UN ESCRITOR FRUSTRADO XXIII


-Buenas sopas de ajo al estilo de la comarca, buen bacalao al ajo arriero y buenos chuletones cuando se puede. Y no me mire así, con esa cara de risa, que el ajo es muy bueno y a las mujeres no se nos nota el aliento, salvo por abajo y eso cuando tenemos una mala regla. No le pido que se controle, señorito, que no lo podrá hacer, pero al menos hable antes conmigo. Yo puedo darle sabios consejos, las conozco a todas, y ahorrarle más de un disgusto. Y si aún así sigue empecinado en tocarle el culo a alguna moza, déjeme a mí, que hable antes con ella. Todos nos ahorraremos quebraderos de cabeza.

 -¿Estarías dispuesta a hacer de Celestina para mí? Eres un encanto, Hortensia.

 Y el señorito se lo agradeció volviendo a sus muslos, acariciándolos con especial sentido de la lujuria oportuna. Hortensia le dejó hacer, con rostro serio. Aquel tema parecía preocuparle mucho. No sería hasta que la mujer terminase su historia que Córcoles llegaría a comprender sus poderosas razones, aunque en el estado etílico en el que se encontraba no le permitió ver el asunto con la debida perspectiva.

 -Soy una mujer discreta, señorito, y en la comarca lo saben todos. He tenido que tapar muchos líos de faldas de mi Pacorro y dado muy buenos consejos a las mozas que acudían a mí para que las sacara de algún que otro embrollo. No me gusta hacer de celestina, como dice usted, pero cuando el lío está montado mejor que lo sepan los menos posibles y si yo gano algo a cambio ¿por qué no iba a aprovecharme tanto trabajo y tanto quebradero de cabeza como me cuesta? ¡Bastante he sufrido con mi Pacorro! He estado en boca de todos durante mucho tiempo, pero al final he terminado por tapar todas las bocas. Algunas comadres se han tenido que callar como muertas cuando les he contado con pelos y señales los asuntos de sus maridos, y algunos maridos me han untado para que no se supiera lo que se traía entre manos con alguna moza. Que de todo ha habido en este pueblo. Cuando la vida te pone donde no quieres estar, mejor ser la que maneja el cotarro que la que lo sufre. ¿No lo cree usted así, señorito?

 -Agradezco tu franqueza, Hortensia. No te diré que no acabe necesitando de tus servicios. Pero seré generoso. No tendrás queja de mí, no. Y tienes toda la razón, cuando estás en medio de un “fregao” mejor ser siempre el que da que el que toma.

 -Eso si eres hombre, como usted, señorito, que a mí bien que me gustaría tomar algunas veces y no me dejan. Para usted, señorito, lo haría gratis, aunque si quiere hacerme un regalito no le diré que no. Que la vida es dura.

 Y a Hortensia se le humedecieron los ojos cuando Córcoles le acarició la mejilla, en un gesto de borracho conmovido, que no hubiera realizado en plena posesión de sus facultades mentales, mientras farfullaba y se trompicaba dándola a entender que bien podría ocurrir que algún día ella tomara y no solo dinero.

 -No soy una rácana, como otras. No lo hago todo por interés. A veces me basta y me sobra con un poco de cariño. Aquí, donde me ve, estoy muy necesitada de que alguien me haga caso, aunque solo fuera una vez. No tuve suerte con mi Pacorro y la vida no me ha tratado bien. Esto es como una rifa en la tómbola, hay a quienes les toca el muñeco guapo y a otras poner el dinero y recibir un pellizco sin entusiasmo del feriante cuando le volvemos las espaldas.

-La modista, ahora no recuerdo su nombre, señorito, puede que fuera Elvira o Modesta, no recuerdo muy bien, no era una mala persona, al menos en el fondo, aunque como se suele decir nadie es mala persona en el fondo. Lo malo es que a veces ni taladrando como dicen que hacen en los pozos de petróleo encuentra uno esa bondad tan escondida. Lo cierto era que no cosía nada mal, que trataba muy bien a las chicas que cosían con ella, sus empleadas a jornada casi completa y que comían de su plato y algunas dormían en los cuartos libres de su piso, que era muy grande.

