Etiqueta: DIARIO DE UN REPORTERO DE GUERRA

DIARIO DE UN REPORTERO DE GUERRA Y V


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Apenas he tenido tiempo de echar el primer trago cuando suena un disparo. Todos nos arrojamos al suelo aunque por lo visto ha sido al aire. Oímos gritos frente a nosotros entre las rocas. El chofer nos traduce con la boca casi pegada al suelo. Nos ordenan que pongamos las manos sobre la nuca y que no nos movamos. Estefanía se ha puesto de rodillas y les grita algo. La empujo sin miramientos, la obligo a poner las manos en la nuca y una vez que observo que todos están quietecitos me aprieto contra la arena como si quisiera esconderme en ella.

 

Hemos caído en una trampa y aquí no valen las convenciones de guerra ni ponernos el carnet de periodista en la boca. Todo dependerá de quién esté al mando y de que le caigamos bien o mal. Así de sencillo. No podemos negociar, no podemos suplicar, estamos a su merced y lo único que podemos hacer es rezar. Todo por un maldito pinchazo a destiempo. Te libras de las bombas y no puedes librarte del destino en forma de pinchazo.

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Se acercan. Disimuladamente  doy un rápido vistazo. Son media docena de partisanos provistos de fusiles ametralladores. Puede que entre las rocas haya otros tantos. Tal vez sean desertores o restos de un batallón de fedayines que se han refugiado allí hasta que pase lo peor del combate. Nos registran sin contemplaciones. Nos ordenan ponernos en pie y nos conducen hasta la pared rocosa más cercana. Allí nos hacen extender las piernas a patadas y yo recibo un culatazo en la espalda al intentar mirar en dirección a Estefanía. Oigo sus risas lascivas e intuyo que a la pobre más que registrarla la están metiendo mano con todo descaro. No puedo controlarme a pesar de que soy consciente de que mi conducta sólo empeorará la situación. Puede que ésta sea mi guerra más corta pero no soporto sus risas de hiena, es superior a mis fuerzas. Me vuelvo y les grito que la dejen en paz. Recibo otro culatazo, esta vez en el vientre y me doblo sobre mi mismo echando bilis por la boca.

Nos ordenan que estemos quietos y en silencio o no lo vamos a contar. Nuestro chofer traduce rápidamente y por lo visto les explica que somos periodistas, que no llevamos armas, que no vamos a hacerles daño alguno, que estamos allí para contar la verdad y eso también les beneficia a ellos. Todo esto lo sabemos porque al traducir la respuesta nos explica lo que les ha dicho él antes. Intuyo que atenúa el feroz lenguaje de la respuesta. A pesar de ello nunca había oído algo tan obsceno. Amenazan con darnos por el culo y con violar a Estefanía hasta que reviente. Les digo a todos en voz baja que es mejor no resistirse y esperar que les vaya bajando la adrenalina.

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Nos piden que bajemos los brazos y nos demos la vuelta. Nos contemplan con insolencia. Son una docena, no me había equivocado aunque seguro que han dejado a alguno de guardia sobre las rocas. Podemos darles las gracias, nos dejarán con vida y hasta permitirán que nos quedemos con nuestras cantimploras. Pero se llevarán a Estefanía. Oigo sus risas donde la lujuria pone un tono de bestialidad que me estremece. Intento negociar. Le digo al chofer que traduzca lo más fielmente posible. Comienzo a hablar sin una sola pausa, si me interrumpen sin dejarme llegar al final estamos perdidos. Es como negociar con un ladrón que nos está robando hasta la ropa interior. Solo puedes ofrecer tu vida y eso ya la tiene en sus manos. Les digo que no se lleven a la chica, que me llevan a mi y dejen libres a los demás. Pertenezco a una empresa muy poderosa que pagara un fuerte rescate. Todo es una cochina mentira. Espero que a pesar de ello se lo acaben tragando y la codicia pueda más que la lujuria momentánea. Insisto. La chica no. Un rehén como yo puede solucionarles la vida. Deben pensárselo. La chica no.

 

Se produce un tenso silencio y luego se disparan las risas como estampidos de bala contra mi pecho. No se lo han tragado. Cogen a Estefania y ante su resistencia  intentan llevársela a rastras. La ponen en pie tirando de sus brazos con tanta fuerza que temo vayan a descoyuntarla. Uno de ellos la besa en la boca y las carcajadas resuenan dentro de mi cráneo como un tambor. Estefanía permanece digna, su rostro está contraído por la rabia. Intenta controlarse y mostrarse lo más altiva que pueda, es lo único que acabarán respetando, su orgullo y su falta de miedo. Escupe a los pies del agresor y le mira a los ojos con desprecio.

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Me quedo paralizado por el terror. Soy consciente de que no se puede hacer nada, solo esperar y rezar. Comienzo a rezar un padrenuestro cuando algo me distrae. Antonio se ha lanzado repentinamente contra ellos, golpea con su puño en la cara de quien ha besado a Estefanía. Intenta patear al resto al tiempo que les lanza los peores insultos de nuestra lengua. Ellos se carcajean de él con desprecio. Entonces intenta arrebatarle el fusil al más cercano y recibe un formidable golpe en el pecho que le hace rodar por tierra varios metros. El jefe le dice algo, sus palabras son como el filo cortante de un machete. Nuestro chofer traduce y suplica al mismo tiempo. Debemos dejarles hacer lo que quieran o nos matarán a todos. Observo que Antonio se ha levantado y permanece agazapado a la espera de una oportunidad. Vuelven a arrastrar a Estefanía y Antonio ciego de furor se lanza sobre uno de ellos que ha quedado rezagado dándole la espalda. Luchan por el arma, el otro sale vencedor y le golpea en los genitales. Antonio aúlla de dolor. El jefe que se ha ido acercando con gélida calma se pone tras Antonio que permanece arrodillado con las manos en la bragueta. Eleva la pistola hasta su nuca y dispara sin mover un músculo.

Estefanía se desmaya. Jean-Claude grita y yo sin saber lo que estoy haciendo me lanzo contra el jefe. Recibo un terrible culatazo en el rostro antes de llegar a él de uno de los fedayines. Pierdo la consciencia.

