Categoría: LOS PEQUEÑOS HUMILLADOS

LOS PEQUEÑOS HUMILLADOS XXXII


Me alegré mucho de que terminara la Semana Santa, no lo había pasado bien. Los ejercicios espirituales sobre las postrimerías me habían asustado, tanto que a veces temblaba sin saber por qué. La muerte parecía algo tan inevitable, tan fácil que ocurriera, que la posibilidad de morir en pecado mortal, sin haberme confesado antes era imposible de evitar. Cualquier cosa podía matarme, me podía atragantar con la comida y morir por no poder respirar, o podía desmayarme al escuchar la misa por la mañana, bien porque estuviera dormido o porque me diera un mareo, y al caer hacia atrás desnucarme al golpear contra el hierro que unía los bancos y los reclinatorios. Se me ocurrían mil formas de morir. Lo increíble es que todos siguiéramos vivos siendo el cuerpo algo tan frágil que una fiebre podía paralizar el mecanismo que funcionaba por dentro. No digamos de los bichitos, nadie los ve, pero si te entran por la boca o la nariz producen enfermedades raras contra las que no existen medicinas. Y si te tropezabas y te dabas con la cabeza en la pared, morías de repente. Me pregunté por qué nuestros cuerpos no eran de hierro o de acero, así sería más difícil morir. Si fuéramos superhéroes nunca moriríamos. Al final, pasara lo que pasara siempre terminabas en el infierno. No era justo. No soportaba aquellas charlas que hablaban de lo mismo. Cuando el cura no me podía ver, porque me ocultaba tras la cabeza del que estaba delante de mí, me llevaba las manos a las orejas para no escuchar nada. Y aquel silencio que no se podía romper por nada hacía que no dejaras de pensar en lo mismo, una y otra vez. Tampoco me gustaba pasar el día rezando, la misa por la mañana, el rosario, el viacrucis, las procesiones. Te daba miedo pensar en cualquier cosa normal porque durante la Semana Santa solo podías pensar en las postrimerías, en la pasión, en el pecado mortal, en el infierno… Tres días de ejercicios espirituales, luego el jueves santo, el viernes santo, el sábado santo, el domingo santo. ¿Cuándo se terminaría la Semana Santa?

Al final se terminó y volver a la normalidad fue un gran alivio, a pesar de que era el último trimestre y había que estudiar mucho si querías aprobar el curso. Por si fuera poco no dejabas de entrenar para que la tabla de gimnasia que se iba a hacer el día de la fiesta del colegio quedara perfecta. Lo único que me gustó de la Semana Santa fue la música de órgano y aquel canto tan bonito que se llamaba canto gregoriano. La tabla de gimnasia fue divertida al principio, mientras aprendíamos los movimientos, pero luego se hizo terriblemente aburrida al repetirlos una y otra vez. Yo solo pensaba en estudiar con todas mis fuerzas. Aprovechaba las horas de estudio repitiendo las lecciones en la cabeza una y otra vez. Se me ocurrió hacer esquemas porque era imposible aprenderse tantas lecciones de memoria. Eso me ayudó mucho, pero no me servía en matemáticas o en dibujo o en otras asignaturas en las que tenías que entender ciertas cosas que era inútil memorizar si no sabías cómo funcionaban. A veces, sin poder evitarlo me venía a la cabeza la idea de que suspendía y tenía que volveré a casa porque no me daban la beca. ¿Qué haría entonces? ¿Qué sería de mi vida? ¿Y cómo iba a explicar que aquel genio, como decía el maestro, era en realidad un pésimo estudiante que les había decepcionado a todos? Solo me sentía relajado cuando en los recreos jugaba al futbol, intentando mejorar todo lo que pudiera para que me eligieran para uno de los equipos de la liga. El resto del tiempo los nervios se apoderaban de mí y hasta me temblaban las manos. Me imaginaba en las vacaciones de verano, yendo a casa de los abuelos, algo que tanto me gustaba, y volver a ver a las vacas, las ovejas, las cabras, dar de comer a las gallinas y hacer tantas cosas nuevas que tanto me gustaban. Pero eso no iba a ser posible si suspendía alguna asignatura. Tendría que estudiar en verano y no me dejarían ir a casa de los abuelos.

Apreté los puños, rechiné los dientes y puse toda mi voluntad en estudiar todo lo que podía y más, pero aprobar las mates no era cuestión de apretar los puños. hincar los codos y repetir la lección una y otra vez. Había que comprenderlas y yo no comprendía nada de nada. El maestro de la escuela del pueblo sabía muy poco de matemáticas o puede que pensara que con sumar, restar, multiplicar y dividir ya teníamos bastante, no necesitaríamos más en nuestras vidas. Nuestros padres apenas sabían eso y se manejaban bastante bien. Pero allí, en el cole, no era suficiente. No entendía las raíces cuadradas, no entendía las ecuaciones. Apenas podía manejarme con la regla de tres simple y compuesta, especialmente la simple. Además. aquel profesor estirado, con cara de vinagre, me caía fatal, más porque sabía que había sido militar y a mí los militares me caían muy mal, no entendía eso de vestir de uniforme y pegar tiros por todas partes. Creo que se explicaba muy mal o yo no era capaz de entenderle. Solo un milagro conseguiría que aprobara aquella asignatura. Así que me puse a rezar todos los días para que Dios hiciera el milagro. Parte de los padrenuestros, avemarías y las misas y rosarios, eran para pedirle al Padre que me aprobara, creía que me lo merecía. Por desgracia el ensayo de las tablas de gimnasia para la fiesta del cole nos quitaba mucho tiempo de estudio. Pensé recuperarlo en los recreos. pero quería mejorar como futbolista para que me cogiera algún equipo de la liga, ahora que hacía buen tiempo y se podía jugar casi todos los recreos. Era un pecado venial el no dedicarme con todas mis fuerzas a estudiar por jugar al futbol, y así lo confesaba todos los sábados. Era un gran problema encontrar pecados que confesar todos los sábados. Algunos confesores se enfadaban de que repitiera una y otra vez que había mentido tantas veces a lo largo de la semana, especialmente si decía que había mentido a los padres prefectos o profesores. Hacer la lista de pecados antes de confesarme me resultaba cada vez más difícil, las mentiras ya no funcionaban y tenía que echar mano de los pecados veniales de hablar cuando había que guardar silencio, de no haber comido todo lo que nos habían puesto en la comida o la cena o de haber insultado a un compañero, algo que me inventaba porque no se me ocurrían más pecados. Cuando me preguntaba el confesor si había cometido algún pecado mortal no se me ocurría ninguno y así tenía que decirlo. Repasaba los diez mandamientos, pero yo no robaba, no mataba, no sabía qué era tomar el nombre de Dios en vano, no sabía qué era cometer actos impuros o consentir pensamientos o deseos impuros y no podía honrar a mis padres si estaban tan lejos. Confesarme los sábados era uno de los peores momentos de la semana, aunque algunas veces, cuando el confesor me absolvía notaba una ligereza extraña, como si me hubieran quitado un peso de encima.

La verdad es que ya estaba bastante harto de la tabla de gimnasia. Había que repetir una y otra vez y otra los mismos movimientos. Lo peor era que tenías que ir acompasado con los demás, sino el fraile que dirigía todo te echaba la bronca y había que volver a repetir. Si uno se equivocaba, aunque no fueras tú, daba lo mismo, a repetir todo el grupo. Entrenábamos por cursos, salvo los fines de semana, entonces todos los campos de futbol se llenaban con todos los cursos, hasta los mayorones de cuarto, quinto y sexto. Todos en traje de deporte, pantalón azul y camiseta roja, salvo los que debían formar el letrero final que decía “Colegio San Agustín”. Al principio todos nos equivocábamos y había risas, que cesaron cuando comenzaron los castigos, sin recreo, sin la película del sábado, sin lo que fuera. Odiaba aquella forma de castigar, no importaba quién se equivocara, todo el grupo que estaba cerca tenía que repetir o sufrir el castigo que correspondiera. Y no solo actuaban así en los castigos de la tabla de gimnasia, era una norma que seguían a rajatabla. Que alguien hablaba en las filas, cuando nos ordenaban silencio, el prefecto preguntaba quién había sido y si éste no levantaba la mano todos los que estaban cerca eran castigados. Los frailes no se cortaban nada a la hora de preguntar en público quién había sido, quién había hablado o se había tirado un pedo o lo que fuera. Entonces pedían que los que lo habían visto levantaran la mano para acusar. Como nadie lo hacía en público, invitaban a los que querían acusar al culpable, en lugar de tragarse el castigo sin haber hecho nada, que fueran a hablar con ellos a su celda. Yo nunca lo hice, prefería sufrir el castigo que acusar a nadie. Convertirse en acusica o chivato era lo peor que podías hacer, todos te señalaban con el dedo y había venganzas, nadie quería hablar contigo o ir contigo. Tampoco supe de nadie que lo hubiera hecho, pero estaba seguro de que alguno lo hacía, porque de pronto te levantaban el castigo y alguien sufría un castigo muy severo. No era solo por miedo a que me señalaran con el dedo o que nadie quisiera hablar conmigo, tenía tan pocos amigos y hablaba tan poco con los demás que no me hubiera importado demasiado, era la rabia por aquella injusticia de que castigaran a todos por uno. No podía soportarlo, era demasiado injusto. Si los prefectos o cualquier otro fraile no eran capaces de saber quién había hecho esto o aquello, que se aguantaran o investigaran por su cuenta, pero eso de buscar chivatos para solucionar sus problemas me parecía algo tan sucio y miserable que hubiera preferido estar todo el curso castigado que ir a chivarme de alguien.

El tiempo pasó rápido. Hacía buen tiempo, comenzaba el calor. En los recreos jugaba al futbol siempre y procuraba ir aprendiendo y mejorando para que se dieran cuenta y me ficharan para algún equipo. Contaba las veces que tocaba el balón, era como una señal de que cada vez lo hacía mejor. Estudiaba todo lo que podía, con ganas o sin ganas, porque quería sacar buenas notas, si era posible sobresalientes en todo, aunque en matemáticas me conformaría con aprobar. Entre los estudios, la tabla de gimnasia y los partidos de futbol en los recreos, el tiempo fue pasando y de pronto llegó la fiesta del colegio. Invitaban a los padres a que vinieran a vernos pero yo sabía que los míos no vendrían. Nos habían obligado a escribirles invitándoles a la fiesta del colegio. Me había contestado mi madre que no podían venir porque no tenían dinero. Eso era algo que nunca se me olvidaba, aunque procuraba no recordarlo. Sabía muy bien el esfuerzo que estaban haciendo para que yo pudiera estudiar. Mi papá ganaba poco trabajando en la mina. Cuando vivía con ellos sufría cuando antes de que acabara el mes ellos hablaban de que no podían comprar nada en las tiendas y habría que ir al economato de la empresa para comprar algo para comer. Fiaban hasta que papá cobraba el sueldo del mes siguiente. No podía ni imaginarme cómo estarían ahora, que yo les había obligado a gastar tanto en la ropa y todo lo demás. Prefería no pensar en ello. Por un lado. me entristecía mucho que no pudieran venir, pero por otro lado prefería que no vinieran. No solo porque me hubiera sentido un poco avergonzado, ya que ellos no sabían comportarse en público, especialmente mi padre, sino porque no quería que nada me recordara los meses que llevaba fuera de casa y lo mucho que deseaba volver y olvidarme de aquel colegio. La fiesta del colegio era el final del curso, algunos se marcharían con sus padres cuando terminara. Pero antes pasábamos los exámenes finales de curso, que duraban una semana, durante la cual teníamos al menos un par de exámenes al día. Como ya no nos daban clase aprovechábamos para estudiar. Todo el día estudiando, durante las clases, en los recreos y las horas de estudio. Me dolía la cabeza, me ponía muy nervioso, me hubiera echado a llorar si no se hubieran reído de mí. Necesitaba sacar muy buenas notas. No pensé en otra cosa. Cuando los exámenes acabaron me sentí muy triste, algunos no me habían salido muy bien y el de mates muy mal. Solo me quedaba rezar.

LOS PEQUEÑOS HUMILLADOS XXXI


El jueves y viernes santo nos dijeron que iríamos a ver las procesiones. Salir del colegio y sobre todo, salir de aquel silencio que se hacía insoportable, nos animó mucho, aunque luego veríamos que aguantar una procesión de pie no era Jauja. Salimos hacia la ciudad a primera hora de la tarde, en fila india. Caminamos por el arcén de la carretera los kilómetros que nos conducirían hasta el centro de la ciudad, en absoluto silencio, los que rompían esa regla de oro se arriesgaban a que el padre prefecto, especialmente si se trataba del Fantasma, les pusiera firmes de una bofetada imprevista o simplemente recibieran una buena bronca, si se trataba de La Vaca. El observar el paisaje urbano ya era suficiente entretenimiento para mí, como para charlar con los compañeros, con quienes no tenía, de momento, una relación de amistad que impulsara a intercambiar opiniones. Procuraba estar concentrado en lo que íbamos a presenciar, el ritual que nos recordaría la pasión y muerte de nuestro Señor Jesucristo. Se me escapaba el significado profundo del concepto de la redención. El que un ser humano se echara a las espaldas todos los pecados de la humanidad, de todos los seres humanos que habían existido y que existirían en el futuro y además todos los pecados, que eran muchísimos y muy graves, para que fueran perdonados por Dios, se me hacía de todo punto incomprensible. No solo el que se pudiera soportar semejante peso a las espaldas, algo inimaginable, sino sobre todo el que uno pudiera aceptar tan increíble sufrimiento para conseguir un perdón al que no le encontraba mucho sentido, teniendo en cuenta que los que pecaban lo hacían voluntaria y libremente y lo peor de todo, que volverían a pecar una y otra vez, fueran redimidos las veces que fuesen redimidos. Mi vivísima imaginación me hacía contemplar aquella ascensión al monte del Calvario con una corona de espinas en la cabeza, cada espina penetrando en la carne y llegando hasta el hueso. El peso del madero sobre los hombros, los pies descalzos, llagados, sudando sangre, sabiendo lo que le esperaba. Podía sentir cómo le clavaban los clavos en la palma de las manos, a martillazos. Cómo le dejaban en la cruz, al sol, comido por las moscas, la sed espantosa, cómo la lanza penetraba sus entrañas. Solo de pensarlo el sufrimiento y la angustia se me hacían insoportables. Mejor pensar en otra cosa.

Llegamos pronto a la calle que habían elegido para nosotros. En algunos trozos de acera ya estaban puestas sillas que ocuparían los vecinos. El padre prefecto nos había aconsejado situarnos en el asfalto, cerca de la acera, así podríamos sentarnos en ella cuando estuviéramos cansados y de esta forma estaríamos también en primera fila para que ningún adulto nos impidiera ver la procesión, porque nosotros éramos pequeños y bajos y no estaba papá para que nos dejara subirnos a sus hombros. Eso hicimos, aunque alguno, que yo lo vi, se escaqueó perdiéndose entre los grupos de personas que iban llegando. No sé lo que haría, porque no nos habían dado dinero para gastar. ¿En qué podíamos gastarlo viendo la procesión? Cuando ya estaba acabando apareció por detrás de las filas que ya se habían formado, lo pude ver entre las piernas. ¿Y si se hubiera perdido? Desde luego yo no me hubiera atrevido. Había demasiada gente para no perderse y regresar tarde, si es que acertabas con el camino, hubiera supuesto un castigo severo. No quise ni imaginarlo.

La procesión tardó en llegar. Yo estaba ya cansado y me apoyaba primero en una pierna, luego en otra. Además. me aburría mucho. No quería mirar a las filas del otro lado de la calle porque me daban miedo las miradas que me dirigían, como si sintieran pena por mí. La gente me daba mucho miedo. Por fin se oyeron a los lejos las trompetas y la música. El sonido de las voces de la gente fue decreciendo hasta convertirse en murmullos. El sonido agudo de las trompetas, el bronco de los tambores y el resto de instrumentos, me producían una sensación rara, se me humedecieron los ojos. Imaginé a Jesús subiendo una cuesta, con la corona de espinas, pujando por la cruz, sangrando por las espaldas que un romano iba azotando sin compasión. ¿Merecía yo que él sufriera por mí de esa forma? No, yo era un gran pecador. Todos los sábados me confesaba de lo mismo sin pensar en lo mucho que mis pecados habían hecho sufrir al hijo de Dios. ¿Cómo podía ser que él hubiera sufrido por algo que yo haría siglos más tarde? No podía entenderlo. Seguro que era uno de esos milagros tan raros que suceden de vez en cuando, especialmente si eres el Hijo de Dios. Pensé que mis pecados comparados con los terribles pecados mortales de otros, tales como matar a alguien o robarle, eran muy poca cosa, y además juntados unos con otros, los míos pasarían desapercibidos. Dejé de pensar en ello, eso tenía que ser un pecado muy gordo.

Me ayudó el movimiento que se produjo. Algunos salieron al centro de la calle y comunicaron que el comienzo de la procesión ya se veía al dar la vuelta a una esquina. Todo el mundo quería verlo, pero si no te movías de tu sitio era difícil, y nadie quería moverse por si le quitaban el sitio. Había algunas mujeres mayores, sentadas al otro lado, con el rosario en las manos, que farfullaban algo, seguramente el rosario, pero la mayoría actuaba como si aquello fuera un espectáculo divertido. Me dije que yo debía de centrarme en lo que la procesión representaba, el sufrimiento y la muerte de nuestro señor Jesús. No entendía muy bien lo que significaban los pasos, ni tampoco el ritual del lavado de pies que había hecho el oficiante en el oficio del Jueves Santo al que habíamos asistido antes de salir a ver la procesión. Todos tuvimos que esforzarnos para no reírnos al ver al director del colegio lavando los pies a unos cuantos niños, con una palangana llena de agua y un trapo seco. Di gracias a Dios por no haber sido escogido para el lavado de pies. No es que yo fuera un guarrín, pero me costaba ducharme y supongo que a veces debía de oler mal, aunque yo no me olía porque mi olfato no era bueno y solo notaba los malos olores cuando eran muy intensos. Muchos niños hicieron luego bromas sobre el olor a queso de los pies y lo mal que lo tenía que haber pasado el cura. No entendía muy bien aquella ceremonia, se suponía que el cura se humillaba ante los últimos de la fila, nosotros, los niños, pero luego nos humillaba dándonos bofetones y tratándonos como a mierdecillas. Nada de lo que había hecho Jesús, el Hijo de Dios, que se contaba en el evangelio, era imitado por los curas y frailes, que se comportaban como si no creyeran en el evangelio y todo fuera para ellos como una obra de teatro, algo de risa, que interpretaban porque tenían que hacerlo, pero estaban muy lejos de creer e imitar a Jesús.

Cuando vi aparecer a los primeros papones, con aquellos gorros en cucurucho que les tapaban la cara y que daban un poco de risa, porque eran como helados al revés, dejé de rezar el padrenuestro que había estado recitando de memoria dentro de mi cabeza, y me dispuse a dejarme asombrar por todo lo que fuera ocurriendo. No entendía muy bien por qué se tapaban la cara para que nadie los conociera, y menos con aquellos cucuruchos morados. ¿Era porque hacían de malos y no querían que nadie lo supiera? ¿Entonces eran los malos o los buenos que acompañaban a Jesús en su pasión? El paso con la estatua de Jesús siendo azotado, con la corona de espinas, de la que brotaban gotas de sangre, llegó frente a mí y no pude dejar de mirar el rostro del Hijo de Dios. Parecía estar sufriendo mucho. El que fuera por mis pecados me producía retorcijones de tripas. Tenía que ser bueno, muy bueno, no quería hacerle sufrir. Seguía sin entender para qué servía tanto sufrimiento si luego todo el mundo seguía pecando y pecando. Además, si su espantoso dolor perdonaba los pecados y los malos, muy malos, iban al cielo después de haber hecho tanto mal… no me parecía justo. Aunque si morían en pecado mortal irían al infierno, como no se cansaban de repetir los curas. Los malísimos estaba bien que fueran al infierno, aunque no acababa de entender eso de que alguien que ha hecho muchísimo mal a sus hermanos pudiera ir al cielo si se arrepentía en el último momento y confesaba y comulgaba. En cambio yo, un pobre niño, podía ir al infierno si la muerte me pillaba en pecado mortal, sin tiempo de confesarme y arrepentirme, a pesar de no haber hecho tanto mal como aquellos malísimos que mataban, robaban y todo lo demás. No era justo. No, no lo era. No entendía nada. Quise dejar de pensar en ello, porque eso debía de ser pecado mortal y tendría que confesarme el sábado. Lo importante es que fuera bueno y que sufriera yo también para salvar a todos, incluido yo mismo. Haría sacrificios y penitencia. Me dolían las piernas. Eso lo podría ofrecer como sacrificio por la salvación de la humanidad. No sería igual que el sufrimiento de Jesús, que era el hijo de Dios, pero para algo serviría. ¿Para cuánto? ¿Aquel dolor de piernas podría conmover a un gran pecador y hacer que se arrepintiera? Me parecía poco. Se me ocurrió que si me duchaba con agua fría todos los días, eso sería una buena penitencia. También podría hacer otras cosas. Había oído que algunos frailes se ponían cilicios alrededor de la cintura, eran como pinchos metálicos, como espinas. Eso sí que debía de doler. ¿Pero de dónde sacaba yo los cilicios? ¿Me dejarían?

Algunos, tras la estatua de Jesús azotado y con la corona de espinas, iban vestidos de romanos. A esos se les veía la cara. No llevaban capuchón. ¿Por qué ellos no, si eran los malos, y por qué lo llevaban los buenos, suponiendo que fueran los buenos? Se escuchaba ya muy cerca el sonido de las trompetas, los tambores y los demás instrumentos. Una trompeta solitaria daba unos clarinazos muy agudos que te rompían el alma. Me conmoví hasta las lágrimas y no dejé de llorar hasta que pasaron frente a mí y se fueron alejando. Estuve atento por si desde algún balcón cantaban una saeta. Había oído decir que era algo muy bonito, pero no se oyó nada. Pasado lo mejor la gente dejó de estar atenta y se oyeron algunos murmullos. Ya llevaba allí, de pie, horas y horas, estaba muy cansado. Quise sentarme en la acera, pero no había ningún trozo libre, todo estaba ocupado por los pies de los asistentes. Alguien chistó y me volví. Era una mujer sentada tras de mí en una silla. Me señalé con el dedo, preguntando con el gesto si era a mí. Ella asintió y yo me acerqué. Me dijo que parecía muy cansado, que me sentara en su silla, ella estaría un rato de pie. Me preguntó si era de algún colegio y le dije que sí. Me preguntó de cuál. Se lo dije. Insistió. Le dije que no, que no estaba muy cansado, pero ella no se lo creyó. Como no acepté de inmediato, la señora se enfadó y tuve que sentarme para evitar que se produjera un escándalo. Eso me vino muy bien porque ya me notaba mareado, estaba tan cansado que temí caerme redondo al suelo. La procesión iba acabando. Al mirar a mi derecha, pude ver al padre prefecto que iba pasando y diciendo a todos que se fueran poniendo en fila para regresar. Me dije que no sé cómo nos la íbamos a arreglar para no perdernos en semejante multitud. Le dije a la señora que nos teníamos que ir y le di las gracias. Ella se conmovió y me acarició la cara. Cuando llegó el prefecto me puse en pie y formé fila con el resto. En cuanto pasó el último papón nos pusimos a caminar. El fraile nos había dicho que formáramos filas de tres para que fuera más difícil perdernos y que pusiéramos la mano en el hombro del delante. Comenzamos a caminar y la gente nos miraba con asombro, cuchicheando y apartándose para dejarnos paso. Aquella noche llegamos muy tarde al colegio y muy cansados. El padre prefecto nos dijo que al día siguiente nos dejaría dormir hasta las ocho. A todos nos pareció bien, aunque hubiéramos preferido que fuera hasta las nueve.

LOS PEQUEÑOS HUMILLADOS XXX


Y así, entre unas cosas y otras llegó la Semana Santa. Pensé que nos iban a dejar ir a casa de vacaciones, como en Navidad, pero no fue así. Era solo una semana y además santa, teníamos que hacer ejercicios espirituales y abonar nuestra vocación, como si fuera una flor en el jardín. Yo no sabía lo que eran los ejercicios espirituales, me sonaba a correr una carrera, pero espiritual, lo que no entendía de ninguna de las maneras. Al principio me puse triste, luego me di cuenta de que así ahorraba a mis padres los billetes de tren y el tener que darme de comer durante una semana. Estaba dispuesto a los mayores sacrificios, sabía muy bien lo mal que lo estaban pasando por mi culpa. No teníamos clases y eso era importante, aunque supuse que nos harían estudiar unas horas al día, como así fue.

Me gustó la misa del Domingo de Ramos, fue muy bonita. A algunos les dieron unas palmas para la procesión, no a todos, porque éramos muchos. El evangelio fue interesante, hasta divertido, aunque no podía comprender cómo un grandullón, como era Jesús de Nazaret pudo haberse montado en una borrica hasta Jerusalém. Ningún burro ni pollino soporta tanto peso sin sufrir mucho. Si Jesús era tan bueno, ¿cómo hizo sufrir de esa manera al pobre burrito? Sabía que eran muy resistentes porque cuando iba a visitar a los abuelos a su pueblo de montaña allí había algunos borricos y llevaban cargas muy pesadas, pero los pobres son pequeñitos y por mucha fuerza que tengan tienen que sufrir mucho. Hubo música de órgano y cantos que llaman gregorianos, no sé por qué. Se celebró en la iglesia grande, que es enorme, para que cupiéramos todos. Aquel canto gregoriano me gustó mucho. Nunca lo había oído ni en las misas del pueblo. Las palabras eran en latín y no comprendí mucho. Nos dieron una buena comida, un pollo muy rico con patatas, porque la cuaresma había terminado y con ella el ayuno, o al menos eso es lo que entendí de lo que hablaban otros niños. En el pueblo no había visto cómo eran los carnavales, porque estaban prohibidos, por lo que supuse que en la ciudad también. De todas formas. no nos hubieran dejado ir a la ciudad a ver el carnaval porque al parecer era pecaminoso. No se me ocurría qué pecados se podían comer yendo disfrazado.

Todo fue bien hasta el lunes, cuando comenzaron los ejercicios espirituales. No se podía hablar, silencio absoluto. Nos llevaban a la capilla, a los tres primeros cursos de bachillerato y a la iglesia a los mayorones. Allí un fraile se puso a hablar de lo que él llamaba las postrimerías, que al parecer era la muerte y lo que había más allá. Insistía mucho en que si moríamos en pecado mortal iríamos al infierno, donde unos demonios terribles nos meterían en calderas llenas de pez ardiente y allí nos dejarían sin dejarnos salir por toda la eternidad. Solo de pensar en ello me dolía la tripa y me mareaba. Imaginar cómo sería el calor terrible de las calderas y cómo lo sufriría el cuerpo y no una hora o dos y luego te dejan salir, no, por toda la eternidad, que era un día tras otro y tras otro y un mes tras otro y tras otro y un año tras otro y tras otro. Y así para siempre, porque no te mueres, porque ya estás muerto. Me puse pálido y sentí mareos, recé para que aquello terminara pronto, pero no terminó, porque el fraile nos hablaba de que un solo pecado mortal te llevaba al infierno si morías sin haberte confesado y absuelto en peligro de muerte. Con lo difícil que era no cometer un pecado mortal todos, todos acabaríamos en el infierno. El fraile además lo recalcaba y nos decía que había que estar siempre preparados, porque no sabemos cuándo nos llegará la muerte. Yo me creí morir. Si decir muchas mentiras, pecados veniales, podía llegar a ser un pecado mortal, por acumulación, entonces yo nunca me libraría de los pecados mortales, porque solo en la confesión decía muchas para evitar que luego como penitencia me pusiera muchos padrenuestros, avemarías y rosarios. Los otros pecados mortales, matar, eso de la lujuria, que no comprendía qué era, robar y todas esas cosas de los diez mandamientos, no me preocupaban nada, porque no me imaginaba matando o robando o lo que fuera la lujuria. En cambio, las mentiras me traían por la calle de la amargura.

Lo que peor llevaba era el silencio. Yo hablaba muy poco, por timidez, por miedo, porque prefería pasar desapercibido, que nadie se fijara en mí, que nadie me viera, como si fuera invisible, pero ahora que nadie podía hablar echaba de menos el sonido de las voces, que ahora comprendía que me hacían mucha compañía y también ayudaban a ocultarme entre el rebaño de niños. Me asusté mucho cuando me di cuenta de lo rara que es nuestra mente. Hasta entonces no había pensado en ello. Durante los ejercicios espirituales pasábamos la mayor parte del tiempo sentados, sin hacer nada. Cuando nos hablaba el cura podías entretenerte siguiendo sus palabras, pero pronto te cansabas e intentabas pensar en otra cosa, pero no podías porque lo del infierno te atrapaba, al menos a mí, y no eras capaz de imaginar nada más. Lo que más me angustiaba era la eternidad. Podía imaginar  una hora, un día, un mes, hasta un año, pero no toda una vida y después otra y otra más, sin morirte, porque ya estabas muerto, sin descansar ni dormir ni nada, solo en aquella tinaja con pez hirviendo, aquel horrible calor que te quemaba todo el cuerpo y el dolor que no cesaba nunca. Y así un año y otro y una vida y otra. La eternidad era lo que más miedo me daba de todo lo que conocía o conocería algún día. Intentaba imaginarme a los demonios, con cuerno y rabos, y con sus horcas pinchando aquí y allá. Intentaba ver a los que estaban conmigo en la caldera, quiénes serían y por qué estarían allí. Intentaba imaginarme cómo sería el dolor, un día tras otro, y cómo sería el calor que no podía atenuarse pero tampoco aumentar, porque era el calor más terrible que uno se pudiera imaginar. Pero no conseguía permanecer mucho tiempo mirando esas escenas, porque a mí lo que más miedo me daba, un terror que me cortaba la respiración, era imaginarme lo que sería una eternidad así. No, no podía ser cierto. Dios no nos castigaría nunca a sufrir por toda la eternidad, por muchos pecados que cometiéramos y por muy graves que fueran, porque entonces no sería Dios. ¿No nos decían que Dios era bueno, lo más bueno que uno podía imaginar? ¿Entonces cómo sería tan malo como castigar al infierno por toda la eternidad? Eso tenía que ser mentira. Los curas nos estaban mintiendo. Pero si nos mentían en algo tan serio, cómo te podías fiar de ellos en lo demás. Lo de los pecados mortales y veniales y que muchos pecados veniales se convertían en uno mortal y daba igual las veces que te confesaras porque si morías estando en pecado mortal te ibas al infierno y allí sufrías por toda la eternidad, metido en la caldera de pez hirviendo, sin poder salir nunca. ¿Cómo podías morirte en gracia de Dios si era tan fácil cometer un pecado mortal, especialmente si era verdad que al acumularse los pecados veniales se convertían en mortales? Necesitaba saber cuántas mentiras veniales había que decir para que el pecado pasara de venial a mortal. Eso me traía de cabeza y me angustiaba. No podía respirar. Necesitaba no pensar en ello y para conseguirlo volvía a centrar la atención en lo que nos decía el cura. No podía estar hablando del infierno a todas horas, porque por terrible que fuera el infierno no podías estar contando lo que allí había durante horas y horas y días y días. Además, ¿cómo podía saber el cura lo que había en el infierno si nunca había estado allí? ¿Qué lo decía la Biblia? No la había leído entera, pero algo sí cuando estudié catecismo para hacer la primera comunión. El evangelio era bueno con los niños. Me gustaba aquello que decía sobre el que escandalizare a uno de estos pequeñuelos más le valdría atarse una rueda de molino al cuello y arrojarse al mar. No entendía qué era aquello de escandalizar y qué nos podía escandalizar a nosotros, los pequeñuelos, pero estaba claro que si nos hacían daño serían castigados mucho peor que si les ataran una rueda de molino al cuello. Yo sabía lo que era una rueda de molino porque me habían enseñado un molino de agua y había visto la piedra. Algo así atado al cuello tiene que hacer mucha pupa. Si a los niños nos protegían de esa manera, ¿cómo era posible que luego nos castigaran al infierno porque moríamos sin habernos confesado de unas cuantas mentirijillas que habían alcanzado el número suficiente para convertirse en pecado mortal? Que a los adultos los castigaran, me parecía más comprensible, al fin y al cabo los adultos eran malos y cometían muchos pecados mortales. Si matabas a alguien que fueras al infierno podía tener su explicación. Si azotabas hasta hacer sangre, si robabas y dejabas que otros se murieran de hambre, también. Aquello de la lujuria no lo entendía. Lo de comer hasta reventar, puede que fuera un pecado mortal, pero en aquellos tiempos nadie tenía tanta comida como para comer hasta reventar. El bueno de Carpanta, el de los tebeos, siempre estaba muerto de hambre y nunca encontraba comida suficiente para hartarse y dejar de comer unas horas. No acababa de entender algunos pecados mortales y tampoco los mandamientos. No me parecía que unos fueran iguales que otros. El matar sí me parecía lo peor de lo peor o el hacer sufrir a otros robándoles y matándoles de hambre, pero había muchos mandamientos que no eran para tanto. Que unos pecados mortales pudieran llevarte al infierno igual que otros, no me parecía bien, no eran iguales, unos eran peor que otros, eso estaba claro.  Y si te castigaban igual por unos pecados que por otros y daba igual que los cometieras una vez que un millón, entonces casi era mejor hacerse pecador y pasarlo bien que andar siempre preocupado por no cometer un pecado mortal e ir al infierno. Aquello me parecía tan injusto que no podía soportar que fuera verdad. Los curas nos estaban mintiendo. Decidí que cuando me fuera posible leería la Biblia, de cabo a rabo, incluso el antiguo testamento que sonaba tan mal y tan raro, especialmente aquellas normas de que no podía hacer ni esto, ni lo otro, ni lo de más allá. Todas me parecían tan idiotas que me hubiera echado a reír de no pensar que a lo mejor era cierto y cometía un pecado mortal y me castigaban al infierno. Tampoco entendía aquello del purgatorio. No sabía si podías ir allí con pocos pecados mortales o solo con veniales y por qué unos iban al infierno y otros al purgatorio. Todo era muy raro. Y lo que más me asombró fue que el cielo del que hablaban no me pareciera tan bien como a ellos. Porque además del infierno, que era de lo que más hablaban y de los pecados mortales y veniales, también nos hablaron del purgatorio y hasta del cielo. Eso de ser felices por toda la eternidad viendo a Dios, no me parecía tan extraordinario como a ellos. Por muy guapo y bueno y cariñoso que fuera Dios, uno se cansaría de verlo un día tras otro y tras otro y así durante toda la eternidad.

No entendía nada y cuanto más pensaba en ello más mentira me parecía. No soportaba pensar en el infierno, por eso empecé a inventarme cosas, como contar hasta diez y luego hasta cien y luego vuelta a empezar. O contaba ovejas, como decían que había que hacer cuando no conseguías dormirte. Luego pasé a imaginarme cómo sería aquel verano, cuando fuera a casa de los abuelos, donde lo pasaba tan bien. Pero había tiempo para todo y sobraba. El día se hacía muy largo, nunca acababa. Las horas de ejercicios espirituales, esos de San Ignacio de Loyola, como nos decían, se hacían mucho más largos y aburridos que las clases. Luego en el recreo no podía jugar a nada, porque había que estar meditando y rezando y no podía hablar, por lo que tenías que pasear solo, como unos santitos. Y en las comidas, especialmente si eran de las que no nos gustaban, la media hora se hacía eterna. Menos mal que el prefecto sacó una mesa y un micrófono y le pidió a uno de tercero que se sentara allí a leer el libro que había escogido. No era de los que me gustaban, de aventuras, tampoco de santos, porque sus vidas, aunque fueran increíbles, resultaban entretenidas y a veces hasta divertidas. El resto del día se iba en rezos. Rezábamos mucho, además de la misa y el rosario, también había viacrucis y cuando no estábamos con los ejercicios ni rezando, los curas aconsejaban que nos fuéramos a la capilla cuando no supiéramos qué hacer. De esa manera rezando mucho se nos perdonarían nuestros pecados. Fueron tres días, pero a mí se me hicieron eternos. Nunca creí que el tiempo pasara tan lentamente.

LOS PEQUEÑOS HUMILLADOS XXIX


           

            PRIMERO DE BACHILLERATO/TERCER TRIMESTRE

Me gusta el invierno, porque hace mucho frío y me encanta el frío, aunque a veces lo paso mal. Me gusta sobre todo la nieve. También la lluvia. La niebla no tanto, porque es muy molesta. Por eso he sentido alegría cuando ha comenzado la primavera. Los días de niebla son cada vez menos y se levanta pronto cuando el sol de mediodía puede con ella. En esta ciudad el calor tarda en llegar, aunque sea primavera. Me asusta un poco saber que en tres meses llegará el verano y el calor sofocante. Odio el calor, me siento muy mal, no quiero moverme porque sudo y me canso enseguida. Me pregunto cómo serán las clases de gimnasia cuando llegue el calor. Es la primera vez que pasaré el verano aquí, aunque no será mucho tiempo porque nos darán las vacaciones de verano y regresaré a mi pueblo. Me da un poco de miedo también entrenar para la tabla de gimnasia que haremos para la fiesta del colegio. Es el día de San Agustín, que es en agosto, pero se celebra antes para que puedan asistir nuestros familiares y de esta manera no tenemos que volver antes de las vacaciones.

En el pueblo yo pensaba que era un buen deportista. Corría mucho cuando jugábamos al pañuelo. Me gustaba ese juego. Los niños del pueblo nos reuníamos en la plaza y los dos mejores iban escogiendo a los que deseaban formaran parte de su equipo. Se tiraba una moneda al aire y el que acertara escogía primero. Iba eligiendo a los mejores corredores o a los más astutos y los últimos eran siempre aquellos a los que nadie quería. Yo nunca fui el líder que escogía a su equipo. Me daba vergüenza porque soy muy tímido, pero siempre me escogían el primero o como mucho el segundo. Al que le tocaba de poste sacaba un pañuelo del bolsillo y lo sujetaba en el aire con los dedos de la mano derecha y la izquierda, no demasiado fuerte para que se lo pudieran llevar al dar el tirón. Cada jefe hablaba en voz baja y nos daba un número a cada uno. El que hacía de poste gritaba un número, el uno, el dos, o el que le apeteciera. Entonces de cada equipo salía corriendo el que tuviera ese número, para llegar antes y llevarse el pañuelo. Si eras mucho más rápido que el contrario te llevabas el pañuelo hasta pasar la raya en el suelo que se había hecho antes de empezar a jugar, contando pasos desde el poste. Tenía que hacerse bien para que la distancia fuera la misma, si se hacía trampa un equipo tenía siempre la ventaja. A veces los jefes no se fiaban y discutían. Entonces se contaba con los pies, en lugar de con pasos. El que contaba ponía un pie, luego el otro, pegado y contaba hasta el número que se hubiera acordado. De esta manera todos miraban y contaban y era imposible hacer trampa. Los más rápidos siempre tenían ventaja, pero si te tocaba con el más rápido del equipo contrario y estabas igualado, aquí era muy importante ser astuto. Algunos no eran tan rápidos, pero eran muy listos, hacían como que se llevaban el pañuelo pero se quedaban quietos. El otro venía como un toro, pensando que le iba a pillar y a eliminarlo tocándolo antes de llegar a la raya. Pero si pasabas la raya del poste sin que el otro se hubiera llevado el pañuelo estabas eliminado. A veces los dos se quedaban tocando el pañuelo, hacían como que se lo iban a llevar, pero no lo hacían. El otro tampoco picaba y hacía un gesto de cogerlo. Así podían tirarse mucho rato, hasta que uno se decidía. Si pillaba al otro por sorpresa ganaba. Me gustaba mucho ese juego.

Yo pensaba que era un buen corredor, de los mejores, por eso no me asustó saber que todas las semanas tendríamos una hora de gimnasia, por la tarde. El gimnasio estaba en el sótano de un pabellón y era muy grande, enorme. Además, tenía de todo. Espalderas. Así llamaban a unos listones redondos de madera que estaban sujetos a las paredes. Te colgabas de la parte de arriba, que sobresalía, y el profe te obligaba a hacer distintos ejercicios. También había aparatos de gimnasia, el plinto, el potro y algunos más. Primero hacías calentamiento, una tabla de ejercicios de brazos y piernas, luego corrías alrededor del gimnasio, descansabas, los aparatos y las espalderas. Pensé que la carrera se me daría bien, pero dabas tantas vueltas que acababas agotado y te parabas. Entonces el profe te daba una advertencia, si volvías a hacerlo te castigaba. Yo me cansaba pronto, como otros niños. Las espalderas se me daban fatal porque había que hacer flexiones con los brazos y yo tenía poca bola, poco músculo. Al principio los aparatos me daban mucho miedo. Ibas corriendo, dabas un salto para tocar con los dos pies una especie de trampolín de madera y pasabas con las piernas separadas una especie de caballo de madera hasta caer en la colchoneta que había al otro lado. A muchos les daba miedo y ponían las manos en el caballo para no saltar. Lo peor era cuando te hacías daño en los huevines, bien porque golpeabas con el pito y los huevines contra la madera o bien porque te quedabas a mitad del caballo y caías de golpe con las piernas abiertas. Yo ya sabía el daño que hacía eso, porque cuando te pegaban un balonazo en las partes el dolor era espantoso y tardaba mucho en pasar. Aunque lo peor era que todos se rieran de ti a mandíbula batiente, con lo mal que lo estabas pasando.

Antes de que me pasara a mí les pasó a otros. Cuando Gallego, el empollón de las gafas con cristales de culo de vaso, se golpeó en los huevines y estuvo un rato en el suelo, llorando, yo no me reí como hicieron otros, pero si pensé que me alegraba de que fuera malo en gimnasia. Era un pecado pensar eso y tuve que confesarme el sábado. Pero el peor de todos era Calzón Agudo. Era tan alto, tan desmadrado y tan inútil corriendo que se quedó a mitad del caballo y cayó sobre la madera. Se hizo tanto daño que estuvo un rato en el suelo, quejándose. El profe se asustó y a punto estuvo de llevarlo a la enfermería. Todos odiábamos la clase de gimnasia al principio, salvo algunos que eran muy buenos deportistas y lo hacían todo bien. Luego, con el tiempo, me acostumbré a casi todo y así pude sacar un aprobado. No podía suspender ninguna asignatura o no me darían la beca, al menos eso creía. Me habían suspendido en matemáticas los dos primeros trimestres y mucho me temía que me iban a suspender el curso. Pero otras asignaturas me preocupaban, la gimnasia era una de ellas, aunque tenía esperanza de que con el tiempo llegara a ser un buen deportista. El dibujo era otra de las que aprobaba con un cinco raspado. No es que fuera mal dibujante pero se me daba mal pasar los dibujos a tinta china. No podía evitarlo, echaba alguna mancha y tenía que repetirlo. Eso me ponía de los nervios. En el resto de las asignaturas sacaba notable o sobresaliente. Al principio solo sacaba matrícula de honor en conducta. Era muy buenín, no hablaba, no me salía de la fila, rezaba con devoción en la iglesia, y trataba de comer todo lo que ponían en el comedor, aunque algunas veces no lo conseguía, pero eso no debía contar mucho para la conducta porque desde el principio empezaron a ponerme matrícula de honor en conducta.

Con la primavera empezamos a aprender las tablas de gimnasia para la fiesta del cole. Lo hacíamos en la clase semanal de gimnasia y luego los sábados por la mañana, todos los cursos juntos en el patio. Los ejercicios no eran difíciles, pero sí ir todos conjuntados, porque desde lo alto se veía muy bien cuándo alguien o muchos se retrasaban o adelantaban. Yo me limitaba a mirar al profesor y seguir a pies juntillas todos sus movimientos. Había que estar muy atento, porque la menor distracción te hacía perder el ritmo. Era difícil que te vieran en un desliz, salvo que estuvieras un buen rato fuera de ritmo. Repetíamos la tabla una y otra vez, hasta que por la fuerza de la costumbre ya lo hacías automáticamente. Cada vez me gustaba más el deporte, sobre todo porque quería que me cogieran para la liga de futbol. La de los pequeños, de primero, segundo y tercero de bachillerato, porque los mayores tenían su propia liga. Por eso cuando el Madriles, un chico que era de Madrid y que no paraba de hablar de que Madrid era la mejor ciudad del mundo, por eso le pusieron ese mote, nos preguntó a unos cuantos si queríamos correr con él y entrenar en los recreos, dije que sí. En un terreno, al lado de los campos de futbol, donde no había nada, ni árboles ni hierbas, hicimos una pista de atletismo. En un recreo, con dos palos y una cuerda, trazamos la pista siguiendo sus instrucciones. El Madriles medía, sujetaba los palos, y nosotros hacíamos un reguero profundo cavando con palos. Eso nos hizo sudar, porque decía que cuanto más profundo fuera el reguero, más nos duraría y no tendríamos que volver a hacerlo.

Como durante los días de niebla no me gustaba jugar al futbol, porque no se veía la pelota y además el campo de primero se llenaba de jugadores, ya que era el más pequeño y los chivinas de primero los más numerosos, me iba a correr con el Madriles. El primer día pensé que se trataba de llegar primero y corría con toda mi alma, pero como nos dijo el chico, no se trataba de correr los cien metros lisos, sino de hacer carreras de fondo, la maratón, que llamaba él. Nunca había oído esa palabra. Se trataba de pasarse todo el recreo corriendo sin parar, por lo que había que calcular muy bien las fuerzas. Las primeras veces no conseguí pasarme la media hora corriendo. Me agotaba enseguida y además me entraba un dolor muy fuerte en el costado. El Madriles decía que era el flato, lo que a mí me sonaba a pedo, pero no, era un dolor muy agudo que te impedía seguir corriendo. El aguantaba más que todos los chicos que corríamos e iba contando las vueltas, siempre era el que más vueltas hacía y además nos doblaba a todos, a algunos hasta dos y tres vueltas. Nos enseñó a mantener el ritmo y a respirar. La competición me picaba y me propuse vencerle algún día, pero nunca lo conseguí.

Un fin de semana el prefecto dijo que íbamos a acompañar al equipo de baloncesto del colegio a jugar contra los dominicos. No estaban lejos, por lo que fuimos andando. Pasamos la fábrica de Fasa Renault, el huerto y por un bosque llegamos a su colegio. Por lo visto había un pique muy fuerte entre nosotros y los dominicos. Así supe que nuestro colegio tenía equipos de baloncesto, de balonmano, de futbol, de casi todo y lo formaban los mayores, aunque en futbol también había equipo de infantiles. Me dije que algún día yo formaría parte de ese equipo, pero mientras tanto tenía que mejorar. Al pasar cerca de un árbol caído y chamuscado, creo que fue un chico de tercero, el que nos dijo que un rayo había caído sobre aquel árbol y había matado a un niño que estudiaba en los dominicos. Aquello me asustó mucho. La muerte siempre me asustaba mucho desde que, teniendo cinco años, una vecina vino corriendo a casa de mi madre, diciendo que papá se había desmayado al bajar del autobús de la mina y creía que estaba muerto. Me puse muy pálido y pasé lo más alejado que pude del árbol, sin mirarlo. Por eso no disfruté del partido, a pesar de que ganamos. El baloncesto me gustaba, pero era muy bajo y nunca había jugado en el pueblo, donde no había canastas.

Otro fin de semana también nos llevaron andando a Valladolid, donde el equipo de balonmano jugaba contra San Viator, que era el más fuerte. Fue una buena caminata, aunque mereció la pena. Quedé asombrado con el portero de San Viator. Era un chico que tenía el cuerpo deformado y algo de parálisis, según nos dijeron. Pero paraba todo. Era increíble. Nosotros teníamos un equipo muy bueno, especialmente un chico de sexto que era muy alto y fuerte. Se alzaba sobre la barrera contraria y disparaba unos cañonazos que daban miedo, pero el portero siempre los paraba, lo mismo daba que la pelota fuera abajo, arriba, a un lado o a otro. Incluso nosotros aplaudíamos las paradas. A mí me pareció inconcebible que un chico con aquella enfermedad pudiera ser tan buen portero. Eso me hizo pensar que yo podría llegar a donde me propusiera porque no tenía ninguna parte del cuerpo paralizada. Cuando me daba el flato corriendo pensaba en aquel chico y continuaba corriendo, hasta que un día el dolor se hizo tan intenso que me desmayé y caí al suelo. Luego Madriles me echó la bronca. Había que cuidar el cuerpo para sacarle rendimiento en atletismo.

Hacer deporte me ayudaba mucho a no pensar en los suspensos o en la confesión del sábado, donde tendría que contar todos los pecados y eso hacía que me muriera de vergüenza. Comprendí que la mente era peligrosa, lo que había dentro de mi cabeza podía amargarme la vida. Me ponía triste sin querer, por cualquier cosa. No podía dejar de pensar en algo que había hecho mal, aunque supiera que ya no lo podría cambiar. Me asustaban los exámenes y me pasaba los días anteriores tan nervioso que hasta me costaba dormir. Hubiera dado cualquier cosa por poder controlar lo que bullía en mi cabeza. La mente era algo malo, muy malo, que cada día me preocupaba más. Por eso cuando escuché aquello de “mens sana in corpore sano” me apliqué con todas mis fuerzas a sanar mi mente machacando mi cuerpo lo que hiciera falta. El deporte era lo que necesitaba y además me gustaba mucho. Por eso lo practicaba hasta el agotamiento. Yo era un niño delgado, enclenque. En casa mi mamá no dejaba de decirme que estaba muy delgado y que comía poco. A veces me hacía las comidas que más me gustaban, solo para verme comer con ganas. Las habas verdes con patatas, cocidas y respiñadas con aceite, ajo y pimentón me volvían loco, podía comer dos platos tranquilamente. También me gustaba mucho el chicharro guisado con mucho ajo, me chupaba los dedos. O la palometa frita. Me gustaban casi todos los pescados. También el filete con patatas, pero eso lo comíamos una vez al año como mucho. La carne estaba cara y salvo el pollo apenas la comíamos. En cambio el pescado estaba barato y lo comíamos muchos días a la semana. A pesar de ello yo no engordaba nada. Siempre estaba delgado, con las patitas de alambre y el cuerpo enclenque. Mamá llegó a obsesionarse con mi delgadez y a veces me había llevado al médico para que me recetara vitaminas y todo eso. Yo no tenía hambre, por eso no comía mucho. Si la comida me gustaba, entonces sí comía y hasta podía repetir. Como con los garbanzos con arroz, muy ricos. En cambio allí en el cole no me gustaba nada, todo estaba mal cocinado y había muchas comidas que yo no comía en casa y que allí tenía que probar por primera vez. Creo que por eso me cansaba tanto al hacer deporte, porque comía poco, estaba delgado y tenía poca resistencia. A pesar de ello intentaba hacer deporte siempre que podía, porque me gustaba y porque no dejaba de repetirme aquello de “mens sana in corpore sano”. Necesitaba quitarme de la cabeza aquellas ideas que me hacían daño pero que no podía parar.