“Como todas las modistas gustaba de charlar con sus clientas mientras les tomaba las medidas y elegían los tejidos o cuando regresaban a probarse las ropas o en cualquier otro momento que se terciara.  Julita, como le he dicho, señorito, no tenía muchos amigos y ninguna amiga, que todas envidiaban su buena fortuna y deseaban lo peor para ella. Imagino que usted, señorito, como persona culta que es no creerá ni habrá creído nunca en el mal de ojo. Pues que sepa que en esta comarca se creyó en ello desde siempre y aún hoy día se venden o se regalan amuletos contra el mal de ojo, eso sí de forma muy discreta. Pero creer se sigue creyendo. Es posible que Julita lo sufriera. Con tanta envidia no es extraño que todo se le empezara a torcer y las cosas le fueran saliendo mal una tras otra. Hasta yo misma llevo unos cuantos amuletos, siempre colgados al cuello, porque hay mucha envidia, mucha, señorito, y eso tiene que ser necesariamente malo, se crea o no se crea en el mal de ojo.

Y aquí Hortensia se desabotonó la camisa y enseñó a Córcoles, junto con tres o cuatro colgantes que llevaba al cuello, enredados de forma inextricable y alguno relleno de hojas secas o flores machacadas o algo que olía fuerte y no muy mal, buena parte de sus pechos, que el hombre, a pesar de la borrachera, del sueño contra el que luchaba y de las horas que llevaba escuchando la historia interminable de Hortensia, no dejó de apreciar en todo lo que valían. Eran pechos de piel suave, al menos a simple vista, prietos, voluminosos y muy erguidos para su edad, que él nunca había podido calcular y que ella nunca le había dicho, a pesar de sus reiterados intentos. Eso le despertó un poco y alargando la mano tocó los colgantes, uno a uno, mientras Hortensia le iba explicando qué era cada uno. Una virgen de los desamparados; un colgante de hierbas maceradas y rebozadas en agua bendita; una especie de bruja desnuda y enseñando un pubis muy abultado y tupido de pelo, con unos labios gordezuelos y muy llamativos, que Hortensia explicó era una diosa pagana que su madre le transmitió en el momento de morir para que la librara del mal de ojo y de los cuernos de su marido, de su Pacorro. Esto último no lo consiguió, pero sí tuvo suerte con el mal de ojo, puesto que algunas comadres, las que peor hablaban de ella, habían sufrido extraños accidentes, una se había roto el tobillo, a otra se le había caído un trillo sobre la cabeza…Mientras Hortensia explicaba y explicaba Córcoles manoseaba los amuletos y de vez en cuando sus dedos se le iban a la piel y hasta a los pezones que se pusieron duros bajo la yema de sus dedos. Córcoles se relamió y observando los pechos y buena parte de los muslos, sobre los que habían descansado antes sus manos, casi logró ponerse cachondo. Pero su borrachera pudo más y su miembro volvió a encogerse bajo el calzoncillo y sus vanos intentos por acercar la boca a los pezones a punto estuvieron de hacerle caer al suelo, de bruces, desde el sofá. Hortensia, ante aquel desastre sin remedio, decidió continuar la historia.

-Como le digo señorito, Julita era muy envidiada. No creo que la modista sufriera mucho de ese mal nacional y muy femenino, según dicen algunos machistas, que seguramente son más envidiosos que todas las mujeres juntas, porque nunca se le notaron comportamientos envidiosos y vengativos, aunque eso sí, llevaba muy mal que hablaran de su soltería y de lo tonta que había sido al rechazar a guapos mozos porque no tenían suficientes tierras. Quizás todo ocurrió de forma muy natural. Julita se explayó con la única mujer de la comarca dispuesta a escucharla con atención, e incluso a ser su amiga, y aquella se fue de la lengua, sin querer, con sus empleadas o alguna que otra clienta y entre todas fueron divulgando las intimidades de aquel matrimonio, que Julita cometió el error de hacer caer sobre un oído atento y una boca demasiado acostumbrada a soltar la lengua.

“Según las versiones que llegaron al pueblo, imagino que muy transformadas por el camino, de boca en boca, al parecer Sisebuto era un hombre en extremo celoso. No dejaba de pinchar a Julita para que le contara con cuántos hombres se había acostado y si en el pueblo se había acostado con alguno más, aparte de con él. Y aquí, señorito, me interrumpo un momento para hacerle ver que si Julita hubiera sido violada se lo habría contado a Modesta o Elvira, o como se llamara la modista, puesto que le contó casi todo de su intimidad matrimonial, y se habría acabado sabiendo. Así que por mi parte dejo zanjado el tema de la violación, aunque sí es probable que Julita se acostara con Sisebuto antes de marcharse a la capital (nada tiene de extraño puesto que aquel era un guapo mozo y poseedor de la mayor tranca del pueblo, y usted ya me entiende, señorito) y si éste la acosó o la violentó un tanto, Julita no debió mencionarlo nunca, salvo que lo hiciera a sus compañeras coristas o a sus amantes madrileños.
“El caso es, como le decía, señorito, que Sisebuto estaba obsesionado por saber de la vida sexual de Julita, y ésta, a pesar de negarse a hablar de su vida íntima, cosa que no tenía obligación de hacer, puesto que había ocurrido cuando entre ellos no se había formalizado ningún compromiso sólido, no por ello podía evitar la tentación de recriminarle a Sisebuto sus celos y de tirarle puntadas sobre que ella también tenía sus derechos, y que si él quería saber, ella también, y por lo tanto que le contara a cuántas mozas del pueblo se había tirado en la era, y a cuántas había preñado, y qué había sido de sus hijos y si alguna había abortado y dónde y cuándo.