 

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Me despierto en un hospital de campaña. La enfermera, una soldado que se ha puesto una bata sobre el uniforme, me increpa asustada por mis gritos. Cuando me calmo me explica que el culatazo me ha roto la nariz y la mandíbula pero no es grave. Tendrán que hacerme la cirugía estética aunque no me convertiré en un monstruo. Pregunto por mis compañeros y ante su negativa a hablar grito como un energúmeno. Sale diciéndome que buscará al doctor.

El doctor me informa pero es remiso a decirme toda la verdad sobre mis compañeros. Todos muertos, pienso y me pongo a chillar de nuevo. El doctor sale y regresa con Jean-Claude que tiene una venda manchada de sangre rodeando todo su cráneo. Me calma e intenta engañarme hasta que decide que es mejor decirme la verdad. Al menos dejaré de chillar.

Antonio murió instantáneamente del tiro en la nuca. Estefanía fue violada salvajemente y luego acuchillada con saña. El recibió un culatazo en el cráneo y perdió el conocimiento. Al despertar se encontró con los cadáveres de Antonio y Estefanía. El chofer no estaba, supone que so lo llevaron. Yo parecía muerto. Se llevó un buen susto hasta que logró encontrarme el pulso. Hubo suerte porque en mi mochila aún seguía la bengala con forma de payaso que llevo a todas partes como un amuleto. Por la noche la utilizó rezando porque la vieran los nuestros. Una patrulla cercana nos rescató. ¡Maldita guerra! Cuando tienes todos los ases en la bocamanga para salir indemne pierdes la partida con la muerte. Estefanía estuvo muchas veces en manos de la Parca. Esta vez todos guardaban ases en la manga. En la retaguardia del ejército invasor es más fácil que las balas no te alcancen. Pero nunca se sabe donde te aguarda la que tienes destinada.

 

*                   *                     *

 

Han pasado dos días. Estoy de vuelta. Me han internado en un hospital  donde me van a recomponer el rostro. En el televisor estoy viendo una vez más las escenas de los ataúdes de Estefanía y Antonio bajando del avión en dos aeropuertos distintos que a mí me parecen el mismo. No se puede separar a dos hermanos en la muerte. Se interrumpe el reportaje para dar una noticia de última hora. El hotel de la capital donde se encuentran todos nuestros colegas, en territorio enemigo, ha sido bombardeado por un tanque de los nuestros. Al parecer hay al menos un muerto, un cámara español.

Ya no respetan nada los muy cabrones. Empiezo a soltar maldiciones y no paro. Finalmente me obligo a callar porque la mandíbula me duele horrores. Entra mi esposa, apaga el televisor y me besa en la boca. Me duele mucho al devolver el beso pero no importa… Estoy vivo.

 

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DIARIO DE UN REPORTERO DE GUERRA IV


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El sol termina de ocultarse y viene la noche, el calor deja de ser agobiante y se agradece un ligero fresco que pronto se transformará en el famoso frío nocturno del desierto. Mis compañeros se dan prisa por empezar a montar la tienda de campaña. Jean-Claude me mira sonriente pero con un gesto de reproche. Arrojo la colilla a la arena y me dispongo a echar una mano. No sé por qué se me ocurre machacar el clavo. Inicio la conversación hablando de Bogart y sus pitillos en las escenas de casi todas sus películas. Resulta curioso lo que cambia la vida cuando la ciencia dice su última palabra y lo que era una hipótesis de trabajo se convierte en dogma científico. Me pregunto en voz alta si dentro de unos años no se suprimirán los pitillos de las películas clásicas o se suprimirán las escenas en que alguien enciende un cigarrillo. Creo que se han suprimido escenas de películas en las que aparecen las Torres gemelas antes del atentando. A nuestra hipócrita sociedad le interesa suprimir todo lo que molesta. Me pregunto cuándo suprimirán en las películas bélicas los cañones. Desde luego parecen hacer menos daño que los pitillos.

 

Estefanía me mira y mueve la cabeza. Debe estar pensando algo parecido a «ya está otra vez con su manía de ponerlo todo patas arriba». Esto me pica aún más. Salto al tema del racismo. En Hollywood estaban prohibidos los besos entre actores de raza blanca y raza negra. Algún listillo debió pensar que el color de la piel se podía contagiar a través del beso como dos prendas de distinto color en la lavadora. Me revienta esta hipocresía social. Es vomitiva. Todos me miran dejando por un momento su faena y sonríen y se ríen descaradamente como hace el chofer que permanece tranquilamente sentado en el jeep y fumando. No se le ha pagado por montar la tienda de campaña. La sociedad es como una modelo vestida con ropa de abrigo de los pies a la cabeza paseando por una pasarela en un salón repleto de gente desnuda, completamente desnuda. La modelo no puede desnudarse porque va a ser vista por muchos ojos que en cambio si pueden estar en cuerpos desnudos porque ellos no se contonean en la pasarela.

 

Estefanía me manda callar. La imagen no es mala, de un surrealismo atroz, pero ella sabe muy bien que cuando me pongo así, termino por ser insoportable para todo el mundo. Intento controlarme pero no puedo parar. Sigo hablando de los reality shows, de la economía, de los contratos basura, del racismo, de todo lo que se me ocurre. Les digo irónicamente que eso es muy bueno para el desarrollo de la sensibilidad humana. La columna que está vivaqueando está allí precisamente para defender a cañonazos esos valores.

 

La dulce italiana no aguanta más viene hacia mí y me manda callar con dureza. Me pone otro cigarrillo en la boca y me pide que la ayude con la cena. Hoy habrá un plato caliente. Habrá que aprovechar antes de que sean las bombas las que calienten los platos fríos que nos esperan el resto de la guerra.

 

El resto se lo pueden ustedes imaginar. Es curioso cómo tira esta maldita profesión. Un psiquiatra amigo me dijo una vez que nos acostumbramos tanto a los subidones de adrenalina que ya no somos capaces de permanecer más de un par de minutos con las manos a la espalda contemplando un hormiguero en el campo. Y mucho menos si las hormigas no son de la raza caníbal sino unas simples acaparadoras de comida para el invierno. Necesitas el sabor ácido de la adrenalina en la boca, necesitas vivir el riesgo, el peligro acechante en la mirada de cuantos te rodean.

