Categoría: RELATOS SOBRE ANIMALES

LA VERDADERA HISTORIA DE MICI Y ZAPI II


Ha pasado mucho tiempo desde que escribiera este capítulo. El dolor era muy intenso y me bloqueé, por eso he dejado pasar tanto tiempo. Luego vino la pandemia y el confinamiento y finalmente tuve que pasar el luto por la pérdida de Zapi. Una mañana salió de casa como hacía todos los días y desapareció, ya no le volví a ver más. No sé si le pasó algo, porque no he podido encontrar su cuerpo o tal vez se marchó de casa y del pueblo por algún motivo que desconozco, o puede que se alejara demasiado y se perdiera. En mi corazón siento que está muerto y el dolor no ha sanado, aunque sí se ha ido atenuando. Todas las noches le recuerdo, porque acostumbraba a venir a dormir a mi cama, a veces temprano, otras, tarde y otras no venía en toda la noche. Bromeaba con él diciéndole que se había ido de discoteca. Había una ventana con barrotes en la casa que daba al cuarto de la caldera de calefacción y éste al baño. Existía una puerta que cuando estaba él siempre dejaba abierta para que pudiera entrar y salir de la casa cuando quisiera. Ahora está cerrada y antes de dormir siempre le recuerdo con esta especie de oración: Zapi, Dios te bendiga y te lleve al cielo de los gatitos; gracias por acompañarme en el camino; te quiero mucho y siempre te querré.

Escribiendo este capítulo me he acordado de que también hubo algún que otro animal más en mi vida, además de la perrita Tula. Creo que yo tenía menos de diez años cuando mis padres me compraron un pollito en una feria. Lo habían pintado, creo que de color azul y ahora entiendo la razón de aquel extraño regalo. Aunque yo había olvidado lo que pasó con Tula, había bloqueado el recuerdo, ellos debieron pensar que aquel pollito me haría ilusión. Como así fue. Le tomé tal cariño que jugaba en casa con él constantemente. Le tomaba en brazos y le hablaba. El pollito se fue haciendo grande y un día mi madre me dijo que había que matarlo, porque ensuciaba toda la casa y ya era muy grande para estar dentro de una casa. Me llevé un disgusto terrible, lloré y supliqué. No conmoví a mis padres. Un domingo, a la hora de comer pusieron pollo. Hasta entonces había comido carne de pollo como si tal cosa, pero en aquella ocasión algo me dijo que era mi pollito. Me negué a comer, lloré, me levanté de la mesa y tardaría mucho, mucho tiempo en volver a comer pollo. No se me ocurrió que los filetes que comíamos muy de vez en cuando, porque en aquel tiempo la carne estaba cara, no así el pescado, también procedían de terneritos a los que hubiera querido mucho de haberlos conocido.

Ya no hubo más animales en mi vida, aunque sí es cierto que cuando iba a casa de los abuelos, en la montaña, echaba de comer a las gallinas y jugaba con ellas. Sentía un gran cariño por todos los animales, vacas, terneros, conejos, ovejas, cabras… hasta por aquella cabra que parecía haberme tomado inquina, no sé por qué. Me gustaba mucho ir con la becera de los terneros y observarlos con cariño. También iba con las vacas y creo que alguna vez con las ovejas y las cabras. Los animales formaron parte importante de mi vida durante las vacaciones de mi infancia. Luego, en el colegio, había un perro, un pastor alemán, por el que yo sentía un gran cariño, hasta que un fraile, al que llamábamos El Fantasma, que era muy odiado y que tenía un humor muy retorcido, me lo embriscó en el recreo como si fuera una broma. El pobre animal, acostumbrado a obedecer se lanzó sobre mí y como mostrara miedo y echara a correr, me persiguió y acabó por morderme en la rodilla. Recuerdo que me dio un gran bocado y me tuvieron que dar puntos. El dolor fue terrible y tomé tanto miedo a los perros que tardaría años en volver a acercarme a ellos. Eso no me impidió disfrutar con las aventuras de Rin-tin-tín y con los documentales de animales que veía en la televisión.

No volví a tener mascotas, entre otras razones, porque vivir en un piso con una mascota era algo que me repugnaba. Para mí los animales deberían de vivir en libertad. Cuando me jubilé y comencé a buscar un lugar donde vivir, decidí que tenía que ser en un pueblo, a ser posible en la montaña y en una casa con jardín o un poco de terreno. Mi ilusión era hacerme con un cachorro de perro y otro de gato y criarlos juntos para que se llevaran bien. La casa sería para ellos un lugar donde recogerse cuando les apeteciera, podrían entrar y salir a su antojo. Me había divorciado y estaba solo por lo que una mascota me ayudaría mucho a soportar la soledad. Las circunstancias no permitieron que mi ilusión se cumpliera, pero al menos logré de los dueños de la casa en la que viviría de alquiler durante tres años, que me permitieran tener un gato.

Una amiga me había ofrecido gatos porque tenía una gata que todos los años criaba una camada de gatitos. Le dije que esperara hasta que me jubilara y encontrara la casa adecuada. El momento llegó y cuando fui a su casa a recoger el gatito, macho, porque no quería verme en el lío de que cada cierto tiempo una gata tuviera su camada de gatitos con los que no sabría qué hacer, me encontré con que solo le quedaban dos gatitos, el resto los había dado en adopción. Me pidió que me quedara con los dos porque eran dos hermanitos que se llevaban muy bien y sería una pena separarlos. No lo había previsto, de hecho había comprado en un supermercado un transportín, comedero, bebedero, arenero y demás adminículos necesarios para cuidar de un gato. Aquello me pilló por sorpresa y durante un momento no supe qué hacer, porque el acuerdo con los dueños de la casa era que tendría un solo gato y mis proyecciones de futuro se basaban en un solo gato y no en dos. Finalmente me dio pena separar a los dos hermanitos y me quedé con los dos.

