LOS PEQUEÑOS HUMILLADOS XXXI


El jueves y viernes santo nos dijeron que iríamos a ver las procesiones. Salir del colegio y sobre todo, salir de aquel silencio que se hacía insoportable, nos animó mucho, aunque luego veríamos que aguantar una procesión de pie no era Jauja. Salimos hacia la ciudad a primera hora de la tarde, en fila india. Caminamos por el arcén de la carretera los kilómetros que nos conducirían hasta el centro de la ciudad, en absoluto silencio, los que rompían esa regla de oro se arriesgaban a que el padre prefecto, especialmente si se trataba del Fantasma, les pusiera firmes de una bofetada imprevista o simplemente recibieran una buena bronca, si se trataba de La Vaca. El observar el paisaje urbano ya era suficiente entretenimiento para mí, como para charlar con los compañeros, con quienes no tenía, de momento, una relación de amistad que impulsara a intercambiar opiniones. Procuraba estar concentrado en lo que íbamos a presenciar, el ritual que nos recordaría la pasión y muerte de nuestro Señor Jesucristo. Se me escapaba el significado profundo del concepto de la redención. El que un ser humano se echara a las espaldas todos los pecados de la humanidad, de todos los seres humanos que habían existido y que existirían en el futuro y además todos los pecados, que eran muchísimos y muy graves, para que fueran perdonados por Dios, se me hacía de todo punto incomprensible. No solo el que se pudiera soportar semejante peso a las espaldas, algo inimaginable, sino sobre todo el que uno pudiera aceptar tan increíble sufrimiento para conseguir un perdón al que no le encontraba mucho sentido, teniendo en cuenta que los que pecaban lo hacían voluntaria y libremente y lo peor de todo, que volverían a pecar una y otra vez, fueran redimidos las veces que fuesen redimidos. Mi vivísima imaginación me hacía contemplar aquella ascensión al monte del Calvario con una corona de espinas en la cabeza, cada espina penetrando en la carne y llegando hasta el hueso. El peso del madero sobre los hombros, los pies descalzos, llagados, sudando sangre, sabiendo lo que le esperaba. Podía sentir cómo le clavaban los clavos en la palma de las manos, a martillazos. Cómo le dejaban en la cruz, al sol, comido por las moscas, la sed espantosa, cómo la lanza penetraba sus entrañas. Solo de pensarlo el sufrimiento y la angustia se me hacían insoportables. Mejor pensar en otra cosa.

Llegamos pronto a la calle que habían elegido para nosotros. En algunos trozos de acera ya estaban puestas sillas que ocuparían los vecinos. El padre prefecto nos había aconsejado situarnos en el asfalto, cerca de la acera, así podríamos sentarnos en ella cuando estuviéramos cansados y de esta forma estaríamos también en primera fila para que ningún adulto nos impidiera ver la procesión, porque nosotros éramos pequeños y bajos y no estaba papá para que nos dejara subirnos a sus hombros. Eso hicimos, aunque alguno, que yo lo vi, se escaqueó perdiéndose entre los grupos de personas que iban llegando. No sé lo que haría, porque no nos habían dado dinero para gastar. ¿En qué podíamos gastarlo viendo la procesión? Cuando ya estaba acabando apareció por detrás de las filas que ya se habían formado, lo pude ver entre las piernas. ¿Y si se hubiera perdido? Desde luego yo no me hubiera atrevido. Había demasiada gente para no perderse y regresar tarde, si es que acertabas con el camino, hubiera supuesto un castigo severo. No quise ni imaginarlo.