 

Tal vez esto sea verdad aunque sin duda no se trata de toda la verdad. En mí aún quedan viejos resabios de idealismo trasnochado, de estúpido romanticismo de siglos atrás cuando en las guerras podías insultar al enemigo que corría hacia ti con la lengua fuera. Aún soy capaz de pensar que la humanidad puede tener remedio, que no todo está perdido, que si consigo poner en el plato del ciudadano normal un cadáver que hieda lo suficientemente fuerte tal vez el cristal estalle en mil pedazos, ese cristal incoloro, inodoro e insípido que el televisor pone delante de nuestros ojos para que la realidad no pueda ser tocada ni sentida con demasiada intensidad.

 

Estos pensamientos me hacen gracia pero no puedo evitarlos. Aún recuerdo la última cena en casa con un par de viejos amigos. Bromeábamos viendo en el televisor escenas de conflictos lejanos, pero luego, en el jardín, fumando un buen habano y trasegando coñac francés se hizo un silencio que se podía cortar con un cuchillo.

 

Al despedirme de Elena al tiempo que besaba sus lágrimas no dejaba de jurar y perjurar que éste sería mi último trabajo. Ella no me creyó. Ahora, mirando esta bazofia de plástico en plato de plástico, me pregunto si algún día encontraré redaños suficientes para cumplir lo prometido. Estoy intentando ver algo atractivo en esta comida que reposa en el plato de plástico que aún no he tocado. Tengo el tenedor de plástico en la mano y pienso que cuando esté allí la echaré de menos. Un conocido cosquilleo me recorre la nuca, hace temblar mis piernas contra el asiento delantero. Es por el miedo y por algo más que no me atrevo a definir. Clavo el tenedor de plástico en el bistec de plástico al tiempo que repaso si me he dejado algo, si en mi magro equipaje falta algo esencial para retratar la guerra.

El sol termina de ocultarse y viene la noche, el calor deja de ser agobiante y se agradece un ligero fresco que pronto se transformará en el famoso frío nocturno del desierto. Mis compañeros se dan prisa por empezar a montar la tienda de campaña. Jean-Claude me mira sonriente pero con un gesto de reproche. Arrojo la colilla a la arena y me dispongo a echar una mano. No sé por qué se me ocurre machacar el clavo. Inicio la conversación hablando de Bogart y sus pitillos en las escenas de casi todas sus películas. Resulta curioso lo que cambia la vida cuando la ciencia dice su última palabra y lo que era una hipótesis de trabajo se convierte en dogma científico. Me pregunto en voz alta si dentro de unos años no se suprimirán los pitillos de las películas clásicas o se suprimirán las escenas en que alguien enciende un cigarrillo. Creo que se han suprimido escenas de películas en las que aparecen las Torres gemelas antes del atentando. A nuestra hipócrita sociedad le interesa suprimir todo lo que molesta. Me pregunto cuándo suprimirán en las películas bélicas los cañones. Desde luego parecen hacer menos daño que los pitillos.

Estefanía me mira y mueve la cabeza. Debe estar pensando algo parecido a «ya está otra vez con su manía de ponerlo todo patas arriba». Esto me pica aún más. Salto al tema del racismo. En Hollywood estaban prohibidos los besos entre actores de raza blanca y raza negra. Algún listillo debió pensar que el color de la piel se podía contagiar a través del beso como dos prendas de distinto color en la lavadora. Me revienta esta hipocresía social. Es vomitiva. Todos me miran dejando por un momento su faena y sonríen y se ríen descaradamente como hace el chofer que permanece tranquilamente sentado en el jeep y fumando. No se le ha pagado por montar la tienda de campaña. La sociedad es como una modelo vestida con ropa de abrigo de los pies a la cabeza paseando por una pasarela en un salón repleto de gente desnuda, completamente desnuda. La modelo no puede desnudarse porque va a ser vista por muchos ojos que en cambio si pueden estar en cuerpos desnudos porque ellos no se contonean en la pasarela.

 

Estefanía me manda callar. La imagen no es mala, de un surrealismo atroz, pero ella sabe muy bien que cuando me pongo así, termino por ser insoportable para todo el mundo. Intento controlarme pero no puedo parar. Sigo hablando de los reality shows, de la economía, de los contratos basura, del racismo, de todo lo que se me ocurre. Les digo irónicamente que eso es muy bueno para el desarrollo de la sensibilidad humana. La columna que está vivaqueando está allí precisamente para defender a cañonazos esos valores.

La dulce italiana no aguanta más viene hacia mí y me manda callar con dureza. Me pone otro cigarrillo en la boca y me pide que la ayude con la cena. Hoy habrá un plato caliente. Habrá que aprovechar antes de que sean las bombas las que calienten los platos fríos que nos esperan el resto de la guerra.

El resto se lo pueden ustedes imaginar. Es curioso cómo tira esta maldita profesión. Un psiquiatra amigo me dijo una vez que nos acostumbramos tanto a los subidones de adrenalina que ya no somos capaces de permanecer más de un par de minutos con las manos a la espalda contemplando un hormiguero en el campo. Y mucho menos si las hormigas no son de la raza caníbal sino unas simples acaparadoras de comida para el invierno. Necesitas el sabor ácido de la adrenalina en la boca, necesitas vivir el riesgo, el peligro acechante en la mirada de cuantos te rodean.

Tal vez esto sea verdad aunque sin duda no se trata de toda la verdad. En mí aún quedan viejos resabios de idealismo trasnochado, de estúpido romanticismo de siglos atrás cuando en las guerras podías insultar al enemigo que corría hacia ti con la lengua fuera. Aún soy capaz de pensar que la humanidad puede tener remedio, que no todo está perdido, que si consigo poner en el plato del ciudadano normal un cadáver que hieda lo suficientemente fuerte tal vez el cristal estalle en mil pedazos, ese cristal incoloro, inodoro e insípido que el televisor pone delante de nuestros ojos para que la realidad no pueda ser tocada ni sentida con demasiada intensidad.

Estos pensamientos me hacen gracia pero no puedo evitarlos. Aún recuerdo la última cena en casa con un par de viejos amigos. Bromeábamos viendo en el televisor escenas de conflictos lejanos, pero luego, en el jardín, fumando un buen habano y trasegando coñac francés se hizo un silencio que se podía cortar con un cuchillo.

