LOS PEQUEÑOS HUMILLADOS XXXII


Me alegré mucho de que terminara la Semana Santa, no lo había pasado bien. Los ejercicios espirituales sobre las postrimerías me habían asustado, tanto que a veces temblaba sin saber por qué. La muerte parecía algo tan inevitable, tan fácil que ocurriera, que la posibilidad de morir en pecado mortal, sin haberme confesado antes era imposible de evitar. Cualquier cosa podía matarme, me podía atragantar con la comida y morir por no poder respirar, o podía desmayarme al escuchar la misa por la mañana, bien porque estuviera dormido o porque me diera un mareo, y al caer hacia atrás desnucarme al golpear contra el hierro que unía los bancos y los reclinatorios. Se me ocurrían mil formas de morir. Lo increíble es que todos siguiéramos vivos siendo el cuerpo algo tan frágil que una fiebre podía paralizar el mecanismo que funcionaba por dentro. No digamos de los bichitos, nadie los ve, pero si te entran por la boca o la nariz producen enfermedades raras contra las que no existen medicinas. Y si te tropezabas y te dabas con la cabeza en la pared, morías de repente. Me pregunté por qué nuestros cuerpos no eran de hierro o de acero, así sería más difícil morir. Si fuéramos superhéroes nunca moriríamos. Al final, pasara lo que pasara siempre terminabas en el infierno. No era justo. No soportaba aquellas charlas que hablaban de lo mismo. Cuando el cura no me podía ver, porque me ocultaba tras la cabeza del que estaba delante de mí, me llevaba las manos a las orejas para no escuchar nada. Y aquel silencio que no se podía romper por nada hacía que no dejaras de pensar en lo mismo, una y otra vez. Tampoco me gustaba pasar el día rezando, la misa por la mañana, el rosario, el viacrucis, las procesiones. Te daba miedo pensar en cualquier cosa normal porque durante la Semana Santa solo podías pensar en las postrimerías, en la pasión, en el pecado mortal, en el infierno… Tres días de ejercicios espirituales, luego el jueves santo, el viernes santo, el sábado santo, el domingo santo. ¿Cuándo se terminaría la Semana Santa?

Al final se terminó y volver a la normalidad fue un gran alivio, a pesar de que era el último trimestre y había que estudiar mucho si querías aprobar el curso. Por si fuera poco no dejabas de entrenar para que la tabla de gimnasia que se iba a hacer el día de la fiesta del colegio quedara perfecta. Lo único que me gustó de la Semana Santa fue la música de órgano y aquel canto tan bonito que se llamaba canto gregoriano. La tabla de gimnasia fue divertida al principio, mientras aprendíamos los movimientos, pero luego se hizo terriblemente aburrida al repetirlos una y otra vez. Yo solo pensaba en estudiar con todas mis fuerzas. Aprovechaba las horas de estudio repitiendo las lecciones en la cabeza una y otra vez. Se me ocurrió hacer esquemas porque era imposible aprenderse tantas lecciones de memoria. Eso me ayudó mucho, pero no me servía en matemáticas o en dibujo o en otras asignaturas en las que tenías que entender ciertas cosas que era inútil memorizar si no sabías cómo funcionaban. A veces, sin poder evitarlo me venía a la cabeza la idea de que suspendía y tenía que volveré a casa porque no me daban la beca. ¿Qué haría entonces? ¿Qué sería de mi vida? ¿Y cómo iba a explicar que aquel genio, como decía el maestro, era en realidad un pésimo estudiante que les había decepcionado a todos? Solo me sentía relajado cuando en los recreos jugaba al futbol, intentando mejorar todo lo que pudiera para que me eligieran para uno de los equipos de la liga. El resto del tiempo los nervios se apoderaban de mí y hasta me temblaban las manos. Me imaginaba en las vacaciones de verano, yendo a casa de los abuelos, algo que tanto me gustaba, y volver a ver a las vacas, las ovejas, las cabras, dar de comer a las gallinas y hacer tantas cosas nuevas que tanto me gustaban. Pero eso no iba a ser posible si suspendía alguna asignatura. Tendría que estudiar en verano y no me dejarían ir a casa de los abuelos.