La procesión tardó en llegar. Yo estaba ya cansado y me apoyaba primero en una pierna, luego en otra. Además. me aburría mucho. No quería mirar a las filas del otro lado de la calle porque me daban miedo las miradas que me dirigían, como si sintieran pena por mí. La gente me daba mucho miedo. Por fin se oyeron a los lejos las trompetas y la música. El sonido de las voces de la gente fue decreciendo hasta convertirse en murmullos. El sonido agudo de las trompetas, el bronco de los tambores y el resto de instrumentos, me producían una sensación rara, se me humedecieron los ojos. Imaginé a Jesús subiendo una cuesta, con la corona de espinas, pujando por la cruz, sangrando por las espaldas que un romano iba azotando sin compasión. ¿Merecía yo que él sufriera por mí de esa forma? No, yo era un gran pecador. Todos los sábados me confesaba de lo mismo sin pensar en lo mucho que mis pecados habían hecho sufrir al hijo de Dios. ¿Cómo podía ser que él hubiera sufrido por algo que yo haría siglos más tarde? No podía entenderlo. Seguro que era uno de esos milagros tan raros que suceden de vez en cuando, especialmente si eres el Hijo de Dios. Pensé que mis pecados comparados con los terribles pecados mortales de otros, tales como matar a alguien o robarle, eran muy poca cosa, y además juntados unos con otros, los míos pasarían desapercibidos. Dejé de pensar en ello, eso tenía que ser un pecado muy gordo.

Me ayudó el movimiento que se produjo. Algunos salieron al centro de la calle y comunicaron que el comienzo de la procesión ya se veía al dar la vuelta a una esquina. Todo el mundo quería verlo, pero si no te movías de tu sitio era difícil, y nadie quería moverse por si le quitaban el sitio. Había algunas mujeres mayores, sentadas al otro lado, con el rosario en las manos, que farfullaban algo, seguramente el rosario, pero la mayoría actuaba como si aquello fuera un espectáculo divertido. Me dije que yo debía de centrarme en lo que la procesión representaba, el sufrimiento y la muerte de nuestro señor Jesús. No entendía muy bien lo que significaban los pasos, ni tampoco el ritual del lavado de pies que había hecho el oficiante en el oficio del Jueves Santo al que habíamos asistido antes de salir a ver la procesión. Todos tuvimos que esforzarnos para no reírnos al ver al director del colegio lavando los pies a unos cuantos niños, con una palangana llena de agua y un trapo seco. Di gracias a Dios por no haber sido escogido para el lavado de pies. No es que yo fuera un guarrín, pero me costaba ducharme y supongo que a veces debía de oler mal, aunque yo no me olía porque mi olfato no era bueno y solo notaba los malos olores cuando eran muy intensos. Muchos niños hicieron luego bromas sobre el olor a queso de los pies y lo mal que lo tenía que haber pasado el cura. No entendía muy bien aquella ceremonia, se suponía que el cura se humillaba ante los últimos de la fila, nosotros, los niños, pero luego nos humillaba dándonos bofetones y tratándonos como a mierdecillas. Nada de lo que había hecho Jesús, el Hijo de Dios, que se contaba en el evangelio, era imitado por los curas y frailes, que se comportaban como si no creyeran en el evangelio y todo fuera para ellos como una obra de teatro, algo de risa, que interpretaban porque tenían que hacerlo, pero estaban muy lejos de creer e imitar a Jesús.

