bien podrían ser las de Julita. Se dijo de todo y de casi todo con muy poco fundamento. Los mozos del pueblo entraron a saco en su casa, una mañana en que había salido al monte, y se llevaron fotografías, una para cada uno, y programas de las revistas que al parecer protagonizara Julita. Pusieron su cuarto patas arriba, pero no debieron encontrar lo más importante, que Sisebuto había escondido bajo unas tablas flojas, en el suelo.

Muchos mozos hicieron escarnio de las fotos, incluso se habló de que algunos se habían masturbado sobre ellas, en la era. Debió ser cierto porque a lo largo de una semana, todas las noches, un mozo salía escalabrado, se escondiera donde se escondiera. Un par de ellos tuvieron que ser llevados al hospital, donde no abrieron la boca, negándose a señalar la mano que les había propinado tan brutal paliza.

El pueblo estaba en pie de guerra, todo el mundo tenía miedo y solo se hablaba de Julita en susurros y en privado, dentro de las casas. Así fue como un día estalló la bomba. Habían llegado obreros de la ciudad, en un camión medio destartalado, con andamios, herramientas y material para hacer obras en la casa del valle.

Todo el mundo se agolpó en la plaza, donde se habían detenido para comer y echar unos tragos. Así pasaron la tarde, porque quien más quien menos les invitaba a un trago y les hacía preguntas. Así pudo saberse que quien les contratara era una mujer, joven, amable y muy hermosa. Que pensaba ocupar la casa en cuanto ellos terminaran y que antes les había dicho que pasaría para ver cómo iban las obras y darles las últimas instrucciones. Poco más sabían de ella, excepto que era del pueblo, que se había marchado a servir a la capital y allí un empresario de Madrid la había visto y contratado para el teatro. Debía de haber hecho mucho dinero porque les había ofrecido una buena propina si terminaban antes de la Navidad.

Todas las comadres del pueblo andaban en ascuas por saber si había estado o no embarazada y qué se había hecho de su hijo, entre otros detalles morbosos. Pero los albañiles y el encargado no pudieron dar más detalles, a pesar de que lo intentaron con su lengua estropajosa. Estaban borrachos como cubas y aquella noche tuvieron que dormir en la posada de la tía Antonia.

-Perdone Hortensia que la interrumpa. Pero yo también estoy en ascuas. ¿Se marchó Julita embarazada? Y en ese caso, ¿qué fue de su hijo o hija?

-Pues se va a tener que j… señorito, porque no pienso decirle nada hasta el final. Así no volverá a dormirse.

-Cómo eres “Horti”, una auténtica demonia. No volveré a beber más, te lo prometo, y cada vez que de una cabezadita saldré a refrescarme con la nieve y dejaré que los lobos me muerdan el culo, si eso te hace feliz.

-Por mí podrían morderle también por delante, a ver si terminaban con su vida de crápula.

Córcoles se arrimó lo que pudo e intentó hacerle carantoñas, que ella rechazó con aspavientos, pero cuando la mano del hombre inició un delicado sobeo de sus muslos, ronroneó como una gatita, aunque no por ello quiso contestar a la pregunta que tenía en ascuas al señorito.

-Pues verá usted, señorito, aquellos meses fueron trepidantes. Todo el mundo hablaba con todo el mundo para saber si fulanita o menganita tenían nuevas noticias y hasta se atrevieron a dirigirse a Sisebuto e invitarle a tomar unos vinos. El hombre se negó en redondo. Se pasaba la mayor parte de los días perdido en el monte. Había dejado de trabajar para su padre y cuando éste se lo reprochó, delante de todos los jornaleros, Sisebuto lo amenazó de muerte. Un jornalero lo contó en el bar del pueblo y juró y perjuró que nunca había visto al mozo tan fuera de sí. Todos temimos que lo matara allí mismo.

Un día se oyó el ruido de un coche a lo lejos y la comadre que estaba de turno, haciendo guardia a las afueras del pueblo (se turnaban esperando ver aparecer a Julita) dio la alarma.  Habían quedado en disimular paseando por la plaza como quien no quiere la cosa, y así lo hicieron. El coche que llegó era efectivamente el de Julita. Conducía un hombre joven, con traje gris y una gorra de plato que llamó mucho la atención. Muchos señalaban su cabeza y reían como paletos que eran. Los niños aprovechamos la ocasión para divertirnos con lo que divertía a los adultos y un par de pilluelos le tiraron los huevos que llevaban preparados para Julita. Algunas madres habían confiado, en secreto, a sus hijos lo mucho que les gustaría que la oveja negra del pueblo fuera recibida a tomatazos, huevazos o lo que estuviera más a mano, ni siquiera prohibieron el uso de piedras. Eso sí, ninguno tenía que decir quién les había sugerido la idea. Se trataba de un secreto que debería quedar en familia. Por supuesto que los primeros en enterarnos fuimos los restantes niños a quienes sus madres habían encomendado semejante encargo. Los padres no quisieron saber nada del tema, tal vez pensando que si pasaban desapercibidos en la primera algarabía podrían reservarse un as en la bocamanga para el caso de que Julita fuera tan puta como decían sus mujeres y se decidiera a buscar algún macho en el pueblo que la calentara durante el duro invierno.

Yo entonces era una niña, pero muy avispada, no se crea el señorito. ¡Lo que a mí se me escapara! Escuchaba conversaciones a escondidas y procuraba enterarme de una u otra manera de las respuestas a las preguntas que bullían en mi cabecita de chorlito. Lo que le estoy diciendo, señorito, de los deseos ocultos de los mozos y hombres del pueblo no me lo estoy inventando. Se lo escuché a varios y deduje, muy acertadamente, que quien más quien menos se hacía ilusiones con calentarle alguna vez la cama a la única puta oficial que había dado el pueblo, porque hubo muchas, aunque a escondidas, y los embarazos se tapaban de la mejor manera posible, con bodas rápidas, de penalti, como se hizo frase hecha, o largas visitas a parientes lejanos de las embarazadas que nadie conocía ni de los que se había oído hablar hasta entonces.

“Julita tuvo suerte en aquella ocasión y los tomates y huevos que estaban preparados para ella los recibió el pobre chofer. Incluso alguna piedra llegó a rozarle. Con el tiempo se supo que aquel joven de buen ver era un estudiante universitario de un pueblo de la comarca, a quien había conocido Julita en su camerino de vedete, después de que el chico lograra vencer su timidez y presentarse como un admirador de un pueblo cercano al suyo. A ella le cayó muy bien y enterada de sus apuros para terminar la carrera le contrató como su chofer. El hecho de que fuera de la comarca y pudiera difundir secretos de su vida privada no le importó. Por lo visto el chico era muy serio y formal y muy cumplidor de su palabra.

“Entre ellos debió surgir algo más, como se pudo comprobar unos meses más tarde, cuando el chaval se quedó a vivir con ella en la casa recién acomodada. Era unos años más joven que Julita, pero muy guapo, muy serio y culto y sobre todo muy discreto. Nadie en el pueblo se enteró de nada que la afectara tirándole a él de la lengua. Pero eso ya se lo contaré al señorito en su momento.

-¿Y del embarazo qué, Horti, cariño?

Córcoles estaba encandilado con la historia que Hortensia le estaba contando a la pata la llana, pero como una consumada narradora.  La borrachera se iba disipando muy lentamente y él no hacía nada por evitarlo. Era una noche perfecta para una historia perfecta. Acuciado por el morbo de conocer aquel detalle siguió acariciando los muslos de su criada y hasta llegó a poner sus dedos en sus bragas, aunque no intentó introducirlos bajo ellas y ver qué le esperaba. Estaba claro que Hortensia no le excitaba sexualmente o que una historia tan completa le bastaba por aquella noche. La mujer se dejó hacer y no dijo nada. En su fuero interno tal vez estuviera rezando para que la borrachera del amo se disipara totalmente y los que ella consideraba sus pobres encantos fueran suficientes para ponerle rijoso. No obstante como nada de ello acaecía decidió divertirle con la historia y ver qué ocurría al final de la noche, si es que tenía la suerte de que ocurriera algo.

-Lo cierto, señorito, es que nunca llegó a saberse nada a ciencia cierta. Tal vez el único que pudo haber alcanzado la verdad fue Sisebuto. Al menos las comadres achacaron a ese conocimiento su posterior conducta con Julita. No dejó en ningún momento de seguir sus pasos a escondidas, como un perro apaleado, hasta alcanzar su objetivo, que no era otro que matrimoniar con ella. Pero antes ocurrieron muchos acontecimientos que pusieron el pueblo patas arriba y que terminarían para siempre con su tranquilo aburrimiento “antestral” como dice usted.

 -Ancestral, Horti, ancestral. Haces bien en utilizar las palabras que nos regala el diccionario para describir lo mejor posible la realidad y ciertamente que la historia que me estás contando parece una típica leyenda ancestral. Sino la hubieras vivido y presenciado con tus ojos hasta juraría que es uno de esos cuentos de abuelas que corren por la comarca.

 -Puede estar seguro, señorito, de que todo lo que le estoy contando es verdad, aunque dada la tierna edad a la que presencié estos acontecimientos es posible que la imaginación, tan acendrada a estas edades, pueda haberme hecho dar algún que otro ligero traspiés. Lo que otros me contaron se lo cuento con la apostilla de que eran rumores y cotilleos. En cuanto a la esencia misma de la tragedia usted podrá conocerla si visita la casa donde ocurrió, a la entrada del valle del que ya le hablara.

-Perdona, Horti, ¿pero de verdad, de verdad, que nunca llegó a saberse si Julita estaba embarazada?

 -¿Tanto le importa eso, señorito?

 -No es que sea un morboso, entiéndeme, pero la historia cobraría otro sentido si Julita hubiera estado embarazada.

 -¡Si usted lo dice! Pues no, nunca se supo a ciencia cierta. Tal vez el único que podría haber dicho algo fue Sisebuto, pero ahora está muerto, y entonces aunque estuvo vivo se quedó más mudo que un difunto. A nadie se le ocurrió contar las palabras que dijo a lo largo de su vida, pero no debieron ser muchas.

 -¿Y ningún historiador averiguó en los registros civiles la posibilidad de que se registrara un recién nacido con los apellidos de Julita?

 -¡Historiador! ¡Qué cosas tiene el señorito! El único que se ocupó luego de la historia fue “”El Caso”, aquel periodicucho que se leía mucho en el pueblo para saber los crímenes que se cometían en otros lugares.

 -¿Tú lo leías?

 -Pues sí, a veces. Debe ser “morboza” como usted dice.

-Morbosa, Horti, morbosa.

 -Usted se entienda con sus palabras. Sí, a veces llegué a echarle un vistazo y se me pusieron los pelos de punta de la brutalidad que hay en el mundo. Claro que entonces ya conocía la tragedia ocurrida en el pueblo y pensé en aquello de que “ en todas partes cuecen habas…” De niña lo único que llegué a leer fueron las letras de los comercios y ello con dificultad. No tuve su suerte, señorito, apenas pisé la escuela. Me necesitaban en casa, para hacer la comida, mientras la familia trabajaba en el campo… El campo es algo muy, muy duro, señorito. Pero usted nunca lo sabrá. Tuvo mucha suerte.Con los años aprendí a leer mejor, por mi cuenta, pero aún así me costaba leer “El Caso”.

 -Después de todo fue una suerte que te hicieran cocinar desde niña. Así te hiciste una cocinera tan buena. Hortensia de mi vida.

 -Suerte para usted, que puede pagarme. Para mí no lo fue tanto. Hubiera preferido ir a la escuela y llegar a escribir algún día los libros que usted escribe. Haber tenido la posibilidad de hacerme rica y famosa y poder contratar a un cocinero como usted y abrirme de piernas a ver si picaba, aunque solo fuera por una propina. De todas formas le agradezco el cumplido. Nunca viene mal que a una le reconozcan el trabajo. Cocinar no es tan difícil cuando te gusta un buen plato y no comer de todo, como los burros. Como le decía, señorito, Sisebuto estuvo varios meses siguiendo el rastro de Julita y se rumoreó que incluso había contratado a un detective. Él tuvo que saberlo, seguro. Lástima que esté muerto, porque él es posible que se lo dijera. Lo que es Julita no se lo hubiera dicho viva y no creo que muerta pueda hacerlo, aunque quisiera, cosa que dudo.

 -¿Julita nunca trajo a un niño al pueblo, ni de visita?

 -No tuvo tiempo. ¡La pobrecita! Todo ocurrió demasiado deprisa. Cuando apareció por el pueblo nadie sabía aún que había comprado la casa del molino. Es cierto que se rumoreaba algo y preguntaron a los albañiles contratados, pero su respuesta no acabó de convencer a nadie. ¡Quién se podía imaginar que Julita regresaría al pueblo! El único que lo supo a ciencia cierta fue el tío Perido, el dueño, claro, pero éste no soltó prenda, porque la compradora le había amenazado con volverse atrás si alguien llegara a saberlo antes de que ella estuviese instalada en la casa. El tío Perico era más agarrado que una garrapata, lo que cogía no lo soltaba. Así que se volvió mudo de repente. ¡Por la cuenta que le traía! Se rumoreó que Julita había pagado un precio muy alto, mucho más de lo que el molino valía. Aquel viejo molino destartalado y aquella casa, que el tío Perico utilizaba como pajar, y de la que sólo se podrían salvar las paredes, de piedra como todas las casas en la comarca en aquel tiempo, no valía dos duros. Alguno del pueblo se los ofreció al tío Perico, pensando en reformarla, pero aquella garrapata juraba y perjuraba que no la vendería por menos de mil duros de la época. Así que Puede que Julita le pagara tres, cinco veces más. ¡Yo que sé! Nunca se supo por qué estaba tan interesada en regresar al pueblo y comprar precisamente aquella casa.

 -¿Y no pudo ser el lugar donde la violara Sisebuto?

 – Ahora que lo dice, señorito, “pué” que tenga razón. No había caído en ello. Lo cierto, y como le decía, fue que Julita llegó al pueblo y se armó la marimorena. ¡Menudo revuelo!  

UN ESCRITOR FRUSTRADO XVIII


CAPÍTULO IV CONTINUACIÓN

 Como pudo se levantó y regresó al sofá, ahora un poco menos bamboleante que antes, tal vez porque el frío le había despejado un poco. Ni siquiera miró a Hortensia que no se había molestado en tapar sus desnudeces; no porque aún conservara alguna esperanza de que aquel zopenco, borracho como una cuba, pudiera satisfacer sus anhelos más íntimos, que los seguía teniendo, sino porque lo mismo se hubiera podido desnudar completamente delante de sus narices, que ni se habría enterado. Algo bailaba en el cráneo del señorito, porque éste, tan pronto se hubo aposentado, preguntó a Hortensia:

-Oiga, Hortensia, ¿por casualidad no se habrá conservado aquel pasquín o alguna foto de la moza?

-Me temo que no, aunque tal vez mi padre haya guardado alguna foto de Julita. Tendré que mirar entre sus pertenencias que aún conservo en el desván.

-¿Aparecieron más fotos de Julita?

-Esa es otra. Como le dije los mozos no lograron ponerse de acuerdo, pero ocurrió algo del todo imprevisto. Y fue que Sisebuto acabó por bajar al pueblo y al enterarse de la novedad comenzó a dar vueltas alrededor de la casona como un perro en celo. Se enfrentó a la cuadrilla de mozos y acabó amenazándolos con la escopeta. Todos sabían lo bruto que era y nadie se atrevió a hacerle frente. Le dejaron que diera vueltas  por las noches alrededor de la casa de la moza como el mismo Satanás prendado de una mortal. Durante el día regresaba a la casa de su padre, para dormir. Éste le recibió, más creo yo por miedo que por otra cosa. Así estuvo una semana hasta que de pronto un día desapareció. Alguien comentó que le había visto tomar el autobús que venía al pueblo desde la capital, a días alternos. Todos supusieron que había decidido husmear el rastro de Julita.

-No hay mejor sabueso que un enamorado, puede seguir el rastro de su amada hasta el fin del mundo, siguiendo su perfume o el color de su pelo o…

-¿Cree usted, Hortensia, con la mano en el corazón, que aquella mala bestia podría estar enamorado de Julita?

-No me atrevo a pensar tal cosa, señorito, y más si fue cierto, como se rumoreaba, que llegó a violarla. Ningún violador está enamorado de la mujer que ha violado. Son malas bestias que pueden volverse locas por un coño, pero amar, lo que se dice amar, de eso son incapaces. Y perdone, señorito, que emplee expresiones tan fuertes, pero algunas palabras son imprescindibles, por su fuerza, para describir la vida tal como es y no como nos gustaría que fuera.

-Te perdono, Horti, te perdono.

Córcoles estaba tan borracho que se atrevió a emplear un diminutivo cariño que no había empleado hasta entonces, pero que tal vez hubiera estado rondando su subconsciente. Se levantó como pudo y sirvió en la copa de la mujer lo que restaba de la botella de aguardiente, que no era mucho.  Quiso llenar también su copa, pero no lo consiguió, a pesar de ponerla boca abaja durante un buen rato e incluso sacudirle el culo con fuertes palmadas.

-Bebe, Horti, bebe. Creo que lo vas a necesitar, porque la historia tiene todas las trazas de ir a terminar trágicamente. Antes permíteme que baje a la bodega y traiga algo más suave para mí. Necesito echar otro trago. Tengo la boca seca, como si hubiera tragado arena.

-Siéntese, señorito, y olvídese de beber más. Lo que usted se ha tragado es un barril de alcohol y no arena como dice. Si bebe un trago más se quedará dormido como un alcornoque y me dejará con la historia a medias.

Córcoles no hizo caso. Dio unos pasos tambaleándose como un esquife en mitad de la tormenta y cayó de bruces. Hortensia, como pudo, porque ella también estaba bastante “piripi”, lo arrastró hasta el sofá y logró izarlo como si fuera un saco de pienso. Allí lo dejó y se decidió a bajar a la bodega. Se hizo con una botella de anís, pensando que el idiota del señorito apenas notaría la diferencia y ella no podría seguir bebiendo algo más fuerte sin sufrir un soponcio. Córcoles estaba por emborracharla hasta que perdiera la consciencia. Si sus intenciones fueran “malas” o “buenas” según se mirase, e intentara alegrarla más de la cuenta para que luego no opusiera resistencia, ella lo habría dejado hacer, pero estaba claro que el señorito había perdido el tino por completo y seguiría bebiendo como una esponja y haciéndole beber a ella, solo porque no había nada mejor que hacer en aquella noche de lobos.

Hortensia oyó un aullido prolongado cuando subía las escaleras y el espanto hizo que trastabillara y cayera rodando escaleras abajo. Se levantó como pudo, muy magullada, alegrándose de que la botella no se hubiera roto y a juzgar porque aún era capaz de andar, tampoco su cadera.

Córcoles estaba roncando como una locomotora. El aullido lobuno se repitió, más cerca, y una ráfaga poderosa de viento golpeó contra la ventana, penetró por la puerta y a punto estuvo de apagar el fuego en la chimenea. Hortensia, maldiciendo del señorito y de la madre que lo había parido, se dirigió a la puerta y como no pudiera cerrarla, debido al montón de nieve acumulado, caminó renqueante hasta la cocina y allí se hizo con un paletón. Quitó trabajosamente la nieve y cerró la puerta con fuerza, temiendo a cada instante que algún lobo atrevido o hambriento se lanzara sobre ella. Como campesina que llevaba viviendo toda la vida en la comarca sabía muy bien que en raras ocasiones los lobos se atrevían a acercarse a las poblaciones o las casas, pero cuando el hambre aprieta y no hay nada que comer los lobos pierden el miedo. Había escuchado contar a su padre, muchos años atrás, la historia de un mozo del pueblo, el Aniceto, quien saliera una noche de nevada para visitar a una moza a la que andaba rondando. Fue atacado por un lobo y acabó con él a hachazos. Con un hacha pequeña que había metido en su cinturón por si las moscas.

No era algo corriente, ni mucho menos, lo de los lobos, porque los hombres de aquel pueblo eran conocidos por su brutalidad y en cierta ocasión el Sinforoso organizó una batida de caza para deshacerse de unos jabalíes que habían levantado uno de sus prados. Los que tenían escopetas, los menos, salieron con ellas y los que no tenían con hachas y horcas. Regresaron con media docena de ejemplares, algunos salvajemente troceados a hachazos. En aquel pueblo eran así de brutos.

Hortensia se rió entre dientes. Ya le había contado al señorito muchas de aquellas anécdotas, pero la de los jabalíes no, se le había pasado. Dejó la nieve acumulada en el recibidor, para que se fuera deshaciendo con el calor, ya limpiaría por la mañana, y hurgó en la lumbre, soplando en las brasas. Como no tuviera éxito buscó el fuelle y lo utilizó con denuedo hasta que salió una llamita. Entonces puso algunas ramitas secas y un par de troncos.

Se notaba el frío, aunque el señorito parecía tener mucho calor. Se había desabotonado la camisa, enseñando su pecho de lobito, porque apenas podían verse cuatro pelos y ni punto de comparación con el pecho robusto de su Pacorro. Hortensia suspiró. Aquella noche le hubiera venido bien el calor de su Pacorro, lo hubiera agradecido. ¿Dónde pararía aquel culo de mal asiento y con quién?

UN ESCRITOR FRUSTRADO XVII


Como pudo, Córcoles recuperó su posición, se disculpó, buscó acomodo y su mano se posó sobre el muslo de Hortensia con la ingenuidad con que se hubiera posado sobre la cabeza de un bebé. La mujer dejó de gemir, se colocó la bata como pudo y por lo bajo maldijo de aquel cabestro, que encontró la lucidez suficiente para repetir la pregunta.

-Si preñó a toda la que se le puso a mano, raro es que no le descerrajaran un tiro en alguna noche oscura o que lo denunciaran a  la guardia civil.

-¿A la guardia civil? Jaja. Usted no ha entendido de la misa a la media, señorito.

Hortensia  estaba muy enfadada con Córcoles y no precisamente por su pregunta. De buena gana le hubiera arreado un bofetón que lo habría tumbado cuan largo era. De haber estado segura de que su pajarito habría piado en cualquier circunstancia no se lo hubiera pensado dos veces. A bofetadas lo arrojaría al suelo, le quitaría los pantalones y se montaría a horcajadas sobre él. Lo estuvo pensando unos segundos mientras el hombre cerraba los ojos, a punto de quedarse dormido, pero decidió que semejante fantasía era más propia de las copitas de aguardiente que ya había trasegado que de la lógica real de la situación. No obstante aprovechó la ocasión y le arreó un fortísimo pescozón a Córcoles, quien despertó sobresaltado.

-¿Qué ocurre, por Dios, Hortensia, qué ocurre?

-Nada señorito, nada, que se ha quedado dormido en lo mejor de la historia.

-¿Por dónde íbamos?

-¿Ya no se acuerda? Me preguntó por qué nadie denunció a Sisebuto a los “civiles”.  Y yo me reí en su cara. Su padre tenía tan untado al sargento del puesto que su mujer iba a hacerse la permanente todas las semanas a la ciudad. ¿De qué cree que hubiera servido una denuncia? Y si hubiera pasado de allí el cacique tenía también untado al juez y a no sé cuántos más.  Era tan rico que podía permitírselo. Y en cuanto a que no le descerrajaran un tiro al bruto de su hijo ya se encargaba él de dar una buena dote a la preñada para que nadie sintiera siquiera la tentación de arrimarse a la escopeta.

El padre de Sisebuto soltaba la mosca pero luego se vengaba bien, ¡ya lo creo! Llegaba a escatimarle la comida y la mala bestia tenía que robar comida por las casas del pueblo para poder trabajar las doce o catorce horas a que le obligaba su progenitor sin desmayarse. Sisebuto tenía que morderse la lengua cada vez que su padre iba al campo, a verle trabajar, y escuchaba con paciencia las sumas que iba desgranando en voz alta, con el lapicero subrayando la vieja libreta.

-Por la preñez de menganita, tanto, su dote asciende a… Un regalito al sargento, que sube a… lo que sumado a la preñez de fulanita y zutanita y…, creo Sisebuto, más que bruto, que te estás quedando sin herencia. Te la estás comiendo en vida o mejor dicho, se la está comiendo ese maldito trozo de carne que llevas entre las piernas. Que un día te la voy a cortar, hijo, y vas a quedar más castrado que el toro de Ambrosio, que era tan rijoso como tú y su dueño se vio obligado a cortársela, porque lo que sacaba con los terneros lo perdía con las vacas que aquel animal destripaba.

Como comprenderá el señorito no se sabe quién de los dos era más bestia, si el uno o el otro. De no haber sido Sisebuto el único macho en la familia del cacique estoy por apostar que su padre ya hubiera ordenado a uno de sus matones que le abriera la cabeza, como al descuido, y lo enterrara en el monte. Para su desgracia solo tenía dos hijas y aquel cabestro que le estaba desbaratando la hacienda por la bragueta. Pero la herencia del primogénito era sagrada en aquellos tiempos y así uno iba restañando las heridas que el otro iba abriendo.

Era cuestión de tiempo que Sisebuto acabara violando a la mejor moza del pueblo, porque a nadie en su sano juicio se le hubiera ocurrido la posibilidad de que semejante belleza se acostara por su propio pie con semejante bestia parda. Julita no era bocado para aquel gañán. Por eso cuando un buen día desapareció todo el mundo sacó la misma conclusión: Sisebuto ha vuelto a hacer de las suyas. Espiaron a los padres de Julita pero nadie pudo apercibirse de un solo “rial” que se hubiera gastado de más. Se habló de que la dote de la moza estaba bajo algún colchón, pero lo cierto fue que nadie pudo jurar sobre la Biblia que en aquella ocasión ni la moza preñada ni sus padres hubieran exigido la consabida dote o que el padre de Sisebuto la hubiera negado por alguna razón. ¿Habría otra razón para que Julita se hubiera marchado sin decir adiós? Nadie creía que la hubiera. La moza estaba preñada y bien preñada, y el hecho de que nadie la hubiera visto con barriga solo significaba que ella era más lista que las demás. Y el hecho de que sus padres no se hubieran gastado parte de la dote en algo que todo el mundo hubiera podido ver, solo significaba que eran menos tontos que el resto.

Lo que terminó de convencer a todos de que Sisebuto había preñado a Julita no fueron pues estos signos evidentes sino otros, porque el bruto y la bestia también desapareció del pueblo durante una temporada. Nadie lo vio durante semanas hasta que el tío Juanito se lo encontró un anochecer en un bosque y se llevó tal susto que a poco muere del corazón. Juró y perjuró que era Sisebuto y no otro, ni un fantasma con su misma forma. Caminaba cabizbajo entre las hayas con su escopeta al hombro e iba hablando en voz alta, maldiciendo a todo lo que se podía maldecir. El tío Juanito juró y perjuró que le oyó hablar de Julita y de sus palabras dedujo que estaba tan enamorado de ella como un becerro de la única becerra que hubiera quedado en el mundo. Pero esto último ya fue menos creíble y todos lo achacaron al deseo que existía en el pueblo de cerciorarse de la preñez de la moza. Incluso se llegaron a ofrecer recompensas de unos cuantos duros a quien se hiciera con una prueba que fuera considerada aceptable por todos.

-¿Y fue verdad, Hortensia, de que Sisebuto la preñó o nunca llegó a saberse?