Al despedirme de Elena al tiempo que besaba sus lágrimas no dejaba de jurar y perjurar que éste sería mi último trabajo. Ella no me creyó. Ahora, mirando esta bazofia de plástico en plato de plástico, me pregunto si algún día encontraré redaños suficientes para cumplir lo prometido. Estoy intentando ver algo atractivo en esta comida que reposa en el plato de plástico que aún no he tocado. Tengo el tenedor de plástico en la mano y pienso que cuando esté allí la echaré de menos. Un conocido cosquilleo me recorre la nuca, hace temblar mis piernas contra el asiento delantero. Es por el miedo y por algo más que no me atrevo a definir. Clavo el tenedor de plástico en el bistec de plástico al tiempo que repaso si me he dejado algo, si en mi magro equipaje falta algo esencial para retratar la guerra.

Aquella noche sufriríamos una pequeña sorpresa. En la guerra las grandes sorpresas tienen que ver con el estallido de la paz no de las bombas. Durante la cena Estefanía se pegó a mí, temerosa de que continuara mi ácido discurso sobre cómo el primer mundo ha conseguido la paz en casa generando guerras fuera. Desde la segunda guerra mundial parece haberse convenido que las guerras en casa deben ser evitadas a toda costa porque la economía se resiente mucho, en cambio las guerras lejanas ayudan a la industria armamentística, después a la industria reconstructora y deja el miedo en el cuerpo a los ciudadanos-electores. Una tripleta de razones que aconsejan no preocuparse demasiado de los conflictos lejanos. A veces se monta una trifulca en el porche como es el caso de Yugoslavia o Chechenia, hasta se oyen los disparos pero lo más que llegan a producir las balas en alguna que otra rotura de cristales en nuestras ventanas. Estefanía logró derivar la conversación hacia temas menos conflictivos. Nos habló de su último amante, un atractivo joven, prometedor actor de la gran pantalla a quien a su vuelta de la última guerra encontró encamado en su propio lecho con una pechugona actriz de reparto (le había dejado las llaves y el encargo de cuidar del gato).

-Los hombres sois todos iguales, por eso me hice reportera de guerra. Para que los amantes me duraran justo el tiempo entre un conflicto y otro. Tan solo unos días.
Nos reímos con ganas aunque en el fondo todos sabemos que la bella italiana es una romántica, en el amor y en la guerra. Jean-Claude nos contó los últimos chismes del mundo del famoseo francés. Más risas y justo cuando Antonio iba a rematar con los últimos chistes de guerra que le había contado no sé quién se produjo la sorpresita.

La aviación aliada pasó sobre nuestras cabezas como un trueno de la tormenta que amenazaba descargar no muy lejos de allí. Nadie se movió. A los enemigos ya no les queda aviación, no podían ser ellos. El cielo no tardó en iluminarse en una mancha rojiza sobre el horizonte. Bombardeaban la ciudad que debería tomar mañana nuestra división. Se supone que allí nos encontraríamos con la avanzadilla del enemigo. Mejor bombardear y luego preguntar. Así habrá menos posibilidades de que muera alguno de nuestros soldados cuando vayan a pisar las ruinas. Los muertos civiles son daños colaterales inevitables en toda guerra. La culpa la tienen ellos que no abandonan su país cuando estallan las guerras. El hecho de que no sepan a donde ir no es disculpa, siempre pueden arrojarse al mar, una preocupación menos para los mandos militares del ejército invasor. Terminado el bombardeo llegan algunos colegas que comparten la botellita de licor escondida cuidadosamente en la mochila. Un traguito y se disparan las últimas noticias.

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Se bombardea la capital, se bombardean las ciudades más importantes, todos son objetivos militares, por supuesto. Nuestros colegas que están con el enemigo han sido llevado a punta de fusill a ver los destrozos civiles de las bombas borrachas que han perdido el norte. Nos vamos a dormir. Mañana hay que madrugar. Se prevee un día duro. Los primeros contactos con el enemigo lo son siempre, aún no han muerto suficientes de ellos para que el avance se convierta en un paseo militar.

Amanece en el desierto y la hermosura de los primeros rayos besando la arena nos pilla ya en marcha. Nada en nuestro entorno ni en nuestros pensamientos nos hace pensar que este puede ser un día aciago. No hay malos augürios. Estefanía dormita sobre mis rodillas, Jean -claude habla con el chofer y Antonio permanece muy serio mirando el horizone. Miro la arena que comienza a calentarse y me imagino que no tendrá un color diferente cuando las primeras gotas de sangre se derramen. Al mediodía se producen las primeras escaramuzas. Nos ponemos a retaguardia quedando un poco rezagados. Esperamos acontecimientos. De pronto un inesperado pinchazo nos distancia de la columna y del resto de colegas que continúa su lento avance. No nos preocupamos, los alcanzaremos pronto. Reanudamos la marcha dejándonos llevar por el ruido del combate al otro lado de la zona de dunas. Pero el combate parece estar por todas partes y tras dar un par de vueltas en círculo el chofer detiene el vehículo para consultar un viejo mapa que saca de la guantera. Observa que hacia el noroeste debería encontrarse según el mapa y sus cálculos una formación rocosa. Cree que sería conveniente echar un vistazo con los prismáticos desde la altura para hacerse una idea de lo que está pasando y saber hacia qué lado se dirigen los nuestros. Estamos de acuerdo. Es mejor perderse que recibir metralla en las narices. Más tarde encontraremos su rastro, una división no se volatiliza así como así, ni siquiera en el desierto. Hacia allí nos dirigimos con mucha precaución. De pronto se me revuelven las tripas. Creo haber visto un reflejo metálico sobre una roca. Lo comento con los demás. Alguien mira un buen rato a través de los prismáticos y dice que puede ser un reflejo del sol en la piedra.