Quise volver al supermercado para comprar otro transportín, pero ya era tarde y al día siguiente hacía la mudanza a hora temprana. Tendría que adaptarme a la situación. Los gatitos eran pequeños y cabían los dos en aquel artilugio, aunque no iban a estar cómodos, como comprobé cuando puse el transportín en el asiento trasero e hice el corto trayecto hasta el apartamento. Cuando los subía en el ascensor no dejaba de preguntarme si sería capaz de cuidarles y darles todo el cariño que se merecían y necesitaban. Una de mis mayores preocupaciones era que no escaparan. Siendo tan pequeños si se perdían no iban a ser capaces de sobrevivir. Cerré la puerta con cuidado y entonces sí, les dejé libres. Lo que agradecieron saltando sobre las cajas de la mudanza. Durante el viaje los pobres no dejaron de maullar lastimeramente. Se me partía el corazón. Menos mal que el trayecto fue muy corto. Aquella fue la primera y dolorosa lección que aprendí. Los gatos sentían y sufrían. Puede que no fueran como nosotros, los humanos, puede que no tuvieran nuestro nivel de consciencia, ni pudieran expresarse con un lenguaje que comprendiéramos, pero estaba claro que sufrían cuando se les encerraba en una diminuta prisión, sin saber si iban a volver a ser libres y cuándo ocurriría esto. Aún después de muchos años sigo sin saber el concepto que los gatos tienen del tiempo, si pueden prever el futuro, si pueden llegar a atisbar lo que les puede suceder al cabo de un corto periodo de tiempo, pero lo cierto es que sufren, y mucho, cuando se les priva de libertad. Como sufren cuando se les priva de la presencia y cuidados de mamá gata. Cuando miré a su mamá, después de introducirlos en el transportín, en casa de mi amiga, sus ojos me dijeron que sabía lo que estaba pasando, algo bastante lógico teniendo en cuenta que todos sus nenes acababan igual, raptados por los dioses humanos y privados de su presencia y su cariño cuando aún eran unos cachorritos. Mentalmente pedí perdón a mamá gata por privarla de sus nenes y le juré solemnemente que cuidaría der ellos como si de mi propia vida se tratara. No me atreví a hablarla en voz alta porque no todos, incluso los que tienen mascotas, pueden comprender que uno hable con los gatos, como si le comprendieran. Ahora lo hago todos los días y ellos me responden con sus maulliditos que son más expresivos que si me hablaran en el lenguaje humano. Cuando uno está solo puede hacer lo que quiera, hablar con gatos como si fueran humanos, aprender de ellos como ellos aprenden de nosotros, y tratarlos como niños que irán comprendiendo con el tiempo el complejo mundo de los seres humanos.

Les puse pienso en el comedero, agua en el bebedero y esperé a ver cómo reaccionaban. Entonces caí en la cuenta de un grave error o de un despiste monumental como suelen ser casi todos mis despistes. Había comprado un arenero, pero me había olvidado de la arena. A pesar de ello puse el arenero donde pudieran verlo y recé para que les gustara e hicieran allí sus necesidades. Al llegar al apartamento y soltarles, observé que se habían hecho caca en el transportín. Otra lección aprendida. Los gatos se van por la pata abajo cuando tienen miedo, como también nos sucede a los humanos. Debí haber comprado unas bayetas empapables. Otra cosa de la que me había olvidado. Tuve que limpiar con papel de cocina y tirarlo por el retrete. Como tenía bayetas en la cocina, puse unas cuantas en el suelo del transportín.

Cuando los gatitos se cansaron de saltar sobre las cajas, de perseguirse, de esconderse en los huecos de las cajas de cartón, y les fue entrando el sueño, debieron recordar a su mamá, porque la buscaron por todo el apartamento, maullando tan lastimeramente que otra vez se me partió el corazón, como se me partiría una y otra vez a lo largo de mi vida con los gatos. Fui consciente de lo que los pobres estarían pasando. Pensamos que los animales tienen un repertorio de emociones muy limitado y que se les pasa todo enseguida. Otra lección que aprendí. Basta con una pizca de empatía para darse cuenta de lo que supone para un gatito que le arrebaten del lado de su mamá y se lo lleve un humano desconocido que no deja de ser un depredador para sus instintos elementales. Tras cenar y dejarlo todo preparado, poner la alarma del móvil y rezar para que el viaje del día siguiente fuera lo más liviano posible, me fui a la cama. No podía dormir. Eran demasiadas emociones y preocupaciones. Ahora yo era el papá o abuelito de dos gatitos que dependían de mí para casi todo. Sus maulliditos lastimeros me traspasaban, pero no podía llevarlos de nuevo con su mamá. Ya había supuesto que tener mascotas no era algo tan sencillo, pero lo que estaba sucediendo me estaba superando. Sentí la tentación de cerrar la puerta del dormitorio, para no escuchar sus lamentos y poder dormir unas horas, me esperaba un largo viaje. Pero no pude hacerlo, yo era ahora su única referencia afectiva. Esperé que vinieran conmigo a la cama, pero no se acercaban más allá de una distancia de seguridad que delimitaba con precisión su instinto de supervivencia. Otra lección que estaba aprendiendo. Los gatos son muy desconfiados y hay que tener mucha paciencia con ellos. Su instinto les dice que no hay que fiarse de un depredador humano, por bueno que parezca. Siempre hay que mantener una distancia de seguridad que les permita salir pitando si observan algo que no les guste. Conseguir la confianza de un gato lleva mucho tiempo. Puedes demostrarles que no eres un depredador. Puedes alimentarles y hablarles cariñosamente. Ellos son muy frágiles y su supervivencia depende de la desconfianza, de estar siempre atentos a lo que haga cualquier depredador cercano.

Me pasé la noche dando vueltas, angustiado por la responsabilidad que había adquirido. Pero mi decisión era firme e inquebrantable. Ahora estaba solo, tras el divorcio y necesitaba la compañía de una mascota para soportar los años que me esperaban. Era algo que tenía muy claro y haría todo lo que estuviera en mi mano para que aquellos gatitos tuvieran las mejores vidas gatunas que fuera posible. Durante la noche me entretuve en buscarles nombres. Me acordé de la fábula. Micifuz y Zapirón se comieron un capón en un asador metido…No me gustaban los nombres, además eran largos. Los abrevié de la forma más simple. Mici y Zapi. Sí me gustaban. No iba a bautizarlos echándoles agua por encima. Todos saben que los gatos huyen del agua. Pero empecé a llamarles así. Podía distinguirlos a pesar de su extraordinario parecido, porque uno tenía la cola quebrada y el otro normal. Al de la cola quebrada le puse Zapi. El otro se llamaría Mici. Zapi me daba un poco de penina porque pensaba que la cola quebrada deformaba su silueta gatuna. Eso hizo que le quisiera un poco más que a su hermanito.