-Nunca se supo. Rumores, eso sí, hubo muchos y para todos los gustos. Que si había abortado en Madrid; que si había dado a luz y luego entregado el retoño a un matrimonio que no podía tener hijos; que si se había convertido en madre soltera y se dedicaba a la prostitución, en muchos lugares a la vez, porque cada rumor la situaba en un sitio… En fin, que cada uno dijo lo que le parecía. No creo que nadie la viera, al menos no presentaron pruebas y se contradecían a cada momento. Lo único seguro es que debió encontrar un buen trabajo, porque cada mes les enviaba una apreciable cantidad a sus padres. Se supo porque la mujer del cartero lo pregonó por todo el pueblo.

-¿Y nunca volvió?

-Por desgracia para ella. Mejor hubiera estado en cualquier parte, lejos de aquí. Pero la moza tenía demasiado carácter para esconderse y no dar la cara. Un día nos enteramos que alguien había comprado la casona del tío Ambrosio, a la entrada del valle. Ya le indicaré algún día, cuando le apetezca dar un paseo a caballo. Es una casa grande y sólida que el tío Ambrosio utilizaba como cuadra y pajar. Pronto aparecieron por el pueblo una cuadrilla de albañiles de una empresa que nadie conocía. Llegaron con un camión donde traían una hormigonera y todos los utensilios necesarios. La gente comenzó a hacerse preguntas y en los ratos libres se acercaban hasta la casona para ver cómo iban las obras y preguntar a los albañiles; que no sabían nada, limitándose a decir que preguntaran al jefe de la empresa… No hubo necesidad porque el tío Ambrosio, atosigado por todos, acabó por admitir que la nueva propietaria era Julita.

El escándalo que se armó fue morrocotudo. Lo menos fuerte que se dijo fue que la muy puta había conseguido el dinero traficando con su cuerpo. Las bromas que le gastaron a Sisebuto fueron tantas y tan gruesas que éste pilló la escopeta y desapareció en el momento quince días. Se oían disparos aquí y allá, pero nadie llegó a verle. Su padre estaba que bufaba y hasta habló a todo el que quiso escucharle de que Sisebuto ya no era su hijo y que pensaba desheredarle tan pronto tuviera ocasión de acercarse por la ciudad.

Un día Julita apareció por el pueblo, conduciendo un coche moderno. Por entonces nadie tenía otro vehículo que el tractor, ni siquiera el padre de Sisebuto. Además conducía ella, algo impensable, como lo fue que viniera embutida en unos vaqueros muy ajustados. El escándalo no fue por lo ajustado de los pantalones, sino porque los llevara. ¿Dónde se había visto que una mujer llevara pantalones?

Estaba más guapa que nunca. Y se lo digo de primera mano, señorito, porque yo la vi bajar del coche que estacionó en la plaza de la Iglesia para hacerse con unas mercaderías en la tienda de la tía Elvira. Peinada a la última moda, con zapatos de tacón y una blusa preciosa que traía desabrochada varios botones, lo que permitía ver el color de su sujetador y la parte superior de sus pechos. Sus andares eran los de una reina y su mirada parecía traspasar cráneos como la flecha de un indio. Su cuerpo había madurado, sus pechos pletóricos (eso convenció  a alguna comadre de que había dado a luz) y muy erguidos.

Era como una artista de cine, señorito. Los hombres se quedaron con la boca abierta, incapaces de decir nada, y las mujeres se los llevaron a rastras, para encerrarlos en casa. Había llegado la puta al pueblo y ninguna mujer decente estaría libre de que su marido o su novio no fueran a visitarla con un fajo de billetes en la cartera.

Un mozo, que había permanecido mudo hasta entonces, se atrevió a decir que la había visto en una revista en la capital de la provincia. Y enseñó un pasquín con su foto. Allí se anunciaba a la famosa vedette “Juliette L’amour” en letras grandes sobre la foto de una mujer que aparecía semidesnuda, vestida tan solo con un bañador que a todas las mujeres del pueblo les pareció escandaloso, y con más plumas que un avestruz, según comentó el graciosillo del pueblo.

El pasquín hizo furor, hasta el punto que al mozo se le ocurrió cobrar entrada por verlo en su casa. Cinco minutos, un duro. Lo increíble no fue que todos los hombres del pueblo pagaran religiosamente el exorbitante precio e incluso repitieran varias veces, sino que hasta las mujeres, picadas por la avispa venenosa de la curiosidad malsana, primero intentaron entrar con sus maridos o novios o hermanos por el mismo precio y luego, al no lograrlo, pelearon como bravas para que el precio se redujera para ellas hasta tres pesetas. 

Lo consiguieron y eso dio tema de conversación para mucho tiempo. Nadie dudaba ya de a qué profesión se había dedicado Julita. Un comité de mozos pidió audiencia al padre de Sisebuto, que seguía echado al monte, para pedirle un préstamo con el fin de que uno de ellos pudiera ir a investigar la vida y milagros de la única famosa del pueblo. Pelearon con ahínco para que les rebajara el desorbitante interés que pedía en todos sus préstamos aquel usurero, pero que si quieres arroz Catalina, “nanaina”.  Se mostró inflexible. Ni siquiera se mostró más contemporizador cuando le ofrecieron ir al cincuenta por ciento en la exhibición de los pasquines o fotos que encontraran. No hubo manera.

Al final nadie fue, pero no por el dinero, que aunque fuera a regañadientes todos hubieran apoquinado su parte, sino porque no se pusieron de acuerdo en quién sería el afortunado detective que seguiría las pistas de Julita. Ni siquiera aceptaron los sorteos que se hicieron, en el de las pajitas porque dijeron que había hecho trampa el mozo del pasquín, creo que se llamaba Almacio,  que fue el de la idea y el que sostuvo las pajitas en su mano, y en los otros por tres cuartos de los mismo. Los que no resultaban afortunados protestaban ruidosamente y se negaban a pagar un billete al supuesto tramposo.

Así estaban las cosas en el pueblo, señorito. Se hablaba mucho y se trabajaba poco. El cacique se frotaba las manos, porque si no pagaban los préstamos su fortuna aumentaría. Pero nadie pensaba en otra cosa que no fuera en el pasado de Julita y en lo que habría venido a hacer en este pueblo perdido de la mano de Dios. Los mozos iban a darle la cencerrada todas las noches a la pobre mujer. Mientras hubo albañiles en la casa, que dormían en el pajar que estaban reformando, la cosa no pasó a mayores, pero en cuanto las reformas terminaron y mientras llegaban o no los decoradores los mozos arreciaron en su acoso y noche hubo en que alguno, muy borracho y pasado de orujo hasta las cejas, intentó echar la puerta abajo. No logró su propósito porque la puerta era de primera, muy moderna y sólida. Aún así Julieta desapareció del pueblo una semana. Las comadres dijeron que por miedo y que no volvería, pero regresó y con un una escopeta reluciente colgada a la espalda. Cuando el sargento del puesto le pidió la documentación ella se la enseñó, muy ufana, y los “civiles” tuvieron  que respetar la ley como cualquiera, porque el permiso de armas de caza iba acompañado de una carta del gobernador provincial, dirigida al comandante de puesto de la guardia civil que correspondiera, haciendo saber que la susodicha había obtenido permiso para portar armas de caza y que reglamentariamente estaba en su perfecto derecho de cazar, como los demás, y de tener el arma en su casa.

Se dijo que el gobernador había sido su amante y de ahí lo estrambótico de la misiva. Nada se pudo comprobar, ni que eso era cierto, ni que había tenido un hijo, ni sus pasos por la senda del pecado, porque los mozos jamás llegaron a ponerse de acuerdo y nadie vino al pueblo que les sacara de dudas.

El interés de Córcoles por la historia fue “in crescendo” como lo demuestra el hecho de que dejara de manosear nerviosamente el muslo desnudo de Hortensia y comenzara a pellizcarse las mejillas y los brazos, intentando no quedarse dormido. Como no surtieran efectos los pellizcos le pidió a la narradora que hiciera un alto y con gran dificultad se arrastró hasta la puerta, que consiguió abrir con dificultad. Con sus manos tomó puñados de la nieve acumulada hasta el alfeizar de la ventana y se restregó con ella el rostro. Luego se desabotonó la camisa y resoplando como un fuelle se restregó también el pecho. Por si esto fuera poco dejó caer varios puñados sobre su cabeza y formando una bola compacta se la puso en lSus intentos de cerrar la puerta resultaron vanos, porque parte de la nieve había caído sobre el vestíbulo. En el esfuerzo resbaló y cayó de culo cuan largo era. No pudo ver cómo Hortensia  se reía histéricamente “por lo bajini”. De haberlo visto tal vez se hubiera hecho una idea aproximada del bufonesco espectáculo que estaba dando.

UN ESCRITOR FRUSTRADO XVI


Hortensia se arrimó en el sofá hasta que sus rodillas se tocaron. Hizo un gesto como dando a entender que su voz enronquecía y que tal vez el señorito no pudiera oírla desde la distancia que guardara hasta entonces. Córcoles puso con naturalidad su mano sobre la rodilla más cercana y la animó con un gesto.

  -Ya sabe el señorito cómo somos en los pueblos. Te despellejan vivo aunque te escondas bajo tierra. ¡Imagínese cómo la despellejaron a ella! Las mujeres, especialmente las casadas, temerosas por la felicidad de su matrimonio, hablaban de ella verdaderas barbaridades. Una decía que la había visto cierta noche, con aquellos ojitos que se comerían los gusanos, en la era, toda espatarrada bajo el corpachón del mozo más guapo del pueblo, aquel al que ellas también ansiaban, siguiendo sus pasos con miradas de loba. Otra anunciaba con voz apocalíptica que pronto su barriga comenzaría a crecer y crecer. Entonces no habría duda y la expulsarían del pueblo a escobazos. Se decía de todo, aunque nadie pudo probar nunca nada.

 Córcoles centró su mirada en el fuego, sin quitar la mano de la rodilla de Hortensia que acariciaba como al descuido. Intentaba imaginarse con toda viveza a la moza y recrear una escena en la que él era el mozo más guapo y buscaba sus muslos bajo la falda.

 -Todo lo que usted se imagine, es poco, señorito. Mientras ellas hablaban la moza tenía que espantar todos los días a los machos que la asediaban como moscones en agosto. Aún le sobraba tiempo para responder con lengua afilada a alguna comadre o a quien soltara algo ofensivo a su presencia. Aparecieron  algunas pintadas en las paredes de su casa. Yo pude ver unas cuantas. Una decía con letras muy grandes: ¡Vete del pueblo, so puta!

  ¿Pero dónde podría haber ido aquella pobrecilla? En aquel tiempo no había más trabajo para una mujer que el campo y la casa o atreverse a ir a servir a la ciudad y soportar la rijosidad de los señoritos de turno, con perdón, que eran todos unos pendones.

 Córcoles la perdonó de corazón mientras se atrevía a posar la mano un poco más arriba y apoyaba su nunca en el sofá, buscando un sostén para su borrachera, cada vez más evidente y más difícil de controlar.

 -Una mujer como ella habría sufrido el acoso hasta del abuelo de la casa. ¿Cómo iba a atreverse ella a dar un paso así? Así que aguantó carros y carretas. De vez en cuando recibía alguna paliza de su padre, quien le echaba a ella toda la culpa, por puta y por mala. Aquel bestia la zurraba la badana con tantas ganas que ella se pasaba temporaditas sin salir de casa y cuando lo hacía era renqueando y tapándose el rostro y los ojos con una gran pañoleta.

  Las comadres más desalmadas comentaban que después de cada paliza se iba a la era con unos cuantos mozos y les dejaba que hicieran con ella lo que quisieran. Con una vida tan desvergonzada era de esperar que antes o después ella apareciera con barriga. Era mentira, por supuesto, pero ninguna comadre quitaba ojo de aquella parte de su anatomía en cuanto ella aparecía por las calles del pueblo. Por desgracia sucedió…

 Antes de que ninguna de aquellas víboras pudiera notar crecer su barriga la chica desapareció. Hubo rumores de todo tipo. Se señaló con un dedo a un mozo con el que se decía que había estado en la era y todo el mundo intentó sonsacarle. El pobre chico no mintió para contentarles, dijo la verdad, ¡que ya le gustaría, ya! Pero que no se lo permitió.

 También se dijo que Sisebuto, el hijo del cacique del pueblo, la había violado. El tiempo daría la razón sobre esta posibilidad en la que pocos habían pensado, por miedo a su padre, claro, puesto que el bruto de su hijo, un mozo alto como un chopo y tan fuerte como Sansón había dejado preñadas a la flor y nata del pueblo.

  Ella era demasiado lista para dejarse embarazar, comentaría el médico del pueblo uniéndose al comadreo general. Pero que hubiera sido violada… eso lo explicaría todo. Y así quedó la cosa de momento.

Como usted sabe, señorito, en aquellos tiempos existían caciques en todos los pueblos de la comarca y de España. El nuestro no iba a ser una excepción.

Poseía las mejores fincas del pueblo y casi diría que de la comarca, mucho ganado y se decía que prestaba dinero con usura. Cuando no podían pagarle se quedaba con sus tierras, apresurándose a llevarles ante el notario y firmar lo que hubiera que firmar, que no sé muy bien de trámites legales. Era rico, avaro y un mal nacido. Trataba a su hijo peor que a cualquier mozo de cuadra. Le obligaba a trabajar de sol a sol hasta deslomarle y le negaba hasta los menores caprichos, como una merendola con sus amigotes, aplazando siempre la recompensa para el día en el que al fin pudiera recibir la herencia que tanto se merecía.

Sisebuto era un mozo muy fuerte y más bruto que un arado, en frase hecha y muy utilizada en aquel tiempo. En la escuela, desde niño, no cesaban de insultarle con aquella frase que debió inventar un idiota pero que luego copiaron hasta los listos. “Sisebuto, so bruto”. Así le llamaban todos y con el mote se quedó. De joven era un hombre muy cerrado, apenas pronunciaba palabra y siempre le veíamos malhumorado. Muy cabrón en el trato con los vecinos del pueblo, solo las buenas mozas lograban que se le desarrugara el ceño, aunque fuera por unos segundos. Todo el mundo le odiaba y él respondía a sus miradas, gestos o palabras tramando terribles venganzas que llevaba a cabo cuando podía hacerlo y nadie se lo esperaba ya.

 Durante un tiempo se dedicó a perseguir a las mozas del pueblo, como un mastín rijoso, en época de celo, que ha olvidado ladrar y meter miedo. Era tan bruto piropeando a las mozas como rompiendo las narices de los mozos. Todas le rechazaban, al menos en público y de cara a la galería. Todas decían entre ellas que antes se dejarían montar por el toro semental que acababa de comprar el padre de Sisebuto y cuyos servicios cobraba en oro molido (un toro enorme, mal encarado, de terribles cuernos y muy agresivo, que montaba a las vacas con tal fiereza que luego todas tenían que ser remendadas por el veterinario  y alguna hasta acabó reventando) que dejar que Sisebuto pusiera su instrumento entre sus muslos. ¡Qué asco! Decían todas, pero yo pude sorprender alguna vez en sus miradas que bien podría ser un asco muy rico si la ocasión se presentaba.

 Señorito, yo en aquellos tiempos apenas era una mozuela a la que dejaban ir a la escuela porque no hacía gran labor en los campos, no sabía nada de nada y era tontísima en estas cuestiones, pero le aseguro que se me quedaron clavadas aquellas miradas de las mozas del pueblo mientras hablaban de Sisebuto y cuando años más tarde supe lo que toda mujer debe saber alguna vez comprendí muy bien que más de una y más de dos estaban loquitas porque aquel toro malhumorado les pusiera la colita (creo que todas pensaban más bien en una “colaza” como la del toro de su padre) entre las piernas y se la metiera hasta la empuñadura.

  Estoy segura de que algunas cedieron a escondidas sin ninguna contrapartida por parte de Sisebuto; otras debieron hacerse las tontas e imaginar que se creían sus promesas de matrimonio y seguro, seguro, que alguna que otra fue violada. Era tan bruto que nunca debió tomar la menor precaución, ni esperar los momentos más adecuados para no dejarlas embarazadas. Muchas quedaron en cinta y su padre se las vio y se las deseó para arreglar los desaguisados de su hijo con dinero. Como no podía matrimoniarlo sin una buena dote, iba retrasando ese momento todo lo que podía. Seguro que muchos embarazos le salieron baratos, porque todos le temían en el pueblo y nadie hubiera osado denunciarlo a la guardia civil, que tenía comprada, según era voz pópuli.

 Cuando una moza desaparecía del pueblo una temporada se comentaba que había quedado preñada del toro de Sisebuto y la habrían mandado a la ciudad, para desprenderse del bulto. Allí lo darían en adopción, lo dejarían en un orfanato o incluso puede que utilizaran los servicios de alguna matrona para desprenderse del feto, porque regresaban antes de que se cumplieran las cuentas.

Sisebuto era deslomado por el padre a cintazos, vergajazos e incluso a patadas y puñetazos. La desaparición de la moza coincidía con unos días en los que nadie veía al joven trabajando en el campo o por el pueblo y cuando regresaba a la actividad habitual solía intentar esconder algún ojo morado o cicatriz en la cara. Durante un tiempo se le veía poco, aún menos que de costumbre, y cuando se encontraba con alguien bajaba la vista hasta las alpargatas y no respondía a los saludos ni las bromas.

Pero esto no duraba mucho, pronto se le pasaba el miedo y volvía a las andadas. Escuchaba con orgullo los comentarios sobre su verga saltarina y las barrigas que se iban produciendo y se creía el macho más macho del universo. Creo que fue ese orgullo estúpido lo que le llevó a pensar que ninguna moza en su sano juicio le negaría sus favores, terminando por violar a cuanta se oponía a sus deseos.

-¿Cómo es que Sisebuto no acabó en chirona, Hortensia?

Córcoles medio borracho, aunque con la mente muy centrada en la historia, alargó el brazo para servirle una copita de aguardiente a la narradora, a ver si se le aclaraba un poco la garganta. Hortensia cada vez tenía la voz más ronca, debido al agua de fuego, que hubieran dicho los indios, y al largo rato que llevaba hablando sin parar. Eso al menos pensaba Córcoles que ni siquiera se había apercibido de que su ama de llaves estaba pegada a su figura, costado con costado, y él, de forma totalmente inconsciente, no había dejado en ningún momento de subir con su mano derecha muslo arriba, para dejarse resbalar cuando la historia perdía su intensidad erótica y subir de nuevo, en una caricia larga, cuando Hortensia se refería a la fermosa doncella mitológica de su cuento. De haber estado menos borracho y más lujurioso no se le hubiera pasado el detalle de la ronquera de Hortensia.  Puede que el aguardiente influyera, pero sin duda lo que más la enronquecía era el deseo que desde el trozo de muslo que Córcoles acariciaba se extendía hacia arriba, buscando su sexo, que no por ser de mujer madura estaba menos dispuesto a encenderse, y desde allí, en oleadas de calor se expandía por todo su cuerpo en un oleaje irregular pero de una intensidad tal que la buena mujer sudaba por la frente y por otros poros más escondidos.

Córcoles estuvo a punto de caer de bruces. Se lo impidió la mano de Hortensia, siempre atenta, que logró sujetarle a tiempo. Con harta dificultad llenó la copita de su acompañante, hasta el borde y un poco más allá, y la suya, que rebosó hasta que la buena mujer sujetó su brazo para que no siguiera desperdiciando el líquido sagrado. Esto hizo que el hombre perdiera el equilibrio totalmente y cayera sobre la mujer, mojando sus pechos con aguardiante y echándole tal peste sobre la nariz que Hortensia hubiera vomitado de no estar ya tan contenta, que hasta su fino olfato se había atenuado.

Córcoles logró dejar la botella en el suelo e intentó limpiar la mancha en la bata de Hortensia y hasta secar sus pechos. La mujer se dejó hacer sin poner el menor reparo, tal vez pensando que la borrachera del hombre había alcanzado tales extremos que llegaría a violarla, si ella ayudaba un poco, sin ser consciente de lo que hacía. Hortensia gemía con voz ronca y con sus manos ayudaba a la bata a resbalar un poco, dejando sus dos pechos al aire, y sus muslos se tensaron aguardando la acometida del macho… que no llegó.

UN ESCRITOR FRUSTRADO XV


Con certeza ella se habría planteado ponerle los cuernos a su Pacorro del alma. ¿Por qué no lo había hecho? Tal vez porque no encontrara sustituto de su gusto. ¿Y si lo había hecho? Córcoles lo dudaba pero no podía dar por sentado que ella le contara toda la verdad. Una mujer como ella no se sinceraría del todo ni con el señorito de sus entrañas. ¿Se había acostado con algún otro a lo largo de su vida?

Córcoles sacó un pitillo y lo encendió. Aspiró el humo con fruición. La idea le estaba poniendo nervioso. Tendría que preguntárselo en la próxima ocasión o en cualquier otra, cuando a ella se le pasara el enfado y estuviera más receptiva. Imaginó toda clase de situaciones en las que Hortensia se dejaba querer por algún hombre del pueblo. Poco a poco se iba poniendo cachondo. De nuevo se llamó idiota por haber desaprovechado aquella ocasión.

Su fantasía se regodeó en todo tipo de pensamientos y situaciones por las que atravesaría una mujer como Hortensia, obligada al celibato por las circunstancias y sin duda poseedora de una naturaleza fogosa y apasionada. ¿Cómo sería ella de joven? Nunca había visto una foto suya de sus años juveniles. Tendría que pedírsela, en una circunstancia muy propicia, claro. ¿Cómo estaría aquella joven desnuda, revolviéndose en el lecho, aferrada a la almohada, imaginando que un joven príncipe la estaba poseyendo? Para comérsela, por supuesto.

Desde luego no era la misma mujer que aquella noche se sentó a su lado en el sofá, mucho más cerca de él de lo que estuvo nunca en otra ocasión. Se había ajustado con pulcritud la bata y extendía la tela sobre sus rodillas, buscando la fórmula de que no resbalara de allí. Córcoles sirvió una copita de orujo y se la entregó con una reverencia. Se sentó a su lado, chupó del puro, echó el humo hacia el techo, bebió un buen trago y satisfecho de lo a gusto que se encontraba se volvió hacia ella.

-Bueno, Hortensia, estoy ansioso por conocer esa historia del fantasma.

Ella le miró con ojos tristes, picoteó el orujo y se dispuso a iniciar lo que para Córcoles prometía ser un cuento muy interesante y que para ella, a juzgar por el tono serio con el que comenzó, una historia real, tan dramática como la vida misma.

Su lenguaje, no por coloquial era menos intenso y narrativamente fluido y complejo. Córcoles se quedó sorprendido de las dotes de cuentista de Hortensia. Pensó que tal vez en la zona se acostumbraba a contar largas historias en las noches de invierno. Aunque conociendo a la mujer dudaba mucho de que ella hubiera sido invitada a otras casas y contado allí sus historias.  En los duros inviernos todo es posible. ¿O se las contaba a ella misma en las noches solitarias?

 A Córcoles le resultaba muy difícil remedar el estilo y el tono de Hortensia. Se centró en las escenas que ella le contara, intentando verlas con la intensidad y viveza con que las viera aquella noche, frente al fuego, donde crepitaban los troncos que la mujer colocara con tanta destreza al encenderlo aquella tarde.

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Ella era una niña (algo así debió de decir).Yo era una niña cuando ocurrió todo ( eso estaba mejor).  Pero recuerdo muy bien lo sucedido. Mientras yo jugaba con una muñeca de madera que me hizo mi padre durante el invierno, para entretenerse, una mujer de carne y hueso, una moza muy garrida y muy hermosa según decían, aunque a mí no me lo parecía tanto, traía de culo a todos los hombres del pueblo. Era muy suelta de lengua y le gustaba provocar a los hombres y burlarse de ellos. No hubiera necesitado hacerlo, porque su cuerpo ya les provocaba bastante sin necesidad de palabras o de gestos.

Según le oí decir a mi padre era una mujer que no hubiera pasado desapercibida nunca para ningún hombre, allí en el pueblo o en la ciudad, en España o en el extranjero, aunque caminara con el recato de una monjita y ella no era precisamente una monjita. Creo que mi padre también estaba afectado, o por lo menos mi madre se lo recriminaba de vez en cuando, más veces de lo que hubiera sido bueno para una tranquila vida familiar. Entonces él lo negaba agriamente, salía al campo y tardaba en regresar por la noche. Mi madre se lamentaba en voz alta de que también él estuviera embrujado por los encantos de la diablesa. La maldecía y ponía a mi padre de ajo-perejil. Ahora estará tras el culo de esa malnacida. Como me ponga los cuernos juro que lo mato, lo juro.

Al darse cuenta de que yo estaba presente se callaba. O tal vez lo hiciera al ser consciente de que su marido estaría a la cola de los hombres con los que ella aceptaría acostarse. Antes se la pasarían por la piedra los mozos más jóvenes y guapos del pueblo. Estas expresiones llegué a escuchárselas con el tiempo. Cada vez hablaba más tiempo sola, y yo la espiaba temiendo que la locura pudiera sorprenderla en cualquier momento.

En aquellos tiempos una mujer que se dirigiera a un hombre que no fuera el suyo sin la presencia de testigos era calificada de “puta” de inmediato. ¿Se imagina usted, señorito, cómo la llamaban a ella en el pueblo? De todo. Palabras que a la niña que yo era la hacían mucho daño.

Córcoles se lo imaginaba todo mientras apuraba un vaso tras otro. La cabeza le daba vueltas pensando en aquella moza y los ojos le brillaban cada vez que miraba hacia las rodillas de Hortensia, con intensidad lujuriosa de borracho. La mujer al principio sostuvo la bata sobre sus rodillas con la ayuda de sus manos apoyadas en ellas, pero conforme las miradas del señorito se hicieron más frecuentes y lúbricas ella fue dejando que las manos resbalaran y la bata se abriera.  Apuró la copa de un trago y le pidió a Córcoles que se la llenara. Un hombre menos borracho que él se hubiera dado cuenta de que la mujer estaba dispuesta a todo lo que le permitiera la desvergüenza que pensaba le proporcionaría el orujo. Hasta llegó a rascarse junto a los pechos, aprovechando para abrir la bata y bajar un poco el salto de cama.

El hombre debió observar aquel gesto entre brumas, porque ahora, cuando intentaba recordar cada detalle aquel le parecía de su invención. A pesar de que el salón apenas había calentado lo suficiente para hacerse habitable Córcoles sintió una oleada de calor por todo su cuerpo. Se levantó y le dijo a Hortensia que iba a ver si continuaba nevando. Abrió la puerta. La nieve caía en copos blandos. El jardín ya tendría cerca de un metro de nieve. La luz de la bombilla sobre la puerta era mortecina. Córcoles aguzó la vista buscando huellas en la mancha grisácea. Desde hacía un rato los aullidos de lobos se habían hecho más frecuentes y atemorizantes. Pensó que no le vendría mal una escopeta, aunque tal vez pudiera defenderse bastante bien con el hacha.

Se refrescó el cuello con un puñado de nieve que tomó del suelo, cerró la puerta y regresó al lado de Hortensia. Antes de sentarse le pidió permiso para descamisarse. Se quitó la zamarra, luego la chaqueta y finalmente abrió los primeros botones de la camisa. Al mirar a la mujer observó que ella no quitaba la vista de su pecho un poco peludo y muy viril. Antes de sentarse se sirvió otro vasito de vino y otra copita a Hortensia que parecía estar bebiéndoselas de un trago, como los cosacos. Los ojos le brillaban y ahora también los muslos debido a los reflejos del fuego. Había aprovechado la ausencia de Córcoles para descamisarse un poco también ella.