LOS PEQUEÑOS HUMILLADOS XXVIII


AVENTURAS Y DESVENTURAS DEL PEQUEÑO CELEMÍN

Querido Bubú: Perdóname, llevo mucho tiempo sin escribirte, pero es que tengo miedo de que me descubran el cuaderno. Lo escondo bajo el colchón, donde creo que nadie va a mirar nunca porque no creo que nadie piense que tengo algo que esconder. Aquí lo único que escondemos es la comida que no nos gusta. El último fin de semana nos obligó el padre prefecto a darle la vuelta al colchón, lo de abajo para arriba y lo de delante para atrás. Menos mal que La Vaca estaba lejos y los niños que duermen al lado estaban demasiado ocupados en darle la vuelta a un colchón que aunque es pequeño pesa mucho para un niño. He visto que algunos niños se ayudaban entre sí, pero yo no tengo amigos ni nadie que me ayude. La verdad, amigo Bubú, que me siento muy solito, como si me hubieran abandonado y aunque al principio pensé mucho en mis papás, mis hermanitos y en nuestra casa, luego me he ido olvidando de ellos, porque no sé nada de sus vidas, salvo por alguna carta que me llega de vez en cuando y que siempre es muy corta. La escribe mamá y lo único que me dice es que están todos bien, que estudie mucho porque si no consigo la beca no podré seguir estudiando, que cuide la ropa, porque no podrán comprarme más, que rece por ellos a Dios ya que estoy estudiando para cura y que a nosotros nos hace más caso que a los demás. Termina con un cuídate mucho y no te olvidamos. Eso es todo. No hay ni una sola palabra de cariño. Lo entiendo porque en casa tampoco la había. En todas las familias debe ser igual, por lo que he oído contar a algunos niños. No sabes lo que me gustaría vivir en el parque Yellostoun, o como se escriba, con el oso yogui y contigo. Sé que tú me darías mucho cariño, porque eres muy cariñoso.

Alguna vez he pensado en llevarme el cuaderno al servicio, escondido en la toalla, pero me da miedo que me descubran y además no tenemos mucho tiempo antes de que apaguen las luces. Si tengo que hacer necesidades mayores, porque no las he hecho por la mañana, ya no me da tiempo a más. Y si me lavo los dientes y meo, aunque no tenga muchas ganas, porque me da miedo levantarme por la noche a mear, ya apenas me da tiempo a llegar a mi cama antes de que escuche al prefecto dar palmadas y anunciar que en un minuto se apagan las luces. No puedo venir al dormitorio durante el día, no nos dejan, solo cuando vamos a dormir. Solo me queda el rato antes de que apaguen las luces por la noche o despertarme pronto y aprovechar hasta que el prefecto da las palmadas para que nos levantemos, pero por las mañanas nunca me despierto antes y además estoy demasiado dormido para escribirte. Si ahora lo estoy haciendo es porque me he atrevido a bajar el cuaderno a clase, lo he escondido en el pupitre, bajo los otros libros, así puedo disimular cuando por las tardes tenemos que estudiar para el día siguiente. Hago como que escribo las lecciones y a nadie le parece raro, porque he descubierto que se me quedan mejor si hago esquemas en el cuaderno de apuntes. Abro una llave para cada lección y voy escribiendo arriba lo más importante del comienzo, luego otra línea con lo que me parece debería poner si me preguntaran eso en el examen. Una vez que resumo la lección con esquemas y me los aprendo, puedo estudiarla todo seguido. Como lo hago todos los días a nadie le parece raro que te esté escribiendo. Durante el estudio de la tarde, antes de cenar, todos estamos muy cansados y con pocas ganas de que nos castiguen por hablar o por mirar a otros. Hay que estar en silencio, mirando al libro, estudiando, y cualquier otra cosa te puede costar una cruz en la lista.

Por eso hoy te estoy escribiendo y te voy a contar lo más importante que ha sucedido desde que llegué al cole. Como eres mi mejor amigo te lo puedo contar todo, sin que me de vergüenza, porque sé que tú me comprendes. Echo de menos verte en los dibujos animados y escuchar tu vocecita tan graciosa y cariñosa. Antes tenía otros amigos de los que no podía hablar porque eran invisibles para los adultos y los otros niños. Si hablabas de eso se reían de ti y decían que tenías mucha imaginación y todo era mentira. Yo sé que tú eres de verdad, lo mismo que otros amiguitos, con los que hablaba antes, pero aquí tengo tanto miedo que solo me atrevo a hablar contigo y a escondidas. Si alguien lo supiera todos se burlarían de mí y los mayorones me buscarían para gastarme bromas pesadas, me llamarían niñito, nenaza y chivina idiota. No sé si los demás niños tienen sus secretos, supongo que sí, pero no hablan nunca de ello. Verás te voy a contar mi mayor secreto. Tengo miedo, mucho miedo, me paso el día temblando por todo, porque los prefectos me den un bofetón si hago algo que ellos llaman infracción y que luego debo confesar como pecado venial. Eso me asusta mucho, que me den un bofetón y tener que confesarlo el sábado en la confesión semanal. Me dan miedo los profesores porque te pueden castigar sin recreo si te preguntan y no sabes la respuesta. Algunos son peor que otros. El que más miedo me da es el profe de matemáticas, no te castiga nunca sin recreo, pero en cuanto le ves ponerse colorado y coger la corbata con una mano y mover la cabeza a izquierda y derecha, ya sabes que está muy, muy cabreado. Da unas cuantas voces y todos nos echamos a temblar. No es un cura. Viene vestido con traje y corbata y dicen que fuera es o fue un militar. Eso de las militares sí que me da miedo, mucho, me siento aterrorizado, porque sé que van de uniforme y que llevan armas. Son los que hacen las guerras, o mejor dicho, son los que van a las guerras cuando se lo ordenan los generales, que deben mandar mucho. El que manda a todos es el caudillo de España, el generalísimo Franco. Menos mal que ahora no tenemos guerra, porque debe de ser espantoso que disparen al enemigo y éste les dispare a ellos. Tienen que morir muchos, muchísimos. Cuando nos hacen cantar el cara al sol, al principio de las clases, especialmente el profe de mates, porque los curas a veces solo nos obligan a rezar un padre nuestro y un ave maría, me siento muy atemorizado por lo que dice la letra, aunque la música me gusta un poco. No entiendo casi nada, pero sí que los soldados saben que van a morir y les da igual. La canción dice, más o menos: Cara al sol, con la camisa nueva, que tu bordaste en rojo ayer; me hallará la muerte si me llega y no te vuelvo a ver. No entiendo por qué tienen que ponerse de cara al sol, con una camisa nueva. Tampoco sé quién se la bordó, aunque puede ser su mujer o su mamá, si son jóvenes. El que sea en rojo tampoco lo entiendo muy bien, porque al parecer van vestidos de azul, o al menos esos que llaman los falangistas. Eso de que la muerte los encuentre me asusta de verdad. Es como si la muerte los estuviera buscando todo el día y al final los encontrara. Debe ser espantoso que la muerte te encuentre y el enemigo te dispare una bala en el corazón y ya no vuelvas a respirar. Imagino que ya no volverán a ver a nadie, aunque la canción debe referirse a sus mujeres, si las tienen, o a sus mamás, o vete a saber a quién más. Yo no quiero ser nunca soldado, aunque dicen que cuando te haces muy mayorón tienes que ir a un cuartel y hacer lo que llaman el servicio militar. Allí vas vestido de uniforme y te enseñan a disparar con un fusil y tienes que obedecer a todo el mundo, a los sargentos, a los capitanes, a los generales. No sabes, Bubú, el miedo que me da todo eso. Dicen que si te haces cura no tienes que ir al servicio militar. Puede que sea verdad o puedo que no. Ya no creo en todo lo que me dicen los adultos ni los mayorones, ni los curas, ni nadie. Desde que descubrí que los Reyes Magos no lo eran porque a un vecino que iba vestido de rey Baltasar, que es negro, se le corrió la pintura y pude ver claramente que era un vecino al que conocía muy bien. Me sentí tristísimo porque me habían engañado, porque yo creía que eran los Reyes Magos los que nos traían los juguetes y resultó que no existían y los juguetes los compraban los papás. Nos lo decían tan convencidos que me enfadé muchísimo cuando lo supe. Todos los adultos son unos mentirosos y no se puede confiar en un mentiroso. Sé que tú nunca me mientes, por eso eres mi único amiguito.

Verás, Bubú, además de los prefectos, los profesores, los curas, los militares, los mayorones y hasta algunos chivinas que son malos y para hacer la pelota a los mayorones se meten con nosotros, lo que más pena me da es que también tengo miedo a Dios. Cuando estudié el catecismo para hacer la primera comunión en el pueblo, el cura de la parroquia nos decía que Dios era nuestro papá, que era muy bueno, buenísimo, que lo sabía todo y lo podía todo. Yo pensaba que un Dios tan bueno se tenía que preocupar por nosotros, para que no nos pasara nada malo y nos perdonaba siempre y no nos castigaba porque éramos pequeños. Ahora me dicen aquí que Dios lo ve todo, pero para castigarnos por todo. Cuando no son cosas graves lo llaman pecados veniales y si lo son entonces los llaman pecados mortales y vas al infierno. Claro que también te puedes ir al infierno si cometes muchos pecados veniales, porque se acaban convirtiendo en un pecado mortal y basta uno solo para que te vayas al infierno para siempre, para toda la eternidad, como dicen ellos. Lo que no sé, porque no nos lo han dicho, es cuántos pecados veniales tienes que cometer para que se convierta en mortal. A veces pienso que basta con una docena de mentirijillas para que sea un pecado mortal. No sabes, Bubú, el miedo que me da el infierno. Es lo que más miedo me da. ¿Te imaginas lo que debe ser pasarte un día y otro y otro, y una semana y otra y otra, y un mes y otro, y un año y otro, toda la vida, y otra vida y otra más, metido en una caldera de pez hirviendo, quemándote todo el cuerpo desnudo, pasando tanto calor que no puedes ni respirar? Solo de pensarlo me pongo malito, casi no puedo respirar y pienso que me voy a morir.

Eso es lo que más miedo me da, pero como no puedo verlo y está muy lejos, a veces me olvido. De lo que no me olvido es de lo que duele un bofetón, una trompada o las patadas o la correa con la que dan correazos los prefectos, los sábados durante la cena, cuando leen las listas con cruces que les pasan los cuidadores mayorones. A cada cruz, una bofetada, cuando se cansan dan patadas o se sueltan la correa del hábito y dan correazos y alguna vez utilizan una regla para darte en las manos. Que eso debe doler muchísimo. No lo sé, porque aún no me he tenido que poner de rodillas por una cruz durante las horas de estudio. Estoy demasiado ocupado en estudiar para sacar la beca, como para hacer tonterías, como otros niños, que parece no necesitan becas. Algún sábado, que había muchas cruces en las listas, he visto cómo el Fantasma, que es el más malo, comenzaba a dar patadas porque le dolían las manos de tanto dar bofetadas. Claro que eran unos bofetones terribles, con todas las ganas. No me extraña que acabaran doliéndole las manos, y mucho. También se cansaba de dar patadas y se sacaba la correa del hábito y daba correazos. A la Vaca le gusta más la regla. He visto como algunos niños se daban ajo en las manos para que les resbalara la regla. No sé de dónde habrán sacado los ajos. Puede que se los manden sus papás en los paquetes o los roben de la cocina. La vaca que es muy bruto, pero no tan malo como el Fantasma, sí que se enfadó muchísimo cuando le pasó eso. Se puso tan colorado que parecía que le iba a arder la cabeza. Si el Fantasma es pálido como un muerto y a veces se le notan los pelos de la barba, cuando se afeita mal, la Vaca se pone coloradísimo cuando se enfada, da hasta miedo lo muy colorado que se pone. Entonces dejó la regla y comenzó a dar patadas y hasta puñetazos, porque le dolían también las manos. Dan mucho miedo esas palizas. Por eso yo procuro ser muy buenín y no solo para que me den un diez o una matrícula de honor en conducta, que me sirve para la beca, sino porque creo que si me dieran una paliza así no lo resistiría y me volvería a casa. Ya no podría estudiar y eso me asusta mucho, porque tendría que ir a la mina como papá, y sé lo mal que lo pasa y que trabajas mucho y te pagan poco y acabas poniéndote enfermo de silicosis y muchos mueren.

No quiero entristecerte, amiguito Bubú, pero tengo que contártelo, o reviento. Además me dan miedo los mayorones, que no dejan de meterse con los chivinas y a veces gastan bromas tan pesadas que casi preferiría una paliza de un prefecto. Por orden, los que más me asustan son: Dios, porque puede castigarte al infierno; los prefectos porque te pueden dar una paliza tan terrible que solo de pensarlo me asusta; los profesores, porque te pueden castigar sin recreo o el de matemáticas hasta te podría fusilar, porque dicen que en la guerra civil fusiló a muchos, luego los mayorones y todos los adultos, porque son unos mentirosos. El profe de música también me asustó mucho. Es cura y estudió música en Alemania, en una universidad que se dice Heidelberg o algo así. Allí tocó la música de un tal Bach que según él es el mejor compositor de toda la historia de la humanidad. Pues bien, al principio del curso nos hizo cantar la escala y como yo tengo muy mala voz me salieron varios gallos. Como había visto que a otros les tiraba la flauta de plástico duro y con teclas a la cabeza, yo estaba preparado para esconderme bajo el pupitre, pero tuve suerte, fui el último y solo me dijo que fuera a la huerta y me presentara al hermano lego y ya no volviera nunca a clase de música. Nos fuimos todos los que habíamos soltado gallos y al principio me dolió mucho porque quiero ser bueno en todo y me gusta la música. Creo que la asignatura no cuenta para la beca. Eso me tranquilizó.

Y no voy a poder contarte nada más porque ha sonado el timbre y tenemos que ir a cenar. Voy a esconder el cuaderno y ya encontraré la forma de escribirte otra carta.

Te quiero mucho Bubú, mi mejor amiguito, mi amiguito del alma. Espero que estés bien y no hagas mucho caso al oso Yogui que siempre te mete en líos.

LOS PEQUEÑOS HUMILLADOS XXVII


               DIARIO DEL AUTOR

No recuerdo cuánto tiempo hace que me diagnosticaron de Alzheimer. Aquí en la residencia el tiempo no pasa ni deja de pasar. Cuando nada esperas, nada buscas, nadie te visita, no va a ocurrir nada en un tiempo determinado, te limitas a hacer lo que no te queda otro remedio que hacer. Si no me levantara llamarían al médico y si éste no me encuentra nada me obligarían a salir de la cama, me vestirían, me bajarían a desayunar y me traerían a pasar el rato en el jardín si es verano o me llevarían al salón o al comedor y me dejarían allí, sentado en una silla, sillón, butacón o sofá. Hoy le he preguntado a Bea si llevo mucho tiempo con el Alzheimer y si éste evoluciona muy deprisa. Me ha sonreído y pedido que no le haga esas preguntas, que son muy tristes. Como insistiera, a su vez me ha preguntado cuánto tiempo creo yo que ha pasado. Hemos jugado un rato, hasta que me he dado por vencido. Estoy convencido de que hace más tiempo del que yo pensaba. Tampoco ha querido responder a mis preguntas sobre por qué no me visita nadie, si alguna vez estuve casado, si tengo familia, hijos, algo. Una vez que me ha dejado en el banco del jardín –señal que es verano- me ha rogado que acabe de una vez mi novela para poder mandarla por correo electrónico. Mucho me temo que cree que mi deterioro se está haciendo ya muy grande y que un día no muy lejano ya no podré seguir hilvanando a retazos la novela que me he empeñado en terminar como si me fuera en ello la vida.

No sé por qué he sentido curiosidad por saber si estaba escribiendo otras novelas y en qué estado han quedado y por qué he elegido ésta para rematar y no otra. Me he pasado un buen rato mirando carpetas y viendo lo que contenían. Me he asombrado del gran número de novelas que tengo por acabar, de todo tipo, longitud e incluso textura, si se me permite la metáfora. También tengo relatos, poesía, ensayos, algo de teatro y un sinfín de cosas que no me cabe en la cabeza que haya podido escribir yo, por muchos años que haya dispuesto para hacerlo. Ya estaba a punto de abandonar mi busca y centrarme en pegar párrafos de las diferentes copias de trabajo o versiones que tengo de la novela, cuando algo ha llamado mi atención. En una carpeta, oculta dentro de otra, con el título de Diarios y otras tonterías, he encontrado un archivo que me ha llamado la atención. Se titula “Bea y el erotismo”. He sentido una gran curiosidad por saber si se trata de la misma Bea que me cuida con tanto cariño como si yo fuera su abuelo querido. Lo he abierto y comenzado a leer. Es una especie de diario erótico de un abuelo que acaba de ingresar en una residencia y conoce a una jovencita que está de muy buen ver. Forma parte del personal de la residencia. El abuelo –no se dice la edad- es bastante rijosillo y comienza a tirarle los tejos con un descaro y sinvergonzonería que me ha resultado hasta desagradable. Según he avanzado en la lectura me he dado cuenta de que tiene que tratarse de la misma Bea y en cuanto al autor del diario o bien soy yo o es un personaje inventado por mí que se me parece bastante.

He sentido la necesidad de saber cuándo estaba escrito. Aunque no me manejo demasiado bien con estas cosas –puede que nunca fuera muy experto, ni siquiera cuando estaba bien- sí he recordado que en las propiedades del archivo viene la fecha de cuándo se ha creado, cuándo se ha modificado y cuándo se ha accedido a él por última vez. Lo he cerrado, he mirado en las propiedades y he visto su fecha de creación. Como no sé el día en el que vivo he tenido que mirar la fecha actual que aparece en mi portátil. El archivo se creó hace casi diez años. No recuerdo cuándo ingresé en la residencia, por lo que no puedo tener la certeza de que lo comenzara a escribir aquí. He decidido que mañana, si me acuerdo, le tengo que preguntar a Bea cuándo ingresé y la edad que tengo. Espero que se lo tome como una fase más de mi manía por hacer preguntas y la pille de buenas. Eso me dará la oportunidad de contrastar la fecha del archivo con la de mi entrada aquí. Si lo empecé antes, la Bea del texto no puede ser mi amable nietecita, como la llamaré de ahora en adelante…si me acuerdo. Me gustaría saber cuándo, cómo ingresé en esta residencia, y por qué. Si tenía familia y qué hizo ella al respecto, o si estaba y estoy solo, como pienso, o si alguna vez estuve casado, tuve hijos y cómo fue mi vida, en qué trabajé, dónde viví. Seguro que buena parte de las respuestas deben constar en el expediente que nos abren al entrar, junto con el historial médico. O puede que no haya tal expediente o tal vez, si lo hay, Bea no quiera decirme nada. Estoy elucubrando mucho porque lo más probable es que mañana no me acuerde de nada.

He decidido dejar por hoy el puzle de la novela y dedicarme a este relato o lo que sea. Ya he visto que entre mis novelas y relatos hay bastantes con temática erótica. No me sorprende, porque si ahora, con los achaques y fallos de memoria que tengo sigo mirando a las mujeres con deseo e imaginando todo tipo de cosas guarras –que parece que la libido nunca me abandonó y no lo hará hasta que me muera- la lógica me dice que debí ser así toda la vida, con más intensidad y mucho peor de lo que ahora soy. Sigo leyendo y no acabo de concluir nada al respecto, sobre si es una historia real, una aventurilla que tuve al principio y de ahí que Bea me trate ahora con tanto cariño, o si se trata de una historia inventada, como tantas otras nacidas de mis fantasías eróticas.

Hay razones de peso para ambas hipótesis. La Bea del relato se parece mucho a la real, tanto en el físico como en la psicología, pero no me imagino que ella aceptara una relación erótica o sentimental con un hombre ya mayor, casi un abuelo. No me encaja para nada. En cuanto al autor o personaje, por un lado se parece bastante a mí, pero por otro la historia parece inventada, pura fantasía. Al parecer, según se cuenta en esta especie de diario por capítulos, el personaje o yo mismo, decide buscar una residencia para pasar los últimos años de su vida y morir a gusto. Le lleva a ello el estar muy cansado de vivir solo, de cuidar de sí mismo, haciendo la compra, cocinando, limpiando la casa…Un lector avispado podría leer entre líneas lo que no se dice, tal vez por vergüenza. Cómo las mujeres que ha contratado para que le hagan lo imprescindible, acaban despidiéndose de malas maneras. Se sobreentiende que porque lo que les paga no es suficiente para lo que les exige, cada vez más. Aunque también podría interpretarse que el sinvergüenza ha intentado aprovecharse de ellas, intentando seducirlas o que les dará un extra si se acuestan con él. Entre las mujeres que han trabajado en su casa hay un poco de todo, mujeres mayores, menos mayores, maduras, jóvenes, feas, guapas, hacendosas, aprovechadas… Al fin ha tirado la toalla y ha comenzado a buscar residencias. En una de ellas conoce a Bea y eso le hace decidirse, además de que su pensión le llega para pagarla y le pueden facilitar una habitación individual y le dejan llevarse su portátil y conectarse a la wifi del centro.

De alguna manera el protagonista consigue que Bea le acompañe en sus salidas, cuando tiene el día libre, al cine, a comer en un restaurante o simplemente a dar un paseo por algún parque. La chica le cuenta un poco de su intimidad. Al parecer ha tenido un serio disgusto y está muy deprimida porque su novio la ha dejado sin más. Puede que haya otra chica o puede que no. Se siente rebajada, humillada, celosa. Ha pensado en ponerle los cuernos con otros hombres, pero no se atreve. El habla de su vida solitaria, de sus novelas y de su nulo éxito con las mujeres. La confianza se va intensificando poco a poco. Entonces él-yo, diseña una estrategia para llevarla a su casa. Un día utiliza el pretexto de haber dejado algo en casa y la invita a ir con él. Así le podrá ayudar también a coger algo de ropa en una bolsa de viaje. Ya en la casa él-yo, con total desvergüenza, le hace la proposición que ha estado rumiando desde su llegada a la residencia. Le habla de su soledad y su necesidad de un poco de cariño y de sexo. Como ella está pasando esa mala racha y siente la necesidad de tener sexo con hombres para darle en el morro a su ex novio, podrían llegar a un acuerdo. Incluso él le daría alguna cantidad mensual, de lo que le sobra tras pagar la residencia. Ella se pone roja como un tomate y no es capaz de moverse, ni siquiera de balbucear. Él insiste. Si llegan a un acuerdo hasta le dejaría la casa en el testamento. A cambio solo le pide que tengan sexo una vez por semana o cuando ella tenga un día libre. Ahora reacciona. Le da un tremendo bofetón y sale corriendo. A partir de ese día no le dirige la palabra y cambia con otra compañera su atención en la residencia.

Pasa el tiempo, en la historia no se sabe muy bien cuánto, tal vez semanas o incluso meses. Un día ocurre algo sorprendente. Bea se sienta a su lado en el banco del jardín, donde él está organizando sus novelas, en una carpeta especial pone aquellas novelas aún sin rematar que a él le gustaría terminar antes de su muerte. En aquella época pensaba que con un poco de suerte aún le quedarían algunos años para llevar a cabo aquella ingente tarea. En la narración describe el caos de carpetas repletas de textos que ha intentado ordenar por géneros, por temáticas, por orden cronológico, novelas largas, cortas, relatos largos, relatos cortos, poesía; textos inacabado, textos terminados y aún no corregidos, otros definitivos una vez corregidos. Hay muchos textos repetidos, versiones diferentes de la misma historia. Conserva todo, desde historias que son simples copias de trabajo que debería haber eliminado una vez que, transformadas y corregidas, han pasado a formar parte de la novela o el relato definitivos. Pero no, tal vez el miedo a perder algo interesante ha hecho que quiera guardarlo todo por si alguna vez lo necesita. Como los nombres de los archivos de texto son a veces idénticos y otras veces se nombran y renombran sin el menor sentido, bien pudiera ocurrir que en una novela hubiera avanzado mucho en la historia y sin embargo no lo recuerda ni ha puesto a buen recaudo ese archivo y en el texto sobre el que trabaja va enmendando lo ya escrito, cambiando personajes, modificando la narración. A veces, por casualidad, reencuentra el viejo texto avanzado y entonces se ve obligado a decidir si es mejor que el nuevo que está reescribiendo sin saberlo o si debe tomar de uno y de otro lo mejor para hacer una narración mezclada. Según se cuenta en aquella delirante historia de Bea está intentando organizar con algún método todo lo que ha escrito hasta llegar a la residencia. Hay de todo, hojas de cálculo convertidas en índices de relatos, de películas vistas, de libros leídos, diccionarios sin terminar, algunos apenas empezados, sobre todo lo habido y por haber. Aquello es un caos absoluto, un laberinto del que nunca podría salir ni con la ayuda de un millón de secretarias –piensa en mujeres porque su disparatada imaginación solo le permite pensar en féminas para cualquier cosa relacionada con su vida- por lo que debería dejarlo, priorizar, olvidarse de lo que no es importante. Está confeccionando una lista, un índice de tareas urgentes, prioritarias, cuando llega Bea.

Me detengo un momento para asimilar la información que es nueva para mí. Recuerdo que tengo un archivo de texto en el escritorio que pone: urgente, leer todos los días. Allí anoto lo que me parece imprescindible recordar al día siguiente, pero imagino que muchos días ni me acuerdo de él, ni lo abro, ni siquiera lo veo en el escritorio del portátil porque las fechas dan grandes saltos y algunas anotaciones mencionan lo subrayado en rojo otros días y en cambio en otras es como si no hubiera leído nada del archivo y me hubiera limitado a poner en letras mayúsculas alguna cosa que me parece importante recordar al día siguiente. Mi portátil debe ser una especie de almacén sin el menor orden ni concierto. Decido anotar en el archivo urgente de anotaciones diarias que mañana debería hacer una búsqueda exhaustiva de todo lo que hay en ese almacén, tal vez encuentre algo tan interesante como el diario de lo sucedido con Bea o del relato erótico delirante, porque no sé si se trata de algo realmente ocurrido o de una de mis fantasías eróticas que me he empecinado en escribir como literatura cuando solo son masturbaciones mentales. Porque ahora sí recuerdo haber escrito un culebrón titulado “Diario de un gigoló”, además de otros relatos eróticos sin el menor sentido. Mañana tendría que buscar esos relatos. Me pregunto por la razón de haberme emperrado en terminar esta novela precisamente y no otras. Tal vez he pensado que mi verdadero yo está en esta historia de infancia y adolescencia. Releo la anotación de ayer y veo que ni siquiera recordaba mi nombre. En letras mayúsculas y en color rojo dejo bien claro que además de mirar y organizar todos los archivos debo preguntarle a Bea para que me confirme algo que me ha llegado a la cabeza como un mazazo. Porque me doy cuenta de que estoy conectado a Internet, supongo que a través de la wifi gratuita de esta residencia. Ella tiene que saber si en algún momento he dejado comentarios en alguna parte o escrito correos electrónicos a alguien o hecho cualquier disparate que no recuerde. Me parecen detalles importantes, como la posibilidad de que me corten la conexión a la wifi. Aunque es algo que voy a pensármelo, es muy posible que necesite utilizar Internet para algo importante. Ideas terribles se van conectando unas con otras. ¿Le habré hablado a Bea de este texto, lo habrá leído? Se me ocurre utilizar contraseña para iniciar sesión. Es un disparate, porque ningún día la recordaría y decírsela a Bea para que la recuerde sería una tontería porque la única utilidad de la contraseña es impedirle que lea el texto que se refiere a ella y que acabo de encontrar. Aún se me ocurren más ideas terribles. Decido dejarlas de lado y centrarme en esta narración. Estoy casi convencido de que se trata de una ficción erótica, Bea no es como aparece aquí y me cuesta creer que yo sea o haya podido ser como aparezco en esta narración. Que sea o haya podido ser libidinoso, lujurioso y cuantos sinónimos pudiera encontrar en un diccionario de sinónimos para expresar lo mismo, vale, me lo creo, pero no que haya actuado con ella como en este texto se describe o con otras mujeres o que mi vida haya sido la de un inmoralista sin principios ni la menor ética. El niño y adolescente que aparece en esta novela no pudo convertirse en un cínico inmoral con el paso de los años. No me lo creo.

Bea se acaba de marchar. Dice que no tiene tiempo. La residencia es un manicomio. Me ha dejado completamente traumatizado. Ha llegado con una mascarilla y a mis preguntas ha respondido que al parecer hay un extraño virus que se ha convertido en pandemia y afecta a todo el planeta. Le he dicho que no me lo creo y se ha enfadado un poco. Al parecer también me lo dijo ayer y antes de ayer y antes-antes de ayer. Ha buscado en el bolsillo de mi camisa, ha encontrado una mascarilla que me ha puesto. Me dice que han muerto algunos residentes. Que no es una broma. Que a pesar de mi enfermedad debo hacer un esfuerzo, porque está en juego mi vida. Luego se ha marchado corriendo. Si no recordara bien cómo es Bea pensaría que se trata de una broma macabra, de pésimo gusto. ¿Será verdad que nos vamos a morir todos, primero nosotros, los viejos? No me lo puedo creer y me he quedado sin saber si reír o llorar. Puede que me muera y al día siguiente no recordaría si estoy vivo o muerto.

LOS PEQUEÑOS HUMILLADOS XXVI


Lo que peor llevo es madrugar tanto. Cuando estuve en casa, esta Navidad, podía levantarme cuando quería, luego el día era agradable porque no tenía que luchar con el sueño. Aquí me paso la mañana tratando de no dormirme. Cuando me levanto y me voy al aseo procuro echarme mucha agua fría por la cabeza, para despejarme. La primera semana ni siquiera salía agua porque las tuberías estaban congeladas. Lo paso mal porque el agua está muy fría, pero mejor estar despierto pronto que tener que luchar contra el sueño durante la misa. Cualquier día me voy a quedar dormido de pie y me voy a caer para atrás. A veces me imagino cayendo y dándome un fuerte golpe en la cabeza. Me muero y todo se acabó. Pero entonces pienso que eso debe ser un pecado muy serio y lucho por no pensar en ello. Nunca me he confesado de ese pensamiento malo.

Por fin han arreglado las tuberías y ahora hay calefacción todo el día. Es un alivio poder quitarse tanta ropa de encima y sobre todo los guantes, con ellos no se puede hacer nada, a cada poco tenía que quitármelos para hacer algo con las manos. L  os metía en los bolsillos del abrigo, pero tenía tanto miedo a que se me cayeran y los perdiera que todo el tiempo estaba mirando a ver si seguían en el bolsillo. No quiero perder nada. En casa me di cuenta de que mis papás andan siempre muy justos de dinero. Aunque en Navidad comimos bien, muy bien. Por eso me gusta tanto la Navidad, entre otras cosas, por la comida, la nieve, el calor en la cocina, los regalos de los Reyes Magos… Mamá hizo casadiellas, el dulce tan rico que a papá le gusta tanto y también a mí. Los dos somos asturianos, mamá no, mamá es leonesa, de las montañas. Comimos filetes empanados con patatas fritas, creo que es el único día del año en el que comemos filetes. Una sopa rica y calentita, la paella que nunca falta. Papá volvió a querer darme un vaso de sidra, pero mamá no le dejó. Yo tampoco hice nada por beberla aunque está muy rica. Recordé aquella Navidad en la que bebí uno o dos vasos de sidra y me puse muy contento, tanto que me subí a la mesa y me puse a cantar. Estaba tan feliz que no sabía lo que me pasaba. Luego supe que eso era estar borracho y que estar borracho es muy malo, un gran pecado. Ahora que estoy en el colegio no puedo cometer esos pecados porque luego tengo que confesarme y me da mucha vergüenza.

He salido al patio en algunos recreos, para jugar al futbol, pero aquí la niebla no nos deja, casi todos los días hay niebla, y muy cerrada. No se ve el balón, no se ve el campo, no se ve nada. Así no apetece jugar. Prefiero ir al sótano, se está calentito con la calefacción y puedo ver jugar al ajedrez, aunque a veces me bufan, por lo visto les molesta mucho que alguien mire. No me gustan las cartas, ni el dominó, ni las damas que me parecen demasiado sencillas, las partidas son aburridas. Un recreo un niño me invitó a jugar con él al ping pong. Una mesa estaba libre, algo que ocurre muy pocas veces. Le dije que no sabía jugar pero él me dijo que me enseñaría. Es un juego difícil, pero es cuestión de practicar, como todo en la vida. Tuvo mucha paciencia porque no doy una vida bien y es difícil practicar solo. También jugué al futbolín, que me gusta mucho, pero tampoco es fácil. Es cuestión de encontrar a otro niño que quiera jugar y tenga paciencia con un novato. No soporto que se enfaden o me echen la bronca, prefiero estar solo que aguantar sus enfados.

Ahora en clase me siento muy a gusto porque hace calor. A veces hasta me entra sueño y tengo que luchar para no dormirme. Siempre tengo sueño porque madrugar me sienta muy mal. Durante las horas de estudio por la tarde, antes de la cena, me cuesta mucho no dormirme, tengo que poner las manos en la cabeza para sujetarla y no dar cabezadas. Si te quedas dormido el mayorón que nos vigila nos puede poner una cruz en la lista y eso significa un bofetón el sábado, cuando el prefecto pone de rodillas a los que tienen cruces y va pasando dando bofetadas, según las cruces. Lo que más me asusta es que me bajen la nota en conducta. Necesito una nota muy alta para conservar la beca. Mamá me dijo que estudiara mucho porque ellos no podrían pagar el colegio si no tengo beca. Me preguntó que quería para Reyes y le dije que nada, bastante hacen por mí. Al final me trajeron más ropa. Recordé otros Reyes Magos. Me gustó mucho la pistola de plástico con su cartuchera y los restalletes. Los ponía donde el percutor daba tras apretar el gatillo y se escuchaba un ruido fuerte, como un petardo. Salí a la calle y disparaba a todo el mundo. Ahora me daría vergüenza, porque eso también debe ser un pecado. Todo es pecado. Prefiero no pensar en ello, porque así no podría vivir. Si digo una mentirijilla para librarme de un castigo, pecado; si pienso en que un niño que me ha echado una bronca debería tropezar y caerse por las escaleras, pecado; si hablo cuando no se puede hablar, pecado; si no como la comida que ponen, pecado… Estoy harto de que todo sea pecado. Estoy consiguiendo que me gusten un poco algunas comidas, pero la mayoría no me gustan. Cuando mamá me dijo si quería algo para traer el colegio, le dije que un bote de Colacao, lo preferí a que me diera un poco de dinero que tendría que entregar al llegar para que lo guardaran, y además aquí no se puede gastar en nada. No es que el Colacao me guste tanto para mezclar con la leche del desayuno, está bien, pero no lo hubiera pedido de no ser por la posibilidad de utilizarlo como hacen muchos, cuando está vacío lo llevan a la mesa como si lo fueran a utilizar con las comidas y cuando el prefecto entra a la cocina o se mueve por el comedor y no les puede ver, echan la comida en el bote de Colacao. Cuando se llena lo sacan y lo tiran a la basura o lo limpian a escondidas con agua y lo vuelven a utilizar. A mí me vendría muy bien hacer eso con ciertas comidas que no puedo comer a pesar de todos mis esfuerzos. Aunque no sé si me atreveré, me da miedo que me pillen y me bajen la nota en conducta. Por suerte hay cosas que les gustan mucho a los demás y siempre se las puedo dar. Por ejemplo el fuagrás, me parece asqueroso, no lo soporto. Lo probé un poco una vez y casi vomito. El tomate frito con los huevos ha empezado a gustarme, menos mal, porque utilizan mucho el tomate, con los macarrones, con el pescado, con muchas cosas. La legumbre que tanto me gustaba en casa, aquí es incomible, insípida, no sabe a nada, y puedes dar gracias si no te encuentras algo en el plato, un trocito de palo, una piedrita, un trocito de jabón o de estropajo. Mamá me dijo, cuando se lo conté, que es porque no escogen la legumbre antes de ponerla en la cazuela. En casa me gustaba escoger las lentejas. Mamá las echaba sobre la mesa y había que ir pasando de una en una para que no hubiera piedrecitas u otras cosas. Vienen en sacos sin limpiar. En el cole, como somos tantos echan el contenido del saco a la olla, sin hacer limpieza, no es extraño que encontremos piedrecitas que rechinan cuando vas a masticar y los dientes chocan con ellas. Me da dentera y ganas de vomitar. A veces he vomitado en el plato y he estado rezando hasta que se acabara la comida porque el prefecto no saliera a dar una vuelta y ver si habíamos dejado los platos limpios. Por suerte no lo hace todos los días. Ahora voy teniendo menos miedo de ir al comedor, porque hay más posibilidades de que haya una comida que me guste o que por lo menos pueda comer que otra que me sea imposible. También he llegado a memorizar, como el resto de los compañeros, los diferentes menús según el día de la semana. Las albóndigas me gustan mucho con esa salsa de guisantes. La verdura también, aunque sea muy insípida, no como la que hace mamá. Lo que más me gusta es la tortilla de patata, aunque a veces no está muy buena, las patatas medio crudas, el huevo mal cuajado, como si se hubiera hecho deprisa y al cortarla se deshace, las patatas por un lado, el huevo casi crudo por otro. Pero bueno, se puede comer a no ser que las patatas estén muy crudas. El pescado congelado en salsa, a veces está muy rico. Los días que hay comida que me gusta mucho son casi fiesta y los que hay un menú asqueroso me paso el tiempo de la comida rezando porque el prefecto no haga su inspección.

Estudio todo lo que puedo. He aprendido a hacer esquemas, eso me ayuda mucho, sobre todo en las asignaturas que hay que memorizar, por ejemplo en historia. Leo la lección y hago un esquema en el cuaderno que luego utilizo antes de un examen para memorizar lo esencial y poder poner al menos lo básico, el resto lo memorizo hasta donde llego, para poder rellenar los huecos de los esquemas con algunos detalles. No me gusta memorizar, no tengo buena memoria y además me parece una pérdida de tiempo. Saber no es llenarse la cabeza de datos, es aprender a pensar. Pero no me queda otro remedio si quiero aprobar. Para memorizar repito y repito hasta que los datos se me clavan en el cerebro. El Ebro nace en Reinosa, provincia de Santander, pasa por… y así con todos los ríos, los montes, las provincias. Es imposible memorizarlo todo. Tengo que hacer un gran esfuerzo que a veces da resultado. Ahora estoy ya en la primera fila de geografía, aunque me va resultar muy difícil desbancar del primer pupitre al empollón, a Gallego que es un chico con unas gafas de culo de vaso que le dan un aspecto curioso. Es muy bueno memorizando. Lo peor son las mates, no creo que consiga un aprobado por mucho que estudie. No me gustan los números, no significan nada para mí. Creo que cuando sea mayor lo único que necesitaré será saber sumar, restar, multiplicar y dividir, y como mucho alguna vez la regla de tres simple. Lo demás no me servirá para nada, salvo que me dedique a determinadas profesiones. Aquí estoy para ser fraile y los frailes dicen la misa y dan clases. No quiero dar clases de mates, puedo hacerlo de lo que se me da bien. Además el profe me da miedo, cuando se enfada es para echar a correr. No me gustan las matemáticas y lo voy a pasar muy mal.

Hay muchas cosas que me dan miedo. No sé hacer otra cosa que rezar. Rezo dentro de mi cabeza, avemarías, padrenuestros, credos. Los repito una y otra vez hasta que ya no sé lo que digo, ni lo que pienso, ni lo que hago. No creo que a Dios le guste que se le rece así, ni creo que de otra manera. Si Dios lo ve todo y lo sabe todo, sabe que lo estoy pasando muy mal, y si es muy bueno debería ayudarme sin necesidad de que yo le rezara, más cuando soy un niño pequeñito y todo me da miedo. No me gusta rezar pero como los frailes dicen que debemos hacerlo, lo hago. Rezo y rezo repitiendo padrenuestros y avemarías. Rezo para que haya una comida que pueda comer cuando vamos al comedor. Rezo cuando hay exámenes porque necesito sacar notas que no me quiten la beca. Rezo cuando los mayorones se meten con los pequeños. Rezo cuando me da miedo todo y me echo a temblar. Me molesta pensar que Dios necesite que rece y rece repitiendo palabras, pero como yo no sé nada y es lo que dicen los curas, tengo que hacerles caso porque saben más y porque al parecer Dios habla con ellos. Conmigo no lo hace, o al menos yo no le oigo. A veces le llamo papá y le pido cosas, pero no me las concede o algunas sí y otras no. Cuando le pido que apruebe las matemáticas no me hace caso, y en cambio a veces le pido que haya buena comida un día que van a poner algo que no me gusta, según toca en el menú, y me lo concede. Ese día cambian la comida y ponen algo que me guste. Los niños estamos muy indefensos frente a todo. No como los adultos que mienten siempre y no les pasa nada, o les tratan con respeto, como si todos fueran iguales, y en cambio nosotros solo podemos decir que sí a todo, pedir perdón por todo y obedecer a todo lo que nos mandan.

LOS PEQUEÑOS HUMILLADOS XXV


Me gusta el frío, mucho más que el calor. Al frío lo puedes combatir echándote ropa encima, frotándote las manos o dando patadas con los pies, o incluso corriendo si no logras entrar en calor. En cambio el calor siempre está ahí, por mucho que te desnudes o te pongas a la sombra. Tienes que estar todo el tiempo metido en agua fría o bebiendo agua fría y además no te puedes desnudar si no estás solo porque eso es también pecado. Sudas y sudas y no tienes ganas de hacer nada, te gustaría estar tumbado en la cama y dormir, pero no puedes hacerlo porque en la cama hace mucho calor y no puedes dormir. He pasado mucho frío en los inviernos. En la cama, cuando se enfría la botella de agua o el ladrillo. La ropa no es suficiente para entrar en calor, por muchas mantas que te echen encima. Luego no te puedes mover porque la ropa de cama pesa mucho. He tenido sabañones, he dejado de sentir los dedos, como si me los hubieran cortado. He jugado con la nieve hasta sentir las orejas heladas, las manos como témpanos de hielo, pero el frío que he pasado estos días –no sé cuántos- no se me olvidará nunca. Me he puesto dos pantalones, uno encima del otro, la camiseta de invierno, la camisa de invierno, dos jerséis de invierno. Me he puesto varios calcetines en los pies, me hubiera puesto más pero no podía meterlos en los zapatos. He echado mucho de menos el gorro siberiano que me regaló papá, forrado de piel por dentro. Me lo ataba a la barbilla y me tapaba la cabeza, las orejas, casi todo, menos la nariz. No quise traerlo porque aquí tenemos calefacción y cuando sales al patio es para jugar y correr.

En clase no te puedes concentrar por el frío. Me cuesta estudiar, estar atento. Me preocupa sobre todo aprobar las matemáticas. En el primer trimestre las he suspendido, me ha puesto un cuatro. En todo lo demás he tenido buenas notas, varios sobresalientes, algún notable, pero suspenso en “tracas”. No voy a poder con ellas. En conducta me han puesto un sobresaliente. Quiero sacar un diez, mejor una matrícula de honor, porque creo que será la única forma de compensar el suspenso. Durante las horas de estudio apoyo los codos en el pupitre, las manos en la cara y leo la lección, una y otra vez, esperando llegar a aprenderla de memoria. Mis papás vieron las notas y me felicitaron, menos cuando vieron el suspenso. Hablaron de ponerme un profesor particular en verano, si suspendía, para poder aprobar en septiembre. Quería que fuera con el maestro, pero les dije que no, sabe mucho de literatura, de historia, de geografía, pero de matemáticas sabe muy poco. Si me hubiera enseñado mejor es posible que no tuviera tantos problemas con las malditas “mates”.

Al fin arreglaron la calefacción. Fue un alivio quitarme ropa, apenas podía moverme con los dos pantalones y con los dos jerséis de invierno parecía un muñeco de nieve. Eso me permite estudiar mejor. Salgo muy poco al patio porque casi todos los días hay niebla, al menos por la mañana. No puedes saber dónde está el balón con tanta niebla. A veces me animo a jugar un poco a la campana en la cancha de baloncesto, cuando me dejan, si no hay muchos niños. Llevo los guantes de lana porque las manos se te quedan congeladas. Así es difícil encestar, aunque creo que no lo haría de todas formas porque me he dado cuenta que soy un pésimo encestador. Claro que en el pueblo nunca jugué porque no había canchas de baloncesto. Algún niño bueno se apiada de mí y me enseña cómo poner las manos, cómo lanzar el balón dando vueltas. Me temo que nunca aprenderé. Me gustaría jugar al balonmano, especialmente de portero, pero siempre juegan los mayorones y a los chivinas no nos dejan ni acercarnos.

Lo paso mal en el comedor, sigue sin gustarme la comida, sobre todo ahora que he vuelto de comer en casa cosas muy ricas. Mamá me dijo si quería llevar algo. No me atreví a pedirle un bote de colacao, porque sé que es muy caro. No para echar a la leche, que eso me da igual, si no porque he observado que algunos lo utilizan, cuando está vacío para llenarlo de comida que luego dejan en las taquillas. Si el prefecto no anda cerca lo sacan al patio y lo tiran al cubo de la basura. Algunos lo utilizan varias veces, hasta que comienza a oler, entonces lo tiran con la comida. Otros desenroscan el tapón de plástico de la tubería metálica que une la silla a la mesa. Con mucho cuidado y solo cuando el prefecto entra en la cocina, echan la comida por el tubo con la cuchara y aprietan con el mango. No me parece muy buena idea, los van a descubrir. Me he enrabietado cuando el prefecto ha dado paseos mirando a ver quiénes no se han comido todo el plato. Te da un fuerte pescozón en la cabeza o una bofetada. No he dicho nada ni me he quejado porque quiero sacer matrícula en conducta. Procuro comer todo lo que ponen, aunque a veces vomito. Si la comida gusta a los compañeros de mesa dejo que me la pidan y se la paso con cuidado. Pero cuando la comida no nos gusta a nadie hay que comerla o buscarse un truco. Nunca creí que llegara a gustarme el tomate. Esa salsa roja asquerosa. En casa nunca lo comimos. Cuando nos lo ponían con los huevos fritos le pasaba el tomate a quien me lo pedía. Pero al final lo probé varias veces y me acabó gustando, mucho, especialmente con los huevos fritos. Mojas el pan en el tomate, luego en la yema del dedo y es una delicia. He descubierto que soy un niño consentido. Otros han comido casi de todo y les gusta. A mí solo las comidas que me ponía mamá y no todas. Las judía verdes guisadas, con patatas y caldo, respiñadas con aceite, ajo y pimentón. Algún pescado, como el chicharro o la palometa. También los garbanzos y las lentejas cuando tienen un poco de chorizo y morcilla. No como las de aquí que parecen hechas con agua de fregar como dicen, son insípidas y a veces te encuentras un trozo de estropajo de fregar, o una piedrecita que te rechina en la boca cuando muerdes o un palito. Hay de todo. Sé porqué es. Cuando nos enseñaron las cocinas el primer día pude ver que echaban los sacos de legumbre a las enormes ollas, así como estaban. Normal que aparezca de todo. Tampoco deben fregar muy bien para que se les quede un trozo de estropajo o jabón en la olla. Si tienes mala suerte te toca, a todos nos ha tocado alguna vez. Voy consiguiendo que me gusten cosas que no me gustaban antes, aunque el fuagrás me repugna y nunca me va a gustar. En cambio a los otros niños le gusta mucho, no tengo problema para pasarlo. En caso mamá decía que era un comistrajo, y ahora me doy cuenta de que es así. Sólo me gustan media docena de comidas y como poco, muy poco. Ese es el otro de mis grandes problemas, junto con las matracas.