Había puesto la alarma del móvil con tiempo suficiente para dejar todo listo antes de la hora convenida. Lo primero que hice fue mirar si habían comido. En efecto, a pesar de lo mal que lo habían pasado durante la noche, el comedero estaba vacío. Lo llené de pienso y cambié el agua del bebedero. Yo no quise desayunar, tenía el estómago encogido. Aún no sabía qué hacer. Si les encerraba demasiado pronto en el transportín iban a maullar lastimeramente. Pero si me descuidaba mucho puede que no me diera tiempo a cogerles y encerrarles antes de que se iniciara la mudanza. Esperé hasta que diez minutos antes de la hora me puse a la difícil tarea de cogerles y meterles en el transportín. Me llevó más tiempo del esperado porque no se dejaban coger. Normal, yo era para ellos un desconocido. Aún no había confianza. Tuve mucha paciencia, cerré las puertas y los perseguí por el salón. De no haber estado tan angustiado, hasta me habría reído, fue una escena que sería muy divertida en una película del cine mudo. Hasta tropecé varias veces, cayéndome sobre las cajas. Al final los atrapé y los encerré. Sus maullidos eran insoportables, así que decidí bajarles al coche, a pesar de que dejarles solos allí mientras se bajaban las cajas, iba a ser muy duro para los pequeñines. Pero no me quedaba otro remedio. Así lo hice y cuando empecé a colocar las cajas, observé que habían hecho sus necesidades por las esquinas. El despiste de no coger arena me iba a salir muy caro. Cuando el piso estuvo vacío limpié con la fregona, echando lejía por doquier. A pesar de ello el olor no desaparecía. Iba a tener problemas con el dueño. Como así fue. Le ofrecí quedarse con la fianza y me despedí deprisa y corriendo. Cuando bajé hasta el coche los gatos lloraban como dos bebés.

Nos esperaba un largo camino, más de cinco horas. Entonces no sabía, como me dijo una veterinaria, que el primer viaje en coche de un gato le marcaría. Si era agradable no le importaría volver a viajar en coche, pero si era muy desagradable, serían una verdadera tortura los viajes. No dejaban de maullar, tan lastimeramente que ya no sabía qué hacer. Les hablé con cariño, intentando convencerles de que serían muy felices en su nueva casa, con jardín. Les canté hasta cansarme. Finalmente puse la radio. Necesitaba estar muy atento a la conducción. No era cuestión de tener un accidente. A mitad de camino me paré en un área de descanso. Estuve tentado de sacarles del transportín para que se sintieran más libres. No me disuadió la posibilidad de que me pararan y ser multado, sino el peligro de que se escaparan. Por muy rápido que abriera la puerta y me colara dentro y luego la cerrara, sabía que un gato es tan ágil y escurridizo que se podía escapar del coche y luego mira a ver cómo corres tras él por todo el aparcamiento. Fue un viaje demoledor para mí, pero mucho más para los gatitos que no dejaron de maullar un momento.

Todo acaba pasando, hasta las mayores tragedias. El tiempo siempre va hacia delante. Es el único consuelo que nos queda. Hasta los mayores males acaban pasando con el tiempo. O te matan o los dejamos atrás. No hay otra. Sentí un inmenso alivio cuando al fin llegamos a destino y pude bajar el transportín del coche. Abrí la puertecita y los gatos salieron disparados. Otra nueva lección. Eran gatitos urbanos y no sabían lo que era un jardín. La hierba les daba miedo. Tardaría bastante tiempo en convencerles de que la hierba no hacía daño. Se subieron a un árbol del jardín y allí permanecieron mientras las cajas se descargaban en el garaje. Eran muchas, la mayoría repletas de libros. No tenía muchas pertenencias, además de los libros. La ropa iba en dos maletas y el resto en bolsas de viaje. Habían hecho sus necesidades. El transportín olía muy mal. Ya lo limpiaría. Había una manguera para regar el jardín. Cuando me quedé solo fui a llamar a los gatitos. No me hicieron caso. Dejé la puerta de la casa abierta y la curiosidad pudo más que cualquier otra prevención. La curiosidad mató al gato, dice el refrán. Al final entraron y comenzaron a olisquearlo todo. Por fin estaban en casita, de donde no pensaba moverme en mucho tiempo.

LA VERDADERA HISTORIA DE MIZI Y ZAPI


      LA VERDADERA HISTORIA DE MIZI Y ZAPI

DEDICADA ESPECIALMENTE A ZAPI QUE DESAPARECIÓ DE MI VIDA HACE CUATRO MESES. DONDE QUIERA QUE ESTÉS GRACIAS POR ACOMPAÑARME EN EL CAMINO. TE QUIERO MUCHO Y SIEMPRE TE QUERRÉ

Dedicada a todos los gatos del mundo, personitas encantadoras, con quienes tengo una deuda impagable, con mi infinito agradecimiento y como petición de perdón por mis errores. Ellos saben muy bien que un error de un dios humano puede ocasionarles la muerte, algo que los humanos no comprendemos porque no creemos en los dioses que manejan nuestros destinos, ni en las fuerzas poderosas que controlan y dirigen el universo.

CÓMO CONOCÍ A MIZI Y ZAPI

Hace ya muchos años, en una conversación familiar, expresé mi cálido amor por los animales y la tristeza por no haber tenido ninguna mascota. Fue entonces cuando mi madre me recordó algo que había sepultado en el fondo de mi subconsciente y bloqueado con paredes de hormigón. De niño yo había tenido una perrita, Tula, que murió atropellada por un camión al cruzar la carretera. Tendría yo unos tres años, cuatro como mucho. Residíamos en un pueblecito de la montaña de León, a donde la familia había llegado siguiendo a mi padre, asturiano, minero del carbón, huyendo de una dramática experiencia. Mi padre trabajaba en el famoso pozo Maria-Luisa, donde se produjo una huelga salvaje. Estábamos en pleno franquismo, años cincuenta. Los mineros se encerraron en el fondo de la mina y la guardia civil rodeó el pozo. No dejaban pasar a nadie. Mi madre fue a llevarle comida y tuvo que regresar, deshecha en llanto. El trato recibido fue inhumano. Aquello la afectó tanto, que cuando terminó la huelga le suplicó a mi padre que se marcharan de allí. Cosa que hizo, buscando trabajo en las minas de la montaña de León, primero por la zona de Sabero y luego en la Hullera Vasco-Leonesa, en Santa Lucía de Gordón.