El hombre la miró intentando ver en ella a la moza garrida de la que estaba hablando, pero no lo consiguió.

-Siga Hortensia, siga. Está muy interesante.

UN ESCRITOR FRUSTRADO XIV


 Había dado buena cuenta de una botella de tinto y estaba a punto de buscar otra cuando la puerta del salón se abrió y pudo ver, asombrado, cómo desde la puerta le hablaba un fantasma con la bata de Nely sobre sus hombros y la sempiterna pañoleta sobre su cabeza. Córcoles recordó cómo su esposa quiso dormir en la casa el mismo día que firmaron la escritura notarial. Al día siguiente ella salió de estampida porque durante la noche escuchó ruidos extraños que achacó a fantasmas. De nada valieron las explicaciones de Córcoles sobre ratones haciendo agujeros en las vigas. Le cedió el coche y a Sebastián para regresar a Madrid. Él contrató a un hombre del pueblo que poseía una camioneta para el transporte y de esta guisa llegaron a los aledaños de la ciudad, donde él pidió que le dejara y tomó un taxi en la primera parada que encontró. Lo destartalado del vehículo le avergonzó y no quiso que le vieran de esta guisa por las calles, como un paleto cualquiera. El hombre ni se inmutó ante su decisión y a punto estuvo de besarle la mano cuando añadió una sustanciosa propina a lo acordado.

 Decidió alojarse en el mejor hotel, comer sin prisas y comprar libretas y cuadernillos, por si la musa decidía asomar su cabecita. Con esa disculpa pasaría algunos días en la ciudad, viendo el percal femenino que transitaba por sus calles. No le vendría mal echarse una amante para las temporadas que pasara en la casa del pueblo. Estaba claro que Nelly no volvería por su propio gusto.

La casualidad le puso a tiro a una joven y opulenta dependienta que aceptó encantada su invitación a cenar. Él, a su vez, aceptó aún más encantado su invitación a tomar una copa en su piso y así dio comienzo a su historia, una de tantas para Córcoles.

Con las prisas Nely se había olvidado la bata y algunas cosillas más. No las echó de menos y allí quedaron. Ahora Hortensia se la había echado sobre los hombros y cerrado con el cinturón. Aún así Córcoles pudo ver la puntilla de un camisón que le pareció demasiado corto y moderno para los supuestos gustos de la mujer. Tal vez se tratara del salto de cama de su noche de bodas, pero no se atrevió a preguntárselo. Fue ella la que habló primero.

  -Si al señorito no le importa me gustaría cenar algo. Me duele la cabeza y puede que sea debilidad. No comí mucho con el nerviosismo de la nevada y ya es más que hora de llenar la barriga.

  Córcoles la invitó a sentarse a la mesa y a compartir lo que quedaba de la tortilla y el embutido y un vaso de vino de una nueva botella que trajo de la alacena. Hortensia comió moviéndose con mucho descuido, en un movimiento brusco para servirse un segundo vaso de vino la bata se abrió, el camisón o lo que fuera subió más de la cuenta y el hombre pudo ver parte de sus muslos. Semejante descuido, impropio de su carácter, lo achacó a ese nerviosismo, casi histérico, de que suelen hacer gala algunas mujeres con mentalidad puritana cuando se ven obligadas a dormir bajo el mismo techo que un hombre desconocido.

Córcoles cenó con mucho apetito, sin dejar por ello de echar alguna ojeada a los muslos de Hortensia que ésta no se molestaba lo más mínimo en esconder colocando la bata en su sitio. Ella no parecía tener tanto apetito como le había dicho. Picoteaba un poco, bebía un trago de vino y le miraba con los ojillos brillantes. Cuando el hombre le servía otro vaso y la animaba a beber ella bajaba la mirada y escondía el rostro, como si le diera vergüenza que él la viera en un momento desinhibido, fuera de control.

Córcoles recordó que en aquel momento se le pasó por la cabeza la idea de que en realidad Hortensia no era tan mayor como había pensado, ni tampoco tan fea o tan poco deseable como imaginara al verla vestida como una abuelita. Fue una idea fugaz y enseguida desechada, pero ahora rememorando la escena con frialdad y a la nueva luz del extraño sueño que aún recordaba en parte, especialmente la escena en la que ella se arremangaba y con sus muslos al descubierto cabalgaba sobre él, se planteó por primera vez si Hortensia no sentiría algo por él, si tal vez le deseara como una mujer desea a un hombre. Su fijación maternal hacia el señorito le resultaba perfectamente natural, no así aquella nueva posibilidad que se acababa de instalar en su mente. Puede que se estuviera engañando, que el sueño no fuera otra cosa que una rememoración onírica de aquella noche en la que él miró sus muslos y sintió un cosquilleo en los bajos muy extraño.

Entonces lo achacó al efecto del vino. Cuando la mujer se hizo presente en la puerta, con el salto de cama bajo la bata de Nely, Córcoles ya estaba a punto de terminar la primera botella. Recordó que en su cabeza se estaba desplegando la típica neblina de la borrachera y que en la euforia del primer contacto del alcohol con sus neuronas hasta pensó durante unos segundos en la posibilidad de seducirla. Una ocasión mejor nunca se le presentaría. Cualquier mujer era preferible a una noche fría y solitaria, dando vueltas y pensando en mil ideas tontas. La descartó, no porque le pareciera indecente ni por miedo su rechazo escandalizado y violento, lo hizo porque no se imaginaba que el cuerpo de Hortensia le siguiera pareciendo apetecible una vez desnuda en su lecho y pasados los mejores efectos de la borrachera.

No había vuelto a pensar en ello hasta aquel momento. Le vinieron a la cabeza algunos detalles chocantes. No era solo el aparente descuido por ocultar sus encantos, ¿cómo es que llevaba aquel camisón o salto de cama o como se llamara, seguramente el de su noche de bodas, a juzgar por su calidad y por su discreto atrevimiento? ¿Acaso se lo había puesto bajo la ropa habitual para ir a visitarle? Si era así, sin duda su pícara mente estuvo maquinando cositas. Y si lo había llevado escondido en su hatillo aún le parecía más grave.  Otro detalle más. ¿Cómo podía saber lo de la nevada y que tendría la posibilidad de quedarse a solas con él en la casa?

Recordó el comentario. Ella le había dicho que la radio anunciaba una fuerte nevada para aquel día. ¿Lo tenía todo previsto? No, imposible, Hortensia no era así. Pero… ¿y si lo fuera? ¿A qué venía el extraño nerviosismo de que hiciera gala durante todo el día? ¿Y la falta de recato, algo en extremo sorprendente en aquella mujer? ¿Porqué su interés en hablar del atractivo de Córcoles para las mujeres y de su fama de seductor? ¿A qué venían sus confidencias acerca de lo abandonada que le tenía su Pacorro?  Con el tiempo le contaría cosas muy íntimas de su vida matrimonial, como lo ocurrido durante la noche de bodas y su terrible venganza, pero entonces apenas se conocían.

Y aquella frase, ¿cómo era?, “toda mujer tiene sus necesidades, hasta una vieja como yo”. Él estuvo galante, siempre lo era con las mujeres, de cualquier edad y condición, y más si la euforia del vino alteraba su conciencia habitual. ¿Qué le había dicho? Sí, que seguía siendo una mujer deseable y no era descartable que con el tiempo se echaría un buen amante con el que dar en los cuernos al bueno de Pacorro.

A Hortensia le entró una risa histérica que intentó calmar con un trago de vino. Éste le fue por mal sitio y Córcoles se vio obligado a levantarse y darle unas buenas palmaditas en la espalda. A la mujer se le cayó un cubierto y al ir a recogerlo adoptó una postura tan forzada que él pudo contemplar a sabor lo más alto de los muslos, y juraría que hasta la puntillita de las bragas.

Cuando se calmó quiso continuar con el tema, a pesar del desagrado del hombre, y le obligó a jurarle que lo que le acababa de decir era verdad. No se contentó con el juramento, quiso saber si era lo suficientemente deseable para que un conquistador como él intentara llevarla al lecho. Córcoles rió con ganas y dijo que sí, que por supuesto, especialmente en una noche tan fría, con la nieve manando sin cenar en la oscuridad, allá, afuera, y los lobos acechando para comerse el trasero de quien se atreviera a asomarlo.

Casi se troncha de la risa. Hortensía insistió en saber si se estaba burlando de ella. Fue entonces cuando se levantó y la besó con ganas. Fue un beso salvaje que duró muy poco, lo que tardó en atenuarse la euforia alcohólica. Pero a la mujer debió bastarle porque no dijo nada más sobre el tema. Se sirvió el culo de la botella y lo apuró de un trago. Sus mejillas se tiñeron de carmín. Tal vez para disimularlo fue por lo que le habló del fantasma.

-¿Sabía el señorito que en la casa que hay a la entrada del valle del Silencio se comenta que vive un fantasma?

-Cómo, ¿un fantasma en este pueblo? Cuente Hortensia, cuente, pero antes, si no le importa me gustaría empezar otra botellita de vino y tal vez tomarme unas copitas de aguardiente con este puro, si a usted no le importa.

A Hortensia no le importaba nada, ni siquiera le hubiera importado que el señorito se arrojara sobre ella y la violara allí, sobre la alfombra, como había visto en alguna película, en la ciudad a donde la llevara su Pacorro para hacerse perdonar algo. Su Pacorro siempre estaba haciéndose perdonar algo. Pero para su desgracia el señorito solo estaba de chunga. Lo supo cuando al volver con las dos botellas y dos copitas para el orujo observó cómo encendía el puro con una ramita que había sacado de la chimenea, cómo le daba unas cuantas chupadas, echaba circulitos al aire y su mente se perdía en ellos, como si pensara en otras cosas, en otros circulitos femeninos más atractivos que el suyo.

Colocó las botellas y las copitas en una mesita, delante del sofá. Trajo los dos vasos de vino en los que ambos bebieran durante la cena y se disculpó por el descuido con el que iba vestida. Era imperdonable pero el terror de permanecer sola en su cuarto le impidió concentrarse en su vestimenta. Y ahora, con el permiso del señorito, recogería la mesa. Luego le contaría la historia del fantasma. Mientras tanto él podía acomodarse, beber un poco y fumar. Ella estaría a su lado enseguidita.

El momento mágico había pasado y Hortensia nunca se lo perdonaría. Córcoles ni siquiera era consciente de lo cerca que estuvo de acostarse con su criada. Ahora, allí sentado sobre la hierba, con Fogoso ramoneando cerca, mientras el sol se ocultaba definitivamente y caían las primeras capas livianas de la noche, se llamó idiota. ¿Cómo era posible que tanta evidencia se le hubiera pasado sin al menos una mínima reflexión? Un conquistador como él no podía permitirse aquellos fallos. Hasta una mujer como Hortensia  podía llegar a ser deseable en una noche como aquella. Una noche fría y solitaria, con el viento ululando fuera y algún que otro aullido de lobo a lo lejos. En una noche como aquella Córcoles se hubiera acostado hasta con una bruja vieja y fea. Y Hortensia no lo era, al menos tendría que verla con otra ropa, más moderna, para hacerse una idea cabal.

Sin duda fue el vino, que remató el orujo. Debió de haber estado muy, pero que muy borracho, para no darse cuenta. No hubiera sido la perla más ostentosa de su collar de conquistas, pero sí al menos otra hoja de laurel en su corona de vencedor. Una mujer siempre era una mujer y un poco de sexo en una noche fría hubiera podido resultar inolvidable con el tiempo.
Mientras Hortensia se servía una copita de orujo –Córcoles  acababa de abrir la nueva botella de vino y se estaba sirviendo un trago- y se acomodaba a su lado en el sofá Córcoles detuvo la ensoñación y reflexionó sobre la escena. Estaba rectificando su primera opinión y obteniendo nuevas perspectivas sobre el tema. Sin duda la buena mujer estuvo pensando todo el tiempo en la posibilidad de que él la sedujera, de pasar la noche en su lecho. Eso lo explicaría todo. 

¿Qué vida sexual podría tener una mujer como ella?

Córcoles movió las piernas, un hormigueo molesto se estaba apoderando de ellas. Decidió levantarse y pasearse un poco. Al tiempo que lo hacía reflexionó sobre la novedosa posibilidad que se le acababa de ocurrir. Sí, qué tipo de sexualidad tendría una mujer como Hortensia.

Seguramente fue desvirgada en la noche de bodas, para a continuación enterarse de que su amado se estaba acostando con la criada en otro cuarto y haciendo tanto ruido que hasta un sordo se hubiera asustado. ¿Cómo reaccionaría una mujer a esa tristísima experiencia? Su Pacorro se dedicaba a perseguir mozas cuando la venganza de la esposa no le obligaba a darse un respiro. ¿Aceptaría Hortensia ser poseída por aquel rijoso y estúpido marido? Córcoles creía que no, tal vez alguna noche solitaria y angustiada, cuando él se le acercaba buscando el calor de su cuerpo ella no le rechazara, porque como había dicho en aquella ocasión “hasta una mujer vieja como yo tiene sus necesidades”. Entonces, al comienzo de su matrimonio, ella era una jovencita, sin duda atractiva y sin duda con muchas más necesidades de las que se atrevía a confesarse. Con el tiempo se acostumbraría. Córcoles pensaba que las mujeres se acostumbran mejor que los hombres a la falta de sexo, aunque tal vez estuviera equivocado, al fin y al cabo qué sabía él de las mujeres.

UN ESCRITOR FRUSTRADO XII


>En el puticlub permanece un tiempo. Es atendido por un médico de confianza. La madame le propone ser acompañado por una de sus pupilas, la puta que el detective utiliza habitualmente. Se harán pasar por un matrimonio en viaje turístico.

>El detective cojea. En el aeropuerto es apuñalado y salva la vida gracias a los buenos oficios del chulo que les acompaña.

>Le esconden en una casa de campo. La puta se queda con él. Se cambia el plan de salir por avión y se intenta que un carguero que va a Brasil lo acepte como polizonte. No hay suerte. Tiene que viajar a Inglaterra y allí embarcar en un crucero al Caribe. La puta lo acompaña.

>En un puerto gallego su coche explota cuando él lo acaba de abandonar. Se plantea si los terroristas no estarán también detrás de él. El pánico a estas alturas ya es incontrolable.

>Comienza la odisea de su huida. Se vuelve paranoico, cree que todo el mundo lo persigue. Solo la puta conserva la calma. Piensa en pegarse un tiro.

PROBLEMAS SIN RESOLVER

>La historia de la cinta es esencial para el desarrollo narrativo. Tiene que parecer verosímil. Es esencial la documentación.

>Toda la historia de la extorsión terrorista es poco verosímil. Necesita una elaboración mejor.

>La posibilidad de que pueda salir del país con un maletín lleno de dinero, en plena crisis económica y sin demasiados problemas requiere más análisis y documentación.

>Es necesario trabajar más la psicología de algunos personajes. La conducta de la secretaria y de la esposa del empresario solo es verosímil si su psicología hace lógico su comportamiento.

Córcoles terminó las anotaciones en la libreta y se quedó pensativo. Se sentía cansado. Llevaba meses tras la historia y en apenas unos minutos la tenía completa en la pantalla de su mente. Eso era cierto. Aún así una sensación desagradable y muy intensa se iba apoderando de él. ¿No se habría metido en aguas pantanosas? Tal vez la trama fuera demasiado compleja para sus posibilidades. La obsesión por castigar a su personaje le había llevado hasta allí. Tal vez ese fuera el error, aunque le iba a resultar muy difícil imaginarse otra historia tan válida como ésta. El suspense necesitaba que los detalles ocultos de la trama fueran desvelados muy poco a poco. ¿Sabría hacerlo? Si no lo conseguía el lector dejaría de interesarse por lo que le estaba contando.

Decidió abandonar el trabajo. Cerró la libreta, colgó el bolígrafo de una página interior y guardó ambos en el bolsillo interior de su cazadora. El dolor de cabeza era ya brutal. Intentó levantarse. Las piernas se le habían quedado dormidas debido a la postura incómoda que había adoptado para escribir. Comenzó a frotar ambas piernas desde los muslos a los tobillos. El cuerpo le dolía como si acabara de recibir una paliza. La mejor decisión era montar a Fogoso y regresar a casa. No quiso hacerlo. Era una cuestión de orgullo personal o de testarudez, poco importaba porque no pensaba renunciar al plan que se había trazado.

Por fin logró ponerse en pie y comenzó a caminar por el prado hasta conseguir que las piernas le respondieran. Con la sensibilidad llegó el dolor. Sentía malestar en la espalda y dentro de su cráneo anidaba un pájaro carpintero que se alimentaba de neuronas, picoteando los trozos de dendritas que más suplicio podían producirle. Se arrastró por el prado como si fuera un viejo artrítico, solo le faltaba la cachaba en la que apoyarse. Por un momento se imaginó la vejez, el implacable deterioro del tiempo sobre su cuerpo. Las imágenes que le asaltaron le pusieron aún de peor humor. Las apartó a un lado. Observó la caída del sol sobre la cordillera. Como a todo urbanita, poco familiarizado con la naturaleza, a Córcoles le resultaba muy difícil hacerse una vaga idea de la hora sirviéndose tan solo de la posición del sol, de la sombra o de otros signos que los pastores serranos interpretaban a la perfección.

Dejándose llevar por un gesto instintivo clavó la mirada en su muñeca izquierda. Como ya sabía de antemano allí no estaba el reloj de pulsera. Se lo había quitado para dormir la siesta y con las prisas ni siquiera recordó que no lo llevaba encima. Tal vez quedara una hora de sol, tal vez menos. Era seguro que la vuelta desde el caserón encantado tendría que hacerla a oscuras.

Córcoles no era hombre imprudente y arriesgado. Amaba demasiado la vida, la única que le había sido otorgada generosamente, debido a un cúmulo de circunstancias fortuitas. Otros no tenían esa suerte, bien permanecían en el limbo de la nada porque su número no entraba en el bombo de la lotería o bien eran descartados por decisiones ajenas. La infinidad de seres vivos, de personalidades, que teóricamente podrían llegar a la vida estaban claramente limitadas por el tiempo –si la eternidad emparejaba con la infinitud, el tiempo iba estrechamente unido a lo finito y mortal- y por lo tanto solo unos pocos, elegidos de forma aleatoria por el azar, tendrían la fortuna inconmensurable de nacer algún día. La idea de una muchedumbre incontable haciendo cola ante la puerta de la vida, mientras un niñito espabilado que sería llamado Luis Domingos Córcoles, se colaba entre las piernas de los demás y veía la luz, le produjo una mezcla de hilaridad y de angustia existencial. ¿Tan frágil era en verdad la existencia humana?

 Su suerte había comenzado entonces y desde el primer vagido no hizo sino aumentar. Se consideraba un hombre nacido con buena estrella, acunado por la diosa Fortuna a sus espléndidos pechos, mimado por el azar, marcado en la frente por el ángel que cuida a los individuos elegidos para sobrevivir al exterminio de sus pueblos. Cada acontecimiento de su vida le había mostrado la certeza de su intuición, al menos eso creía él. De otra forma no podían explicarse el cúmulo de casualidades que le habían llevado hasta la cumbre mientras otros, con sus mismas características genéticas y defectos de carácter caían al hoyo para no volver a levantarse.

Excepto en el tema de las mujeres, donde a menudo el riesgo lo era todo –quien no se moja el culo no consigue peces- en todo lo demás acostumbraba a ser tan precavido y prudente que en algunas ocasiones rozaba la cobardía. Su convencimiento de que la suerte le acompañaba, allá a donde fuera, no era óbice para que cuidara su cuerpecito serrano, su vida, como a un bebé recién nacido. Mejor mirar donde se pisa para que las serpientes no puedan inocularte su veneno.

 En otra ocasión esa prudencia inveterada en su carácter le hubiera hecho retroceder, solo la compleja vinculación de un cúmulo de circunstancias que rara vez podían darse, estaban llevando su testarudez hasta el límite. La pesadilla inició la cuesta abajo, antes recibió el empujón de la actitud de Hortensia y antes incluso la conversación con Nely. La estúpida caída del caballo y sobre todo su incapacidad emocional para verse solo en la casa lo que restaba de tarde y toda la noche, remataban aquel deslizamiento por el tobogán.

Córcoles no temía a la soledad –eso era un axioma para él- no le asustaba ese monstruo invisible al que todo el mundo parece respetar, cuando menos, sino sentir auténtico pánico a ser devorados por el único caníbal que nunca deja huesos, lo consume todo, hasta el tuétano del alma, suponiendo que exista. Sólo las personas débiles son víctimas de la soledad y él se consideraba un hombre fuerte, sin más debilidades que una excesiva dependencia del sexo.

Cuando el tiempo erosionara su figura, algo inevitable, aún le quedaría el dinero para comprar sexo mercenario y si éste, por algún revés de la fortuna, le era negado, su labia y saber estar, su desparpajo en el trato con las mujeres, su arrojo para poner sobre la mesa la carta ganadora, le permitirían triunfar en el juego de la vida, un juego que solo respeta a quienes son capaces de utilizar el instinto de supervivencia hasta las últimas consecuencias. Córcoles estaba convencido de que ganar dinero no era tan difícil, si uno deja de lado consideraciones moralistas. Hasta aquel momento no había necesitado ponerse el traje de faena para conseguir el vil metal, pero lo haría y tendría éxito si le fuera preciso hacerlo. Encontrar a una mujer para un polvo de emergencia, cuando la necesidad acucia, tampoco le parecía tan complicado, teniendo en cuenta que él se había pasado la vida librando constantes batallas amorosas. Si necesitas compañía la buscas, todo el mundo está deseando contarte sus problemas, solo es preciso sonreír un poco y hacer como que escuchas. Esto funciona con todo el mundo, pero especialmente con las mujeres. Este pensamiento formaba parte de los pilares de su filosofía amorosa y vital.

A pesar de sus reflexiones aquella noche, precisamente aquella, no deseaba estar solo. Demasiadas casualidades nefastas, el enfado de Nely, el enfado de Hortensia, la pesadilla… Córcoles temía pocas cosas de la vida, sin embargo lo que más le aterrorizaba era ese raca-raca de su mente, ese disco rayado que no cesaba nunca de repetir lo que él no quería escuchar. Le ocurría  especialmente cuando su humor era melancólico, tristón, y la falta de compañía propiciaba que las ideas a las que él más temía se apoderaran de su mente vacía. Una mente ociosa puede llevarte al infierno antes de que te hagas consciente de dónde estás y de que te están achicharrando en una de las famosas calderas de Pedro Botero. Si se le impidiera la posibilidad de confundir a su mente, de hurtarse a su estocada con el equilibro del movimiento, de la actividad, de la charla en buena compañía, del sexo diario, como el almuerzo de cada día, Córcoles habría temido más a su mente que a una bomba atómica de no sé cuántos megatones en el trasero.

Guardó la liberta en el bolsillo de su cazadora y se dijo que al menos la tarde no estaba perdida puesto que había avanzado en la novela en unos minutos más que en los meses que llevaba dándole vueltas a la historia. Ésta necesitaba algo más, no sabía muy bien qué, y algunos problemas de verosimilitud le iban a dar muchos dolores de cabeza. Aún así estaba muy contento, porque ya tenía algo a lo que echar el diente.

Intentó ponerse de pie. Las piernas se le habían quedado dormidas en la incómoda postura desde la que había tomado las notas. Esperó un poco y luego caminó por el prado, bajo y arriba, hasta desentumecerse. Fogoso ramoneaba a la vera del camino. Pudo verlo de inmediato. Era una suerte no verse obligado a buscarle, con lo que le dolía todo el cuerpo. Logró saltar la valla de madera y se acercó al animal con mucha precaución. El caballo era bastante impredecible, un poco como él, pensó Córcoles, y por eso le gustaba, aunque él nunca fue amante de los animales y los caballos solo le gustaban porque le daban un toque de distinción, especialmente a la hora de seducir a bellas damas, distinguidas y amantes de la equitación.

Fogoso alzó su cabeza y soltó un relincho en cuanto lo vio. Fue un relincho alegre, al escaso entender de Córcoles en cuestión de caballos. Seguramente estaba necesitado de activad, de un buen trote y tal vez una galopada si el terreno era propicio.  Pacorro nunca lo montaba. Él estaba convencido de que era miedo, aunque con aquel hombre extraño uno nunca sabía qué albergaba su cabeza.  Se limitaba a darle de comer y sacarle al campo, de vez en cuando, para que su propietario no notara que el bello ejemplar estaba siendo tratado como un percherón.

Tomó las riendas y acarició la testuz de la bestia. Consiguió montar con alguna dificultad. Su cuerpo se quejaba como un niño malcriado. Cabalgadura y jinete enfilaron el camino de tierra, en dirección a Peña Oscura. Al paso ascendieron un montículo y allí Córcoles retuvo a la cabalgadura, deseoso de contemplar la puesta de sol. Era un hermoso espectáculo, aunque para él la naturaleza no dejaba de ser un lugar inhóspito, donde se pasaba hambre y sed, te ocurrían cosas desagradables y sobre todo… no había mujeres. Al menos no era algo común, aunque por aquella zona bien podía encontrarse alguna que otra zagala, cuidando cabras o de vuelta de algún sitio. Ocurría rara vez y en cuanto le veían, a pie o a caballo, huían como almas perseguidas por el demonio de la lujuria. Tal vez le precediera su mala fama, pero lo cierto es que a Córcoles nunca se le ocurriría ir a “ligar” al campo y él sin el sexo no era nada, un globito vacío.

Donde esté una bella mujer desnuda que se quiten las puestas de sol. Ese era uno de tantos axiomas que en la mente de Córcoles hacían mención a la mujer y su atractivo. Aquella hubiera sido una buena noche para asaltar la fortaleza de Obudulia. Con Hortensia fuera de juego, habría sido bonito convencer a la moza de que se quedara un poco más. ¡Lástima haberse dormido durante la siesta!

En su lugar se había emperrado en visitar el caserón abandonado, donde se le haría de noche. No temía a los fantasmas pero la soledad del campo durante la noche ablanda al más duro. ¡Fantasmas a mí! ¡Que sean mujeres, jóvenes y estén buenas, que del resto ya me encargo yo! Córcoles se relamió pensando en que si la moza asesinada había sido tan hermosa como se comentaba en el pueblo no le importaría que se le apareciera en la casa. Has podría llegar a convencerla de que un buen polvo siempre viene bien, hasta en el más allá.

Córcoles rió a carcajadas asustando al caballo. Este se puso nervioso y relinchó como si pudiera entender a su jinete. Lo puso al trote para calmarlo. Al menos le llevaría media hora llegar hasta la casa. Iniciaron la subida a un puertecito que ocultaba el valle del Silencio, a cuya entrada se encontraba el caserón fantasma. A lo lejos se oyeron esquilas de vacas. Un perro ladró enfadado y algo se movió entre los brezos, tal vez un jabalí, pensó Córcoles, ignorante de que raras veces pueden observarse durante el día. Ignoraba todo lo referente a la fauna de la zona y sus costumbres. No era cazador, nunca le gustó. Había oído comentar que durante el invierno los lobos podían llegar a bajar al pueblo, pero aún estaban en otoño.