Apreté los puños, rechiné los dientes y puse toda mi voluntad en estudiar todo lo que podía y más, pero aprobar las mates no era cuestión de apretar los puños. hincar los codos y repetir la lección una y otra vez. Había que comprenderlas y yo no comprendía nada de nada. El maestro de la escuela del pueblo sabía muy poco de matemáticas o puede que pensara que con sumar, restar, multiplicar y dividir ya teníamos bastante, no necesitaríamos más en nuestras vidas. Nuestros padres apenas sabían eso y se manejaban bastante bien. Pero allí, en el cole, no era suficiente. No entendía las raíces cuadradas, no entendía las ecuaciones. Apenas podía manejarme con la regla de tres simple y compuesta, especialmente la simple. Además. aquel profesor estirado, con cara de vinagre, me caía fatal, más porque sabía que había sido militar y a mí los militares me caían muy mal, no entendía eso de vestir de uniforme y pegar tiros por todas partes. Creo que se explicaba muy mal o yo no era capaz de entenderle. Solo un milagro conseguiría que aprobara aquella asignatura. Así que me puse a rezar todos los días para que Dios hiciera el milagro. Parte de los padrenuestros, avemarías y las misas y rosarios, eran para pedirle al Padre que me aprobara, creía que me lo merecía. Por desgracia el ensayo de las tablas de gimnasia para la fiesta del cole nos quitaba mucho tiempo de estudio. Pensé recuperarlo en los recreos. pero quería mejorar como futbolista para que me cogiera algún equipo de la liga, ahora que hacía buen tiempo y se podía jugar casi todos los recreos. Era un pecado venial el no dedicarme con todas mis fuerzas a estudiar por jugar al futbol, y así lo confesaba todos los sábados. Era un gran problema encontrar pecados que confesar todos los sábados. Algunos confesores se enfadaban de que repitiera una y otra vez que había mentido tantas veces a lo largo de la semana, especialmente si decía que había mentido a los padres prefectos o profesores. Hacer la lista de pecados antes de confesarme me resultaba cada vez más difícil, las mentiras ya no funcionaban y tenía que echar mano de los pecados veniales de hablar cuando había que guardar silencio, de no haber comido todo lo que nos habían puesto en la comida o la cena o de haber insultado a un compañero, algo que me inventaba porque no se me ocurrían más pecados. Cuando me preguntaba el confesor si había cometido algún pecado mortal no se me ocurría ninguno y así tenía que decirlo. Repasaba los diez mandamientos, pero yo no robaba, no mataba, no sabía qué era tomar el nombre de Dios en vano, no sabía qué era cometer actos impuros o consentir pensamientos o deseos impuros y no podía honrar a mis padres si estaban tan lejos. Confesarme los sábados era uno de los peores momentos de la semana, aunque algunas veces, cuando el confesor me absolvía notaba una ligereza extraña, como si me hubieran quitado un peso de encima.

