LOS PEQUEÑOS HUMILLADOS XXX


Y así, entre unas cosas y otras llegó la Semana Santa. Pensé que nos iban a dejar ir a casa de vacaciones, como en Navidad, pero no fue así. Era solo una semana y además santa, teníamos que hacer ejercicios espirituales y abonar nuestra vocación, como si fuera una flor en el jardín. Yo no sabía lo que eran los ejercicios espirituales, me sonaba a correr una carrera, pero espiritual, lo que no entendía de ninguna de las maneras. Al principio me puse triste, luego me di cuenta de que así ahorraba a mis padres los billetes de tren y el tener que darme de comer durante una semana. Estaba dispuesto a los mayores sacrificios, sabía muy bien lo mal que lo estaban pasando por mi culpa. No teníamos clases y eso era importante, aunque supuse que nos harían estudiar unas horas al día, como así fue.

Me gustó la misa del Domingo de Ramos, fue muy bonita. A algunos les dieron unas palmas para la procesión, no a todos, porque éramos muchos. El evangelio fue interesante, hasta divertido, aunque no podía comprender cómo un grandullón, como era Jesús de Nazaret pudo haberse montado en una borrica hasta Jerusalém. Ningún burro ni pollino soporta tanto peso sin sufrir mucho. Si Jesús era tan bueno, ¿cómo hizo sufrir de esa manera al pobre burrito? Sabía que eran muy resistentes porque cuando iba a visitar a los abuelos a su pueblo de montaña allí había algunos borricos y llevaban cargas muy pesadas, pero los pobres son pequeñitos y por mucha fuerza que tengan tienen que sufrir mucho. Hubo música de órgano y cantos que llaman gregorianos, no sé por qué. Se celebró en la iglesia grande, que es enorme, para que cupiéramos todos. Aquel canto gregoriano me gustó mucho. Nunca lo había oído ni en las misas del pueblo. Las palabras eran en latín y no comprendí mucho. Nos dieron una buena comida, un pollo muy rico con patatas, porque la cuaresma había terminado y con ella el ayuno, o al menos eso es lo que entendí de lo que hablaban otros niños. En el pueblo no había visto cómo eran los carnavales, porque estaban prohibidos, por lo que supuse que en la ciudad también. De todas formas. no nos hubieran dejado ir a la ciudad a ver el carnaval porque al parecer era pecaminoso. No se me ocurría qué pecados se podían comer yendo disfrazado.

Todo fue bien hasta el lunes, cuando comenzaron los ejercicios espirituales. No se podía hablar, silencio absoluto. Nos llevaban a la capilla, a los tres primeros cursos de bachillerato y a la iglesia a los mayorones. Allí un fraile se puso a hablar de lo que él llamaba las postrimerías, que al parecer era la muerte y lo que había más allá. Insistía mucho en que si moríamos en pecado mortal iríamos al infierno, donde unos demonios terribles nos meterían en calderas llenas de pez ardiente y allí nos dejarían sin dejarnos salir por toda la eternidad. Solo de pensar en ello me dolía la tripa y me mareaba. Imaginar cómo sería el calor terrible de las calderas y cómo lo sufriría el cuerpo y no una hora o dos y luego te dejan salir, no, por toda la eternidad, que era un día tras otro y tras otro y un mes tras otro y tras otro y un año tras otro y tras otro. Y así para siempre, porque no te mueres, porque ya estás muerto. Me puse pálido y sentí mareos, recé para que aquello terminara pronto, pero no terminó, porque el fraile nos hablaba de que un solo pecado mortal te llevaba al infierno si morías sin haberte confesado y absuelto en peligro de muerte. Con lo difícil que era no cometer un pecado mortal todos, todos acabaríamos en el infierno. El fraile además lo recalcaba y nos decía que había que estar siempre preparados, porque no sabemos cuándo nos llegará la muerte. Yo me creí morir. Si decir muchas mentiras, pecados veniales, podía llegar a ser un pecado mortal, por acumulación, entonces yo nunca me libraría de los pecados mortales, porque solo en la confesión decía muchas para evitar que luego como penitencia me pusiera muchos padrenuestros, avemarías y rosarios. Los otros pecados mortales, matar, eso de la lujuria, que no comprendía qué era, robar y todas esas cosas de los diez mandamientos, no me preocupaban nada, porque no me imaginaba matando o robando o lo que fuera la lujuria. En cambio, las mentiras me traían por la calle de la amargura.