He mejorado mucho en geografía, ya estoy en la primera fila, aunque no creo que llegue al primer puesto, porque está Gallego, un chico con gafas con cristales de culo de vaso que le dan un aspecto de empollón ridículo. Tiene mucha memoria y estudia, no como otros. Me conformo con estar en la primera fila, eso me asegurará el sobresaliente. La mayoría de las asignaturas son para empollar, estudiar mucho, memorizar. No se trata de pensar, si no de recordar. Dicen que las matemáticas sí son de pensar, pero yo no entiendo esa forma de pensamiento, raíz cuadrada de… por raíz cuadrada de… igual a. Eso no me parece pensamiento. Lo que sí me gusta es el latín, y además se me da bien. Puede que sea porque el profesor, el padre Erasmo, es muy bueno y muy paciente. También pongo mucho interés porque la misa es en latín y para ser monaguillo hay que saber contestar toda la misa en latín. Ser monaguillo te sube la nota de conducta, para mí sería suficiente para que me subieran a diez o incluso a matrícula de honor. Los chivinas de momento no podemos ayudar a misa, pero siempre puede haber una excepción. El padre Erasmo un día, al salir de clase, me pidió que me quedara. Me habló de mi defecto con las “erres”, me puse muy colorado, porque ya había notado que los niños se reían cuando intentaba pronunciar la erre sin conseguirlo. Me dijo que eso era un defecto, lo llamó frenillo o algo así y que se podía corregir. Me habló de un tal Demóstenes, que tenía el mismo problema y acabó siendo uno de los mejores oradores griegos. Me dijo que cuando pasara el frío me acercara a él en el recreo. Me pondría una piedra en la boca, debajo de la lengua, como hizo Demóstenes, y aprendería a pronunciar bien la erre. Se lo agradecí mucho. Me dijo que hiciera unos ejercicios cuando estuviera solo, me enseñó unos cuantos. Eran frases con palabras con erre que debería pronunciar una y otra vez. El perro de Curro tenía un rabo y no sé qué más. Pero a mí siempre me sale El pego de Cugo tenía un gabo. Me dijo que en francés no tendría problema porque pronuncian las erres como gés. Creo que se estudia el curso que viene. Me preguntó si me gustaba leer y le dije que mucho. Le conté lo que leía en casa y se asombró porque no solo leo los tebeos si no también los libros que papé tiene en su maleta de cartón, algunos por lo visto importantes y para adultos.

Como hablo poco no se me nota mucho la dificultad que tengo para pronunciar la erre, pero aún así a veces no me queda otro remedio y tengo que pronunciar una palabra con erre. Antes se reían mucho, pero ahora no intentan burlarse diciéndome que pronuncie una palabra con erre, porque he descubierto que siempre existe una palabra parecida, que al parecer es un sinónimo, y que significa lo mismo. Ya no digo perro, si no can o cualquier otra parecida. Eso hace que a veces hable raro, pero al menos no se ríen de mí. Me gustaría tener un diccionario para buscar palabras parecidas sin erre. El padre Erasmo me ha prometido que me traerá algún libro de la biblioteca de los curas, más adelante, pero no hemos vuelto a hablar.

LOS PEQUEÑOS HUMILLADOS XXIV


Recuerdo que regresé a casa con los pies y las manos helados. Mamá enseguida se dio cuenta de que tenía sabañones y me echó la bronca. Me picaba tanto que no dejaba de rascarme, y cuánto más me rascaba más me picaba. Me puso una palangana con agua caliente y echó algo que no recuerdo. Metí los pies, sintiendo algo de alivio. Luego las manos, quedándome en una postura inverosímil. No podía dejar de rascarme, hasta hacerme sangre. Hubiera preferido un dolor de muelas, aquello era una tortura insufrible.

Al menos mientras me rascaba dejé de pensar en que tenía que presentarme al cura. Lo iba a pasar muy mal. Cada vez que pensaba en ello me dolía la barriguita, así que decidí dejarlo para después de Navidad. Si me aceptaba como monaguillo tendría que ayudarle en la misa del gallo y en la misa de Navidad. Mejor un día normal, habría menos gente. Disfruté mucho de la cena de Nochebuena. Aquello era comida, y muy rica, no como la del cole. Un plato de paella y luego unos filetes empanados. Me puse las botas. Luego las casadielles que hizo mamá porque como papá es asturiano le gusta mucho comerlas en Navidad. Estaban riquísimas. Pude ver cómo las hacía mamá. Me pidió que estirara la pasta con el rodillo y que machacara la mezcla de nueces, avellanas, azúcar y una copita de anís. No me dejó recortar la pasta y rellenarla porque no lo hacía bien. Estuvo friendo en la sartén un buen rato. También las castañas al horno estaban muy ricas. Me dejó picarlas con el cuchillo. Quitarlas un trocito para que no saltaran en el horno. Recordé aquella Navidad en la que papá quiso que bebiera sidra el Gaitero, famosa en el mundo entero y parte del extranjero, como él decía. Estaba riquísima y pedí más. Mamá le echó la bronca a papá, porque me iba a emborrachar. Era muy pequeño, creo que tendría ocho años. Me sorprendió mucho que cuando me puse tan contento que subí a la mesa y me puse a bailar con entusiasmo, mamá dijera que estaba borracho. Yo me sentía muy bien, feliz, como si me hubiera olvidado de todo lo malo, de todos los problemas que tenemos los niños.

Esta vez no quise beber, porque luego me tendría que confesar. Emborracharse debe de ser un pecado muy gordo. Lo que más me gusta de la Navidad son las comidas, se come mucho y muy bien. En Nochebuena puedes quedarte hasta muy tarde. Se está muy a gusto. Subes la persiana de la ventana, limpias el vaho del cristal y miras fuera. La nieve está muy blanca. Debe hacer un frío que pela, pero en la cocina se está muy bien. Hace mucho calor, tanto que tienes que quitarte el jersey de lana, porque estás sudando. Han echado mucho carbón a la cocina y la chapa está roja porque los carbones se han convertido en brasas relucientes. No te puedes acercar a ella porque el calor es insoportable. Papá ha dicho que un día es un día. Nos dan un vale de carbón al mes. En invierno hay que andar con cuidado porque se gasta enseguida y no se puede comprar más, es caro. Luego jugamos al parchís. Cuando el sueño se hace irresistible te vas a la cama con una botella de agua caliente o con un ladrillo que mamá pone en el horno y luego envuelve con una toalla. Nada mejor que meterte en la cama, taparte con las mantas y poner los pies en la botella o el ladrillo. En la habitación hace mucho frío porque no llega el calor de la cocina. Imaginas la nieve fuera y el calorcito que tienes en la cama, luego de un rato, y te estremeces de gusto.

En Navidad vuelves a comer mucho y muy bien. Te quedas en casa porque no apetece salir a la nieve con la barriga llena y tan calentito. En la radio se escucha música navideña. Cuando miras por la ventana ves a otros niños jugando con un muñeco de nieve. Me da miedo volver a ver a los amigos que tenía antes porque ahora que voy para cura no puedo hacer muchas cosas que hacía antes, muchas son pecado, aunque sea venial. No podré librarme, porque antes o después vendrá Luisito a invitarme a ver la televisión en su casa y no podré negarme. Me cuesta decir que no a cualquier cosa que me digan los demás. Creo que a eso lo llaman timidez. Soy un niño muy tímido, según dicen. No me gusta serlo porque eso me crea muchos problemas, pero no puedo evitarlo por mucho que lo intente.

Al final no me quedó otro remedio que ir a la iglesia a presentarme al cura. Es un cura joven y parece bondadoso, aunque en el pueblo se dicen cosas malas de él. Que si ha dejado preñada a una chica que fue a confesarse con él y va a tener un niño. No entiendo muy bien qué quieren decir porque de pequeño me decían que a los niños los traía la cigüeña de París. Cuando a mamá le creció la barriga me dijeron que iba a tener un niño. Lo pasé muy mal por las noches pensando que la cigüeña tenía que hacer un viaje muy largo, porque París está muy lejos, y como los niños pesan, no veía cómo una cigüeña puede llevar a un niño en el pico tanto tiempo sin que se le caiga. Me daba miedo que dejara caer a mi hermanito o hermanita y se matara. Ahora sé que no los trae la cigüeña, pero me da miedo pensar en cómo se hacen los niños. Tiene que ser algo muy pecaminoso. Solo puedes tener niños si estás casado. Pero los curas no se pueden casar. Ha debido cometer un pecado muy gordo. Dicen que el obispo ya está enterado y que lo mandarán a otra parte.

Camino de la iglesia iba mirando el suelo. Me daba vergüenza que supieran que yo estaba estudiando para cura, no es que sea algo malo, al revés, dicen que es muy bueno, pero tienes que estar siempre pendiente de no cometer pecados y seguro que todo el mundo te mira para ver si eres tan bueno como se supone que debe ser un niño que estudia para cura. El cura me revolvió el pelo cuando le dije que me presentaba porque me habían dicho que lo hiciera ya que estudiaba para cura. Me preguntó dónde estudiaba. Se me trabó la lengua. El debió darse cuenta porque abrevió el trámite. Me preguntó si quería ayudarle a decir misa, como monaguillo. Le dije que sí, claro, aunque no me gustaba nada. Me llevó a la sacristía y me enseñó el traje de monaguillo. Me lo tuve que probar. No me quedaba mal. Luego me enseñó las vinajeras y la campanilla que había que tocar cuando levantara la ostia. Me preguntó si había ayudado a misa en el colegio. Le dije que no, porque los de primer curso aún no podían ser monaguillos. No importaba. Mañana vienes y ves a los niños que hacen de monaguillos. Cuando creas que sabes hacerlo me lo dices y me ayudas. Esa tarde ya había dicho misa por lo que me citó para el día siguiente a la hora de misa. Le dije que iría. Me volvió a revolver el pelo y me dijo que podía marcharme. Ya estaba hecho. No había sido tan difícil, aunque lo pasé muy mal pensando en qué habría hecho para hacerle un niño a la chica que fue a confesarse con él. Intentaba no pensar en ello, sin conseguirlo. Me puse colorado, muy colorado. Me sentí muy mal al darme cuenta que antes de hacer de monaguillo tendría que confesarme y contarle lo que había pensado, porque era pecado. Tendría que hacer como cuando la primera comunión. Recordé con mucha vergüenza cómo al ir del brazo con aquella chica, la hija del zapatero, sentí que me gustaba mucho y ocurrió algo tan vergonzoso que me muero de vergüenza al recordarlo. La pilila se me puso recta y sentí un gustín muy raro que no he podido explicarme todavía. Creí que eso era un pecado mortal y a punto estuve de salir corriendo hacia el cura y pedirle que me volviera a confesar porque no podía comulgar en pecado mortal. No pude hacerlo y comulgué en pecado. Había cometido sacrilegio. Pero no me pasó nada, no se abrió la tierra bajo mis pies y me tragó el infierno. Ahora sería lo mismo. No podía decirle al cura en confesión lo que había pensado de él. Tendría que cometer otro sacrilegio.

Luis vino a invitarme a ver la tele, como hacía antes de ir al colegio. No pude negarme. Además me gustaba mucho ver Viaje al fondo del mar o los dibujos animados del oso Yogui y Bubú. Me gustaba mucho Bubú, era muy bueno y muy tierno, daba gusto con él. No como con Yogui que era malo y siempre estaba robando. Tuve que soportar que me preguntara por el colegio, del que no quería hablar. Me libré hablándole de los campos de futbol, de cómo daba gusto que los balones fueran de reglamento y no de plástico, de que había también canchas de baloncesto y de balonmano, de cómo en los sótanos había toda clase de juegos, futbolín, ping-pong, ajedrez. A Luisito se le abría la boca y no la cerraba. No podía creer que existiera algo así. Por fin pude marcharme. Luisito es un niño avispado, nada tímido, como yo. Pero no me cae muy bien, es mandón, atrevido, siempre lleva la voz cantante, y ahora que estudio para cura su forma de hablar me disgusta un poco.

He recordado todo esto en la cama, intentando entrar en calor. Hace tanto frío que las mantas no sirven para nada y aquí no te dan una botella de agua caliente para los pies, porque tenemos calefacción…bueno la teníamos, porque ahora está estropeada. He oído decir a algún cura que es la primera vez que pasa, que nunca había helado tanto, que a dónde vamos a parar, que va a venir una glaciación, como en tiempos de los mamuts. Los chicos no hacen otra cosa que hablar de ello. Como tarden en arreglar la calefacción todos nos vamos a morir de frío. Me costó dormirme, pero al fin lo conseguí.

LOS PEQUEÑOS HUMILLADOS XXIII


Al día siguiente nevó, como yo deseaba. Me desperté tarde. Mamá no me despertó porque ya me había dicho que durmiera todo lo que quisiera, ya que había llegado muy cansado. Al subir la persiana pude ver que el suelo estaba cubierto de nieve. En el alfeizar había una capita de nieve helada. No pude resistirme a hacer una bola y tirarla a la calle que estaba desierta. Luego me vestí, desayuné solo porque al parecer era viernes y aquel era el último día de escuela antes de las vacaciones de Navidad. Mamá me había preparado un chocolate y me había dejado unos churros que los demás habían comido también para desayunar. Supuse que los había hecho ella porque vi en el fregadero la maquinita de hacer churros. Le dije que quería salir a pisar la nieve y le pregunté dónde estaba el gorro con orejeras que no había llevado al cole porque a ella le pareció que estaba ya un poco viejo para vestir. Me quité el pijama, sobre la camiseta de invierno me puse un niki de manga larga de invierno, un jersey de lana de invierno, los pantalones, calcetines de lana muy gordos, las botas de goma, el abrigo, los guantes y el gorro. Mamá me dijo que no cogiera frío. Salí a la calle. Había caminitos entre la nieve, hechos por las pisadas de los que habían pasado antes y en algunos tramos por la pala de alguien. Miré hacia el techo del edificio donde vivíamos. Había algunos chupiteles que dejaban caer gotas. Me hubiera gustado hacer un muñeco pero seguro que se me quedarían las manos heladas y luego tendría sabañones. Recordé lo mucho que picaban. En invierno siempre tenía sabañones, hiciera lo que hiciera, en los dedos de los pies y de las manos. Llegaba a casa y me quitaba los guantes de lana, empapados, y comenzaba a rascarme los dedos de las manos como un desesperado. Picaban mucho y cuanto más me rascaba, más me picaban. Mamá me decía que no me rascara, que era peor, pero no podía evitarlo. Luego me quitaba los calcetines de lana, también empapados, y me rascaba y me rascaba sin parar. Era curioso pero rascarme me gustaba, aunque luego sangraba y me dolía mucho.

  Me acerco a las escaleras que dan al cine donde he visto tantas películas que me gustan, especialmente las de Jon Vayne, como lo llama papá y que también le gustan mucho a él. Me gustaría ver alguna esta Navidad, pero el problema es que ahora no sé lo que es pecado o lo que no lo es, al menos para mí que estudio para cura. No puedo subir porque están cubiertas de hielo. Regreso y me asomo a la plaza, escondido tras la esquina de nuestro edificio. Veo que en el centro hay un muñeco de nieve muy simpático, con una zanahoria como nariz. No quiero acercarme porque  mamá podría verme, seguro que está haciendo la comida en la cocina y podría verme por la ventana o cuidando de mi hermanito pequeño que no tendrá más de dos años. No quiero pensar en él porque siento celos y eso ahora es un pecado muy grave. Recuerdo que cuando nació me sentí muy mal porque los pocos mimos que había en casa iban para él. Recuerdo que deseaba que se muriera. Ese es un pecado muy grande, un pecado mortal que no confesé cuando hice la primera comunión con aquella niña tan guapa, la hija del zapatero del pueblo. Me pasó una cosa muy rara cuando iba con ella caminando por el pasillo central hacia los primeros bancos. La pilila se estiró, se hizo muy grande y se puso gorda y sentí un placer que nunca había sentido. No sabía lo que era y sigo sin saberlo pero me pareció que era un pecado mortal. Debí haber salido corriendo para confesarme, pero comulgué sin hacerlo y eso era aún un pecado mucho más grande. No he confesado en el colegio aquellos pecados y eso significa que no he dejado de comulgar en pecado mortal. Voy a ir al infierno. Pienso que allí no se estará tan mal si hace tanto calor como dicen, sobre todo al principio. Ahora me gustaría estar allí para entrar en calor. Me estremezco y miro el agua del río, está muy crecido. Si me tirara moriría e iría al infierno. No voy a poder librarme del infierno.

Recorro los senderos entre la nieve hasta el río. Comienzo a tener mucho frío pero no puedo volver a casa tan pronto, aunque me salgan sabañones. Miro el agua en el río y me quedo mucho rato observando. Me gustaría que los días no pasaran, ahora que me siento tan a gusto, otra vez en casa. Acabo de recordar que tengo que enseñarles la cartilla con las notas para que la firmen. Me avergüenza que vean que he suspendido en matemáticas. Nunca me gustaron y no consigo entenderlas. Pero las otras notas son buenas, incluso tengo algunos sobresalientes, bastantes, y una matrícula en buena conducta. Mamá no ha dejado de preguntarme sobre el colegio. Que si había perdido algo de ropa o me la habían robado. Que si eran difíciles los estudios. Que si comía bien. Por eso no quiero regresar tan pronto a casa, seguirá haciéndome preguntas. Me asusto cuando me hacen preguntas que no quiero contestar.

Siguiendo el río llegaría a la cafetería de los dueños de la mina de carbón para la que trabaja papá. Antes iba allí a buscar las chapas de las bebidas. De algunas había muchas, esas eran las más feas. A veces encontraba una que no se encontraba casi nunca. Esa era buena. Con ellas jugábamos a las chapas en las aceras. Les poníamos dentro un cromo recortado, cortábamos un cristal con una piedra hasta hacerlo redondo y que encajara en la chapa y luego le poníamos jabón para que no se cayera el cristal. En la acera hacíamos carreteras con tiza y poníamos cuadraditos en el camino, como en el parchís. Si caías ahí teníamos que empezar de nuevo o estar allí hasta que los otros tiraban tres veces. Me gustaba más jugar a las canicas. Papá me traía canicas de acero que él decía que eran de los cojinetes, no sé qué será eso. Nunca se rompían, no como las de cristal que se compran en el quiosco y además casi no se movían cuando les daban con bolas de cristal. Las de acero podían romper las de cristal si le dabas muy fuerte. Algunos chicos protestaban y hasta me robaban alguna sin que me atreviera a protestar. No lo entiendo porque sus papás trabajan en la mina, será porque no todos trabajan con los cojinetes. Ahora echaré de menos jugar con los niños a las canicas o a las chapas, aunque puede que en verano sí pueda jugar, no creo que sea pecado.

Me estoy quedando helado. Doy patadas con los pies y me froto las manos con los guantes de lana. Debería aprovechar para acercarme a la iglesia y presentarme al párroco, puede que siga nevando y mañana o pasado esté aún peor. Me da miedo, me da vergüenza, no voy a poder hacerlo. Mejor esperar hasta que pase la Navidad, un día cualquiera iré a la hora de misa, me presentaré y tal vez no necesite más monaguillos. Voy a tener que hacerlo porque no sé si le llamarán o escribirán desde el colegio para que les diga si yo fui a presentarme. Necesito el diez en conducta para la beca, no puedo arriesgarme a que lo hagan. En el cole somos muchos, muchísimos, pero aún así no me sorprenderían que escribieran a cada parroquia. No me gusta la religión, los curas, las misas, no me gusta nada de lo que hacen. Sí creo en Dios, que lo ve todo, que es muy bueno y cuida de todos nosotros. Pero no creo que sea como los curas, tiene que ser muchísimo mejor.

LOS PEQUEÑOS HUMILLADOS XXII


PRIMERO DE BACHILLERATO/SEGUNDO TRIMESTRE

Han pasado las navidades y estamos de vuelta en el cole. Este año ha hecho mucho frío, muchas heladas, temperaturas por debajo de cero, ha nevado, pero sobre todo ha helado. Al llegar nos encontramos con un buen problema. Los tubos de la calefacción han reventado por el hielo. No tenemos calefacción y hace un frío que pela. Me he puesto encima toda la ropa que puedo aguantar, lo mismo que los demás, pero sigo teniendo frío. Llevo guantes, abrigo y hasta la gorra orejera que llevaba en el pueblo para ir a la escuela. Nada es suficiente. Y lo peor es que dicen que tardarán mucho en arreglarlo.

Recuerdo con nostalgia el agradable calor de la cocina de carbón de casa, los carbones al rojo vivo y la chapa roja. Pero lo que más echo de menos es dormir en mi habitación, cerrar la puerta y estar aislado de todos. Me he dado cuenta de lo mucho que me molestar no tener cuarto propio, solo una cama seguida de otras camas en un dormitorio enorme, donde todos te pueden ver y te da miedo hacer cualquier cosa, antes miras para todas partes por si alguien te estuviera mirando. Si aquí tuviera un cuarto propio, aunque fuera muy pequeñito, donde poder encerrarte cuando fuera posible y sentirte libre para moverte o hacer lo que quisiera, esto no se me haría tan cuesta arriba. Me siento mal, muy nervioso, teniendo que estar todo el día pendiente de que me estén mirando, porque nunca estoy solo.

El viaje fue agotador. Los curas me habían sacado dos billetes, uno hasta León y otro hasta el pueblo. Tuve que esperar a que saliera el tren que iba a Asturias y pasaba por el pueblo, se hizo de noche y me entró miedo, aún soy un niño del que todos pueden abusar. Aunque solo llevaba una maleta, medio vacía porque no necesitaba mucha ropa para las dos semanas que pasaría de vacaciones, pesaba mucho para un niño que tiene que llevarla desde la estación del pueblo donde paran los trenes, porque en mi pueblo, a pesar de ser más grande, solo hay un apeadero donde casi no para ningún tren. Como era de noche y solo había farolas hasta la salida del pueblo y la entrada en el mío tuve que hacer todo el recorrido a oscuras, por la carretera, menos mal que no pasaba ningún coche. A pesar de que no están muy lejos el uno del otro caminar en plena noche y con el peso de la maleta me hizo sufrir mucho. Eché de menos que papá trabajara y no pudiera ir a buscarme. Cualquier ruido me sobresaltaba y echaba a correr. Tenía miedo de que hubiera lobos o incluso hombres malos que quisieran hacerme daño. Lo pasé muy mal y el camino se me hizo muy largo, algo que no hubiera ocurrido de día.

Llegué a casa muy cansado, agarrotado por el peso de la maleta y por el miedo. Mamá me recibió muy contenta pero no me abrazó. No veo a nadie besarse ni abrazarse, es como si les diera vergüenza o estuviera prohibido. Quería irme a la cama enseguida pero me obligó a cenar algo, me conformé con un vaso de leche caliente y unas galletas. Hacía mucho frío y el calor de la cocina no podía salir por el pasillo y llegar a mi dormitorio, así que me arrebujé bajo las mantas y me quedé muy quieto, a ver si de esta forma entraba en calor. No podía dormir. Por el frío y porque estaba muy nervioso. Había pasado mucho miedo, me había cansado caminando con la maleta y se me habían helado los pies y las manos. Me sentía muy a gusto allí, en mi dormitorio, donde nadie me miraba y podía dejar pasar el tiempo porque al día siguiente no me despertarían las palmadas del prefecto. Despertarme sin tiempo para hacerme a la idea de que ya no estaba dormido y hacer un esfuerzo de voluntad para salir corriendo a los servicios, hacer caca en los minutos que correspondían a la división del tiempo que había hecho hasta que sonaban de nuevo las palmadas para ponerse en fila, me ponía muy nervioso, me sentía muy mal, siempre con miedo a no hacerlo todo bien y recibir un tortazo. Allí, bajo las mantas, en el silencio de la noche, podía relajarme sin miedo a que ocurriera algo malo, a ser castigado, a que el prefecto me golpeara como a uno más, cuando yo era tan bueno y me preocupaba tanto por serlo. Lo único que echaba de menos eran los abrazos y que me contaran algún cuento o me dieran un beso de buenas noches. Cuando vivía todos los días en casa, antes de ir al colegio, había notado algo muy raro, mis papás no se besaban o se escondían para hacerlo y cuando papá levantaba mucho la voz, mamá le chistaba para que no hablara tan alto, como si la vecina de arriba pudiera oírlos y luego chivarse a la guardia civil. Todo el mundo tenía miedo de que alguien le oyera decir algo que no debía. Yo lo achacaba a aquel hombrecito de uniforme con voz de pito. Me sorprendía que todos le temieran tanto cuando era tan pequeñito, con aquella voz que daba risa. Pero los tenía a todos en un puño. Había tantas cosas que uno no podía hacer o decir que no era capaz de  recordarlas todas. No se podían quejar del trabajo, de que les pagaban poco, no podían decir palabrotas, había que ir a misa, había que creer en Dios y en el catecismo, había que ser siempre muy bueno. Daba miedo hacer algo mal y que un vecino se chivara y viniera la guardia civil a casa. Daba miedo que los mineros se declararan en huelga y la guardia civil los encerrara en la mina o les pegara o no les pagaran y que no pudiéramos comer nada. Todo daba miedo. Sería por eso que los papás no hablaban de nada importante delante de nosotros, que siempre estuvieran con aquello de que teníamos que ser buenos y nos pegaban si hacíamos algo malo. Mamá me daba con la zapatilla cuando hacía algo malo, me ponía rebelde y decía no, no y no. Me sentía humillado cuando se sentaba en una silla, me ponía en su regazo y cogía una zapatilla y dale y dale. No me asustaba el dolor, lo que más me dolía era la vergüenza. Papá casi nunca estaba en casa y cuando estaba no quería pegarme, pero mamá le decía que era una vergüenza que el hombre de la casa no pusiera orden. A veces me amenazaba con decírselo a papá y que me pegara con su cinto. Eso me daba mucho miedo, aunque no recuerdo que lo hiciera muchas veces. Yo procuraba ser bueno, pero no siempre lo conseguía, no soportaba que los mayores tuvieran siempre razón y me dijeran lo que tenía que hacer. Pero lo que más miedo me daba era que Dios me veía, porque lo veía todo y me castigara al infierno por unas mentirijillas de nada. Me imaginaba llegando al infierno y los demonios, con sus cuernos y rabos se burlaban de mí y me metían en una tina con brea hirviendo. Y allí tenías que estar toda la eternidad, que era mucho tiempo, un día tras otro y tras otro y tras otro. No lo soportaba. Por eso siempre que hacía algo malo le pedía perdón a Dios y le rezaba para que no me castigara al infierno. Eso sí que sería terrible. Lo que no entendía es que si era tan bueno como decían pudiera castigar al infierno a un niño tan pequeño que solo hacía algunas cosas mal porque no era posible hacerlo todo bien. Aunque pensándolo bien, tal vez no fuera tan malo estar en agua o en pez hirviendo cuando hace tanto frío. Mamá me dio una botella de agua caliente para los pies. Ha sido muy agradable hasta que el agua se enfrió. Ahora noto mucho el frío en los pies. Tengo las manos bajo las mantas para que no se me queden heladas y me he encogido para que no entre frío por ninguna parte y así vaya entrando en calor.

Trato de no pensar en el infierno, ni en las cosas que he hecho mal. Por eso busco algo en lo que pensar que sea más agradable. Puede que mañana nieve. Me gusta mucho la nieve. Lo pasaré muy bien si nieva, me pondré el abrigo, las botas con los calcetines de lana y el gorro con orejeras y saldré a la calle a jugar con la nieve. Me gusta tirar bolas y hacer muñecos. A lo mejor vienen a verme los chicos de la escuela con los que jugaba antes. El que seguro que vendrá es Luisito, seguro que me invita a su casa a ver la televisión. Mañana debería ir a ver al cura y ofrecerme como monaguillo, como nos han recalcado muy seriamente que hagamos, pero me angustia ir a la parroquia, ya veremos cómo me encuentro mañana. Me obsesiono con ello y luego con el cuaderno de las cartas a Bubú. Acabo de recordar que me lo he dejado en el cole. Quería traerlo en la maleta. Me he olvidado, como me pasa siempre con lo más importante. Ahora no paro de imaginar que el prefecto lo encuentra bajo el colchón, donde lo dejé y lo lee y se ríe y luego a la vuelta lo va a comentar en voz alta. O puede que los que lleguen antes se dediquen a mirar en los armarios y las camas, sobre todo si son mayorones, buscando algo para reírse de los chivinas y gastarnos bromas. No quiero ni pensar lo que harán con mi cuaderno si lo encuentran. Por fin encuentro algo sobre lo que pensar sin que me produzca miedo o me angustie. Voy a tener tiempo para leer. Buscaré en la maleta de papá. Allí tiene muchos libros, algunos ya los he leído, pero quedan bastantes que seguro me gustarán aunque sean para mayores. También podré ir al quiosco para cambiar algunos tebeos y a lo mejor papi me manda a cambiarle sus novelas del oeste o del FBI que me gustan más. Tendré que leer a oscuras y escondido, para que no me descubran. Ya lo han hecho otras veces y me han dicho que no lea sin luz porque voy a perder mucha vista. No me queda otro remedio porque tampoco quieren que lea cosas que no son buenas para un niño, pero a mí me gustan. Pensando en lo que voy a leer me tranquilizo y cuando entro por fin en calor me quedo dormido.

LOS PEQUEÑOS HUMILLADOS XXI


Es casi lo que más me gusta, después del fútbol. El salón de actos es enorme y las filas de asientos están puestas en una especie de cuesta muy acentuada. Al principio me pareció raro, aunque luego me di cuenta de que así los de las filas de atrás pueden ver bien la película, lo que no sucedería si todo fuera llano, entonces si no fueras alto alguna cabeza te impediría ver la pantalla. Nos colocamos por cursos, las primeras filas para los de primero, luego los de segundo, los de tercero y así hasta llegar a los de sexto. La pantalla es tan grande que si estás muy cerca no puedes ver la pantalla completa y tienes que ir fijándote por partes. Algo que no sucede cuando vemos la televisión en lugar del cine. Entonces a los chivinas nos toca atrás del todo y apenas podemos ver la televisión, que es muy pequeña. No me parece justo.

Las películas me gustan mucho, las mudas, de Charlot, El Gordo y el Flaco y las de un tal Buster Keaton a quien no conocía. Son todas muy divertidas y nos reímos mucho. Nos dejan reírnos, sería difícil no hacerlo aunque nos lo prohibieran. Aunque algunos hacen travesuras, como si no les gustara el cine y entonces el prefecto aparece desde la oscuridad y da unas cuantas bofetadas. Hay películas en color y con sonido. Me divierten mucho las de Jerry Lewis, es muy gracioso y también me gustan las de Marisol, aunque no las echan mucho porque es una chica muy guapa y algunos mayorones dicen cosas en voz alta que molestan mucho al prefecto. Casi todas las películas son de risa, menos unas muy serias como la de Molokai, la isla de los leprosos, o la de Marcelino, pan y vino.

Como estamos al final del trimestre y queda poco para los exámenes no hago otra cosa que estudiar. Algunos recreos ni bajo al patio y me quedo estudiando en clase. Sobre todo cuando hay niebla. Me parece muy raro que aquí haga tanto frío, pensaba que eso era propio de mi pueblo, entre montañas, donde nieva mucho y teníamos que ir a la escuela muy abrigados, con guantes, abrigo y un gorro con orejeras muy bonito. A pesar de ellos nos salían sabañones, que pican mucho y cuanto más te rascas más te pica.

Cuando hace mucho frío o mucha niebla ya no salgo al campo a jugar, prefiero ir al sótano donde además de los vestuarios hay unos salones muy grandes que no había visto antes. Allí hay toda clase de juegos, futbolines, mesas de ping pong, el juego de la rana, mesas para jugar al parchís, a las damas, al ajedrez. A veces hay mucha gente y me limito a mirar porque si quieres jugar y no has llegado de los primeros tienes que ponerte a la cola. Me llamó la atención el ajedrez, nunca había jugado. Muchas piezas que se mueven raro. Cuando me acerco demasiado si los que están jugando son un poco tisquismiquis se enfadan y tengo que echarme para atrás o mirar en otras mesas. Un día un niño estaba jugando solo. Me pidió que jugara con él, pero le dije que no sabía jugar. Decidió enseñarme. Fue pieza por pieza diciéndome cómo podían moverse. Cuando acabó jugamos una partida de prueba. No di pie con bola, tenía que corregirme todo el rato. Los peones solo se mueven dos casillas en el primer movimiento, luego de una en una y comen en diagonal. Me quedé pasmado cuando me hizo lo que él llama el mate pastor. No tardó más de tres o cuatro movimientos en darme jaque mate. Increíble. Yo había salido con peón rey, como me había enseñado. El dejó libre la reina y luego un alfil. Los colocó de tal manera que no sé cómo lo hizo pero ya tenía jaque mate antes de darme cuenta. Lo del mate pastor se me quedó clavado en la cabeza. No me lo volverá a hacer. Algunos recreos hay algún tablero libre. Aprovecho para jugar contra mí mismo y aprender nuevas aperturas, que así las llama el chico que me enseñó. Prefiero la de peón-rey que es la que mejor se me da. Las otras son tan difíciles que dejaré que me las vaya enseñando el chaval poco a poco, si tiene paciencia conmigo. Por lo menos jugando contra mí mismo he memorizado los movimientos de todas las piezas y ya no dudo cuando voy a mover.

Me gusta jugar también al ping-pong, pero nunca he jugado, así que tengo que esperar a que alguien que no tiene contra quién jugar me pida que juegue con él. Entonces yo le diré que nunca he jugado y él me enseñará. Creo que es un juego muy difícil, pero todo se aprende con el tiempo. En cambio el futbolín se me da mejor. Se juegan dos contra dos o uno contra uno. Me costará ser tan bueno como los otros, pero aquí voy a tener mucho tiempo. Los días cada vez son más fríos y lo peor es que hay muchas nieblas. No se ve a caer de un burro y así nadie se anima a jugar al futbol en los recreos. Durante las primeras nieblas me animé, pero visto que no se sabía por dónde andaba el balón decidí intentar que me dejaran jugar a la campana en las canchas de baloncesto y luego, porque nadie quería jugar conmigo me he pasado a los juegos que hay en el sótano. Hay de todo, también juegos de cartas. Juegan mucho al mus, pero yo no sé. Tengo que aprender a jugar a casi todo. Al dominó no debe ser muy difícil, aunque es difícil que te cojan de pareja si no sabes jugar. Como soy muy tímido si no me dicen nada no me atrevo a pedirles que me dejen jugar. Ya queda poco para los exámenes y luego iremos a pasar la Navidad a casa. Tengo muchas ganas, pero me da miedo tener que presentarme al cura y decirle que estoy estudiando para cura y que quiero ser monaguillo.

LOS PEQUEÑOS HUMILLADOS XX


PRIMERO DE BACHILLERATO/ PRIMER TRIMESTRE

Quiero creer en Dios pero cuando no me concede lo que le pido, me enfado. Si estudio mucho quiero saberme la lección y aprobar el examen. Si soy bueno quiero que no me pasen cosas malas, que otros niños no se burlen de mí o me pongan la zancadilla. Pero Dios no me escucha. Hay días que todo me sale mal y cuanto más bueno soy, más cosas malas me pasan. Pienso que si Dios fuera tan bueno como dicen premiaría a los buenos y castigaría a los malos, puesto que lo sabe todo, pero veo que no es así. En la asignatura de religión procuro estar muy atento, porque si saco un diez y tengo también un diez en conducta los curas pueden hablar con los profesores para que te aprueben una asignatura aunque sea con un cinco raspado. Antes de dormir rezo y siempre le pido a Dios por mis papás y por mis compañeros, y por los curas, y por el Papa y por todo el mundo. He tenido que escribir dos cartas a mis padres porque no sé como lo hacen pero llevan la cuenta de quién escribe, cuántas veces, quién no escribe, desde cuándo. Me cuesta escribir porque no sé qué decirles. Si les digo que estoy muy bien y muy contento, estoy mintiendo y tengo que confesarme el sábado. Si les dijera la verdad a lo mejor venían a buscarme y no quiero ser minero, eso nunca. He visto cómo papá se queja de lo mal que se pasa en la mina. Me veo bajo tierra, tan hondo como cuenta él que bajan, en esa jaula donde van tantos. Tienes que llevar esa ropa y ese casco con luz y pasarte horas y horas poniendo la vía para las carretillas que sacan el carbón, o peor aún, picando el carbón de las paredes con el pico. Cuenta papi que llevan en una jaula un canario por si hay un escape de grisú y tienen que salir corriendo. Si se muere el pájaro es que es muy seria la cosa y no pueden esperar más. Alguna vez le he oído contar lo que pasa cuando hay un derrumbamiento y se quedan atrapados, algunos mueren. No me gusta la vida del minero, prefiero estudiar aunque sea duro. No quiero imaginarme que a papi le pilla un derrumbamiento y se muere. Procuro no pensar nunca en ello.

Rezo siempre antes de entrar en el comedor para que haya una comida que me guste. Creo que soy un niño especial porque a los demás les gustan muchas cosas que a mí me dan asco. El tomate me daba ganas de vomitar. En casa nunca lo comíamos, ni siquiera sabía qué era eso. Sobre todo el tomate en papilla con los huevos fritos. Me encantan, pero los ponen con tomate y tengo que apartarlo. Los compañeros de mesa me preguntaron si no me gustaba y al decirles que no me pedían que se lo echara en su plato. Una vez me pilló el prefecto y me dio un buen coscorrón. Decidí comerlo, aunque vomitara. Es curioso pero ahora me gusta mucho, sobre todo el tomate en papilla con los huevos, se puede mojar el pan y están riquísimos. Lo que no puedo soportar es el fuagrás, no consigo que me guste, me dan arcadas. Siempre se lo doy a alguien, aunque me puedan pillar. Algunas comidas están muy ricas, pero otras no hay quien se las coma. Las lentejas tienen piedras y no saben a nada. Alguno ha encontrado en los garbanzos un trozo de jabón o un trozo de alambre de las esponjas metálicas con que limpian las grandes perolas. A mí me tocó un palito y tuve que comer a cucharaditas y sin mirar el plato. El desayuno es fácil, porque me gusta el café con leche, aunque esté frío y la mantequilla de yeso se puede comer mojando bien, aunque sea difícil aplastarla en el pan. He visto que algunos tienen botes de colacao para echar al café con leche, tiene que estar rico. Se lo mandan sus papás de casa, se pueden recibir paquetes, pero yo no me atrevo a pedir nada porque sé que no les llega el dinero. Además luego utilizan el bote vacío para echar la comida que no les gusta y disimulando lo sacan del comedor y lo tiran al cubo de la basura. Es una buena idea.

Donde mejor me lo paso es en el recreo, jugando al futbol. Al principio había mucha gente jugando, tanta que tocar la pelota una sola vez durante la media hora de recreo era casi un milagro. A la Vaca le gusta jugar con nosotros, los chivinas, porque así puede abusar todo lo que quiere. Me he dado cuenta de que no juego bien. En el pueblo pensaba que era el mejor y que algún día jugaría en el Real Madrid, como Amancio y Gento, pero ya he visto que otros juegan mucho mejor. Eso me preocupa porque han hecho los equipos de la liga y a mí no me han escogido. Me he propuesto mejorar mucho para que me elijan la próxima vez. Hay categorías como en el futbol de verdad. Cuatro equipos de primera y otros cuatro de segunda división. Los equipos se hacen con los de primero, segundo y tercero. Los otros cursos tienen su propia liga. Como somos muchos y los mayorones saben jugar mejor que nosotros, los pocos chivinas que tienen equipo son de segunda. He probado a ver qué se me da mejor, hasta me he puesto de portero, pero no me gusta porque hay que tirarse al suelo cuando la pelota viene rasa, para detenerla y el suelo está lleno de piedras, te puedes hacer mucho daño. Luego me he puesto de defensa, pero he dado algunas patadas y se han quejado. Para delantero no valgo porque no sé regatear. He intentado probar con el balonmano pero lo tienen acaparado los mayores y además es difícil, no entiendo muy bien las reglas. Ahí, si me gustaría probar de portero, porque la portería es pequeña y si mueves bien las manos y los pies no te meten gol. De baloncesto no sé nada, en el pueblo no había canastas. Algunos juegan durante el recreo a la campana. Consiste en tirar el balón a la cesta, si encestas, pasas a la siguiente posición. Vas dando vueltas a la zona pintada en el suelo, que según dicen es para las faltas personales en los partidos, uno tira y los otros se ponen en las posiciones marcadas en el suelo para coger la pelota si falla. He probado cuando he visto el balón en el suelo y no había nadie, pero es muy complicado, no sé ni coger la pelota.

Procuro no estropear las playeras porque mamá me avisó que me tenían que durar todo el año, no hay dinero para más, hijo mío. Hago todo lo que puedo para que me dure la ropa y no perder nada o que me roben algo. Me preocupa sobre todo la lavandería. Hay que llevar la ropa sucia en una bolsa de tela. Vamos todos en fila hasta los sótanos donde hay unas lavadoras enormes. La tiramos en un montón y seguimos caminando hasta volver arriba. Es gracioso, algunos se ríen y se gastan bromas cuando el padre prefecto no está cerca. Allí hay chicas vestidas con uniforme, una faldita que deja ver sus piernas. Algunos, sobre todo los mayorones, les dicen cosas cuando no está la monja encargada de la lavandería. A mí me ponen nervioso y se me enciende la cara, no sé muy bien por qué. Les gusta reírse, tirarse las bolsas a la cabeza, salir de la fila, incumplir todas las normas. No es que me parezca mal lo que hacen, somos niños y es bueno divertirse y jugar y aquellas chicas también me gustan a mí, aunque no sé muy bien por qué ni cómo, pero deberían pensar en los demás, en los castigos. Puede que alguna chica se queje o la monja que está al cargo. Nos castigarán a todos por algo que solo han hecho unos pocos. Me parece injusto. No lo soporto. Es una de las cosas que más rabia me da, me pongo enfermo de rabia, les daría de tortas. Y esa forma de castigar de los prefectos es todo lo contrario a lo que haría Dios, no pueden hacer eso y seguir pensando que así contentan a Dios. Todos sin recreo, todos a la capilla a rezar y rezar, todos sin la película del sábado, porque el prefecto no sabe quiénes han hecho eso, ni sabe cómo descubrirlo. Intenta que nos chivemos. Puede que por eso los mayorones nos llamen chivinas, porque creen que nos vamos a chivar de todo lo que ellos hacen. Antes pensaba que era porque balábamos como las ovejas o las cabras, bee, bee, ante todo lo que nos decían y teníamos que ir en rebaño a todas partes porque nos sentíamos perdidos si estábamos solos, pero puede que el apodo lo hayan puesto por eso, porque nos chivamos. No es así, podríamos hacerlo para no quedarnos sin recreo o sin la película del sábado, pero creo que la mayoría no soportamos que los curas intenten que les hagamos el trabajo a ellos descubriendo a quienes ellos deberían descubrir y si no lo consiguen dejarnos a todos en paz, porque lo hacen como con rabia, con odio, como si se sintieran humillados y no pudieran soportar que unos críos les tomen el pelo. Algunas veces nos han levantado el castigo y todos hemos pensado que ha sido porque alguien ha ido a hablar con el prefecto y se ha chivado de los que se han portado mal. Los prefectos lo han dicho, si alguno quiere dar los nombres de quienes lo han hecho, para que no sean castigados justos por pecadores, pueden ir a hablar con ellos en privado, nadie se enterará y así los pecadores serán castigados justamente. Los mayorones creen que eso solo lo podemos hacer los chivinas, porque ellos son ya unos hombrecitos y no hacen esas cosas, pero me pregunto cómo podemos ser nosotros si casi no les conocemos, no vamos a las mismas clases y son raros los de primer curso que hablan con alguien de otros cursos superiores. Poco a poco vamos conociendo algunos nombres, más bien apodos, pero es que somos muchos. Por suerte algunas veces los prefectos nos acompañan a la lavandería y entonces todos se portan bien, aunque la mayoría de las veces no lo hacen y cada cual hace lo que quiere. Los chivinas somos los primeros de la fila, para entrar desde el patio o para cualquier cosa que se formen filas. Los mayorones lo respetan cuando está el prefecto, pero no cuando no está, entonces se adelantan para echar las bolsas cuanto antes, así pueden ir al salón de actos y pillar los mejores sitios. Porque bajamos a la lavandería los sábados por la tarde, antes del cine.

LOS PEQUEÑOS HUMILLADOS XIX


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PRIMER CURSO DE BACHILLERATO/PRIMER TRIMESTRE

Los tres días antes de que comenzara el curso fueron el paraíso, pero luego esto se ha convertido en un infierno. Me hubiera gustado pasarme todo el curso leyendo tebeos y jugando al futbol en los recreos. No podía durar. Según he oído comentar a otros compañeros, los chivinas venimos los primeros para adaptarnos, luego va llegando el resto. Los más mayorones llegaron los últimos, el tercer día por la tarde. Ahora nos levantamos a las siete, vamos a misa, desayunamos y empezamos las clases. La disciplina es muy dura, ni punto de comparación con la de los tres primeros días. No se puede hablar una palabra o te castigan o te dan una bofetada, según el humor del padre prefecto. Hay que estar muy atento en misa porque si el padre prefecto te ve echando una cabezadita, se fija y luego hay castigo. En el comedor hay que rezar con fervor y no se puede hablar hasta que el prefecto lo permite, si es la Vaca nos deja hablar antes de meterse en su cuarto a desayunar, pero si es el Fantasma tarda en dejarnos hablar y si está de muy mal humor tenemos que pasar el desayuno en silencio.

Los estudios se me hacen muy cuesta arriba. En la escuela del pueblo el maestro no hacía más que repetir que tenía una cabeza privilegiada y que terminaría siendo un genio, pero eso era porque los demás niños eran unos burrines, ahora lo sé. Aquí es muy diferente, hay niños muy listos, más que yo y tengo que estudiar mucho, todos los días, sino quiero que todos me adelanten y que termine suspendiendo la asignatura. Estamos a punto de pasar los exámenes trimestrales y tengo miedo, no sé si conseguiré aprobarlas todas y menos sacar buenas notas, sobresalientes y mucho menos matrículas de honor. Sé que en matemáticas me van a suspender, el maestro del pueblo no era muy bueno en esa asignatura y apenas nos dio las nociones más elementales. A pesar de mis esfuerzos no puedo con las raíces cuadradas y las ecuaciones, nunca lo conseguiré. En cambio otras asignaturas me gustan y se me dan bien, aunque tenga que estudiar todos los días sin falta. La geografía no me dice nada, es aburrida, no me interesa, pero sí conseguir ser el primero de clase. El profesor, el mismo que nos da música, del que todos dicen que está “venao”, que está loco, ha tenido un gran acierto que no repiten otros profesores. La clase es como un concurso, va haciendo preguntas sobre la lección que toca y si los que están delante no saben la respuesta y tú aciertas, les adelantas a todos. Hay un niño, se llama Gallego, tiene unas gafas de culo de vaso, creo que es el único de la clase que tiene gafas, es canijo, feo y bastante repelente, pero es muy listo, siempre se sabe la lección y se ha puesto el primero. Yo no consigo ni estar en la primera fila, a pesar de empollarme lo que toque, los ríos de España, las montañas, lo que sea, estudio mucho, pero él no falla una. En cambio hay otro niño que es la risa de todo el mundo y que a mí me da mucha pena. El no tiene la culpa de apellidarse Calzón Agudo, Calzón por su padre y Agudo por su madre. Todos sabemos que calzón significa calzoncillo y agudo nos hace pensar en un calzoncillo muy raro, como terminado en punta. Por si fuera poco tiene un cuerpo raro, es muy alto, el más alto de la clase, delgado, desgarbado, como doblado, y los padres deben de ser muy pobres, casi tanto como los míos, porque lleva siempre unos pantalones que le quedan pequeños, como si los hubiera heredado de un hermano mayor, mucho menos alto que él. Le quedan bastante por encima de los tobillos y da risa, como si fuera una película cómica. Mientras hizo calor y todos íbamos en pantalones cortos, no se notó, pero ahora que hace frío y nos hemos puesto los largos, a él se lo nota mucho que no son pantalones cortos raros sino largos que le quedan muy pequeños. Y para rematar no es listo, más bien es tonto, muy tonto, nunca se sabe la lección, le cuesta hablar, a veces tartamudea, todos se ríen de él y a mí me da pena cuando lo miro después de las burlas y las carcajadas. Ni siquiera es capaz de reaccionar enfadándose y dando alguna bofetada, él que podría porque es más alto que ninguno.

No sé quién fue el primero en hacer una cuadrícula con las clases. Imagino que se lo dijo algún mayorón a un chivina y éste se lo fue diciendo a todos. A mí me parece una gran idea. Con la regla trazas en una hoja del cuaderno una línea arriba, luego vas trazando líneas verticales, con el ancho suficiente para que quepa el nombre de la asignatura. Arriba vas poniendo los días que tenemos clase, lunes, martes, hasta el viernes, porque sábado y domingo no hay clase, aunque sí horas de estudio los sábados, los domingos libramos todo el día. A la izquierda del todo pones la hora de cada clase y luego a continuación la asignatura que corresponde ese día a esa hora. Por ejemplo el lunes la primera clase es geografía, luego viene otra que no me acuerdo y así durante toda la semana. Las clases van cambiando de hora según el día, uno la puedes tener la primera y otro día la última, por la tarde, todo depende, no sé de qué, puede que los profesores se hayan puesto de acuerdo para ello.

La cuadrícula me viene muy bien porque así sé las clases que tengo al día siguiente y estudio las lecciones durante las dos horas de estudio antes de la cena. A veces no me da tiempo a estudiarlas todas, sobre todo cuando hay matemáticas, es lo que más estudio, porque se me dan muy mal y porque el profesor da miedo. No es un cura como casi todos, es un señor mayor vestido con un traje muy elegante y con corbata. Dicen que es un militar en la reserva, no sé qué significa eso. Tiene un tic muy gracioso. Cuando se pone nervioso coge la corbata, la sujeta y comienza a mover la cabeza de izquierda a derecha, con rapidez, como si la corbata le molestara mucho. Le sale una nuez muy sobresaliente y se le enrojece la cara. Es muy gracioso y algunos niños no pueden contener la risa. Eso le enfada mucho, se pone como un basilisco y echa unas broncas que nos dejan a todos silenciosos y asustados. Cuando pilla alguno riéndose lo saca al encerado y le pone unos problemas muy difíciles, como no los resuelve se burla de él, lo llama de todo y da unas voces que asustarían a un oso. Cuando hace eso con la corbata ya sabemos que está muy enfadado o nervioso por algo. Se hace un gran silencio en la clase y si a alguien se le escapa una risita todos nos ponemos muy serios porque va a ser una clase terrible. A mí a veces me entran ganas de reír, pero he descubierto que si me pongo la mano en la boca y me muerdo con rabia se me pasan las ganas de reír. Es el profesor al que más miedo tengo, además creo que no le caigo bien porque las pocas veces que me ha llamado a la pizarra no he dado pie con bola, se ha debido dar cuenta de que traigo muy mala preparación de la escuela.