La verdad es que ya estaba bastante harto de la tabla de gimnasia. Había que repetir una y otra vez y otra los mismos movimientos. Lo peor era que tenías que ir acompasado con los demás, sino el fraile que dirigía todo te echaba la bronca y había que volver a repetir. Si uno se equivocaba, aunque no fueras tú, daba lo mismo, a repetir todo el grupo. Entrenábamos por cursos, salvo los fines de semana, entonces todos los campos de futbol se llenaban con todos los cursos, hasta los mayorones de cuarto, quinto y sexto. Todos en traje de deporte, pantalón azul y camiseta roja, salvo los que debían formar el letrero final que decía “Colegio San Agustín”. Al principio todos nos equivocábamos y había risas, que cesaron cuando comenzaron los castigos, sin recreo, sin la película del sábado, sin lo que fuera. Odiaba aquella forma de castigar, no importaba quién se equivocara, todo el grupo que estaba cerca tenía que repetir o sufrir el castigo que correspondiera. Y no solo actuaban así en los castigos de la tabla de gimnasia, era una norma que seguían a rajatabla. Que alguien hablaba en las filas, cuando nos ordenaban silencio, el prefecto preguntaba quién había sido y si éste no levantaba la mano todos los que estaban cerca eran castigados. Los frailes no se cortaban nada a la hora de preguntar en público quién había sido, quién había hablado o se había tirado un pedo o lo que fuera. Entonces pedían que los que lo habían visto levantaran la mano para acusar. Como nadie lo hacía en público, invitaban a los que querían acusar al culpable, en lugar de tragarse el castigo sin haber hecho nada, que fueran a hablar con ellos a su celda. Yo nunca lo hice, prefería sufrir el castigo que acusar a nadie. Convertirse en acusica o chivato era lo peor que podías hacer, todos te señalaban con el dedo y había venganzas, nadie quería hablar contigo o ir contigo. Tampoco supe de nadie que lo hubiera hecho, pero estaba seguro de que alguno lo hacía, porque de pronto te levantaban el castigo y alguien sufría un castigo muy severo. No era solo por miedo a que me señalaran con el dedo o que nadie quisiera hablar conmigo, tenía tan pocos amigos y hablaba tan poco con los demás que no me hubiera importado demasiado, era la rabia por aquella injusticia de que castigaran a todos por uno. No podía soportarlo, era demasiado injusto. Si los prefectos o cualquier otro fraile no eran capaces de saber quién había hecho esto o aquello, que se aguantaran o investigaran por su cuenta, pero eso de buscar chivatos para solucionar sus problemas me parecía algo tan sucio y miserable que hubiera preferido estar todo el curso castigado que ir a chivarme de alguien.

El tiempo pasó rápido. Hacía buen tiempo, comenzaba el calor. En los recreos jugaba al futbol siempre y procuraba ir aprendiendo y mejorando para que se dieran cuenta y me ficharan para algún equipo. Contaba las veces que tocaba el balón, era como una señal de que cada vez lo hacía mejor. Estudiaba todo lo que podía, con ganas o sin ganas, porque quería sacar buenas notas, si era posible sobresalientes en todo, aunque en matemáticas me conformaría con aprobar. Entre los estudios, la tabla de gimnasia y los partidos de futbol en los recreos, el tiempo fue pasando y de pronto llegó la fiesta del colegio. Invitaban a los padres a que vinieran a vernos pero yo sabía que los míos no vendrían. Nos habían obligado a escribirles invitándoles a la fiesta del colegio. Me había contestado mi madre que no podían venir porque no tenían dinero. Eso era algo que nunca se me olvidaba, aunque procuraba no recordarlo. Sabía muy bien el esfuerzo que estaban haciendo para que yo pudiera estudiar. Mi papá ganaba poco trabajando en la mina. Cuando vivía con ellos sufría cuando antes de que acabara el mes ellos hablaban de que no podían comprar nada en las tiendas y habría que ir al economato de la empresa para comprar algo para comer. Fiaban hasta que papá cobraba el sueldo del mes siguiente. No podía ni imaginarme cómo estarían ahora, que yo les había obligado a gastar tanto en la ropa y todo lo demás. Prefería no pensar en ello. Por un lado. me entristecía mucho que no pudieran venir, pero por otro lado prefería que no vinieran. No solo porque me hubiera sentido un poco avergonzado, ya que ellos no sabían comportarse en público, especialmente mi padre, sino porque no quería que nada me recordara los meses que llevaba fuera de casa y lo mucho que deseaba volver y olvidarme de aquel colegio. La fiesta del colegio era el final del curso, algunos se marcharían con sus padres cuando terminara. Pero antes pasábamos los exámenes finales de curso, que duraban una semana, durante la cual teníamos al menos un par de exámenes al día. Como ya no nos daban clase aprovechábamos para estudiar. Todo el día estudiando, durante las clases, en los recreos y las horas de estudio. Me dolía la cabeza, me ponía muy nervioso, me hubiera echado a llorar si no se hubieran reído de mí. Necesitaba sacar muy buenas notas. No pensé en otra cosa. Cuando los exámenes acabaron me sentí muy triste, algunos no me habían salido muy bien y el de mates muy mal. Solo me quedaba rezar.

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