Todo esto lo sé porque así lo escuché comentar muchas veces a mis padres. Por lo visto mis padres se conocieron cuando mi madre dejó la casa de los abuelos, por el puerto de Tarna, en León, y se marchó a servir en un mesón asturiano de un pueblo playero. Allí se conocieron, se hicieron novios y se casaron. Yo fui el primogénito y nací en casa de un tío de mi padre. Al parecer el piso era cochambroso y según contaba mi madre el suelo de madera estaba tan podrido que temían caerse abajo en cualquier momento. Eran malos tiempos, tiempos de posguerra, cuando aún no había comenzado el desarrollismo franquista. Vivían con el tío porque el sueldo de mi padre no daba para más. Por lo visto era un hombre bastante seco, huraño, malhumorado y con quien no se podía hablar, en expresión de mi madre. Estaban muy a disgusto, como es normal viviendo en casa ajena, más cuando no eres bien recibido.

Cuando se trasladaron al pueblecito cercano a Sabero, yo debía tener poco más de un año. Conservo muy pocos recuerdos, pero algunos quedan. El más vívido ocurre en el portal del edificio de la empresa, pisos para mineros. Vivíamos en un bajo, tal vez en el bajo derecha, porque recuerdo que según entraba tenía que girar a la derecha para llamar a la puerta de casa. En aquel portal viví la primera experiencia dramática sobre la vida y la maldad humana. Yo estaba allí jugando cuando salió una vecina, no sé de qué piso, con un caldero de ceniza que echó a la puerta de nuestros vecinos de enfrente. También arrojó excrementos humanos. Aunque este último recuerdo no es muy fiable. Por primera vez en mi vida fui testigo de un acto delictivo sobre el que sería interrogado por el guardia de seguridad de la mina, si es que lo llamaban así, que no creo. Era un hombre alto, vestido con un uniforme peculiar que no recuerdo muy bien. Tengo el vago recuerdo de que llevaba un sombrero de ala ancha. Lo que sí recuerdo muy bien es que llevaba una escopeta colgada al hombro, posiblemente una escopeta de caza. Aquello me aterrorizó. Fui interrogado a presencia de mi madre y como pude conté lo que había visto. El error de aquella vecina fue pensar que un crio tan pequeño no sería capaz de contar lo que había visto y mucho menos que sería creíble, hasta el punto de que sería expulsada del piso. Recuerdo vagamente que mi madre lo contaba, orgullosa de su primogénito.

Otro recuerdo, doloroso, fue un entierro de la sardina que salió mal. Un grupo de niños mayores que yo me cogieron por manos y piernas y me llevaron como en el entierro de la sardina. Tal vez no lo hicieran adrede, puede que a alguno de ellos se le escapara un miembro y los demás me dejaran caer al suelo. Lo cierto es que tuve la mala fortuna de pillar un cristal, es muy posible que el culo de una botella, con un saliente en forma triangular que se clavó en mi rodilla. Fue tanto el susto y el asombro que no debí gritar mucho, solo al ver salir tanta sangre comencé a chillar como un cerdo llevado al matadero. No recuerdo mucho más. Deduzco que fui llevado al hospital donde me pusieron varios puntos. Al recordarlo me chirrían los dientes, porque como contaba mi madre, bien hubiera podido quedarme cojo o perder tanta sangre que habría muerto. Teniendo en cuenta la sanidad de la época eso no me parece imposible, más con las infecciones que se pescaban por entonces.

Un tercer recuerdo es también terrorífico. Una noche me despertaron unas voces. Mi padre discutía con otro hombre. Al día siguiente pude enterarme de lo ocurrido porque mis padres discutían a voz en grito. Lo que no entendiera aquel niño aterrorizado en su habitación, llegué a saberlo con detalle cuando años más tarde escuché contar aquella historia de nuevo a algunos familiares de confianza. Por lo visto la hermana de mi padre, que acabaría muy mal, estaba casada o era pareja de hecho, como se dice ahora, de un atracador de bancos. Historia tan peregrina no me casaba por lo que en cierta ocasión se lo pregunté directamente a mi madre, quien me lo contó con pelos y señales. El cuñado de mi padre había atracado un banco en Asturias y venía huyendo con su esposa o novia, o lo que fuera, la hermana de mi padre. Querían que mi padre les escondiera durante unos días, hasta que pasara lo peor. Mi madre puso el grito en el cielo y al final el atracador y la cuñada de mi madre se acabaron largando con viento fresco, no sin generar una buena dosis de terror, porque al parecer les enseñó la pistola que portaba e imagino que les amenazó con ella. La hermana de mi padre debió de intervenir y convencer a su amado atracador de que no insistiera. Es una de las historias más rocambolescas de la familia, y hay algunas.

Todo esto viene a cuento porque mi memoria grabó estos acontecimientos, con bastante intensidad y precisión, y en cambio durante años no recordé la muerte de mi querida perrita Tula. Cuando mi madre me lo contó me vinieron a la cabeza algunos vagos fragmentos de lo que debió de ser mi corta vida con mi amiga, la perrita. Creo recordar que era pequeña, blanca, y que la tenía tanto cariño que no dejaba de darle besitos. Cerca de casa pasaba la carretera y me daba un pálpito de que iba a ocurrir una desgracia, como ocurrió. Fue un trauma espantoso el que viví, de tal intensidad que mi mente de niño bloqueó el recuerdo y aún está sepultado muy hondo en mi subconsciente.