Cuando vi aparecer a los primeros papones, con aquellos gorros en cucurucho que les tapaban la cara y que daban un poco de risa, porque eran como helados al revés, dejé de rezar el padrenuestro que había estado recitando de memoria dentro de mi cabeza, y me dispuse a dejarme asombrar por todo lo que fuera ocurriendo. No entendía muy bien por qué se tapaban la cara para que nadie los conociera, y menos con aquellos cucuruchos morados. ¿Era porque hacían de malos y no querían que nadie lo supiera? ¿Entonces eran los malos o los buenos que acompañaban a Jesús en su pasión? El paso con la estatua de Jesús siendo azotado, con la corona de espinas, de la que brotaban gotas de sangre, llegó frente a mí y no pude dejar de mirar el rostro del Hijo de Dios. Parecía estar sufriendo mucho. El que fuera por mis pecados me producía retorcijones de tripas. Tenía que ser bueno, muy bueno, no quería hacerle sufrir. Seguía sin entender para qué servía tanto sufrimiento si luego todo el mundo seguía pecando y pecando. Además, si su espantoso dolor perdonaba los pecados y los malos, muy malos, iban al cielo después de haber hecho tanto mal… no me parecía justo. Aunque si morían en pecado mortal irían al infierno, como no se cansaban de repetir los curas. Los malísimos estaba bien que fueran al infierno, aunque no acababa de entender eso de que alguien que ha hecho muchísimo mal a sus hermanos pudiera ir al cielo si se arrepentía en el último momento y confesaba y comulgaba. En cambio yo, un pobre niño, podía ir al infierno si la muerte me pillaba en pecado mortal, sin tiempo de confesarme y arrepentirme, a pesar de no haber hecho tanto mal como aquellos malísimos que mataban, robaban y todo lo demás. No era justo. No, no lo era. No entendía nada. Quise dejar de pensar en ello, porque eso debía de ser pecado mortal y tendría que confesarme el sábado. Lo importante es que fuera bueno y que sufriera yo también para salvar a todos, incluido yo mismo. Haría sacrificios y penitencia. Me dolían las piernas. Eso lo podría ofrecer como sacrificio por la salvación de la humanidad. No sería igual que el sufrimiento de Jesús, que era el hijo de Dios, pero para algo serviría. ¿Para cuánto? ¿Aquel dolor de piernas podría conmover a un gran pecador y hacer que se arrepintiera? Me parecía poco. Se me ocurrió que si me duchaba con agua fría todos los días, eso sería una buena penitencia. También podría hacer otras cosas. Había oído que algunos frailes se ponían cilicios alrededor de la cintura, eran como pinchos metálicos, como espinas. Eso sí que debía de doler. ¿Pero de dónde sacaba yo los cilicios? ¿Me dejarían?

Algunos, tras la estatua de Jesús azotado y con la corona de espinas, iban vestidos de romanos. A esos se les veía la cara. No llevaban capuchón. ¿Por qué ellos no, si eran los malos, y por qué lo llevaban los buenos, suponiendo que fueran los buenos? Se escuchaba ya muy cerca el sonido de las trompetas, los tambores y los demás instrumentos. Una trompeta solitaria daba unos clarinazos muy agudos que te rompían el alma. Me conmoví hasta las lágrimas y no dejé de llorar hasta que pasaron frente a mí y se fueron alejando. Estuve atento por si desde algún balcón cantaban una saeta. Había oído decir que era algo muy bonito, pero no se oyó nada. Pasado lo mejor la gente dejó de estar atenta y se oyeron algunos murmullos. Ya llevaba allí, de pie, horas y horas, estaba muy cansado. Quise sentarme en la acera, pero no había ningún trozo libre, todo estaba ocupado por los pies de los asistentes. Alguien chistó y me volví. Era una mujer sentada tras de mí en una silla. Me señalé con el dedo, preguntando con el gesto si era a mí. Ella asintió y yo me acerqué. Me dijo que parecía muy cansado, que me sentara en su silla, ella estaría un rato de pie. Me preguntó si era de algún colegio y le dije que sí. Me preguntó de cuál. Se lo dije. Insistió. Le dije que no, que no estaba muy cansado, pero ella no se lo creyó. Como no acepté de inmediato, la señora se enfadó y tuve que sentarme para evitar que se produjera un escándalo. Eso me vino muy bien porque ya me notaba mareado, estaba tan cansado que temí caerme redondo al suelo. La procesión iba acabando. Al mirar a mi derecha, pude ver al padre prefecto que iba pasando y diciendo a todos que se fueran poniendo en fila para regresar. Me dije que no sé cómo nos la íbamos a arreglar para no perdernos en semejante multitud. Le dije a la señora que nos teníamos que ir y le di las gracias. Ella se conmovió y me acarició la cara. Cuando llegó el prefecto me puse en pie y formé fila con el resto. En cuanto pasó el último papón nos pusimos a caminar. El fraile nos había dicho que formáramos filas de tres para que fuera más difícil perdernos y que pusiéramos la mano en el hombro del delante. Comenzamos a caminar y la gente nos miraba con asombro, cuchicheando y apartándose para dejarnos paso. Aquella noche llegamos muy tarde al colegio y muy cansados. El padre prefecto nos dijo que al día siguiente nos dejaría dormir hasta las ocho. A todos nos pareció bien, aunque hubiéramos preferido que fuera hasta las nueve.

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