Hay otro profesor, el de dibujo, que tampoco es cura. Es un señor más bien gordito, con la cara muy redonda, con gafas, es feo y muy serio. El dibujo tampoco se me da bien, nunca me gustó. Lo peor no es hacer los dibujos geométricos con la regla, midiendo todo a la perfección. Mal que bien lo consigo. Lo peor es cuando tienes que pasar el dibujo a tinta. Soy un manazas. Siempre echo un borrón. Odio la tinta. Y si echas un borrón ya sabes que tienes que repetir el dibujo. Un asco. Me temo que con las matemáticas van a ser las asignaturas que suspenda este primer trimestre. El resto no se me da mal del todo, la historia me gusta, la literatura más. La geografía es cuestión de memorizar. Repito una y otra vez los ríos de España, las cordilleras, lo que sea, hasta que puedo decirlo todo sin fallar. El Ebro nace en Reinosa, provincia de Santander, pasa por… Me recuerda la tabla de multiplicar que decíamos cantando en la escuela, tres por una es tres, tres por dos seis, tres por tres, nueve y así sucesivamente. Es cuestión de repetir hasta que la cabeza lo retiene. La clase de francés me gusta, es un idioma que me parece agradable y se me da bien. La clase nos la da el director del colegio, al que algunos apodan cerdito porque tiene la cara de cerdito, eso es verdad, con gafas y es gordito y se hace el serio porque para eso es el director. Creo que en francés voy a sacar muy buena nota. Es curioso pero se me da bien la pronunciación que nunca había oído en mi vida. La a con la u se pronuncia o también la e,a,u juntas, como en l’eau minerale que significa agua mineral en francés. Hay una asignatura que además de gustarme se me da bien. Es el deporte. Nos ponemos en traje de deporte y vamos al gimnasio. El profesor tampoco es cura, es joven y no nos echa mucha broncas, salvo a Calzón Agudo y a Gallego y a otros niños que son nulos para hacer deporte. Ya he encontrado algo en lo que voy a superar a Gallego, el empollón de la clase, aunque he observado que estudia menos que yo, él sí que debe tener una cabeza privilegiada porque estudiando menos que yo se le quedan más cosas. En el gimnasio tenemos aparatos, el potro, el plinto, las espalderas. Yo prefiero correr o hacer la tabla que tenemos que aprender para la fiesta del colegio. Es el día de san Agustín, que es el 28 de agosto, estamos de vacaciones, pero lo adelantan al último domingo antes de irnos de vacaciones. Vienen los familiares y se hace una gran fiesta. Yo no lo he vivido porque he entrado en septiembre, pero hablan maravillas, que si dan una comida estupenda, que si hacemos la tabla en los campos de fútbol, que si hay toda clase de cosas y al final los padres se llevan a sus hijos a casa.

Hay una asignatura que no me gusta nada y que también la da un señor que no es cura y que viene vestido raro, dicen que es falangista. Se llama FEN, formación del espíritu nacional y es un rollo macabeo que no gusta a nadie, todos la odian pero hay que aprobarla y el señor falangista es como un militroncho, incluso nos dijo al principio que en su clase quería disciplina militar, como si unos niños pudieran ser soldados. Creo que tiene que ver con el señor que gobierna España, un tal Franco, que es bajito y tiene voz de pito, pero que da mucho miedo. En clase hay una foto suya, a la izquierda de la pared, según miramos desde el pupitre. En el otro lado hay otra foto de un tal Jose-Antonio, falangista, que no da tanto miedo. Y en medio está el crucifijo. Cuando nos da clase un cura nos persignamos y rezamos un padre nuestro y un ave maría, salvo el profe de música y geografía, que como está un poco loco muchas veces se olvida o se lo salta porque quiere. Cuando viene el profe de matemáticas y especialmente el de FEN nos hacen cantar el cara al sol con el brazo derecho en alto. Me gusta un poco la música de la canción, pero no entiendo la letra que he tenido que aprender de memoria, como todos. Cara al sol con la camisa nueva, que tú bordaste en rojo ayer. Me hallará la muerte si me llega y no te vuelvo a ver y así sigues un buen rato. Me parece que se refiere a los militares y a la guerra, algo que odio aunque no sepa muy bien lo que es. En alguna ocasión cambian el Cara al sol por el himno de España. Arriba España, la,lala etc. No me gusta nada porque nos hacen creer que España es el mejor país de la Tierra, que hace algún tiempo tuvo un imperio donde no se ponía el sol. Estas cosas me molestan mucho y procuro pasar desapercibido porque dicen que quien no esté de acuerdo lo va a pasar muy mal.

Yo aprovecho las dos horas de estudio antes de cenar para estudiar las lecciones del día siguiente. No entiendo cómo los demás se aburren y dejan de estudiar para jugar a cosas que luego suponen castigos. Con gomas se disparan papelitos o utilizan el bolígrafo, al que quitan lo de dentro para disparar bolitas de papel o granitos de arroz, que no sé de dónde los sacan. Si estás en la última fila, junto a la pared, puedes disparar a todo el mundo y disimular mejor. Los que están delante tienen que volverse, disparar y luego esconder el bolígrafo y disimular. Es inútil, el mayorón que está en la mesa del profesor tiene una hoja de papel con una lista con nuestros nombres, si te ve hacer algo así te pone una cruz, si repites, dos cruces, si hablas, tres cruces. Algunos se reían y se burlaban de él, ponme otra cruz, hasta que llegó el sábado y el padre prefecto fue leyendo todos los nombres de las listas que tenían cruces, clase por clase. Les pidió que se pusieran en el pasillo central del comedor, de rodillas. Cuando terminó fue pasando y dando bofetadas, al que tenía una cruz, una bofetada, dos cruces, dos bofetadas, alguno con tres cruces o más le daba con el cinturón de cuero que le cae desde el cinturón de la cintura hasta los tobillos, que no sé qué significa, porque el cinturón de la cintura sí tiene sentido, sujetar el hábito. Cuando le dolieron las manos se fue a su cubículo y vino con una regla de madera. Dejó de dar bofetadas y daba con la regla en las manos. Extiende el brazo, decía, abre la mano, alzaba la regla y zás, con todas sus fuerzas. Incluso nos dolía a los que habíamos sido buenos y estábamos sentados viendo los castigos. Algún mayorón se las debía de saber todas, porque la regla resbaló y el padre prefecto casi se cae. Te has untado la mano de ajo. Ahora vas a ver lo que es bueno y le daba un bofetón en una mejilla y otro en la otra y el chico se balanceaba de un lado a otro. Incluso si estaba muy enfadado le daba patadas. La primera vez pasé tanto miedo que me juré no hacer nada malo en las horas de estudio, aunque eso ya lo iba a hacer de todas formas porque tenía que aprobar todas las asignaturas, con buenas notas, mejor sobresaliente, para tener la beca o si no me iba a tener que volver a casa. Ahora no quería porque con estudios puedes tener otros trabajos, sin ellos sería minero como mi padre. Además las cruces te restaban puntos en la nota de conducta que contaba para la beca y si suspendías en conducta unas cuantas veces te echaban del cole. Yo quería tener buena nota en conducta, sobresaliente o matrícula de honor, aunque algunos niños malos se burlaban de los que teníamos buena nota en conducta y nos llamaban frailucos, beatos y todo lo que se les ocurría. No me importaba porque yo quería seguir estudiando y tener beca.

No he vuelto a llorar por las noches, aunque algún chivina lo sigue haciendo de vez en cuando. Lo paso muy mal pensando en lo bien que estaba en casa, pero al imaginar que si no estudio tendré que trabajar en la mina me prometo que aguantaré aunque tenga que morderme los nudillos. Trato de disimular mi tristeza para que nadie se dé cuenta. A veces estoy muy triste, te pasas el día estudiando, horas y horas, intentando recordar las lecciones, repitiéndolas una y otra vez, procurando no faltar a las reglas, que son tantas que siempre se te olvida alguna y como no puedes hablar te sientes muy solo, aunque como no tengo amigos no sé con quién iba a hablar aunque dejaran. A lo largo del día repito muchas veces el padre nuestro y el ave maría para pedirle a Dios que me ayude a soportar el estar solo, lejos de casa, sin nadie que me quiera. Rezo cuando vamos por los pasillos, después de levantarnos, porque es el peor momento del día para mí, no tengo fuerzas para nada. Procuro no perder la atención durante la misa. Creo que Dios estará contento y me premiará si hago todo lo que puedo para ser bueno. Le pido muchas veces perdón porque dicen los curas que lo ve todo, que a él nada se le oculta. Tomo nota de todo lo que hago mal para confesarme, las mentiras que he dicho, cuántas veces, si me he salido de la fila, si durante la misa he recordado lo bien que estaba en casa y en las escuela y me he pasado algunos minutos pensando en otras cosas. Me duele la barriga por los nervios cada vez que pienso que el sábado tendré que confesarme y decirle al padre confesor todas estas cosas. Rezo porque me toque un buen cura, que no me haga muchas preguntas y se conforme con ponerme como penitencia un padre nuestro y un ave maría, porque alguno te castiga a rezar un rosario en la capilla.

LOS PEQUEÑOS HUMILLADOS XVIII


DIARIO DEL AUTOR

Esta mañana ha ocurrido algo terrible. Ya me había sucedido en una o dos ocasiones, pero hoy ha sido la gota que colma el vaso. Siempre espero a que mi compañero de cuarto utilice el servicio, se vista y baje a desayunar. Quiero estar solo por miedo a que se entere de mis debilidades. No me gusta nada este hombre, pero tampoco estaría a gusto aunque el compañero fuera otro. No puedo recordar si al negociar mi venida a la residencia exigí una habitación para mí solo. No me entra en la cabeza que pudiera aceptar de no ser así, pero ahora que estoy perdiendo la memoria es posible que hayan decidido trasladarme de mi cuarto a otro y dejar sitio para un nuevo inquilino, o dos. Como no me acuerdo no puedo protestar y me da vergüenza preguntárselo a Bea, porque la pondría en un compromiso. Esta cuestión me obsesionaba cuando entré al servicio y me puse a hacer mis necesidades biológicas. Todo fue bastante bien hasta que terminé, me levanté y me hice con el suficiente papel higiénico para limpiarme el trasero. Mi mano derecha hizo el movimiento que hace siempre, pero entonces ocurrió algo que me dejó tundido. Sufrí un tirón en el costado derecho, como si un músculo se hubiera contraído y no pudiera regresar a su sitio habitual. Eso me dejó en una postura ridícula. De pie, sin poder moverme, con la mano del papel apoyada en la pared de baldosas, para sostenerme porque temí irme al suelo en cualquier momento.  Cuanto más me estiraba o encogía, cuanto más me movía, el dolor se agudizaba más y más, así que opté por no moverme y esperar que aquello se aliviara por sí mismo. Pero no fue así, tuve que colocar mis manos en los costados y apretar, como si temiera que una hernia saliera de la barriga y quedara allí, como un globo sonda. El dolor era tan intenso que estuve tentado de ponerme a chillar, a ver si alguien me echaba un cable. Me controlé a tiempo. Al fin, poco a poco, todo volvió a una relativa normalidad. Ya no me dolía y pude moverme, pero no me había limpiado el trasero. Lo intenté de nuevo con mucho cuidado, pero el dolor regresaba y el músculo, cualquiera que fuera, parecía dispuesto a jugarme una mala pasada. No supe qué hacer, esperé y esperé, al fin estuvo en un tris de subirme los calzoncillos y regresar al dormitorio. Estaba en pijama y tendría que vestirme, con lo que volvería a tener el mismo problema y además tendría el calzoncillo asqueroso. Estuve a punto de echarme a llorar como un niño. Busqué una postura más asequible, pero mi barriga me impedía cualquier movimiento aceptable para que la mano llegara a donde tenía que llegar. Elucubré sobre las posibilidades de que disponía, tal vez acercar mi trasero al rollo de papel higiénico o puede que sentarme en el bidet con la mano y el papel colocados con antelación.  Es curioso que todas las habitaciones tengan bidet, aunque estemos solo hombres. Debió de ser idea del empresario de la residencia, como no sabía el número de hombres o mujeres que la ocuparían en los diferentes tiempos o etapas, no se calentó la cabeza, bidet en todas las habitaciones y que lo use quien quiera.

El tiempo todo lo cura. Con gran dificultad pude limpiarme un poco y dejé un buen trozo de papel en la ranura, por si no había quedado suficientemente limpia. Cuando regresé al dormitorio y me senté en la cama descubrí que me costaba Dios y ayuda quitarme el pantalón del pijama. No pude evitarlo. Me eché a llorar y así me encontró Bea que había subido para ver lo que me pasaba porque estaba tardando mucho en bajar a desayunar. Enseguida me preguntó qué me pasaba y tuve que improvisar, no me atrevía a decirle la verdad, era muy vergonzoso. Balbuceé sin necesidad, diciéndole que no me acordaba de cómo me llamaba. Ella me acarició el cráneo, mondo y lirondo y se puso un tanto ñoña.

-¿Recuerda lo que le dijo la doctora?

-Sí, que tengo Alzheimer y que iré perdiendo la memoria.

-Ves como no es tan grave. El nombre es lo de menos. Te acuerdas de lo importante y eso está muy bien. También le dijo que estas cosas podían sucederle, especialmente por la mañana, al levantarse. No se preocupe, que la enfermedad va lenta y le dará respiros. Entonces se sentirá como se sentía antes.

Me ayudó a vestirme. Me quitó la chaqueta del pijama y para hacerlo tuve que acercarse mucho. Entonces intenté darle un beso. Hizo el amago de darme una bofetada.

-Ve, ve como no está tan mal. Hasta se acuerda de su travesura favorita.

Y se echó a reír. Me desvistió, me vistió y apoyándome en ella nos fuimos caminando hacia el comedor. Cuando llegamos estaba vacío.

-Creo que no voy a desayunar. Tengo mucha barriga y me vendrá bien.

-Vamos, vamos, que no es para tanto. Un poco de barriguita sí que tiene, pero nada del otro mundo.

-¿Crees que como mucho?

-No, qué va. Normal, aunque es cierto que para lo que comen los otros residentes, como pajaritos, usted come bastante bien. No tanto como cuando llegó, que se comía a Dios por los pies, pero no se puede decir que sea un tragón.

-Pero las normas son las normas. Quien baje tarde se queda sin desayunar.

-¿Y para qué me tiene a mí? Nadie le va a retirar el desayuno y me quedaré con usted hasta que termine. No se quejará le trato con el cariño y el mimo con que trataría a mi abuelito.

-Gracias nietita. ¿Sabes que eres muy guapa?

-Así me gusta, nada de llorar. Hoy le permito que me piropee, pero solo un poco, eh, que usted se aprovecha enseguida.

Desayuné con apetito, porque lo tenía, y Bea se sintió muy satisfecha.

-Ahora tenemos que ir a las clases de agilidad mental y corporal. Hoy llegaremos tarde, pero no importa.

-Guapa. Si no te importa hoy prefiero no ir, no estoy yo para muchos trotes. ¿Por qué no me sacas al jardín y me sientas en un banco?

Accedió sin poner pegas. Creo que estaba preocupada por haberme pillado llorando. Caminé mucho más despacio que otros días, pero no porque me sintiera menos ágil, sino porque tenía mucho miedo a que me volviera a dar el tirón y Bea lo notara. Le pedí que hiciera el favor de ir a por mi portátil. Tenía que acabar la novela de una vez.

-¿Ya te he dicho lo que tienes que hacer cuando lo termine?

-Todos los días me lo repite. ¿No se acuerda?

-¿He acabado otras novelas? No me acuerdo.

-También eso me lo pregunta todos los días. Tiene varias a punto de terminar, pero ésta es la que más le interesa. Y no se preocupe que cuando la terminé haré lo que me ha repetido mil veces. No me olvidaré. Y sí, pediré un adelanto y si se muere antes me quedaré sus ganancias porque me lo dejó todo en el testamento.

-Oye, Bea. ¿No tengo hijos? ¿Estuve casado alguna vez?

-No, no tienes hijos y sí, estuviste casado pero hace ya muchos, muchos años, te divorciaste enseguida y has vivido solo toda la vida.

Y me dejó allí, sentado en el banco, al sol otoñal que aquella mañana calentaba bastante. Cuando regresó con el portátil lo encendí. Por un momento temí que no tuviera batería, pero recordé que ella lo ponía a cargar todas las noches al acostarme y si no estaba ella dejara el recado a la compañera. Se despidió de mí, muy cariñosa, porque tenía mucho trabajo. Allí quedé yo, intentando abrir el archivo de la novela y recordar dónde había quedado y cómo enlazar las diferentes versiones. No fui capaz de recordar el plan que había trazado. Aquello era un caos sin sentido, versiones en primera persona, en tercera persona, un tal Celemín que no recordaba quién era, capítulos con el día a día para luego pasar a una breve narración de trimestres, luego por años. Aquello no había por dónde cogerlo. Al final encontré mi diario en un archivo y se me ocurrió que podía intercalar las anotaciones del diario entre capítulos de la novela. Así los lectores se enterarían de que sufro Alzheimer y todo este caos tendría sentido, sería disculpable y hasta les podría parecer bien. Me sentí tan feliz por la idea que me eché a reír y de inmediato me he puesto a escribir este capítulo. Las manos me responden, aunque no la cabeza, no encuentro las palabras, no me acuerdo de los sinónimos. Me cuesta mucho escribir. Al final lo logré. Ahora voy a cerrar el ordenador y a calentarme un ratito al sol. Con un poco de suerte echaré una cabezadita hasta que sea la hora de comer. A ver qué nos ponen hoy.

LOS PEQUEÑOS HUMILLADOS XVII


Me hubiera gustado que aquellos tres días que faltaban para comenzar el curso no terminaran nunca. En lugar de estudiar leíamos tebeos, en los recreos jugábamos al futbol. La disciplina al caminar por los pasillos estaba muy relajada, tal como me imaginaba que sería cuando todo comenzara en serio. Podíamos hablar mientras comíamos y nos acostábamos y nos levantábamos una hora más tarde. Aquel segundo día ya empezaron a anunciarse los nubarrones de la tormenta. Por la tarde llegaron más de los mayorones y al día siguiente estarían ya todos a la hora de cenar. Estábamos a primeros de septiembre y aún hacía calor. Echaba de menos que no nos dejaran bañarnos en la piscina, pero según decían habían prometido que el primer fin de semana, empezado el curso, podríamos ir a la piscina y quedarnos allí lo que quisiéramos. Los mayorones alborotaban mucho y se metían con los chivinas en cuanto nos veían. Les tenía mucho miedo y procuraba pasar desapercibido y alejarme de los barullos. Aquel segundo día fue como el primero, nos hartamos a leer tebeos, jugamos al futbol en el recreo, comimos albóndigas, algo que no conocía porque en casa nunca las había comido, nos dejaron pasear después de la cena por los patios y en el dormitorio, después de habernos lavado los dientes, volvieron a escucharse las bromas a los chivinas. Aquella noche me tocó a mí la broma de la petaca. Ya sabía que me la podían hacer, porque la noche anterior se la hicieron a otros compañeros, pero estaba tan nervioso por meterme en la cama y dormirme que no comprendí que lo que no me dejaba entrar en ella no era que la hubiera hecho mal por la mañana, sino que habían doblado la sábana y por mucho que mis pies empujaran para estirarme siempre encontraban un obstáculo que parecía una jugarreta del demonio. Tanto forcé que la sábana se rasgó. Cuando eché las sábanas y la manta para atrás comprendí en qué consistía la maldita broma. Doblaban la sábana de arriba y parecía que eran dos sábanas, la de arriba y la de abajo. Por muchos esfuerzos que hicieras solo conseguías que la sábana se rasgara, como me había ocurrido a mí. Me asusté tanto que quité la sábana rota y la escondí como pude en el armarito. No quise poner otra porque todos se darían cuenta. Decidí dormir como pudiera y al día siguiente ya me arreglaría. Volvieron a escucharse los lloros de los chivinas y las risas de los mayorones. Estaba tan enrabietado que para no llorar volví a morder la almohada con todas mis fuerzas. Tardé en dormirme pero al fin el agotamiento me pudo.

AVENTURAS Y DESVENTURAS DEL PEQUEÑO CELEMÍN

Querido Bubú: Perdóname por no haberte escrito hasta ahora. Es que no he podido. No quería que nadie descubriera mi diario y se riera de mí, por eso lo dejé escondido en el armarito hasta que descubrí la forma de escribir sin que se dieran cuenta. Es muy sencillo. Cuando por la noche voy a lavarme los dientes llevo escondido el cuaderno en la toalla. Me lavo los dientes y luego me voy al servicio hasta que apagan la luz. Allí hago como que tengo muchas ganas y no puedo. Escribo todo lo que puedo, muy deprisa. Si alguien mueve el picaporte digo en voz alta que está ocupado y me dejan en paz. Creo que es la mejor idea para escribir en el diario, porque en clase podrían mirar en el pupitre y descubrir el diario. Todos se burlarían de mí, porque no podrían comprender que seamos tan buenos amigos.

No me gusta estar aquí pero tengo que hacerlo. Si no estudio acabaré trabajando en la mina como papá y eso sería terrible. Todo el día bajo tierra, mojado, sucio del carbón y tan cansado que solo querría irme a la cama. Sé que tengo que hacerlo y sacar muy buenas notas o no me darán la beca y habrá que regresar a casa. No quiero ni pensarlo. No es como tú que estás todo el día en el bosque con tu amigo, el oso Yogui, que aunque hace muchas travesuras por lo menos lo pasáis bien, conseguís comida y podéis esconderos en el bosque si os persiguen. Aquí no te quitan ojo, tienes que ir en fila india, no puedes hablar y si te pillan te dan un tortazo.

El tercer día fue triste, porque se acababa lo bueno. Los mayorones fueron llegando a lo largo del día y todos se metían con nosotros, los chivinas, porque si no lo hacían los compañeros los llamaban cobardicas y empezaban a tener mala fama. No disfruté tanto leyendo los tebeos y anduve todo el día con miedo y preocupado por cómo sería el primer día de clase. Por cierto que no encontré ningún tebeo tuyo y del oso Yogui, una pena porque me gusta verte, con esa carita de niño bueno que tienes.

Me costó despertarme. Sabes que no me gusta nada madrugar, pero en cuanto oí unas bofetadas en la fila de al lado salté de la cama como si me persiguieran los demonios. Era el Fantasma, al que no se lo oye nunca venir, por eso deben llamarle el Fantasma. Es pequeñín pero con una cara de mala leche que da mucho miedo. Parece que la Vaca y él se turnan, cuando uno está de mañana otro está de tarde. Prefiero que sea la Vaca quien nos despierte, mete mucho ruido y da muchas voces pero no suele pegar. Salí corriendo a los servicios, con la toalla, el peine, el cepillo y la pasta de dientes. Di un empujón muy fuerte a la puerta de salón de película del Oeste, menos mal que no había nadie. Me prometí hacerlo con más cuidado, porque si hubiera pillado a un mayorón no sé lo que hubiera pasado.

Como había llegado tarde todos los lavabos estaban ya ocupados y eso que hay muchos en tantas filas que los primeros días pensé que nunca se ocuparían todos a la vez, pero es que somos muchos. No supe qué hacer, hasta que se me ocurrió meterme en un retrete. Tuve que probar varios hasta encontrar uno libre. Cada vez que movía el picaporte de uno ocupado escuchaba una voz enfadada diciendo que estaba ocupado. Así supe lo que tenía que hacer si alguien hacía lo mismo con el mío. Como me había levantado sin tiempo para despertarme bien, como estaba tan nervioso y con miedo y como no estaba acostumbrado a hacerlo tan temprano, no pude hacer caca por mucho que lo intenté con todas mis fuerzas. Apretaba los puños, los dientes y me esforzaba y esforzaba, pero nada. Me eché a llorar. Para que no me oyera nadie me puse la toalla por la cara y la mordí. Así estuve hasta que se me pasó. Como escuchaba menos ruido supuse que algunos ya habían acabado, así que salí y justo estaba libre el primer lavabo frente a la puerta del retrete. Me lavé los dientes a toda velocidad, mirando por si el Fantasma andaba por allí, pero no vi nada. Luego me lavé la cara, eché agua por el pelo y me peiné como pude. Ya quedábamos muy pocos, no sabía si me daría tiempo a vestirme antes de que llamaran a filas. Me hubiera gustado correr hasta mi cama, pero me di cuenta de que si lo hacía y me pillaba Fantasma me iba a dar una buena torta. Caminé todo lo deprisa que pude sin correr. Me vestí sin dudar un segundo y con tan buena suerte que cuando terminé de atarme los cordones de los zapatos escuché las palmadas que llamaban a filas. Tenía que ponerme en mi sitio en la fila o puede que el Fantasma se diera cuenta y me llevara de las orejas a mi lugar. Salieron los mayorones primero y luego nuestra fila se puso en marcha. Yo me coloqué detrás del chico que tenía la cama a mi lado y suspiré aliviado, por aquella vez me había librado.

Tengo que despertarme antes y procurar estar bien despierto para ir en fila india sin desviarme o recibiré las bofetadas que he visto dar al Fantasma a unos niños que se habían salido de la fila. Esto es serio, Bubú, ya no es como en los primeros días que se permitía casi todo. Hay que ir en completo silencio y guardando bien la fila. He visto cómo algunos ponían la mano derecha en el hombro del que iba delante para saber que no se habían desviado ni un paso de la fila. Hay que estar muy atentos para no recibir una bofetada. Por eso debo despertarme con tiempo para ir caminando sin despistarme. En la capilla me costó no dormirme porque la misa es aburrida y es tan temprano que no entiendo como los otros niños pueden estar tan despiertos. El fantasma dijo la misa con más calma que la Vaca, no es que pareciera más serio y recogido, porque siempre tiene cara de mala leche y es difícil imaginar que está hablando con Dios, pero creo que hace ver como que es muy devoto y pronuncia con calma, sin prisa. Como está de espaldas pude mirarle sin miedo a que me sorprendiera y se quedara con mi cara. Como es tan pequeño los vestidos de misa le quedan grandes y da risa. Los mayorones responden en latín, nosotros no sabemos, pero tendremos que aprender o el Fantasma se enfadará.

Fui a comulgar, como todos, a pesar de que no me había confesado y podía estar en pecado mortal, aunque no se me ocurría por qué. Cuando el Fantasma me dio la hostia me la tragué enseguida y regresé muy deprisa a mi sitio por miedo a que hubiera notado algo y luego me hiciera preguntas. Parece que no se entera de nada pero lo sabe todo, como si fuera realmente un fantasma que anduviera por todas partes y nadie lo viera porque es invisible. Le tengo tanto miedo que haré lo que sea para que no se fije en mí.

Fuimos a desayunar y esta vez no nos dejaron hablar. El Fantasma se metió a desayunar en su cubículo, pero salió corriendo porque debió de ver algo que no le gustó a través del cristal que es opaco para nosotros pero que para él es como un cristal de ventana normal. Agarró a uno que estaba repartiendo de las orejas y lo llevó hasta su sitio y le dijo a otro que repartiera por él. No sé qué habría hecho. No me gustó la mantequilla que es como un ladrillo, no se puede untar, pero me gustó mucho menos que el Fantasma hiciera un recorrido por todas las mesas para ver si lo habíamos comido todo. A unos cuantos les dio un pescozón porque tenían la mantequilla sin tocar. Tengo miedo, Bubú, de que tengamos que comerlo todo en todas las comidas o el padre prefecto se enfadará y nos castigará. Tengo miedo de todo, voy a necesitar hablar contigo con mucha frecuencia, porque mis cosas no se las puedo contar a nadie, ni siquiera a mis mejores amigos, porque no tengo amigos.

Las clases fueron algo divertidas porque conocimos a los profesores y mientras pasaban lista y cada uno nos ordenaba como quería, no quedó mucho tiempo para la primera lección. No me gustó nada el profe de matemáticas que no es cura, es un señor muy tieso, vestido de traje, con una corbata azul con lunares que coge con una mano y tira de ella para uno y otro lado mientras mueve la cabeza, se le hincha el gaznate y se pone rojo. Yo creo que es fácil saber cuándo está enfadado por algo, porque siempre hace eso. Cantamos el cara al sol con la mano derecha en alto. Eso tampoco me gustó, aunque sé que vivimos en una nación gobernada por un tal Franco, que aparece en una fotografía y que hay que hacer esas cosas. No entiendo qué significa poner el brazo derecho en alto, con la palma hacia abajo, ni a qué viene esa canción que parece de soldados que van a la guerra, pero nosotros somos solo unos niños.

El profesor de dibujo tampoco es fraile, es un señor vestido de traje, con gafas, gordito y no muy simpático. No sé por qué pienso que el dibujo no se me va a dar muy bien y me parece muy difícil porque hay que hacer figuras geométricas con regla y cartabón y pasarlo a tinta con plumilla. No, eso no se me va a dar muy bien. El profesor de geografía es un fraile que me parece un poco loco, aunque me gustó que en lugar de colocarnos en los pupitres por apellidos lo hiciéramos según contestábamos preguntas, si acertabas adelantabas un puesto. Al final de la clase yo seguía donde me tocaba por el apellido, a mitad de las filas. Había adelantado un pupitre al acertar una pregunta y luego volví atrás al fallar otra. Me quedé como estaba. Creo que me gusta esa forma de dar la clase, con el tiempo espero estar el primero, en el pupitre de la fila de las ventanas, el primero de la fila. Ese profesor también nos da clase de música. Al principio parecía más simpático que en la clase de geografía. Entró con una flauta muy rara, de plástico, con teclas y boquilla. Soplaba y pulsaba una tecla, era un sonido que no se parecía en nada a una flauta. Sonreía mucho y nos contó que había estudiado en una universidad alemana, Heidelberg, y se sentía muy orgulloso de haber podido tocar al órgano a Bach, por lo visto un músico maravilloso, de lo mejor. Me hubiera gustado que nos tocara algo para ver si era verdad, pero enseguida se puso serio y comenzó a tocar la escala, ya sabes Bubú, eso de do,re,mi,fa,sol,la,si,do,si,la,sol,fa,mi,re,do. En la escuela del pueblo nunca nos enseñaron música, ni siquiera sabía qué era eso de la escala y del do-re-mi. Me gustó, pero no me duró mucho, porque al chico del primer pupitre le hizo cantar la escala. Se le escapó un gallo, que es como él llamó a que de pronto te saliera un sonido raro, que no encajaba. Volvió a tocarla, la cantó él y luego otra vez el chico. Otro gallo. Otra vez. Se enfadó mucho y bajando de la tarima le cogió de una oreja y así lo llevó hasta la puerta. Allí le dijo que fuera al huerto y se presentara al hermano lego y le dijera que lo enviaba el profesor de música. Ya nunca tenía que volver a clase, tenía que ir al huerto y ayudar a coger tomates, patatas, lo que fuera. Todos nos pusimos muy serios y se hizo un gran silencio. Pasó lo mismo con el chico del segundo pupitre y con el del tercero y el cuarto. Todos acabaron agarrados de las orejas y camino del huerto. Por suerte ocurrió un milagro. Dos chicos seguidos cantaron la escala sin hacer gallos. El profe les felicitó y les dijo que tenían muy buena voz. Les anotó en su lista para formar parte del coro, si es que conseguí un número suficiente de buenas voces para que se pudiera organizar, lo que él no creía porque todos éramos unos asnos, unos burros y unos no sé qué. Cuando llegó al último de la fila el chico estaba tan nervioso que dio dos o tres gallos. El profe le lanzó la flauta a la cabeza y no le dio por poco. Todos supimos entonces que aquel cura estaba loco, como un cencerro. Bajamos la cabeza al pupitre y se hizo un silencio que nos asustó aún más.  Por suerte antes de llegar a mí sonó el timbre. El fraile ni nos obligó a levantarnos y rezar un padre nuestro. Salió escopetado, con un revoltijo del hábito y con tan mala leche que tardamos en salir al recreo, por si nos estaba esperando fuera para darnos en la cabeza con la flauta.

Querido Bubú, tengo que dejarte. Ya empiezan a apagar las luces y no quiero que el padre prefecto me pille aquí, no le gusta que cuando se apagan las luces del dormitorio haya nadie en el servicio. Ya te contaré más cosas, porque eres el único amigo que tengo.

LOS PEQUEÑOS HUMILLADOS XVI


misaenlatín

A esas horas de la mañana estaba muy dormido, por lo que agradecí que La Vaca dijera la misa tan atropelladamente, como si tuviera ganas de terminarla cuanto antes. Además yo no sabía las respuestas en latín que daban los demás, ni siquiera sabía lo que era latín, creo que un idioma que hablaban los romanos hacía ya muchos siglos. Intentaba permanecer atento pero la cabeza se me caía sobre el pecho y me despertaba asustado. Lo que más me gustaba era estar sentado, porque así descansaba mejor y si me dormía no me caería de espaldas, algo que me asustaba un poco porque el banco de madera tenía una barra de hierro que unía el reclinatorio al banco. Estar de rodillas me molestaba mucho. Odiaba los pantalones cortos porque las rodillas rozaban con la madera en carne viva y si estabas mucho tiempo arrodillado era como si te pasaran una lija. Al parecer los chivinas  teníamos el deber de llevar pantalones cortos, no así los mayorones-mayorones, los que estaban en el otro comedor y en otros dormitorios, los que hacían cuarto, quinto y sexto de bachillerato. En nuestro comedor estábamos los que estudiábamos primero, segundo y tercero de bachillerato. Aquellos mayorones me producían un gran respeto, parecían adultos.

A pesar de la velocidad con que dijo la misa, a mí se me hizo muy larga, no sabía qué hacer para no dormirme y además tenía hambre, las tripas me rugían a veces sin que pudiera evitarlo y me daba miedo que me oyeran. También me lo dio cuando llegó la hora de la comunión y todos fueron a comulgar, banco por banco, yo también lo hice aunque no me había confesado y no sabía si estaba en pecado mortal o no. Era difícil saber cuándo estabas en pecado venial o en pecado mortal. No podías comulgar en pecado mortal porque era un sacrilegio y te ibas al infierno. Eso me daba tanto miedo que fui a comulgar temblando. No entendía muy bien que en aquella ostia consagrada estuviera el cuerpo de Cristo. No podía estarlo porque era muy pequeña, pero si ellos lo decían había que creerlo. Era un milagro, claro y no se podía hacer nada para comprender los milagros, ocurrían y ya está.

Acabó la misa y sentí que ya todo iría bien. Cuando La Vaca dijo aquello de “Ite misa est” y todos contestaron “Deo gratias”, salió disparado hacia la sacristía, con los monaguillos intentando seguir sus pasos sin conseguirlo. Los últimos bancos comenzaron a salir en fila y cuando nos tocó a nosotros vi cómo el cura salía ya sin la ropa de decir misa, con el hábito negro que a duras penas ocultaba su pancita. Empujó, creo que sin querer, a dos chivinas que iban a atravesar la puerta en aquel momento y cuando salí yo, casi el último, estaba dando palmadas corriendo por el pasillo. Los mayorones hablaban como si tal cosa y no guardaban la fila. Enseguida se callaron y se pusieron en fila india. El cura se quedó allí, en mitad del pasillo, con las manos metidas en el cinturón, viendo cómo nos dirigíamos al comedor. Su cara estaba roja como un tomate y sonreía de oreja a oreja.

En el comedor nos quedamos de pie hasta que uno de los mayorones dijo una oración, todos respondimos “amén” y entonces La Vaca salió disparado hacia su cubículo, dejó la puerta abierta y pudimos ver cómo le pasaban el desayuno por el torno de madera que había y que nos habían enseñado cuando nos hicieron recorrer todo el colegio la primera mañana. Se dio cuenta de que había dejado la puerta abierta y la cerró rápidamente. Todos nos habíamos sentado y como los mayorones hablaron los chivinas supusimos que se podía hablar aunque el cura no había dicho nada. En la mesa había tazones de cristal, de duralex, creo que llamaban a los platos y tazones de cristal con ese color tan especial. Había un plato con trozos de pan, de barra, y otro con algo que parecía mantequilla, aunque no tenía nada que ver con la que conocía yo. Se abría el trozo de pan con el cuchillo y se untaba la mantequilla. Yo lo intenté pero aquello parecía un ladrillo, no se aplastaba ni se pegaba al pan, así que lo extendí como pude y cerré los dos trozos como si fuera un bocadillo. Ya estaban saliendo un grupo de mayorones de la cocina con los carritos metálicos en los que iban una especie de cazuelas metálicas muy grandes, con un pitorro por el que echaban el café con leche en las tazas. Se dieron prisa en servir, se conoce que tenían hambre. Cuando me tocó el turno mojé el bocadillo en el café y me lo fui comiendo con ganas. Una vez que la mantequilla se ablandaba era más fácil comerla a mordisquitos. Observé con sorpresa que los mayorones se echaban colacao de los botes que habían cogido de las taquillas de la entrada, también tenían galletas o rosquillas. Imaginé que se las habían mandado sus papás, porque el desayuno era el que era.

El desayuno no debió durar más de media hora. Salió el padre prefecto, La Vaca, y tras una oración rápida nos dio permiso para salir e ir a las clases. El regresó a su cubículo para seguir desayunando. Me sentía muy feliz de volver a leer los tebeos que tanto me gustaban, pero no salí corriendo, como vi que hacían algunos porque no quería acostumbrarme mal y traté de ir despacio y siguiendo la fila que nadie parecía respetar. En la mesa del profesor ya estaba el mayorón del día anterior quien puso un poco de orden cuando mis compañeros se acumularon alrededor de la mesa. Cuando me tocó el turno escogí de los montones un comic de Supermán que por suerte se habían dejado. Estuvimos leyendo dos horas hasta que sonó el timbre, con gran estrépito, para indicarnos que era la hora del recreo. Me gustaba mucho jugar al futbol pero hubiera preferido quedarme allí leyendo, pero no nos dejaron, el mayorón nos dijo que saliéramos todos y cerró la puerta.

La mayoría se dirigió al sótano para ponerse las zapatillas de deporte. Yo miré en el bolsillo del pantalón corto a ver si estaba la llave que había cogido cuando cerré la taquilla, por suerte no la había perdido. Me puse las playeras, dejé los zapatos y cerré dando una vuelta de llave. No podía dejar que me robaran el calzado porque mis padres no podían comprarme más si me quedaba sin ellos. También me dije que debería tener mucho cuidado en no dar patadas a las piedras que había en el campo de futbol, junto con la tierra. Otro mayorón repartió unos balones de futbol, de reglamento, de cuero, y balones de baloncesto, muy grandes y de plástico. Yo no sabía jugar a baloncesto, así que me dirigí al campo de futbol de primero, que estaba al final y era el más pequeño. Los campos estaban repartidos, a un lado de una hilera de árboles con un camino de tierra, los de los tres primeros cursos, y al otro lado los de los cursos superiores. Éramos muchos los de primero para un campo tan pequeño, en los otros campos había menos, supuse que porque ya estaban cansados de jugar al futbol y jugaban a baloncesto o paseaban. Nos dividimos como quisimos, unos disparaban contra una portería y otros contra la otra. Como no sabíamos quiénes iban con nuestro equipo o con el contrario lo que se hacía era correr detrás del balón, intentar pillarlo y regatear en dirección a la portería contraria. Todos se lanzaban encima del que tenía el balón por lo que no le duraba mucho. Para sorpresa de todos vimos cómo se acercaba La Vaca, se remangaba el hábito, lo ataba en el cinturón y se ponía a jugar con nosotros. Me sorprendió ver que bajo el hábito llevaba pantalones como todos los hombres, aunque eran negros. Era un abusón, se quedaba con el balón y no dejaba que ninguno lo tocara, empujaba y hacía trampas como si no fuera cura.

A pesar de todo estaba muy contento de jugar al futbol. En casa tenía un álbum de cromos de futbolistas. Me gustaba mucho el Real Madrid, no sé por qué, puede que porque ganara muchos partidos. Soñaba con ser Amancio o Gento pero en el campo comprendí que no sabía jugar muy bien, aunque en el pueblo me consideraba de los mejores, sino el mejor. Puede que de portero me fuera mejor, pero ya dos niños ya habían elegido ser porteros y estaba cada uno en su portería. Me tuve que conformar. Tenía ilusión porque me eligieran para formar parte de los equipos de fútbol que competirían en una liga a lo largo del curso. Según nos habían dicho, eran cuatro equipos por los tres primeros cursos y otros cuatro por los tres últimos cursos. Nos daban camisetas, pantalones de deporte y todo el equipamiento de un equipo de fútbol. Me hacía mucha ilusión y me apuntaría en cuanto lo dijeran, pero antes tenía que mejorar mucho.

 

LOS PEQUEÑOS HUMILLADOS XV


Los pequeños humillados4

LOS PEQUEÑOS HUMILLADOS-NOVELA

LIBRO II

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PEQUEÑOSHU

SEGUNDO DÍA

Supongo que el agotamiento me rindió y acabé dormido. El esfuerzo que hice para que no me oyeran llorar, enterrando la cabeza en la almohada y aferrándome a ella con todas mis fuerzas, debió de acabar con las escasas fuerzas que aún me quedaban tras un día repleto de novedades y aventuras, pero agotador. No supe si ocurrió algo más en aquel inmenso dormitorio porque dormí como un tronco, como decía mi papá. Tenía esa suerte, aunque me cagara de miedo o llorara durante horas, cuando me encogía en la cama podía dormir horas y horas, creo que también lo habría hecho días y días, si me hubieran dejado. Aquella noche no soñé o al menos no recuerdo los sueños.

Algo me despertó bruscamente, eran unas fuertes palmadas, seguidas de una voz muy fuerte, arriba, arriba, decía mientras se movía por las hileras de camas, echando atrás la ropa. No me gusta madrugar, prefiero dormir toda la mañana, si puedo, incluso la tarde, si me dejan. Me arropé y escondí la cabeza bajo la almohada, necesitaba dormir un poco más, aunque fueran solo unos minutos. Escuché un bofetón en alguna parte y luego el llanto histérico de un niño. Ya está bien, decía la voz, a las ocho os quiero a todos en la capilla. Tuve miedo, eché la ropa para atrás, me puse en pie como pude y pensé. Necesito la toalla, el cepillo de dientes y la pasta… ¿Qué más, qué más? No podía recordarlo, así que caminé como pude hacia los baños que estaban al otro lado del dormitorio, al final. No veía al cura por parte alguna, aunque tenía que estar por allí. No podía descuidarme y cometer algún error o recibiría un bofetón. Llegué a las puertas batientes y a pesar del sueño y el miedo no pude menos de sonreír, eran como las de los saloons en las películas del Oeste, los vaqueros y pistoleros entraban empujando la puerta y llevando la mano al revolver. Yo no tenía revolver para defenderme, así que tendría que estar muy atento.

Empujé una de las puertas que salió disparada y regresó a mí, dándome un fuerte golpe en el pecho. Por suerte no pilló a nadie al otro lado, ni debieron verme, porque no se oyeron risas. Tomé nota, tendría que abrir con más suavidad la próxima vez. Los baños eran muy grandes, al fondo los retretes y las duchas y en varias filas muchos lavabos que ahora estaban casi todos ocupados. Pensé que no me pasaría nada si no me lavaba la cara y los dientes, lo importante era hacer caca cuanto antes, no sabía si a lo largo del día tendría ocasión o ganas. Encontré un retrete abierto y me colé dentro. Vi que había un cerrojo y lo corrí, me moriría de vergüenza si alguien abría la puerta y me encontraba con el pantalón del pijama bajado. La puerta no llegaba hasta el suelo, dejaba un hueco bastante grande, me pregunté la razón. Algo me vino a la cabeza, la imagen de un niño llorando enrabietado con la puerta trancada, no podrían saber si estaba bien o lo que estaría haciendo, salvo que alguien se tumbara en el suelo y mirara para dentro. Me pareció muy raro, tal vez hubiera otras razones.

No estaba acostumbrado a hacer caca tan pronto, empujé con todas mis fuerzas, pero no salió nada. Todo estaba muy silencioso, pero muy cerca dos niños comenzaron a hablar, eran de los mayorones. Puse oreja porque quería saber cuanto antes cómo funcionaban allí las cosas.

-¿Has visto la ostia que le dio la vaca al chivina?

Escuché risitas.

Siguieron hablando en voz baja. Así supe que había dos prefectos, El Fantasma, que debía ser el cura bajito que nos había enseñado todo ayer, y La Vaca, que era el que nos había despertado y al que no había visto aún. Por lo visto aquellos niños preferían a La Vaca, aunque fuera muy brutote, porque El Fantasma era aún peor, no sabía muy bien por qué. Me dije que le llamarían fantasma por algo, debía de hacer muy poco ruido y te pillaba por sorpresa. Sí, eso debía de ser. Me enteré de algunas cosillas más antes de que callaran bruscamente. Escuché el golpe de las puertas batientes, unos pisotones ruidosos , un par de palmadas y la voz fuerte del cura.

-Os quedan diez minutos. Daos prisa. Para los nuevos, os quiero ver vestidos y con las camas bien hechas en diez minutos.

Se oyeron sus pisotones, seguro que tenía unos zapatos enormes y otra vez las puertas batientes golpear y rechinar mientras perdían fuerza y se paraban. Decidí que no podía perder más tiempo. Tenía que lavarme la cara, cepillarme los dientes y luego recorrer toda la fila hasta llegar a mi cama, en el otro extremo, vestirme bien y hacer la cama. No me iba a sobrar mucho tiempo. Salí. No vi a los niños que hablaban. Los dos últimos lavabos de la fila estaban libres. Me puse en el último y me eché agua a la cara, estaba fría. Me sequé con la toalla y me dispuse a cepillarme los dientes. Pude ver mi cara en el espejo, muy grande, todos los lavabos tenían espejos. Era la cara de un niñito asustado.

En casa no me cepillaba los dientes, mis papás creían que ese era un lujo que no podían permitirse, los cepillos y la pasta de dientes eran caros y lo importante era comer. Lo hice como pude, me eché la toalla al hombro, agarré bien fuerte el cepillo y la pasta y salí con cuidado de no empujar muy fuerte, a pesar de ello las puertas chirriaron tras de mí. Ni me fijé cuántos niños estaban en los baños, seguro que aún no habían llegado todos. Los chivinas teníamos que incorporarnos antes, según decía aquel papel impreso que nos dejara el cura reclutador, junto con la lista de toda la ropa que había que llevar.

Caminé rápido por el pasillo, entre las camas y la pared de cemento que separaba unas filas de otras. Procuraba mirar al suelo, para no encontrarme con la mirada de nadie. Al llegar a mi sitio coloqué la toalla en la puerta, el cepillo y la pasta de dientes en la balda de abajo, miré por si alguien podía verme y me quité muy deprisa el pantalón del pijama, me puse el pantalón, luego me quité la chaqueta del pijama y me puse un niqui de manga corta, aún era verano y seguramente sería un día caluroso. No tenía reloj, un lujo que a mis papás ni se les había pasado por la cabeza y que además no venía en la lista. No sabía cuánto tiempo me quedaba, así que me puse a hacer la cama con mucho cuidado. Nunca había hecho una cama, siempre las hacía mamá. No sabía si estaba bien, así que estiré las sábanas, quité las arrugas con la mano, y miré y remiré buscando algún fallo.

La Vaca entró como una tromba por la puerta que separaba nuestro dormitorio del otro, el de los más mayorones, dio dos palmadas y gritó, todos en fila. Ahora pude verle, aunque no mucho. Iba con el hábito negro que le llegaba hasta el suelo, no pude verle los zapatos, tenía una cara redonda y muy colorada, como un tomate, era muy fuerte, como un oso y aunque no estaba tan serio como Fantasma, no era precisamente una cara alegre. Por suerte recorrió la otra fila, también de chivinas, escuché otro bofetón y una bronca en voz muy alta. La cama estaba mal hecha y por lo visto había tirado la ropa al suelo y el pobre chivina tenía que volver a hacerla. Me puse muy nervioso y comencé a repasar la mía. No me tocó la revisión, ordenó hacer filas y recordó en voz alta que los nuevos teníamos que bajar las playeras y la ropa de deporte. Me había olvidado. Metí las playeras, el pantalón y la camiseta de deporte, en una bolsa y salí rápidamente al pasillo, la fila comenzó a moverse. Me sentí como si estuviera haciendo el servicio militar, tal como me había contado mi papá allí desfilaban en fila, se ponían firmes y saludaban. Procuré guardar bien la fila, imaginando que tocaba con la mano el hombro del niño que me precedía. Pero en cuanto salimos del dormitorio pronto vi que los mayorones iban de dos en dos o de tres en tres, hablando en voz baja. Imaginé que como aún no había empezado el curso, la disciplina estaba más relajada, aunque el bofetón en el dormitorio por no hacer bien la cama no parecía precisamente una relajación de la disciplina.