Tula, Tulita, fue mi primera mascota y aunque luego amé con pasión a los animales, nunca se me pasó por la cabeza volver a tener mascotas, entre otras razones porque en los pisos no se podían o no se debían de tener. Miento. Recuerdo que con ocho o nueve años, viviendo en Santa Lucía de Gordón, mi padre se empeñó en comprarme un pollito de colores en una feria, con la oposición de mi madre, desde luego. También le di muchos besitos y le quería mucho, pero se hizo grande y hubo que matarlo. Cuando me lo dijeron me morí de pena y no dejaba de llorar. Tanto que mi padre se enfadó y si no me obligó a presenciar su degüello debió faltar poco. Lo que sí recuerdo es que luego me lo tuve que comer. No era capaz, vomité y mi padre volvió a enfadarse tanto que temí que ocurriera algo terrible. Lo que sucedió tiempo más tarde, tal vez meses o un par de años.  Un domingo, solíamos comer sopa y fabada asturiana de lata, me negué a comer la fabada que me gustaba mucho, como ahora, lo que enfureció tanto a mi padre que me lanzó un cuchillo a la cabeza. Me libré por los pelos, y nunca mejor dicho, porque moví la cabeza en un gesto instintivo y el cuchillo se clavo en el aparados, tras de mí, o al menos así lo recuerdo, puede que no fuera tan dramático y que en realidad el cuchillo cayera al suelo tras golpear con la madera porque no tenía punta. Eso parece más versosímil.Yo era un niño muy rarito, muy tristón, muy depresivo, como un enfermo mental en ciernes. Ya entonces cuando me enfadaba mucho o me deprimía, una emoción que entonces no se llamaba así, una de mis primeras reacciones era dejar de comer, lo que se ha repetido a lo largo de toda mi vida como enfermo mental. Otra reacción era gritar, patalear y montar en santa cólera hasta que recibía un par de cachetes.  La santa cólera es otra de las reacciones patológicas que como enfermo mental me ha perseguido casi hasta la vejez. Recuerdo que odié la carne de pollo durante mucho tiempo, tal vez años, hasta que aquel recuerdo quedó sepultado, como la muerte de mi perrita Tula.

De niño quería mucho a los animales y los he seguido queriendo a lo largo de toda la vida, para lo bueno y para lo malo, lo que eres de niño no deja de manifestarse durante la edad adulta, aunque de otra forma.  No quedó ahí mi relación con los animales. Durante las vacaciones que pasábamos con los abuelos maternos, en un pueblecito de la montaña de León, yo disfrutaba mucho yendo con la vecera de vacas, jatos e incluso puede que en alguna ocasión con las ovejas y las cabras. La vecera es la reunión de los animales del pueblo, dividida por especies y edades. Así los terneros y jatos iban en una vecera, las vacas en otra o en otras dos, las novillas o vacas jóvenes no regresaban a casa, se quedaban en un valle lejano, pastando hasta que llegaba el invierno. Había otra vecera de ovejas y cabras. Las familias del pueblo se turnaban para guardarlas como pastores. Creo que cada semana le tocaba a varias  “casas” tal vez dos, ibas por la mañana, temprano, regresabas para la comida y volvías a salir por la tarde, salvo en el caso de las ovejas y cabras que se pasaban el día fuera y regresaban por la noche y el de las novillas que los pastores iban durante una temporada, puede que quince días o tal vez un mes y solo regresaban al terminar su turno. Dormían en una cabaña de pastores y lo llevaban como podían. De muy niño mi abuela preparaba un zurrón de piel, donde metía un trozo de hogaza, un trozo de chorizo, un poco de jamón y cecina y nada más, yo no podía llevar la bota de vino como hacían los adultos. El que yo fuera con la vecera de terneros aliviaba a la “casa” que estaba muy ocupada segando hierba o con la recogida del trigo y la trilla en la era, según la época. Como no iba solo y los de las otras casas solían mandar a un adulto, parece que mis abuelos cumplían mandándome a mí. Conforme fui creciendo, fui ascendiendo, ya podía ir con las vacas. Puede que alguna vez también fuera con las ovejas, nunca con las novillas, un adolescente no podía pasarse quince días durmiendo en una choza de pastor y sufriendo las “calamidades” de la vida al aire libre, aunque a mí me hubiera gustado.

Pronto aprendería que cada animal, ternero, vaca, oveja, cabra, o lo que fuera, tenía su propia carácter, como las personas. Mi abuelo estaba resabiado con una vaca negra que tiraba del carro junto con otra vaca blanca. Recuerdo muy bien que la blanca se llamaba Paloma, pero no puedo recordar el nombre de la negra, suelo tener mejor memoria para los buenos, animales o humanos, que para los malos. Mi abuelo juraba en arameo y le metía buenos varazos a la negra, con aquella vara de avellano que llevaba en el extremo una punta afilada. Cuanto más la pegaba y renegaba de ella, peor se portaba la vaca. Tiraba de la otra y se iba a la cuneta, o intentaba adelantarse o atrasarse, a pesar de ir uncidas por el yugo. Siempre estaba haciendo alguna y justo en los momentos más inesperados y delicados. Mi abuelo sudaba y un color se le iba y otro se le venía. Yo, a pesar de mi corta edad, ya vislumbraba que el método de mi abuelo, de palo y tente tieso no funcionaba y no iba a funcionar nunca. A mí me parecía mucho mejor acariciarla y decirla palabras tiernas. Seguro que así se convertía, pero nunca me atreví a decírselo al abuelo.

Recuerdo a una cabra, el abuelo tenía muchas, que, por lo que fuera, la tomó conmigo, no sé por qué, ya que yo era un niño muy buenín, muy buenín. El caso es que cada vez que me veía bajaba la cabeza y se lanzaba contra mí con los cuernos en ristre. Llegué a enfadarme con ella y planeé una estratagema malévola. Cuando la veía bajar la cabeza, daba un salto hasta el muro que había delante de la casa y la pobre cabrita se daba un buen testarazo contra la piedra.  Para que aprendas, le decía, o lo pensaba para mi copete. Era un niño muy buenín, pero no podía aceptar que me tratara de aquella manera, yo que no le había hecho nada y que la quería mucho como a todos los animales del abuelo. Cuando se lo pregunté a éste, me respondió que era una cabra resabiada y que tuviera cuidado. Nunca supe si la habían maltratado, porque ahora nadie se le acercaba mucho, por si los cuernos.