Fogoso no se asustó. El caballo era más sabio que él en aquellos temas, así que se relajó y lo dejó pasar. Córcoles aprovechó para examinar con detenimiento lo que había escrito sobre su detective. Éste resultaba especialmente repugnante en aquella historia. No importaba, eso gusta al lector y más cuando las lectoras disfrutan del castigo que se merece un machista redomado, que además es gordo y feo como un demonio. Seguro que con los guapos tienen más condescendencia. Pensó Córcoles y sonrió.

Su chantaje sexual era verdaderamente asqueroso. Sin embargo eso gustaba a una gran mayoría de lectores. Lo sabía por experiencia propia. El éxito de su novela anterior así lo demostraba. Algunos lectores eran como probos padres de familia que despotrican en público de la pornografía y luego se la bajan por Internet cuando nadie puede verles. No era mala idea darle al lector una buena coz con la repugnante historia del chantaje sexual del seboso detective. Al final sufriría el severo castigo merecido y todos contentos.

El tema de los terroristas colgaba de un hilo. No resultaba muy verosímil. Aparte de que nadie gusta de terroristas en las novelas, salvo cuando muerden el polvo gracias a los pepinazos que les arrean los buenos, normalmente grupos de élite USA. Tendría que trabajarlo mucho más. A ver qué acababa saliendo de todo aquello. Existían muchos fallos más en la enrevesada historia. Tendría que reflexionar mucho. El suspense era esencial para atraer al lector.

Córcoles notó que el dolor de cabeza se había hecho persistente, era como un pinchazo en la coronilla que se estaba extendiendo a las sienes. Le parecía que algo vibraba dentro de su cabeza. Era molesto, pero bastante peor era hacerle caso. Ya casi estaban llegando a lo alto del puertecito. Allí se bajaría del caballo y descansaría un rato. Le hubiera venido bien una cantimplora llena de agua. Como siempre que salía al campo se olvidaba de lo esencial. Luego no servía de nada lamentarse.

Por fin alcanzaron la cima y Córcoles desmontó. Estiró un poco las piernas y se sentó al lado de un arbolito, sobre la hierba reseca. Esa era otra de las cosas que no le gustaban nada a Córcoles del campo, uno se ensucia mucho, hay hormigas molestas y nunca estás cómodo más que de pie. Se dedicó a contemplar el valle con interés. Era muy profundo, se prolongaba a lo largo de varios kilómetros hasta llegar al macizo de Peña Oscura. No era muy ancho, salvo en el centro, y los prados lo ocupaban en gran parte. Un riachuelo se deslizaba siguiendo un curso errático, empezaba a la derecha, ocupaba el centro del valle y luego se desviaba hacia la izquierda. Algunos árboles siguiendo su curso, grandes pedruscos caídos de las laderas, y a la entrada, justo al acabar el puerto… el caserón fantasma.

UN ESCRITOR FRUSTRADO X


                                       CAPÍTULO IV

 Córcoles salió a la superficie desde profundidades abisales. Se estaba ahogando. No pudo aguantar la respiración durante más tiempo e intentó respirar por la boca. La abrió con tanta fuerza que se hizo daño en la mandíbula. En lugar del aire vivificador tragó agua salada que inundó sus pulmones. Se estaba ahogando, pero eso no era lo peor. Antes de bracear, desesperado, hasta la superficie pudo ver el rostro de un cadáver, le miraba con los ojos muy abiertos. Tenía los pies atados con una gruesa soga anudada a una anilla que sobresalía de un gran bloque de cemento. Nunca podría olvidar aquel rostro. No lo conocía, nunca antes lo había visto. De rasgos muy duros, mandíbula firme y alargada, como la de un tiburón y nariz chata, como si hubiera estado recibiendo puñetazos durante años, le pareció la cabeza de un tiburón que se hubiera dedicado al boxeo desde su más tierna juventud. No era extranjero, Córcoles se hubiera atrevido a afirmar que se trataba del rostro de un campesino de la comarca. Incluso tenía cierto parecido con el gran Pacorro, el marido de Hortensia. Fueron sus ojos, vidriosos, grandes y profundos, como un agujero negro, lo que más llamaron su atención, aterrorizándole más que la presencia de un fantasma real.

 Le daban miedo, cualquiera hubiera dicho que eran los ojos de un asesino. ¿Qué estaba haciendo allí y qué estaba haciendo él, Córcoles, al lado de su cadáver, sumergido en aguas profundas y oscuras? Pateó con todas sus fuerzas hasta lograr salir a la superficie, justo a tiempo. En sus pulmones encharcados ya no restaba ni un átomo de oxígeno. El sol, brillante en un cielo azul, le deslumbró por un momento y calentó su rostro entumecido. Fue entonces cuando abrió los ojos a la realidad. Estaba en su habitación, tumbado boca arriba sobre la cama, vestido. La luz del sol real se colaba por entre las rendijas de la persiana. Mientras pugnaba por despertarse pudo recordar algo más del sueño. Aún era peor, o así se lo pareció a Córcoles. Antes de esa escena se había visto desnudo, en su cuarto. Entraba Hortensia, como una sombra, muy despacito, caminando hacia el lecho, como si no deseara ser vista. Iba vestida con sus ropajes habituales, el vestido negro, tan viejo y usado que Córcoles se preguntaba con frecuencia si no sería una segunda piel. El pañuelo negro le cubría el pelo, áspero, color azabache, como el plumaje de un cuervo y estaba fuertemente anudado sobre su garganta.

 Córcoles abrió los ojos como platos, desorbitados por la sorpresa, Hortensia se estaba subiendo las faldas, enseñando el refajo y mostrando las puntillas de unas grandes bragas negras. Se lanzó hacia él. Antes de que pudiera moverse ella estaba ya sentada sobre sus caderas. Había logrado introducir el pene en su vagina y comenzaba a galopar sin prisas, como si tuviera todo el tiempo del mundo. Sus manos sarmentosas deshicieron el nudo de la pañoleta, el pelo cayó hacia atrás, en larga melena. Inclinó la cabeza, subiendo su enorme nuez hacia el techo, y lanzó un jocoso gemido de satisfacción. Él pudo ver en sus ojos un brillo de lujuria que nunca hubiera imaginado en ella, ni de joven. Eso fue todo lo que pudo recordar antes de que la escena cambiara y se encontrara de pronto sumergido junto a un cadáver. En la pesadilla no estaba claro qué escena precedía a la otra, tampoco importaba mucho, puesto que no parecían estar conectadas. Era como pasar las páginas de un álbum de fotos, tan pronto puedes verte, desnudito, de bebé, sobre la mesa del salón, como contemplarte de adulto, con la barba que comenzaste a dejarte una semana antes. No eran escenas cronológicas, sencillamente estaban cerca una de otra, como en un álbum de fotos.

 Córcoles no sabía qué era lo peor de la pesadilla, si el cadáver observándole con aquellos ojos vidriosos de asesino o el refajo de Hortensia mientras se bajaba las bragas y se lanzaba hacia él, dispuesta a violarle con todo descaro. Abrió la boca, estaba vez bien despierto, y respiró ruidosamente. Gracias a Dios fue aire lo que llegó a sus pulmones y no agua salada. Se sintió muy feliz de estar vivo, de que todo hubiera sido una pesadilla, tanto el asesino de los ojos vidriosos como sobre todo una Hortensia hetaira cabalgando sobre su pene enhiesto, sin que pudiera evitar ni una cosa ni la otra, ni que se sintiera excitado ni que la mujer estuviera haciendo lo que estaba haciendo.

 La casa estaba vacía y silenciosa, ni un solo ruido a lo lejos, un silencio absoluto. Córcoles no creía en nada, lo que era tan malo como creer en todo o tal vez peor, puesto que quien cree en todo puede engañarse fácilmente, mientras que quien no cree en nada debe enfrentarse a la angustia de vivir y morir con todas las consecuencias. Él hubiera deseado creer en algo en aquellos momentos, porque eso le habría permitido aferrarse a un clavo ardiendo y engañarse. No creía en los sueños, nunca había creído, y menos en las pesadillas. Por eso ni siquiera llegó a plantearse que pudiera tratarse de un sueño premonitorio.

 Permítanme que abandone por un momento la piel del narrador convencional. En realidad no deberían extrañarse puesto que les estoy contando cosas tan íntimas sobre Córcoles, como sus pensamientos, emociones y hasta pesadillas, algo que solo puedo hacer un narrador omnisciente. Así pues vayamos aún un poco más lejos y adelantémonos a los acontecimientos.

 Córcoles no podía saber que Hortensia había subido hasta su cuarto y permanecido un instante en el dintel de la puerta, contemplándole, puesto que estaba dormido. Tampoco podía conocer sus pensamientos lujuriosos hacia su persona, ni siquiera estando despierto. Sin duda se habría asombrado de la semejanza de la escena de su violación en la pesadilla con la íntima fantasía que aquella discreta mujer se permitió allí, observando al hombre por el que sentía algo más que un cariño maternal.

 Por eso ahora se asombraba de que la casa estuviera sumergida en un silencio tan profundo. Ignoraba que la marcha de Hortensia, quien antes había dado permiso por su cuenta a Obdulia para marcharse mucho antes de la hora convenida, poco tenía que ver con el enfado producido por su exhibición en la piscina, que ella había visto muy bien, oculta tras las cortinas, y sí mucho con un deseo incontrolable de poseer y ser poseída por el único hombre al que hubiera permitido desnudarla. Córcoles no creía en los sueños, se puede decir que no creía en nada. Por eso solo después de realizadas las escenas de la pesadilla se permitió un pensamiento intrigante y curioso acerca de las casualidades de la vida. De haberlo sabido aquella misma tarde habría salido corriendo de la finca para no regresar nunca a ella.

 En lugar de hacer lo que más le convenía hizo lo más lógico en estos casos. Se dirigió al cuarto de baño para refrescarse el rostro y la nunca con agua bien fresquita. Luego bajó a la planta baja y se puso a llamar a voces, primero a Hortensia, y al encontrarse la cocina vacía, a Obdulia.

A pesar de la pesadez que notaba en su cabeza y sobre todo en su estómago, de la resaca del vino y de la pesadilla, no podía obviar seguir el hilo más lógico de su pensamiento. Si Hortensia se había marchado y Obdulia no aquel sería el momento ideal para intentar una seducción en toda regla, tal vez un poco abusiva por su parte, pero si la mujer respondía culminaría su deseo esa misma tarde en vez de esperar, tal vez una semana o incluso un mes.

 Recorrió la casa sin encontrar alma viviente. Salió al porche, pensando que tal vez Obdulia hubiera seguido sus consejos y se estuviera bañando en bragas. Cuando en lugar del agraciado rostro de la moza se encontró con la alargada cabeza de su caballo preferido, “Fogoso”, a quien habían atado al porche con las riendas, su desengaño se hizo tan evidente que no pudo evitar estallar en una gran carcajada. Palmeó con cariño la cabeza de Fogoso que relinchó de placer, reconociendo al jinete que le llevaría a cabalgar por fin al aire libre. A pesar de lo hilarante de su desengaño Córcoles se sentía de malhumor. Maldijo a Hortensia por abandonar su trabajo antes de la hora permitida y por darle permiso a Obdulia para marcharse. ¿Quién era ella para asumir las facultades del señor?

 No se sentía con ganas de dar una larga cabalgada. El cocido montañés aún saltaba en su panza y las dos botellas de buen tinto que se había trasegado le estaban produciendo pinchazos en los frontales, signo inequívoco de la fuerte migraña que se avecinaba. No era el mejor momento para montar a Fogoso, pero aún así lo desató y montó como el consumado jinete que ya era. Mucho mejor dar un paseo que pasarse el resto de la tarde y la noche allí solo, dándole vueltas en el magín a las viejas cuestiones sin resolver. No quería pensar en Neli, su esposa, ni en sus hijos, ni en la novela, ni en el desastre que en realidad era su vida.

 Por eso puso el caballo al paso y salió de la finca. Antes miró hacia atrás, tal vez no resultara una precaución inútil hacerse con la linterna que siempre llevaba en la guantera del coche. En el otoño los días se van acortando y él había perdido ya mucho tiempo durmiendo la siesta. Mandó todo a hacer puñetas, que se fuera Hortensia a hacer puñetas, la macizorra de Obdulia, Neli y la maldita linterna. Si tenía que regresar a casa de noche lo haría. ¿De qué tenía miedo él, Córcoles, si no era a que un marido celoso le pegara un tiro o una mujer como Hortensia le pegara el pito al pubis?

 Una vez en el camino de tierra que serpenteaba hacia la montaña, hacia el valle del Silencio, puso a Fogoso al trote y comenzó a sentirse mejor, subiendo y bajando sobre la grupa y recibiendo la brisa otoñal en el rostro. Entonces recordó su promesa de visitar la casa donde la gente del pueblo comentaba que algunas noches podía verse el fantasma de su vieja inquilina, una joven mujer apuñalada por el marido quien la descubriera con su amante, un fogoso joven del pueblo. No era el mejor momento para hacer aquella visita, pero ¡qué demonios! Nadie podría decir nunca que Córcoles tenía miedo, ni siquiera de una pesadilla tan espantosa como aquella de la que acababa de despertarse.

Córcoles no era precisamente un amante de la naturaleza, ni mucho menos un ecologista de nuevo cuño. Como solía bromear antes de su matrimonio –después dejó de hacerlo- “Si en la naturaleza no hay mujeres, no brotan como hongos, ¿alguien me podría decir qué demonios pinto yo en ella”.

 Tampoco era un hombre urbanita por vocación, no le gustaba en exceso la ciudad y aborrecía, “soto voce”, las grandes metrópolis. No obstante todo el mundo sabe que caminando, como al azar, por las aceras de las ciudades uno puede contemplar un gran número de mujeres, jóvenes, menos jóvenes, feas, menos feas, guapas y muy, muy atractivas. Solo por esta razón Luis Domingos Córcoles confesaba amar la vida en las ciudades y rara vez alguien lograba sacarle a dar un paseo por algún parque, no digamos hacerle aceptar una invitación campestre para disfrutar de una barbacoa o pegar unos tiros, haciendo como que vamos a cazar. Solo por esta razón Córcoles soportaba las aglomeraciones, las colas, el tráfico infernal, la contaminación, el tiempo perdido entre trayecto y trayecto…

 ¿Qué le impulsó, entonces, a comprarse una finca en el quinto pino, en la agreste serranía de una provincia, perdida y poco habitada, de la España profunda, se preguntarán ustedes? Nada más sencillo de explicar. Hubiera comprado una isla desierta y rodeada de tiburones, solo para poder alejarse de vez en cuando de su esposa Nely, para esconderse del mundanal ruido y gozar de los favores del bello sexo sin ser molestado ni estar todo el tiempo aterrorizado porque su esposa, las amigas de su esposa o un desconocido con mala baba descubrieran sus apaños. ¿Qué en las serranías agrestes no hay mozas y si las hay muy pocas y de pueblo, con todo lo que eso significa? Vale, admito la mayor, pero todo tiene solución en esta vida, si la montaña no viene a Mahoma, Mahoma va a la montaña. Córcoles estaba dispuesto a utilizar todo su encanto seductor, que era mucho, sobre todo cuando él quería que se notase, para atraer hasta aquel selvático nidito de amor a mujeres sin pelo en pecho, pero con dos buenos pechos y un valor a prueba de bomba de relojería.

UN ESCRITOR FRUSTRADO IX



-Hola, soy yo.

-Claro que eres tú. ¿Quién iba a ser si no?

Casi podía imaginarla paseando de acá para allá, como una tigresa enjaulada, esperando su llamada.

-Lo siento, cariño, pero anoche se nos hizo tarde y llegamos muy cansados. Ya sabes cómo es Sebastián, si no toma un vinillo de la tierra de camino se pone de un humor de mil demonios. Tuve que dejarle. Luego se enredó a hablar y a hablar y cuando nos quisimos dar cuenta ya era de noche.

-Ese malnacido tiene una suerte del demonio, nunca le pilla ningún control de alcoholemia

-Vamos, Neli, no seas mala. Sabes que si le quitan el carnet yo tendría que conducir y no soy muy bueno al volante. ¿Quieres que tenga un accidente?

-No te vendría mal un buen golpe en la cabeza, a ver si escarmentabas de una vez.

-Entiendo que estés enfadada, cariño, pero no ha sido para tanto.

-Bueno, más vale que no os haya pasado nada. ¿Cómo está todo por ahí?

-Como siempre. Hortensia te manda recuerdos. Hoy hace un día espléndido. Esta tarde iré a dar un paseo a caballo.

-¿Y la novela? ¡Mira que te cuesta escribir, no sé por qué elegiste esa profesión!

-No la elegí yo, fue ella quien me eligió a mí. Ya sabes que me cuesta mucho arrancar, pero luego todo va como la seda. ¿Qué tal los niños?

-Bien. Te echan de menos. ¡Pero para el caso que les haces cuando estás con ellos!

-No empecemos, Neli, sabes que les quiero mucho, pero los niños me resultan muy pesaditos, sobre todo cuando estoy escribiendo y sabes muy bien que esta es una oportunidad única, no puedo dejarla pasar.

-Está bien, está bien. Me casé contigo sabiendo que eras escritor, no puedo quejarme. Dale un beso a Hortensia y dile que me llame cuando pueda, tengo que darle instrucciones sobre tus comidas. ¿Qué te ha preparado hoy para comer?

-Un cocido montañés.

-¡Esta Hortensia! Mira que le he dicho veces que las comidas fuertes te perjudican. Bueno, un día es un día. ¿Qué planes tienes?

-Descansaré un par de días, a ver si se me ocurre algo. Luego he planificado muy bien los días. Daré un paseo a caballo a primera hora, es el mejor momento para que se me ocurran cosas. Trabajaré hasta la hora de comer, me echaré una siesta y por la tarde vuelta al despacho hasta la hora de cenar. No creo que te de envidia.

-Si no hubiera nada más no me la daría. Pero no me fio de Sebastían. Espero que no se te haya ocurrido contratar una joven del pueblo para que ayude a Hortensia. Si no hay otro remedio que contrate a una comadre de su edad. No me fío de las jóvenes… y tampoco de ti.

-Vamos, Neli, ya sabes que mi época de calavera pasó a la historia. Entonces era joven y la fama se me subió a la cabeza. Uno no es de piedra cuando un culito se pone a ondear delante de tus narices. Pero he madurado. Ahora sabes que solo pienso en ti y en los niños.

-Já. Eso se lo cree tu padre. Tu no madurarás ni aunque te machaquen la cabeza con una maza. Lo que no tiene remedio no lo tiene. Al menos prométeme que no contratarás a una joven para que ayude a Hortensia. Al menos confío en ella. Dime que me llame mañana a más tardar.

-Se lo diré. Ya veo que no te convencería ni aunque me vistiera de saco, me echara ceniza sobre la cabeza y me pusiera un Sambenito en el pecho.

-Pues no. Tú eres como eres. Me conformo con tenerte cerca el mayor tiempo posible. Reconozco que necesitas estar solo para escribir, pero procura abreviar.

-Haré lo que pueda. Aunque no tienes por qué estar celosa. En estos parajes solo andan vacas y cabras.

-Sí, jé, seguro que alguna cabra loca anda rondando ahí.

-Vamos Neli, ¿no puedes mostrarte más cariñosa? Te echo de menos.

-Le dijo el cazo a la sartén. Tú no echas de menos a nadie. Eres un egoísta. Siempre lo fuiste y siempre lo serás. Lo malo es que no puedo quejarme porque cuando te conocí ya eras así. Mira, al menos llámeme una vez al día, sino lo haré yo. Te dejo porque tengo que dar de comer a los niños.

Córcoles comprendió que lo mejor que podía hacer era colgar y esperar a que mañana Neli estuviera de mejor humor. Pero dejó que fuera ella quien colgara primero. Le mandó un besito muy cursi, que restalló en el aire antes de que sonara un clic al otro lado.

La conversación le puso de muy mal humor. Neli no sabía de la misa a la media de sus aventuras. De haber conocido su vida de Don Juan le habría matado. A pesar de haber negado los cotilleos de la prensa rosa lo cierto es que no le quedó otro remedio que admitir alguna aventurilla, hubo fotos comprometedoras y hubiera sido una tomadura de pelo que Neli nunca le hubiera perdonado.

Recordar todo aquello le emponzoñó el día. Encolerizado decidió darse el baño en pelota picada que hasta ese momento solo había sido una fantasía juguetona. Se fue como un tiro al dormitorio y haciéndose con una toalla de baño bajó las escaleras de tres en tres. Al llegar a la piscina comenzó a desvestirse y a colocar la ropa sobre una silla sin mirar hacia la habitación de la cocina. Esperaba que las dos mujeres estuvieran mirando. Que miraran hasta hartarse y disfrutaran del panorama. Todas las mujeres eran unas zorras. ¡Maldita sea! Pensaba haber disfrutado del cocido montañés y luego del resto del día. Ahora todo se había echado a perder. ¡A la mierda con todo.

Y pensando esto se tiró de cabeza a la piscina. El agua estaba fría, muy fría. Sintió cómo el miembro se le helaba y encogía. Ahora ni Obdulia se lo pondría tieso. Nadó a grandes brazadas hasta entrar en calor. El malhumor de la conversación con Neli se fue diluyendo y congelando. El carácter de Córcoles no le permitía permanecer encolerizado mucho tiempo ni abrigar deseos de venganza más allá de un par de minutos.

Cuando salió estaba temblando. Se frotó con la toalla hasta lograr la piel de gallina se transformara en la de pollo corralero. Porque así se sentía, como un gallito dispuesto a correr a todas las gallinitas del corral. Miró hacia la ventana de la cocina a tiempo para ver cómo la cabeza de Hortensia se retiraba bruscamente de allí.

Deseó que también Obdulia hubiera mirado y precisamente cuando salía de la piscina, de cara. Nada como enseñar la mercancía para que las damas se decidan a comprar. Córcoles pasó del malhumor al cinismo en un santiamén y del cinismo a la lujuria no tardó ni unos segundos. ¡Vive Dios que él se tiraría a la moza y cuanto antes o se jubilaría para siempre de don Juan y marqués de Bradomín!

Decidió sentarse a tomar el sol, tal como estaba, en pelota picada. Se sentía con ganas de montar una parda. Estaba harto del combate constante que se veía obligado a mantener con Neli. Si hubiera estado Sebastián le habría propuesto ir esa tarde al puticlub del que le había hablado, a conocer a la brasileña. Tal vez fuera mejor que se hubiera tomado el día libre. Las decisiones en caliente nunca son buenas. Esa tarde daría un paseo a caballo, eso le despejaría la cabeza y las emociones. A lo mejor hasta se le ocurría algo interesante para la novela. La novela, eso era lo más importante de momento.

Al cabo de media hora regresó Obdulia, con el rostro muy compungido. Ni siquiera lo miró, le hurtó la mirada todo lo que pudo hasta hacer una imagen ridícula, casi patética. Córcoles solo se dio cuenta de que estaba desnudo cuando la moza se marchó. Se vistió a toda prisa y acudió al comedor, donde Obdulia le sirvió el cocido montañes sin atreverse a pronunciar palabra y menos a mirarle. Hortensia no apareció por allí, contra su costumbre. Seguramente le había visto desnudo y estaba tramando alguna venganza. Pensaba invitarla a comer con él. ¡Que se fuera a la mierda! También empezaba a estar harto de ella. Comió con apetito y vació la botella de tinto de Ribera del Duero. Bajó tambaleándose a la bodega y subió otra botella. Cuando terminó de comer estaba realmente borracho. Subió a su dormitorio y se tumbó vestido sobre la cama. ¡A la mierda con todo!

Esa tarde no sería el mejor momento para decirle a Hortensia que llamara a Neli. Tendría que esperar un tiempo para intentar convencerla de que no dijera nada de Obdulia. Tal vez lo mejor sería no decirle nada. El tiempo era el mejor consejero en estas circunstancias. O lo arregla todo o acaba de “joderlo” todo de una vez. Córcoles empezaba a desear que todo se “jodiera” para siempre. Separarse de Neli no sería tan grave, al fin y al cabo aquel matrimonio era solo un pacto de conveniencia.

Se quedó profundamente dormido. No pudo oír sus ronquidos pero sí una sombra que se asomó brevemente a la habitación.

UN ESCRITOR FRUSTRADO VIII


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Su esposa se fiaba de Hortensia, con quien hiciera buenas migas durante las temporadas que pasaron allí los veranos anteriores. Los intríngulis de las relaciones femeninas se le escapaban totalmente a Córcoles, aún más en aquel supuesto. No podía encontrar mujeres más disímiles que su esposa y Hortensia. Bien pensado no coincidían en nada. Sin embargo se había producido una extraña y misteriosa complicidad entre ambas. No sabía de qué habían hablado porque su mujer nunca le contaba esas cosas y Hortensia, cuando él insistió al respecto, le había soltado un bufido de gato rabioso que le hizo desistir de seguir intentándolo. 
Nélida, Neli para sus amigas, su santa esposa, había dejado la administración de la casa en manos de la criada, algo totalmente impensable en la capital. Se pasaba las horas muertas en la cocina, charlando con Hortensia. Cuando él aparecía se producía un silencio sospechoso y cambiaban de tema. Que si la cocina serrana era muy sabrosa, que si el campo era un don del cielo en verano… cualquier cosa que le impidiera encontrar un pretexto para quedarse y sumarse a la cháchara. Eso siempre le ponía de mal humor. Hortensia era un libro cerrado para él en cuanto mencionaba a su mujer. Su impresión era de que aquella mujer de armas tomar compadecía a Neli –curiosamente había aceptado llamarla así tras ruegos insistentes- por haber tenido que cargar como un zoquete como él y por no tener lo que hay que tener para mantener a raya a un marido.

Córcoles se preguntaba si Hortensia se pondría de su parte si alguna vez el abismo existente entre su esposa y él se hacía evidente en aquella casa. No las tenía todas consigo a pesar de que la buena mujer había aceptado hacer de Celestina para él en alguna ocasión. No sería lo mismo un desliz sin importancia durante un tiempo prudencial que si Neli entraba en danza y en la guerra subsiguiente ella se veía obligada a tomar partido. Creía que en ese caso tendría que utilizar todas sus dotes de seducción, que eran muchas, para que Hortensia no le durmiera con una fuerte infusión y luego le pegara el miembro con aquel pegamento maldito.
¿Seguiría existiendo? Córcoles cerró la boca por un momento y tragó saliva. Sin abrir los ojos se limpió la saliva con el dorso de la mano y decidió pasar a pensamientos mucho más agradables. Como el de Obdulia, sin ir más lejos. Se imaginó desvistiéndola en su cuarto, contemplándola a sabor… El calor de la entrepierna se hizo tan intenso que el miembro se estiró y se estiró hasta incomodarle. Un clic en su mente y se encontró pensando en la novela.

Su seboso, barrigón, fofo y flatulento detective ocupó la pantalla de su mente. Eran precisamente estas características, aparte de su cinismo, su desvergüenza e inmoralidad, las que le habían aupado al éxito de ventas. ¿Cómo haría para que la nueva historia tuviera más gancho que las anteriores? Corrupción, políticos de por medio, gente bien que intenta ocultar su basura bajo las alfombras, señoras estupendas a las que el detective intenta despojar de las bragas sin el menor éxito… No, no sería suficiente. Necesitaba algo más, mucho más. Asesinatos múltiples, una trama trepidante… Sí, eso estaba mejor. Pero aún faltaba ese toque maestro que convertiría la historia en un fuerte inexpugnable, algo imposible de hundir, de demoler, incluso para los críticos más odiosos y odiados, incluido el inefable “Gordito”.