Continuamos aún con mayor precaución. Al llegar a las primeras rocas el chofer detiene el vehículo. Aunque parece ser una falsa alarma no las tiene todas consigo. Me ofrezco voluntario para explorar a pie. Si hubiera algo anormal les daré una voz y deben salir corriendo. No creo que me abandonen a mi suerte pero insisto en ello tercamente. Me introduzco por un pequeño pasadizo hasta llegar a un anfiteatro rocoso. Miro largo rato alrededor sin observar el menor indicio de presencia humana. Antes de llamarles espero y espero como si de esta forma creyera que los supuestos emboscados pudieran perder la paciencia y darse a conocer. Oigo la voz de Jean-Claude preguntando si va todo bien. Grito que no hay peligro y que pueden venir. Se acercan todos, el chofer no ha querido quedarse solo al volante, por lo visto cree que de venir peligro vendrá más del desierto que de aquella formación rocosa. Antonio me ofrece su cantimplora en un gesto en el que intuyo su necesidad de espantar el miedo acercándose al veterano. Va listo porque tengo las tripas tan revueltas que estoy rezando porque no me vea en la necesidad de descargar, tendría que hacerlo a la vista de todos y aunque en el campo de batalla se pierden casi todas las inhibiciones de naturaleza íntima no es el momento de dar el espectáculo.

 

DIARIO DE UN REPORTERO DE GUERRA III


D.R.G

Llegamos al hotel y todos subimos a nuestras respectivas habitaciones, para ducharnos y cambiarnos de ropa antes de cenar. Aprovecho para escribir una rápida crónica introductoria que mandaré después de la cena. Resulta curioso que todas las guerras tengan diferencia horaria con el país de origen del periodista. No suelo cantar mientras me ducho, no hay muchos motivos para hacerlo. Me limito a repasar los datos a utilizar en una crónica fría, supuestamente objetiva y aséptica. Un reportero de guerra no debe mencionar nunca que siente cosquillas en la nuca o que le tiemblan las piernas ni siquiera que una lagrimita rebelde se junta a las gotas de agua que resbalan por su cuerpo intentando no pensar en la esposa que quedó llorando por las esquinas de la casa ni en el bebé que puede muy bien no llegar a conocer a su papá. Estos datos son personales e intransferibles. Y las personas, lo que se dice personas, no interesan mucho en una guerra. Al lector le interesan cosas como si han caído doscientas bombas o doscientas mil sobre la ciudad de… Puedes mencionar que hay seis muertos civiles y una docena de heridos pero no se pueden dar nombres, ni  apellidos, ni mencionar la familia, ni contar nada de sus vidas tronchadas como el tallo de una flor. En las guerras los muertos no tienen nombres, son estadísticas, números que se hinchan o deshinchan según interese a las partes en conflicto. Nos disculpamos diciendo que una guerra tiene demasiados datos y ajetreo para buscar cosas tan peregrinas como nombre y apellidos que nadie conoce o vidas que han desaparecido ya y a nadie interesan pero en el fondo es un escamoteo sobre el que se llega a un pacto tácito entre lectores o espectadores y editores o empresarios del mundo de la comunicación. La base de tus informaciones suele ser el comunicado oficial que recibes de los estados mayores de ambos bandos. Tachas esto o aquello o matizas o insertas información personal que a veces tiene bastante de rumor no confirmado. No interesa saber por ejemplo que el general… tiene una hija drogadicta o que al soldado Ryan su mujer le ha puesto los cuernos al segundo siguiente de haber puesto los pies en el avión. Ni que la mujer muerta en un bombardeo tenía seis hijos menores que quedarán en manos de un tío pedófilo pongamos por caso. Y no es que estos datos sean imposibles de conseguir. La prueba está que en nuestros civilizados países donde nunca hay guerra los paparazzi podrían conseguirlos en menos que canta un gallo. Lo que ocurre es que no interesa hurgar en la herida, concretar en seres humanos con una biografía lo que no es sino un conflicto abstracto donde intereses económicos, políticos o ideológicos se ventilan tratando de que el conflicto termine cuanto antes y con la menor publicidad posible. Los reporteros de guerra estamos para eso, para que no se convierta en algo abstracto, para dar nombres y apellidos a las personas y a los acontecimientos, pero muchas veces debes limitarte a llorar amargas lágrimas en la ducha por la muerte de la persona y el nacimiento del número estadístico. Luego sales de la ducha, uno se seca con la toalla, se cambia de ropa y escribe una aséptica crónica y baja a cenar con sus amigos Antonio, Estefanía y Jean Claude.

 

La cena transcurrió con el nerviosismo propio en estos casos que intentamos disimular hablando mucho, muchas anécdotas sobre todo las más divertidas, y mucha bebida. La comida no era mala pero supongo que la angustia se te pone en el estómago y no te deja tragar a gusto porque ninguno de los cuatro dimos buena cuenta de los platos que un camarero solícito iba poniendo delante en cuanto nos descuidábamos. Bebí con moderación porque me gusta estar despierto en el trabajo, si tengo que morir quiero hacerlo con la consciencia clara. Me dediqué a estudiar a mis compañeros. Jean-Claude es amable, gentil, aparentemente tranquilo solo se le nota el nerviosismo en un ligero temblor de la mano al coger el vaso. Le gusta escucharnos y de vez en cuando mete baza con un comentario profundo o un chiste muy francés que debo rumiar unos segundos para cogerle la gracia. Estefanía no cesa de mirarme, creo que está preocupada por mi nueva condición de padre y esposo. Las mujeres no pueden evitar sentirse maternales en estos casos. Por otra parte hace tiempo que noté un afecto especial de su parte. Nos caemos bien y creo que nos gustamos físicamente pero no nos hemos visto sino en guerras y uno no está para muchos trotes cuando el estrépito de las bombas te sacude al menor descuido. La relación con la que hoy es mi mujer y antes la eterna novia o compañera siempre fue muy «sui géneris». Ella soportaba todo de mí porque estaba enamorada pero yo nunca quise comprometerme, esta no es una profesión de compromisos precisamente. Me gustaba que me recibiera con esa pasión desbordante que ella pone en todo, me gustaba que me cuidara y mimara como una madre, vivir juntos una temporada y hacerme a la idea de que no estaba solo, pero eso no duraba mucho. Vuelta a viajar, vuelta a las mismas historias, sino es una guerra es un reportaje para el periódico en unas elecciones en Sudamérica o una conferencia de paz en cualquier sitio o una estancia en Israel como corresponsal. Ella entonces estaba lejos y yo buscaba consuelo en brazos de otras mujeres que no significaban mucho. Estefanía es soltera y tampoco quiere comprometerse, un poco de calor aquí y allá y la amistad como meta en las relaciones hombre-mujer. Hace algún tiempo me invitó a su casa en Roma pero no encontré tiempo. Supongo que ella deseaba unas largas y amorosas vacaciones, algo de lo que rara vez puede disfrutar un corresponsal.