Lo que peor llevaba era el silencio. Yo hablaba muy poco, por timidez, por miedo, porque prefería pasar desapercibido, que nadie se fijara en mí, que nadie me viera, como si fuera invisible, pero ahora que nadie podía hablar echaba de menos el sonido de las voces, que ahora comprendía que me hacían mucha compañía y también ayudaban a ocultarme entre el rebaño de niños. Me asusté mucho cuando me di cuenta de lo rara que es nuestra mente. Hasta entonces no había pensado en ello. Durante los ejercicios espirituales pasábamos la mayor parte del tiempo sentados, sin hacer nada. Cuando nos hablaba el cura podías entretenerte siguiendo sus palabras, pero pronto te cansabas e intentabas pensar en otra cosa, pero no podías porque lo del infierno te atrapaba, al menos a mí, y no eras capaz de imaginar nada más. Lo que más me angustiaba era la eternidad. Podía imaginar  una hora, un día, un mes, hasta un año, pero no toda una vida y después otra y otra más, sin morirte, porque ya estabas muerto, sin descansar ni dormir ni nada, solo en aquella tinaja con pez hirviendo, aquel horrible calor que te quemaba todo el cuerpo y el dolor que no cesaba nunca. Y así un año y otro y una vida y otra. La eternidad era lo que más miedo me daba de todo lo que conocía o conocería algún día. Intentaba imaginarme a los demonios, con cuerno y rabos, y con sus horcas pinchando aquí y allá. Intentaba ver a los que estaban conmigo en la caldera, quiénes serían y por qué estarían allí. Intentaba imaginarme cómo sería el dolor, un día tras otro, y cómo sería el calor que no podía atenuarse pero tampoco aumentar, porque era el calor más terrible que uno se pudiera imaginar. Pero no conseguía permanecer mucho tiempo mirando esas escenas, porque a mí lo que más miedo me daba, un terror que me cortaba la respiración, era imaginarme lo que sería una eternidad así. No, no podía ser cierto. Dios no nos castigaría nunca a sufrir por toda la eternidad, por muchos pecados que cometiéramos y por muy graves que fueran, porque entonces no sería Dios. ¿No nos decían que Dios era bueno, lo más bueno que uno podía imaginar? ¿Entonces cómo sería tan malo como castigar al infierno por toda la eternidad? Eso tenía que ser mentira. Los curas nos estaban mintiendo. Pero si nos mentían en algo tan serio, cómo te podías fiar de ellos en lo demás. Lo de los pecados mortales y veniales y que muchos pecados veniales se convertían en uno mortal y daba igual las veces que te confesaras porque si morías estando en pecado mortal te ibas al infierno y allí sufrías por toda la eternidad, metido en la caldera de pez hirviendo, sin poder salir nunca. ¿Cómo podías morirte en gracia de Dios si era tan fácil cometer un pecado mortal, especialmente si era verdad que al acumularse los pecados veniales se convertían en mortales? Necesitaba saber cuántas mentiras veniales había que decir para que el pecado pasara de venial a mortal. Eso me traía de cabeza y me angustiaba. No podía respirar. Necesitaba no pensar en ello y para conseguirlo volvía a centrar la atención en lo que nos decía el cura. No podía estar hablando del infierno a todas horas, porque por terrible que fuera el infierno no podías estar contando lo que allí había durante horas y horas y días y días. Además, ¿cómo podía saber el cura lo que había en el infierno si nunca había estado allí? ¿Qué lo decía la Biblia? No la había leído entera, pero algo sí cuando estudié catecismo para hacer la primera comunión. El evangelio era bueno con los niños. Me gustaba aquello que decía sobre el que escandalizare a uno de estos pequeñuelos más le valdría atarse una rueda de molino al cuello y arrojarse al mar. No entendía qué era aquello de escandalizar y qué nos podía escandalizar a nosotros, los pequeñuelos, pero estaba claro que si nos hacían daño serían castigados mucho peor que si les ataran una rueda de molino al cuello. Yo sabía lo que era una rueda de molino porque me habían enseñado un molino de agua y había visto la piedra. Algo así atado al cuello tiene que hacer mucha pupa. Si a los niños nos protegían de esa manera, ¿cómo era posible que luego nos castigaran al infierno porque moríamos sin habernos confesado de unas cuantas mentirijillas que habían alcanzado el número suficiente para convertirse en pecado mortal? Que a los adultos los castigaran, me parecía más comprensible, al fin y al cabo los adultos eran malos y cometían muchos pecados mortales. Si matabas a alguien que fueras al infierno podía tener su explicación. Si azotabas hasta hacer sangre, si robabas y dejabas que otros se murieran de hambre, también. Aquello de la lujuria no lo entendía. Lo de comer hasta reventar, puede que fuera un pecado mortal, pero en aquellos tiempos nadie tenía tanta comida como para comer hasta reventar. El bueno de Carpanta, el de los tebeos, siempre estaba muerto de hambre y nunca encontraba comida suficiente para hartarse y dejar de comer unas horas. No acababa de entender algunos pecados mortales y tampoco los mandamientos. No me parecía que unos fueran iguales que otros. El matar sí me parecía lo peor de lo peor o el hacer sufrir a otros robándoles y matándoles de hambre, pero había muchos mandamientos que no eran para tanto. Que unos pecados mortales pudieran llevarte al infierno igual que otros, no me parecía bien, no eran iguales, unos eran peor que otros, eso estaba claro.  Y si te castigaban igual por unos pecados que por otros y daba igual que los cometieras una vez que un millón, entonces casi era mejor hacerse pecador y pasarlo bien que andar siempre preocupado por no cometer un pecado mortal e ir al infierno. Aquello me parecía tan injusto que no podía soportar que fuera verdad. Los curas nos estaban mintiendo. Decidí que cuando me fuera posible leería la Biblia, de cabo a rabo, incluso el antiguo testamento que sonaba tan mal y tan raro, especialmente aquellas normas de que no podía hacer ni esto, ni lo otro, ni lo de más allá. Todas me parecían tan idiotas que me hubiera echado a reír de no pensar que a lo mejor era cierto y cometía un pecado mortal y me castigaban al infierno. Tampoco entendía aquello del purgatorio. No sabía si podías ir allí con pocos pecados mortales o solo con veniales y por qué unos iban al infierno y otros al purgatorio. Todo era muy raro. Y lo que más me asombró fue que el cielo del que hablaban no me pareciera tan bien como a ellos. Porque además del infierno, que era de lo que más hablaban y de los pecados mortales y veniales, también nos hablaron del purgatorio y hasta del cielo. Eso de ser felices por toda la eternidad viendo a Dios, no me parecía tan extraordinario como a ellos. Por muy guapo y bueno y cariñoso que fuera Dios, uno se cansaría de verlo un día tras otro y tras otro y así durante toda la eternidad.

