TODOS ESTAMOS SOLOS AL CAER LA TARDE XX


LIBRO II

Deseaba irme a casa, descansar y dormir a pierna suelta. No debería estar tan cansado, al fin y al cabo llevaba una buena temporada sin hacer prácticamente nada, tranquilo, durmiendo bien, descansando mucho, comiendo más de la cuenta y viendo las puestas de sol desde el porche. Pero me sentía completamente agotado, la visión de aquella pobre chica empalada había hundido mi ánimo, destrozado mi cuerpo y alterado mi mente. Necesitaba estar descansado y lúcido por la mañana, las primeras decisiones en una investigación son cruciales, pero mucho me temía que Helen me pidiera que pasara la noche con ella, no era una buena noche para estar solo, además ninguna mujer en el condado estaría tranquila después de aquello. No creía en la posibilidad de otro asesinato tan pronto, pero cuando anda suelto un demonio, nunca se sabe. Yo tampoco debería estar solo, en casa estaría tranquilo, pero seguro que me daba por repasar mis novelas sobre Los demonios del desierto rojo. Un miedo inexplicable se estaba apoderando de mí, como si aquellos monstruos, fruto de mi imaginación estuvieran materializándose en el desierto, al menos uno de ellos.

Permanecimos un buen rato en silencio, mirando hacia delante, escrutando la noche, como si algo o alguien nos estuviera acechando. Luego Helen volvió la cabeza hacia mí y susurró algo que no pude entender. Le pedí que lo repitiera.

-¿Puedes hacerme un favor?

-Claro.

-Me considero una mujer fuerte, pero esta noche no podría dormir sola. ¿Te importa pasar la noche en mi casa?

-Por supuesto, cuenta con ello.

No hablamos más. Nuestra relación estaba en una etapa baja, llevábamos un tiempo sin vernos. Era una relación de ida y vuelta, de quita y pon, a veces nos necesitábamos, a veces nos molestaba nuestra presencia, a veces necesitábamos una gran dosis de cariño y permanecíamos unidos una buena temporada. A veces Helen pasaba una etapa rara, que solo fui entendiendo con el tiempo y que tenía mucho que ver con su infernal relación con su ex marido. Entonces parecía buscar a nuevos machos que rondaran por el condado para sumergirse en un océano de sexo y de olvido.

Había conseguido escapar de su marido, imponente cirujano y director de un hospital en Chicago, tras una relación tormentosa, atormentada y casi demoniaca. Aquel me parecía, por lo que ella me había contado, un psicópata peligroso que se había dedicado a cortar carne, como un carnicero –con delicadeza suficiente para que le llamaran cirujano- pero eso no fue suficiente para sus bajos instintos, todo el sadismo del maltrato psicológico tampoco sería suficiente, pensaba yo, y cualquier día atravesaría la línea roja, sino la había atravesado ya, para transformarse en una bestia, en un asesino en serie.

A Helen le costaba hablar de ello, aún así, en ciertos momentos especialmente íntimos y confidenciales de nuestra relación yo le había preguntado y ella había respondido a mis preguntas. Su huída, perseguida por los sabuesos que le había mandado su marido, mitad detectives, mitad matones, había estado a punto de acabar con su poca resistencia. Pensó mucho en el suicidio y cuando logró darles el esquinazo y encontró este lugar perdido en el mundo sólo pensó en descansar, en descansar a cualquier precio, por algún tiempo, por el tiempo que le fuera posible, rezando porque no la encontraran, luego ya vería.

Lo que vio, como me ocurrió a mí, es que aquí nadie espiaba vidas ajenas ni sentía una especial curiosidad por saber del pasado de los otros, y sobre todo nadie parecía conocer el lugar, como si no estuviera en el mapa. Alguna que otra excursión de turistas, contratada en Alburquerque, por vaya usted a saber quién, aparecía por allí cualquier día inesperado, pero se limitaba a visitar la reserva navaja, a sacar fotos del desierto desde sus lindes y tras comer una buena comida mexicana en la tiendecita y taberna donde yo había conocido a Alfredo, se marchaban, no diría con viento fresco, porque aquí rara vez el viento es fresco, pero sí como los demonios de mi desierto rojo los persiguieran.

Teniendo en cuenta que ella era la única doctora del condado no fue sorprendente que nos acabáramos conociendo. Su llegada coincidió con la jubilación del viejo doctor del pueblo y ella ocupó su lugar. Tal vez  le convenciera o él ya estuviera convencido y esperara el momento oportuno. Nunca se lo pregunté a Helen. No suelo hacer mucho caso de las enfermedades, son una buena forma de morir y no tienes que esforzarte mucho, solo dejar a las bacterias, virus, o lo que sea, que hagan su trabajo. Conmigo lo hicieron bien, hasta el punto que dejé de tomar mis viejos remedios, infusiones cargadas de alcohol, y una noche, con la fiebre tan alta que apenas veía, salí de casa como pude, conduje como Dios me dio a entender y al cabo de un tiempo, indeterminado, llegué a la casa-consultorio de Helen. La conocía porque como sheriff del condado, novato en el cargo, intentaba llevar con meticulosidad los aspectos burocráticos de mi trabajo. Eso me obligaba a conocer y entrevistar a los nuevos residentes, pero lo iba dejando de un día para otro.