Creo que ha bebido más de la cuenta y le pide a Javier que cuente algún chiste verde, éste se pone colorado y me mira como interrogándome. Saco a relucir una vieja historia de un viejo conflicto africano. Aunque parezca un estúpido juego de palabras tiene mucho humor negro. Para los desheredados del tercer mundo la muerte no es algo tan terrible, se vive y se muere como se puede y mientras nos dejan. La expectativa de vida es muy corta y nadie tiene tiempo de pensar en cuándo llegará la hora. Cuando acabo nos reímos un poco histéricos. El humor negro no templa los nervios precisamente. Nueva ronda de bebidas y al final me veo forzado a acompañar a Estefanía a su cuarto. Está demasiado borracha para ir sola. Por el camino me suplica entre hipidos que deje este maldito trabajo ahora que tengo mujer y un hijo. Si yo fuera tu mujer no permitiría que me dejaras ni un segundo aunque para ello tuviera que estar haciéndote el amor día y noche. Porque yo te quiero, te he querido siempre. Lo sabes, ¿verdad?. ¡Hip!. Casi se derrumba en mis brazos. La dejo vestida sobre la cama. No me atrevo a desnudarla.

Vuelvo a mi habitación escribo una carta a mi esposa antes de darme una nueva ducha y quedarme dormido tumbado en calzoncillos sobre la cama. Hace mucho calor. Tengo sueños extraños hasta que el cansancio me sumerge en un sueño profundo. De pronto oigo el retumbar de nudillos en la puerta y me despierto. Es Estefanía que me avisa que el general ha puesto en marcha la columna. Ha estado tomándose medio litro de café puro. Está despejada y fresca como una rosa.

El hecho de ser reportero de guerra no impide que tu naturaleza humana siga su curso habitual. Sientes ganas de evacuar, a veces estás soñoliento, maldices que un general te despierte en lo mejor del sueño porque ha dado la orden intempestiva de que la división se ponga en marcha. El reportero se acostumbra a dominar a la naturaleza, evacua rápidamente y cuando puede, duerme con el ojo del subconsciente abierto esperando la sorpresa, come a salto de mata lo que tiene a mano y maldice cuando está a gusto y algún imbécil aunque sea general interrumpe el plácido discurrir de tus noches.

Estefanía había llamado a la puerta en plena noche por lo que tuve que hacerlo todo muy deprisa y maldiciendo de las risitas que oía al otro lado de la puerta. Ella sabe cómo me molesta que interrumpan mi sueño, o la comida o el discurrir plácido del tiempo cuando no sucede nada.

-Siempre serás el mismo. Un día una bomba te va a limpiar el trasero como te descuides.

Abajo nos esperaban Antonio y Jean Claude con el conductor del jeep, traductor y guía que ha contratado este último, un experto en estas tareas siempre molestas. El alquiler del jeep es casi tan alto como la compra, nadie espera que vuelva indemne de la guerra. El guía también se aprovecha, tiene que alimentar una familia numerosa. La guerra viene bien a algunos y mal a muchos. Es ley de vida. A una sugerencia de Jean-Claude el conductor acelera al máximo, pronto nos encontramos en la carretera detrás de la columna motorizada. Nos situamos en retaguardia y adaptamos el paso al de los monstruos de acero.

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DIARIO DE UN REPORTERO DE GUERRA II


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Aterrizamos en la capital de un país fronterizo con la zona de conflicto. Esta vez me dejé convencer para no estar con los vencidos hasta que llegaran los vencedores. Es algo mucho más arriesgado que ir con la caravana de los vencedores a la conquista del territorio. Aunque en una guerra nunca estás seguro en parte alguna. Un misil que hierra el blanco y cae donde no debería haber caído, una bala perdida en el sitio más inesperado. Nunca sabes dónde te espera la muerte.

No puedo evitar reírme al pasar la aduana. Como si para ir al encuentro de la muerte tuvieras que enseñar el equipaje a todo el mundo no sea que cueles una china de hachís para colocar a la Parca o algo estrictamente prohibido en el más allá.

Hay cola para enseñar los pasaportes y abrir los equipajes. Cuando se va a la guerra estos trámites burocráticos se toman con mucha calma. No es lo mismo que ir de vacaciones al Caribe. Se me acerca un colega al que conozco de vista de otras guerras. No tuvimos mucho tiempo para intimar, caían muchas bombas, pero nos caímos bien, uno sobre otro al oír una explosión cercana. No obstante me saluda muy efusivamente, como si fuéramos viejos amigos. En las guerras se aprende a hacer amigos o enemigos rápidamente, no sobra tiempo precisamente. Me dice que lleva ya un buen rato y lo que le queda. Me invita a tomar un trago en la cafetería. Acepto y se nos unen tres o cuatro más al olor del trago prometido. No acostumbro a beber mientras trabajo, disminuye los reflejos, pero aún no ha empezado el baile y me vendrá bien calmar el gusanillo del miedo que me reconcome por dentro. Se produce una agradable polémica. Analizamos la situación política y militar. En parte se está de acuerdo y en parte en desacuerdo con los razonamientos de los otros. Nos viene bien polemizar un poco así se evita hablar de la familia, algo que agradezco muy especialmente porque no quiero contarles que me he casado y acabo de ser papá. Alguien nos avisa que la cola está en las últimas. Invito yo sin más explicaciones. Pasamos la aduana y nos despedimos, no coincido con ellos en el hotel que me ha correspondido.

Esperando un taxi alguien me golpea la espalda. Me vuelvo y veo a Antonio, un joven reportero televisivo. Me estrecha la mano con fuerza y después me abraza en silencio.

-Me habían comentado que venías pero no quise creerlo por si a última hora te echabas para atrás.