Bajamos las escaleras y al llegar al piso principal el padre prefecto, como observé que así le llamaban, es decir La Vaca, volvió a tomar la palabra, en voz muy alta, no parecía saber hablar de otra manera, para advertirnos a los nuevos que le siguiéramos. Lo que hicimos, mientras los demás continuaban por el pasillo hasta el final, donde estaba la capilla. Nosotros bajamos a los sótanos, que ya nos habían enseñado el día anterior y allí cada uno buscó la taquilla metálica con su número. Las que no estaban ocupadas permanecían abiertas, con su llave en la cerradura. Encontré la mía y dejé rápidamente las playeras y la ropa de deporte. Sin esperar a que terminaran los demás subí al pasillo principal y me dirigí rápidamente a la capilla. No sé por qué deseaba hacerme con un buen sitio, pero pronto comprobé  que las filas de atrás ya estaban ocupadas y a los chivinas nos dejaban las de delante.  Me senté en un banco y observé la capilla con admiración. Nunca había visto nada igual, todo era tan moderno que me espantaba, cuadros tan modernos que ni podía imaginar que existiera algo así, parecían de madera y tenían relieve, como si las figuras fueran más bien estatuas que figuras pintadas. Todas estaban numeradas, deduje que era un viacrucis completo. Los bancos eran de madera, uno muy largo a cada lado del ancho pasillo, y delante un reclinatorio igualmente largo, con una tabla sujeta con listones de metal. Al frente el altar, también muy moderno, un cuadro enorme, con relieve, con la figura de Jesucristo en la cruz, y un altar de piedra, enorme, fijo a la pared y adornado con telas blancas. No tuve tiempo de fijarme en nada más porque entró La Vaca como una tromba, parecía no saber andar de otra manera, y se coló por un lateral del altar, donde debía haber una puerta. Le siguieron dos mayorones a toda prisa y al cabo de muy poco tiempo salieron todos, el cura vestido para decir la misa y los niños de monaguillos, muy guapos, con sotana roja con pechera blanca.

 

 

 

LOS PEQUEÑOS HUMILLADOS XIV


LOS PEQUEÑOS HUMILLADOS XIV

Por si acaso salí caminando, aunque no creía que los castigos sirvieran para la nota hasta que empezara el curso. Me angustiaba que me mandaran a casa por cualquier tontería. Salí al patio, como todos, pero decidí no jugar al fútbol para no estropear los zapatos. No me atreví a subir al dormitorio para ver si estaba abierto y así poder bajar a mi taquilla toda la ropa de deporte, especialmente las playeras. Me daba miedo todo, comprendí que ahora estaría solo y no podría pedir la ayuda de mis padres para cualquier problema que surgiera. Tan solo era un niño, estaba indefenso frente a los mayorones y los curas. A poco se me saltan las lágrimas, por suerte encontré un balón de baloncesto junto a una canasta. Nunca había jugado a baloncesto y sentí curiosidad. Tiré el balón a la cesta y ni siquiera dio en el tablero. Un chico que estaba por allí, creo que de segundo, se acercó y me preguntó si quería jugar a la campana. Le dije que no sabía qué era eso. Claro, contestó, eres uno de los chivinas. Eso me molestó mucho, pero como no parecía mal chico y sentía curiosidad por saber qué era aquello de la campana lo dejé pasar.

No era tan complicado, la campana era el dibujo marcado en el suelo con rayas negras. En el pueblo había visto una vez un partido de baloncesto en el televisor de mi amigo Luisito y los jugadores se ponían allí cuando había falta, uno tiraba desde el centro de un redondel y los otros se colocaban, alternando uno por cada equipo, a un lado y otro, justo en el espacio que marcaban unas rayitas. Pues bien, jugar a la campana era empezar a tirar desde un lado y conforme ibas metiendo canasta pasabas al siguiente, llegabas al círculo de la personal y seguías por el otro lado, cuando terminabas, tenías que meter dos canastas desde la personal y ganabas.

Aquel chico me dio una paliza, no conseguía meter una sola canasta, pero no se rió de mi, al contrario, me enseñó a coger la pelota y a tirarla para que diera en el cuadrado del tablero o directo a la cesta. Era muy divertido y se me pasó el recreo en un momento. Al despedirse el chico me dijo que a él le gustaba más el baloncesto que el fútbol y que si quería podía jugar con él algún recreo. Disfruté mucho volviendo a leer los tebeos, aunque el pensamiento de estar solo me puso un poco triste. Volvimos al comedor para la merienca, un trozo de dulce de membrillo, un currusco y una onza de chocolate que no me gustó , no era con leche sino terroso y duro, no sabía a nada. Otra vez al recreo, no estaba el chico así que me puse a explorar, la piscina estaba cerrada y no se veía nada a través de los setos, a lo lejos había una arboleda y un hombre mayor trabajaba con una azada, supuse que era el huerto.

Al acabar el recreo nos llevaron a la capilla para rezara el rosario. Yo puse cara de buen chico y recé con ganas, por si el prefecto se fijaba en mí. Luego a cenar, otra vez al comedor. Nos dieron puré y de segundo unas empanadillas con sardinas de lata. Me gustó mucho la cena y el repartidor preguntó si queríamos más, así que repetí el primero y el segundo. Los compañeros estuvieron más habladores pero yo no dejaba de pensar en casa y en mis papás y además no les conocía, así que bajé la cabeza al plato y me dediqué a comer con ganas.

Nos dejaron salir otra vez al patio, encendieron las luces y algunos se pusieron a jugar a baloncesto. Yo me busqué un sitio escondido por si se me saltaban las lágrimas y me puse triste, muy triste. Llegó la hora de irse a dormir. El prefecto nos recordó que debíamos lavarnos los dientes, hacer nuestras necesidades y que en cuanto apagaran las luces había que guardar absoluto silencio. Como no estábamos todos no había que hacer cola para los lavabos o los retretes, algunos hablaban en voz baja. Yo me sentía muy cansado por todas las emociones del día, pero tampoco tenía mucho sueño. Vi que todos abrían las puertas de sus armarios y las dejaban así, como una pequeña pared para tener algo de intimidad. Entre puerta y puerta uno podía hacerse la ilusión de tener una habitación para él, aunque no era verdad y se llevaba mal. Los armarios, pegados entre sí por un largo muro de hormigón, parecían nichos de un cementerio y las camas un regalo de los vivos bondadosos para que los muertos descansaran bien. Me di cuenta de que me estaba poniendo lúgubre y me metí enseguida en la cama y me tapé hasta la barbilla. Escuché algunas risas, gritos y lloros. Un mayorón dijo en voz alta que había hecho “la petaca” a unos cuantos y un coro le rió la gracia. Varios chivinas estaban llorando y yo me pregunté qué sería aquello de “la petaca”. Se oyeron unas palmadas, el prefecto pidió silencio con voz destemplada y anunció que apagaría la luz en unos minutos, como así hizo.

Recordé lo bien que estaba en casita, en mi habitación, solo para mí, cómo podía leer sin que nadie me molestara alguno de los libros que mi papá tenía en una maleta de cartón y que yo sustraía a escondidas. Aquí no se podía leer antes de dormir, algo que echaría mucho de menos. Al poco se escucharon unos llantos entrecortados. Seguro que era alguno de los nuevos. Me propuse no llorar y apreté los puños y los dientes, si era preciso me mordería la lengua. Más llantos. Se escuchó una voz desagradable de un mayorón.

-Ya están los chivinas echando de menos a su mamá. Mamá, mamá, ven a buscarme.

Se escucharon risas y luego balidos, bee, bee, beee. Me sentí muy mal. Seguro que ellos también lloraron la primera noche, pero no se acordaban. Eran injustos, eran… Les insulté dentro de mi cabeza y les maldije. Luego me arrepentí y pedí perdón a Dios. Había que perdonar al prójimo. Tenía que ser muy bueno, y no solo para que me dieran sobresaliente en conducta, también para que Dios me llevara al cielo cuando muriera. Y entonces recordé lo mal que lo había pasado siendo más niño cuando fui al cementerio del pueblo y me imaginé a todos los muertos en sus tumbas, los huesos pelados y cómo allí esperarían el juicio final y la resurrección de la carne. Recé un padrenuestro y un avemaría, pero eso no me consoló. Los llantos se hicieron más intensos y la burla de los mayorones más insoportable. Unas lagrimitas cayeron de mis ojos y las limpié con la sábana. Apreté los puños, me puse boca abajo y hundí mi boca en la almohada, si no podía contenerme, así no se notaría. Por suerte apareció el prefecto, dio dos palmadas fuertes y con voz muy enfadada dijo que se callaran o mañana se quedarían sin recreo. Eso hizo mella, los mayorones dejaron de burlarse y los chivinas procuramos llorar en silencio.

DIARIO DEL AUTOR

Hoy me desperté sin saber dónde estaba. Tardé un buen rato en recordar que estaba en una residencia de ancianos. Viendo que mi compañero de cuarto seguía en la cama me fui rápidamente al servicio. No sé qué me haría daño pero estaba diarreico. Estuve echando largo rato, maldiciendo mi suerte. Cuando me puse en pie para limpiarme el culo sentí un terrible tirón. No podía llegar con la mano porque el tirón se repetía, era como si tuviera una hernia. Me sentí fatal. Tuve que buscar una postura, apoyándome en el lavabo, para recobrarme del tirón. Entonces sentí unos golpes en la puerta. Seguro que era mi compañero, un gilipollas de mucho cuidado. Ya voy, ya voy, grité en voz alta. Pero no podía terminar de limpiarme el culo. Me sentí como un idiota, como un abuelete incapaz. Al cabo de unos minutos llegó Bea y llamó a la puerta. ¿Le pasa algo? Tuve que decir que no y decidí buscar una solución rápida. Como pude dejé un buen trozo de papel higiénico, muy doblado, entre mis nalgas y me subí los calzoncillos. Me lavé las manos, me subí el pijama y esbocé una sonrisa de conejo en el espejo del lavabo. Cuando salí ya estaba el botarate del compañero refunfuñando. Bea parecía preocupada.

-¿Se siente mal?

-No solo tengo diarrea. Algo debió hacerme daño anoche.

-No se preocupe, diré en la cocina que le den un yogur natural y algo para la diarrea. Higinio no soporta que ocupe tanto tiempo el servicio. Ya le conoce.

-Sí, le conozco bien.

Bea se marchó y el otro entró en el servicio farfullando algo. No quise preguntarle qué. Estaba hasta la coronilla de aquel idiota, pero no iban a cambiarme de habitación, ya lo había intentado más veces. Me vestí procurando que ningún trozo de papel higiénico saliera del calzoncillo, como si alguien pudiera verlo a través de los pantalones. Nadie tiene rayos X en los ojos, so pánfilo, me dije muy cabreado. Odio no valerme por mí mismo, algo que se está acentuando día a día. No sé qué es peor, si acabar incapacitado o no recordar quién soy ni qué hago aquí.

En el comedor Bea tuvo el detalle de venir a la mesa para ver si me habían servido un desayuno especial. Observé que algunas mujeres de mesas cercanas miraban en nuestra dirección y luego cuchicheaban. Me molestaban sus risitas de conejitas salidas. A Bea también. Me dijo que si quería me esperaba luego en nuestro sitio, que no subiera a por el portátil, ya lo bajaba ella. Pude escuchar un comentario soez de una mujer en una mesa cercana. Algo así como si no habría hombres de su edad para tener que tirarle los tejos a un carcamal como yo. Por un momento pensé que era la vieja cencerro que me había propuesto relaciones sexuales, pero no, era otra, allí todas debían de estar más salidas que gatas en celo. Maldije para mis adentros, ya podían haberlo estado unos años antes, entonces se hubieran enterado de lo que vale un peine y un pepino entre sus piernas. Bueno el mío ni siquiera llegaba a pepino, un pepinillo, pero juguetón. Y casi me troncho de la risa, el yogur que había metido en la boca salió disparado. Una camarera vino a preguntarme si me pasaba algo. No, se me fue por mal lugar. ¿Quiere que le dé una palmadita en la espalda? No gracias. Quiero que me lleves a casa y me des un buen masaje, pensé para mis interioridades. A punto estuve de arrojar de nuevo el yogur. Me enfadé y me levanté con brusquedad, tirando la silla. Nuevos comentarios soeces. De buena gana les hubiera dado de tortas, mejor aún, podía invitarlas a todas a un buen desahogo, pero odiaba andar buscando lugares y oportunidades. Además tal vez no me empalmara, a pesar de mi rijosidad mental.

Bea me esperaba en nuestro sitio, una mesa de madera al final del merendero que utilizábamos en verano para alguna que otra merendola. Me senté frente a ella. Me pasó el portátil. Había días que no recordaba ni tener un portátil ni estar escribiendo una novela.

-Ya está encendido.

-Gracias. No entiendo cómo puede funcionar sin cable.

-Tiene la batería cargada. Todas las noches se lo tengo que recordar, que la ponga a cargar. Y en cuanto a Internet sabe que la residencia tiene wifi y con mucho alcance, eso fue lo que le decidió a quedarse en esta residencia. ¿No lo recuerda?

-Me temo que no.

-Casi se marcha. Tenía muy malas pulgas al principio.

-¿Y ahora no?

-Ahora es un encanto. No soportaba compartir habitación. Incluso le propuso a la directora pagar un suplemento, pero la residencia estaba a tope y además usted tenía la cuenta temblando, cuando pensaba que aún no había gastado lo que le dieron por la casa. ¿No lo recuerda?

-No, odio no recordar, pero no recuerdo nada.

-Pues sí recuerda que está escribiendo una novela sobre su estancia en aquel colegio religioso. ¿O eso no lo recuerda tampoco?

-Hoy sí, creo que tengo una vaga idea de querer terminarla antes de que pierda por completo la memoria. ¿Te he hablado a ti de ello?

-Todos los días. Sé que lo tiene todo escrito en archivos de texto, pero muy desordenado, tiene que copiar de aquí y de allá y luego pegar en el archivo definitivo, ese que pone DEF. También me dijo que a veces se arma un lío y no sabe si faltan párrafos o sobran o están repetidos. Además, por lo visto, tiene varias versiones de la novela, una sobre un niño, un tal Celemín, que lo cuenta en forma de diario, hablando con su amigo Bubú, el osito compañero del oso yogui, pero le pareció muy ñoño y comenzó otra versión en tercera persona que tampoco le gustó porque quería que lo contara en primera persona el niño, pero sin las ñoñoces del pequeño Celemín. Al final, entre unas cosas y otras, no se aclara con lo que está escribiendo. A veces tengo que leerlo y decirle si todo está bien.

-¿Y está todo bien?

-Bueno, yo soy la menos preparada para decirle si su novela está bien o no, pero me resulta interesante y divertida.

-¿En serio?

-Pues claro. Espero que la termine y se la publiquen antes de perder la memoria. No se preocupe, que ya me dio instrucciones por escrito hace tiempo para que me ocupe de la publicación. Hasta me prometió dejarme en el testamento los derechos de autor.

-¿No tengo esposa, ni hijos, ni nada?

-Parece que no, aunque hay días en que cree recordar haber tenido una familia. Bueno, tengo que marcharme, debo seguir con mi trabajo.

-No te preocupes de lo que digan esas guarras, no tienen nada mejor que hacer.

-Si me preocuparan de lo que dicen de mí, hace tiempo que me habría ido. Y usted procure hacerles caso alguna vez, antes de que se olvide de lo que es el sexo.

-Contigo no lo olvidaría nunca.

-Es lo que me dice todos los días. Alguna cosquillita sí debe seguir teniendo, bandido. Bueno, lo dicho, que me voy. Luego volveré a pasar para ver cómo le va la novela.

-Gracias, preciosa, y ya sabes, contigo sí me gustaría tener sexo.

-Jajá. Espero que no se olvide de esto. Puede que olvidarse de los demás no le haga mucho daño, pero no de esto. ¿Me lo promete?

-Te lo prometo, hermosa.

Y se fue, muy consciente de que yo le estaba mirando el culo. He tenido mucha suerte con ella, de otra forma nunca lograría terminar esta novela, me cuesta mucho organizarme y ordenarlo todo bien. Creo recordar que siempre fui así, un caos ambulante. Debo tener más novelas pendientes de rematar, se lo preguntaré cuando vuelva, si me acuerdo. Pero es esta la que debo acabar a toda costa. Alguien dijo que somos lo que fuimos en nuestra infancia y adolescencia. Me gustaría saber cómo fui realmente, antes de perder por completo la memoria. Debo darme prisa, puede que no me quede mucho tiempo.

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LOS PEQUEÑOS HUMILLADOS XIII


LOS PEQUEÑOS HUMILLADOS XIII

Una estrepitosa alarma, difundida por los altavoces externos nos sobresaltó a todos. Fui el primero en salir corriendo, el cura reclutador había puesto mucho énfasis en que la buena conducta era tan importante como las buenas notas y mi gran meta y mi mayor preocupación era conseguir que me renovaran la beca todos los años, sin ella no podría seguir allí, un lugar maravilloso, de cuento de hadas para quien adoraba el fútbol, le gustaba estudiar y leer y era consciente de que su futuro estaba en aquel colegio y no en cualquier otra parte. Había sido un milagro, estaba muy contento y me puse a rezar un padrenuestro en mi cabeza. Cuando llegué al patio empedrado era el primero, así que me puse a limpiar los zapatos, escupí en la palma de la mano y la pasé por el charol hasta conseguir algo de brillo. Al mirarme las manos comprobé que estaban muy sucias y no tenía pañuelo en el bolsillo, así que restregué las palmas contra la tela, nadie vería la suciedad en el interior del bolsillo.

No sabía dónde ponerme cuando fueron llegando los demás, así que me mantuve atento para ver en qué fila se ponían los nuevos. No hubo necesidad. Llegó el padre prefecto quien dio dos palmadas y nos dijo que hasta que empezara el curso no era necesario formar filas. Regresamos a la clase y esperé a que todos tomaran del montón los tebeos que quisieran. Deseaba pasar desapercibido, no quería enfrentarme con nadie, y además había tantos que seguro que me dejaban alguno de los buenos. Pasó el tiempo en un soplo, me sentía tan alegre por disfrutar en una sola mañana de lo que más me gustaba que recé para dar las gracias y para que no me ocurriera nada malo. Sabía muy bien que cuando me pasaban muchas cosas buenas a la vez, luego ocurría algo muy malo. Nunca había pensado seriamente en por qué ocurrían esas cosas, pero así era.
Ni siquiera fuimos en fila india, caminamos detrás del prefecto, procurando no sobrepasarle ni hablar, aún no conocíamos las normas y nos sentíamos apocados y medrosos. El techo era alto y el pasillo muy ancho, los ventanales muy grandes. En aquel colegio de gigantes había tanto cristal que no fui capaz de imaginar cuánto habría costado, teniendo en cuenta lo que suponía en casa la rotura del cristal de una ventana. La luz entraba a raudales, lo que era maravilloso cuando hacía sol, como ahora, eso ahorraría mucho en electricidad, solo se encenderían las luces cuando era de noche, pero también tenía una pega, te podían ver desde cualquier parte, habría que estar muy atento para no hacer nada malo. Quería sacar un sobresaliente en conducta. Una de las cosas que se me quedaron clavadas cuando el cura y el maestro hablaron con mis padres fue que por muy buenas notas que sacaran los alumnos, si suspendían en conducta durante varios meses serían expulsados sin compasión. No bastaba con ser muy listo, también era preciso ser muy bueno, de otra forma no duraríamos mucho en el colegio.

La puerta a los comedores, porque eran dos había que buscarla en el cristal que tuviera picaporte, porque todo el frontal era puro cristal, colocado en forma de rectángulos. Al otro lado de la puerta había un vestíbulo grande, aunque no suficiente para tantos como éramos, según nos habían dicho aquel año estudiaríamos allí más de quinientos. Un gran mosaico ocupaba la pared desde la mitad para arriba, porque la parte de abajo estaba ocupada por un curioso mueble de madera con muchos huecos que tenían un número y una letra. Pude ver que algunos estaban ya ocupados por botes de colacao y algún que otro paquete.

Desde el comedor de la izquierda nos llegaba un rumor que me hizo pensar que los mayorones ya estaban allí, habían entrado antes que nosotros. Era el comedor de los de cuarto, quinto y sexto de bachillerato. Los de tercero, segundo y los de primero, los nuevos, ocupábamos el comedor de la derecha. Según entrabas, a la izquierda estaba el cubículo del prefecto, allí comía, le pasaban la comida por un torno desde la cocina, y podía vigilarnos a través de la ventana que por fuera era un espejo, como nos enseñara el prefecto a primera hora de la mañana. Fue él quien nos indicó a los nuevos que ocupáramos la primera fila de mesas, sin necesidad de guardar el orden alfabético, como haríamos durante el curso. El segundo curso ocupaba la fila central y el tercero la última, junto a los grandes ventanales por los que se podían ver las canchas de baloncesto y los campos de fútbol. Era el mejor lugar, estaba más lejos del cubículo del prefecto y podían ver el exterior.
Los nuevos éramos los más numerosos, supuse que a los mayorones se les permitía llegar justo el día antes de empezar el curso. Las mesas eran para seis, tres a un lado y otros tres enfrente. Eran las mesas más curiosas y extrañas que había visto en mi vida. Las sillas, consistentes en un respaldo de formica, estaban unidas a la mesa por un tubo metálico. Por debajo había un entramado de tubos y encima el tablero era también de formica y de un grosor que hacía pensar que aunque nos subiéramos a ellas y saltáramos no se romperían. Nos fuimos sentando como nos pareció y uno, antes de sentarse, se le ocurrió quitar un tapón de plástico que tapaba el final del tubo que sobresalía de una especie de escudo que hacía de respaldo. Se sorprendió mucho y nos comentó en voz muy baja que el tubo estaba hueco, algo que nos pareció extraño y creo que todos tomamos nota para no sentarnos muy bruscamente, un tubo hueco se puede doblar y romper.
El padre prefecto dio una palmada y vimos cómo los de segundo y tercero se ponían en pie al lado de los asientos que estaban separados unos de otros por el ancho de una cadera, aunque algunos se ponían detrás del asiento, y llamando a uno de los de la fila central por su nombre le pidió que dirigiera los rezos. Yo observaba muy atentamente todo lo que estaba ocurriendo y tomaba notas mentales para ir aprendiendo cómo se funcionaba en aquel colegio y me dio la impresión de que todos los nuevos hacíamos lo mismo. Con voz monótona el compañero de segundo rezó un padre nuestro y un avemaría que farfullamos todos en voz baja y luego bendijo los alimentos que íbamos a tomar con una frase bastante chusca. Observé que el prefecto ponía mala cara pero no hizo nada, tal vez porque en aquellos días la disciplina estaba un poco más relajada. Otra palmada y nos sentamos mientras el padre nos deseaba buen provecho y se retiraba a su cubículo, autorizándonos expresamente a poder hablar, pero no a gritar.

Cuatro de la fila de segundo, los más cercanos al pasillo central que estaba jalonado por columnas gruesas adornadas por pequeños mosaicos, se dirigieron a toda prisa, pero sin correr hacia las cocinas, cuya puerta estaba al lado del cubículo del prefecto. Seguía haciéndome mucha gracia el que las puertas fueran de madera que no llegaban al suelo ni al dintel, eran como las puertas de los salones de las películas del Oeste. El primero dio un empujón para dentro y los demás las sostuvieron para que no les golpearan. Cuando todos estuvieron dentro las curiosas puertas continuaban moviéndose con fuerza, dentro y fuera, fuera y dentro, haciendo un ruido peculiar. Por un momento imaginé que iba a salir John Wayne sacando el revólver de la cartuchera y disparando. Me hizo gracia y tuve que controlar una risita. Estaba tan serio y asustado por la novedad y por lo que me esperaba que aquello me descontroló y comencé a juguetear con los cubiertos. Por suerte la atención de todo el mundo se centró en los que habían entrado en la cocina, que ahora salían con dos carritos metálicos, muy chulos, en la parte de arriba había varias perolas metálicas con sus correspondientes cazos y a los costados tenían las puertas entreabiertas, dentro en varias baldas podían verse una especie de bandejas de metal basto, diría que de hojalata, con los bordes elevados y una agarradera a cada lado.

Cada uno de los cuatro se hizo con una perola que sujetó con un trapo por el asa metálica, como un caldero, y se pusieron a servir desde el centro las filas de tercero y segundo. Tardaron un buen rato en llegar a la nuestra. Los nuevos nos manteníamos silenciosos, mirándonos a hurtadillas, como si tuviéramos miedo de hablar o de hacer algo que no estuviera permitido. Las perolas humeaban y los que servían se las apañaban a las mil maravillas, con extraordinaria rapidez servían dos gacetadas en cada plato hondo de duralex y pasaban al siguiente, ahora comprendí lo del espacio entre cada asiento, porque les permitía servir sin tener que pedir que nadie se apartara. Lo que servían era una sopa de estrellitas, mucho caldo y pocas estrellitas, de un color como de agua de fregar. Cuando la probé intuí que ese color lo daba la poca carne de que se había hecho el caldo. Por lo visto todos teníamos mucha hambre porque nos dedicamos a la sopa con verdadera ansia, algunos mojaban o migaban parte del pan del currusco que teníamos al lado del plato, yo no lo hice pensando que lo podía necesitar para el segundo plato, como así fue, porque las bandejas del interior de los carritos estaban llenas de huevos fritos con tomate y salchichas Frankfurt, como dijo alguno en mi mesa, porque yo no sabía nada de semejantes salchichas, era la primera vez que las veía, pero me parecieron ricas.

Mientras los mayorones hablaban como si tal cosa, nosotros permanecíamos en silencio, ocupados en comer. Cuando terminamos la sopa ya estaban los repartidores repartiendo los huevos a los de tercero. Esta vez iban de dos en dos porque las bandejas eran grandes y pesadas y cada uno tomaba un asa y servía con una especie de paleta metálica sin agujeros, dos huevos, dos salchichas y dos paletadas de tomate triturado y calentito. Tardaron en llegar hasta nosotros, mis compañeros seguían pizcando del pan. A mí se me hacía la boca agua por los huevos fritos, no así por las salchichas y el tomate que nunca había probado. En casa no se comía tomate porque mis padres decían que no les gustaba y en cuanto a las salchichas ni siquiera sabían que existieran salchichas así. Me dije que allí probaría muchas cosas nuevas y no todas me iban a gustar. Ese era un problema en el que no había pensado. ¿Qué te hacían allí si no te gustaba una cosa y no la comías? Imaginé que nada bueno.

Cuando me sirvieron tomé un trozo de pan y lo mojé en el tomate, no tenía mala pinta pero el sabor no me gustó por lo que separé el tomate de los huevos con una cuchara, el compañero que tenía al lado se atrevió a preguntarme si no me gustaba el tomate y como le dijera que no cogió mi plato sin más y con la cuchara se sirvió todo el tomate en el suyo, lo que agradecí. En cambio las salchichas si me gustaron aunque tenían un sabor raro, muy nuevo para mí. Mojé el pan en la yema y me fui comiendo los huevos, muy ricos, con trocitos de salchicha. Observé que algún mayorón se levantaba con precaución y se servía un nuevo currusco de pan de una cesta de mimbre que había en el interior del carrito, en una esquina, que no había podido ver porque las puertas no estaban del todo abiertas. Otros en cambio le pedían a los repartidores que se lo trajeran y éstos lo hacían o no, según la simpatía o las ganas que tuvieran de acabar de repartir y ponerse a comer. No les envidié lo más mínimo, tenían que repartir a todos y comer los últimos, aunque también había una ventaja, podían servirse las sobras, suponiendo que eso estuviera permitido.

El postre ya lo teníamos en la mesa, una manzana para cada uno. Al cabo de una media hora, tal vez un poco más, salió el padre prefecto de su cubículo, dejando la puerta abierta, por lo que pude ver que no comía lo mismo que nosotros. Se paseó por el comedor, mirando los platos y dando algún que otro coscorrón a los que aún tenían comida en el plato. Habló algo con el chico que había rezado al principio y se volvió a su escondite, cerrando la puerta. Vimos que todos se iban levantando para dejar los platos y cubiertos en los carritos en los que los repartidores habían hecho sitio colocando las bandejas unas encima de otras. Alguien llamó la atención, en voz alta, al chico de los rezos, este dio una palmada y todos se pusieron de pie, nosotros también. El rezo ahora fue tan rápido que tuve miedo de que el prefecto saliera y le diera una bofetada, pero todos salían ya del comedor, andando hasta que pasaban la ventana-espejo del cubículo del prefecto y luego echaban a correr. Supuse que debido a que no había comenzado el curso la disciplina estaba un poco relajada. Los nuevos, en cambio, salimos los últimos, muy modositos, y echando miraditas furtivas a aquel espejo que a todos nos habían enseñado para que supiéramos que por dentro se podía ver. Nunca sabrías si el prefecto te estaba mirando o no, el miedo era mejor guardián que sus ojos.

LOS PEQUEÑOS HUMILLADOS XII


LOS PEQUEÑOS HUMILLADOS XII

Fui el último en salir. En el pasillo nos esperaba el padre prefecto que nos había enseñado el “cole” a primera hora. Dio un par de palmadas y nos dijo que los nuevos nos pusiéramos en fila india y le siguiéramos. Eso hicimos mientras los demás caminaban deprisa, sin correr, por la escalera que conducía al sótano. Cuando llegamos los mayorones ya se habían puesto las playeras y unos cuantos salían con unos balones de fútbol de reglamento, como llamábamos a los balones de cuero. Nunca había jugado con uno, los Reyes Magos solo traían balones de plástico que se pinchaban cada dos por tres y había que llevarlos al taller de bicicletas, donde ponían un parche y lo volvían a hinchar. Los balones de plástico no duraban nada, eran muy malos, en cambio los de reglamento parecían ir a durar para siempre.

El padre prefecto nos enseñó los vestuarios, había armarios de metal con puertas de las que colgaban las llaves, servicios y duchas. Sacó un papel con una lista y nos fue nombrando. Cada uno tenía su taquilla. Allí, nos dijo, deberíamos dejar la ropa de deporte, las playeras, el pantalón de deporte, la camiseta de deporte, el chándal y todo lo que fuéramos a utilizar en los recreos. Había perchas para colgar la ropa. Nos dijo que cogiéramos la llave que colgaba de nuestra taquilla y la guardáramos como oro en paño porque si la perdíamos habría que llamar al cerrajero, instalar otra cerradura y eso valía dinero. Nuestros padres no se pondrían muy contentos. A los nuevos que ya tenían las llaves de sus taquillas y sabían cómo funcionaba todo les dijo que se cambiaran de calzado, no era necesario más hasta que empezara el curso. Los zapatos quedarían en las taquillas, lo mismo que cualquier objeto que pudieran perder en el recreo. Se puso muy serio al advertirnos que allí no se consentían los robos, quien fuera pillado robando sería expulsado del colegio sin más. Como sabíamos toda nuestra ropa estaba marcada con las iniciales de nuestro nombre y apellidos. Si perdíamos algo solo teníamos que decirlo, pero ni las playeras ni los zapatos llevaban marcas, algunos sentían la tentación de robar las playeras de los demás, si tenían su número y les servían, porque era lo que más pronto se rompía. Nos dijo que tuviéramos mucho cuidado con dejar las puertas abiertas, luego no podríamos demostrar que nos habían robado. Si alguna taquilla aparecía con la puerta forzada resultaba más fácil creer que nos habían robado, pero si nos despistábamos iba a ser difícil que nos creyeran si denunciábamos un robo. Era mejor hacerlo todo despacio y no olvidarse nunca de cerrar la puerta. La llave tenía un plástico con nuestro número y letra. Debíamos guardarla en el bolsillo del pantalón de deporte o en el del pantalón del chándal, para eso estaban. Quien la perdiera jugando tendría que buscarla por su cuenta. Y que no nos olvidáramos de que Dios lo veía todo. Los que habíamos llegado hoy y no habíamos tenido tiempo de bajar la ropa de deporte y las playeras, podríamos jugar con los zapatos, con mucho cuidado y sin que sirviera de precedente.

Luego se dirigió a un armario, en una esquina, y sacó un par de balones de reglamento. Este armario está siempre cerrado y solo yo tengo la llave, a quien le dé un balón será responsable de entregármelo al acabar el recreo o sino sus padres tendrán que pagarlo. Y ahora seguirme todos en fila india. Así lo hicimos y salimos al patio donde los mayorones ya estaban jugando, unos a baloncesto, otros a balonmano y otros en los campos de fútbol. Eran seis, como los cursos de bachillerato. Cada curso tenía un campo para ellos y no se podía entrar a jugar con los de otros cursos, aunque fueran pocos y nos lo pidieran.

Atravesamos el patio empedrado, luego las canchas de baloncesto y balonmano. Nos dijo que no siempre se formaban equipos para jugar a estos juegos, lo que más gustaba era el fútbol, por eso si alguien quería un balón de baloncesto o de balonmano debería pedirlo expresamente. Nos señaló los campos, cada uno tenía dos porterías a los laterales y estaban separados por rayas blancas sobre unos pequeños surcos. Conforme fue señalando pudimos advertir que el más grande era para los de sexto de bachillerato, luego venían los de quinto, cuarto y sucesivamente, los campos eran cada vez más pequeños y el de primero estaba al fondo y era el más pequeño de todos. A la derecha había tres campos con las porterías laterales de metal y dos porterías enormes de madera. Nos dijo que ese era el campo reglamentario cuando tenía que jugar el equipo del colegio contra otros equipos de la ciudad. Muy ufano nos comentó que éramos los mejores y todos deberíamos aspirar a formar parte del equipo del colegio, tanto en futbol, como en baloncesto y balonmano. También participábamos en atletismo y estábamos entre los mejores. Mens sana in córpore sano. Y tradujo para los que no sabíamos latín. Mente sana en cuerpo sano. Cuando empezara el curso alguien pasaría por nuestras clases para que pudiéramos apuntarnos a los equipos que se iban a formar. Cuatro de primera división y cuatro de segunda. Se podía ascender de categoría sin importar el curso al que perteneciéramos y los que destacáramos podíamos ser fichados por otros equipos, aunque fuéramos de cursos inferiores. El día de la fiesta del colegio se entregaban trofeos a los ganadores.

Aquellas palabras me hicieron soñar y sentí el corazón darme fuertes golpes en el pecho. Yo destacaba jugando al fútbol en el pueblo, en la escuela. Estaba convencido de que aquí sería de los mejores. Y con el tiempo me ficharía el Madrid y podría jugar con Gento y Amancio, si es que seguían jugando para entonces. Me puse muy colorado a pesar de que hacía ya un poco de frío y soplaba un airecillo desagradable. El padre prefecto le entregó los dos balones al que tenía más cerca, recordándole que era él y no otro el que tenía que devolvérselos. Cinco minutos antes de terminar el recreo sonaría la sirena, era el tiempo que teníamos para cambiarnos en los vestuarios y formar en la fila que nos correspondiera en el patio. Quien llegara tarde en cuanto sonara su silbato sería castigado. Echó mano a una raja que tenía en la sotana y que seguramente era para llegar al bolsillo del pantalón y sacó un silbato de metal. Se lo llevó a la boca y silbó dos veces con fuerza, todos nos llevamos las manos a las orejas instintivamente. Me costaba mucho imaginar lo que los curas llevaban debajo de la sotana, pero el padre prefecto lo desveló enseguida. Se remangó la sotana, ató una punta al ancho cinturón de cuero y dejando ver unos zapatos negros y un pantalón del mismo color le pidió un balón al chico que los tenía y lanzándolo al aire le dio una tremenda patada. Todos salimos corriendo tras él. Luego vimos cómo el otro ascendía muy alto y estuvo a punto de caerle en la cabeza a un compañero. Todos nos reímos con ganas.

Para nuestra gran sorpresa el padre prefecto se puso a jugar con nosotros, pero pronto se cansó. Con un gesto rápido y efectivo dejó caer la sotana de nuevo, que le cubría los zapatos y casi arrastraba por el suelo y se fue a buen paso, atravesando los campos de fútbol y baloncesto y desapareciendo en el interior. Yo le seguí todo el tiempo, curioso, hasta que alguien me dio un balonazo y entonces salí corriendo como un tiro. Encontré el balón y le di una buena patada en dirección a una portería. No nos habíamos puesto de acuerdo en quiénes jugaban en un equipo y disparaban a una portería y los otros a la otra. Eso creó una confusión muy divertida, diversión que no me duró mucho porque enseguida fui consciente de que si estropeaba los zapatos mis padres se llevarían un gran disgusto. Era obligatorio que los zapatos fueran de charol y eran caros. Mi madre me había advertido muy seriamente que cuidara muy bien los zapatos. El resto del recreo tuve mucho cuidado en no dar con los zapatos en el suelo y en procurar darle con el tobillo para no ensuciarlos demasiado.

LOS PEQUEÑOS HUMILLADOS XI


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Bajé los ojos hacia el TBO de Spiderman y me aislé de todo lo que ocurría a mi alrededor en la clase. Con gran facilidad era capaz de meterme en la viñeta, como si fuera una pantalla de cine con una puerta por la que se pudiera pasar al otro lado, donde estaba ocurriendo todo. Yo era Spiderman y podía atravesar las calles de Nueva York colgándome de las telas de araña que iba pegando en las paredes de los edificios. Bajo aquel traje mágico mi identidad quedaba preservada, nadie podía saber quién era yo, solo me transformaba cuando había que salvar a alguien. Era apasionante. Se me ocurrían otras historias diferentes a las que allí se contaba. Tenía que leer rápido porque de otra forma no me daría tiempo a terminar todos los tebeos que estaban sobre la mesa del profesor, todos muy interesantes, no me quería perder ninguno. Me sentía angustiado ante la posibilidad de que no lograra leerlos todos y ya nunca más pudiera saber cómo eran los otros. Intentaba leer rápido, pero eso me impedía disfrutar de la historia con todo el placer que me brotaba a raudales por los poros. Estaba sudando aunque no hiciera calor. El corazón me palpitaba con mucha fuerza, podía sentir su toc-toc-toc en mi pecho. Era imposible leer rápido y disfrutar al mismo tiempo, tenía que escoger, pero no podía. Me fui poniendo cada vez más nervioso hasta que decidí disfrutar de lo que pudiera mientras pudiera. Si no podía leerlos todos, pues mala suerte.

Fue una mañana apasionante, mágica. Cuando terminaba un tebeo me levantaba del pupitre procurando no hacer ruido y casi de puntillas iba hasta la mesa del profesor. El mayorón me miraba y me señalaba un montón donde había que colocar los tebeos leídos. Luego me ponía a rebuscar en los otros montones hasta que encontraba los tebeos americanos que eran difíciles de conseguir en el quiosco y además eran muy caros, dejaba para lo último los tebeos españoles que se podían encontrar en los quioscos o se podían cambiar con otros chicos.

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Los que más me gustaban eran los que ponían Marvel. Los superhéroes eran mis favoritos, Supermán, Capitán América, Los Vengadores, Iron Man… Cuando no encontraba alguno en el montón, porque los tenían otros chicos, aprovechaba para leer al Jabato o el Capitán trueno, en casa tenía muy pocos. También me gustaba Pulgarcito o DDT, Roberto Alcazar y Pedrín, Olé, Tio Vivo y todos aquellos personajes tan divertidos que me hacían reír y me tenía que tapar la boca para que nadie me oyera. Estaban Carpanta, Mortadelo y Filemón, Zipi y Zape, el botones Sacarino, Rompetechos, Las hermanas Gilda, La rue del percebe, la familia Cebolleta, Doña Urraca… Estaban todos. También me gustaban los de Hazañas bélicas o los del Oeste. Miré a ver si había alguno del Coyote que había leído en casa porque mi padre conservaba algunos en su maleta de cartón, pero no encontré ninguno, tampoco del Zorro.

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Recordé los pocos tebeos que tenía en casa, en cuanto me daban la propina los domingos me iba directo al quiosco y hacía cuentas para ver cuántos podía comprarme, solo uno, a veces dos, alguna vez tres. Renunciaba al paquete de pipas, al regaliz, a las pastillas de leche de burra y a tangas golosinas como poblaban aquel quiosco para poder aumentar mi colección de tebeos que luego podría cambiar con otros chicos, cuantos más tenías más fácil era encontrar alguno que no hubieras leído, podías incluso ofrecer dos o tres a cambio de aquella joya. No siempre era así, a veces caía en la tentación de comprar pipas, aceitunas o cualquier golosina que me llamara la atención. Entonces me pasaba la semana releyendo los que ya tenía, a no ser que pudiera cambiar alguno.

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Allí, en una sola clase había muchos más tebeos que en el quiosco, muchos más, la mesa del profesor estaba llena, montones tan grandes que había que tener cuidado para que no se cayeran al suelo cuando los ibas pasando uno a uno, buscando tu preferido. Si en las demás clases había tantos como en aquella, y era lógico que así fuera, porque todos los niños teníamos los mismos derechos a leer tebeos, no podía imaginarme cuánto dinero se habían gastado los frailes solo para que pudiéramos leer mientras comenzaban las clases. Me ponía a sumar lo que costaba un tebeo en el quiosco, con todos los que había en aquella clase y en todas las clases, y se me iba la cabeza. ¿Cuánto dinero tenían aquellos curas? Ellos decían que eran pobres, que habían hecho el voto de pobreza, ¿entonces de dónde salían los tebeos?

Era un chico con suerte. Los chicos de la escuela, del pueblo, sentirían tanta envidia que se pondrían verdes cuando yo les contara todos los tebeos que había en el cole. Tenía que leer muchos, todos, para poder contarles muchas historias. Me iba poniendo cada vez más nervioso, casi no podía ni respirar, tenía que abrir la boca y respirar fuerte para que entrara un poco de aire en los pulmones. Me puse tan malito que por un momento temí que me diera algo y me cayera al suelo desmayado. Trate de calmarme como pude y miré alrededor, por si alguien se había dado cuenta. Recordé entonces que yo era un niño muy tímido y que en el pueblo no me atrevería a contar nada de aquello, incluso dudaba de que pudiera hablar con ellos, había oído que cuando volviéramos de vacaciones teníamos que presentarnos al cura del pueblo y ayudarle a decir misa.

Me sobresaltó el ruido del timbre. No sabía por qué lo estaban tocando. Era una especie de campanilla de metal contra la que chocaba un trozo de acero. Hacía un ruido de mil demonios. El mayorón se levantó de la mesa y nos dijo que era la hora del recreo. Todos fuera. Nos hicimos los remolones, allí estábamos muy a gusto. Nos dio dos voces y nos dijo que dejáramos los tebeos en la mesa, volveríamos luego.

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LOS PEQUEÑOS HUMILLADOS X


 

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Mi papá me pidió que fuera bueno, que estudiara mucho y que les escribiera una vez a la semana, por lo menos. Antonio y su papá ni siquiera se habían abrazado. Los papás se despidieron del cura dándole la mano y las gracias y se dirigieron a la puerta. Desde ella mi papi se volvió y me dijo adiós con la mano. Mi sorpresa fue inenarrable cuando observé que estaba llorando.

El cura nos dijo que dejáramos que terminaran de pasar las filas. Y allí nos quedamos, viendo cómo desfilaban, en un silencio extraño, roto a veces por una risita entrecortada. Los que pasaban nos miraban con curiosidad y nosotros a ellos con tanta curiosidad como miedo. Cuando pasaron los últimos el fraile nos dijo que le siguiéramos y así lo hicimos. Su rostro estaba ahora muy serio y le había desaparecido de la boca aquella sonrisita que a mi me había parecido como una máscara forzada.

Entramos en el comedor de la derecha y el cura nos dijo que nos sentáramos en cualquier mesa de la fila más cercana a las cocinas y a su „refectorio“.  Cuando llegaran todos los que aún restaban por llegar nos asignarían un asiento para todo el curso, pero de momento podíamos ocupar cualquiera que estuviera libre. Lo hicimos, bastante asustados, y con las miradas de todos clavadas en nosotros. El cura dió una gran palmada que sonó como un trueno y se hizo un silencio absoluto. Todos se pusieron de pie, nosotros también, y todo el mundo se santiguó. El cura rezó un padrenuestro y luego dijo „buen provecho“ y se metió en su „refectorio“.

De pronto el silencio se quebró y todo el mundo pareció hablar a la vez, menos Antonio y yo, que solos a una mesa, mirábamos sorprendidos a todo el mundo. Unos cuantos mayores, de las mesas de la última fila, la más cercana a los grandes ventanales, se levantaron y salieron casi corriendo hacia las cocinas. Las puertas de madera, tan parecidas a las de un salón del Oeste, batieron una y otra vez, con fuerza. Los chicos las empujaban con brusquedad, algunos con los pies, y pasaban al interior. Pronto salieron con los carritos de las cafeteras. Los fueron dejando en el pasillo central, unos detrás de otros, y tomando aquellas enormes teteras de los carritos comenzaron a servir en las mesas más cercanas. Delante de mí tenía una gran taza de duralex, con una cuchara y un cuchillo. En el centro dos platos, uno con grandes trozos de mantequilla y el otro con pequeños y redondos estuches de plástico conteniendo mermelada de naranja.  Una cestita de paja contenía una barra cortada en trozos.

Hice lo que vi hacer a todo el mundo. Cogí un trozo de pan, del currusco, y lo abrí al medio con el cuchillo. Aproximé el plato con la mantequilla e intenté cortar un pedazo para untarlo en el pan. El cuchillo resbaló y el plato estuvo a punto de salir disparado de la mesa. Aquella mantequilla estaba dura como una piedra, parecía un trozo de yeso. Sujeté con la mano izquierda el plato y con la derecha hundí con fuerza el cuchillo. Me costó, pero al fin logré cortar un trozo. Lo trasladé al pan e intenté untarlo. Imposible. Estaba tan duro que no se pegaba. La miga se levantaba, formando una pelotilla, pero la mantequilla no se extendía. Hice lo que pude y luego abrí un estuche de mermelada y lo unté por encima.

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Antonio miraba a todo el mundo y movía las piernas hacia atrás y hacia delante, muy nervioso. El chico de la cafetera llegó hasta nosotros y nos sirvió el café con leche en la taza. Dejó vacías las que no tenían dueño. Luego, inclinándose hacia mí, me dijo, muy bajito: Hola, chivina.

¿Chivina? ¿Que significaba? Me asusté mucho. Durante todo el verano había imaginado una y mil veces lo que sería vivir allí, en el colegio, durante meses y meses, sin ver a mis papás ni poder hablar con alguien de confianza, un familiar o un amigo. Antonio no contaba porque aunque era del pueblo, apenas nos habíamos relacionado allí y además me caía mal, me parecía poco sensible, bastante bruto y de poca confianza.

El desayuno me gustó, aunque aquella extraña mantequilla más parecía yeso para encalar paredes que alimento para el cuerpo. Estaba empezando a pensar que a lo mejor allí no pasaría hambre. Ese era un miedo que no me dejó tranquilo ni un minuto durante aquellos meses.

Me dio tiempo suficiente a desayunar sin prisas y aún me sobraron algunos minutos para observar con disimulo a todos los que estábamos en el comedor, especialmente a los mayorones. Calculé que no tendrían más de dos o tres años que yo, pero parecían tan grandes y sobre todo tan atrevidos que me parecieron muy mayores, casi como adultos. Salió el padre prefecto de su refectorio frotándose las manos, como si estuviera contento por algo, tal vez porque había desayunado bien o por cualquier otra razón que yo ignoraba. Caminó por el pasillo central como un pistolero por la calle principal del pueblo, se detuvo e hizo un gesto a uno de los mayorones. Este se puso en pie a toda „veloci“ y se persignó aún más rápido. Yo observaba con discreción al fraile, que puso una cara como de haberse comido una acedera, pero no dijo nada, tal vez porque aquella mañana estaba muy contento. El chaval recitó un padrenuestro y un avemaría de corrido y se persignó como si le faltara el aire.

El fraile dio una fuerte palmada y todo el mundo se puso en pie y comenzó a desfilar. Se acercó a nuestra mesa y nos dijo que ahora  iríamos a nuestra clase, ya nos la enseñarían, y allí podríamos leer algunos tebeos hasta la hora del recreo. Salí con Antonio que procuraba acercarse a otros grupos de niños, pero como no le hacían caso se quedó rezagado conmigo que iba pensando en el cura. Había algo en él que no me encajaba. Todo el mundo puede tener vocación y decidir renunciar a formar una familia, a no casarse, a ser célibe (una palabra que me llamaba mucho la atención) como si no le gustaran las mujeres, pero aquel hombre no me parecía alguien que hablara mucho con Dios y quisiera ser bueno. Claro que yo no sabía muy bien qué era eso de que a uno le gustaran las chicas. Tal vez no fuera tan difícil vivir sin mujer, al fin y al cabo te hacían lal comida, te lavaban la ropa y la planchaban y te hacían todo lo que hacía una mujer en su casa. ¿Para qué iba a necesitar un cura una mujer?

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Caminamos por el pasillo y en el desvío a un bloque, un mayorón nos chistó.

-¿Sois vosotros los nuevos?

Le dijimos que sí y nos respondió que le siguiéramos. Nuestra clase estaba en la planta baja, conforme se subía de curso se subía también de piso. Los de primero de bachillerato estábamos en la planta baja, los de segundo en la segunda y los de tercero en la tercera. Cuando llegábamos a cuarto cambiábamos de pabellón y también de comedor. Nuestra clase, la B, estaba al lado de los servicios. El mayorón nos los enseñó, eran muy grandes y parecían muy limpios. Nos dijo que aprovecháramos si teníamos ganas de mear y se le escapó una risita. Luego nos hizo entrar en la clase.

Me quedé boquiabierto, nada tenía que ver con los pupitres de la escuela del pueblo, de madera y tan viejos y rayados que parecía que hubiera pasado por allí un regimiento. Aquí los pupitres eran modernos y parecían nuevecitos. Según entrabas había una tarima de madera con la mesa para el profesor, una pizarra muy grande y un crucifijo y un retrato de nuestro caudillo y de Jose-Antonio Primo de Rivera. Había muchas filas de pupitres y muy largas, allí cabían por lo menos… cincuenta, pensé, aunque dejé para luego contarlos porque algo llamó mi atención. Sobre la mesa del profesor había grandes montones de… (no podia ser cierto)… de tebeos. Antonio y yo nos quedamos tan asombrados que el mayorón se rió y nos dijo que podíamos leer los que quisiéramos, pero solo hasta que comenzaran las clases. En lugar de tener clases podíamos leer tebeos y luego ir al recreo y jugar al futbol, hasta que llegaran todos y comenzaran las clases, que ya no quedaba mucho, solo tres días.