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Córcoles recordó su agenda negra, encerrada en la caja fuerte de la casa. Tal vez alguna historia de Hortensia, aderezada para la ocasión, le permitiría dar un toque de humor a la narración. ¿Servirían también sus historias de Tenorio barato, encerradas en un par de agendas que escondía en la caja fuerte de su piso en la capital? Por un momento pensó en la posibilidad de que hubiera dejado la caja fuerte abierta o de que Neli encontrara la forma de abrirla. ¿Cómo? Ella nunca hurgaba allí, su despacho era su sancta sanctorum. Era inconcebible que llamara a una empresa especialista en abrir cajas fuertes y la abriera sólo para saber qué guardaba él en ella.

Se estremeció. Tuvo que despertarse un poco hasta cerciorarse de que había cerrado la caja fuerte. Nunca se olvidaba. En ella también estaban, a buen recaudo, varios teléfonos móviles, donde guardaba los teléfonos de sus amantes ocasionales y que solo utilizaba cuando se quedaba solo y procurando no equivocarse. Ni se le había pasado por la cabeza poner también el número de móvil de Neli. Ni en la emergencia más espantosa que pudiera ocurrírsele echaría mano de aquellos móviles. ¿Y las agendas? En ellas anotaba con meticulosidad todos los datos interesantes de sus amantes, incluidos los mejores polvos, dónde, cómo y qué habían dicho ellas o qué circunstancia llamativa se había producido. Necesitaba esos datos como el aire para respirar. Aún recordaba la confusión sufrida con una vieja amante a la que quiso volver a ver. En pleno acto la había llamado por el nombre de otra y luego, para disculparse, había comentado un polvo antológico que tuvo lugar… con la otra.

Ahora era mucho más cuidadoso. Con sus anotaciones podía llamar a cualquiera, hiciera los años que hiciera que se habían acostado por última vez, y una vez memorizado su “currículum” no existía el menor peligro de no dar en el clavo, al menos en lo esencial… Sí, ¿pero si alguna vez Neli descubría su tesoro? Cada vez que sacaba alguna agenda de la caja fuerte, estando su esposa en casa, no se desprendía de ella hasta haberla dejado a buen recaudo en el interior del microondas de acero. Incluso anotaba con una raya, en un tablero que había hecho instalar junto a la caja y donde solía clavar los manuscritos en los que estaba trabajando o el índice de artículos urgentes que debería escribir durante el próximo mes, cuando sacaba una agenda y luego al devolverla a su sitio cortaba de abajo la rayita, con un rotulador rojo para que nunca, ni en el descuido más impensable, aquel libro negro de su condenación quedara perdido por el despacho, al alcance de las blancas y suaves manos de Neli.

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Córcoles sufría pesadillas intermitentes por causa de las agendas y los móviles, pero nunca se decidía a deshacerse de ellos. Una amante, solía pensar, es como un tesoro escondido del que un pirata puede echar mano cuando ya no le queda nada. ¿Qué anotaría de Obdulia? Su miembro volvió a estirarse tras el desinflón sufrido al pensar en su esposa y en las agendas. Se regodeó un poco fantaseando en cómo iría el asedio de la moza. Cuanto más durara y más resistencia opusiera más disfrutaría en el momento de colocar su pene entre sus muslos.
Cambió de tema. Había estado a punto de adormilarse dulcemente y ahora tendría que levantarse y hacer algo. Recordó el episodio de las fiestas del pueblo que Hortensia le contara tantas veces. Cómo ella siguió a su Pacorro furtivamente a un caserío solitario, donde una moza había quedado en retrasarse cuando el resto de la familia saliera, endomingada, para asistir a la verbena nocturna. Pacorro, desde el terrible episodio de su miembro inutilizado, adoptaba toda clase de precauciones cada vez que salía de “caza”. Esta vez incluso llegó a despreciar la supuesta casa solitaria y junto con su “presa” buscaron un lugar alejado y cómodo. 

 

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Existía un pajar abandonado en un valle solitario. Había que pasar el pueblo y seguir un camino de cabras que ascendía una colina. Al otro lado estaba aquella destartalada casa, donde una vez, hacía ya muchos años, un marido celoso había degollado a su esposa. Nadie la había tocado desde entonces. Se decía incluso que por allí se aparecía el fantasma de la muerta y pocos se atrevían a acercarse a menos de un kilómetro. El valle había sido abandonado a todos los efectos, incluidos los prados que mejor hierba daban en toda la comarca. Era el lugar ideal para Pacorro, nadie los seguiría hasta allí. 

Hortensia nunca le comentó a Córcoles cómo la moza pudo hacer caso a Pacorro en su desvarío. Éste sospechaba que no había sido la primera vez y que en las anteriores quedó muy satisfecha. Era la única explicación razonable que se le ocurrió. Hizo un inciso para decirse que al día siguiente visitaría aquel valle a caballo. 

Córcoles se fue amodorrando poco a poco, saltando de una preocupación a otra y de un deseo hasta el siguiente, hasta acabar finalmente bajo las faldas de Obdulia, buceando en un abismo sin fondo que estaba a punto de tragarle.

No supo que se había dormido apaciblemente ni cuánto tiempo transcurrió en el mundo real hasta que una voz dulce, insinuante, se transformó de pronto en la voz monstruosa de una bruja que intentaba descoyuntarle un hombre. Cuando logró salir a la superficie desde el fondo abisal en el que se había dejado caer, sin comerlo ni beberlo, se encontró efectivamente con el rostro agraciado de Obudulia, que le sonreía y con una pregunta que no había cesado de machacar su oído hasta que el grito le despertó.

-Señorito, señorito, que dice Hortensia que le despierte, que si le dejo dormir a pierna suelta luego no hará aprecio de su rico cocido. Que puede usted probar este vermut de grifo, el mejor de la comarca, y estas croquetas que acaba de hacer especialmente para usted. 

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Córcoles por fin comprendió donde estaba y qué es lo que había ocurrido. Maldijo a Hortensia por meterse donde no la llamaban y bendijo a Obdulia por hacer caso de aquella deslenguada y aproximar tanto su boca a su rostro. Solo tuvo que moverse con ligereza, como asustado y deseoso de ponerse en pie, para que como al azar, sus labios se encontraran. Fue su primer beso a Obdulia y a Córcoles le hubiera gustado mantenerlo durante algunos minutos.

 No fue posible porque la buena moza reaccionó como si le hubiera picado una avispa y a punto estuvo de tirar la bandeja y todo su contenido al suelo. En cuanto colocó su preciado tesoro en una de las mesas metálicas que rodeaban la piscina, se acercó hasta Córcoles, los brazos en jarras y le soltó un descomunal bofetón. Luego le explicó la causa de su comportamiento

-Nadie me besa sin mi permiso. Ni usted, señorito, ni nadie. Que le quede claro.

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Mientras Córcoles se pasaba la mano por la mejilla e intentaba situarse de una vez por todas a este lado de la realidad, Obdulia se retorcía las manos de espaldas al señorito. Lamentaba su impulsividad, al fin y al cabo el señorito era quien le pagaba y era preciso tener un poco de manga ancha con quien puede ponernos de patitas en la calle en cuanto se le cruce un cable en la cabeza. Aún así la moza confiaba en la influencia de Hortensia para que la situación no degenerase a mayores. Dentro de un año se casaría y había mucho ajuar que ir pagando mes a mes. Sin que lo pudiera evitar una lagrimita pugnó por salir del ojo izquierdo. Con la punta del mandil se la enjugó y tomando una firme decisión logró hacerse con la bandeja sin que sus manos temblaran ni un “tantico” así. Se la ofreció a Córcoles, quien sin duda había estado contemplando su culo a sabor, porque al volverse con brusquedad casi le pilla con los ojos en el cuerpo del delito.

-Señorito, Hortensia me ha dicho que pruebe este vermut de grifo. Si le gusta podrá pedir un barril para usted, si al señorito le parece bien. Lo ha preparado con una aceituna, un trozo de pimiento y una anchoa, como a usted le gusta.

-Gracias Obdulia y perdóname por mi impulso incontrolable. Estaba soñando contigo y al ver tu rostro tan cerca por un momento creí que continuaba soñando.

-¡Ah, sí!  ¿Y puede saberse qué soñaba el señorito?

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-Pues claro que puede saberse, muchacha, mis sueños no son un secreto para nadie. A menudo los utilizo en mis novelas.

-¿Le cuenta a todo el mundo lo que sueña? Yo no sería capaz de hacerlo, señorito, que una será lo que sea, pero para estas cosas tiene vergüenza y no le gusta ir pregonando su intimidad en boca del pregonero.

Pues los escritores no tenemos vergüenza alguna, si así fuera no podríamos ni escribir un párrafo sin temblar.

-¿No sería un sueño desvergonzado, de esos que da vergüenza incluso mentar?

Córcoles había tomado de nuevo las riendas que por un momento, mientras se despertaba y no, había extraviado. Ahora era muy consciente de lo que deseaba hacer, el plan de seducción de la guapa Obdulia empezaba a tomar cuerpo en su mente retorcida. En realidad casi nunca utilizaba sueños en sus novelas, en primer lugar apenas soñaba y cuando lo hacía se le olvidaba anotar el sueño, y en segundo lugar aunque hubiera querido no sabría cómo engranar un sueño en una trama novelística.

-Mujer, que estamos en el siglo XXI, hoy en día puede verse en la caja tonta mucha más desvergüenza de la que yo sería capaz de contarte en un año…Bueno, en realidad algo fuerte sí que era el sueño. Yo te invitaba a darnos un baño en la piscina. Nada malo, teniendo en cuenta el día que hace y que tal vez sea la última oportunidad que tengamos este año de aprovecharla… Recuérdame que le diga a Pacorro que en unos días vacíe la piscina y la limpie…

-Pues muy bueno no sería, señorito, porque ni yo tengo bañador a mano ni está bien que una criada se bañe con el señor.

-¿Por qué no, Obdulia, preciosa? El hecho de que yo pague tu sueldo no significa que no podamos ser amigos. Lo del bañador está un poco más difícil de solucionar, a no ser que encuentre alguno de mi esposa en el armario de nuestro dormitorio. Tenía que haberme dado cuenta de que era un sueño porque tú aceptaste bañarte en bragas y eso no lo harías nunca estando despierta. ¿Me equivoco?

-No, no se equivoca el señorito. ¡Dios mío, qué bochorno!

-No debes avergonzarte, en realidad era solo un sueño.

-¿Y qué hacía el señorito? Si puede saberse.

-Pues claro que se puede, alma cándida. Yo nunca he tenido problemas para bañarme en pelota picada, ni estando despierto. Nos dábamos un buen remojón y acabábamos por ponernos muy calientes. ¡Con decirte que tú jugueteabas con mi miembro! ¡Uuff! Fue un sueño bonito.

-¿Bonito? Lo que es usted, señorito y que usted y Dios me perdonen, es un sinvergüenza y un calavera. Esas cosas no se le cuentan a una mujer, ni aunque se tenga mucha confianza con ella. Y yo a usted no le he dado ninguna confianza, que apenas nos conocemos.

Obdulia se había puesto roja como un tomate madurito y sus manos temblaban tanto que Córcoles por un momento temió que las croquetas de Hortensia terminaran en el suelo, o lo que es aún peor, sobre su cabeza. Porque el enfado de la moza no era fingido, no, ni mucho menos. Por suerte Hortensia debía de haber estado con el ojo y la oreja avizor porque de la ventana de la cocina vino, como un tornado, una voz perentoria.

-Obdulia, deja la cháchara y regresa, que te necesito. ¡Habrase visto esta moza, de cháchara con el señorito, como si fuera de la casa y aquí me deja sola! ¡Con el trabajo que hay pendiente!  ¡Obdulia! ¡Obdulia! Ahora mismo te quiero ver aquí.

La moza logró dejar la bandeja de nuevo en la mesa, sin caer una sola croqueta ni un solo calamar a la romana, y salió corriendo como alma que persiguiera un demonio con rabo, con un rabo muy desvergonzado.

Córcoles se sonrió para sus adentros y dio un trago al vermut de grifo. Excelente, pensó, esta Hortensia cada día se esmera más. Luego se levantó y puso la bandeja en sus rodillas. Las croquetas mejor que nunca y los calamares “rustiditos” como a él le gustaban. Aquella mujer era una joya. Y en cuanto a Obdulia aún era más ingenua y tonta de lo que había pensado, eso facilitaría las cosas. Seguramente ahora Hortensia le estaría poniendo las peras al cuarto en la cocina. Por mucho que lo hiciera la moza no iba a espabilar en un mes y a él le sobraría una semana para “espabilarla” si es que algo no se torcía.

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Dio buena cuenta de todo y decidió darse un baño en pelota picada, más que nada para “picar” a Obdulia. Aprovechó que llevaba la bandeja vacía para pasar por la cocina y ver el panorama. Ambas mujeres trajinaban en silencio, pero a Córcoles le pareció oler el azufre de una tormenta de mil demonios. Ninguna de las dos le hizo el menor caso cuando colocó la bandeja sobre la encima. Aprovechando que ambas estaban de espaldas se regodeó mirando con deleite el culo de la más joven.

Subió las escaleras de dos en dos hasta el dormitorio. Solo necesitaba una toalla de baño para secarse. Si Hortensia se lo recriminaba le diría que no había encontrado ningún traje de baño, aunque ella lograra hallarlo más tarde el embuste no iba a perjudicarle mucho más de lo que ya estaba perjudicado en su fama y honor.

Al pasar por su despacho –la puerta estaba abierta- pudo ver el teléfono sobre la mesa y recordó que aún no había llamado a Neli. Decidió hacerlo cuanto antes y así se quitaría un peso de encima.

Córcoles sintió una punzada de miedo en el estómago. Rara era la vez que hablaba con su esposa sin que al final algo quedara pendiente en el aire, sobre su cabeza, como una espada de Damocles. No es que ella buscara el enfrentamiento de continuo pero algo anidaba en su vientre que terminaba por emponzoñarlo todo. Como una solitaria se alimentaba hasta de los alimentos más dulces, dejando a su portadora en un estado de perpetuo resquemor, de debilidad mórbida, del que nunca lograba librarse del todo, especialmente cuando su marido estaba lejos de sus faldas.

Intentó mentalizarse para que su voz sonara agradable y para olvidar las puntadas que Neli le dirigiría, con absoluta seguridad. Descolgó el auricular y marcó el número respirando profundamente.

 

 

UN ESCRITOR FRUSTRADO VII


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-Bien, voy al jardín a trabajar un poco, usted recoja el desayuno y que Obdulia adecente la habitación.

Córcoles se levantó y acercándose a Obdulia extendió su mano que esta fingió no ver.

-No te asustes, palomita. Mientras esté yo presente no tienes nada que temer. Dale la mano que no te la comerá. No, al menos de momento -volvió a reírse con risa sana y sin recovecos. Obdulia extendió su mano al tiempo que levantaba la cabeza, sus ojos grandes y oscuros se clavaron en Córcoles con interés y cierta admiración, que no fue capaz de disimular. Este la contempló a su sabor. A pesar de las ropas poco favorecedoras podía adivinarse un cuerpo espléndido debajo de la tradicional vestimenta campesina. Sólidos muslos, amplias caderas y sobre todo generosos senos que pugnaban por romper la botonadura de la bata.

Se despidió, saliendo al jardín, mientras su lengua mojaba los labios, en un gesto instintivo que sus amantes conocían muy bien. En el exterior el resplandor de un sol aplastante de verano le obligó a cerrar los ojos un instante. En el centro del jardín el agua de la piscina rebrillaba insinuante. Hubiera subido a por el bañador si el desayuno pantagruélico no le hiciese temer por las consecuencias de un refrescante chapuzón. Buscó la tumbona, debajo del sauce donde aún quedaba un retazo de sombra. Sacando una libreta de pastas duras, que encargaba especialmente para él a una imprenta, y un pequeño bolígrafo comenzó a repasar las anotaciones sobre la novela.

No pudo hilvanar una sola frase. No se sentía inspirado. Normalmente nunca lo estaba por las mañanas. Además no dejaba de pensar en Obdulia, en su hermoso trasero, en la forma más rápida y sencilla de seducirla, en las dificultades y consecuencias de todo esto…

Y sobre todo pensaba en Hortensia… Córcoles sabía muy bien cómo se las gastaban en el pueblo donde residían Obdulia y Hortensia y por extensión en toda la comarca en general. El los consideraba a todos unos paletos bastante embrutecidos y hacía caso omiso de los insultos de Gordito, que se centraban sobre todo en su oropel de hombre culto, que oculta en el fondo a un paleto integral. Sabía utilizar el diccionario, porque pensaba que un escritor era ante todo un mago de la palabra, una especie de prestidigitador con chistera, de la que va sacando según las conveniencias, un conejo, una paloma o toda clase de “bichitos” exóticos.

De Gordito podían decirse muchas cosas, que era un tragaldabas gorrón, que era un gorila lujurioso, que se aprovechaba de las sobras de segunda mesa, que era un crítico feroz porque en el fondo era muy consciente de su incapacidad para llegar a ser un escritor creativo… Lo que no podía decirse de él, sin faltar a la verdad, era que fuera tonto o falto de ingenio. Una vez que se había propuesto acabar con un escritor éste podía darse por muerto, antes o después. Releía mil veces su obra, tomaba notas, masticaba y regurgitaba sus frases hasta dejarlas en el hueso, mondo y lirondo. Los esqueletos así radiografiados eran fácilmente parodiables y sin mucha dificultad podían ser obligados a danzar un minué esperpéntico en calzoncillos.

A pesar de lo que dijera Gordito él no se consideraba paleto y mucho menos un bruto sin sensibilidad y sin maneras. Tampoco era tonto, al contrario, pensaba que le daba mil vueltas a aquel Gordito seboso.

Por eso, a pesar de su pellizco a Obdulia, esperado por ésta, debidamente aleccionada por Hortensia, su plan de seducción era tan pragmático y realista como efectivo. Habiendo cumplido con el gesto zafio que se esperaba de él, se armó de paciencia y comenzó a minar la fortaleza a conquistar con el más poderoso ariete que conocía: el poderoso caballero es don-din-dón, es don dinero de Quevedo.

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Sabía que Obdulia no se le entregaría por su cara bonita de señorito famoso y escritor. Y más valía así, porque su novio bien podría ensartarle el trasero con una horca y trincharle luego a hachazos, ante el regocijo de ambas damas, la misma Obdulia y Hortensia. En cambio una buena dote, tal vez el viejo molino del tío Pedro –un bocado apetitoso para todo el pueblo- transformaría la seducción en un intercambio aceptable para todos.

Tenía firmado un precontrato con el tío Pedro que podría ejecutar en cualquier momento. Pero no lo haría así. Por persona interpuesta, un hombre de paja, haría que su compra fuera pan comido, en cuanto Obdulia tuviera su cuantioso cheque. Un cheque era fácilmente revocable si las condiciones previas no se cumplían a su gusto. Ya lo había hecho otras veces, en connivencia con el director bancario que llevaba su cuenta personal. Le bastaba con alegar un error en el número de ceros, por ejemplo. ¿Qué podía alegar la parte contratante de la segunda parte? ¿No haber entregada un producto a cambio por ese precio? Y sin ese requisito formal las acciones legales que pudieran

ejercerse estaban condenadas al fracaso, aunque todo el mundo intuyera el tomate que untaba la tostada.

Córcoles hacía el paripé de entregar el cheque primero, fiándose de la buena fe de la otra parte y luego esperaba el cumplimiento del “quid pro quo” de Hanibal Lecter.  
Si no cumplían descolgaba el teléfono y anulaba el cheque. Que cumplían a su gusto… pues el cheque podía hacerse efectivo. Algo tan sencillo como implacable.

En este mezquino plan contaba con la ayuda de Hortensia, quien no le perdonaría la seducción de una doncella a cambio de nada, pero que aprobaría una compraventa “justa”. 

Córcoles sabía casi todo de Hortensia y lo que no sabía por boca de ésta lo conocía por otras bocas. Esta sorprendente mujer era capaz de ayudar a cualquier otra mujer del pueblo o de la comarca que estuviera “en apuros”, con su astucia pueblerina, tan sutil como implacable. En cambio no solo no movería un dedo por cualquier macho de los contornos, al contrario, se los cortaría a hachazos, uno a uno, si fuera preciso, sin el menor remordimiento.

Su peculiar psicología en este aspecto nacía de la conducta de su “Pacorro” de quien siempre hablaba con desprecio. Córcoles había escuchado esta historia de boca de Hortensia en varias ocasiones. Al parece Pacorro no esperó ni a que pasara la noche de bodas para ponerle los cuernos a la pobre Hortensia. En cuanto ésta se quedó dormida Pacorro se levantó en cueros y acudió al dormitorio de la doncella, cuya contratación fue una de las condiciones de boda de Hortensia. Ésta deseaba ser descargada de las faenas domésticas, y Pacorro aceptó con la condición de que la doncella fuera elegida por él. Por supuesto que la eligió a su gusto, a pesar del “morro” de su entonces novia, quien se prometió vigilar día y noche. Lo que no esperaba era que su Pacorro aprovechara su primer sueño conyugal para llevar a cabo sus aviesos planes.

No le costó mucho descubrirlos. Hicieron tanto ruido y se produjeron tales risas destempladas que Hortensia no pudo menos que despertarse. La doncella fue despedida “ipso facto” y su Pacorro salió al campo la mañana siguiente muy bien señalado. Lo que no impidió que otras doncellas de los alrededores sufrieran el acoso de “superPacorro” con mucho éxito, por cierto, porque éste era un buen mozo, con buena “ferramenta” como comprobó Hortensia y muy generoso con las doncellas que lo eran con él.

Hortensia calló como una muerta, pero su venganza no tuvo límites, ni en el tiempo, ni en el espacio, ni siquiera en lo retorcido de sus artimañas. Córcoles aún recordaba el mal rato que pasó cuando Hortensia le contó su primera venganza. Se las vio y se las deseó para cortar su risa compulsiva en presencia de Hortensia, quien no cesaba de mirarle con la misma cara con que seguramente miró a su Pacorro cuando éste le hizo sabedor de su problema.

Por entonces estaba de moda un nuevo pegamento que se anunciaba como el único capaz de pegar toda clase de materiales, sin el menor fallo. Hortensia hizo un viaje a la capital de la comarca, con un pretexto plausible, y allí se hizo con el nuevo “pegalotodo”. La sorpresa de Pacorro no tuvo límites cuando al despertar una mañana se encontró con que su “ferramenta” aparecía pegada de tal forma al bajo vientre que a pesar de sus esfuerzos ni siquiera pudo realizar la primera meada del día.

 Se pasó el día en el campo, haciendo como que trabajaba, aunque en realidad no hacía otra cosa que retorcerse y esconderse en la vegetación buscando una fórmula que le permitiera despegar el trozo de carne del bajo vientre. De no haber estado tan bien pegado, tal vez hubiera podido orinar un hilillo, de alguna manera, y desahogar la vejiga, pero Hortensia había tenido buen cuidado en que eso fuera de todo punto imposible. 

No pudo aguantar hasta la noche. Su vejiga estaba a punto de reventar y él con ella cuando se vio obligado a arrastrarse hasta la casa y arrodillarte ante Hortensia, a quien le contó, casi entre sollozos, su “espantoso problema”. Ésta se regodeó en el lance, haciéndole confesar todas sus infidelidades, sin omitir detalle. Una vez que su marido juró por sus muertos que nunca utilizaría “el instrumento” fuera del lecho conyugal Hortensia enjaezó la mula más lenta (en aquellos años raro era el pueblo que tenía más de un teléfono, que se utilizaba fundamentalmente para emergencias) y a sus lomos y sin ninguna prisa fue a buscar al médico, unos pueblos más allá. Mientras tanto su marido se quedó en el lecho retorciéndose y maldiciendo a todo lo que estuviera a su alcance.Cuando el joven doctorcito llegó, noche avanzada, el bueno de Pacorro se quejaba como una parturienta a punto de reventar. Hortensia presenció todo el proceso de despegue. Su Pacorro tuvo que bajarse los calzones y enseñar el problema. El doctorcito casi se desmaya del susto. Debió de ser la operación más compleja que hiciera a lo largo de su vida. Bisturí en mano cortó piel acá y allá hasta lograr que el trozo de carne pudiera evacuar el líquido represado. Ese fue solo el primer paso, porque Pacorro tenía el bajo vientre empapado en sangre. Antes de proceder a una cura y vendaje de urgencia aconsejó un lijamiento concienzudo de la zona, para deshacerse de los trocitos de piel y evitar una infección.

Hortensia lo llevó a efecto con gran fruición y placer. Los chillidos de Pacorro asustaron a los animales que acabaron montando una algarabía de mil demonios. Finalmente el joven médico, espantado de la brutalidad que se gastaban en aquella comarca, hizo un vendaje de urgencia y aconsejó mucho tacto en el uso del instrumento durante una temporada.

***

ESCRITORFRUSTRAD

Cuando Hortensia se hubo marchado a ordeñar a las vacas, al despertar el sol, el ingenuo doctor aconsejó a Pacorro que pusiera una denuncia en el cuartelillo de la guardia civil, contra su amada costilla y perversa psicópata. Con la boca llena de blasfemias y maldiciones Pacorro aconsejó muy seriamente al doctor que guardara el secreto profesional o le cortaría las pelotas con las tijeras de “podar” la lana a las ovejas.

 Durante toda su vida aquel pobre hombre juraría y perjuraría que él nunca, nunca, jamás, se había ido de la lengua. Muchos le creyeron. ¿Entonces quién se fue de la lengua? Teniendo en cuenta que los testigos eran tres, que el doctorcito parecía claramente inocente y que Pacorro nunca hubiera tirado semejante canto a su tejado solo quedaba la propia Hortensia. Ella y solo ella podría ser la causante del run-rún que asoló la comarca durante largo tiempo y que incluso llegó a traspasar sus límites, alcanzando hasta quién sabe dónde.

A su vez Hortensia permaneció en el lecho una buena temporada. Nadie supo muy bien por qué razón. Y al bueno de Pacorro no se le volvió a ver rondando donde nunca debió rondar, al menos durante unos buenos meses, hasta que le cicatrizó completamente la escabechina del bajo vientre.

Así se las gastaba la buena de Hortensia. Córcoles aprendió a respetar a aquella campesina zafia después de haber escuchado la historia y no solo en boca de su empleada de hogar. Sus maldiciones contra todo macho viviente, se las tomó como un piadoso rosario de una criatura que diariamente iba a misa, rezaba el rosario y empleaba toda clase de jaculatorias contra el mal del “macho”. En el respeto de Córcoles también iba su pizca de miedo o de terror, pensando que algo así pudiera ocurrirle a él a poco que se descuidara un poco.