Nos reímos con ganas. No conozco a ningún reportero de guerra veterano que se haya echado para atrás. Cuando te jubilas lo haces definitivamente. Ir a una guerra sí y a otra no es algo que no entra en nuestros planes. Mi caso tiene algo de excepcional pero yo no anuncié a bombo y platillo que me jubilaba, tan solo se lo prometí en voz baja a mi compañera antes de casarnos.

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-Sabía que acabarías apuntándote. Esta maldita profesión tiene su gusanillo. ¿No crees? Te confieso que estuve a punto de echarme para atrás. Anoche tuve una pesadilla terrible. Un grupo de desertores paraban nuestro jeep en el desierto. A mí me llevaron detrás de una roca. Me lanzaron una ráfaga y me remataron con el tiro de gracia. Lo curioso es que lo estaba viendo todo desde lo alto con una tranquilidad pasmosa, como si fuera otra persona. Me desperté empapado en sudor. Supongo que eso nos pasa a todos. ¿Te suele ocurrir a ti?.

-No en mi caso es un molesto cosquilleo en la nuca que no me deja estar tranquilo. Es muy desagradable.

-Estoy con Estefanía y Jean -Claude. ¿Dónde te hospedas tú?.

-Creo que estamos en el mismo hotel. Me gustaría saludarles.

-Pues aquí los tienes.

Acababan de surgir de un grupo. Iban muy cargados de equipaje así que ambos nos apresuramos a echarles una mano.

Ya en el taxi bromeamos sobre viejas anécdotas mil veces contadas y recontadas. Lo bueno que tiene el pasado es que aunque te pueda hacer sufrir nunca te mata. Es preferible charlar sobre viejas guerras que sobre lo que se nos viene encima. Todos somos conscientes de que algo flota en el aire y no era precisamente agradable. Los cadáveres te amargan la vida aunque estén lejos y no huelas su fetidez. Basta imaginar que a unos cuantos kilómetros el suelo está sembrado de ellos para que se te estropee el día. En la guerra los cadáveres están siempre en tu pensamiento pero no es conveniente pasarlos por la lengua o empiezas a notar que te falta el resuello. No se puede trabajar ni pensar en la vuelta a casa con cadáveres en tu pensamiento.

Por eso se acostumbra a bromear sobre todo lo divino y lo humano. El humor negro no llama la atención en exceso. Cualquier cosa que te haga reír sirve. Miré a Estefanía y la encontré más guapa que nunca. Se lo dije y ella soltó la carcajada mientras Jean-Claude me tomaba el pelo a su exquisita manera francesa. En las guerras con tanto olor a cadáver flotando en el aire las glándulas sexuales parecen hincharse, se revuelven inquietas. La adrenalina te inunda de pies a cabeza, te sacude hasta detrás de las orejas, tal vez por eso las hormonas sexuales se excitan, como para buscar un equilibrio en tu cuerpo. El ying y el yang, la adrenalina y las hormonas sexuales suben y bajan, se entrelazan y se repelen buscando la unión de los opuestos, el equilibrio cósmico.

Todos conocemos estas peculiares sensaciones aunque no guste hablar del tema. Tampoco se habla mucho, casi nada, de las violaciones en las guerras. Es una de las caras más salvajes de un conflicto pero tiene su lógica, como una respuesta biológica al instinto de supervivencia exacerbado hasta el paroxismo. El cuerpo parece decirnos: si no puedes sobrevivir al menos dejan descendencia para que tus genes no se pierdan, y cuanta más mejor. A los soldados se les hinchan las glándulas en cuanto les llega a la nariz la fetidez de cadáveres. No es fácil que un reportero vea escenas de este tipo y si llega a verlas no podrá contarlas. Es un tema tabú aunque siempre te llega algún rumor sobre desmanes sexuales en la guerra. Cuando la muerte de muerde el culo las glándulas revientan y lo paga la primera víctima que se encuentre cerca ya sea mujer niño o hasta anciano. Puede que la violación sea el daño colateral más repugnante de una guerra pero no suele pasar a las estadísticas. Tantos muertos, tantos heridos pero nunca se habla de las mujeres o los niños violados.

La violación parece ser cosa de las guerras del pasado. Las actuales, tan burocráticas y tecnificadas parecen estar a salvo de ese salvajismo ramplón, pero nada más lejos de la realidad. Cuando a un soldado se le hinchan las pelotas lo mismo puede violar que disparar un cañonazo a la primera sombra que se mueve. Son los daños colaterales. No se les puede pedir a soldados que se juegan la vida que tengan sangre de horchata.

DIARIO DE UN REPORTERO DE GUERRA I


Diario de un reportero de guerra (I)

 

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¿Por qué se hace uno reportero de guerra? ¿Por vocación? Esta es la pregunta del millón. ¿Por qué se hace uno cirujano? ¿Para hurgar en las entrañas del prójimo todos los días?  ¿Se hace uno soldado para saciar sus instintos asesinos o se hace uno abogado para defender a psicópatas, a asesinos en serie, a violadores, a corruptos o mangantes de guante blanco?

 

No es tan fácil encontrar la verdad. Ya Poncio Pilatos hizo la pregunta del millón y se largó corriendo porque no deseaba escuchar la respuesta o tal vez porque creyera que nadie y menos que nadie aquel hombrecillo con una corona de espinas sobre su cabeza pudiera tener un tesoro tan grande en el fondo de su corazón.

 

Si la verdad fuera un diamante enorme y reluciente en un basurero repleto de porquería hasta un ciego podría verla. Pero no es fácil hallar la respuesta a la gran pregunta; ni tan siquiera la pregunta del millón es sencilla de contestar y eso que se aproxima tanto a la verdad como un grano de arena a un universo infinito.

 

Viajo en segunda clase en un vuelo normal camino de la última guerra. Me estoy haciendo estas preguntas y otras parecidas, más que nada para no probar aún la porquería de comida que tengo en una bandeja sobre las rodillas. Necesito que pase el tiempo y recurro a preguntas que me he planteado una y mil veces sin encontrar la menor respuesta que echarme a la boca en lugar de esta bazofia que tengo delante de los ojos.