También me gustaban las gallinas y los gallos y acompañar a la abuela cuando iba a coger los huevos del gallinero. Recuerdo que también tuvieron conejos, aunque los dejaron tras una peste que los mató a todos. Me enternecían los corderitos y las ovejas con las que trataba de hablar. Cuando decían beee, yo respondía, beee, pero no me entendían. Lo que nunca pude soportar era la matanza del marrano, o cerdo, que alimentaban todo el año con berzas y patatas y que luego sacrificaban por San Martín. Por suerte casi nunca estábamos, pero un año debió de llevarme mi madre porque tenía que ayudar en la matanza. Los berridos de aquel cerdo me taladraron el alma y no pude soportar ver cómo le clavaban el cuchillo. Me metí en la casa y me tapé las orejas. Luego se burlaban de mí, pero para mí fue como si estuvieran matando a un ser humano, nunca lo olvidaré.

Como tampoco podré olvidar mi primer crimen animal. Mi padre, al que le gustaba jugar a la lotería de vez en cuando, tuvo la suerte de cara, algo poco habitual, y le tocó una cantidad, importante para los recursos de la familia. Tuvo que serlo para comprar una tumbona, unas gafas de sol, unos prismáticos, una escopeta de perdigón y no sé qué más. La escopeta era para mí. Me puse tan contento que me fui al monte con una caja de balines. Para hacer puntería no se me ocurrió otra cosa que apuntar a un pajarillo que estaba piando en un árbol. Le disparé, cayó al suelo, y allí comenzó a piar tan desesperadamente que tuve que rematarlo. Me sentí tan mal, tan criminal, lloré tanto, que cuando se lo conté a mi padre y le dije que no quería la escopeta, éste me tuvo que consolar y me compró unas dianas de papel, para colgarlas del tronco de un árbol y así podría disparar sin matar a ningún animal. Todo esto viene a cuento porque antes de contar la verdadera historia de Mizi y Zapi quiero que el lector tenga unos antecedentes necesarios. Hace un par de años me dije que utilizaría mis experiencias con los gatos para escribir un relato infantil, mitad ficción, mitad realidad  y si pudiera ser, todo mezclado. Las experiencias dramáticas que he vivido en los últimos tiempos me han hecho reflexionar y he decidido contar la verdadera historia, como un sentido y amoroso homenaje a estas personitas encantadoras, que considero solo un escalón por debajo de los humanos, su consciencia puede que no esté a nuestro nivel, pero estoy convencido de que solo nos separa un escalón y a veces ni eso. Una vez terminado este preámbulo, paso a contar una historia verdadera, a veces dramática, a veces divertida y humorística, y siempre tierna. Pero eso lo haré en el siguiente capítulo

LA VERDADERA HISTORIA DE MIZI Y ZAPI I



LA VERDADERA HISTORIA DE MIZI Y ZAPI

Dedicada a todos los gatos del mundo, personitas encantadoras, con quienes tengo una deuda impagable, con mi infinito agradecimiento y como petición de perdón por mis errores. Ellos saben muy bien que un error de un dios humano puede ocasionarles la muerte, algo que los humanos no comprendemos porque no creemos en los dioses que manejan nuestros destinos, ni en las fuerzas poderosas que controlan y dirigen el universo.

CÓMO CONOCÍ A MIZI Y ZAPI

Hace ya muchos años, en una conversación familiar, expresé mi cálido amor por los animales y la tristeza por no haber tenido ninguna mascota. Fue entonces cuando mi madre me recordó algo que había sepultado en el fondo de mi subconsciente y bloqueado con paredes de hormigón. De niño yo había tenido una perrita, Tula, que murió atropellada por un camión al cruzar la carretera. Tendría yo unos tres años, cuatro como mucho. Residíamos en un pueblecito de la montaña de León, a donde la familia había llegado siguiendo a mi padre, asturiano, minero del carbón, huyendo de una dramática experiencia. Mi padre trabajaba en el famoso pozo Maria-Luisa, donde se produjo una huelga salvaje. Estábamos en pleno franquismo, años cincuenta. Los mineros se encerraron en el fondo de la mina y la guardia civil rodeó el pozo. No dejaban pasar a nadie. Mi madre fue a llevarle comida y tuvo que regresar, deshecha en llanto. El trato recibido fue inhumano. Aquello la afectó tanto, que cuando terminó la huelga le suplicó a mi padre que se marcharan de allí. Cosa que hizo, buscando trabajo en las minas de la montaña de León, primero por la zona de Sabero y luego en la Hullera Vasco-Leonesa, en Santa Lucía de Gordón.

Todo esto lo sé porque así lo escuché comentar muchas veces a mis padres. Por lo visto mis padres se conocieron cuando mi madre dejó la casa de los abuelos, por el puerto de Tarna, en León, y se marchó a servir en un mesón asturiano de un pueblo playero. Allí se conocieron, se hicieron novios y se casaron. Yo fui el primogénito y nací en casa de un tío de mi padre. Al parecer el piso era cochambroso y según contaba mi madre el suelo de madera estaba tan podrido que temían caerse abajo en cualquier momento. Eran malos tiempos, tiempos de posguerra, cuando aún no había comenzado el desarrollismo franquista. Vivían con el tío porque el sueldo de mi padre no daba para más. Por lo visto era un hombre bastante seco, huraño, malhumorado y con quien no se podía hablar, en expresión de mi madre. Estaban muy a disgusto, como es normal viviendo en casa ajena, más cuando no eres bien recibido.

Cuando se trasladaron al pueblecito cercano a Sabero, yo debía tener poco más de un año. Conservo muy pocos recuerdos, pero algunos quedan. El más vívido ocurre en el portal del edificio de la empresa, pisos para mineros. Vivíamos en un bajo, tal vez en el bajo derecha, porque recuerdo que según entraba tenía que girar a la derecha para llamar a la puerta de casa. En aquel portal viví la primera experiencia dramática sobre la vida y la maldad humana. Yo estaba allí jugando cuando salió una vecina, no sé de qué piso, con un caldero de ceniza que echó a la puerta de nuestros vecinos de enfrente. También arrojó excrementos humanos. Aunque este último recuerdo no es muy fiable. Por primera vez en mi vida fui testigo de un acto delictivo sobre el que sería interrogado por el guardia de seguridad de la mina, si es que lo llamaban así, que no creo. Era un hombre alto, vestido con un uniforme peculiar que no recuerdo muy bien. Tengo el vago recuerdo de que llevaba un sombrero de ala ancha. Lo que sí recuerdo muy bien es que llevaba una escopeta colgada al hombro, posiblemente una escopeta de caza. Aquello me aterrorizó. Fui interrogado a presencia de mi madre y como pude conté lo que había visto. El error de aquella vecina fue pensar que un crio tan pequeño no sería capaz de contar lo que había visto y mucho menos que sería creíble, hasta el punto de que sería expulsada del piso. Recuerdo vagamente que mi madre lo contaba, orgullosa de su primogénito.