Hortensia había vigilado sus pasos, al principio, como una loba y no hubo doncella seducida por Córcoles en aquella comarca que a cambio no lograra una sustanciosa dote. Entre ambos se estableció un pacto tácito. El primero quedaba autorizado a hacerse el rijoso de vez en cuando con mozas campesinas, siempre que a cambio hubiera un “quid pro quo” medianamente justo. A cambio la segunda recibía del primero la ayuda necesaria para que todo macho asaltador de doncellas, en la comarca y cincuenta leguas a la redonda, recibiera un severísimo castigo, caso de no aceptar casarse con la ya no doncella o ser aceptado por ella. Si había fortuna, el salteador se quedaba sin ella, como que Hortensia se llamaba Hortensia y Córcoles era su escudero. Si no existía ni media fortuna el atrevido podía darse con un canto en los dientes si conservaba lo que le pendía entre las piernas.

Gracias a Hortensia la mayoría de mozas de la comarca llegaban al matrimonio con una dote impensable en tiempos más cercanos. Y gracias a Hortensia, también, aunque a su pesar, se estableció el primer puticlub de la comarca. Su Pacorro fue autorizado, de manera tácita, a visitar a las “pilindongas” de vez en cuando, a cambio de dejar en paz a las mozas comarcales casaderas.

Antes de que Córcoles comprara la finca el famoso puticlub llevaba ya unos años funcionando a todo trapo. Con el tiempo el rijoso labrador fue perdiendo el miedo y volvió a las andadas. Eso sí, con discreción propia de espía de altos vuelos. Lo que no impidió el que su vengativa costilla se acabara enterando de cada una de sus felonías y se vengara en tiempo y forma oportunos, o más bien inoportunos.

ESCRITORFRUSRA

El famoso escritor había escrito en una agenda negra, que ocultaba en su caja fuerte, todas las anécdotas que le había contado Hortensia respecto al tema de su Pacorro, así como el resto de aventuras o aventurillas libidinosas que se producían en la zona, incluidas las suyas, de las que llevaba buena cuenta, no fuera que alguna doncella se pasara de lista y le pidiera una dote por la que no había satisfecho previamente el correspondiente intercambio carnal.

Hortensia era una deslenguada con él en cuanto se refería a estos temas. No se cortaba ni un pelo. Córcoles se preguntaba qué era en realidad lo que veía en él, para tratarle como nunca jamás se había tenido noticiade que Hortensia hubiera tratado a un macho con un rabo entre las piernas. A veces le daba por pensar que la buena mujer se había enamorado perdidamente de su amo, señor o señorito, como le gustaba llamarle a ella. Eso le ponía los pelos de punta, porque nada más lejos de su intención que levantarle el refajo a la campesina y bajarle las bragas. No obstante ella nunca pedía nada en esa dirección y se conformaba con un besito en las mejillas de vez en cuando y un beso en los morros por Navidad, cuando todo el mundo, y ella la que más andaba muy engrasada de orujo. En cambio Córcoles, cuando el estado de ánimo de su enamorada era el conveniente, tiraba de la lengua a Hortensia y le hacía prometer que le buscaría algo especial, campestre pero especial, para combatir su hastío de la vida, “su tedium vitae” como a él le gustaba denominarlo, fuera o no correcto en latín, a sus regresos del mundanal ruido.

Por eso la puntada de Hortensia aquella mañana, al despertar el señorito, estaba bien tirada, aunque tal vez Córcoles también tuviera razón y no le hubiera encargado expresamente la búsqueda de una doncella para el servicio completo del señor. 

El sol calentaba aquella mañana. En la cocina trajinaban las sirvientas. El bueno se Sebastián andaba libre, olfateando rastros como un sabueso. Su familia estaba lejos y al parecer contenta. Su novela podía esperar, al menos un poco más, y el placer de cerrar los ojos y rememorar algunas historias de Hortensia era un placer de dioses, solo al alcance de los elegidos. Poco a poco se iba quedando dormido con un gran bienestar entre las piernas, conforme repasaba las anécdotas de su sirvienta, aquellas que era capaz de rememorar sin tener que consultar la escondida agenda.

Córcoles, sin darse cuenta, entreabrió la boca y comenzó a respirar con más fuerza. Se sentía muy a gusto, al tibio sol otoñal que pronto no sería suficiente para calentar el cuerpo, ni siquiera al mediodía, y se vería obligado a arroparse. Comenzarían a bajar las nieblas y el frío cortante de la Sierra le haría buscar el calor del interior de la casa donde habría que encender la chimenea. Pacorro, el marido de Hortensia, ya tenía preparado un buen montón de leña, cortado y amontonado al estilo serrano. Entonces aprovecharía para escribir algo, lo que se le ocurriera. Como hombre pragmático que era gustaba de planificarlo todo y la posibilidad de que la nieve hiciera su aparición era algo que tenía previsto. La carretera comarcal se cortaría en el puerto de Las Culebras y nadie tendría acceso a la comarca si no era en helicóptero. Las máquinas quitanieves sólo harían su aparición cuando alguien en alguna parte lo dispusiera, y eso podía tardar bastante o mucho, según el humor del burócrata de turno.

Por supuesto que había contado con esa posibilidad. Lo peor que podría ocurrirle sería que su esposa decidiera que no podía dejarle solo y apareciera por allí con sus retoños. Necesitaba soledad para escribir y sobre todo que nadie interrumpiera sus escarceos amorosos con Obdulia. La moza merecía toda su atención y todo el tiempo de que pudiera disponer. Sería un asedio largo, de eso estaba seguro, pero la victoria merecería de todo el trabajo y el tiempo que le dedicara. Con los ojos bien cerrados y la boca entreabierta se imaginó cómo sería aquel cuerpo bajo el vestido basto que llevaba la guapa moza. El calor en la entrepierna se hizo más intenso, un hondo suspiro de satisfacción se escapó de su boca y un hilillo de baba se deslizó por la comisura de los labios.

¿Y su esposa? Córcoles no pudo evitar pensar en ella. Tendría que llamarla por teléfono antes de comer. Ya debería haberlo hecho la noche anterior, pero no le apetecía nada, siempre podría alegar que había llegado tarde y cansado. Pero de esta mañana no pasaría. Si ella se veía obligada a llamar primero no lo haría precisamente de buen humor. Logró convencerla con la excusa de que el compromiso literario que había adquirido era demasiado importante para no intentar dar lo mejor de sí mismo y no podría hacerlo si no estaba solo en aquella casa, en medio de la nada. 

UN ESCRITOR FRUSTRADO VI


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De no ser por esta deuda de gratitud con la vida tal vez hubiera pensado seriamente en vengarse de “Gordito” de una forma tan demoledora que no le quedaran ganas de seguir incordiando. No le molestaba su cinismo, sino su regodeo en la suerte. Alguien se había preocupado de hacerle llegar detalles tan mezquinos como que el seboso crítico hubiera pagado de su propio bolsillo las páginas que ocupara su biografía cínica. Al parecer se había pasado tanto con la extensión que el director de la publicación le ordenó cortarla o pagar él lo que excediera de la longitud habitual. El hecho de que un hombre tan tacaño, y sin otra fuente de ingresos que los obtenidos con sus colaboraciones, hubiera malgastado sus ahorros en contar a todo lo mundo lo malo y cabrón que era Córcoles decía mucho del odio que anidaba en sus entrañas, como una víbora a la que alimentara a sus pechos sebosos, siempre preparada para ser lanzada al cuello de sus enemigos.

Algún día tal vez se le presentara la ocasión de devolverle la mordedura a “Gordito” y ese día estaba seguro de que no titubearía. Él no era el hombre adecuado para hacer de Hamlet. No se preguntaría por el ser o no ser de una determinada acción. Una vez pensada y decidida la llevaría a cabo con toda crudeza. Eso sí, procurando que las consecuencias le afectaran lo menos posible. La sociedad es como es y la discreción siempre ayuda a capear los temporales.

¡Ya les enseñaría a aquellos cabrones quién era Córcoles! Pasaría a la historia de la literatura y aunque ellos no pudieran verlo, seguro que antes de morir se harían una idea de las calles con su nombre, las estatuas que se erigirían por doquier y de la fama que vocearían los siglos loando las obras maestras que escribiría en su madurez. Claro que para ello iba a necesitar la ayuda de vivencias “especialmente literarias”.
Córcoles maldijo su carencia de imaginación. Luego se arrepintió, porque tal vez la vida, el destino, el fatum o lo que fuera estuviera escuchándole y se enfadara con él. Ahora más que nunca necesitaba que los hados estuvieran de su parte. Pero era una verdadera lata carecer de esa fantasía que a otros escritores les permite sacarse historias de la bocamanga como un mago conejos de la chistera. En sus contactos con otros escritores había descubierto que la mayoría poseían suficiente imaginación para que nunca les faltara alguna que otra historia interesante que llevarse a los dientes. Él, en cambio, se veía precisado a echar constantemente mano de su pasado, de sus experiencias y vivencias personales o de aquellas historias que lograra le contaran gentes interesantes. Uno de sus mayores secretos era la búsqueda de “gentecilla” a la que la vida hubiera vapuleado con saña. Pagaba a delincuentes, drogadictos, prostitutas o gentes de bien que llevaran sobre sus almas alguna gran tragedia. Buscaba en la prensa o anotaba las noticias que hablaran de tragedias personales, especialmente si en ellas aparecía el dedo sangriento del destino. Contrataba detectives para localizar a estos desheredados de la fortuna y se entrevistaba con ellos, procurando sacarles la mayor información posible por la menor cantidad de dinero. Como un vampiro literario se nutría de sangre ajena. Si no experimentaba lo que iba a narrar en una historia o no lograba vampirizar de forma adecuada historias ajenas se encontraba completamente bloqueado y sin posibilidad de echar mano de su imaginación, sin alas, sin la menor intuición sobre el camino a seguir. Ese era el único don que nunca le entregaría la vida. A veces hubiera dado un brazo y la mitad del otro (se podía escribir en un ordenador con un programa de voz) por ese don esquivo. Algún escritor no profesional, con los que gustaba a veces contactar por si podía robarles ideas originales, le había comentado que para él era lo más fácil del mundo hacerse con centenares y centenares de ideas para relatos, novelas o lo que fuera. Su imaginación estaba siempre en ebullición, como una olla a presión. Se le ocurrían historias “por un tubo” como le dijera aquel escritor novel que acudiera a él buscando que le echara una mano. “No tengo suerte en la vida, nunca llego a tiempo o no consigo que la maravillosa idea que se me acaba de ocurrir resulte comercial y sea aceptada por los editores. Me he cansado de mandar originales a concursos sin el menor éxito. Usted, en cambio, parece tocado por la varita mágica de un hada madrina”.

Eso le dijo aquel joven ingenuo que aceptó hablarle de sus ideas e incluso enseñarle sus libretas de anotaciones a cambio de que le echara una manita con los editores. Córcoles descubrió que sus esbozos de historias eran muy originales y llamativos, pero no le servirían de nada. No era el tipo de historia que a él le gustaba, con el que se encontraba a gusto. Así que le despidió con buenas palabras y decidió que lo seguro era vivir las experiencias necesarias para contar una buena historia. Como había escuchado decir, no sabía si a “Gordito”, aunque con él nunca estaba seguro si la frase que le llamaba la atención era suya o una cita que no se molestaba en atribuir, tal vez por mala leche, o tal vez a un escritor conocido, “Hay escritores que serían capaces de vender a su madre por una buena historia”. 

Córcoles era una de ellos. A menudo se encontraba fantaseando sobre un incidente que ponía en sus manos la mejor historia del mundo. En ese caso no solo no le importaría vender a su propia madre, sino incluso ahogarla con sus propias manos para contentar al destino. En otra época hubiera hecho sacrificios rituales de sangre para obtener el favor de los dioses. Para él resultaba algo tan natural como tocar un buen culo femenino que estuviera cerca. Ni se molestaba en intentar ver la inmoralidad de esta forma de pensar.

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 ¡Y todo por su falta de imaginación! Pero eso era algo irremediable, lo mismo que la longitud de una polla. Si naces con una polla pequeñita con una polla pequeñita morirás. Córcoles estaba muy orgulloso de su instrumento, pero aún así se lo hubiera entregado al destino para que lo redujera, a cambio de una fantasía viva y productiva. En ese momento recordó que al parecer las “pollas” podían ser alargadas en operaciones de cirugía estética. Bueno, puede que todo tuviera remedio en la vida, si uno era lo bastante vivo para encontrarlo. Se detuvo unos instantes para recordarse que tal vez Sebastián le pudiera ayudar a conseguir las experiencias necesarias para su novela. Y desde luego mañana le pediría a Obdulia, sin falta, que encontrara una chica joven para el servicio. Puede que ella no necesitara ayuda, pero él sí iba a necesitar un buen culo cerca de sus garras. Su libidinosidad aumentaba en proporción geométrica con la frustración literaria que sintiera a cada momento. Y ahora se sentía muy, pero que muy frustrado.

Córcoles se levantó, con la cabeza ya despejada de alcohol, y decidió acostarse. Mañana sería otro día. Antes de recluirse en su dormitorio sintió la tentación de regresar al despacho. Se sentó frente a su mesa de madera maciza. El despacho estaba lujosamente decorado. Apoyadas en las paredes, estanterías repletas de libros. Frente a él un gran cuadro, describiendo un paisaje de montaña. A su espalda, el gran ventanal, oculto por suaves cortinas de terciopelo verde. 

Sacó un folio en blanco de su portafolios de piel y abrió un cajón donde guardaba la pluma de oro, regalo de su esposa. La movió en el aire, como un director de orquesta intentando que sus músicos comprendieran, de una vez por todas, el matiz deseado. En realidad estaba buscando la palabra perdida en algún lugar el cierto, el verbo mágico del que brotó una vez el Cosmos. Permaneció así largo rato, tal vez esperando la fantasía salvadora que transformara el pobre esbozo novelesco en una obra maestra. Su mente permaneció vacía. Alguien debió haber barrenado su cráneo y extraído todas y cada una de las neuronas, porque no se le ocurría nada, absolutamente nada.

Se levantó como un muñeco roto y con paso titubeante entró al dormitorio. Estaba demasiado cansado para limpiarse los dientes o enfundarse el pijama. Se despojó de la ropa de cualquier manera y la dejó tirada sobre el suelo alfombrado. En slip, se introdujo bajo las sábanas. Probó todas las posturas, sin éxito, el sueño no acudía a su llamada. Tal vez un cuerpo femenino a su lado le hubiera relajado lo suficiente para olvidarse del cansancio y la frustración. Mañana sin falta tendría que hablar con Obdulia. Alguna moza en el pueblo cumpliría sus mínimos requisitos eróticos. Ciertamente eran mínimos pero no inexistentes. Tras dar un número indeterminado de vueltas y contar ovejitas, hasta cien, dos, tres, cuatro veces, el sueño se compadeció de él.

 
 ***
 
 
         Durmió profundamente y al despertar no pudo recordar ningún sueño, algo que lamentó. Le gustaba anotar sueños al despertarse, en una libreta que tenía siempre a mano, durmiera donde durmiera, incluso en el lecho de sus amantes. La mayoría de los sueños anotados eran utilizables de una u otra manera en sus narraciones, bien para dar un toque psicológico a un personaje demasiado gris o incluso para pergeñar una escena surrealista algo que no abundaba en su obra, pero que había observado gustaba a la mayoría de los críticos. Córcoles era ante todo un escritor práctico, si carecía del genio o de la imaginación necesaria para extraer un universo de la nada, al menos sería un buen artesano, metódico y capaz de aprovechar hasta la última viruta.

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Permaneció en la cama, dejándose llevar por pensamientos voluptuosos. Al rato se oyeron unos fuertes golpes. No podía ser otra que… Su llamada era inconfundible. Antes de dar la pertinente autorización Hortensia ya había abierto la puerta, portando una bandeja con el desayuno,café fuerte y muy oloroso; tostadas con mantequilla y mermelada y huevos revueltos con beicon.

-¿Qué hora es, Hortensia?

-Las doce, señor. Le he preparado un buen desayuno, porque siempre se queda con hambre. Tengo un buen cocido al fuego, la sopa estará lista para las tres, no dejaré que se pase. ¿Le parece buena hora?

-Estupendo Hortensia, y gracias. No acostumbro a comer mucho en la capital, pero aquí me entra un apetito atroz, tal vez sea el aire fresco de la montaña.

-Y los buenos alimentos señor. No esas pijerías que le hacen comer en esos restauranes de tres al cuarto.

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-¡Qué razón tienes Hortensia! Tantas exquisiteces pueden terminar con el más fuerte. Pijerías como bien dices tú.

-Por cierto señor, abajo está esperando una buena moza de Pradillos de Arriba. Es trabajadora y muy hacendosa. Y además muy guapa, como usted me pidió. Pero rogaría al señor que no pasara de contemplarla, tiene novio y por aquí todos somos muy brutos, no me gustaría tener que llamar a D. Modesto, el médico, para que le diera unos puntos en su cabezota de chorlito.

-¿Qué yo le pedí una moza. ¿Cuándo?

-¿No se acuerda? El señorito bebe mucho por las noches.

-¡Cuántas veces le he dicho que no me llame señorito! Me siento como un idiota. Tampoco me gusta que me llames señor. Con el nombre me basta y me sobra.

-Como diga el señor… Como diga usted, D. Luis.

-Nada, que no hay manera de que me llame Luis, a secas. Bueno, pero dígame cuándo le pedí esa moza.

-Al telefonear no se olvidó de ningún detalle habitual, la tortilla, la ensalada, que ventilara la casa… y que buscara una buena moza para ayudarme. Buena lo es y también guapa, que una no se chupa el dedo y sabe que el señorito llama buenas a las guapas y malas a las feas. Que el señorito prefiere mejor a una guapa poco honesta que a una fea, honrada y limpia.

-¡Y dale con lo del señorito! Bueno, bueno, me había olvidado, pero si usted se adelantó ya no necesitaré recordárselo.

-¡Si una contara lo que ha visto en esta santa casa! Le recuerdo que la chica tiene novio y que es más bruto que un arado.

-Gracias Hortensia, pero no tienes por qué preocuparte. Sé cuidarme.

-Ya me lo dirá, cuando le vea sangrar como un cerdo. La moza se llama Obdulia, y ya la he puesto en guardia, así que procure ser bueno; al menos los primeros días, hasta que se le quite el susto. Por aquí tenemos las manos muy ligeras y no me extrañaría que la arreara un buen bofetón la primera vez que le toque el culo.

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-Yo no toco culos, Hortensia.

-Pues entonces los tocará el monstruo que esconde en el armario.

-Está bien, bajaré dentro de media hora, antes quiero adecentarme. Un monstruo bien afeitado da otra imagen.

-Usted bromee todo lo que quiera. Yo ya lo he advertido. ¿Quiere algo más?

-Nada más Hortensia, dígale a Sebastián que se tome el día libre si quiere. No le voy a necesitar.

Córcoles desayunó opíparamente, luego se duchó, afeitó y acicaló mirándose con ojos críticos en el espejo durante varios minutos. Vestido con pantaloncitos cortos y una camisa hawaiana bajó las escaleras, dibujando mentalmente el rostro y cuerpo de Obdulia. En la cocina las dos mujeres charlaban animadamente, la más joven se puso en pie rápidamente al verlo entrar, pero Hortensia la obligó a sentarse de nuevo.

-Siéntate, tonta, el señor se acuclilla en el retrete como todo el mundo. Si me hubiese obligado a esas pijerías que se gastan por ahí los señoritos no me hubiera visto el pelo más de cinco minutos. ¿No es así, señor Córcoles?

-Así es, Hortensia, no me gusta la etiqueta, todos somos hijos de la misma madre aunque tengan distintos padres, por lo tanto somos hermanastros y como tal no deberíamos guardar ninguna apariencia. De modo que esta guapa moza es Obdulia. ¿Qué edad tienes?

-No se lo digas, hija, una cosa es comportarse con naturalidad otra ser un grosero. ¿No sabe usted que a una mujer nunca se le pregunta la edad?

-Está bien Hortensia, ¿ya lo has explicado en qué consiste su trabajo?

-Naturalmente y también la he advertido que usted tiene las manos largas.

-No lo dirás por experiencia.

-Soy demasiado vieja para temer que cualquier mano se pierda en mi cuerpo reumático. Pero le confieso D. Luis que no me importaría, si aunque solo fuera el dedo meñique de su mano izquierda, me hiciera una caricia íntima –se rió a carcajadas y Obdulia, toda colorada la imitó con alguna precaución- pero a usted le gustan jovencitas y con la carne muy tierna.

-Me has dejado de piedra Hortensia. No te imaginaba así.

-Su imaginación sólo llega a donde le interesa. ¿Se ha creído usted que por ser de pueblo y tener unas cuantas ideas religiosas metidas en la chola no somos capaces de pensar por nuestra cuenta y darnos cuenta de que la vida no tiene nada que ver con lo que supongo escribe en esos libros que nunca se me ocurrirá leer? A mi edad ya no nos pica mucha abajo, ¿pero quién le dice a usted que no le he puesto los cuernos a mi Pacorro? Todo el pueblo sabe cuántas veces me los puso a mí y con quién. Las mujeres somos más discretas. Hasta Obdulia no le haría ascos si creyera iba a conseguir algo más que probar su cama, pero ella sabe muy bien que no merece la pena tirar su futuro a la basura y aguardar a que su novio le dé cuatro guantazos por saber hasta dónde llega la suavidad de sus sábanas.

-¿No es así Obudilia?

Ésta se había puesto aún más colorada y tenía los ojos clavados en el suelo como si allí hubiera algo que pudiera librarla de aquella situación incómoda.

-Bueno, Hortensia, dejémoslo. Hablando de Paco, me gustaría charlar con él.

-Hoy no ha venido, tenía que vigilar a media docena de negritos que ha contratado para las faenas del campo este verano. Se lo digo porque es de dominio público y a usted no se le ocurrirá ir con el cuento a quien no deba.

-Eso es cosa vuestra, ¿pero no crees que en el cuartelillo de la Pinareda tendrán algo que decir?

-Esos no abrirán la boca. Están bien untados.

-Bien, dígale a Paco que me gustaría montar a Fogoso dentro de un par de días. ¡Que lo traiga!… No, mejor iré yo a verlo. Espero que lo haya cuidado como a la niña de sus ojos.

-Eso no tiene ni que decirlo D. Luis.

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UN ESCRITOR FRUSTRADO V


 

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CAPÍTULO III

            Córcoles terminó de leer con un sabor agridulce en el corazón. Por un lado nunca agradecería bastante a “Gordito mala leche” –como era conocido entre sus víctimas- el interés que había manifestado por él desde sus comienzos, las buenas o simplemente compresivas críticas recibidas; pero últimamente se estaba pasando varios pueblos como diría un castizo. Lo que nunca le perdonaría era haber sacado a la luz confidencias vertidas sobre sus grandes orejas en un prostíbulo de altos vuelos, ciegos de alcohol y de sexo. El había conservado sus confidencias en su agenda negra, eso era cierto, pero nunca la había utilizado. Algún día acabaría pagando su deuda, no tenía prisa.

Recordaba aquella noche como una de las más vergonzosas de su vida y eso que no eran pocas. Se habían encontrado en la presentación de un libro. Córcoles aceptó tomar una copa con él en un lugar tranquilo, quería mantener una larga conversación, estaba muy interesado en su futuro como escritor. No hubiera aceptado de haber podido escabullirse sin problemas, pero le debía mucho y temía que su corrosiva pluma se pusiera en su contra. Hablaron, tomaron unas copas que cambiaron a color de rosa su visión del mundo y decidieron prolongar la noche. Córcoles le invitó a cenar en un reputado restaurante –era muy conocida la fama de gourmet de Gordito- donde la buena mesa y el buen vino les hicieron íntimos. Gordito insistió en que le acompañara a una exclusiva casa de alterne recién abierta y Córcoles pillado con el cebo al que no podía resistirse, picó en el anzuelo. Compartieron una lujosa suite y el mejor champagne con una mulata brasileña y una exquisita chinita. Hubo tiempo para todo, incluidas las confidencias, tiempo después Córcoles comprendió el engaño, las confesiones íntimas de Gordito eran tan solo una excelente novela que él hubiera firmado sin dudar. En cambio las suyas eran tan reales como la vida misma. Esperó un chantaje pero Gordito tenía una pasión mucho más intensa que el dinero, se consideraba el prototipo del nuevo mecenas literario moderno, le brillaban los ojos cuando aludía a ello, nunca perdonaba al escritor joven que él encumbrara, su fracaso tenía como consecuencia la más ruin de las venganzas.

 En su caso, como en el de otros, llegó a través de una revista cultural de prestigio que dirigía Gordito. En ella colaboraba con un apunte biográfico que titulaba muy acertadamente: Pequeña biografía cínica de un prestigioso escritor. Quienes aparecen allí recibían un duro golpe del que algunos ni se recuperaban.

A él le dolía sobre todo el ruin uso de confidencias muy íntimas, afectaban a otros aunque indudablemente él fuera el protagonista. Si merecía un severo, lo aceptaba, el que tuvieran que sufrir las consecuencias su esposa o la secretaria de su padre, entre otros, le sacaba de quicio. A pocos se les había ocurrido demandar a Gordito, menos aún eran los que habían conseguido ganar el pleito y más les hubiera valido perderlo porque su prestigio como escritores sufrió un duro revés luego de la campaña emprendida por la revista de Gordito.

Así terminaba el artículo de su mentor –Córcoles recordó la confidencia que le había hecho en una fiesta en la que los dos terminaron debajo de la mesa de un conocido pub de famosos, cocidos en alcohol, luego de íntimas confidencias que ambos supusieron ninguno recordaría- el primero en ensalzarle y darle a conocer. Ahora le flagelaba con látigo de siete puntas, aunque él sabía que no era sino el último intento para intentar revivirlo de un descubridor de jóvenes talentos que no soportaba que alguien pudiera poner en duda su olfato de sabueso literario.

 Córcoles se levantó tambaleándose y tal como estaba decidió bajar al jardín pensando que era el mejor lugar para reflexionar sobre su vida. Bajó las escaleras sin dar la luz, fantaseando sobre la posibilidad de encontrarse con una luz lechosa procedente de un clásico fantasma. Tal vez un encuentro así le ayudara a escribir una buena historia de terror o misterio, nada como un buen susto para salir del aburrido carril de la realidad cotidiana, un carril donde nunca se encuentran buenas historias y que es abandonado por todo escritor que se precie tan pronto se le presenta la ocasión.

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 El jardín estaba tenuemente iluminado por una bombillita de poca potencia escondida en un farolito de plástico colgado del techo del porche; más allá la oscuridad apenas aparecía punteada por alguna que otra estrella en un cielo claro pero ralo como sopa de pobre. Córcoles se dejó caer como pudo en la tumbona situada debajo de un sauce llorón y conforme el fresco de la noche le fue despejando se sintió tan llorón como el sauce cuyas hojas susurraban a su conciencia al ritmo suave de la brisa nocturna.

 Siempre que leía aquella biografía cínica sentía el impulso de tomar entre sus manos el cuello mantecoso de “Gordito mala leche” y estrujarlo hasta alcanzar su frágil sostén como la raspa de una sardina. Entonces podría romper esas vértebras de chicle y ese malnacido dejaría de existir.