“Sisebuto no era hombre de muchas palabras y tan machista o más como los machos de la comarca, que lo eran mucho. Así que se molestó mucho y le respondió que los machos no debían nunca hablar de sus líos de faldas. Que eso era propio de caballeros. Y que además los hombres pueden hacer esas cosas, puesto que se pasan la vida con los testículos llenos y empalmados todos los días y a todas horas. Y que eso forma parte de la naturaleza del macho. No así de la hembra, que rara vez siente deseos si antes no es azuzado por el macho, y que cuando le pica puede rascarse un poco y olvidarse del tema.

“Julita debió perder la paciencia con él y le recriminó su poca y dura cabeza y lo estúpido de sus pensamientos y creencias y se negó en redondo a hablar de sus amantes, si es que los había tenido, que él no podía saberlo, a no ser que él antes le contara sus andanzas con las mozas del pueblo. El caso es, señorito, que Sesibuto un día perdió los estribos y la cabeza y le arreó a Julita dos tremendas bofetadas que la dejaron derrengada sobre el escaño. Eso según la versión que llegó a mis castos oídos de niña a punto de tener la regla (que no tardó mucho en llegar y tal vez aceleró su aparición los sucesos terribles que ocurrieron en el pueblo), que puede que hubiera más de dos bófetas, que conociendo a Sisebuto y lo bruto que era, bien pudo ser una buena paliza.  

El caso es, señorito, que Julita no se quedó parada y llorando como una idiota, yo tampoco lo hubiera hecho, en eso coincidimos ambas, en nuestra naturaleza guerra e indomable, sino que tomó una sartén del fuego, con el aceite todavía caliente y la estrelló en la cabezota de Sisebuto. ¡Y lo que yo me alegro de que lo hiciera!

Y aquí Hortensia batió palmas y se levantó como pudo e intentó bailar unos pasos de un baile folklórico de la comarca, pero había bebido demasiado anisete y tuvo que volver a sentarse, no sin antes advertir que Córcoles, quien había estado manipulando sus muslos y acariciando sus pechos y pezones, como intentando a toda costa ponerse cachondo, se acomodó en el sofá, cerró los ojos un instante, y cuando los abrió la mujer pudo ver claramente en ellos que había renunciado a una empresa que le parecía imposible, y se contentaba con escuchar su historia con los ojos abiertos mientras pudiera.

-La versión que llegó a mis orejas no decía nada más. Pero no me cuesta imaginar la reacción de Sisebuto y cómo dejaría a la pobre Julita. Seguramente la machacaría a golpes y no sería de extrañar que su cabeza golpeara contra el escaño y sufriera alguna conmoción, porque un médico de Madrid compareció por el pueblo preguntando por la casa de Julita, dijo ser su amigo, pero el maletín que llevaba era de médico, en eso no podía engañar a los del pueblo.

“La paliza debió de ser de órdago porque Julita permaneció algún tiempo en la cama y no se la vio fuera de la casa en una buena temporada. Sisebuto se encargaba de recibir las provisiones y de hacer todo lo que hubiera que hacerse por allí. Según le contó a la modista (debió dejarse en el tintero el resto de la paliza y algunos detalles humillantes) aquel osote enorme y bruto como un arado se arrepintió enseguida de las consecuencias de su arrebato de cólera y actuó como un niño grande. Le pidió perdón de rodillas. Lloró como si hubiera perdido a una madre muy querida (Sisebuto odiaba a su madre tanto como a su padre) y le prodigó a Julita tal suerte de caricias y de palabras amorosas e hizo tantas cosas que ninguna mujer de la comarca se hubiera atrevido a pensar que Sisebuto pudiera hacer (tales como fregar los cacharros o lavar la ropa y planchar… al menos esos dijeron los espías que seguían acechándoles) que Julita, poseedora de un corazón tierno y amoroso como el que tenemos casi todas las mujeres, acabó por aceptarle otra vez en su lecho y entregándole su cuerpo desnudo, que era lo que en realidad, según pienso yo, había hecho que Sisebuto se enamorara perdidamente de Julita, porque lo que es en carácter y en formas de ver la vida, eran como la noche y el día.

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