Otro recuerdo, doloroso, fue un entierro de la sardina que salió mal. Un grupo de niños mayores que yo me cogieron por manos y piernas y me llevaron como en el entierro de la sardina. Tal vez no lo hicieran adrede, puede que a alguno de ellos se le escapara un miembro y los demás me dejaran caer al suelo. Lo cierto es que tuve la mala fortuna de pillar un cristal, es muy posible que el culo de una botella, con un saliente en forma triangular que se clavó en mi rodilla. Fue tanto el susto y el asombro que no debí gritar mucho, solo al ver salir tanta sangre comencé a chillar como un cerdo llevado al matadero. No recuerdo mucho más. Deduzco que fui llevado al hospital donde me pusieron varios puntos. Al recordarlo me chirrían los dientes, porque como contaba mi madre, bien hubiera podido quedarme cojo o perder tanta sangre que habría muerto. Teniendo en cuenta la sanidad de la época eso no me parece imposible, más con las infecciones que se pescaban por entonces.

Un tercer recuerdo es también terrorífico. Una noche me despertaron unas voces. Mi padre discutía con otro hombre. Al día siguiente pude enterarme de lo ocurrido porque mis padres discutían a voz en grito. Lo que no entendiera aquel niño aterrorizado en su habitación, llegué a saberlo con detalle cuando años más tarde escuché contar aquella historia de nuevo a algunos familiares de confianza. Por lo visto la hermana de mi padre, que acabaría muy mal, estaba casada o era pareja de hecho, como se dice ahora, de un atracador de bancos. Historia tan peregrina no me casaba por lo que en cierta ocasión se lo pregunté directamente a mi madre, quien me lo contó con pelos y señales. El cuñado de mi padre había atracado un banco en Asturias y venía huyendo con su esposa o novia, o lo que fuera, la hermana de mi padre. Querían que mi padre les escondiera durante unos días, hasta que pasara lo peor. Mi madre puso el grito en el cielo y al final el atracador y la cuñada de mi madre se acabaron largando con viento fresco, no sin generar una buena dosis de terror, porque al parecer les enseñó la pistola que portaba e imagino que les amenazó con ella. La hermana de mi padre debió de intervenir y convencer a su amado atracador de que no insistiera. Es una de las historias más rocambolescas de la familia, y hay algunas.

Todo esto viene a cuento porque mi memoria grabó estos acontecimientos, con bastante intensidad y precisión, y en cambio durante años no recordé la muerte de mi querida perrita Tula. Cuando mi madre me lo contó me vinieron a la cabeza algunos vagos fragmentos de lo que debió de ser mi corta vida con mi amiga, la perrita. Creo recordar que era pequeña, blanca, y que la tenía tanto cariño que no dejaba de darle besitos. Cerca de casa pasaba la carretera y me daba un pálpito de que iba a ocurrir una desgracia, como ocurrió. Fue un trauma espantoso el que viví, de tal intensidad que mi mente de niño bloqueó el recuerdo y aún está sepultado muy hondo en mi subconsciente.

Tula, Tulita, fue mi primera mascota y aunque luego amé con pasión a los animales, nunca se me pasó por la cabeza volver a tener mascotas, entre otras razones porque en los pisos no se podían o no se debían de tener. Miento. Recuerdo que con ocho o nueve años, viviendo en Santa Lucía de Gordón, mi padre se empeñó en comprarme un pollito de colores en una feria, con la oposición de mi madre, desde luego. También le di muchos besitos y le quería mucho, pero se hizo grande y hubo que matarlo. Cuando me lo dijeron me morí de pena y no dejaba de llorar. Tanto que mi padre se enfadó y si no me obligó a presenciar su degüello debió faltar poco. Lo que sí recuerdo es que luego me lo tuve que comer. No era capaz, vomité y mi padre volvió a enfadarse tanto que temí que ocurriera algo terrible. Lo que sucedió tiempo más tarde, tal vez meses o un par de años. Un domingo, solíamos comer sopa y fabada asturiana de lata, me negué a comer la fabada que me gustaba mucho, como ahora, lo que enfureció tanto a mi padre que me lanzó un cuchillo a la cabeza. Me libré por los pelos, y nunca mejor dicho, porque moví la cabeza en un gesto instintivo y el cuchillo se clavó en el aparador, tras de mí, o al menos así lo recuerdo, puede que no fuera tan dramático y que en realidad el cuchillo cayera al suelo tras golpear con la madera porque no tenía punta. Eso parece más verosímil.Yo era un niño muy rarito, muy tristón, muy depresivo, como un enfermo mental en ciernes. Ya entonces cuando me enfadaba mucho o me deprimía, una emoción que entonces no se llamaba así, una de mis primeras reacciones era dejar de comer, lo que se ha repetido a lo largo de toda mi vida como enfermo mental. Otra reacción era gritar, patalear y montar en santa cólera hasta que recibía un par de cachetes. La santa cólera es otra de las reacciones patológicas que como enfermo mental me ha perseguido casi hasta la vejez. Recuerdo que odié la carne de pollo durante mucho tiempo, tal vez años, hasta que aquel recuerdo quedó sepultado, como la muerte de mi perrita Tula.
De niño quería mucho a los animales y los he seguido queriendo a lo largo de toda la vida, para lo bueno y para lo malo, lo que eres de niño no deja de manifestarse durante la edad adulta, aunque de otra forma. No quedó ahí mi relación con los animales. Durante las vacaciones que pasábamos con los abuelos maternos, en un pueblecito de la montaña de León, yo disfrutaba mucho yendo con la vecera de vacas, jatos e incluso puede que en alguna ocasión con las ovejas y las cabras. La vecera es la reunión de los animales del pueblo, dividida por especies y edades. Así los terneros y jatos iban en una vecera, las vacas en otra o en otras dos, las novillas o vacas jóvenes no regresaban a casa, se quedaban en un valle lejano, pastando hasta que llegaba el invierno. Había otra vecera de ovejas y cabras. Las familias del pueblo se turnaban para guardarlas como pastores. Creo que cada semana le tocaba a varias “casas” tal vez dos, ibas por la mañana, temprano, regresabas para la comida y volvías a salir por la tarde, salvo en el caso de las ovejas y cabras que se pasaban el día fuera y regresaban por la noche y el de las novillas que los pastores iban durante una temporada, puede que quince días o tal vez un mes y solo regresaban al terminar su turno. Dormían en una cabaña de pastores y lo llevaban como podían. De muy niño mi abuela preparaba un zurrón de piel, donde metía un trozo de hogaza, un trozo de chorizo, un poco de jamón y cecina y nada más, yo no podía llevar la bota de vino como hacían los adultos. El que yo fuera con la vecera de terneros aliviaba a la “casa” que estaba muy ocupada segando hierba o con la recogida del trigo y la trilla en la era, según la época. Como no iba solo y los de las otras casas solían mandar a un adulto, parece que mis abuelos cumplían mandándome a mí. Conforme fui creciendo, fui ascendiendo, ya podía ir con las vacas. Puede que alguna vez también fuera con las ovejas, nunca con las novillas, un adolescente no podía pasarse quince días durmiendo en una choza de pastor y sufriendo las “calamidades” de la vida al aire libre, aunque a mí me hubiera gustado.