No entendía nada y cuanto más pensaba en ello más mentira me parecía. No soportaba pensar en el infierno, por eso empecé a inventarme cosas, como contar hasta diez y luego hasta cien y luego vuelta a empezar. O contaba ovejas, como decían que había que hacer cuando no conseguías dormirte. Luego pasé a imaginarme cómo sería aquel verano, cuando fuera a casa de los abuelos, donde lo pasaba tan bien. Pero había tiempo para todo y sobraba. El día se hacía muy largo, nunca acababa. Las horas de ejercicios espirituales, esos de San Ignacio de Loyola, como nos decían, se hacían mucho más largos y aburridos que las clases. Luego en el recreo no podía jugar a nada, porque había que estar meditando y rezando y no podía hablar, por lo que tenías que pasear solo, como unos santitos. Y en las comidas, especialmente si eran de las que no nos gustaban, la media hora se hacía eterna. Menos mal que el prefecto sacó una mesa y un micrófono y le pidió a uno de tercero que se sentara allí a leer el libro que había escogido. No era de los que me gustaban, de aventuras, tampoco de santos, porque sus vidas, aunque fueran increíbles, resultaban entretenidas y a veces hasta divertidas. El resto del día se iba en rezos. Rezábamos mucho, además de la misa y el rosario, también había viacrucis y cuando no estábamos con los ejercicios ni rezando, los curas aconsejaban que nos fuéramos a la capilla cuando no supiéramos qué hacer. De esa manera rezando mucho se nos perdonarían nuestros pecados. Fueron tres días, pero a mí se me hicieron eternos. Nunca creí que el tiempo pasara tan lentamente.

Deja un comentario

Este sitio utiliza Akismet para reducir el spam. Conoce cómo se procesan los datos de tus comentarios.