¿Una bazofia? ¡Tendrían que ver lo que llega uno a comer en las guerras! Hay momentos en que uno deglutiría hasta los casquillos vacíos si no fuera peor el remedio que la enfermedad. Pero este no es el momento de pensar en cosas tristes. Mejor recordar a la familia que se quedó en casa ocultando sus lágrimas en las esquinas.

 

Me casé hace un par de años y tengo un hijo que no lloró al despedirme porque aún es un bebé. Estaba dormido y no me atreví a despertarlo. No soy precisamente un pipiolo ni en el amor ni en la guerra. Tengo la piel curtida en mil batallas y las cicatrices recorren todo mi cuerpo y hasta mi alma, si es que un concepto tan sutil pudiera referirse a algo real. No podría responder a la pregunta de si existe el alma. Las guerras no son precisamente el lugar más adecuado para encontrar almas, ni la propia ni las ajenas.

 

Mis colegas me consideran un veterano de mil batallas. Hace un par de años decidí sentar la cabeza, casarme con la mujer que me llevaba esperando media vida y a la que sólo veía unos cuantos días entre guerra y guerra. Me sentía viejo y cansado pero sobre todo estaba asqueado de ver morir gente por razones que nunca comprendí, ni creo que pueda comprender nadie. Estos dos años me he dedicado a disfrutar de la vida (un concepto que siempre me chocó, entiendo mejor el de muerte), de la familia, de la profesión de articulista en la prensa diaria. Todo esto al tiempo que intentaba rematar mi primera novela. No, no tenía nada que ver con la guerra. En realidad el argumento no podía ser más sencillo y ameno. Trataba de un joven magnate del negocio de la comunicación que se dedicaba, entre amante y amante, a manipular a la opinión pública. De esta forma mataba dos pájaros de un solo tiro. Me vengaba de ciertos tipos, por llamarlos de algún modo, que sobrevuelan la sociedad como los buitres carroñeros los cadáveres recientes, al tiempo que satisfacía una de mis pasiones favoritas desde que el cine me abriera los ojos a leyendas de pasión, a hermosas mujeres que se movían en la pantalla grande como en su propia casa.

 

En esto estaba, feliz papá que se levantaba varias veces en la noche para contemplar embobado a su retoño, cuando estalló la última guerra. Esta vez tan cercana y trascendente que todos hablaban de que el orden mundial ya no sería el mismo nunca más. ¿Cuántos años llevo oyendo lo mismo? Mi esposa no me dejaba ver la televisión y apagaba la radio en cuanto me veía cerca. Dejamos de recibir la prensa, al parecer por problemas con la suscripción o algo por el estilo. El teléfono fijo se averió y perdí el móvil, pero eso no impidió que mi ex jefe se presentara en casa y se auto-invitara a comer. Durante la comida no dijo una sola palabra sobre el conflicto, se limitó a piropear a mi bella esposa con tanto descaro que estuve a punto de partirle la cara.

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Al marcharse me abrazó, no muy fuerte, y me pidió que le acompañara hasta el coche. Allí me habló de que viejos amigos querían saludarme, me esperaban en un café que solíamos frecuentar años atrás para tomar unas copas. Ni siquiera pude despedirme de Elena. Me empujó al interior del mercedes y salió pitando.

 

El resto se lo pueden ustedes imaginar. Es curioso cómo tira esta maldita profesión. Un psiquiatra amigo me dijo una vez que nos acostumbramos tanto a los subidones de adrenalina que ya no somos capaces de permanecer más de un par de minutos con las manos a la espalda contemplando un hormiguero en el campo. Y mucho menos si las hormigas no son de la raza caníbal sino unas simples acaparadoras de comida para el invierno. Necesitas el sabor ácido de la adrenalina en la boca, necesitas vivir el riesgo, el peligro acechante en la mirada de cuantos te rodean.

Tal vez esto sea verdad aunque sin duda no se trata de toda la verdad. En mí aún quedan viejos resabios de idealismo trasnochado, de estúpido romanticismo de siglos atrás cuando en las guerras podías insultar al enemigo que corría hacia ti con la lengua fuera. Aún soy capaz de pensar que la humanidad puede tener remedio, que no todo está perdido, que si consigo poner en el plato del ciudadano normal un cadáver que hieda lo suficientemente fuerte tal vez el cristal estalle en mil pedazos, ese cristal incoloro, inodoro e insípido que el televisor pone delante de nuestros ojos para que la realidad no pueda ser tocada ni sentida con demasiada intensidad.

 

Estos pensamientos me hacen gracia pero no puedo evitarlos. Aún recuerdo la última cena en casa con un par de viejos amigos. Bromeábamos viendo en el televisor escenas de conflictos lejanos, pero luego, en el jardín, fumando un buen habano y trasegando coñac francés se hizo un silencio que se podía cortar con un cuchillo.

 

Al despedirme de Elena al tiempo que besaba sus lágrimas no dejaba de jurar y perjurar que éste sería mi último trabajo. Ella no me creyó. Ahora, mirando esta bazofia de plástico en plato de plástico, me pregunto si algún día encontraré redaños suficientes para cumplir lo prometido. Estoy intentando ver algo atractivo en esta comida que reposa en el plato de plástico que aún no he tocado. Tengo el tenedor  en la mano y pienso que cuando esté allí la echaré de menos. Un conocido cosquilleo me recorre la nuca, hace temblar mis piernas contra el asiento delantero. Es por el miedo y por algo más que no me atrevo a definir. Clavo el tenedor en el bistec de plástico al tiempo que repaso si me he dejado algo, si en mi magro equipaje falta algo esencial para retratar la guerra.

 

Continuará.

 

DIARIO DE UN REPORTERO DE GUERRA-INTRODUCCIÓN


D.R.G.
                        DIARIO DE UN REPORTERO DE GUERRA-INTRODUCCIÓN
         Es mi primer intento de un relato de guerra. Lo escribí hace ya algunos años y le di un final, cosa que no es muy común en mis historias. Intento recuperar viejos textos. Ver si soportan el paso del tiempo y las posibilidades que tienen de ser reescritos, reformados y aceptados de forma permanente en las obras completas de Slictik.
        Lo único que recuerdo de este relato es que fue escrito durante la Guerra del Golfo y tal vez fuera la muerte del periodista español la que me provocó a escribirlo.