Le preguntamos si podíamos coger tebeos y nos dijo que sí, pero solo de uno en uno. Antonio y yo nos pusimos a mirar en los montones. No tardé en encontrar lo que quería, uno de Spíderman. No podía creerlo, lo había visto en el quiosco del pueblo pero era muy caro. Ahora podría leerlo a gusto. Me fui al final de la clase, al último pupitre que estaba junto al ventanal.  Miré a mi alrededor y me alegró ver que solo estábamos unos cuantos, tocábamos a más. El mayorón se sentó a la mesa del profesor y se puso a leer un tebeo. Antonio no quiso sentarse a mi lado y buscó otro pupitre, cerca de un chaval con gafas con el que se puso a hablar hasta que el mayorón le llamó la atención, en clase no se podía hablar.

 

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LOS PEQUEÑOS HUMILLADOS IX


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Aquel telón en el escenario me parecía algo mágico. Bastaría con descorrerlo para que se pudieran ver las mayores maravillas del mundo. Recapitulé sobre todas las alegrías que me esperaban: jugar el futbol todos los días en los campos que habíamos visto; ver cine todos los fines de semana; bañarnos en la piscina en verano; jugar a baloncesto y a balonmano… Comparadas con tantas alegrías, el madrugar y el tener que confesarme y comulgar todas las semanas me parecía hasta aceptable. El cura nos explicó las actividades que se desarrollarían allí durante todo el año y especialmente durante las fiestas del patrono del colegio, San Agustín. Pero deberíamos dar allí por terminada la visita al colegio, porque se acercaba la hora del desayuno. El cura miró el reloj y nos hizo una seña para que le siguiéramos.

A paso ligero recorrimos otra vez el largo pasillo. Mientras lo hacíamos no pude evitar imaginarme lo adecuado que era para echar carreras. Sonreí ante la escena. Unos cuantos nos poníamos en un extremo, alguien contaba, una, dos y tres. Y salíamos corriendo como alma que lleva el diablo. Nunca mejor dicho. Pero aquello no era nada más que un sueño. Era evidente que aquel cura nunca permitiría aquello. Todo en el colegio respiraba un aire de seriedad y religiosidad que asustaba al más pintado… y yo no lo era.

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Al llegar al hall el cura continuó adelante. Abrió una puerta acristalada como al parecer lo eran todas y nos invitó a seguirle. En la pared de enfrente había una especie de dibujo o pintura, hecha al parecer con pequeños trozos de piedra o cerámica, representaba alguna escena que no pude entender. Las figuras eran altas y estaban distorsionadas, los colores muy vivos. Me resultaba difícil decidir si aquello me gustaba o no. Al final me dije que me gustaba más de lo que no me gustaba, por lo que di como ganador al „me gustaba“ y atendí las explicaciones del cura. Nos estaba diciendo que a la izquierda estaba el comedor de los mayores, es decir de quienes estudiaban cuarto, quinto y sexto de bachillerato. A la derecha estaba el nuestro, es decir para los estudiantes de primero, segundo y tercero de bachiller.

Pasamos al comedor y todos nos quedamos deslumbrados. Había tantas ventanas que uno se hubiera dicho al aire libre. El salón era muy grande y gruesas columnas de cemento pintadas sujetaban el techo. Había tantas mesas que dejé de contarlas, perdí la cuenta. Estaban colocadas en filas que llegaban hasta el centro, dejando allí un amplio pasillo y continuaban hasta la otra pared, también horadada por muchos ventanales. El cura nos dijo que podíamos sentarnos para probar las sillas. Eso era lo que más nos había sorprendido de todo. Las mesas, para ocho, cuatro en un lado y cuatro en el otro, era de formica y las sillas estaban sujetas por tuberias a las mesas. No se podían mover.

Tanto Antonio como yo nos sentamos con una cierta precaución, temiendo que aquellos tubos se rompieran y termináramos en el suelo, pero descubrimos que todo aquel artilugio era muy sólido. El cura nos lo explicó con una sonrisa de oreja a oreja. Era de lo más moderno y muy sólido, como para sostener a ocho personas sentadas a la vez, no se rompería el tubo, no. Satisfechos nos levantamos. El cura nos invitó a mirarnos en un gran espejo que había en la esquina por donde habíamos entrado, al lado de una puerta de madera. Nos miramos y no encontramos nada extraordinario en el espejo, aparte de que era muy grande y nos podiamos ver de cuerpo entero. Reflejaba muy bien, eso sí. Entonces el cura, con el gesto de un mago que va a sacar un conejo de su chistera, abrió la puerta de madera y nos invitó a pasar. Lo hicimos, curiosos, y pudimos ver lo que resultó ser el comedor del prefecto. Allí comía y los platos le llegaban a través de un torno de madera situado en una esquina, cuyo funcionamiento nos enseñó. Era la primera vez que veíamos algo semejante y todos soltamos exclamaciones, hasta los papás. Sin embargo lo más sorprendente estaba aún por llegar. Nos señaló con un dedo el rectángulo que daba al comedor, a la altura del espejo que estaba por fuera. Nuestra sorpresa se expresó con chillidos de alegría. Por dentro no era un espejo, se podía ver todo el comedor a la perfección. Se trababa de una venta con cristal, disimulada por fuera como si fuera un espejo. Desde allí el prefecto podía vigilar el comedor y nadie sabría si lo estaban mirando en el momento que hacía una trastada o no, por lo que siempre tendría que estar muy atento y modoso. Eso nos dijo el cura, solo que con otras palabras, y cuando Antonio y yo comprendimos el alcance de lo que estábamos viendo, nos miramos con miedo y se nos fue la alegría de la sorpresa.

El cura nos preguntó si deseábamos ver las cocinas y mi papá dijo que sí enseguida. Le gustaba comer, cocinar y todo lo que se refiriera a la comida. La puerta estaba al lado de su comedor. Me quedé muy sorprendido de que fueran dos puertas como las que se ven en las películas del Oeste, cuando entran al salón a tomarse su vasito de guisqui. El cura entró primero y sostuvo una de las puertas para que todos pasáramos. Las cocinas eran muy grandes, enormes. Sobre unos grandes fuegos había hasta seis enormes perolas. Si nos hubieran echado a los niños dentro, de pie, no se nos vería la cabeza.

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En aquel momento estaban desiertas. En unos carritos metálicos de tres pisos unas cafeteras enormes con asa de madera, humeantes, esperaban el momento del desayuno. El fraile nos dijo que en unos minutos los estudiantes entrarían en el comedor. Ahora formaban en el patio. Nos explicó con prisa que había un cocinero jefe y varios ayudantes, así como algunas chicas que se ocupaban de fregar los cacharros y otras labores. Nos mostró unos sacos de patatas y legumbres, amontonados contra la pared. Se iban a utilizar para la comida del mediodía. Pelar las patatas llevaría un buen rato. Los estudiantes castigados también ayudaban en la cocina, en faenas de este tipo.

Aquel frailecito parecía disfrutar con los posibles castigos que nos caerían encima si éramos malos. Me entró tanto miedo que noté cómo mis piernas comenzaban a temblar. Imaginarme allí, sentado en un taburete y pelando una patata tras otra, dejándolas caer en las enormes perolas que nunca se llenarían, pelaras las patatas que pelaras, era algo que no podría soportar. Tendría que ser bueno, más bueno de lo que me había prometido ser. Nos explicó que cada día de la semana había un menú, cómo se preparaban las comidas y cómo los estudiantes encargados del reparto durante la semana estaban autorizados a entrar en las cocinas, solo ellos, sacaban los carritos hasta el comedor y allí repartían llenando los platos con gacetadas del potaje que correspondiera.

Mi papi parecía disfrutar mucho con todo aquello, aunque no se atrevió a comentarle al cura que él había sido cocinero en la mili y que ahora le seguía gustando mucho cocinar. Nos enseñó los grandes frigoríficos metálicos, incrustados en las paredes y que estaban llenos de toda clase de comida. Cada semana venían los proveedores, con sus camiones y camionetas y reponían todo lo que se había gastado. Intenté imaginarme cuánta comida sería necesaria para dar de comer a los casi mil estudiantes que estudiaban allí, en los seis cursos de bachillerato. En mi cabecita no cabían tantos números. Aquel colegio era como una ciudad entera.

Se oyeron silbatos en el patio y el fraile nos dijo que ya comenzaban a desfilar y en un minuto estarían allí.  Se apresuró a hacernos salir de las cocinas, atravesamos el comedor y antes de salir de allí nos invitó a asomarnos a las ventanas. En el patio se veían muchos estudiantes, estaban formados en fila india y los más cercanos a la puerta estaan ya desfilando, como soldaditos. Nos quedamos boquiabiertos contemplando aquel espectáculo y el cura nos pidió que nos diéramos prisa. Salimos de allí como si huyéramos y pronto nos encontramos en aquel vestíbulo tan enorme que se perdía la vista. El cura nos dijo que había llegado la hora de despedirse. Que no lloráramos, que deberíamos comportarnos como hombrecitos. A mí no me costó mucho contener las lágrimas. Estaba tan asombrado por todo lo que había visto que ni siquiera se me había pasado por la cabeza que ahora, por primera vez en mi vida, me quedaría solo.Me caía de sueño, los ojitos se me cerraban, por lo que me apresuré a despedirme. Mi papá estaba parado allí, contemplándome, con la cara un poco descompuesta por la emoción. Se sentía tan embarazado que no sabía qué hacer. Tuve que ser yo el que me acercara y le diera un beso en la mejilla. Aquello era algo inaudito. En casa nunca nos besábamos, ni nos abrazábamos o acariciábamos. Eso era algo que no hacíamos nunca. Claro que tampoco había visto a nadie mostrar cariño en público.

LOS PEQUEÑOS HUMILLADOS VIII


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Y allí estaba ahora, contemplando con arrobo las canchas de baloncesto y los campos de balonmano, mientras el cura decía que eran lo mejor de España. Nunca había jugado al baloncesto, en el pueblo no había canastas, pero lo había visto en la „tele“ de Luisito y me gustaba mucho, lo mismo que el balonmano. Estaba deseando que el cura dejara de hablar y nos llevara a galope por el resto del colegio para que cuando nos dejara en paz pudiera salir con un balón de baloncesto e intentar encestar unas canastas. ¿Dónde estarían los balones? No me atreví a preguntarlo. No abría la boca por si algo de lo que dijera pudiera enfadar al cura o a mi padre y aquella maravillosa aventura terminaba antes de empezar.

El cura nos invitó a seguirle para ver de cerca los campos de futbol y la piscina. Por fin había llegado el momento de ver de cerca lo que me llevó en la escuela a levantar el brazo como si de ello dependiera mi vida. No me decepcionaron. Eran seis, tres a un lado y tres al otro, separados por un paseo de tierra con numerosos arbolitos casi recién plantados. Cada campo tenía porterías de metal y en los tres campos de la derecha había dos porterías enormes de madera, con redes. Tardé en comprender su sentido. Los campos pequeños era para que jugaran en ellos los seis cursos de bachillerato, uno por cada curso. El campo grande, de las porterías de madera y las redes era para que jugara el equipo de futbol del colegio. La unión de los tres campos lo hacía enorme. Era de reglamento, tenía las medidas necesarias para que pudiera jugar el equipo del „cole“ que estaba en juveniles. Todo esto nos lo fue explicando el cura con toda clase de gestos y sonrisas.

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Al fondo de los patios aparecía un gran rectángulo con setos muy altos. El cura nos dijo que era la piscina. Yo sentía una gran curiosidad por ver cómo era una piscina. Me pareció enorme. Estaba llena de agua porque aún no había terminado el verano. Me daba miedo porque no sabía nadar. En el pueblo no había piscina y el río apenas cubría las rodillas, salvo en invierno que saltaba el puente cercano a la escuela.

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El cura debió de ver algo en la expresión de mi cara porque enseguida me preguntó si sabía nadar. Negué con la cabeza. No te preocupes tendrás tiempo de aprender. Y nos llevó hacia la izquierda para indicarnos que en aquella parte apenas cubría un metro. Allí podían aprender a nadar los que no supieran sin miedo a que pudieran ahogarse. En cambio en la otra parte cubría más de dos metros. Me gustó el trampolín aunque no podría utilizarlo en mucho tiempo. Tras la piscina pude ver unas extrañas paredes sin ningún sentido. Como me quedara mirándolas fíjamente el cura nos explicó que aquello era un frontón. Los vascos gustaban mucho de jugar a la pelota en el frontón. Se podía hacer con la mano, con una raqueta de madera o cesta punta, al parecer una especie de canalón curvado donde entraba la pelota y luego con el movimiento del brazo salía despedida. En la orden había muchos frailes vascos que gustaban de jugar. Lo más fácil era empezar por la pelota a mano, aunque al principio doliera mucho después salían callos y ni se notaban los golpes a la pelota.

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Todos estábamos con la boca abierta oyendo tantas novedades. El cura nos invitó a regresar al edificio, porque aún quedaba mucho por ver y pronto bajarían los estudiantes a desayunar, ahora mismo se estarían levantando. Regresamos atravesando los campos de fútbol. No dejaba ni un momento de imaginarme lo fantástico que sería jugar allí. Nos hizo entrar por la misma puerta por la que habíamos salido al patio, subir unas escaleras y caminar por aquel larguísimo pasillo en el que se perdía la mirada. Al llegar al final torcimos a la derecha y el cura nos explicó que ahora íbamos a ver la joya del colegio, una iglesia tan grande y moderna que no había otra igual en España.

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La puerta era grande, de madera, con dos jambas. El cura sacó un llavero de l bolsillo de su pantalón, bajo el hábito, y abrió la puerta. Nos invitó a pasar con una sonrisa. Entramos y un asombrado „¡oooh! Salió de nuestras gargantas al mismo tiempo. Era una iglesia enorme, y muy moderna. Se podría decir que habían utilizado uno de los pabellones de tres plantas y con dos clases en cada una, para vaciarlo y construir la iglesia. Solo que el pabellón parecía más grande, más ancho, y sobre todo más alto. Miramos hacia arriba y se nos perdió la vista.

Al fondo había un cuadro, un mosáico, o lo que fuera, que yo no había visto nunca algo parecido. Un altar de piedra ocupaba el centro de una gran plataforma a la que se accedía por escaleras de mármol negro o gris o el color que fuera, que yo no entendía mucho de colores. Las paredes estaban desnudas y parecían un poco como las de un edficio moderno. Me gustaban más las iglesias de los pueblos, con su campanario, o la catedral que me había enseñado mi padre cuando fuimos a la capital a comprar algo que no recuerdo.  La catedral era también de piedra, pero parecía mucho más antigua y más bonita, con sus torres y vidrieras.

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No es que no me gustara aquella iglesia, pero me parecía demasiado moderna, como un edificio de ladrillo solo que distinto. Era muy ancha. Un pasillo central y a los lados dos filas de bancos de madera. Allí podría caber todos los habitantes de nuestro pueblo y aún sobraría sitio. ¿O no? Me sentía incapaz de calcular, aunque si era cierto que seríamos más de quinientos entre los seís cursos, como nos había dicho el cura al enseñarnos los dormitorios, entonces puede que me equivocara, porque mi pueblo tenía más de quinientos habitantes. ¿O no?

Nos enseñó los cuadros del viacrucris que estaban a los lados de los bancos. Eran de madera, pero demasiado modernos, como todo en aquella iglesia. Hasta los confesionarios que había a la entrada y detrás de alguna columna eran demasiado grandes y modernos. Eso sí, de una madera muy sólida.  El cura se persignó después de tomar agua bendita en una de las dos pilas que había a cada lado de la puerta y nosotros hicimos lo mismo. Nos acompañó hasta el altar y nos hizo entrar a la sacristía que estaba en una esquina y que no habíamos podido ver desde la puerta, porque la tapaba un trozo de muro. Salimos otra vez al altar y me quedé mirando con fijeza el cuadro. Dentro de lo que me pareció una especie de diamante azul, muy raro, estaba la Virgen María con el niño y a su alrededor y debajo numerosas figuras que parecían frailes rezando, con las manos juntas, algunos de rodillas. El fraile se acercó y me revolvió un poco el pelo. Me disgustó aquel gesto, que aunque parecía cariñoso, me resultó un poco humillante, como si yo fuera un niño pequeño. También me avergonzaba que aquel cura pensara que yo era muy devoto. Sí, desde la primera comunión rezaba mucho, todos los días, el padre nuestro y el avemaría, antes de dormir y cuando tenía un problema gordo durante el día, y no dejaba de pensar en la salvación de las almas, en el cielo y el infierno y en lo fácil que era pecar y si luego no te confesabas y te arrepentías podías condenarte al fuego eterno por toda la eternidad. Pero aquello no era algo que deseara que los demás supieran. Era algo solo entre Dios, la Virgen María y yo. Supuse que me había delatado la mirada y la postura respetuosa. No odía evitarlo. La mentira era un pecado y yo no quería ir al Infierno, ni siquiera por un pecado tan leve.

El cura se regodeó enseñando la iglesia y explicandolo todo.Cómo era obligatorio confesarse todos los viernes por la tarde y comulgar, al menos una vez por semana. Sentí miedo, porque en aquel lugar tan nuevo me sentía incapaz de no pecar, al menos una vez al día. Y pecar era terrible, incluso los pecadillos más tontos te podían condenar al infierno. Los pecados veniales, acumulados, se convertían en pecados mortales y un solo pecado mortal te condenaba al infierno de todas-todas. No era posible tener la seguridad de que en el último momento ibas a poder confesarte o hacer un acto de profunda contricción para que Dios te perdonara y pudieras ir al cielo. Había que estar muy atento, porque la muerte llegaba en cualquier momento y si te pillaba descuidado, ¡zás!, ya estabas en el infierno. Y eso no era cualquier cosa, toda la eternidad, un día tras otro, un año tras otro, para siempre, allí metido en las calderas de Pedro Botero, quemándote el culo y lo que no es el culo. Es un sufrimiento espantoso que nadie puede soportar. Todo aquello me lo habían enseñado desde el catecismo y lo creía a pies juntillas. Por eso me confesaba al menos una vez a la semana y cada vez que cometía un pecado mortal. No quería ir al infierno, antes cualquier cosa. Pero decir los pecados a un cura, que no dejaba de ser un hombre, aunque con sotana, cada vez se me hacía más cuesta arriba. No soportaba la angustia de hacer un recuento de los pecados y luego una lista para decírsela al cura. Me daba una vergüenza terrible.

En aquella iglesia tan grande me imaginé diciéndole al cura mis pecados todas las semanas y el mundo se me cayó encima. Quería salir de allí cuanto antes y no veía el momento. Por fin el cura se cansó de tanta cháchara y salimos fuera. Ahora, nos dijo, iríamos al salón de actos. De lo mejorcito de España y del mundo. Y sí que lo era, porque nada más entrar me quedé con la boca abierta. Allí cabía mucha gente, pero que mucha, todos sentaditos para ver las películas o las obras de teatro. El cura nos dijo que allí podía verse la televisión, cuando había algún acontecimiento deportivo, o el cine, todos los fines de semana, o alguna obra de teatro, representada por los mayores en las fiestas del colegio. Aquello me entusiasmo, porque yo no había visto aún ninguna obra de teatro y me parecía el espectáculo más maravilloso del mundo.

Nos dejó bajar por aquella cuesta tan empinada y sentarnos en la butaca que más nos gustara. Solo pensar en las películas de Charlot o del Gordo y el Flaco me relamí de gusto. A pesar de estar medio dormido y de que me dolía todo el cuerpo, por las dichosas piedrecitas de la entrada, tanta novedad me empezaba a entusiasmar de tal manera que temí comenzar a dar saltos de alegría.

LOS PEQUEÑOS HUMILLADOS VII


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Lo cierto fue que ocurriera lo que ocurriera aquel fue el verano más decisivo de mi vida y uno de los más angustiosos. La visita del cura coincidió con el fin del curso, si no terminó aquel día no pasaría más de una semana para que saliéramos por la puerta de la escuela dando gritos con una alegría salvaje. Las vacaciones de verano, que duraban tanto como la estación, era el periodo más feliz en la vida de un niño. Tres meses sin estudiar, sin pisar la escuela, sin deberes, jugando todos los días, sin pensar en nada que no fuera divertirse. El paraíso de los niños deber ser algo muy parecido a unas vacaciones escolares.

Llegaba a casa de jugar a las chapas o a las canicas o de darme una vuelta por las montañas cercanas y siempre encontraba a mi madre en la cocina, bordando en la ropa mis iniciales. Eran solo dos letras pero aquella mujer debió pensar que me iba al Vaticano, con el Papa, porque cada prenda llevaba en una esquina o en el cuello una verdadera obra de arte. Las iniciales eran muy bonitas. Yo me quedaba embobado mirándolas. Pronto el remordimiento de exigir un sacrificio tan grande a mis padres me llevaba a refugiarme en mi habitación. Allí no podía evitar que mi mente me representara todo lo que me esperaba en aquel colegio. Los campos de futbol eran el pastel y la convivencia con los curas y con los demás niños el plato de comida podrida que no podría tirar por el retrete.

Ya me veía fichado por el equipo de mis amores, el Real Madrid. Miraba el album de cromos de futbol que tanto me había costado completar y la fantasía me ponía delante de los ojos lo que yo sería dentro de unos años. El más famoso y el más adorado de los futbolistas. Me tumbaba en la cama dejando que la mente volara y volara. De pronto, en lo mejor de la aventura, algo oscuro despertaba en mí. Yo era un niño muy tímido, muy sensible, todo me hacía daño, todo me entristecía, ¿cómo iba a pasarme un año entero en aquel enorme colegio, lejos de mis padres y hermanos, soportando las bromas crueles de los compañeros?

La angustia se apoderaba de mí. Incapaz de permanecer más tiempo en la cama, con aquel dolor de tripa que me producían los nervios, salía otra vez de casa y me iba a dar un paseo por la montaña. Al menos el movimiento me calmaba un poco. No mucho, porque enseguida pensaba en mi padre en el fondo de la mina y en mi madre, bordando y bordando todo el día, y casi deseaba morir para no enfrentarme a la vergüenza de haber levantado la mano un día mientras pensaba en los campos de futbol.

Mi madre sonreía orgullosa cuando me enseñaba las iniciales en la ropa. Lo hacía cada vez que llegaba a casa. No entendía que yo pusiera mala cara y me encerrara en la habitación. Aquel era un vestuario más adecuado al hijo de un rico que al de un minero. Cuadro juegos de ropa de cama, de quita y pon, como decían. Pantalones cortos, pantalones largos, pantalón de deporte, albornoz, toallas de baño y toallas normales. Un trajecito preciso con chaqueta y pantalón corto que me hizo el sastre del pueblo. Zapatitos de charol, brillantes. Camisas blancas para las fiestas, corbata… Ni un ministro tenía tanta ropa, como decía mi padre.

La empatía que sentía hacia aquel enorme sacrificio económico que suponía comprarme tanta ropa me angustiaba hasta límites insufribles. Mis padres debieron notarlo en mi cara porque no cesaban de recriminarme la ingratitud que demostraba. En vez de estar alegre y agradecido por lo que estaban haciendo por mí, yo ponía cara de sepulturero. Este niño no tiene remedio, decían, no merece lo que estamos haciendo por él. Incapaces de comprender la terrible lucha que libraba en mi interior lo achacaban todo a mi insensibilidad. Aquello recrudecía aún más mi angustia, hasta el punto de que cuando los compañeros de juegos golpeaban la ventana de la cocina mientras comíamos para preguntarme si saldría luego a jugar yo buscaba mil escusas para no hacerlo. En lugar de ello salía a escondidas de casa y me iba al monte. Allí trepaba y trepaba hasta agotarme. Me sentaba en una piedra y le daba mil vueltas al mismo problema. Era un niño idiota que había levantado la mano en un gesto compulsivo, sin saber lo que hacía, y eso había puesto a mis padres en una situación insostenible. Les diría que no, que no quería ir al colegio. Pero luego me imaginaba unos años más tarde, saliendo de la mina con la cara ennegrecida por el polvo del carbón, como un auténtico negro, y recordaba los reniegos de mi padre, quejándose de la humedad, de aquellos chorros de agua fría que caían del techo de la galería y que le obligaban a permanecer con la ropa empapada toda la jornada mientras ponía las vías para las vagonetas, y aquel futuro me parecía tan espantoso que casi prefería sufrir el tormento de la vergüenza.

Yo era un niño debilucho, enclenque, pequeñajo y con las patas de alambre, tan tímido, tan sensible, que nunca podría soportar aquel tipo de vida. No existía una alternativa aceptable a la decisión que tomaba a cada minuto de abandonar aquella estùpida aventura. Y los días pasaban con lentitud. A veces, incapaz de soportar la soledad, aceptaba salir a jugar a las canicas y me dejaba ganar las mejores, las de acero que me traía mi padre de los rodamientos de las máquinas o las de cristal de colores que compraba en el quiosco de las pipas, solo para que los niños dejaran de molestarme con aquellas expresiones de que yo creía ser un rico  y más listo que nadie porque ya no quería jugar con ellos. Eran crueles. Tampoco ellos comprendían que era la vergüenza y la angustia las que me obligaban a huir de ellos. Hasta Luisito, mi mejor amigo, se enfadaba muchísimo cuando yo me negaba a ir a su casa, los sábados por la tarde para ver en su „tele“ una de las pocas que había en el pueblo, la serie de Viaje al fondo del mar, que tanto me gustaba, o los dibujos de los Picapiedra o del oso Yogui.

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Para mí era un gran sacrificio privarme de aquellas aventuras con el pulpo gigante y el submarino en Viaje al fondo del mar o del oso Yogui. Sentía una gran simpatía por Bubú, aquel pobre niño que era tan bueno y que no soportaba que Yogui hiciera las trastadas que hacía. Me gustaba hablar con él. Era uno de mis „amiguitos“ preferidos. Hablar con mis amigos invisibles era uno de mis grandes placeres que iba perdiendo porque de ahora en adelante yo tendría que ser un „hombrecito“ antes de tiempo.

Pero por fin, después de tanto sufrimiento, llegó el gran día. Todo estaba preparado. Las dos maletas gigantes que mis padres habían tenido también que comprar, a plazos, de fiado, como seguramente hicieron con todo el resto. Toda la ropa bordada con mis iniciales y colocada en su interior. El trajecito que llevaría en el viaje colocado en la silla de la cocina para que no se arrugara. Mi madre no cesaba de recordarme que escribiera, al menos una vez a la semana, que cuidara de que no me robaran la ropa, de que estudiara mucho porque si no sacaba beca no podría continuar los estudios. A pesar del enorme esfuerzo que hacía para controlarme, a veces explotaba y gritaba que me dejara en paz.

Aquella noche dormí muy mal y cuando me levanté me sentí tan cansado que no salí de casa por la mañana. Comimos deprisa y nos fuimos al autobús que nos llevaría a la capital, donde subiríamos al tren que nos llevaría al colegio. Mi madre lloró a moco tendido y no quería dejarme marchar. A mi padre se le humedecieron los ojos, y yo, incapaz de llorar, puse cara de funeral. De esta triste manera se inició mi aventura.

LOS PEQUEÑOS HUMILLADOS VI


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Caminamos fuera del patio y entonces veo algo que hace que mis ojos brillen de alegría. Hay una enorme planicie con el suelo de cemento. Allí hay muchas canchas de baloncesto y campos de balonmano. Siento del deseo de gritar y de saltar, pero me contengo. El cura ha visto mi alegría y me pregunta. ¿Te gusta el deporte? Asiento con la cabeza, incapaz de hablar. ¿Qué deporte te gusta más. El futbol. Sonríe. ¿De qué equipo eres? Del Real Madrid. Nueva sonrisa. ¿ Y quién te gusta más Gento o Amancio? Digo que Gento porque corre más. Nos dice que los fines de semana por la tarde podremos escuchar carrusel deportivo de la Cadena Ser, a través de los altavoces. Y nos los señala.

Me gustaría tener un balón, de reglamento, de cuero, si pudiera ser y ponerme ya mismo a jugar. He visto que donde acaba el patio de deportes hay un talud pronunciado y al fondo están los campos de futbol. Aunque voy vestido conmi trajecito de las fiestas, chaqueta y pantalón corto y zapatos de charol, conforme a las instrucciones que les dejaron a mis papis, no me importaría ponerme a jugar, tal como estoy.

Entonces recuerdo cómo supe que tenía vocación. Estábamos en la escuela del pueblo. Era un día como cualquier otro. Entonces llamaron a la puerta y el maestro fue a abrir. Volvimos la cabeza y allí estaba un cura raro. En vez de sonata llevaba un hábito negro con capucha que le caía sobre la espalda. El maestro le saludó y ambos caminaron hacia el encerado. Allí se volvieron y todos miramos al cura raro  con ojos como platos. Nos lo presentó. No recuerdo el nombre. Era un fraile de la orden de los agustinos y venía a hablarnos de la vocación. El hombre de negro se persignó y comenzó a decirnos qué era la vocación. Nos comentó el pasaje del evangelio en el que Jesús llega a donde están pescando unos hombres y les dice que dejen todo, que les hará pescadores de hombres. Y comienza a decirnos qué grande es la vocación de seguir a Cristo y cómo no hay tarea mejor que salvar almas. Habla muy bien. Todos nos quedamos embobados. Hay un gran silencio, nadie se mueve, ni siquiera los mayores que siempre están armando jaleo. Me siento raro, nunca había pensado en eso, aunque desde la primera comunión rezo todos los días y voy a comultar los domingos, después de confesarme con el cura del pueblo. He pensado muchas veces en ir a Africa a salvar „negritos“ , pero nunca imaginé que eso se pudiera hacer de verdad. Pero lo que me deja fuera de mí es lo que dice del colegio. Parece como un cuento de hadas. Sobre todo me gusta que haya tantos campos de futbol y de baloncesto y de balonmano. Quiero ir. ¡Cómo me gustaría ir!

Me abstraigo en mis fantasías, por eso no entiendo muy bien lo que dice. Solo sé que he alzado la mano. Yo quiero ir allí a jugar al futbol. ¿Es por eso que he subido el brazo? El fraile se me acerca. El maestro le dice al cura que yo soy el mejor alumno, que tengo muy buena cabeza. Que sería una pena que se desaprovecharan mis posibilidades. Ambos se acercan a los ventanales y hablan en voz baja. El maestro dice que se ha terminado la clase por hoy. Cuando voy a salir, me retiene. ¿Te gustaría que fuéramos a hablar con tus padres? Asiento con la cabeza sin saber muy bien lo que estoy haciendo.

Veo como en un sueño cómo ellos me acompañan hasta mi casa. Aquel día está también mi padre porque ha trabajado en el turno de noche. Su sorpresa no tiene límites. Mi madre está muy nerviosa. No sabe dónde meterse. Pide disculpas, podían haber avisado. No ha tenido tiempo de limpiar. Le dicen que no importa. Ella les hace pasar a la cocina y ni siquiera se le ocurre invitarles a nada. Ellos no parecen darse cuenta. Hablan de mi como si yo no estuviera presente.El maestro dice que soy un genio, que sería una pena desaprovechar mi cabeza. El cura dice que Dios no les perdonaría si torcieran mi vocación.

Mi madre está tan nerviosa que no sabe dónde mirar. Mi padre también está nervioso aunque se le nota el orgullo de tener un hijo tan listo. El cura les explica lo del colegio, los estudios, los campos de futbol. Mi madre dice que nada le gustaría más, pero son muy pobres, el suelo no llega a final de mes. Interviene el maestro. Les dice que hay becas y que yo con mi cabeza sacaría beca todos los años. Solo tendrían que pagar la ropa necesaria y algunos gastos extra. Mi padre pregunta cuánto. Se le nota que le gustaría poder hacerlo, pero es excéptico, aunque fuera una cantidad mínima no podrían hacer frente.

El cura les entrega unas hojas mecanografiadas. Allí está toda la ropa necesaria y los gastos imprescindibles. Mi madre la lee y casi se desmaya del susto. Recupera su valor y pregunta. ¿Y el albornoz? Es necesario para salir de la ducha, hay que guardar el recato, y para ir a la piscina. ¿Hay piscina? Pregunta mi padre. El cura le explica cómo es la piscina. Mi madre ya se ha recuperado. No la convencerán fácilmente. Esto parece el ajuar de una novia. El cura toma la ocasión por los pelos. Sí, en efecto, la vocación es como el matrimonio del alma con Dios.

Hablan y hablan. Parece imposible que les convenzan. Entonces el maestro utiliza el argumento definitivo. Se dirige a mi padre. ¿Te gustaría que tu hijo fuera minero? Mi padre se derrumba. Siempre me ha dicho que la mina es lo último. Admite que sería fantástico que yo fuera al colegio, pero no podrán pagarlo. Es imposible. Mi madre hace cuentas por encima. El cura les dice que pueden pedir fiado, que podrían pagarlo en varios meses. Luego, el curso siguiente, todo sería gratis porque yo sacaría beca. Mis padres dicen que se lo pensarán, que no pueden dar una respuesta definitiva. El maestro queda en volver a visitarles. Cura y maestro se van y en casa queda una espada sobre nuestras cabezas. Mi madre me pregunta qué he hecho. Les digo que nada, solo les dije que quería ser cura. Mi madre es muy religiosa y eso la enorgullece. Mi padre está muy alegre y nervioso. Ya te dije que tu hijo es muy listo. Le dice a mi madre, que asiente pero enseguida contraataca. ¿Cómo vamos a pagar todo eso? Ni que fuéramos ricos. Y suelta una carcajada nerviosa. Todo queda en el aire. Aquel día comemos con angustia, como si en lugar de irme al colegio me fuera a la guerra.

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No recuerdo qué fue lo que realmente ocurrió para que mis padres se embarcaran en aquel bote lleno de agujeros. Solo un milagro pudo lograr lo imposible. Tal vez cuando el cura se marchó volvió a pasar por casa para intentar convencerles de que mi mente era demasiado genial para dejar que se pudriera en el fondo de una mina. Si eso fue lo que hizo yo no estaba en casa y mis padres no me comentaron nada.

El cura les había dejado la lista de todo lo que yo iba a necesitar y las instrucciones correspondientes. Con seguridad debió mantenerse en contacto con el maestro para saber la decisión definitiva. Debió haber visitado muchos pueblos, aunque no en todos encontrara un tonto como yo, más bien creo lo contrario, que en muy pocos la semilla fructificó, aún así aquel verano estuvo muy ocupado, o estuvieron muy ocupados aquellos pescadores de hombres que visitaron la provincia, las provincias, para conseguir recolectar más de cien chavales en las escuelas de media España. Era la época de las vocaciones, el florecimiento de las sotanas negras.

LOS PEQUEÑOS HUMILLADOS V


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El fraile nos sugirió que tal vez lo mejor sería subir las maletas a los dormitorios, de esta forma estaríamos más libres para visitar el resto del colegio. Nos precedió, abrió la puerta acristalada y por el pasillo nos llevó hacia unas escaleras, por las que trepamos como pudimos con las maletas. Yo intenté hacerme con una pero mi padre no me lo permitió. Los dormitorios estaban en el tercer piso. Bueno creo que había otros dormitorios en el segundo, pero nosotros, los nuevos ocuparíamos uno de los dormitorios del tercero, a la izquierda de la puerta de entrada.

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El fraile no paraba de hablar. Se le notaba que estaba muy orgulloso de aquel colegio inmenso. Había costado más de mil millones de pesetas. Aquella cifra me mareó. Por mucho que lo intentara no lograria nunca imaginarme lo que ocuparía ese dinero ni cuántas barras de pan se podrían comprar. Los dormitorios tenían cabida para más de cien alumnos, y eran cuatro. El nuestro estaría ocupado por los nuevos, los que entrábamos aquel año, junto con algunos de segundo curso.

A mí me tocó una cama en una fila que miraba hacia los ventanales que se veían al fondo. Cada fila de cama estaba separada de la otra por un muro de ladrillo en el que estaban empotrados pequeños armarios de madera.  A cada lado del muro había camas cuya cabecera entraba en un pequeño hueco y al lado de la cama el correspondiente armarito. Era curioso ver cómo encajaban por ambos lados. El hueco de una fila era ocupado por un armario al otro lado y al otro lado del armario estaba el hueco de la cama del otro pasillo. Muy ingenioso. Las filas eran enormes, mirabas desde la primera y te costaba ver la última.

El fraile pidió a mi padre que dejara las maletas sobre la cama sin hacer. Ya las desharía yo más tarde. Lo que más me gustó fue un pequeño truco que nos enseñó aquel religioso. Incluso a los niños les gusta un poco de intimidad, me dijo. Pues nada más sencillo. Se abre la puerta del armario y hace como de cortina para que no nos pueda ver el de al lado y como éste también abre la puerta, cada alumno está encajonado entre dos puertas, de esta manera le produce la sensación de tener su pequeña habitación.

Luego nos llevó a los servicios. Estaban al fondo del dormitorio. Me hizo gracia la puerta, era de vaivén, como aquellas de los salones del oeste que había visto en las películas del pueblo. Eran enormes y casi como nuevecitos. Estaban tan limpios que se hubiera notado una mosca muerta en los lavabos. Nos enseñó las duchas y los retretes. Me gustó que se pudieran cerrar por dentro con un pequeño pasador. La posibilidad de que alguien pudieran entrar mientras yo estaba haciendo mis necesidades me puso los pelos de punta.  Lo que me disgustó fue que la puerta no llegara hasta el suelo. Quedaba un espacio como de dos cuartas. Un compañero con ganas de bromas podría tumbarse en el suelo y mirar a través de aquel agujero. Era un poco rebuscado, pero los niños solemos hacemos cosas tan raras como esas.

Mi padre se quedó con la boca abierta al ver el dormitorio y aún se le abrió más en los servicios. Tenían que ser enormes para que más de cien niños pudieran asearse todas las mañanas sin necesidad de hacer cola durante horas.El fraile explicó lo de las puertas, que había llamado la atención de mi padre, que se atrevió a preguntar. Algunos niños enrabietados se encierran por dentro y es necesario saber si están bien. Ya sabe usted cómo son los niños.

El hombre con el hábito negro, como ala de cuervo, procuraba ser amable, yo diría que incluso se pasaba de obsequiso o pelota. Nos invitó a acercarnos a los ventanales. Estaban muy lejos de la cama que me había tocado. Me consolé pensando que el próximo curso yo estaría allí. Las ventanas eran enormes, eso permitía que el sol iluminara el dormitorio y hubiera luz suficiente para todos los niños. Desde allí podía verse el jardín o parque, como lo llamó el cura. Estaba muy cuidado. Me pregunté si tendrían jardineros. No abrí la boca porque estaba tan asustado de que algo saliera mal y me tuviera que volver a casa que casi intentaba ser invisible.

Salimos del dormitorio y bajamos las escaleras. En el primer piso se detuvo para enseñarnos nuestra aula. Por lo visto los nuevos estaríamos en el primer piso. Al parecer allí cuanto más alto estabas más mayor eras y más categoría tenías. Del cuerpo principal  del edificio salían tres o cuatro pabellones. Allí estaban las clases. Nuestro pabellón era el más alejado del comedor y el más cercano a la capilla. En el primer piso había dos clases y al fondo un servicio muy amplio, que el cura nos enseñó casi con delectación. Estaba muy interesado en que apreciáramos la limpieza. Luego entramos en la clase más cercana a la escalera que al parecer sería la nuestra. Lo deduje porque nos preguntó los apellidos.

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No podía ser más bonita. Los pupitres eran modernos e individuales. Me gustaba estar solo. Una enorme pizarra ocupaba la pared más cercana a la puerta. Había una tarima de madera con una papelera y la mesa del profesor al final, cerca de la ventana. Todas las ventanas eran muy grandes y tenían unas persianas muy modernas que yo no había visto nunca. El fraile nos enseñó cómo se bajaban y subían y cómo se podían entornar, más o menos, según la luz que se quisiera pasar y los días, si eran más o menos soleados.

Hizo que nos sentáramos a un pupitre. Yo procuraba no mirar a Antonio para no reírme y tampoco miraba a su padre porque no me caía bien, no sabía por qué. En cuanto a mi padre, procuraba mirarle lo menos posible, no fuera que se pusiera nervioso y montara una escena, como decía mi madre cuando veía que se acercaba una tormenta. Me gustó mucho el pupitre. Era de color verde, el color que más me gustaba y además tenía un gran cajón para meter los libros. Yo había descubierto que se levantaba la tapa. El fraile esperó a que los dos niños examináramos todo, luego se acercó a la tarima y explicó que alli se sentaba el profesor. Aprovechó la ocasión para ensalzar a los profesores. La mayoría eran frailes de la orden, aunque había algún seglar, concretamente el profesor de matemáticas, don Matías, que había sido coronel en el ejército de Franco, y que era de lo mejorcito. También el profesor de dibujo, un gran artista.

Como yo me quedara mirando con reverencia el crucifijo y una ilustración muy bonita de la Inmaculada Concepción, el cura me preguntó si sabía quien era. Lo dije balbuceando. Muy bien, respondió. En efecto es nuestra madre santísima. Espero que seas muy devoto de ella. Asentí con la cabeza. Mi timidez y reverencia ante la imagen de Cristo y de su madre le conmovió un poco. Me colocó la mano sobre la cabeza y revolvió mi pelo con cariño. Eso hizo que me sintiera importante y devoto, aunque me avergonzara aquella muestra de cariño. No dijo nada de la foto de franco, muy grande, en la que se veía al generalísimo en traje militar, posando en su despacho. También estaba Jose-Antonio, un hombre vestido con el uniforme de Falange y cuya mirada me pareció muy triste. No me gustaba aquel hombre, aunque parecía guapo. Tampoco me gustaba Franco, le tenía demasiado miedo y me pareció un hombre pequeñajo y con muy poca presencia.

Salimos de la clase mientras el cura nos explicaba que al acabar la asignatura sonaría un timbre que estaba encima de la puerta y que nos enseñó. Era redondo, metálico, muy moderno. Yo no había visto nada parecido. En la escuela era el maestro quien daba dos palmadas cuando llegaba la hora de ir al recreo. Bajamos las escaleras y llegamos al sótano. Allí estaban los vestuarios. Nos los enseñó con mucho entusiasmo. El cura no dejaba de frotarse las manos. Parecía tan nervioso como nosotros, aunque no demostraba para nada tener prisa por acabar de enseñarnos el colegio. Aprovechaba cualquier cosa para decirnos lo bien que estaba todo. Los vestuarios eran muy grandes, como todo. Había unos bancos de listones en el centro, para sentarse y vestirse. También había muchas duchas, retretes y unos armarios metálicos que ocupaban todas las paredes. Cada uno tendría su propio armario que se cerraba con llave. Abrió uno. Allí se tenían que dejar las playeras y la ropa de deporte. No se permitía guardarla en el dormitorio. Aunque se cuidaba mucho que nadie robara nada y se vigilaba de cerca y se expulsaba a quien se le encontrara robando, él aconsejaba que cada alumno cerrara con llave y se quedara con ella. Para evitar tentaciones, dijo.

También dijo una frase en latín, mens sana in córpore sano, y tradujo. Mente sana en cuerpo sano. El deporte era muy importante para que los estudiantes pudieran explayar su energía y concentrarse en los estudios. También dijo que eso evitaba las tentaciones. No sé a qué se refería. Salimos de los vestuarios y por una puerta entramos en una gran sala. Allí había de todo. Mesas de ping-pong, futbolines, tableros de ajedrez y de parchís en las mesas. Hasta una mesa de billar. Era el salón de ocio, indicado especialmente en los inviernos, cuando hacía frío y no era aconsejable que los alumnos salieran al patio. Me llamó la atención las enormes tuberías que recorrían todo el techo. Todo era enorme en aquel colegio.

Mi padre estaba tan asombrado que no decía nada y el padre de Antonio no se atrevía a rechistar, era mucho más silencioso y yo creo que estaba aún más asustado que nosotros. Subimos de nuevo las escaleras y salimos a un patio, formado por dos pabellones que salían del cuerpo principal del edificio. Me llamó la atención que el patio estuviera empedrado con pequeños guijarros puntiagudos, lo mismo que la escalera donde habíamos dormido. Eso no me pareció bien. Tenían que hacer daño al caminar y si nos caíamos nos abriríamos brechas en las rodillas. Allí nos dijo el cura que se formaba en fila antes de regresar a las clases del recreo o para ir al comedor.

LOS PEQUEÑOS HUMILLADOS IV



DIARIO DEL AUTOR
Esta mañana me llevé un buen susto. Me desperté sin saber quién era ni dónde estaba. Sentado en la cama, miré hacia la ventana por donde entraban los primeros rayos de sol del nuevo día, como si me hubiera vuelto tonto. Mi mente se quedó en blanco por completo. Mis piernas no me respondieron cuando quise levantarme, tampoco hubiera sabido a dónde ir. Me miré las manos y me parecieron viejas y sarmentosas. ¿Era yo un viejo? Necesitaba una respuesta a esa pregunta, esa fue la razón que me llevó hasta el servicio. Cuando me miré en el espejo supe que, en efecto, no solo era viejo, sino mucho más de lo que imaginara.

 

Fue entonces cuando fui consciente de una necesidad imperiosa: me estaba meando. Me costó orinar, sentí dolor,era como intentar hacer pasar una pequeña corriente de agua repleta de arena por un muro de ladrillo. Un hilillo atravesaba la pared por alguna rendija, luego se paraba y tenía que volver a buscar otra rendija. Decidí dejar que todo ocurriera sin hacer el menor esfuerzo, ni en un sentido ni en otro. Mientras miraba los azulejos frente a mí una intensa angustia se apoderó de mi cuerpo y solo de él, puesto que la mente en realidad ya no era mía. Era preciso recordar mi nombre, el primer paso hacia la recuperación de la memoria. ¿Cómo me llamaba? Me costó pronunciar algún nombre, cualquiera, los primeros que acudieron a mi cabeza. ¿Me llamaba Luis, Pepe, Paco…?

Podía ser cualquiera de ellos y ninguno. Una intensa tristeza se apoderó de mi. Cuando pasé mi mano por la cara la noté húmeda. Estaba llorando y ni siquiera me había dado cuenta. La puerta del servicio se abrió y un abuelo delgaducho, con los ojos perdidos, completamente desnudo, se plantó ante mí, sin verme. ¿Quién era aquel hombre? Por un momento me olvidé de mi problema y a punto estuve de carcajearme. Solo me lo impidió la sensación sufrida al mirarme al espejo. Yo era también un abuelo y puede que aún estuviera peor, puesto que ni siquiera recordaba mi nombre.

Se quedó plantado en el dintel de la puerta, como un espantapájaros, mirando sin verme. No supe qué hacer. En realidad no tuve que hacer nada, de pronto se dio la vuelta, como a cámara lenta, y arrastrando los pies regresó a la habitación. Entonces me asaltó una imagen, como un dejá vu, aquella era una residencia de ancianos y aquel hombre era mi compañero de cuarto. No estaba seguro, pero lo habría jurado sobre la Biblia.

Escuché una voz de mujer preguntando por un nombre. Parecía la voz de una chica joven. Quienquiera que fuera no se preocupaba lo más mínimo por el ruido. Entró a la habitación alborotando como una adolescente un día de excursión. Sentí vergüenza de que me viera así y levantándome de la taza cerré la puerta de golpe. No me sirvió de nada. Una mano firme la abrió sin contemplaciones.

-Hola Cosme. ¿Dónde se había metido?

Me quedé paralizado, incapaz de emitir el menor sonido. La chica me parecía conocida, ¿tal vez mi hija?, imposible, su uniforme la delataba. ¿Me encontraba en un hospital? Debió ver algo raro en la expresión de mi rostro.

-¿Se encuentra bien?

No contesté. Era como si mi boca no pudiera pronunciar las palabras que se iban formando en mi mente.

-Siéntese en la taza. Así. Ahora dígame cómo me llamo yo.

Hice un esfuerzo. Si era mi hija tenía necesariamente que saber su nombre… No, ya lo había descartado. Bueno, si era una enfermera parecía conocerme bien, yo también tendría que conocerla. Nada. Mi mente estaba en blanco.

-Tranquilícese, Cosme, voy a pedir ayuda. Si puede oirme mueva la cabeza.

Lo hice de forma automática.

-Si no puede hablar haga lo mismo.

Se marchó, dejándome allí solo y muy angustiado. Regresó con un hombre en bata blanca, calvo y regordete. Me examinó el pulso y comenzó un interrogatorio que me hizo sentirme muy mal. Cómo me llamaba, cómo se llamaba él, cómo se llamaba la chica, dónde me encontraba… No supe contestar a nada.

-Lo esperaba, pero no tan pronto. Beatriz, prepárele para llevarlo al hospital. Voy a llamar a una ambulancia. ¿Puede ir con él?

-Tendré que decírselo a mis compañeras.

-Hágalo. Quédese allí con él, todo el tiempo necesario, hasta que le hagan todas las pruebas. Habléle, sin agobiarle y esté atenta a sus reacciones.

-Sí doctor.

El se marchó y ella me preguntó si había terminado. ¿De qué? Me aseó un poco en el lavabo, secándome con una toalla. Luego me condujo con cuidado hasta mi cama. Me obligó a sentarme y se ocupó de buscar mi ropa y de vestirme.
-¿No me recuerda Cósme?

Hice un esfuerzo por contestar, pero solo me salió un gruñido. Moví la cabeza de izquierda a derecha.

-No te preocupes, ya te acordarás. Soy Beatriz, Bea, y hemos hablado mucho, somos buenos amigos…Imagino que quieres saber dónde estás. Esto es una residencia de ancianos. Te han diagnosticado Alzheimer. Lo recordarás todo. No te preocupes. Ahora tranquilízate y no te esfuerces.

Llegó otro hombre con uniforme blanco y una silla de ruedas. Me colocaron en ella con cuidado y me bajaron en el ascensor. Cerré los ojos y esperé. Me sentía muy raro, cada vez más, y eso me angustiaba mucho sin saber por qué.Me llevaron al hospital, me hicieron pruebas. Pasamos allí varias horas. En cuanto llegamos comencé a recordar, solo un poco, lo suficiente para hacerme consciente de lo mal que estaba. Bea no dejaba de hablarme. Me tomaba la mano y me hablaba de mi novela, El pequeño Celemín, o algo así. Decía que yo se la estaba contando. Que la escribía en mi ordenador portatil todos los días. Aquello me angustió. ¿Dónde estaba mi portatil? Lo dije en voz alta.