Era su primer impulso que acababa muriendo entre mordiscos de su laxa pero acechante conciencia. No es que se arrepintiera de haber seducido a la secretaria de su padre aprovechándose de ella sin ningún escrúpulo para dejarla luego tirada como un trapo. Una mujer tan ingenua como ella necesitaba una buena lección que nunca llegaría a poder pagar ni con un premio en la lotería. Por otra parte él siempre había sido un amante capaz de satisfacer a una mujer, con gran seguridad no volverían a encontrar otro que la satisficiera tanto pero al menos él había acabado con sus tabúes respecto al sexo, una vez desbrozado el camino es fácil que cualquiera lo atraviese. Pesados los beneficios de ambas partes con una balanza de precisión era fácil que ella saliera ganando y si no era así nadie es tan imbécil para ofrecer su cuerpo a otro pensando recibir a cambio un paraíso romántico. Ella no era tan tonta como parecía y su comportamiento posterior lo demostraba, sin embargo la sinceridad de su enamoramiento le cosquilleaba muy adentro. Al menos debería haber sido mal delicado, más tierno.

 Tampoco le molestaba que “Gordito” escribiera tan cínicamente respecto a su cónyuge legal, al fin y al cabo su matrimonio había sido un pacto tácito entre ambos en el que se había logrado por las partes contratantes lo que se buscaba. El hecho de que se contara con tanto cinismo ambos episodios no era sino consecuencia de un error suyo del que no podía responsabilizar a nadie. Tal vez si hubiera frecuentado el trato con otros colegas le hubiera llegado algún rumor sobre la mala baba de “Gordito” pero eso ya no tenía remedio.

También era otro error suyo aceptar cualquier coñito que se le presentara en bandeja de plata. En algunos casos ni siquiera merecían la pena: tan fríos como recién salidos del refrigerador e incluso con dientes afilados que se hincaban en su miembro sin consideración, mientras su propietaria iba logrando lo que se había propuesto. El placer era tan vago que sólo un idiota aceptaría ese intercambio. Eso era él –un idiota. Lo repitió en voz alta regodeándose: I…D…I…O…T…A.

Nada de lo que había hecho tenía suficiente entidad para que su conciencia fuera capaz de revolverse en la tumba donde lo había enterrado tiempo atrás. Era esa sensación de ingenuidad infantiloide, de estupidez de malo de película de serie Z, lo que apretaba con fuerza sus mandíbulas hasta hacerse daño. Encendió otro cigarrillo para controlar ese movimiento reflejo y balanceó ligeramente la hamaca. Con un poco más de ropa, la noche sería espléndida para dejarse llevar por las olas de la fantasía; pero no se levantó para volver a la casa. El frío le hacía bien, le ayudaba a analizar el camino recorrido con objetividad tomando las decisiones necesarias.

Córcoles no era un hombre al que cualquier acontecimiento vital pudiera afectar durante mucho tiempo y muy traumáticamente. Disculpaba a todo el mundo, tal vez porque era muy consciente de su buena estrella. La vida le regalaba a manos llenas lo que necesitaba a cada momento, e incluso en ciertas ocasiones se complacía en hacerle regalos muy especiales, que nadie merece y mucho menos él. Por eso procuraba no mostrarse desagradecido con la vida, el destino o lo que fuera que le amamantaba a sus pechos como un hijo predilecto, sin ni siquiera ser hijo natural. Porque él, Luis Domingos Córcoles, era un auténtico “hijo de puta”. De eso no tenía la menor duda, ni sentía remordimiento alguno. La vida era demasiado dura como para ponerse a elucubrar sobre lo que uno podría llegar a ser si no estuviera constantemente preocupado en sobrevivir. 

UN ESCRITOR FRUSTRADO IV


 

ESCRITORF

Esta segunda estancia fue extraordinariamente provechosa. Perdido en los lugares más apartados de la serranía se encontró con una musa nueva y atractiva a la que nunca antes había visto el pelo. Allí esbozó ideas de una originalidad pasmosa, para relatos breves. Su mirada podía posarse en los caminos más trillados, que siempre encontraba algo nuevo que decir, hasta la huella de un caminante que había pasado completamente desapercibida para otros. Se aplicó a mejorar su estilo, como un escultor en madera consigue la perfección en su talla, viruta a viruta. Terminó un excelente libro de relatos y se aplicó con entusiasmo a esbozar su segunda novela pero su mujer no pudo soportar durante más tiempo aquel aislamiento que le crispaba los nervios- siempre fue ciudadana del ruido y de la prisa-  y decidió volver a la capital para celebrarlo, dejando bien claro que no solo no admitiría opinión contraria, sino que estaría dispuesta a llegar hasta donde fuera preciso.

Córcoles no puso ningún reparo, sorprendido de que su joven y vivaracha esposa hubiera podido aguantar tanto tiempo recluida en aquel convento, adorando a la diosa naturaleza. Volvieron, reanudaron la vida social con entusiasmo y él aprovechó para entregar el manuscrito del libro de relatos a su editor quien buscó un título adecuado a la gran variedad de temas y tratamientos narrativos de los relatos. Se tituló “Arcoiris” y tuvo un gran éxito de crítica, aunque su lector habitual se sintió defraudado por las dificultades que se ponían en un camino, habitualmente llano y previsible. Se celebró la madurez del joven escritor y recibió incluso reconocimientos oficiales. Su mujer rebosaba satisfacción, se sentía encantada de salir en la prensa del corazón con su retoño en brazos, recibiendo el beso cariñoso de u famoso marido. Recibía constantes visitas de amigas y conocidas que la habían echado mucho de menos, según ellas decían con un mohín que expresaba todos sus sentidos reproches.

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Todo iba sobre ruedas. Córcoles reanudó su vida donjuanesca con una exquisita discreción, mientras su mujer apenas tenía tiempo para atender a todos sus compromisos. Entonces recibió la visita de un conocido editor que en una conversación, sincera hasta la grosería, durante una exquisita comida, le ofreció entrar a formar parte de su reducida cuadra de caballos de primera categoría, únicamente aquellos que despiertan pasiones en todos los hipódromos a los que acuden.

Su próxima novela se presentaría al más prestigioso de los premios y lo ganaría con facilidad; su calidad contrastada y la madurez como escritor, que ya habían sido reconocida por todo el mundo haría que nadie se sorprendiera y si la calidad era mínima le catapultaría definitivamente a la fama.

“Córcoles no sintió ningún escrúpulo moral al aceptar el trato, la desfachatez de la propuesta no le pareció tan grave, al fin y al cabo él era un buen escritor y con toda seguridad su novela, si no la mejor de las que se presentaran al concurso, sí estaría entre las mejores. Se lo comentó a su esposa, quien aceptó encantada que se recluyera en la finca, mientras ella aprovechaba las dulces sensaciones que le producía estar en la cresta de la ola. Pero esta vez la musa le resultó esquiva; coqueta como era por naturaleza, seguramente habría decidido otorgar sus favores a cualquier otro que hallara en su errático camino. Se bloqueó y sufrió el tormento de verse obligado a crear unos personajes que se le escapaban de la mano y sumergidos en una trama que no era mucho más que una pequeña bañera para que un bebé jugara con patitos de goma. Su detective no encajaba en aquel entorno de barrio proletario, plagado de delincuencia y de droga. Así fue como en un intento desesperado que él creyó muy alejado de la inspiración de la musa decidió crear un nuevo detective. Un hombre cincuentón, gordo, seboso, sucio, con menos escrúpulos morales que un león hambriento ante su presa. Este personaje se encontraba como en un guante hecho a medida dentro de aquel entorno, se fue haciendo con la trama y decidiendo las situaciones. Tuvo dificultades para terminar la novela aantes de la fecha límite de presentación al famoso premio. No quedó muy satisfecho del resultado, hasta el punto de que estuvo a punto de no presentarla, pero se dijo que era tontería desaprovechar un premio que se le servía en bandeja.

Por supuesto que el resultado fue el esperado y durante una temporada Córcoles fue el nuevo diosecillo del Parnaso literario. Su grosero personaje le salvó de la crítica, a pesar de que todos estaban de acuerdo en que su estilo era titubeante y la trama se deslizaba entre los dedos del narrador. El detective había calado en críticos y lectores, los primeros alabaron la idea de diseccionar, sin temor a las consecuencias, una situación social ante la que la buena gente pasaba de puntillas, como temerosa de contaminarse. Aquel detective grosero y zafio ponía delante de las narices de todo el mundo la mierda que todos intentaban ocultar con los más caros perfumes.

Su mujer ya no rebosaba, estallaba de satisfacción, y durante una temporada se vio obligado a acompañarla por todas partes. Esto le salvó del acoso de las jovencitas que le habían situado, según una divertida encuesta de una revista, a la misma altura que los grandes astros de la pantalla, es decir muy cerca de las zonas más íntimas de sus cuerpos. Fue una época gloriosa que nunca olvidaría. Terminó con el segundo embarazo de su esposa que le libró del incordio de las reuniones sociales. Su mujer tuvo que recluirse en casa y tomarse una temporada de descanso, ante las dificultades de este segundo embarazo, que en ningún momento llevó con normalidad. Córcoles no perdió el tiempo, dejándose querer por sus fans, cuanto más jovencitas y tiernas mejor, perdió todo sentido de la discreción y acabó en la boca de la prensa canallesca; sus colmillos desgarraron su intimidad, que apareció con la desnudez del vicio despojado de cualquier adorno. Las fotos menudearon en las revistas, su esposa se olvidó durante unos días de sus sufrimientos y clavándole sus colmillos de vampira en el cuello le amenazó con dejarle sin una gota de sangre. Se recluyeron de nuevo en la finca donde dejaron pasar el tiempo, llegó el nuevo retoño que resultó ser una rolliza y sana hembra que no dio ninguna dificultad durante su crianza. 

Ocupados en sí mismos, el tiempo pasó y todo el mundo se fue olvidando de aquel refulgente escritor, escandaloso calavera. Durante años su producción se redujo a un volumen recopilatorio de sus artículos de prensa en los que no había dejado de colaborar. Fue entonces cuando su mujer decidió que podían volver a la capital, pero se alejaron de fiestas y reuniones sociales, donde Córcoles sería presa fácil de la diosa Venus. Allí vivieron con mucha discreción, que Córcoles aguantó, porque su economía dependía cada vez más de los recursos de su esposa. Sus ingresos se habían ido como agua por el fregadero, gastados en insaciables amantes. Colaboró con algún que otro artículo en la prensa e incapaz de emprender ninguna obra de envergadura fue dado como perdido para la literatura.  

Algunos programas de televisión, que explotaban el morbo y el escándalo, lo contrataron como contertulio aunque su labia, teñida de cinismo y grosería, si bien aumentó las audiencias produjo una serie tal de escándalos y demandas judiciales que los patrocinadores acabaron por cansarse dándole una formidable patada en el trasero. Su estrella por fin parecía empezar a declinar. Era un cuarentón con barriguita y algunas entradas que anunciaban el desierto de la madurez. Su rechinante cinismo producía dentera a quienes iban desentrañando la simplicidad de su engranaje. Así estaban las cosas cuando recibió una propuesta de su editor para escribir una gran novela que le rehabilitase de una vez por todas, permitiéndole volver a su cuadra de potros exquisitos de donde no debería haber salido nunca. Esta era la última oportunidad que iba a tener y el editor lo recalcó bien clarito.

Aquello le hirió profundamente en su hombría. No echaba de menos las largas tardes inclinado sobre un folio en blanco, buscando un soplo de aire que se le escapaba -redondear una frase tenía más de labor de picapedrero que de diletante-, sí en cambio le dolía que le achacaran de vivir de las mujeres como un don Juan de pacotilla, eso encrespó su orgullo. Iba a escribir una gran obra, una obra maestra y muchos tendrían que tragarse sus palabras.

 “Y aquí termino esta biografía cínica, la más larga de la serie a mi pesar, no sin antes comprometerme con los lectores a comerme esa obra maestra con patatas fritas si algún día la escribe este cínico vividor que tiene de escritor lo que yo de monjita. Córcoles me ha decepcionado profundamente, como jamás ningún otro escritor lo ha hecho. Esperaba mucho de él, casi todo, y tal vez de no haber exprimido sus neuronas, transformándolas en disparatados espermatozoides que fue dejando en cuanta vagina se le puso a tiro, este país contaría ahora con un clásico moderno de nuestras letras. Habría que revisar aquel dicho de nuestros curas de pueblo, eso de que la excesiva masturbación nos hacía tontos.  


Sin duda es lo que le ha ocurrido a este buen hombre.

«Discúlpenme por haberme dejado llevar por nostalgias de abuelo Cebolleta que intenta contar la gran batallita de su vida a sus nietos. Esta ha sido la batallita de mi vida de crítico literario y la he perdido estrepitosamente. Algún lector podría achacarme el haber perdido tanto tiempo en encumbrar a alguien que no se lo merecía en lugar de ponerme a escribir yo una obra maestra. Ese sería el más trágico de mis errores, porque cada cual debe reconocer lo que le ha dado la madre naturaleza y no empeñarse en torcer sus designios genéticos. Nací crítico literario y crítico literario moriré. Mi gran error fue Córcoles y mi gran acierto reconocerlo antes de que este vividor empedernido y este cínico irredento, termine por poner nuestra gran literatura de la piel de toro a los pies de los hunos. He dicho«
 

 

UN ESCRITOR FRUSTRADO III


30

Continuamente se prometía mientras cogía el teléfono y marcaba el número de una revista del corazón, que pronto pondría coto al asedio de las vividoras que diluían su economía  como un azucarillo en el café, pero en cuanto un cuerpo femenino especialmente adecuado para despertar su lujuria y libidinosidad se cruzaba en su camino caía una y otra vez en el blando abismo del sexo donde se olvidan los propósitos más elevados. Durante un tiempo le preocupó la acción más cobarde, rastrera y vil de su vida, pero en cuanto superó sus efectos notó con alivio que los últimos escrúpulos de su lasa conciencia se habían diluido por alguna tubería de desagüe. Recordaba ya con un vago dolor su comportamiento con la secretaria de su padre pero no fue capaz de resistirse a venderla a una revista del corazón por una jugosa cantidad que le ayudó a superar un declive económico particularmente resbaladizo después de llenar la ávida boca de su última amante durante unos meses. La ingenua joven fue cazada por un paparazzi a la puerta de su domicilio y a cambio de tantas buenas cosas como le había dado, incluidos sexo y amor, se vio en las portadas de las revistas como la mujer despreciada por aquel atractivo calavera que se iba haciendo un huequecito en el mundo de la literatura y un amplio espacio en el rebaño de los famosos.

Al leer la entrevista, las respuestas del joven calavera estas aparecían a primera vista como una confesión dolorosa de su pecado pero en realidad la que quedaba como un trapo sucio era la pobre mujer, una ingenua y estúpida víctima de aquel mujeriego simpático por el que empezaban a suspirar muchas lectoras de revistas del corazón. El reportaje tuvo su continuación para relatar el intento de suicidio de la joven que se tragó un montón de pastillas en su piso donde luchaba a solas con su dolor. Fue rescatada en el último momento como una escena de serial por una amiga a la que había plantado en una cita para cenar y a la que casualmente había dejado un juego de llaves de su piso ya que era su amiga más íntima, su familia más allegada residía en un pueblecito  en una provincia muy alejada de la capital. Un tercer reportaje cerró la serie, en él se hablaba de la reconciliación de ambos mientras cenaban en un conocido restaurante -ahora somos buenos amigos- decía un titular.

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A los treinta años era carne de cañón para las revistas del corazón, allí fue aprendiendo el difícil o fácil arte de las exclusivas -no puedo juzgarlo por falta de experiencia- y ello ayudó a poner remiendos a su economía que como un gigantesco Titanic amenazaba con hundirse a cada iceberg con forma femenina que aparecía en el horizonte. La preocupación por la volatilidad de la fama, por un futuro que siempre estaba en manos de otros, se notaba en su rostro pálido, el entrecejo fruncido en un gesto de dolorosa preocupación, su cuerpo, poco curtido en el deporte y un poco fofo gracias al disfrute de la gastronomía amenazaba con quedarse en los huesos, algo que no le preocupaba mucho; no obstante por las noches oía el rechinar de la maquinaría y el miedo a la enfermedad poblaba sus sueños de extraños monstruos con cuerpo de mujer.

Aquel episodio  le tuvo preocupado durante una temporada no muy larga, su editorial, aprovechando el tirón popular le propuso escribir un bestseller que sería lanzado con todos los medios a su alcance. Le sugirió mezclar el thriller policiaco, tan de moda, con la corrupción política, su dosis aceptable de sexo y una descripción suavemente crítica de la gente bien, los famosos y famosetes que viven de las exclusivas en las revistas del corazón y cualquier otro ingrediente que se le ocurriera. Allí precisamente, debajo de un castaño, se le ocurrió la genial idea de utilizar un escándalo político de corrupción, nacían como hongos en aquellos momentos, bien enmascarado como una trama policiaca y de espionaje, salpicada oportunamente de asesinatos, amoríos adulterinos y sobre todo la invención de un personaje detectivesco muy atractivo, gran mujeriego y aficionado a la literatura  -se habló de una fotocopia apenas enmascarada del narrador- que encantó a la crítica, pero sobre todo a los lectores que hicieron de su primera novela un bestseller en el que apenas se notó su estilo descuidado y la poca profundidad psicológica de sus personajes. Córcoles se hinchó como un globo conectado a un gran depósito de gas.

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Entonces el destino decidió actuar poniendo al alcance de sus manos a una jovencita de buena familia, harta del dinero y falso oropel de su familia, se dedicaba a la busca de un príncipe intelectual de prestigioso cerebro, físico agraciado y bolsillos vacíos a quien exhibir en las frívolas reuniones sociales dándoles un toque de glamour que ninguna lengua viperina podía conseguir, para ello se necesitaba un intelectual con suficiente cultura y espiritualidad, solo él podría paliar el hastío de aquellas vidas sin norte. Ella se adjudicó el papel de musa, de tierna amante a la espera de la santificación del matrimonio; a cambio dejaría caer en los bolsillos del elegido algún que otro napoleón de oro.

El aceptó encantado el papel que se le adjudicaba, ella era bella, tenía la riqueza que a él le faltaba y solo tenía que dejarse querer y ser discreto con sus líos de faldas a los que le resultaba tan difícil renunciar. Pero terminó por verse obligado a hacerlo, la jovencita no soportaba que fuera infiel a su musa que disponía de fondos propios y los había utilizado para poner un bonito apartamento a su nombre. Estaba enamorada de él y exigía un reconocimiento, no le pedía matrimonio pero comprendió que renunciar a otras mujeres y depender económicamente de ella era prácticamente lo mismo que estar casados, así que decidió dar el paso. Se casaron con la rimbombancia que la clase social de ella y su fama de intelectual y mujeriego exigían. Durante un tiempo su vida fue agradable tenía el futuro económico solucionado, una preciosa mujer, fiestas, relaciones interesantes; pero un día leyó un artículo en el que se le daba por muerto como escritor.

Una bella mujer y una respetable fortuna pueden terminar con el genio más prometedor, claro que es una bonita forma de acabar con la musa, yo mismo lo haría- así terminaba el artículo de un conocido y reputado escritor que había defendido su valía a capa y espada quizás porque había sido de los primeros en ensalzarle y no acostumbraba a reconocer haberse equivocado. Era más que posible que aquello de tener olfato de sabueso para reconocer a futuras lumbreras en jóvenes promesas era lo que le seguía impulsando a creer en él cuando todo el mundo le daba por muerto para la literatura.

Aquello le hirió profundamente, en lo más visceral de su hombría. No echaba de menos las largas tardes sobre el papel blanco, buscando una idea que se le escapaba o redondear una frase, algo que más se parecía a picar piedra que a dar forma al agua utilizando vasos de diversas formas y tamaños. El hecho de que alguien se hubiera atrevido a llamarle chulo, y que lo que más se destacara de su trayectoria vital fuera que vivía de las mujeres, como un Don Juan de pacotilla, encrespó su orgullo. Iba a escribir una gran obra y muchos tendrían que tragarse sus palabras.

Oyó comentarios sobre una sierra, en un lugar perdido en una provincia del norte. Visitó la zona y le gustó. Enterado de la venta de una finca en un pueblecito cercano a la serranía, decidió comprarla y con la aquiescencia de su esposa, quien no deseaba otra cosa que alejarle de las tentaciones, pasó allí una temporada, dando instrucciones al arquitecto sobre la casa que deseaba en la finca. Aprovechó los tiempos muertos para escribir una novela sobre un detective, calcado de sí mismo, que tuvo un gran éxito, como no podía ser menos. Fue muy complicado encontrar la idea apropiada, pero al fin le vino a visitar la musa, mientras se perdía en los montes cercanos, a caballo (lo primero que hizo fue comprarse un semental y una hermosa yegua y contratar a un experto para que empezara a formar una yeguada de categoría) con una mochila bien surtida de sabrosa comida y una novela policiaca para leer a la sombra de los olmos.

Fue por entonces cuando comenzó a recortar todas las críticas, incluso las malas y las fue coleccionando en un precioso álbum, encargado al efecto en una tienda especializada. El matrimonio regresó a la capital para el parto. Allí Córcoles entregó el manuscrito a su editor y éste se publicó unos meses más tarde, cuando las felicitaciones y visitas por su primer hijo comenzaban a hacerse menos frecuentes. El éxito los lanzó a una constante vorágine social. No cesaban de aparecer en las primeras páginas de las revistas del corazón que, curiosamente, apenas habían mencionado el nacimiento de su primer hijo. Córcoles estaba ya casi olvidado por las revistas a las que había hecho ganar tanto dinero con sus exclusivas cuando su éxito literario le volvió a catapultar a la fama. Después de su matrimonio, que sí fue seguido con grandes medios, el interés que despertaba todo lo suyo para la curiosidad morbosa de sus lectores, decayó rápidamente. Ahora el éxito literario le volvió a abrir las puertas de ese mundillo de par en par. Su casa era un constante trasiego de periodistas gráficos, deseosos de una entrevista en exclusiva, una foto en el sofá con el niño o cualquier otra tontería que pudiera hacer subir la tirada de la revista. Esto llegó a hacerse tan agobiante que Córcoles, aprovechando que el primogénito había nacido enclenque, convenció a la mamá para alejarse de la vida ruidosa de la capital y retirarse al campo, donde el niño podría superar las debilidades con que la naturaleza le había castigado.

 

UN ESCRITOR FRUSTRADO II


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UNA BIOGRAFÍA CÍNICA

 

“Hoy, en nuestra exitosa serie de biografías cínicas sobre personajes y personajillos del mundillo literario, cinematográfico, artístico y cultural, que tan bien están siendo acogidas por la mayoría de nuestros lectores, vamos a dedicar unas pinceladas a uno de los escritores jóvenes con mayor proyección de futuro, futuro  que con el tiempo se ha quedado en nada, bueno en casi nada. Ha sido la mayor decepción que ha tenido este crítico en su larga vida de botánico literario -si se me permite la expresión-, la primera planta que se  ha agostado entre mis dedos. Pero esto no impedirá que esta pequeña biografía, sin dejar de ser cínica, de ahí su encanto, sea todo lo objetiva que puede esperarse de una decepción tan dolorosa.

Luis Domingos Córcoles es nuestro personaje de hoy. Cuarenta y cinco años, alto, delgado, casi fibroso, conserva todo el cabello que los años han vuelto plateado, tiene cara de niño bueno en la que dos ojos grandes y pícaros le han dado más éxito entre las mujeres que a un actor de Hollywood una docena de películas de éxito. Casado con una de las más importantes fortunas del país. Dos hijos de los que no parece ocuparse mucho, si tenemos en cuenta todas las aventuras amorosas que se le adjudican, y una obra literaria que prometía mucho pero que se ha quedado en muy poco, casi en nada.

Ya desde niño creyó haber nacido con buena estrella y la vida parecía  querer demostrárselo a cada instante. De familia burguesa con posibles tuvo una infancia tranquila, sin preocupaciones ni más miedos que los creados por su fantasía cuando se apagaba la luz de su habitación, repleta de libros y juguetes. Estudió sin prisas ni pausas lo suficiente para conseguir un título universitario que colocó en una de las paredes del pequeño apartamento que le regalaron sus padres satisfechos de que su hijo empezara a alcanzar las expectativas que habían puesto en él. Fue aquel el momento elegido para rebelarse con mucha suavidad y elegancia: quería ser escritor y comenzó a escribir poemas sobre el amor que no llega y el tiempo que todo lo devora. Se encerró durante meses en su coqueto apartamento, bien decorado y amueblado gracias a la solicitud materna, hizo de bohemio dejándose crecer la barba y se imaginó estar pasando hambre a pesar del cuidado de sus progenitores por su salud, concretado en un envío quincenal de abundantes alimentos que la empleada de hogar traía con timidez y en el fondo con la ilusión de que algún día el señorito la invitara a quedarse a cenar, pero las ensoñaciones románticas de bohemio trasnochado en que andaba inmerso le impidieron darse cuenta de que un pequeño amor proletario llamaba a su puerta.

A los seis meses salió de su retiro con una ristra de poemas que tituló luego de mucho pensar: “Esclavo del amor y del tiempo”. Hizo que lo pasara a máquina la secretaria de su padre con la promesa de que si aquel no se enteraba la invitaría a cenar en el mejor restaurante de la ciudad. La secretaria era una joven agradable que debía a la falta de exuberancia en sus atractivos el que llevara ya un par de años en el despacho de su padre sin haber caído en sus libidinosas garras con el consiguiente ultimátum de su madre que ya había echado a media docena de secretarias durante la última década.

Presentó el manuscrito a un conocido premio que consiguió sin demasiadas dificultades, algunos críticos mal pensados dirían luego que tuvo la gran suerte de presentarse un año en el que la escasez de buenos trabajos estuvo a punto de obligar a declarar desierto el premio por primera vez pero a él nunca le importaron mucho las críticas, al menos de puertas para afuera. Después de unos ajetreados días dedicados a atender  la fama que aporreaba a su puerta decidió cumplir la promesa otorgada a la secretaria de su padre más que nada porque fue preguntado por alguna periodista cotilla  si tenía novia. Pensó que no le vendría mal si le veían con una mujer, incluso imaginó poder sacar un dinerillo de alguna exclusiva en la prensa del corazón -aún conservaba la graciosa ingenuidad del primerizo- pero no logró que revista alguna se decidiera a pagar nada a un desconocido poeta porque sus lectores supieran que tenía novia. A pesar de ese pequeño contratiempo decidió prepararse para su nuevo rango de mito de las letras. Tenía entonces veinticinco años y se consideraba un joven apasionado, idealista, dispuesto a cambiar el mundo con su pluma; la mojaría en su propia sangre si fuera preciso para alcanzar sus objetivos. ¿No hemos sido todos un poco así al comienzo de ese camino que antes o después nos conducirá al fango?

Su idealismo nunca abarcó al sexo femenino. Una tarde se presentó en el despacho de su padre e invitó a su secretaria a cenar la noche de la semana que mejor le viniera, ella no lo dudó un instante, precisamente esa noche le venía de perlas, además tenía un hambre de lobo. Seguramente ella pensaba que una ocasión así no podía dejarse enfriar o el plato terminaría estropeándose. Quedaron en verse en una cafetería próxima al despacho, en cuanto su padre la dejara salir estaría allí en un pis-pás. No se olvidó de saludar brevemente a su padre quien le felicitó a regañadientes insistiendo en que la literatura no era más que humo que ciega un momento para luego dejarnos ver con mayor claridad la cruda realidad de la vida. Su hijo se despidió demasiado bruscamente dejándole con la siguiente metáfora sobre la realidad intentando salir de su boca. En el fondo nunca se había llevado bien con la familia aunque lo disimulara hasta alcanzar el estatus económico que le permitiera alejarse de su lado lo más pronto posible.