Pronto aprendería que cada animal, ternero, vaca, oveja, cabra, o lo que fuera, tenía su propia carácter, como las personas. Mi abuelo estaba resabiado con una vaca negra que tiraba del carro junto con otra vaca blanca. Recuerdo muy bien que la blanca se llamaba Paloma, pero no puedo recordar el nombre de la negra, suelo tener mejor memoria para los buenos, animales o humanos, que para los malos. Mi abuelo juraba en arameo y le metía buenos varazos a la negra, con aquella vara de avellano que llevaba en el extremo una punta afilada. Cuanto más la pegaba y renegaba de ella, peor se portaba la vaca. Tiraba de la otra y se iba a la cuneta, o intentaba adelantarse o atrasarse, a pesar de ir uncidas por el yugo. Siempre estaba haciendo alguna y justo en los momentos más inesperados y delicados. Mi abuelo sudaba y un color se le iba y otro se le venía. Yo, a pesar de mi corta edad, ya vislumbraba que el método de mi abuelo, de palo y tente tieso no funcionaba y no iba a funcionar nunca. A mí me parecía mucho mejor acariciarla y decirla palabras tiernas. Seguro que así se convertía, pero nunca me atreví a decírselo al abuelo.

Recuerdo a una cabra, el abuelo tenía muchas, que, por lo que fuera, la tomó conmigo, no sé por qué, ya que yo era un niño muy buenín, muy buenín. El caso es que cada vez que me veía bajaba la cabeza y se lanzaba contra mí con los cuernos en ristre. Llegué a enfadarme con ella y planeé una estratagema malévola. Cuando la veía bajar la cabeza, daba un salto hasta el muro que había delante de la casa y la pobre cabrita se daba un buen testarazo contra la piedra. Para que aprendas, le decía, o lo pensaba para mi copete. Era un niño muy buenín, pero no podía aceptar que me tratara de aquella manera, yo que no le había hecho nada y que la quería mucho como a todos los animales del abuelo. Cuando se lo pregunté a éste, me respondió que era una cabra resabiada y que tuviera cuidado. Nunca supe si la habían maltratado, porque ahora nadie se le acercaba mucho, por si los cuernos.

También me gustaban las gallinas y los gallos y acompañar a la abuela cuando iba a coger los huevos del gallinero. Recuerdo que también tuvieron conejos, aunque los dejaron tras una peste que los mató a todos. Me enternecían los corderitos y las ovejas con las que trataba de hablar. Cuando decían beee, yo respondía, beee, pero no me entendían. Lo que nunca pude soportar era la matanza del marrano, o cerdo, que alimentaban todo el año con berzas y patatas y que luego sacrificaban por San Martín. Por suerte casi nunca estábamos, pero un año debió de llevarme mi madre porque tenía que ayudar en la matanza. Los berridos de aquel cerdo me taladraron el alma y no pude soportar ver cómo le clavaban el cuchillo. Me metí en la casa y me tapé las orejas. Luego se burlaban de mí, pero para mí fue como si estuvieran matando a un ser humano, nunca lo olvidaré.

Como tampoco podré olvidar mi primer crimen animal. Mi padre, al que le gustaba jugar a la lotería de vez en cuando, tuvo la suerte de cara, algo poco habitual, y le tocó una cantidad, importante para los recursos de la familia. Tuvo que serlo para comprar una tumbona, unas gafas de sol, unos prismáticos, una escopeta de perdigón y no sé qué más. La escopeta era para mí. Me puse tan contento que me fui al monte con una caja de balines. Para hacer puntería no se me ocurrió otra cosa que apuntar a un pajarillo que estaba piando en un árbol. Le disparé, cayó al suelo, y allí comenzó a piar tan desesperadamente que tuve que rematarlo. Me sentí tan mal, tan criminal, lloré tanto, que cuando se lo conté a mi padre y le dije que no quería la escopeta, éste me tuvo que consolar y me compró unas dianas de papel, para colgarlas del tronco de un árbol y así podría disparar sin matar a ningún animal.

Todo esto viene a cuento porque antes de contar la verdadera historia de Mizi y Zapi quiero que el lector tenga unos antecedentes necesarios. Hace un par de años me dije que utilizaría mis experiencias con los gatos para escribir un relato infantil, mitad ficción, mitad realidad y si pudiera ser, todo mezclado. Las experiencias dramáticas que he vivido en los últimos tiempos me han hecho reflexionar y he decidido contar la verdadera historia, como un sentido y amoroso homenaje a estas personitas encantadoras, que considero solo un escalón por debajo de los humanos, su consciencia puede que no esté a nuestro nivel, pero estoy convencido de que solo nos separa un escalón y a veces ni eso. Una vez terminado este preámbulo, paso a contar una historia verdadera, a veces dramática, a veces divertida y humorística, y siempre tierna. Pero eso lo haré en el siguiente capítulo.