-Vaya, Cosme, ya has recobrado el habla. Ahora te irás acordando poco a poco de todo. No te preocupes, el portatil está bajo llave en un armario, te lo damos después de desayunar. ¿No lo recuerdas?

Llegamos a tiempo para comer en la residencia. Los recuerdos habían estado goteando de mis neuronas toda la mañana. Para entonces ya sabía quién era y la relación que me unía con Beatriz. Me puse colorado al recordar cómo la trataba. Sin poder controlarme se lo dije, rogándole que me perdonara. Ella se echó a reír.

-Vaya con el viejo verde, quién iba a pensar que me pediría disculpas. Jaja.

Viendo mi expresión compungida me tomó la mano y me dijo al oído.

-Puedes decirme todo lo que quieras, lo buena que estoy, lo que te gustaría hacer conmigo. No me molesta. Me alegro de que vuelvas a ser tú mismo.

Fue un tremendo choque el que recibí aquella mañana. Me sentí como un niño indefenso, como un recién nacido. Aquello me convenció de que mi tiempo era ya muy limitado. Tenía que terminar la novela, como fuera. Tras la comida Bea me dijo que terminaba el turno pero que comería y regresaría para estar conmigo. Me negué, le dije que no, que estaba bien. Me puse cerril. Al fin cedió. Me pasé toda la tarde trabajando en la novela.No me centraba, no sabía muy bien cómo encajar los párrafos. No me rendí, lo importante es que la historia tuviera sentido, que no diera excesivos saltos en el tiempo. Fui copiando en el archivo principal los párrafos que me parecieron sincronizados cronológicamente, aunque procedieran de distintas versiones. No quise buscar otras anotaciones ni enredarme con la segunda versión, la ñoña, como la llamo, las aventuras y desventuras del pequeño Celemín. Debía darme prisa antes de que me olvidara para siempre de quién era yo.

LOS PEQUEÑOS HUMILLADOS

CAPÍTULO I

LLEGADA AL COLEGIO-CONTINUACIÓN

El tren llegó a la estación con varias horas de retraso. Yo sentía mucho miedo. Un niño puede dejarse llevar por las más delirantes y terroríficas fantasias e incluso disfrutar con ello, pero cuando es la realidad la que te produce terror no hay criatura más indefensa que un niño.

Los niños viven en el presente, no conocen otro tiempo. Recuerdo muy bien la dificultad que tuve durante toda la infancia para considerar como real el pasado. No podía recordarlo, y cuando lo hacía los recuerdos comenzaban a formar parte de mis fantasías. Era capaz de corregirlas, incluso manipularlas sin el menor sentimiento de estar haciendo algo malo, mintiendo. Lo único real era lo que me estaba sucediendo en el preciso momento. Si alguien me daba una bofetada me dolía porque estaba ocurriendo, las bofetadas recibidas en el pasado ya no podían dolerme, razón por la cual no eran reales. Solo con los años llegaría a sentir el sufrimiento de las bofetadas pasadas como si fueran presentes. Ese fue un largo y duro aprendizaje.

Los niños también tienen dificultades para imaginarse el futuro, incluso lo que podría ocurrirles mañana. La bofetada que pueden darte mañana aún no la sientes en tu mejilla, razón por la cual eso también forma parte del mundo imaginario.
Llegar a la estación tarde era el presente. Llegar al colegio y que no nos abrieran la puerta también era presente. Sabía muy bien de las dificultades económicas de mis padres y no podía imaginarme yendo a pasar la noche a una pensión. ¿Qué iba a ocurrir si no nos abrían la puerta? El miedo se agazapó en mi barriguita, a la altura del ombligo, donde siempre se agazapaban mis miedos.

No encontramos taxi en la estación, tal vez porque ya fuera muy tarde. Mi padre decidió esperar a que llegara alguno, pero el tiempo pasaba y la estación continuaba desierta. Me cuesta imaginarme que en aquel tiempo los trenes no funcionaran de noche, es posible que fuera así, o que a partir de cierta hora solo llegara un tren cada mucho tiempo. MI padre se cansó, se enfadó, decidió que iríamos andando y aunque el padre del otro niño no estaba por la labor y Antonio protestó y yo me atreví a alzar mi vocecita para decir que estaba muy cansado, cuando a mi papi se le metía algo en la mollera nadie podía sacárselo. Cogió mis dos maletas y se puso a caminar sin volver la vista atrás. El padre de Antonio se lo debió pensar mejor y vino tras nosotros.

No puedo recordar a aquel hombre, en mi memoria es como el hombre invisible, que puedes saber que está a tu lado porque respira, pero no puedes verlo. Yo era muy consciente del sacrificio que habían hecho mis padres para que yo fuera al colegio, como lo era ahora de lo inoportuno de aquel contratiempo y de la dificultad que tenía mi padre para desenvolverse en una gran ciudad. Quise llevar una de las maletas, tan grandes y pesadas que tuve que pensármelo unos minutos. El se rió. Insistí como un niño malcriado hasta lograr enfadarlo. Dio un par de voces y supe que lo mejor sería estar calladito.

Fue una larga y penosa caminata, como un viacrucis. Ni siquiera sabíamos dónde se encontraba el colegio y mi padre tuvo que preguntar. Por suerte la estación estaba casi en las afueras, lo mismo que el colegio, situado en unos descampados en la carretera a Madrid.

Me caía de agotamiento y de sueño, aún así apreté los dientes y decidí que ya era un hombrecito. No me quejaría hasta que cayera al suelo redondo. Cuando llegamos ya era noche cerrada. Teniendo en cuenta que estábamos en el mes de septiembre, debió de ser muy tarde. Pudimos entrar hasta el patio, con árboles, bancos y columpios. Por suerte la verja metálica no estaba cerrada con llave. Solo hubo que empujarla. Ascendimos aquella extraña escalera, hecha con enormes bloques de piedra en la que habían empotrado pequeños guijarros como un adorno. El arquitecto que lo construyó no debió pensar en los pies de los niños, resecos tras una larga caminata. Se me clavaron en la planta de los pies, atravesando la suela de los zapatos y aquello me dio muy mala espina.

Pudimos leer un letrero de que no se abría la puerta a partir de las díez de la noche. Mi padre decidió llamar. Ni se le pasó por la cabeza que aquellos curas que seguían la doctrina cristiana a rajatabla pudieran dejar en la calle a unos niños, fuera la hora que fuera. Como no le contestaran, insistió e insistió. Tenían que escuchar aquel timbre por fuerza y nadie podía tener un corazón tan duro como para no acercarse a ver quién estaba llamando.

Solo respondió el silencio. Me atreví a mirar el rostro de mi padre en la penumbra. Solo algún que otro foco del techo estaba encendido, los suficientes para que un visitante no permaneciera completamente a oscuras. En el patio un par de farolas daban una luz mortecina que dejaba casi todo el jardin en sombras. La imaginación de un niño trabaja muy bien en estos entornos. Por un momento fantaseé con la posibilidad de que extraños monstruos salieran de la oscuridad y se arrojaran sobre nosotros. No los hubiera temido tanto como la reacción de mi padre. Esta no se hizo esperar. Una vez agotada la paciencia y perdido el control comenzó a maldecir de aquellos curas de corazón de piedra. Se le escapó alguna que otra blasfemia. Su tono de voz era tan elevado que temí le pudieran escuchar en alguna parte de aquel enorme edificio. De nuevo mi fantasía se disparó. ¿Y si algún cura le oía y bajaba a ver qué pasaba? Despues de tantos sacrificios, la posibilidad de que pudieran mandarme para casa me hundió enel abismo de la desesperación. No hay mayor desesperación que la de un niño, porque lo mismo que puede confiar en todo y en todos desconfía más que cualquiera cuando su esperanza naufraga.

Conocía bien aquellos arrebatos de mi padre. Sus estallidos de cólera eran como bombas que arrasaban todo a su alrededor, se transformaba en un toro capaz de embestir a todo aquel que se encontrara cerca. Sentía verdadero terror ante lo que pudiera suceder. En realidad era un hombre bonachón y bastante paciente, con un sentido del humor un poco chabacano para un niño sensible, pero alegre y hasta divertido. Su talón de Aquiles eran aquellos incontrolables estallidos de cólera. A veces comprendía sus razones para perder la paciencia, pero la desmesura de sus arrebatos hacían irracional cualquier razón. Yo era un niño asustado.

Creo que también lo estaban Antonio y su padre, porque permanecían silenciosos, mirándolo como si fuera un peligroso extraño. Yo rezaba desde lo más profundo de mi ser. Por favor, Dios mío, que no ocurra nada. No confié mucho en mi plegaria, no había tenido el menor efecto después de rezar un padrenuestro y un avemaría para que algún cura estuviera despierto. Sin embargo esta vez Dios sí pareció haberme escuchado, porque milagrosamente mi padre se calmó tras unos minutos de voces destempladas y paseos de fiera enjaulada.

Se agachó, abrió una de las maletas y rebuscó sin contemplaciones. Sacó unas mantas y las colocó sobre el suelo empedrado de guijarros. Nos dijo que él no pensaba gastarse ni un céntimo en una pensión. Ya había hecho bastantes sacrificios para comprar toda la ropa, traerme hasta aquí y pagar el colegio. Dormiríamos allí.

En la meseta castellana una noche de septiembre puede llegar a ser bastante fría, pero no lo suficiente para congelarse. Mi padre puso una prenda de ropa doblada sobre mi manta y me dijo que me acostara. Me echó por encima el albornoz blanco, obligatorio en la vestimenta de todo colegial, e intentó mostrarse cariñoso. Mañana será otro día, dijo.
El padre de Antonio tardó un tiempo en reaccionar, al fín hizo lo mismo, tal vez por miedo, aunque más probablemente por ahorrarse unas pesetas. Ellos tampoco podían permitirse el lujo de un gasto extradordinario. Nos dispusimos a pasar la noche. Me costó mucho quedarme dormido. Tiritaba de nervios y de miedo. Todo lo malo, lo peor, me parecía posible en aquel momento, hasta que verdaderos monstruos brotaran del jardin. El cansancio, el agotamiento, acabó por vencerme.

Me desperté sobresaltado. No recordaba muy bien la pesadilla, pero sí la angustia que me produjera. Tenía la espalda molida por aquellos malditos guijarros puntiagudos que algún idiota pusiera allí como adorno. No encontraba una buena postura, me pusiera como me pusiera algún guijarro se clavaba en mi cuerpecito menudo. Recé para que Dios me concediera el sueño. A la mañana siguiente quería estar fresco, al menos lo suficiente para causar una buena impresión a los curas. Pensaba que de ello dependería la posibilidad de seguir estudiando. Me aterrorizaba la posibilidad de tener que convertirme en minero, como mi padre, y bajar al fondo de la mina. No podría soportarlo.

Aquella noche me desperté tantas veces que a punto estuve de bajar los brazos y entregarme. Bien hubiera podido permanecer allí horas y horas, en aquel silencio mágico. El agua de las fuentes del parque producía un ruido relajante, muy agradable. Por otro lado tenía suficientes temas para fantasear. ¿Cómo sería el colegio? ¿Sería verdad que había tantos campos de futbol? Echaba de menos mi cama, la posibilidad de cerrar la puerta de la habitación y leer algún tebeo a la luz de la linterna, para que mis padres no vieran luz bajo la puerta y vinieran a ver por qué no me dormía.
No hay noche tan larga que no termine con la alborada. Cuando abrí los ojos mi padre ya estaba en pie. Había ido a mojarse la cara a la fuente más cercana y se estaba secando con una toalla. Me pidió que me levantara y me lavara también un poco. Luego recogió las mantas, las metió de cualquier manera en la maleta e intentó cerrarla. Tuvo que sentarse encima y maldecir durante varios minutos hasta conseguir que los cierres encajaran. Mientras tanto Antonio y su padre se levantaron en silencio, disponiéndose a esperar hasta que se abriera la puerta.

Mi padre no pudo esperar. Volvió a llamar y a insistir, muy nervioso. Al cabo de unos minutos se encendieron luces en el interior y se oyeron pasos. Mi padre miró su reloj de pulsera. No me atreví a preguntarle la hora, no me atreví ni siquiera a moverme. Permanecí paralizado, casi sin respirar. Había llegado el momento.

Y el momento llegó. Un fraile, con hábito negro, como ala de cuervo, capucha a la espalda, un cinturón de cuero rodeando su cintura y unas sandalias en los pies descalzos apareció en el umbral. De un vistazo se hizo cargo de la situación. Se dirigió a mi padre. Quería saber si habíamos dormido allí. ¿Cómo podía saberlo? Entonces vi la toalla sobre el murete de piedra. No se le escapaba una al frailecito.

Antes de que mi padre pudiera contestar ya se estaba lamentando el cura. Lo sentía mucho, pero eran las normas, a las diez se cerraban las puertas y no se abría a nadie.¿Qué había pasado? Mi padre pudo por fin explicar la situación. Balbuceaba un poco. Estaba asustado. No tanto como yo, pero sí bastante.

El fraile nos invitó a pasar y todos accedimos al vestíbulo. Era enorme. Yo no había visto nada parecido, claro que había visto muy pocas cosas. El techo era muy alto y en aquel vestíbulo bien podían coger más de cincuenta personas y creo que sin muchas apreturas. En un rincón un mostrador que al parecer se utilizaba como recepción. Al fondo unas cristaleras enrejadas separaban el lugar de un amplio pasillo.

LOS PEQUEÑOS HUMILLADOS III


DIARIO DEL AUTOR

DIARIO

Me he quedado solo en el comedor, mientras recogen los platos de la cena. Todo el mundo se ha ido de excursión. No sé dónde ni sé a qué. Se quedan a dormir en otra residencia o en un colegio o no sé dónde.  Esta mañana lo celebraban con palmas y canciones. El autobús ha salido muy pronto y con tanto ruido era imposible seguir luchando por unos minutos más de sueño. En mi juventud dormía como un lirón, así cayeran rayos y truenos sobre mi cabeza. También me jactaba de poder comer hasta piedras sin que mi estómago se resintiera lo más mínimo. Fueron fanfarronadas estúpidas de juventud, cuando uno se siente tan vital que cree que la batería nunca se descargará y que el cuerpo y la mente funcionarán siempre con esa facilidad que la naturaleza concede a la gran mayoría al nacer, como una oportunidad maravillosa, como un don que pensamos nos es debido por el mero hecho de existir.

¡Qué equivocado estaba! La juventud es un soplo, el cuerpo un vehículo que no se deteriora día tras día. Quien pensaba iba a poder comer piedras el resto de su vida, ahora tiene que limitarse a comer purés y papillas y rezar para que la úlcera no te castigue. Quien creía iba a conservar la lucidez mental hasta el último momento, ahora se despierta temiendo no recordar quién es.

Hubo un tiempo en el que yo fui joven, ingenuo y romántico. Entonces imaginaba que con tan solo una pizca de suerte, la vida lamería mi mano. Las más hermosas mujeres harían cola ante mi lecho, lograría la fama y el laurel de los grandes escritores y el dinero me permitiría realizar los míseros sueños que solo pueden alcanzarse con el vil metal. Hoy casi lamento haberme pasado años y años escribiendo novelas que nadie leerá cuando me muera, que muy pocos han leído cuando las subí a Internet. Ahí permanecen, en algún rincón virtual, criando polvo, como un monumento a la estupidez. Algo falló. No era tan buen escritor como pensaba o no basta con escribir bien, también es preciso poseer buena estrella.

Haciendo de tripas corazón decidí leer estos primeros compases de la historia a “Bea”. Me temo que escuchó con paciencia solo porque ha decidido tener mucha paciencia conmigo, por alguna razón que se me escapa. Cuando le pregunté qué le parecía el tonto del pequeño Celemín, se limitó a sonreír sin saber qué decirme. ¿No te parece demasiado ñoño? No sabía quién era Bubú. Tuve que armarme de paciencia y hablarle del oso Yogui y de otros dibujos animados de mi infancia. De los cromos que compraba en el puesto de pipas y de los álbumes que iba rellenando poco a poco y con gran sacrificio. Hoy los niños prefieren las videoconsolas y jugar a la guerra. Ella misma le acababa de regalar una a un sobrinito por su cumpleaños.

sPIDERMAN

Aún no tengo claro si merece la pena continuar con la historia del Pequeño Celemín. Estoy comenzando a odiar a ese niño repelente, incapaz de asumir que Bubú nunca existió y que la vida no es un cuento de hadas o una historia de dibujos animados. Mientras tecleo en el portátil, esperando que se me cierre un ojo para irme a la cama o dar un paseo por el jardín, esta noche en la que nadie me molestará, me pregunto por qué se me habrá metido entre ceja y ceja rematar esta novela, precisamente, como una especie de legado para la humanidad. Mi infancia no interesa a nadie, creo que ni siquiera a mí mismo. Tan solo se trata de intentar recuperar al niño que fui, antes el viejo y decrépito abuelo estire la pata pensando que su vida fue inútil y nada mereció realmente la pena.

AVENTURAS Y DESVENTURAS DEL PEQUEÑO CELEMÍN II

EL COLEGIO

Durante estos días todos aprovechan para divertirse antes de que empiece el curso. Lo que más me gusta es leer tebeos, son inagotables, la mesa del profesor está llena de montones de elos. Uno puede ir cogiendo de uno en uno y nunca termina de leerlos todos. Los que más me gustan son los tebeos de la marca Marvel, que tiene personajes tan divertidos como Spiderman (el hombre araña) o Batman (el hombre murciélago) o tantos otros que  hacen cosas increibles porque tienen superpoderes y son superhéroes. Nadie puede con ellos. Me paso las horas muertas con la cabeza metida en el tebeo y nada me distrae de los vuelos de Batman, y Spiderman para combatir el mal.

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Parece que los chivinas hemos venido antes porque tenemos que adaptarnos. Los mayores vienen justo el día anterior de que empiecen las clases. Ya no hace el calor del verano y es una pena porque así no podemos darnos un baño en la piscina que tiene una pinta estupenda. Yo creo que era olímpica, pero no me han dicho los compañeros que las olímpicas son enormes, como un campo de futbol, así que esto es al parecere la mitad, unos veinticino metros de largo. Tiene cespdes alrededor y unos arbolitos para dar sombra Está rodeado por un seto muy alto y hasta tiene trampolín y todo. Lo he visto por la tarde, después de la merienda, porque cierran las clases y ya no puedo quedarme leyendo tebeos. Así que salimos al patio y como no hay balones porque están cerrados bajo llave en los armarios del sótano, nos dedicamos a pasear por los campos de futbol y a explorar los alrededores. Al final de los campos está la piscina y más allá está la huerta, , pasada una chopera y ya cerca del colegio de los dominicos con quienes según me han dicho, nos llevamos muy mal porque somos grandes enemigos en las competiciones deportivas y porque eson esto y lo otro y lo demás allá, aunque a mí me parece que pasa como con los vecinos que por muy majos que sean siemre hay que hablar  mal de ellos y llevarse mal porque de otra forma no serían vecinos.

La huerta es muy grande y al pareer tiene casi de todo, patatas, lechugas, tomates, zanahorias y todo lo que se puede cultivar en una huerta hasta espárragos. No creo que necesiten comprar nada de verdura para darnos de comer, con lo que hay en la huerta y un poco de carne y pescado y algo de legumbre tienen para  alimentar a un regimiento durante todo un año.

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FASA RENAULT – FACTORÍA DE MOTORES Nº 1 Y DE PARTES MECÁNICAS (VALLADOLID, EN TORNO A 1970)

Al lado izquierdo de los campos defutbol está la fábrica de Fasa Renault, unas naves enormes donde se hacen muchos muchísimos coches. Esta separada del colegio por una valla metálica muy alta y larga que rodea toda la fábrica. Cada vez que tienen que entrar o salir los obreros suena una sirena durante mucho rato y  muy alto, por lo que acaban con los oídos machacados. Pero eso no ayuda a saber la hora que es. He observado que nadie tiene reloj de pulsera y nos tenemos que guiar por el sol, los que sabemos y or otros indicios como la sirena de Fasa-Renault que suena a la una para que salga un turno y entre otro.O por la hora del desayuno y la comida que son a las nueve y a la una y media. Cuando empiecen las clases sabremos siempre la hora que es por la clase en que estamos, las horas de comer y los recreoos, las horas de estudio, la misa, el rosario, el ángelus. Todo el día está reglamentado, desde que te levantas hasta que te acuestas.

El primer día ha sido muy cómodo. Esta mañana hemos oído misa enla capilla en lugar de la iglesia que es muy grande. La capilla tiene tres filas de bancos y es muy moderna, a los lados tieen las estaciones del viacrucis, hechas por un artista moderno porque hay que mirar bien los pasos para saber que es la que se retrata en ellos. El altar es de piedra y está separado de la pared, no como sucede enel pueblo que los altares están pegados a la pared, debe ser por eso del Concilio Vaticano II que ahora está tan de moda. En la pared hay una especie de escultura pero hay que mirarla bien para saber de qué se trata. Yo pienso que es una virgen con un niño, pero es muy rara, no se ve bien que sea una mujer y lo del niño uno lo piensa por lo que parecen manos y que sostienen algo.

A los lados de la virgen hay dos entradas ocultas a la sacristía por donde solió el fantasma, aún más pequeñito, revestido para decir la misa. Resultaba un tanto ridículo pero su cara era tan seria que desprendía mala leche que no se oye ninguna risita, a pesar de que a casi todos les debe pasar como a mí, que me entró la flojera y a punto estuve de soltar la risa que tenía.

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Dijo la misa tan deprisa que más parecía un farfullar en voz baja, como si estuviera cabreado, que un cura diciendo la misa. Apenas éramos capaces de contestar «amén» de vez en cuando. Lo que sí dijimos bien alto fue lo de «Deo gratias» para responder al «Ite misa est».

No me cae nada simpático este Fantasma y mucho me  estoy temiendo que nos las hará pasar canutas este curso. Da miedo, solo verle con su cara agria, como si lo estuvieran insultando todo el día. Lo del amor al prójimo no le va nada. A mi seme ha desatado la fantasía, como me sucede con casi cualquier motivo y he comenzado a pensar que tal vez sea el hijo menor de una familia muy numerosa. He oído que el hijo mayor se queda con la herencia, por eso está aquí, porque es la forma más cómoda de ganarse la vida. ¿Tú  que crees?

DIARIO DEL AUTOR

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Esta mañana me llevé un buen susto. Me desperté sin saber quién era ni dónde estaba. Sentado en la cama, miré hacia la ventana por donde entraban los primeros rayos de sol del nuevo día, como si me hubiera vuelto tonto. Mi mente se quedó en blanco por completo. Mis piernas no me respondieron cuando quise levantarme, tampoco hubiera sabido a dónde ir. Me miré las manos y me parecieron viejas y sarmentosas. ¿Era yo un viejo? Necesitaba una respuesta a esa pregunta, esa fue la razón que me llevó hasta el servicio. Cuando me miré en el espejo supe que, en efecto, no solo era viejo, sino mucho más de lo que imaginara.

Fue entonces cuando fui consciente de una necesidad imperiosa: me estaba meando. Me costó orinar, sentí dolor,era como intentar hacer pasar una pequeña corriente de agua repleta de arena por un muro de ladrillo. Un hilillo atravesaba la pared por alguna rendija, luego se paraba y tenía que volver a buscar otra rendija. Decidí dejar que todo ocurriera sin hacer el menor esfuerzo, ni en un sentido ni en otro. Mientras miraba los azulejos frente a mí una intensa angustia se apoderó de mi cuerpo y solo de él, puesto que la mente en realidad ya no era mía. Era preciso recordar mi nombre, el primer paso hacia la recuperación de la memoria. ¿Cómo me llamaba? Me costó pronunciar algún nombre, cualquiera, los primeros que acudieron a mi cabeza. ¿Me llamaba Luis, Pepe, Paco…?

Podía ser cualquiera de ellos y ninguno. Una intensa tristeza se apoderó de mi. Cuando pasé mi mano por la cara la noté húmeda. Estaba llorando y ni siquiera me había dado cuenta. La puerta del servicio se abrió y un abuelo delgaducho, con los ojos perdidos, completamente desnudo, se plantó ante mí, sin verme. ¿Quién era aquel hombre? Por un momento me olvidé de mi problema y a punto estuve de carcajearme. Solo me lo impidió la sensación sufrida al mirarme al espejo. Yo era también un abuelo y puede que aún estuviera peor, puesto que ni siquiera recordaba mi nombre.

Se quedó plantado en el dintel de la puerta, como un espantapájaros, mirando sin verme. No supe qué hacer. En realidad no tuve que hacer nada, de pronto se dio la vuelta, como a cámara lenta, y arrastrando los pies regresó a la habitación. Entonces me asaltó una imagen, como un dejá vu, aquella era una residencia de ancianos y aquel hombre era mi compañero de cuarto. No estaba seguro, pero lo habría jurado sobre la Biblia.

Escuché una voz de mujer preguntando por un nombre. Parecía la voz de una chica joven. Quienquiera que fuera no se preocupaba lo más mínimo por el ruído. Entró a la habitación alborotando como una adolescente un día de excursión. Sentí vergüenza de que me viera así y levantándome de la taza cerré la puerta de golpe. No me sirvió de nada. Una mano firme la abrió sin contemplaciones.

-Hola Cosme. ¿Dónde se había metido?

Me quedé paralizado, incapaz de emitir el menor sonido. La chica me parecía conocida, ¿tal vez mi hija?, imposible, su uniforme la delataba. ¿Me encontraba en un hospital? Debió ver algo raro en la expresión de mi rostro.

-¿Se encuentra bien?

No contesté. Era como si mi boca no pudiera pronunciar las palabras que se iban formando en mi mente.

-Siéntese en la taza. Así. Ahora dígame cómo me llamo yo.

Hice un esfuerzo. Si era mi hija tenía necesariamente que saber su nombre… No, ya lo había descartado. Bueno, si era una enfermera parecía conocerme bien, yo también tendría que conocerla. Nada. Mi mente estaba en blanco.

-Tranquilícese, Cosme, voy a pedir ayuda. Si puede oirme mueva la cabeza.

Lo hice de forma automática.

-Si no puede hablar haga lo mismo.

Se marchó, dejándome allí solo y muy angustiado. Regresó con un hombre en bata blanca, calvo y regordete. Me examinó el pulso y comenzó un interrogatorio  que me hizo sentirme muy mal. Cómo me llamaba, cómo se llamaba él, cómo se llamaba la chica, dónde me encontraba… No supe contestar a nada.

-Lo esperaba, pero no tan pronto. Beatriz, prepárele para llevarlo al hospital. Voy a llamar a una ambulancia. ¿Puede ir con él?

-Tendré que decírselo a mis compañeras.

-Hágalo. Quédese allí con él, todo el tiempo necesario, hasta que le hagan todas las pruebas. Hablele, sin agobiarle y esté atenta a sus reacciones.

-Sí doctor.

El se marchó y ella me preguntó si había terminado. ¿De qué? Me aseó un poco en el lavabo, secándome con una toalla. Luego me condujo con cuidado hasta mi cama. Me obligó a sentarme y se ocupó de buscar mi ropa y de vestirme.

-¿No me recuerda Cósme?

Hice un esfuerzo por contestar, pero solo me salió un gruñido. Moví la cabeza de izquierda a derecha.

-No te preocupes, ya te acordarás. Soy Beatriz, Bea, y hemos hablado mucho, somos buenos amigos…Imagino que quieres saber dónde estás. Esto es una residencia de ancianos. Te han diagnosticado Alzheimer. Lo recordarás todo. No te preocupes. Ahora tranquilízate y no te esfuerces.

Llegó otro hombre con uniforme blanco y una silla de ruedas. Me colocaron en ella con cuidado y me bajaron en el ascensor. Cerré los ojos y esperé. Me sentía muy raro, cada vez más, y eso me angustiaba mucho sin saber por qué.

Me llevaron al hospital, me hicieron pruebas. Pasamos allí varias horas. En cuanto llegamos comencé a recordar, solo un poco, lo suficiente para hacerme consciente de lo mal que estaba. Bea no dejaba de hablarme. Me tomaba la mano y me hablaba de mi novela, El pequeño Celemín, o algo así. Decía que yo se la estaba contando. Que la escribía en mi ordenador portatil todos los días. Aquello me angustió. ¿Dónde estaba mi portatil? Lo dije en voz alta.

-Vaya, Cosme, ya has recobrado el habla. Ahora te irás acordando poco a poco de todo. No te preocupes, el portatil está bajo llave en un armario, te lo damos después de desayunar. ¿No lo recuerdas?

Llegamos a tiempo para comer en la residencia. Los recuerdos habían estado goteando de mis neuronas toda la mañana. Para entonces ya sabía quién era y la relación que me unía con Beatriz. Me puse colorado al recordar cómo la trataba. Sin poder controlarme se lo dije, rogándole que me perdonara. Ella se echó a reír.

-Vaya con el viejo verde, quién iba a pensar que me pediría disculpas. Jaja.

Viendo mi expresión compungida me tomó la mano y me dijo al oído.

-Puedes decirme todo lo que quieras, lo buena que estoy, lo que te gustaría hacer conmigo. No me molesta. Me alegro de que vuelvas a ser tú mismo.

Fue un tremendo choque el que recibí aquella mañana. Me sentí como un niño indefenso, como un recién nacido. Aquello me convenció de que mi tiempo era ya muy limitado. Tenía que terminar la novela, como fuera. Tras la comida Bea me dijo que terminaba el turno pero que comería y regresaría para estar conmigo. Me negué, le dije que no, que estaba bien. Me puse cerril. Al fin cedió. Me pasé toda la tarde trabajando en la novela.No me centraba, no sabía muy bien cómo encajar los párrafos. No me rendí, lo importante es que la historia tuviera sentido, que no diera excesivos saltos en el tiempo. Fui copiando en el archivo principal los párrafos que me parecieron sincronizados cronológicamente, aunque procedieran de distintas versiones. No quise buscar  otras anotaciones ni enredarme con la segunda versión, la ñoña, como la llamo, las aventuras y desventuras del pequeño Celemín. Debía darme prisa antes de que me olvidara para siempre de quién era yo.

LOS PEQUEÑOS HUMILLADOS

CAPÍTULO I

LLEGADA AL COLEGIO-CONTINUACIÓN

El tren llegó a la estación con varias horas de retraso. Yo sentía mucho miedo. Un niño puede dejarse llevar por las más delirantes y terroríficas fantasías e incluso disfrutar con ello, pero cuando es la realidad la que te produce terror no hay criatura más indefensa que un niño.

Los niños viven en el presente, no conocen otro tiempo. Recuerdo muy bien la dificultad que tuve durante toda la infancia para considerar como real el pasado. No podía recordarlo, y cuando lo hacía los recuerdos comenzaban a formar parte de mis fantasías. Era capaz de corregirlas, incluso manipularlas sin el menor sentimiento de estar haciendo algo malo, mintiendo. Lo único real era lo que me estaba sucediendo en el preciso momento. Si alguien me daba una bofetada me dolía porque estaba ocurriendo, las bofetadas recibidas en el pasado ya no podían dolerme, razón por la cual no eran reales. Solo con los años llegaría a sentir el sufrimiento de las bofetadas pasadas como si fueran presentes. Ese fue un largo y duro aprendizaje.

Los niños también tienen dificultades para imaginarse el futuro, incluso lo que podría ocurrirles mañana. La bofetada que pueden darte mañana aún no la sientes en tu mejilla, razón por la cual eso también forma parte del mundo imaginario.
Llegar a la estación tarde era el presente. Llegar al colegio y que no nos abrieran la puerta también era presente. Sabía muy bien de las dificultades económicas de mis padres y no podía imaginarme yendo a pasar la noche a una pensión. ¿Qué iba a ocurrir si no nos abrían la puerta? El miedo se agazapó en mi barriguita, a la altura del ombligo, donde siempre se agazapaban mis miedos.

No encontramos taxi en la estación, tal vez porque ya fuera muy tarde. Mi padre decidió esperar a que llegara alguno, pero el tiempo pasaba y la estación continuaba desierta. Me cuesta imaginarme que en aquel tiempo los trenes no funcionaran de noche, es posible que fuera así, o que a partir de cierta hora solo llegara un tren cada mucho tiempo. Mi padre se cansó, se enfadó, decidió que iríamos andando y aunque el padre del otro niño no estaba por la labor y Antonio protestó y yo me atreví a alzar mi vocecita para decir que estaba muy cansado, cuando a mi papi se le metía algo en la mollera nadie podía sacárselo. Cogió mis dos maletas y se puso a caminar sin volver la vista atrás. El padre de Antonio se lo debió pensar mejor y vino tras nosotros.

No puedo recordar a aquel hombre, en mi memoria es como el hombre invisible, que puedes saber que está a tu lado porque respira, pero no puedes verlo. Yo era muy consciente del sacrificio que habían hecho mis padres para que yo fuera al colegio, como lo era ahora de lo inoportuno de aquel contratiempo y de la dificultad que tenía mi padre para desenvolverse en una gran ciudad. Quise llevar una de las maletas, tan grandes y pesadas que tuve que pensármelo unos minutos. El se rió. Insistí como un niño malcriado hasta lograr enfadarlo. Dio un par de voces y supe que lo mejor sería estar calladito.

Fue una larga y penosa caminata, como un viacrucis. Ni siquiera sabíamos dónde se encontraba el colegio y mi padre tuvo que preguntar. Por suerte la estación estaba casi en las afueras, lo mismo que el colegio, situado en unos descampados en la carretera a Madrid.

Me caía de agotamiento y de sueño, aún así apreté los dientes y decidí que ya era un hombrecito. No me quejaría hasta que cayera al suelo redondo. Cuando llegamos ya era noche cerrada. Teniendo en cuenta que estábamos en el mes de septiembre, debió de ser muy tarde. Pudimos entrar hasta el patio, con árboles, bancos y columpios. Por suerte la verja metálica no estaba cerrada con llave. Solo hubo que empujarla. Ascendimos aquella extraña escalera, hecha con enormes bloques de piedra en la que habían empotrado pequeños guijarros como un adorno. El arquitecto que lo construyó no debió pensar en los pies de los niños, resecos tras una larga caminata. Se me clavaron en la planta de los pies, atravesando la suela de los zapatos y aquello me dio muy mala espina.

Pudimos leer un letrero de que no se abría la puerta a partir de las diez de la noche. Mi padre decidió llamar. Ni se le pasó por la cabeza que aquellos curas que seguían la doctrina cristiana a rajatabla pudieran dejar en la calle a unos niños, fuera la hora que fuera. Como no le contestaran, insistió e insistió. Tenían que escuchar aquel timbre por fuerza y nadie podía tener un corazón tan duro como para no acercarse a ver quién estaba llamando.

Solo respondió el silencio. Me atreví a mirar el rostro de mi padre en la penumbra. Solo algún que otro foco del techo estaba encendido, los suficientes para que un visitante no permaneciera completamente a oscuras. En el patio un par de farolas daban una luz mortecina que dejaba casi todo el jardín en sombras. La imaginación de un niño trabaja muy bien en estos entornos. Por un momento fantaseé con la posibilidad de que extraños monstruos salieran de la oscuridad y se arrojaran sobre nosotros. No los hubiera temido tanto como la reacción de mi padre. Esta no se hizo esperar. Una vez agotada la paciencia y perdido el control comenzó a maldecir de aquellos curas de corazón de piedra. Se le escapó alguna que otra blasfemia. Su tono de voz era tan elevado que temí le pudieran escuchar en alguna parte de aquel enorme edificio. De nuevo mi fantasía se disparó. ¿Y si algún cura le oía y bajaba a ver qué pasaba? Después de tantos sacrificios, la posibilidad de que pudieran mandarme para casa me hundió en el abismo de la desesperación. No hay mayor desesperación que la de un niño, porque lo mismo que puede confiar en todo y en todos desconfía más que cualquiera cuando su esperanza naufraga.

Conocía bien aquellos arrebatos de mi padre. Sus estallidos de cólera eran como bombas que arrasaban todo a su alrededor, se transformaba en un toro capaz de embestir a todo aquel que se encontrara cerca. Sentía verdadero terror ante lo que pudiera suceder. En realidad era un hombre bonachón y bastante paciente, con un sentido del humor un poco chabacano para un niño sensible, pero alegre y hasta divertido. Su talón de Aquiles eran aquellos incontrolables estallidos de cólera. A veces comprendía sus razones para perder la paciencia, pero la desmesura de sus arrebatos hacían irracional cualquier razón. Yo era un niño asustado.

Creo que también lo estaban Antonio y su padre, porque permanecían silenciosos, mirándolo como si fuera un peligroso extraño. Yo rezaba desde lo más profundo de mi ser. Por favor, Dios mío, que no ocurra nada. No confié mucho en mi plegaria, no había tenido el menor efecto después de rezar un padrenuestro y un avemaría para que algún cura estuviera despierto. Sin embargo esta vez Dios sí pareció haberme escuchado, porque milagrosamente mi padre se calmó tras unos minutos de voces destempladas y paseos de fiera enjaulada.

Se agachó, abrió una de las maletas y rebuscó sin contemplaciones. Sacó unas mantas y las colocó sobre el suelo empedrado de guijarros. Nos dijo que él no pensaba gastarse ni un céntimo en una pensión. Ya había hecho bastantes sacrificios para comprar toda la ropa, traerme hasta aquí y pagar el colegio. Dormiríamos allí.

En la meseta castellana una noche de septiembre puede llegar a ser bastante fría, pero no lo suficiente para congelarse. Mi padre puso una prenda de ropa doblada sobre mi manta y me dijo que me acostara. Me echó por encima el albornoz blanco, obligatorio en la vestimenta de todo colegial, e intentó mostrarse cariñoso. Mañana será otro día, dijo.
El padre de Antonio tardó un tiempo en reaccionar, al fin hizo lo mismo, tal vez por miedo, aunque más probablemente por ahorrarse unas pesetas. Ellos tampoco podían permitirse el lujo de un gasto extraordinario. Nos dispusimos a pasar la noche. Me costó mucho quedarme dormido. Tiritaba de nervios y de miedo. Todo lo malo, lo peor, me parecía posible en aquel momento, hasta que verdaderos monstruos brotaran del jardín. El cansancio, el agotamiento, acabó por vencerme.

Me desperté sobresaltado. No recordaba muy bien la pesadilla, pero sí la angustia que me produjera. Tenía la espalda molida por aquellos malditos guijarros puntiagudos que algún idiota pusiera allí como adorno. No encontraba una buena postura, me pusiera como me pusiera algún guijarro se clavaba en mi cuerpecito menudo. Recé para que Dios me concediera el sueño. A la mañana siguiente quería estar fresco, al menos lo suficiente para causar una buena impresión a los curas. Pensaba que de ello dependería la posibilidad de seguir estudiando. Me aterrorizaba la posibilidad de tener que convertirme en minero, como mi padre, y bajar al fondo de la mina. No podría soportarlo.

Aquella noche me desperté tantas veces que a punto estuve de bajar los brazos y entregarme. Bien hubiera podido permanecer allí horas y horas, en aquel silencio mágico. El agua de las fuentes del parque producía un ruido relajante, muy agradable. Por otro lado tenía suficientes temas para fantasear. ¿Cómo sería el colegio? ¿Sería verdad que había tantos campos de futbol? Echaba de menos mi cama, la posibilidad de cerrar la puerta de la habitación y leer algún tebeo a la luz de la linterna, para que mis padres no vieran luz bajo la puerta y vinieran a ver por qué no me dormía.
No hay noche tan larga que no termine con la alborada. Cuando abrí los ojos mi padre ya estaba en pie. Había ido a mojarse la cara a la fuente más cercana y se estaba secando con una toalla. Me pidió que me levantara y me lavara también un poco. Luego recogió las mantas, las metió de cualquier manera en la maleta e intentó cerrarla. Tuvo que sentarse encima y maldecir durante varios minutos hasta conseguir que los cierres encajaran. Mientras tanto Antonio y su padre se levantaron en silencio, disponiéndose a esperar hasta que se abriera la puerta.

Mi padre no pudo esperar. Volvió a llamar y a insistir, muy nervioso. Al cabo de unos minutos se encendieron luces en el interior y se oyeron pasos. Mi padre miró su reloj de pulsera. No me atreví a preguntarle la hora, no me atreví ni siquiera a moverme. Permanecí paralizado, casi sin respirar. Había llegado el momento.

Y el momento llegó. Un fraile, con hábito negro, como ala de cuervo, capucha a la espalda, un cinturón de cuero rodeando su cintura y unas sandalias en los pies descalzos apareció en el umbral. De un vistazo se hizo cargo de la situación. Se dirigió a mi padre. Quería saber si habíamos dormido allí. ¿Cómo podía saberlo? Entonces vi la toalla sobre el murete de piedra. No se le escapaba una al frailecito.

Antes de que mi padre pudiera contestar ya se estaba lamentando el cura. Lo sentía mucho, pero eran las normas, a las diez se cerraban las puertas y no se abría a nadie.¿Qué había pasado? Mi padre pudo por fin explicar la situación. Balbuceaba un poco. Estaba asustado. No tanto como yo, pero sí bastante.

El fraile nos invitó a pasar y todos accedimos al vestíbulo. Era enorme. Yo no había visto nada parecido, claro que había visto muy pocas cosas. El techo era muy alto y en aquel vestíbulo bien podían coger más de cincuenta personas y creo que sin muchas apreturas. En un rincón un mostrador que al parecer se utilizaba como recepción. Al fondo unas cristaleras enrejadas separaban el lugar de un amplio pasillo.

 

LOS PEQUEÑOS HUMILLADOS II


diario personal 4

DIARIO DEL AUTOR

Me parece increíble que yo pudiera escribir algo tan ñoño. No encaja con mi forma de ser ni tampoco con mi habitual manera de hilvanar palabras. ¿Cuándo lo hice? Ni idea. Nunca he fechado mis escritos, creo que por miedo a sentir el paso del tiempo. Ese ritual supersticioso no me sirvió de nada, porque aquí estoy. Han pasado tantos años que el niño que fui bien pudo ser mi abuelo o un personaje de novela.

PRESENTE

Estoy sentado otra vez en el mismo banco. Lo he elegido como “mi banco”, y parece que el resto de huéspedes lo respetan de manera inconsciente o tal vez por miedo. Creo que tengo fama de “peligroso” porque mis estallidos de cólera son cada vez más frecuentes e impredecibles. Bien pudiera tratarse de mi “lugar de poder” como leí alguna vez en los libros de Castaneda. Si mañana estoy de humor, repasaré mis notas sobre el tema. Un lugar o sitio de poder era, según don Juan, el chamán que enseñaba a Castaneda, un lugar a nosotros reservado, que el poder había reservado para nosotros y donde nuestras energías armonizaban con las del entorno.

¿He hablado ya de mi diagnóstico como enfermo de Alzheimer? Creo que sí, aunque no me apetece volver al principio y releer lo escrito.  Aparte de estos pequeños “lapsus” de memoria, sin la menor importancia, no me siento distinto.

¿Fue ayer cuando una abuelita sarmentosa se sentó conmigo en este banco y me propuso relaciones sexuales? Tal vez ocurriera hace unos meses. Mi memoria a corto plazo no es lo que era y eso sí lo llevo notando de un año a esta parte. No recuerdo su nombre, tampoco tiene la menor importancia. No me he parado a calcular el tanto por ciento de huéspedes para quienes el sexo sigue teniendo alguna importancia, a quienes aún hace cosquillas en alguna parte, no sabría decir en cuál. Perder el tiempo en esas tonterías me haría sentir muy mal, ahora que dispongo de tan poco. Lo cierto es que si me dejara llevar por ciertas impresiones, en determinados días, yo diría que hay un tanto por ciento elevado de residentes  que siguen manteniendo relaciones sexuales o al menos hablan de sexo, que no es lo mismo, aunque a estas edades no creo que la diferencia sea mucha. En otros tiempos me hubiera parecido impensable que viejos decrépitos como nosotros podamos encontrar aún algún aliciente en lo que yo mismo llegué a considerar el placer número uno de la vida.

La conducta de estos residentes me resultaría hasta divertida si no fuera por su estridencia caótica y desagradable. Se comportan como jovenzuelos salidos, siempre a la búsqueda de una ocasión para “ligar” o seducir. Hablan de follar como adolescentes reprimidos y su lenguaje es tan grosero, tan chabacano, que a veces siento el impulso irresistible de ponerme colorado. No siempre lo consigo, a veces me puede una risita cínica y desagradable.

Creo recordar que estaba escribiendo algo, cualquier cosa, sugestionándome de esta avanzando en esta obra inacabable. La abuelita puso su mano sobre mi muslo y con voz de corneja desplumada me preguntó, con un candor tan ficticio que estuve a punto de carcajearme, si mi “pajarito” aún funcionaba. Debí responderle algo desagradable, pero ella no se inmutó. Quería saber si esta noche estaba disponible para “echar un buen polvo”, tal vez dos o más si “mi arrugada polla” daba para tanto. Hasta había logrado que su compañera de cuarto aceptara dormir en mi cama, al lado de una especie de zombi roncador que me han puesto como compañero. Solo esperaba de mí que dijera sí, o que asintiera con la cabeza, si era tan idiota como para no poder articular una palabra tan sencilla. Esa noche buscaría el orgasmo entre sus muslos sarmentosos. ¿Podía existir un plan mejor?

Un “polvo” siempre es un “polvo”, aquí y en Katmandú, y si no tienes una chica joven y dispuesta, mejor una abuela libidinosa y promiscua que nada. No obstante no pude con la imaginación que se empeñó en representar para mí toda clase de escenas, más propias de un infierno de Dante para viejos, que de un coito más o menos desagradable, y con toda la sensibilidad y discreción de que fui capaz respondí que no, que gracias, pero no. Ella se lo tomó muy mal. Me puso a caer de un burro en unos insufribles y angustiosos minutos. Puede que mi control emocional no funcionara tan bien como yo creí. Tal vez me pasara en mi respuesta, que no fuera tan sensible y discreta como yo recordara. La pobre mujer tiene fama de estar como un cencerro. Aún así se pasó varios pueblos conmigo. Hasta llegó a decirme que si hubiera sido Bea quien me lo propusiera, no habría dudado en afilar mi lapicerito en su carne juvenil, en dejarlo entrar en aquel “afilalápices” con dientes y garras. Supongo que esto lo dijo porque la pobre chica tiene fama de estrecha, de gazmoña, de reprimida y de “espanta-hombres”. Yo no me haría el estrecho con ella, no, todo el mundo sabía que yo me pasaba las horas muertas persiguiendo a la jovencita, diciéndole toda clase de barbaridades y grosería.

No dejé de admitir que al menos aquello que me estaba diciendo la sarmentosa abuelita, era cierto. No recuerdo bien, es posible que fuera hace unos meses cuando Bea se sentó una tarde a mi lado, en este banco, y se puso a charlar conmigo con su sonrisita agradable enmarcada en aquel precioso rostro. Deseaba saber qué era lo que estaba escribiendo y si aún podía manejarme con el portátil y por qué no estaba con el resto, viendo la película y cómo era que un hombre tan culto había terminado allí. Si no tenía familia, porque desde que ella comenzara a trabajar en la residencia nunca me había visto con visita alguna. Era como una metralleta disparando, solo que en lugar de balas disparaba preguntas amables. De haber sido otra la habría mandado a la mierda. No sería la primera vez. Sin embargo aquella chica me gustaba. Me gustaba su rostro de dulce virgen, de doncella ingenua y romántica. Me gustaba su amabilidad conmigo, su sensibilidad para con un viejo decrépito… y sobre todo me gustaba su cuerpo, bien formado, joven, sensual, con las curvas en su punto, como a mí me han gustado siempre. Imaginarla desnuda y entre mis brazos alegraba mis días. Esa era la verdad y no podía negarla  ni siquiera a aquella viejecita. Por eso me limité a permanecer en silencio.

Después de aquella primera conversación hubo otras muchas. Parecía sentirse a gusto conmigo. Tal vez fuera porque sus compañeras, verdaderas arpías, no dejaban de tomarle el pelo o de aprovecharse cuanto podían, obligándola a hacer parte de sus trabajos o a cambiarles el turno cuando les venía bien. Bea era una contratada temporal y no estaban los tiempos para hacerse la digna. Tal vez fuera esta la razón de su conducta sumisa e indigna, o quizás fuera algo propio de su carácter tímido y apocado. También huía de sus compañeros, porque se creían con todo el derecho del mundo a buscar en ella el “polvo” que otras les negaban. Los residentes masculinos no se cortaban a la hora de piropearla con toda clase de obscenidades. Los que no lo hacían era porque ya estaban gagás. Las residentes la insultaban, tal vez porque era la única que les aguantaba aquel comportamiento. Puede que yo fuera el único con el que ella encontraba un poco de paz a lo largo de la jornada… Puede, porque si bien al principio me mantuve discreto, temiendo que su acercamiento fuera un error que rectificaría con el tiempo, en cuanto se estableció alguna confianza entre nosotros, no me recaté en expresarle mi admiración por su cuerpo y cómo el mío, a pesar de su decrepitud, se mostraba a veces muy juvenil, lo que a mí me agradaba mucho y esperaba que con el tiempo a ella también le agradara.