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La secretaria se llamaba Yolanda -así se presentó ella nada más verse pensando con razón que no sabría su nombre ya que nunca había tenido la delicadeza de preguntárselo desde que la viera por primera vez en el despacho de su padre-y era una chica delgada  de cara ligeramente afilada terminada en una barbillita de niña indefensa, cualidad que llegaba a algún lugar escondido de la psicología masculina que sin darse cuenta comenzaban a pensar en lo mucho que les gustaría protegerla estrechamente entre sus brazos, ni siquiera Córcoles era inmune a este sentimiento; morena con  melena rizada, a primera vista nunca decía mucho a los hombres pero más tarde después de haber contemplado varias veces sus ojos grandes y tiernos una especie de atractivo oculto parecía desplegarse con la sutileza de un buen perfume y la víctima terminaba enredado en sus redes sin la menor consciencia de haber sentido ese estremecimiento en las entrañas, síntoma de males mayores. De todo esto se iría haciendo consciente con el tiempo, en aquellos momentos para él Yolanda no era sino una vergonzosa e indefensa jovencita, seguramente aún virgen, ignorante del agradable sabor de  las mieles del amor.

Cenaron en un restaurante italiano elegido por ella que parecía sentir debilidad por la pasta mientras huía como del demonio de los alimentos grasos a pesar de su marcada delgadez, excesiva a juicio de Córcoles, que no le vendría mal recubrir un poco más sus huesos y convertir el liso asfalto sino en una curva peligrosa sí al menos digna de atención. Calentaron el cuerpo con un suave vinillo y soltaron sus lenguas sin recato, él habló de sus proyectos literarios, de la agradable velada que estaba disfrutando gracias al dulce atractivo de su pareja…Ella era consciente de que el señorito hubiera sido capaz hasta de encontrar algo agradable en el asesino contratado para meterle una bala en la sesera con tal de que hubiera sido mujer. Era un momento irrepetible por lo que aceptó sus requiebros con el entusiasmo de la adolescente que descubre por primera vez lo que su cuerpo es capaz de provocar en el sexo contrario. Se dejó coger la mano mientras comentaba lo vacía que estaba su vida y la escasez de caminos en su futuro.

Terminada la cena aceptó sin hipócritas prevenciones la sugerencia de tomar una copa en un agradable pub muy recoleto y propicio a la intimidad, allí podrían seguir contándose sus cosas sin que nadie les molestara. El señorito apenas guardó las apariencias unos minutos, lo justo para que el discreto camarero les sirviera las copas y se esfumara con la suavidad que el humo del cigarrillo de él lo hacía hacia el techo. Fue materialmente asaltada sin que ella pusiera más obstáculos que los imprescindibles para no llegar al coito en un lugar tan poco propicio.

Dieron por finalizada la noche en su apartamento, donde la pasión alcohólica del atractivo señorito aceleró y brutalizó un acto que ella hubiera esperado más tierno y romántico, al menos así lo había imaginado desde el primer día que le vio aparecer por la puerta del despacho y estrechó su mano distraídamente mientras su padre les presentaba. Su relación duro un par de meses, el tiempo preciso para que él se encaramara de rondón al estribo del tranvía de la fama: colaboraciones en la prensa, entrevistas y habladurías sobre sus muy atractivos proyectos literarios. Un precontrato con un editor avispado sobre su primera novela le permitió, gracias al adelanto agradablemente sustancioso y a las pequeñas pero seguras cantidades de sus colaboraciones independizarse definitivamente de sus padres y con la disculpa de que la casa editorial tenía su domicilio social en otra ciudad trasladarse allí desde la capital e instalarse a una distancia prudencial de sus progenitores.

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Esta excusa también le sirvió para dejar a su amante que ya empezaba a creerse con privilegios de futura esposa con un simple -hasta pronto- y el regalo de una costosa joya que ella aceptó resignada, en el fondo nunca tuvo demasiadas esperanzas de cazar al señorito. Mientras recogía su último beso en el andén, permaneció entera, ni una sola lágrima resbaló por sus mejillas pero se juró que si surgía la ocasión le haría pagar aquel desapego frío y calculador que él ponía en todo. Mientras ella se dejaba llevar por estos sentimientos él apenas sintió un leve cosquilleo en la conciencia.

Dispuesto a emprender una nueva vida alquiló un pequeño apartamento, buscó  y consiguió -no sin algunas dificultades que salpimentan una buena relación- una atractiva amante por días, secretaria en la editorial y se dispuso a conquistar el mundo. Gracias a la influencia de la prestigiosa empresa editorial que lo había incorporado a su exclusiva cuadra de caballos de carrera como un potro joven que promete -en expresión del obeso fumador de puros que llevaba las riendas de la empresa- ganó un concurso de relatos cortos. Aumentó el número de sus colaboraciones en los medios de comunicación y su caché  subió lo suficiente para no verse obligado a pisar todos los días el duro suelo de la economía. Conseguido lo más difícil  decidió intentar lo más fácil, según su peculiar visión del buen periodista,  que era convertirse en una pluma de prestigio dándole un cierto humor a sus artículos, humor del que creía carecer aunque pronto descubrió que todos llevamos dentro, en  lo profundo de nuestra psicología, una veta de oro que debe buscarse con duro esfuerzo,  no obstante  a veces la suerte la pone delante de nuestras narices  a las primeras de cambio como  en su caso que encontró la mena sin mucho esfuerzo; esto le ratificó una vez más en  la creencia infantil de estar siendo guiado por una buena estrella.

La fama llegó con esa facilidad que al cabo de un tiempo todos los famosos llegan a maldecir, poco preparados para afrontar las espinas que tiene la corona de laurel que te colocan sobre la cabeza. La bella coqueta dejó caer sobre su cabeza copos de oro y al relumbre de sus cabellos acudieron algunas mujeres interesadas en acostarse con famosos tal vez deseosas sin saberlo de que la diosa errara un poco su mano y las salpicara con alguno de sus dones. No fueron solo mujeres las que acudieron tras sus pasos, también lo hicieron los típicos pelotillas que siempre buscan una buena inversión para su futuro, puesto  que no tienen dinero que gastar en bolsa quieren que sus adulaciones les abran el paso hacia un futuro lleno de rosas. Un amigo en el Parnaso siempre puede llegar a ser útil. Existen otras especies zoológicas que suelen pegarse a los famosos como los mosquitos a quienes se adentran en los pantanos buscando la  sangre fresca de sus venas, acudieron al olor del elixir. Recibió ofertas para colaborar en revistas, periódicos y otros medios de comunicación y no dijo que no a ninguna, permitiéndose opinar sobre todo y sobre todos con un desparpajo que llegó a ser proverbial. Hizo unos dinerillos que malgastó con amantes de poco pelo y morro protuberante que ordeñaron su bolsillo con la disculpa de meter mano en la bragueta, bajando su cremallera ostentosamente para que el no pudiera creer que les guiaba otro impulso que el de satisfacerle. Su rostro empezó a ser conocido de alguna entrevista en televisión o foto en la prensa, pronto empezó a andar de boca en boca cuando le dedicaron alguna portada las revistas del corazón

Se habló de su fama de mujeriego en la universidad donde prefería siempre la presencia de una atractiva mujer a la lectura de un libro; de la secretaria de su padre que había quedado desconsolada cuando fue abandonada sin consideración alguna, de sus nuevos amoríos en el vasto huerto del entorno en que se movía ahora; en él no despreciaba ninguna col, lechuga o tomate siempre que tuvieran buena presencia o agradable sabor. Dejaba que se dijera cualquier cosa sobre su persona siguiendo el viejo dicho -que hablen de uno aunque sea mal-. Nunca rectificaba un rumor ni puntualizaba nada, en alguna ocasión se le oyó decir que no ligaba con monjas y por lo tanto la fama de calavera no le iba a hacer ningún daño.

CUADRO DE GUSTAVO DE MAEZTU

Tal vez por eso decidió dedicarse al relato corto intentando contar  irónicamente sus experiencias eróticas. Se presentó a un concurso de prestigio y otra vez tuvo la suerte como aliada. Si sus poemas eran buenos, algunos excelentes, en cambio su prosa no lo era tanto. Según rumores el jurado parece que estaba dispuesto a declarar el premio desierto dada la baja calidad de los originales presentados, pero fue presionado por el editor para que un premio tan prestigioso no quedara desierto. Su relato era uno de los menos malos, tenía sexo, pasión y una cierta originalidad aunque indudablemente su estilo era inmaduro, muy mejorable.

Envanecido por el éxito dejó de escribir, ocupando su tiempo en disfrutar de las jovencitas que se pusieron a su alcance, quienes ordeñaron sin compasión su líquido seminal y le arrebataron de manos de la musa, quien asustada de las mariposillas multicolores que revoloteaban a su alrededor solo le hizo alguna que otra visita ocasional de cortesía. No es fácil libar alguna gota de exquisita poesía del placer sexual, los mejores poemas nacen en los momentos más trágicos de nuestra vida, cuando la soledad nos desgarra por dentro, cuando la muerte visita a nuestros seres queridos, cuando la de desesperanza y el vacío nos hacen ver el abismo infranqueable que es la vida.  En vez de  saturarse de tragedias ajenas ya que su buena estrella le impedía sufrirlas y escribir como un forzado, entró en el juego de las exclusivas porque su economía no flotaba como él hubiera deseado contando tan solo con los adelantos de la editorial o las colaboraciones en prensa, radio y esporádicamente en televisión. Una vez que uno se acostumbra a la buena vida hasta la comodidad del burgués le parece tan sólo las sobras del gran banquete de la vida. En cuanto su economía declinaba utilizaba el fácil refugio de las exclusivas, un trabajo cómodo y bien remunerado en el que bastaba con aparcar la ética o la finura de espíritu unos instantes a cambio de recibir el sustancioso salario de su traición o mala baba. No le gustaba comportarse como un hombre sin escrúpulos a pesar de quedarle pocos porque era consciente de la importancia de una buena imagen social, pero no era capaz de librarse del acoso del rebaño de hermosos cuerpos femeninos que suelen acompañar a los famosos, con una sonrisa encantadora y la disculpa de hurgar en su bragueta suelen terminar metiendo mano a la cartera lo que convierte a cualquier economía doméstica en algo tan azaroso como la vida  de un ama de casa incapaz de llegar a fin de mes y siempre al borde de un ataque de nervios. Los dinerillos de las exclusivas los malgastaba con amantes de hermosos cuerpos pero sin ningún interés humano y mucho y protuberante morro.

UN ESCRITOR FRUSTRADO I


UN ESCRITOR FRUSTRADO

NOVELA

NOTA INTRODUCTORIA/ Comencé a escribir esta novela hace ya bastantes años y la abandoné cuando ya había escrito buena parte de ella, incluso el final, tal vez debido a que en ningún momento encontré un tono global, totalizador. La inicié como una caricatura de escritor burgués, que escribe como un diletante que solo busca darse una pose de intelectual, por motivos espurios, en este caso para seducir damas, como una especie de don Juan de pacotilla. Incluso el personaje de Sebastián, una especie de divertido factótum, me recuerda un poco a Leporello, el personaje de la conocida obra. He comenzado a leer el don Juan de Gonzalo Torrente Ballester, lo que me da una perspectiva adecuada de lo fallido de mi intento. Luego la historia tomó otro tono, erótico, que se me fue de las manos, si bien el humor siempre acude a mi rescate en estos casos y me salvó de una debacle absoluta. De pronto, sin yo buscarlo, la trama fue adquiriendo un tono dramático que me recordó un poco al realismo brutal de La familia de Pascual Duarte, de Cela, en la historia de Sisebuto, si bien teñido por un extraño realismo mágico con la casa de la mujer fantasma. Al final la historia se encarriló hacia una trama de novela negra muy peculiar. Eran demasiados tonos y perdí el compás. Ahora, ya jubilado, me he dicho que podría ser divertido rematar la novela, intentando armonizar tonos. Será difícil que lo consiga pero al menos la diversión está asegurada. Creo haber mejorado un poco como escritor por lo que supongo me veré obligado a una reescritura final, mejorando el estilo, puliendo párrafos y mejorando lo que pueda ser mejorado. No quiero renunciar al tono delirante y humorístico de buena parte de la obra, que me recuerda un poco a Crazyworld, aunque va a ser complicado mantener un cierto tono realista sin perder esa coloratura delirante que tiene toda la novela.

CAPÍTULO I

Luis Domingos Córcoles abrió la puerta y se hizo a un lado para que pasara Sebastián, su chofer y factotum, cargado con todas las maletas. El vestíbulo estaba oscuro, como boca de lobo, por lo que Córcoles  se vio obligado a utilizar una pequeña linterna para iluminar  la pared, a la izquierda de la puerta, buscando el cuadro de luces. Manipuló a tientas y de pronto la luz se hizo en la lámpara del  techo; el amplio vestíbulo quedó brillantemente iluminado. La decoración rústica desentonaba con el interior moderno, sobre el suelo de relucientes baldosas un par de arcones, comprados en el pueblo y convenientemente restaurados, hacían pensar en un anticuario que por falta de sitio en su almacén los hubiera dejado de cualquier manera en el hall de su lujoso chalet; por lo que se refiere a un armarito y varios butacones, sólidos y de sobriedad espartana, solo seducirían a un labriego cansado.

Cuadros de gran tamaño, describiendo escenas campestres, adquiridos por Córcoles a un desconocido pintor -que a su juicio prometía, y seguiría haciéndolo incansable, hasta Dios sabe cuándo-  tapaban las paredes. Sebastián recibió  la orden de subir el equipaje. Después de pensarlo se puso a ello, con cara malhumorada y refunfuñando entre dientes.

Al quedarse solo contempló con delectación el vestíbulo, pero acuciado por el hambre pasó a  la cocina situada a la izquierda, abriendo una puerta de gruesa madera de pino. Esta era muy amplia como el resto de habitaciones de la casa, le gustaba la amplitud por encima de cualquier otra consideración, y no se habían escatimado en su mueblaje todas las comodidades de una cocina moderna. Encendió las luces y se acercó al gran refrigerador para comprobar que Obdulia (una vecina del pueblo que cuidaba la casa en su ausencia) no se había olvidado de dejar algo para la cena. Rebosaba de frutas, hortalizas y verduras; en los huecos de la puerta cartones de leche, zumos de frutas y un par de botellas de vino, blanco y rosado. La parte superior estaba repleta con varias fiambreras de plástico que sacó y colocó sobre la amplia mesa de madera, destapándolas olió su contenido con aprobación: una ensalada campera hecha recientemente como a él le gustaba con patatas y huevos cocidos, una lata de sardinas, lechuga, tomate y pepino, regado abundantemente con aceite y vinagre; una gran tortilla de patata de la que se desprendía un apetitoso olor a cebolla y chorizo y una docena de chuletas de cordero.

Sacó  platos de la alacena,  cubiertos del cajón de la mesa y buscó desesperadamente una copa, ansiaba un buen trago de vino fresco. Destapó la botella de rosado de la tierra, aunque hubiera preferido un buen tinto, pero sintió pereza de bajar a la bodega,  y se escanció un trago, que degustó sin prisas. En el centro de la mesa le esperaba una gran hogaza de pan hecho por la propia Obdulia y al lado un gran frutero de cristal con toda clase de frutas de temporada. Sin esperar a Sebastián se sirvió un buen plato de ensalada y comenzó a comer con gran apetito.

Al cabo de unos minutos bajó su chofer, que le miró comer con desaprobación. Córcoles alzó la cabeza y con un gesto le invitó a sentarse a la mesa, le llenó la copa de vino que el otro apuró de un trago y siguió comiendo sin hacerle el menor caso. Terminó  un gran trozo de tortilla que acompañó con una buena rodaja de pan y después de haber apurado un par de copas de vino se sintió menos acuciado por el hambre y animado para dirigirse a su criado.

-Parece que Obdulia se ha esmerado especialmente, la tortilla está exquisita y no ha escatimado huevos ni patatas. Se podría alimentar a una docena de aldeanos hambrientos.

-Me temo, señor, que con dos bocas como las nuestras no quedará mucho de ella –  respondió Sebastián que ya estaba comiendo con voraz apetito. Para hacerlo se vio obligado a hacer una pausa,  hasta que pudo engullir lo que tenía en la boca, su amo era muy puntilloso en cuestiones de educación y buena crianza.

Córcoles no había gozado nunca de buen apetito pero le bastaba respirar el aire de la serranía para comenzara a ingerir alimentos como si no hubiera comido hasta ese momento. Tenía fama de gourmet y la cuidaba con mimo aprendiendo recetas en libros de alta cocina y buscando detalles curiosos en guías de restaurantes con estrellas o haciendo negligentes preguntas a sus amigos, auténticos gourmets, que disfrutaban de la buena cocina, como un montañero de la alta montaña. De esta forma consiguió una aceptable cultura gastronómica que a veces se veía obligado a poner de manifiesto aceptando invitaciones de amigos y conocidos a restaurantes exquisitos, donde llegaba a sentirse como  una nariz privilegiada cansada de respirar sutiles perfumes que terminan por producir terribles jaquecas. La comida casera preparada por Obdulia y los aires de la sierra habían transformado drásticamente su concepto de la comida como simple combustible, indispensable para que el motor biológico siguiera impulsando su cuerpo. Pisar la casa y sentir necesidad de disfrutar comiendo era todo uno.

No volvieron a hablar hasta dar buena cuenta de la cena, tan solo quedaron  algunas sobras en los platos. Córcoles dejó que su chofer recogiera la mesa y salió al porche con un escocés, escanciado de una botella que tenía especialmente reservada para él en el mueble bar del salón. Allí encendió un cigarrillo con el mechero de oro, regalo de cumpleaños de su esposa que solía tener detalles de este tipo, y permaneció largo rato contemplando un estrellado cielo  de un cálido mes de agosto sobre la serranía, más allá del jardín, de la carretera comarcal y del hermoso valle que atravesaba un riachuelo casi seco, pero que, según Obdulia, en invierno se desbordaba debido al salvaje caudal de agua. No quería pensar en ello, aunque sin poder evitarlo el argumento de la novela que tendría que presentar dentro de unos meses al más importante premio literario del país volvió a su cabeza. El acuerdo con el editor era muy bueno, el premio estaba dado a poco que su novela alcanzase un mínimo nivel. La editorial quería lanzarlo como el caballo más importante de su cuadra y no estaba dispuesto a decepcionarles. La meta era tan importante que no le importaba renunciar a su agradable vida mundana para encerrarse allí como en un monasterio dispuesto a dar a luz la gran obra de su vida que le consagraría definitivamente.

Iban a ser unos meses duros, no podría pasarse sin un bello cuerpo femenino que contemplar algunas horas al día; no se olvidaría de encargarle a Obdulia contratar una chica atractiva de la zona con el pretexto de descargarla de la limpieza de la casa. Seguramente tendría que escuchar algún comentario subido de tono; Obdulia no se mordía la lengua, no lo haría ni aunque del sueldo mensual, que recibían tanto ella como su marido, hubiera dependido su subsistencia. No era así, tenían la hacienda más rica del pueblo, sus hijos cuidaban de la numerosa ganadería y de cultivar las mejores tierras de la zona. Ellos hubieran podido dejar todo en sus manos y dedicarse a disfrutar de lo adquirido a lo largo de duros años de trabajo, pero como era proverbial entre los campesinos nunca tenían bastante, incapaces de imaginarse mano sobre mano viendo crecer la hierba.

Sebastián salió al porche con intención  de hacer compañía a su amo, charlar un rato y  respirar la brisa nocturna. Aún vestía su uniforme gris con gorra de plato y se desabrochaba los botones de la chaqueta, con cara de alivio porque el día había sido muy caluroso, típico del mes de agosto que estaba comenzando. Córcoles se sentía eufórico,  convencido de que la novela no se le atragantaría y de que Obdulia le conseguiría la moza más garrida de aquellos contornos, iban a ser unos meses muy agradables sin duda. Por muy huraña que fuera no se le resistiría mucho tiempo, era cuestión de paciencia poder llegar a disfrutar de sus encantos. Sin una sexualidad satisfecha y templada no sería capaz de escribir a gusto, un escritor que no puede concentrarse totalmente en su obra está perdido.

-Sebastián, puedes servirte un trago de la botella del salón. Celebremos la llegada al paraíso.

Antes de que pudiera terminar la frase su chofer había salido disparado. Era un hombre cercano a la sesentena, alto, guapo mozo, con el pelo canoso y un rostro agraciado, tenía mucho éxito con las mujeres  o al menos así lo pregonaba siempre que tenía ocasión, de las que gustaba disfrutar lo mismo que de una buena comida o de un buen licor. Su mujer al casarse le había contado todos los secretos de Sebastián, especialmente su fama de vividor. Siendo muy joven había entrado al servicio de la familia como mozo para todo, jardinero y finalmente chofer. Sus suegros se habían desprendido de él haciéndole pasar a su servicio con una cierta tristeza como quien se desprende de una valiosa antigüedad familiar. Ella le había hablado de los  muchos defectos de Sebastián pero exaltando sus cualidades de trabajador honrado que nunca ponía la menor pega mientras se le dejase al menos un día libre a la semana para dedicarse a sus mujeres. Nada más verse se habían comprendido con una mirada, Sebastián fue consciente de que su nuevo amo era tan mujeriego como él y que podría sacar buenos beneficios de todo ello si mantenía la boca cerrada, algo que no le supuso gran esfuerzo ya que siempre había sido muy discreto. Por otro lado Córcoles comprendió que subirle el sueldo y darle más días libres siempre que fuera posible haría que Sebastián terminara comiendo en su mano, como así había sucedido. Le había acompañado en alguna de sus cacerías como él las llamaba, con notable éxito, lo que les había unido más de lo que lo hubieran hecho lazos de sangre. Sin perderle el respeto cuando estaban solos le trataba más como un viejo amigo que como al amo que cuidaba de su subsistencia.

Este volvió con un doble de escocés y se colocó a su lado. Córcoles le ofreció un cigarrillo que Sebastián aceptó encantado no privándole del placer de encenderlo con su mechero de oro. Fueron a sentarse al jardín en unas tumbonas situadas debajo de un emparrado que servía para apagar los rigores del sol durante el día. Córcoles  estaba ansioso por hablar de mujeres y quiso saber de las últimas aventuras amorosas de Sebastián; éste, ayudado por  el licor que iba bajando por su garganta a rápidos tragos, no se mordió la lengua. Le habló del verano anterior, acababan de inaugurar un puticlub en la carretera que subía a la sierra y él no había podido resistir la tentación de estrenarlo. Comentaban que detrás de aquel negocio estaba una fuerte mafia de la costa  necesitada de un lugar discreto y retirado de la circulación para esconder allí a las chicas que por un motivo u otro tenían problemas para permanecer en sus salas de fiestas de la costa. Algunas por menores, otras por extranjeras sin papeles y hasta algunas que habían sido raptadas y violentadas, todas tenían que ser retiradas de la circulación y qué mejor lugar que una zona abandonada de la mano de Dios donde era fácil comprar a media docena de guardias civiles de un puesto aburrido y poco controlado por los jefes; el negocio de la trata de blancas era brutal, no existía más consideración que la ganancia fácil y rápida.

Allí conoció a una escultural brasileña que habían reclutado con la promesa de un trabajo seguro pero que al llegar aquí se había encontrado en las garras de mafiosos a los que no preocupaba una muerte más o menos por lo que no le quedó otro remedio que acomodarse. Disfrutaba del sexo y era alegre, una auténtica joya. No sabía si continuaba allí, mañana iría a visitar el puticlub. Si tenía suerte podrían compartirla porque seguro que el señor no aguantaría tantos meses sin echar una cana al aire. Córcoles no se atrevió a preguntarle con qué dinero iba a pagarla porque conocía bien la forma que Sebastián tenía de liarlas. Una forma de actuar a veces muy peligrosa pero él siempre se las arreglaba para salir bien parado de las aventuras.

Córcoles se rió de la salida y le prometió ir a conocer a aquella fogosa brasileña. Le pidió que fuera a por la botella y entre trago y trago y cigarro y cigarro se contaron sus últimas aventuras. La mujer, no solo el sexo sino todo lo que conllevaba el cortejo y luego el disfrute del amor, era para ellos el mayor placer que podía ofrecerles la vida, pero era preciso tener la precaución de no dejarse enredar en sus sutiles hilos emocionales. Cuando la botella se vació  ambos tenían la lengua estropajosa y apenas eran capaces de ponerse en pie, ayudándose mutuamente volvieron a la casa y buscaron sus respectivas habitaciones. Córcoles decidió echar un vistazo al despacho antes de acostarse.

Era una habitación amplia que comunicaba con su dormitorio por una puerta acristalada. Repleta de estanterías construidas con maderas nobles, hermosos libros llenaban todos sus estantes; en el centro una amplia mesa de despacho de madera noble adquirida de importación, un mueble bar, encima  un buen equipo de música y  sólidas cortinas en las ventanas que impedían el paso del sol. Se sentó a la mesa y sacó folios de un cajón;  de un excelente juego de escritorio cogió una pluma estilográfica de oro, otro regalo de cumpleaños de su esposa, y escribió el título de la novela: “Un detective en apuros”. No fue más allá, se quedó con la mirada fija en las estanterías, dejó la pluma sobre la mesa y encendió un cigarrillo. Buscó la carpeta de cuero donde conservaba las críticas y artículos elogiosos – las  negativas eran guardadas en una carpeta de simple cartón, de vez en cuando quemaba alguna  para calentar sus momentos bajos. La casita de campo, si así podía llamarse a una sólida construcción de piedra de forma rectangular y con dos pisos de altura y desván situada sobre una extensa finca en una serranía de una de las provincias norteñas más montañosas, estaba situada cerca de la carretera comarcal que atravesaba el cercano puerto de Los Pedregales de no excesiva altura pero que siempre se cerraba en invierno debido a las grandes nevadas que caían sobre la zona y al mal estado de la carretera muy descuidada por las autoridades correspondientes a las que no preocupaba mucho una zona poco habitada, agreste y poco visitada por el turismo. Córcoles la había escogido precisamente por la dificultad de su acceso, no quería ser molestado por nadie – el trabajo de escritor requiere mucha concentración- y de hecho su  esposa solo había estado allí dos veranos aprovechando sus dos embarazos. Hecha con piedra de la zona tallada artesanalmente según un proyecto de un gran arquitecto con el que Córcoles habia discutido hasta los últimos detalles, la casita como él la llamaba era un palacio de piedra siguiendo en el exterior la forma de los palacetes que la nobleza había construido en el siglo XIX en otras zonas más accesibles de la provincia.

Sin poder evitarlo  cogió la carpeta de la que sacó el recorte de la biografía cínica que había escrito sobre él  su crítico más entusiasta, tal vez el que le había dado el empujón definitivo, el que le  subió al pedestal. Había seguido su carrera desde sus primeros pasos, animándole constantemente aunque no por ello a veces sus críticas no dejaban de ser extremadamente corrosivas sobre todo cuando hablaba de su fama de mujeriego que según él acabaría antes o después con una prometedora carrera literaria. Comenzó a leer aquel artículo que a pesar de  las dosis de ironía y sarcasmo que a veces hacían su lectura muy desagradable le encantaba porque reflejaba muy bien su meteórica ascensión al Olimpo literario.