Con gran dificultad pude llegar hasta su puerta y tocar el timbre. Me mantuve en pie como un valiente hasta que ella abrió la puerta, articulé alguna palabra que ni yo mismo entendí y caí redondo al suelo. Desperté en una bañera, desnudo, el agua templada. Una mujer frotaba mi frente con un trapo húmedo, con suavidad.

-No se asuste, tiene la fiebre muy alta y esto le hará bien. He tenido que inyectarle un antipirético. Esperemos que esta noche podamos rebajarla un poco, luego dejaremos que el cuerpo haga su trabajo.

-¿Cómo me ha traído hasta aquí?

-Con dificultad, no es precisamente un niño.

Había recuperado un poco mi vista, aunque seguía desenfocada. Eso no me impidió apreciar su belleza y pensar morbosamente en que ella también había tenido tiempo de apreciar la mía. Me felicité de mi sentido del humor. Buena señal, eso significaba que estaba mejor. Pero no me duró mucho. En realidad me sentía muy mal como pude apreciar cuando ella me preguntó si podría salir por mis propios pies del baño y caminar hasta una habitación de huéspedes en la planta baja. Asentí con la cabeza, pero ella tuvo que ayudarme mucho para levantarme y arrastrar mi cuerpo, apoyado en ella, hasta el lecho del dormitorio para huéspedes. Allí me dejé caer a plomo y me abandoné a sus manos, que volviera a disfrutar de mi hermoso cuerpo, puesto que yo ni siquiera podía pensar en el suyo. Debí desmayarme otra vez, porque cuando recobré la consciencia ya estaba dentro de la cama, con un gran peso sobre mí.

-Le he puesto unas cuantas mantas, necesita sudar. Le traeré zumo, tiene que hidratarse.

Regresó con una jarra de zumo y me hizo beber un vaso. Pronto me fui amodorrando y así permanecí durante varios días, entre la modorra y el sueño. A veces la notaba cerca, a veces creía escuchar voces en la casa, tal vez trabajaba en su consulta. Las pesadillas sobre el drama de mi pasado, que solo yo conocía, se sucedían, cada vez eran peores, debí gritar en sueños, hablar en sueños.

De esta forma tan poco convencional comenzó nuestra relación. Al fin la fiebre fue bajando, me sentía muy débil y ella me daba caldos y comidas ligeras. Quise levantarme e irme, para no molestar, pero en cuanto lo intenté me caí al suelo, ella se rió bastante. Comenzamos a hablar.

-¿Cómo es posible que no se le ocurriera llamarme para que fuera a su casa? En el estado en el que estaba podía haber tenido un accidente, incluso grave.

-No tengo teléfono, ni móvil, odio esta forma de comunicación. No me pregunté por qué.

Yo lo sabía muy bien, pero no podía decírselo. Helen asumió que no quería hablar de los secretos de mi vida y ella tampoco lo hizo cuando yo quise conocerlos.

-¿Y cómo le localizan? Porque usted es el sheriff. ¿Me equivoco?

-No se equivoca. Tengo una radio en casa. No pueden localizarme de otra manera. Fue una de las condiciones que puse al alcalde cuando me ofreció el cargo.

-Vale.

Cuando estuve recuperado me llevó a casa conduciendo mi propio coche y no pude oponerme. Le ofrecí un café en el porche y le pregunté por sus emolumentos. No quiso cobrarme. A cambio me pidió que la invitara a cenar, cualquier noche que nos viniera bien a los dos. Así comenzó nuestra relación íntima.

Y ahora estábamos otra vez frente a su casa, una casa que yo conocía muy bien. Fue entonces cuando se me ocurrió.

-Tienes que instalar una alarma. Hasta que pillemos a esa bestia ninguna mujer estará a salvo. Intentaré convencer a todas las mujeres que vivan solas, pero tú serás la primera.

-No te voy a decir que no, cualquiera que viera a esa pobre chica se construiría un búnker antinuclear, pero los gastos corren de mi cuenta.

-Me parece que no. Es lo menos que puedo hacer por ti, después de haberme cuidado como me cuidaste cuando nos conocimos.

Helen sonrió y me invitó a entrar. Antes ambos miramos a nuestro alrededor, como si temiéramos que el asesino estuviera escondido en las sombras. Ya en el interior me ofreció una copa que yo rechacé.

-Mañana tengo que estar despejado. Les he citado a primera hora. Es mi primer homicidio y me siento perdido, espero que a alguien se le ocurra una buena estrategia. Pero no me olvidaré de ti, mandaré que pasen a verte mientras practicas la autopsia, les das las llaves y ellos instalarán la alarma. Luego yo la supervisaré cuando tengo tiempo.

-¿Por qué no pides ayuda al FBI?

-No tienen personal y están muy ocupados. Además hasta que se demuestre que se trata de un asesino en serie, creo que no tienen competencia. Y tampoco me hace maldita la gracia pedir ayuda desde el primer momento, sin haber intentado algo, cualquier cosa.

Ella sí se bebió una copa mientras yo recorría la casa, cerciorándome de que ventanas y puertas estaban bien cerradas. Tomé nota de lo que era necesario reforzar. Mandaría también carpinteros, cerrajeros, lo que hiciera falta. Nunca me perdonaría que a Helen le pasara algo así. Pensé en que el terror se acabaría contagiando por todo el condado, como una epidemia. Pero no quería pensar en eso ni en nada relacionado con el caso, necesitaba dormir bien y no quedaban ya muchas horas. Sin decirnos nada cada cual se fue a su cuarto después de habernos rozado los labios.

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