La pobre se limitaba a sonreír, a echar unas risitas avergonzadas cuando me pasaba de la raya y a chantajearme con no volver a dirigirme la palabra si no me controlaba. Nunca lo hizo. Nuestras conversaciones a veces eran francas y amistosas, lo que me permitió ponerle al tanto de lo que estaba escribiendo, mi  supuesta biografía de un gilipollas, como dijera la abuelita sarmentosa. Le hablé de mi afición a escribir, de mi deseo de rematar aquella obra antes de mi muerte y del inmenso favor que me haría si en cuanto estirara la pata, ella, Bea, se apoderara de mis manuscritos, especialmente de ese, que guardaba en una carpeta azul, con el rótulo de “Los pequeños humillados, manuscrito definitivo”, y llevárselo a un editor al que yo llevaba dando la lata un par de años, a través del correo electrónico. El pobre hombre finalmente aceptó leer mi manuscrito cuando estuviera rematado para librarse de mi cansino asedio.

Con el tiempo Bea y yo llegamos a establecer una especie de protocolo. Yo le hacía repetir dónde estaban mis manuscritos y cómo escondía “el bueno” bajo mi cama, en un hueco que había descubierto al mover dos tablas del parqué. Cómo tan pronto se enterara de que las había “espichado”, estuviera donde estuviera, vendría corriendo y se apoderaría de mis cosas. Enseñaría la nota manuscrita que yo le había dado. Se lo llevaría todo a casa. Podría leerlo y luego iría en persona, nada de utilizar el correo al domicilio del editor que también le había facilitado. Los derechos de autor serían para ella, si se publicaba, y puede que la estableciera como mi única heredera en mi testamento, con la condición de cumplir ese encargo.

Estoy convencido de que ella soportaba mi manía como un pago por mi compañía que le evitaba pasar más tiempo con sus compañeros y el resto de residentes. Este protocolo era de obligado cumplimiento tras el primer saludo. Luego podíamos charlar de otras cosas. Con el tiempo llegué a leerle algunos párrafos de mi novela y creo que a ella le gustaron, aparte de las consabidas frases de halago que se dicen en estos casos. Confiaba en ella y creo que ella se iba sintiendo más próxima a mí, por lo menos se atrevía a contarme las intimidades de su trabajo y hasta su vida fuera de allí, las dificultades para relacionarse con su madre y su dificultad con los hombres. Huía de los jóvenes que la asediaban porque era muy consciente de lo que buscaban.

Mi confianza en que cumpliera su promesa no era total, pero al menos sabía que existía alguna posibilidad y eso me alegraba la vida. Los viejos nos conformamos con muy poco.

Creo que por hoy es suficiente. A continuación podría venir el primer capítulo de mi novela, “Los pequeños humillados”. No encuentro la versión en tercera persona, así que utilizaré el manuscrito en primera persona, aunque contado desde el futuro, desde el presente para mí. ¿Dónde he metido los archivos? Creo recordar que abrí una carpeta de documentación. Es posible que mañana lo recuerde.

Celemín 1

LOS PEQUEÑOS HUMILLADOS

Durante años me he balanceado entre la historia ñoña del pequeño Celemín y la historia verdadera y terrible de “Los pequeños humillados”.  A veces he logrado una especie de acuerdo que me ha permitido contar la historia “a medias”, es decir si no toda la verdad, al menos una parte, y enmascarada en el reflejo deformante de un espejo de feria.

Incluso llegué a pensar en presentar esta historia, como novela, a un famoso premio literario. Así comenzaba, hace algunos años, esta historia ficticia.

LOS PEQUEÑOS HUMILLADOS-NOVELA

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A MODO DE PROLOGO

Dicen que los ancianos recuerdan mejor sus años infantiles que lo sucedido ayer. Tal vez sea cierto o puede que no, en mi caso el regreso al pasado es una obligación moral para conmigo mismo, puesto que mirar hacia el futuro es un suicidio volver la vista hacia atrás es pura lógica de supervivencia.

Con lo visto tan cansada que hasta mirarme en el espejo me obliga a lagrimear, he tenido que renunciar a la lectura, la gran pasión de mi vida. Aburrido hasta el hastío, en una cutre residencia de ancianos, solo me queda la mente y sus milagrosas cualidades, como los deseos cumplidos por un genio liberado de la lámpara maravillosa.

Con mi memoria, ayudada a veces por sus pizpiretas damas de compañía –la fantasía o imaginación y la caprichosa lógica de un -he decidido trasladarme a mi infancia, de la misma forma que lo haría un viajero en el tiempo en cuerpo mortal, solo que invisible para su entorno, no del todo para el niño que fui siempre, convencido de tener a su alrededor una presencia invisible que identificaba con el ángel de la guarda, ignorante de la prodigiosa capacidad que tienen a veces las mentes de los ancianos.

Me he abrigado bien para el viaje, en el tiempo y luego de mucho pensarlo he decidido caer en el tranvía traqueteante que me llevaba por primera vez al colegio aparecer en el pasillo de un vagón no como caído del cielo sino más bien del futuro.

Hale-Hop, comienza la función.

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LIBRO I

EL FIN DE LA INFANCIA

CAPITULO I

LLEGADA AL COLEGIO

Puedo ver a un niño sentado junto al gran cristal de la ventanilla de un tren mirando hacia el exterior en dirección a su marcha. El tren es un tranvía traqueteante y el niño soy yo, tengo diez años, he nacido un 23 de abril -precisamente el día del libro, también el día en que se recuerda al gran genio, a Cervantes, un excelente presagio que no se ha cumplido- de un año que no voy a mencionar por coquetería de anciano o más bien por cabezonería. Estamos en plena época franquista, una etapa de castigo para este país de nuestros dolores que ha recibido muchos castigos y los seguirá sufriendo por sus muchos pecados sin purgar.

Bajito, como todos en aquellos tiempos de hambre y miseria, puedo verme las patitas de alambre asomando debajo de mis pantaloncitos cortos. Es otoño o más bien quedan unos días para que empiece. Tal vez estamos en la primera quincena de septiembre. Torso de muñeco y cabeza grande –siempre la he tenido muy grande- siempre la he tenido demasiado grande- pero bien proporcionada, cabello ligeramente rubio (un engaño de la naturaleza puesto que en mi juventud tuve el pelo negro, y estropajoso y más tarde calvo y grisáceo) y una expresión angelical en el rostro, de la que entonces no era consciente. Ahora que puedo verme a gusto, contemplarme desde fuera, como si estuviera presenciando el rebullir de una vida que me es completamente ajena, debo confesar que comería  a besos a aquel niño. Casi todos los niños están dotados por la naturaleza de esas cualidades físicas que atraen inmediatamente la simpatía de los adultos; aún más, diría que los niños están hechos por la naturaleza para ser amados por los adultos y quien sea incapaz de amar a un niño debe buscar algún defecto en sus genes o en su corazón. En algunos casos excitan el canibalismo, a mí me pasa con frecuencia en presencia de un niño, no podía ser menos ante la imagen del niño que fui.

Mi nariz, o más bien la pequeña y chata nariz del niño que un día fui, permanecía pegada con fuerza al cristal de la inmensa ventanilla del tranvía que nos llevaba, adentrándose en la árida meseta castellana, hacia un destino que deseaba y temía al mismo tiempo; en él esperaba llegar a convertirme en adulto, un paso decisivo que impedía retroceder en el camino de la vida y que me daría las riendas de mi destino. Ser adulto era una posibilidad que ocupaba casi constantemente mi mente infantil, esta posibilidad la utilizaba como amuleto contra todas las desgracias que caían o imaginaban acabarían cayendo sobre mi cabeza y que eran tantas que huía de pensar en ello.

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Era consciente de que a los adultos también les ocurrían cosas malas, pero pensaba que al menos ellos tenían el poder de decidir por sí mismos aunque estuvieran equivocados –los niños siempre estábamos equivocados- y a su alrededor muchas personas tuviéramos que sufrir las consecuencias de sus errores. Por otro lado tenía miedo de abandonar para siempre el caparazón de tortuga que era mi imaginación infantil, la desbordante fantasía donde me refugiaba cuando la vida se convertía en un animal especialmente carnívoro; entonces ese duro caparazón era muy efectivo contra las afiladas garras y los temibles dientes de ese animal multiforme que siempre me estaba acechando para atacar al menor descuido.

Dejar el caparazón y enfrentarme sólo, con mis propias fuerzas, a esa sociedad de carnívoros  que era la vida –al menos así lo sentía yo entonces- me producía tal angustia que estoy convencido de no haberlo abandonado nunca completamente,  para mí era algo poderoso, mágico, capaz de ayudarme a sobrevivir a las circunstancias más terribles.

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Llevaba así largo rato, seguramente tenía la nariz enrojecida y dolorida, pero no era consciente de ello o no me importaba, estaba demasiado interesado en contar los postes de madera que con sus brazos en cruz me hacían pensar en una inmensa fila de crucificados paralelos a la vía del tren solicitando una oración o un compasivo sentimiento de aquel niño que les miraba y comprendía lo que realmente eran. Lo que ningún ser humano, estaba seguro de ello, era capaz de sentir.
El abuelo que soy está allí, en el pasillo central, apoyado en su nudosa cachaba, fibroso y encogido, la cara arrugada, la expresión hosca, contemplando al delicioso niño que fui con la nariz pegada al cristal. De hecho así me estoy viendo desde la cima de la montaña del tiempo. ¿Cómo puede uno recordar estas cosas? Tal vez no fuera así pero está claro que una nariz pegada demasiado tiempo a un cristal se acaba poniendo roja. ¿Cuánto hay de deducción en ello y cuánto de matices inescrutables de la memoria? A pesar de estar de pie en el pasillo me resulta difícil visualizar aquel vagón. Los olores han desaparecido, por supuesto, ¿qué puede oler un anciano a 60, 70, tal vez 80 años vista –no  crean que voy a decirles mi edad? ¿Cuántos pasajeros iban en el vagón? Creo recordar que muchos, no se encontraba un asiento libre aunque los pasillos y el cubículo de entrada estaban vacíos. ¿Es así o se trata de una reconstrucción de la memoria? ¿Por qué soy incapaz de recordar con viveza esos detalles y en cambio puedo volver a sentir con intensidad la angustia ante un futuro incierto, el miedo a un entorno nuevo donde no controlará nada, que vivió mi sosias, aquel niño delgaducho con la nariz pegada al cristal? La memoria emocional siempre podrá más que el frío recuerdo del color de los asientos de un tranvía. Aún así me pregunto si no sería capaz de recordar con la misma viveza que la emoción esos fríos detalles del tranvía que se me escapan una y otra vez como un puñado de agua entre los dedos. Tal vez esos científicos chalados que todo lo cambian con sus experimentos logren alcanzar el tic adecuado en la neurona precisa y las nuevas generaciones sean capaces de recordar el olor de la comida que les sirvieron en el tren rápido hace ahora veinte años, o de visualizar con absoluta exactitud la decoración del hotel donde pernoctaron en su viaje de novios. Me pregunto si podríamos vivir con un recuerdo exhaustivo del entorno, ya nos cuesta hacerlo al rememorar las emociones, imaginemos qué sería de nosotros si encima oliéramos, palpáramos, oyéramos e incluso viéramos el pasado. El tiempo que nos obliga a caminar hacia delante se detendría y nuestros cuerpos serían incapaces de continuar caminando. Si no existe el tiempo no se puede caminar hacia el mañana.

Llevaba así largo rato contemplando la vacía y amarillenta llanura sembrada de cereales y postes telefónicos que pasaban ante la ventanilla, ahora eran soldaditos de un ejército que avanzaba con su rostro de madera vuelto hacia algún punto incierto, tal vez perteneciente al país de los sueños. Me senté otra vez en el rígido e incómodo asiento procurando no mirar hacia el otro lado del pasillo, no quería que Antonio me enredara en otro de sus juegos ruidosos e inciertos.
Algunos creen que el niño es un proyecto de hombre, por el contrario yo creo que es el hombre el que es un proyecto de niño. La desaparición de la imaginación infantil es sustituida por el frío pragmatismo del adulto, no me parece ningún avance, al contrario la pérdida de la fantasía nos catapulta al calabozo de la neurosis. Tampoco creo que el asesinato de la ingenua espontaneidad del niño por el miedo a las represalias del adulto, sea un progreso del que nadie pueda sentirse orgulloso. El qué dirán son las esposas con las que nos llevan a la cárcel de la neurosis.

Durante todo mi vida de adulto serio y responsable he echado de menos la prodigiosa fantasía infantil creadora de universos –si Dios existe tiene que ser necesariamente un niño- y ahora intento encontrarla en el bolsillo interior de mi cerebro, donde he guardado durante años los objetos inútiles que me he negado a arrojar a la basura. De niño no necesitaba nada más que una chispa para que se encendiera el horno de la fantasía, la chispa podía ser un palo en el suelo, la chapa de una botella de cerveza, un montoncito de tierra, el reflejo de un rayo de luz en el cristal de la ventana… Entonces cuando se calentaba el horno, cerraba la puerta por dentro, dejándome asar a fuego lento. De adulto por el contrario me dio por el frío de la realidad y abriendo la puerta del refrigerador, me introduje entre los alimentos perecederos, cerré la puerta y dejé que la brisa gélida de los objetos reales me congelara el alma. ¡Cuánto echo de menos aquel dulce calor del horno donde me acurrucaba horas y horas!

El tren sufrió una avería a mitad del recorrido, algo frecuente en aquellos tiempos en que para describir la lentitud de una persona en llegar a sus citas se empleaban expresiones tales como “eres más lento que un tren expreso” o “traes más retraso que el tren”. Espero que hayan desaparecido por fin del vocabulario. En este lugar fuera del tiempo donde reposan mis huesos ni siquiera se emplea la expresión “tortugo”. Aquí nadie tiene prisa por llegar a ningún destino. El niño que yo era, sabía por aquel entonces muy poco de trenes –por su pueblo no pasaba ninguno- pero aprendería muchas cosas de sus compañeros, entre ellas a utilizar esas expresiones.

Sentado aquí al sol de una tarde de verano se me ocurre una loca fantasía. Cualquier día inventaran algo para que el anciano y el niño que fuimos puedan comunicarse. No me parece tan disparatado si lo pienso un poco. Si en la dimensión espacial dos cuencas fluviales pueden comunicarse a través de un canal ¿porqué en la dimensión temporal no podría hacerse? Solo sería necesario encontrar eso que los científicos denominan con palabras muy rimbontantes, pero que en el fondo no es otra cosa que “descubrir el intríngulis”.

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No me preocupaba la avería, no tenía prisa por llegar al colegio, un lugar que al menos al principio no sería muy agradable para mí. Hubiera deseado seguir en la cuna de la fantasía donde manos invisible me estaban acunando hasta quedarme dormido, los sueños eran casi siempre mágicos y maravillosos por eso adoraba tanto la ensoñación. De vez en vez sufría alguna pesadilla, sobre todo una en que una o varias serpientes me perseguían siempre a punto de pillarme, pero con el tiempo aprendí a volar, sí, a volar, en lugar de correr como un desesperado hacia ninguna parte decidí subir y bajar los brazos como alas de un águila gigantesca y para mi sorpresa me elevé en el aire y me alejé volando de la asquerosa serpiente que no dejaba de perseguirme hasta en los sueños más felices y divertidos. Aquellas alas oníricas me permitirían escapar muchas veces de las serpientes que la vida manda contra nosotros una y otra vez como un dios vengativo que no se compadece de nada ni de nadie. Pero como toda realidad que siempre tiene la cruz al otro lado de la cara las alas oníricas de águila acabaron por formar parte de mi biología y me permitieron ir tan lejos que a veces perdí completamente el rumbo.

El mundo de los sueños es siempre más atractivo que el sórdido mundo real, si no se tiene cuidado uno termina por alejarse tanto de la vida y de la realidad cotidiana que se transforma en eso que “los normales” llaman un loco, desde ese lugar solo queda por dar un paso más y atravesar la puerta del infierno. Puede que algunos hayan llegado al paraíso pero a pesar de mis sueños utópicos sigo sin creer en ningún paraíso, desde que el hombre es hombre alguno ya lo hubiera alcanzado y no conozco a nadie.

Antonio cortó mi ensoñación, pretendía que intentara abrir las puertas para bajarnos y comer al lado de la vía por la inmensa llanura de cereal que se perdía en el horizonte, pero los botones verdes y rojos que manipulamos y golpeamos una y otra vez no se abrieron; permanecimos un rato sobre la plataforma jugando a indios y vaqueros, yo tuve que ser el indio por supuesto. Al cabo de un tiempo se me ocurrió pulsar el botón verde y la puerta se abrió, tal vez alguien lo había solicitado del revisor para poder estirar las piernas cuando se enteraron de que la avería iba para rato –estuvimos allí parados en medio de ninguna parte durante varias horas- y de esta manera pudimos bajar y correr por los rastrojos. Nuestros padres acabaron por echarnos de menos y nos llamaron a gritos, pudimos convencerles de que nos dejaran desfogarnos con la condición de que no nos alejáramos mucho y estuviéramos atentos por si el tren se movía.

Gracias a ello la espera no se hizo tan agobiante. Finalmente muchos bajaron del tren por el lado despejado, al otro lado corría paralela otra vía, y de esta forma se convirtió, la ladera terrosa, en un patio de vecinos provisional en el que la gente empezó a sentarse y charlar entre sí, más por aburrimiento que por deseo de conocer a gentes a las que nunca volverían a ver. Años más tarde, un apasionado ya de la literatura, descubriría con enorme sorpresa que la mayoría de la gente se aburre mucho, hasta el hastío en algunos casos, y habla y habla como un juego que les permite divertirse un rato, como a veces hacíamos en el pueblo la pandilla, cuando no se nos ocurría ningún juego nuevo. Tardé en aceptar que yo era de los pocos privilegiados que nunca se aburren, siempre están en la agradable y amena compañía de los personajes de las novelas o escuchando música o viendo una película o escribiendo un balbuceo de relato o simplemente fantaseando ensoñadoramente. Muchos no pueden hacerlo porque no se les ha facilitado la entrada a la gran mansión de la cultura, se les ha cerrado la puerta en las narices y ni siquiera pueden imaginar los tesoros que encierra esa casa, donde algún prójimo se introduce un rato como un ladrón y sale hablando maravillas. No será para tanto piensan ellos… pero sí lo es. Pronto lo descubriría; sin embargo,  pasadas unas horas, cuando el tren terminó por ponerse en marcha lo que más deseaba era llegar cuanto antes, estaba cansado, agotado.

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LOS PEQUEÑOS HUMILLADOS I (VERSIÓN DEFINITIVA)


 

AVENTURAS Y DESVENTURAS DEL PEQUEÑO CELEMÍN

Pequeños humillados1

DIARIO DEL AUTOR

Pequeños humillados2

Dicen de los viejos que recuerdan mejor su infancia que lo que han hecho el día anterior. Espero que al menos en mi caso sea cierto, porque me gustaría rematar la única de mis novelas que me haría sufrir si desapareciera en el olvido, en ese lugar aún peor que la nada, donde están todas las cosas que un día ocurrieron y que nadie recuerda. Debo darme prisa, porque el doctor no quiso decirme el tiempo que aún me queda mientras esa terrible enfermedad que llaman Alzheimer acaba su desarrollo, como el huevo de un gusano que acaba de ser sembrado por la mosca en el cadáver.

No he dejado de rezar para que la muerte me alcance antes de comenzar a perder la personalidad, lo único que siempre me ha interesado de mí, antes de que la enfermedad cruce lo que para mí es la línea roja: los recuerdos de mi infancia.

No voy a dejarles nada a mis herederos, por dos razones: la primera y fundamental es que no existen tales herederos, puesto que no me casé ni sembré fuera del matrimonio semilla alguna que pudiera fructificar en vientre femenino y si algún familiar lejano siguiera vivo por ahí fuera, ni sabe de mi, ni yo sé de él; la segunda tiene mucho que ver con la infernal crisis económica que asoló Europa en la segunda década de este maldito siglo XXI, puesto que con sus famosos recortes dejó mi pensión –alcanzada con gran dificultad al cumplir la edad reglamentaria, retrasada una y otra vez, justo cuando yo la acariciaba con mis manos temblorosas- por los suelos, lo que impediría a un heredero disfrutar de la vida tras mi muerte.

Con la magra pensión que me permitieron disfrutar como jubilado de postín, y gracias a la ayuda inestimable de un plan de pensiones privado que inicié mucho antes de que la crisis lo transformara en un lujo surrealista y muy poco rentable, y con la pequeña cantidad que recibo por el alquiler de mi antiguo y viejo pisito, hoy puedo costearme una cama en esta residencia privada, casi un lujo asiático, de aquellos que disfrutaron los sátrapas en los tiempos del imperio babilónico, si mi memoria no me falla, que pudiera ser que sí.

Aguanté en el piso todo lo que pude y un poco más. Cuando ya no pude valerme por mí mismo decidí buscarme un lugar al alcance de mis posibilidades. En la residencia miraron con lupa mis ingresos y me hicieron un exhaustivo chequeo médico. Por fin se decidieron a admitirme como si me hicieran un gran favor. Desde entonces no han dejado de subirnos las mensualidades cada cierto tiempo o en cuanto la prima de riesgo se desmanda un poco.

Puse en manos de una inmobiliaria la venta del piso, fijé un precio mínimo y esperé… hasta que me aconsejaron que les dejara alquilarlo mientras surgía un comprador. Es posible que nadie compre el piso y que los inquilinos lo destrocen, pero mientras tanto puedo disponer un extra del que tirar cada vez que nos suben la mensualidad.

Durante todo este tiempo me he dedicado a mis novelas de infancia. Cuando arribé a este cementerio de elefantes, a pesar de mis dificultades de movimiento, todavía era capaz de manejarme con el portátil. Como escritor no he llegado a nada y dudo mucho que el destino quiera convertirme en un escritor post-mortem. Me olvidaré de los años perdidos escribiendo, una tras otra, historias delirantes y sin sentido. Me olvidaré de haber sembrado Internet con mis textos, que no leía nadie y que ahora no podría encontrar ni yo mismo, incapaz de recordar todos los alias o nicks que llegué a utilizar.

Alguna de aquellas historias me gustaba; me divertía mucho escribiéndolas e imaginando a los personajes haciendo todo lo que yo deseaba hacer y nunca me atreví. Ahora sé que eran una mierda, sí una mierda con todas las letras, y que el tiempo que les dediqué lo podía haber empleado en algo mucho mejor…Aunque no se me ocurre en qué, con toda sinceridad. ¿En trabajar más? ¿Para que luego te recorten, alarguen la edad de jubilación y lo poco que has ahorrado no te sirva de nada? ¿En viajar por el mundo? Vale. Eso está mejor, aunque sin idiomas hubiera sido como perderse en la Torre de Babel, intentando encontrar un compatriota entre la multitud. Debería haber buscado una pareja, y que supiera idiomas, para viajar los dos por el amplio mundo y disfrutar del sexo aquí y allá, en todas partes. ¿En serio? Dicen que no hay mejor forma de castrarse que casarse. Bueno, eso dicen, porque yo nunca lo hice. Pude haberlo hecho, eso sí, sin embargo las cosas se torcieron y lo que pudo ser, no fue, como casi todo en la vida. No me hubiera importado de haber tenido mucho éxito con las mujeres, una para cada noche y varias noches para una… solo en el caso de que me gustara mucho. Por desgracia no ocurrió así. Llegué a sentirme solo, muy solo, terriblemente solo. Deseé morirme y acabar de una vez. Ahora estoy muy solo, aunque no me parece mal, hasta lo llevo con humor. Tampoco deseo morirme, al menos no demasiado pronto, que me dejen un par de años más, al menos.

Quería hablar de Bea, de Beatriz, una empleada, enfermera o lo que sea, joven y atractiva, tímida y un poco, bastante, inculta, pero no me apetece continuar, lo dejaremos por hoy. Creo que voy a introducir aquí un parrafito que tenía ya preparado, aunque no me gusta mucho. Luego comenzaré la historia, tal vez con el pequeño Celemín o con Los pequeños humillados, en primera o tercera persona. Ya veremos. Lo importante es acabar este manuscrito a cualquier precio. Cuando lo haga me podré morir o perder la memoria o lo que tenga destinado desde el principio de los tiempos. ¡Quién me iba a decir a mí, al pequeño Celemín, que la vida sería como fue y que yo, en el fondo, era como era!

Los pequeños humillados3

EL PRESENTE

Estoy sentado en un banco de madera, en un pequeño parque de la residencia de ancianos. Soy un viejo. Creí que nunca iba a llegar este momento. Todos sabemos que nada es para siempre, que somos mortales, que el tiempo pasa y no vuelve… Son lugares comunes que utilizamos con frecuencia, sin ser muy conscientes de lo que estamos diciendo.

De joven también creía, como todo el mundo, que algún día sería viejo y moriría, si es que la muerte no me segaba antes con la guadaña. Pero era algo tan lejano que solo me apetecía hablar de ello o comentarlo cuando estaba de buen humor, como un chiste de humor negro que uno se puede permitir bebiendo con “los colegas” y diciendo cualquier “burrada” que nos hiciera reír a todos o creernos más “machos”, más “hombres”. La escasa empatía es uno de los defectos de la juventud, aunque algunos podrán pensar que se trata más bien de una cualidad, al fin y al cabo ponerse en la piel del prójimo solo serviría para sufrir aún más, cuando la vida es ya de por sí bastante terrible, como para echarnos a la espalda sufrimientos ajenos. Por eso los jóvenes son capaces de burlarse de un anciano que resbala y se da una buena nalgada, o permanecer fríos, absolutamente indiferentes, ante alguien que narra su enfermedad o su desgracia. Eso nunca me ocurrirá a mí, piensan, eso solo les sucede a ellos.

Como todos los jóvenes, yo también me dejé llevar en algún momento por estas actitudes tan estúpidas como irracionales. Puede que uno se acabe librando de un cáncer o de un accidente de tráfico, o de cualquier otra desgracia que acecha a los mortales, pero de lo que jamás se librará es de la muerte. El tiempo irá transcurriendo con esa lentitud tan engañosa que a veces hasta nos parece que se ha parado y que nosotros seguimos siendo los mismos año tras año.

EL PASADO

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PROLOGUITO

Hola a todos. Me llamo Julito Celemín Rodriguez y he decidido comenzar este diario porque me siento muy solito. Fue una muy buena idea comprar unos cuantos cuadernos en el quiosco de la “señá” Adela, en el pueblo, unos días antes de venir al cole. Un diario es como un amigo al que puedes contarle todas tus penas. Creo que van a ser muchas aquí, en el cole del Sagrado Corazón de los padres Recoletos del Corazón de Jesús. 

Antes que a nadie quiero saludar a mi personaje favorito de los dibujos animados, al oso Yogui. Bueno, bueno, en

realidad quien realmente me gusta es Bubú, el dulce Bubú, con su graciosa y acaramelada vocecita. 

Saludo a todos porque con el tiempo todo el mundo acabará leyendo este diario. Me dará mucha vergüenza que lo lean mis papás y hermanitos, por eso esperaré a ser grande. A los grandes no les da vergüenza nada, no se ponen coloraos aunque estén mintiendo y no les asustan los monstruos que aparecen por las noches. Puede que se lo deje leer antes a Luisito, mi amigo del pueblo, y puede que alguno más. Aunque me da mucha vergúenza que puedan saber lo que pienso y lo que siento muy dentro de mi. No he visto a ningún adulto contar todo lo que piensan. Nadie me ha dicho que esté prohibido, pero hay muchas cosas que están prohibidas y no se dicen.

Esta es la primera vez que voy a estar solito, fuera de casa. Siento mucho miedo de enfrentarme con los padres Recoletos y con un montón de niños desconocidos y casi seguro malvados, que se van a reír de un niño tímido como yo y me van a gastar bromas pesadas y tal vez me hagan llorar tanto que no pueda aguantar ni siquiera un mes en el cole.

Anoche llegamos en el tren, muy tarde porque se averió, y ya era de noche y el colegio estaba cerrado. Tuvimos que dormir en el suelo, frente a la puerta principal, que ya nos habían avisado que estaría cerrada a partir de las diez de la noche. Ahora vuelve a ser de noche otra vez y me he refugiado en uno de los retretes para decirle a Bubú que estoy bien y que no se preocupe por mí, aunque me siento muy solo, muy solito… 

Me gustaría llorar, echar la lagrimita, pero mi papá me dijo que los hombres no lloran y yo ya soy un hombrecito. Tengo diez añitos y eso es casi ser un hombre. Mi papá me contó que a los catorce años comenzó a trabajar en la mina de carbón, para ayudar a los abuelos, que en paz estén, porque entonces acababa de pasar la guerra civil, esa tan mala entre rojos y azules. Mi papá decía en voz bajita que los buenos eran los rojos, aunque ganaran los azules. La verdad es que a los abuelos lo único que les importaba era poder comer todos los días y eso no era fácil porque los azules les robaban todas las patatas y todo lo que encontraban. Robaban y a eso lo llamaban requisar.

Tengo miedo a que venga el padre prefecto y me encuentre aquí. Si mira por debajo de la puerta podrá verme, porque han dejado un hueco muy grande entre el suelo y la puerta. Puede que lo hayan hecho por si se cierra un niño por dentro y no quiere salir. Creo que al padre Lorenzo, al prefecto, lo llaman «el fantasma». Al menos así le apodaba uno de los mayorones. Se reía mucho mirándome mientras lo decía y luego me llamó chivina. Que nos íbamos a enterar los chivinas de lo que vale un peine con «el fantasma».

Creo que el padre fantasma es muy malo. Es bajito y tiene una cara de mala leche que no puede con ella. Dicen que pega mucho y siempre hay que estar alerta porque no se le oye al andar y en cuanto te descuidas un poco, ¡zás!, te da un par de tortazos y te quedas con ellos.

Pero voy a terminar, querido Bubú. Oigo una puerta al otro lado del dormitorio y puede que sea el fantasma, que viene a ver si estamos todos dormidos. Mañana te contaré la llegada al cole. No tengas miedo. Duerme muy agustito, que yo voy a abrazarme a la almohada, como si fueses tú. Un abracito muy fuerte de Celemín.

CAPÍTULO 1
LA LLEGADA AL COLE

Querido Bubú: Como no empezaremos las clases hasta dentro de tres días tenemos mucho tiempo para divertirnos y leer tebeos. Nos han levantado a las ocho de la mañana y hemos desayunado un tazón de leche con una rebanada de pan untada de mantequilla. Es un decir porque el trozo que nos dieron, sobre un plato de duraléx, estaba tan duro que resbalaba sobre el pan, no había manera de untarlo, y encima sabía a yeso. 

Hemos oído misa en la capilla en lugar de la iglesia y luego nos han dejado libres para ir al patio a jugar a lo que quisiéramos o venir a este aula a leer los tebeos que nos apetezca. En la mesa del profesor está sentado un mayorón, vigilándonos, y en una esquina han puesto dos montones enormes con toda clase de tebeos. Yo he elegido un tebeo del Gordito relleno, Carpanta y la familia Cebolleta y otros dos de Spiderman y Batman. Estos no los conocía aunque sí había oído hablar de los comics americanos, que eran muy divertidos pero también muy, muy caros.

He colocado un tebeo abierto sobre el pupitre y me dispongo a escribir este diario en un cuaderno. Me da miedo que me descubran redactando un diario, y más si me dirijo a ti, querido Bubú. Sentiría mucha vergüenza si creyeran que hablo contigo o con cualquier otro de mis personajes favoritos. Ellos no piensan que pueda existir otra cosa que lo que vemos y tocamos. Entonces, me pregunto yo, querido Bubú, cómo pueden decirnos que existe Dios, si no le podemos ver ni tocar. Son cosas de los mayores, que se creen muy listos, pero luego te das cuenta que en realidad son bastante tontos.

Voy a aprovechar para contarte la llegada al cole que no pude hacer ayer, sentado en el retrete, porque llegó el fantasma y me tuve que ir a la camita. Hoy tenemos otro padre prefecto, creo que es el padre Gonzalez, aunque le llaman «La vaca». Aquí todos tienen motes y más los frailes o padres como quieren que les llamemos. Pero antes de iniciar la narración de la accidentada llegada al cole quiero comentarte que anoche muchos de los chivinas, como nos llaman los mayorones a los nuevos, lloraron como magdalenas, como dice mamá. Los sollozos se oían por todo el dormitorio. 

Los de segundo y tercero se cansaron del concierto y les dijeron a voces que o se callaban o les iban a cortar el pito. Luego se reían, sin ninguna compasión por los nuevos, que queremos mucho a nuestros papás y les echamos de menos. Yo también tenía ganas de llorar, pero me contuve para que no se rieran de mí, o me cortarían el pito. Me da mucho miedo, Bubú, quedarme sin pito. Luego no podré hacer pis y debe doler mucho.

Para no llorar me puse boca abajo y mordí la almohada con todas mis fuerzas. Me salían las lagrimitas pero no se oían los sollozos. Y es que, Bubú, echo mucho de menos la casita, los papás, el pueblo… El pecho me subía y me bajaba y dejé la almohada empapada, pero nadie pudo oírme llorar. Ya soy un hombrecito y aunque hubiera tenido que morder los barrotes de metal de la cama no consentiré nunca que los mayorones se rían de mi por verme llorar. Con mi cabecita hundida en la cama estuve largo rato hasta que me fui calmando. 

Luego me puse boca arriba y escuché cómo los otros chivinas continuaban llorando como bebés. Me hacían tanta gracias que hasta estuve a punto de reírme yo también de ellos. Tuve que volver a morder la almohada. No quiero ser como los mayorones, que son malos, muy malos y deseo que Dios castigue muy duramente sus almas.

Estaba tan agotado que me dormí profundamente. No recuerdo si soñé o no, aunque me suele pasar que tengo pesadillas cuando las cosas no van bien. Sueño mucho con serpientes que me persiguen para morderme y envenenarme. No me importa tanto morir como que sus cuerpos repugnantes se enrosquen sobre el mío, pequeñito y tembloroso. No dejo de correr pero no me muevo del sitio.

Entonces imagino que mis brazos son alas y con toda la fuerza de mis bracitos comienzo a moverlos hacia arriba y hacia abajo. No puedo creerlo, pero estoy ascendiendo por el aire. Abajo quedan las serpientes, mirándome con cara de sorpresa. Ahora puedo volar en los sueños como un pájaro. Me basta con mover un poco los brazos para mantenerme en el aire como un águila. Voy mirando lo que sucede abajo y me lo paso muy bien. Veo a los adultos, son como hormiguitas, muy ocupados en sus cosas, mientras yo vuelo y vuelo…

Y me disculparás pero ha llegado La vaca a preguntarnos si lo pasamos bien. Dejo de escribir, pero seguiré en cuanto pueda. Un abrazo Bubú.

AVENTURAS Y DESVENTURAS DEL PEQUEÑO CELEMÍN I


NOTA INTRODUCTORIA: Esta novela, basada en mis recuerdos de infancia ha tenido tantas versiones manuscritas, con tantos títulos, con narradores tan diferentes y con estructuras tan distintas, que he decidido hacer una versión definitiva y rematarla de una vez por todas. Remito al archivo que he subido a mi almacén para quienes estén interesados en leerla desde el principio. En el blog voy a continuar donde lo dejé e iré subiendo capítulos, para animarme a terminar la historia y que no se me pierda en algún cajón para siempre.

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ESPA„A 23

Y pecar era terrible, incluso los pecadillos más tontos te podían condenar al infierno. Los pecados veniales, acumulados, se convertían en pecados mortales y un solo pecado mortal te condenaba al infierno de todas-todas. No era posible tener la seguridad de que en el último momento ibas a poder confesarte o hacer un acto de profunda contricción para que Dios te perdonara y pudieras ir al cielo. Había que estar muy atento, porque la muerte llegaba en cualquier momento y si te pillaba descuidado, ¡zás!, ya estabas en el infierno. Y eso no era cualquier cosa, toda la eternidad, un día tras otro, un año tras otro, para siempre, allí metido en las calderas de Pedro Botero, quemándote el culo y lo que no es el culo. Es un sufrimiento espantoso que nadie puede soportar. Todo aquello me lo habían enseñado desde el catecismo y lo creía a pies juntillas. Por eso me confesaba al menos una vez a la semana y cada vez que cometía un pecado mortal. No quería ir al infierno, antes cualquier cosa. Pero decir los pecados a un cura, que no dejaba de ser un hombre, aunque con sotana, cada vez se me hacía más cuesta arriba. No soportaba la angustia de hacer un recuento de los pecados y luego una lista para decírsela al cura. Me daba una vergüenza terrible.

En aquella iglesia tan grande me imaginé diciéndole al cura mis pecados todas las semanas y el mundo se me cayó encima. Quería salir de allí cuanto antes y no veía el momento. Por fin el cura se cansó de tanta cháchara y salimos fuera. Ahora, nos dijo, iríamos al salón de actos. De lo mejorcito de España y del mundo. Y sí que lo era, porque nada más entrar me quedé con la boca abierta. Allí cabía mucha gente, pero que mucha, todos sentaditos para ver las películas o las obras de teatro. El cura nos dijo que allí podía verse la televisión, cuando había algún acontecimiento deportivo, o el cine, todos los fines de semana, o alguna obra de teatro, representada por los mayores en las fiestas del colegio. Aquello me entusiasmo, porque yo no había visto aún ninguna obra de teatro y me parecía el espectáculo más maravilloso del mundo.

Nos dejó bajar por aquella cuesta tan empinada y sentarnos en la butaca que más nos gustara. Solo pensar en las películas de Charlot o del Gordo y el Flaco me relamí de gusto. A pesar de estar medio dormido y de que me dolía todo el cuerpo, por las dichosas piedrecitas de la entrada, tanta novedad me empezaba a entusiasmar de tal manera que temí comenzar a dar saltos de alegría.

Aquel telón en el escenario me parecía algo mágico. Bastaría con descorrerlo para que se pudieran ver las mayores maravillas del mundo. Recapitulé sobre todas las alegrías que me esperaban: jugar el futbol todos los días en los campos que habíamos visto; ver cine todos los fines de semana; bañarnos en la piscina en verano; jugar a baloncesto y a balonmano… Comparadas con tantas alegrías, el madrugar y el tener que confesarme y comulgar todas las semanas me parecía hasta aceptable. El cura nos explicó las actividades que se desarrollarían allí durante todo el año y especialmente durante las fiestas del patrono del colegio, San Agustín. Pero deberíamos dar allí por terminada la visita al colegio, porque se acercaba la hora del desayuno. El cura miró el reloj y nos hizo una seña para que le siguiéramos.

A paso ligero recorrimos otra vez el largo pasillo. Mientras lo hacíamos no pude evitar imaginarme lo adecuado que era para echar carreras. Sonreí ante la escena. Unos cuantos nos poníamos en un extremo, alguien contaba, una, dos y tres. Y salíamos corriendo como alma que lleva el diablo. Nunca mejor dicho. Pero aquello no era nada más que un sueño. Era evidente que aquel cura nunca permitiría aquello. Todo en el colegio respiraba un aire de seriedad y religiosidad que asustaba al más pintado… y yo no lo era.

Al llegar al hall el cura continuó adelante. Abrió una puerta acristalada como al parecer lo eran todas y nos invitó a seguirle. En la pared de enfrente había una especie de dibujo o pintura, hecha al parecer con pequeños trozos de piedra o cerámica, representaba alguna escena que no pude entender. Las figuras eran altas y estaban distorsionadas, los colores muy vivos. Me resultaba difícil decidir si aquello me gustaba o no. Al final me dije que me gustaba más de lo que no me gustaba, por lo que di como ganador al „me gustaba“ y atendí las explicaciones del cura. Nos estaba diciendo que a la izquierda estaba el comedor de los mayores, es decir de quienes estudiaban cuarto, quinto y sexto de bachillerato. A la derecha estaba el nuestro, es decir para los estudiantes de primero, segundo y tercero de bachiller.

Pasamos al comedor y todos nos quedamos deslumbrados. Había tantas ventanas que uno se hubiera dicho al aire libre. El salón era muy grande y gruesas columnas de cemento pintadas sujetaban el techo. Había tantas mesas que dejé de contarlas, perdí la cuenta. Estaban colocadas en filas que llegaban hasta el centro, dejando allí un amplio pasillo y continuaban hasta la otra pared, también horadada por muchos ventanales. El cura nos dijo que podíamos sentarnos para probar las sillas. Eso era lo que más nos había sorprendido de todo. Las mesas, para ocho, cuatro en un lado y cuatro en el otro, era de formica y las sillas estaban sujetas por tuberias a las mesas. No se podían mover.

Tanto Antonio como yo nos sentamos con una cierta precaución, temiendo que aquellos tubos se rompieran y termináramos en el suelo, pero descubrimos que todo aquel artilugio era muy sólido. El cura nos lo explicó con una sonrisa de oreja a oreja. Era de lo más moderno y muy sólido, como para sostener a ocho personas sentadas a la vez, no se rompería el tubo, no. Satisfechos nos levantamos. El cura nos invitó a mirarnos en un gran espejo que había en la esquina por donde habíamos entrado, al lado de una puerta de madera. Nos miramos y no encontramos nada extraordinario en el espejo, aparte de que era muy grande y nos podiamos ver de cuerpo entero. Reflejaba muy bien, eso sí. Entonces el cura, con el gesto de un mago que va a sacar un conejo de su chistera, abrió la puerta de madera y nos invitó a pasar. Lo hicimos, curiosos, y pudimos ver lo que resultó ser el comedor del prefecto. Allí comía y los platos le llegaban a través de un torno de madera situado en una esquina, cuyo funcionamiento nos enseñó. Era la primera vez que veíamos algo semejante y todos soltamos exclamaciones, hasta los papás. Sin embargo lo más sorprendente estaba aún por llegar. Nos señaló con un dedo el rectángulo que daba al comedor, a la altura del espejo que estaba por fuera. Nuestra sorpresa se expresó con chillidos de alegría. Por dentro no era un espejo, se podía ver todo el comedor a la perfección. Se trababa de una venta con cristal, disimulada por fuera como si fuera un espejo. Desde allí el prefecto podía vigilar el comedor y nadie sabría si lo estaban mirando en el momento que hacía una trastada o no, por lo que siempre tendría que estar muy atento y modoso. Eso nos dijo el cura, solo que con otras palabras, y cuando Antonio y yo comprendimos el alcance de lo que estábamos viendo, nos miramos con miedo y se nos fue la alegría de la sorpresa.

El cura nos preguntó si deseábamos ver las cocinas y mi papá dijo que sí enseguida. Le gustaba comer, cocinar y todo lo que se refiriera a la comida. La puerta estaba al lado de su comedor. Me quedé muy sorprendido de que fueran dos puertas como las que se ven en las películas del Oeste, cuando entran al salón a tomarse su vasito de guisqui. El cura entró primero y sostuvo una de las puertas para que todos pasáramos. Las cocinas eran muy grandes, enormes. Sobre unos grandes fuegos había hasta seis enormes perolas. Si nos hubieran echado a los niños dentro, de pie, no se nos vería la cabeza.

LOS PEQUEÑOS HUMILLADOS I


    

 

 

 

LOS PEQUEÑOS HUMILLADOS-NOVELA

 

 

                    A MODO DE PROLOGO

 

 

Dicen que los ancianos recuerdan mejor sus años infantiles que lo sucedido ayer. Tal vez sea cierto o puede que no, en mi caso el regreso al pasado es una obligación moral para conmigo mismo, puesto que mirar hacia el futuro es un suicidio volver la vista hacia atrás es pura lógica de supervivencia.

 

Con lo visto tan cansada que hasta mirarme en el espejo me obliga a lagrimear, he tenido que renunciar a la lectura, la gran pasión de mi vida. Aburrido hasta el hastío, en una cutre residencia de ancianos, solo me queda la mente y sus milagrosas cualidades, como los deseos cumplidos por un genio liberado de la lámpara maravillosa.

 


Con mi memoria, ayudada a veces por sus pizpiretas damas de compañía –la fantasía o imaginación y la caprichosa lógica de un -he decidido trasladarme a mi infancia, de la misma forma que lo haría un viajero en el tiempo en cuerpo mortal, solo que invisible para su entorno, no del todo para el niño que fui siempre, convencido de tener a su alrededor una presencia invisible que identificaba con el ángel de la guarda, ignorante de la prodigiosa capacidad que tienen a veces las mentes de los ancianos.

 


Me he abrigado bien para el viaje, en el tiempo y luego de mucho pensarlo he decidido caer en el tranvía traqueteante que me llevaba por primera vez al colegio aparecer en el pasillo de un vagón no como caído del cielo sino más bien del futuro.


Hale-Hop, comienza la función.

 

 


                                      LIBRO I

 


                       EL FIN DE LA INFANCIA

 


                                       CAPITULO I

 

 

 


                               LLEGADA AL COLEGIO

 

 

Puedo ver a un niño sentado junto al gran cristal de la ventanilla de un tren mirando hacia el exterior en dirección a la marcha. El tren es un tranvía traqueteante y el niño soy yo, tengo diez años, he nacido un 23 de abril -precisamente el día del libro, también el día en que se recuerda al gran genio, a Cervantes, un excelente presagio que no se ha cumplido- de un año que no voy a mencionar por coquetería de anciano o más bien por cabezonería. Estamos en plena época franquista, una etapa de castigo para este país de nuestros dolores que ha recibido muchos castigos y los seguirá sufriendo por sus muchos pecados sin purgar.

 


Bajito, como todos en aquellos tiempos de hambre y miseria, puedo verme las patitas de alambre asomando debajo de mis pantaloncitos cortos. Es otoño o más bien quedan unos días para que empiece. Tal vez estamos en la primera quincena de septiembre. Torso de muñeco y cabeza grande –siempre la he tenido muy grande- siempre la he tenido demasiado grande- pero bien proporcionada, cabello ligeramente rubio (un engaño de la naturaleza puesto que en mi juventud tuve el pelo negro, y estropajoso y más tarde calvo y grisáceo) y una expresión angelical en el rostro, de la que entonces no era consciente. Ahora que puedo verme a gusto, contemplarme desde fuera, como si estuviera presenciando el rebullir de una vida que me es completamente ajena, debo confesar que comería  a besos a aquel niño. Casi todos los niños están dotados por la naturaleza de esas cualidades físicas que atraen inmediatamente la simpatía de los adultos; aún más, diría que los niños están hechos por la naturaleza para ser amados por los adultos y quien sea incapaz de amar a un niño debe buscar algún defecto en sus genes o en su corazón. En algunos casos excitan el canibalismo, a mí me pasa con frecuencia en presencia de un niño, no podía ser menos ante la imagen del niño que fui.

 


Mi nariz, o más bien la pequeña y chata nariz del niño que un día fui, permanecía pegada con fuerza al cristal de la inmensa ventanilla del tranvía que nos llevaba, adentrándose en la árida meseta castellana, hacia un destino que deseaba y temía al mismo tiempo; en él esperaba llegar a convertirme en adulto, un paso decisivo que impedía retroceder en el camino de la vida y que me daría las riendas de mi destino. Ser adulto era una posibilidad que ocupaba casi constantemente mi mente infantil, esta posibilidad la utilizaba como amuleto contra todas las desgracias que caían o imaginaban acabarían cayendo sobre mi cabeza, eran tantas que huía de pensar en ello.

 

Era consciente de que a los adultos también les ocurrían cosas malas, pero pensaba que al menos ellos tenían el poder de decidir por sí mismos aunque estuvieran equivocados –los niños siempre estábamos equivocados- y a su alrededor muchas personas tuviéramos que sufrir las consecuencias de sus errores. Por otro lado tenía miedo de abandonar para siempre el caparazón de tortuga que era mi imaginación infantil, la desbordante fantasía donde me refugiaba cuando la vida se convertía en un animal especialmente carnívoro; entonces ese duro caparazón era muy efectivo contra las afiladas garras y los temibles dientes de ese animal multiforme que siempre me estaba acechando para atacar al menor descuido.

 


Dejar el caparazón y enfrentarme sólo, con mis propias fuerzas, a esa sociedad de carnívoros  que era la vida –al menos así lo sentía yo entonces- me producía tal angustia que estoy convencido de no haber abandonado nunca completamente ese caparazón prodigioso, mágico, capaz de ayudarme a sobrevivir en las circunstancias más terribles.

                                                                                                                                                  

LOS PEQUEÑOS HUMILLADOS-INTRODUCCIÓN


 
 
                     
 
 
    LOS PEQUEÑOS HUMILLADOS
 
                            INTRODUCCIÓN
 
 
         Puede que el título tenga reminiscencias de Dostoievski. Su novela, Humillados y ofendidos, fue una lectura muy impactante en mi juventud. Siempre estuve muy interesado en novelas los recuerdos de mi infancia y adolescencia, lo intenté en varios formatos sin que me satisfaciera del todo el resultado. Este es el primero que intenté, en tercera persona y como una narración clásica. Creo que ha llegado el momento de intentar rematar la historia, aunque puede que luego me guste más el segundo formato, en primera persona, en forma de diario y con el título de "Aventuras y desventuras del pequeño Celemín".
 
               Mis años interno en aquel colegio fueron muy duros, al menos así los recuerda mi memoria. Lo más duro de todo fue la soledad, luego la disciplina estricta de aquellos años de la dictadura franquista, la década de los sesenta. Los estudios eran también duros pero a mí se me daba bien estudiar, gracias a ello conseguí una beca y pude permanecer en aquel colegio, muy por encima de las posibilidades económicas de mis padres. También hubo cosas muy buenas, el futbol, el deporte en general, los paseos por el campo, etc.  Tal vez lo más oscuro de aquellos años siga siendo para mí la represión, religiosa, ideológica, sexual y de todo tipo que tuvimos que sufrir los alumnos de un colegio que a pesar de su modernidad arquitectónica, su lujo, su comodidad, dispensaba una educación bastante carca y represora. No voy a decir nombres, ni a situar la historia en un lugar concreto. Lo importante es lo que ocurre y no donde sucede.
 
 
  NOTA DE ADVERTENCIA: Las fotos que subiré para ilustrar la historia nada tienen que ver con el colegio donde yo estudié. La historia que se cuenta en esta novela es en parte ficticia y en parte absolutamente verídica. Dejo que el lector decida lo que considere conveniente respecto a las escenas reales, menos reales o ficticias.